La verdad es que eran afortunados. Tuala no se olvidaba de recordárselo, estación tras estación, año tras año, mientras observaba cómo Bridei se alejaba cabalgando para visitar de nuevo el Pozo del Cuervo o para pasar otra temporada de retiro en los nemetones con Uist, el druida montaraz, pues aquello también formaba parte de la educación que Broichan había determinado para su hijo adoptivo. Habían pasado más de seis años desde aquella vez en que la habían mandado a la Cresta de los Robles, la época en la que ahora pensaba como en el verano de las águilas. Había visto cómo Bridei pasaba de ser un niño serio de espalda erguida a convertirse en un joven alto y observador, y se había despedido de él tantas veces que hubiera perdido la cuenta de no ser por el talismán que guardaba escondido en su pequeña habitación de la casa del druida en Pitnochie. Era una cuerda doble hecha de unas hebras muy fuertes y sus dos partes estaban entrelazadas de una manera especial. Su historia, la suya y la de Bridei, se hallaba capturada en aquel objeto: había una pequeña desunión de los dos ramales por cada período de separación y un delicado nudo para todas las reuniones maravillosas. En su longitud contenía el patrón de sus vidas, los dos caminos que divergían y volvían a reunirse una vez más y que, a pesar de todas sus divisiones, seguían siendo esencialmente uno y el mismo. Aunque pequeño, era un objeto poderoso; Tuala procuró que nadie lo viera, ni siquiera el propio Bridei. Se había vuelto más cauta con los años, más vigilante aun cuando aumentaron sus privilegios dentro de la casa de Broichan, pues siempre notaba la desconfianza esencial del druida hacia ella. Él nunca había hablado de ello, no desde la primera vez que la había enviado fuera. No hacía falta que lo hiciera. Ella lo percibía en su expresión cerrada, en su tono frío, en la distancia que mantenía entre su persona y aquel regalo de la Brillante que en realidad él nunca había querido.
Sí, eran afortunados. Broichan podía haberla echado para siempre. Podía haberse llevado a Bridei a la corte y quedarse allí. Podía haberle negado el aprendizaje, aparte de lo poco que pudiera asimilar por sí misma. En cambio, milagrosamente, el día en que había vuelto de la Cresta de los Robles se había encontrado dicho camino abierto después de todo. Erip y Wid iban a dejar que asistiera a las lecciones de Bridei, iban a ponerle tareas adecuadas y a asegurarse de que las terminaba. Tuala se había aferrado a aquel inesperado obsequio con entusiasmo, sin preguntar los motivos del asombroso cambio de opinión de Broichan. Bastaba con que esa puerta ya no estuviera cerrada; se aplicó con la misma intensidad que ponía en cada nuevo descubrimiento.
A medida que iba pasando el tiempo, el equilibrio de su vida cambió. Brenna se casó y se fue a vivir a la cabaña de su nuevo esposo. Fidich y ella eran entonces los orgullosos padres de dos niños pequeños, y Brenna estaba ocupada con la granja y la familia. En cuanto a Erip y Wid, no se convirtieron simplemente en los profesores de Tuala en las disciplinas de historia y geografía, reyes y símbolos, tradiciones y leyendas, sino también en unos buenos amigos. Las clases continuaban, de un modo informal, aun cuando Bridei no estaba. Él se movía en un círculo cada vez mayor y estaba ausente desde el Auge al Solsticio del Verano, o desde el Umbral al Baile de la Doncella, la fiesta que anunciaba la llegada de nuevos corderos. La vida hubiese resultado muy triste de no haber sido por la paciencia y amabilidad de los dos ancianos y por las concesiones que hizo Broichan y que les permitían instalarse con su pequeña alumna frente a la chimenea del salón por las mañanas con sus pergaminos y plumas. Con la ausencia de Bridei, Tuala sabía que le faltaba una parte esencial de sí misma, una parte tan fundamental de su existencia como lo eran sus ojos, sus oídos o el corazón que latía en su pecho.
Aquel invierno iba a ser particularmente duro. Bridei iba a marcharse al Pozo del Cuervo para estar con Talorgen y su familia y Tuala sabía, porque lo había visto en el agua, que habría peleas, muertes y dolor. Su visión le había mostrado a Bridei con una expresión que nunca había tenido en su rostro, una mirada que significaba que había visto algo que esperaba no volver a ver nunca, pero que sabía que debía afrontar una y otra vez. Tuala había visto hombres destrozados y sangre en los brezos. Había percibido, con los oídos de la mente, un grito de dolor insoportable, un sonido que daba dentera y te hacía rogar a los dioses para que terminara, enseguida, antes de que uno se volviera loco. Pero no se lo contó a Bridei. Ella comprendía que no se podía confiar en que esas visiones fueran una imagen clara de lo que estaba por venir. Utilizarlas como base para planear tus acciones era correr un riesgo considerable. Bridei ya era un hombre: tenía dieciocho años. Indudablemente se vería enfrentado a batallas y a pérdidas, como les ocurría a todos los hombres, tanto si ella lo había podido conocer por sus visiones como si no. No podía hacer nada para contener el momento en que aquella terrible sombra penetrara en su mirada; sólo estar allí cuando él regresara a casa, escuchar y consolarlo, pues ella era la poseedora de sus miedos más recónditos y la guardiana de sus sueños.
Se despidieron en el Rasguño del Águila. Se había hecho más difícil encontrar un momento para estar juntos a solas ahora que Broichan permitía más visitas en Pitnochie, más idas y venidas. En aquellos momentos se alojaban en la casa Talorgen y su hijo Gartnait, un joven pecoso y desgarbado que enseguida se había hecho amigo íntimo de Bridei, aunque no de Tuala. Gartnait la consideraba una niña, y una niña muy rara, además. Se burlaba de ella por sus silencios, por su solemnidad, por la extraña palidez de su piel y sus grandes ojos de búho. Se lo decía sin mala intención, pero Tuala no sabía cómo reaccionar ante semejantes bromas. Le parecía que aquello no tenía ningún sentido. ¿Acaso servía para otra cosa que no fuera reafirmar lo que más la había incomodado en casa del druida: su diferencia? No quería que la excluyeran. Ella quería encajar. A Erip y Wid no parecía preocuparles lo que era, ni las cosas que hacía sin pensar, como mover a los pequeños reyes y sacerdotisas por el tablero de juego sin tocarlos, o hacer que la luz coloreada que entraba por la ventana redonda se convirtiera en un danzante despliegue de insectos diminutos y brillantes como piedras preciosas que se dispersaban en una lluvia de polvo centelleante. Erip carraspeaba, «¡Ejem, ejem!», Wid se acariciaba la barba blanca, movía la cabeza con expresión sabia y seguían con la siguiente parte de la lección, ya fuera sobre conocimientos herbarios, astronomía o reyes y reinas. En aquellos momentos recordaba los reyes y reinas, sentada con Bridei en las losas de la cima del Rasguño del Águila. Era otoño. Él se marchaba aquel mismo día y el año estaba avanzando hacia su época oscura.
—¿Bridei?
—¿Sí? —Estaba contemplando la Cañada hacia el oeste, quizá buscando las águilas, quizá intentando distinguir el camino que conducía al Pozo del Cuervo, hacia donde no tardaría en cabalgar.
—Si te hubieras quedado en Gwynedd, algún día podrías haber sido rey —dijo Tuala.
Él volvió bruscamente su atención hacia ella, con una penetrante mirada de sus brillantes ojos azules.
—No es tan sencillo —repuso.
—Tu padre es el rey de Gwynedd —observó Tuala—. Erip me explicó que allí escogen a sus reyes de un modo totalmente distinto. No los eligen de entre los hijos de las mujeres reales, tal como hacen los priteni, con candidatos que se presentan de cada una de las siete casas. En Gwynedd y Powys uno puede suceder a su padre en el trono. De manera que tú podrías haber sido rey, de haberte quedado allí. Podrías serlo ahora si te fueras a tu casa.
Bridei permaneció un rato en silencio.
—Pitnochie es mi casa —dijo al final—. Es nuestra casa, la tuya y la mía. Antes pensaba que era eso lo que Broichan planeaba: educarme y luego mandarme de vuelta a Gwynedd. Pero aunque así fuera, yo nunca sería rey. No recuerdo a mis hermanos, pero sé que tengo dos, mayores que yo. Ellos tendrían más derecho; han crecido al lado de mi padre. Además, Broichan no me ha mandado de vuelta.
—¿Y qué es lo que te tiene reservado? —De hecho, Tuala ya sabía la respuesta; las señales le resultaban absolutamente claras y así había sido desde aquel lejano día en el que Bridei había portado la llama del Solsticio de Verano y las águilas habían acudido al lugar. Pero no estaba segura de que él lo supiera, ni siquiera entonces. La estrategia de Broichan era sutil, un enigma que abarcaba un período de muchos años. Tuala se vio obligada a admitir que el druida tenía razón en hacer las cosas de manera encubierta, que hacía bien en ocultar su plan general a cualquiera que pudiera querer desbaratarlo, incluso en retrasar el momento de revelar la verdad al joven en quien tenía depositadas sus esperanzas. Ajeno al peso de las expectativas que llevaba a cuestas, Bridei había recorrido el camino de su juventud con más ligereza y había aprendido con más libertad. Sin la carga que hubiera supuesto para él el hecho de conocer su futuro, había estado mejor protegido contra las maquinaciones de los que querían el poder y la posición para sí mismos, de los que tenían sus propias piezas en juego sobre el tablero.
—Me lo puedo imaginar —dijo Bridei—. Broichan no va a hablarme de mi madre. Pero descubrí que es pariente de lady Dreseida, la esposa de Talorgen. Y lady Dreseida es prima del rey Drust. Dependiendo de la naturaleza exacta del parentesco, eso podría abrir ciertas posibilidades; sería un alumno muy malo si no supiera reconocerlas después de las lecciones de genealogía de Erip y Wid. Pero soy joven y no se me ha puesto a prueba como adalid. Creo que lo más probable es que Broichan quiera que desempeñe un papel similar al que antes fue el suyo, que me convierta en asesor del rey. No como druida, por supuesto, sino más bien como hace Aniel, viajando, negociando, consiguiendo treguas y estableciendo los términos para los acuerdos. Un consejero del rey. Quizá también un guerrero; un hombre tiene que ser muchas cosas.
—Eres un poco joven para ser consejero del rey Drust —comentó Tuala con rotundidad. Bridei se sonrojó y ella lamentó sus palabras al instante, aunque estas hubieran dicho la verdad.
—Habrá otros reyes después de él. Soy un hombre, Tuala, no un niño. Desempeñaré el papel que me corresponde.
Tuala se contuvo, aunque percibió un mensaje silencioso que le dolió: «Yo soy un hombre y tú todavía eres una cría. No puedes comprenderlo». Eso no era justo; ella lo comprendía, y lo había comprendido desde que era una niña pequeña que ni siquiera podía mantener su cabello bien sujeto. Y a pesar de su complexión delgada y su corta estatura, ella también era ya una mujer. Iba a cumplir trece años en el Solsticio de Invierno. Ya había tenido la menstruación tres veces y había observado con asombro los demás cambios de su cuerpo, señales que significaban que las mareas de la Brillante fluían en su interior como en las profundidades del océano. Pero esto no podía contárselo a Bridei, claro está. Porque, aunque era el amigo que más quería en el mundo, era un chico, y había cosas que sencillamente no discutías con un chico.
—¿Tuala?
—¿Sí?
—Puede que esta vez estemos fuera todo el invierno. En primavera va a haber una campaña contra los escotos para recuperar el territorio de los Confines de Galany, donde se encuentra la Piedra del Mago. Puede que Talorgen nos deje cabalgar a Gartnait y a mí con sus guerreros. —A Bridei le brillaron los ojos; era como si ya lo viera, una visión de estandartes, de armas que relucían bajo la luz del sol, de atronadores cascos de caballos, de gloriosa victoria.
Tuala se estremeció.
—No pongas esa cara —le dijo Bridei—. Algún día tengo que entrar en combate. De no ser por Broichan ya lo hubiera hecho hace años.
—Te echaré de menos. Falta mucho para la primavera.
—Y yo a ti. Volveré a casa en cuanto pueda, te lo prometo. Tendré muchas cosas que contarte.
Tuala hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Eso era indudablemente cierto; Bridei podía hablar con ella como no lo hacía con nadie más, con libertad, desde el corazón, sin establecer barreras. Y, en efecto, tendría mucho que contar, noticias nacidas de las lágrimas y de la furia, del dolor y de la ira.
—¿Qué pasa, Tuala? ¿Qué es lo que te preocupa? Ya sabes que volveré. Siempre regreso a Pitnochie. —Con el ceño fruncido por la inquietud, se acercó y le pasó el brazo por los hombros. Ella notó una sensación extraña; no era como antes, cuando podía apoyarse en él para que la tranquilizara, cuando ella podía ofrecer un pronto abrazo de consuelo a cambio. Era una sensación incómoda, distinta.
—Nada. —Se soltó y se puso de pie—. ¿Cuándo tienes que irte? Quiero enseñarte una cosa.
—Me queda un poco de tiempo. No mucho. ¿Qué es?
—Pues ven. Está un poco más allá, hacia el oeste. Necesito enseñártelo.
Pero cuando llegaron al lugar, el lugar especial y secreto que había descubierto un día que vagaba sola por el bosque, Bridei detuvo su caballo en sus márgenes pero no desmontó.
—Allí no —dijo con el rostro pálido de pronto—. No es un buen lugar para que vayas, Tuala. No es apropiado. Ahora tenemos que volver a casa.
Ella estaba desconcertada.
—¿Que no es apropiado? ¿Qué quieres decir con eso? He estado aquí montones de veces. Tengo que venir. Allí es donde veo… —Se le fue apagando la voz cuando la asaltaron los recuerdos de traición, de sangre y muerte.
—¿Dónde ves qué? —Bridei se apeó de su montura. Siguiendo con las pautas habituales, Tuala montaba entonces el antiguo poni de Bridei, Llamarada, mientras que él tenía a Nieveardiente, un caballo firme y fornido, de cola y crin largas y de un gris muy pálido, como una sombra en las colinas invernales. La verdad es que Tuala era una muchacha tan menuda que casi podría haber seguido montando al pequeño y querido Perla, pero Perla había envejecido y parecía satisfecho pasándose los días soñando en los establos o en el prado, viendo el mundo pasar.
—Donde puedo verte a ti —susurró ella, sin mirarle a los ojos—. Así sé dónde estás y qué estás haciendo cuando estás fuera.
Bridei se quedó callado unos instantes. Al cabo de unos momentos, dijo:
—En ese lago hay unas visiones terribles, Tuala. Broichan lo llama el Espejo Oscuro. Sólo fui allí una vez y fue más que suficiente. Una niña de tu edad no debería estar sometida a semejantes influencias. Broichan no querría que fueras allí, y yo tampoco.
—¿Cuántos años tenías cuando miraste en el Espejo Oscuro?
Él no contestó.
—De todos modos, no se trata solamente de eso. No es únicamente saber dónde estás y si estás a salvo. Hay… otras cosas.
—¿Qué cosas? —Bridei estaba cada vez más preocupado; Tuala se dio cuenta por la manera en que aferraba la brida de Nieveardiente.
—No te lo puedo explicar aquí. Tenemos que ir hasta allí, al pequeño valle.
—El Valle de los Vencidos. —Le dijo el nombre en tono grave—. Hace mucho tiempo hubo allí una verdadera masacre. Ese lugar está lleno del recuerdo de la muerte.
—Y de la vida. Vamos, Bridei. —Sin esperar a ver si la seguía, se metió por el estrecho sendero entre la fronda de maleza que se pegaba al cuerpo. La niebla del valle se alzó para recibirla. Al cabo de unos momentos oyó los pasos de Bridei tras ella.
Cuando llegaron al borde del lago la niebla se disipó y reveló las formas arqueadas de las oscuras piedras-druida y las guirnaldas entretejidas de la enredadera de flores estrelladas que envolvía las orillas con su exuberancia. La luz era débil, de un tono verdoso, y engañaba a la vista en la extensión de agua que tenían ante ellos, pues tan pronto parecía oscura y honda como brillante y poco profunda, con peces diminutos que se movían rápidamente a poca distancia de la superficie.
Tuala se sentó con las piernas cruzadas en el borde del agua.
—No mires —dijo Bridei—. ¿Por qué no te limitas a tu cuenco de bronce? Puedes hacer este trabajo donde quieras, ¿por qué venir hasta aquí? Esto es… —se calló. Al cabo de un momento Tuala notó que se acomodaba a su lado, sin tocarla, pero lo bastante cerca como para que ella sintiera su calidez, la única cosa humana en el Valle de los Vencidos.
A Tuala siempre le había resultado fácil. Ahora comprendía que para los demás, para el propio Bridei, e incluso para Broichan, que estaba empapado del arte de la magia, el dominio de la videncia se ganaba y se aprendía con esfuerzo; que las habilidades no siempre podían utilizarse fácilmente ni las visiones ser evocadas en cualquier momento. Para ella era completamente distinto y había llegado a darse cuenta, de mala gana, de que aquello tenía que ver con sus orígenes, con lo que era: diferente; una de «ellos». Eso la hacía sentir incómoda, aunque el don en sí mismo era algo que apreciaba. Proporcionaba una ventana al mundo más allá de Pitnochie, más allá de la Gran Cañada, más allá del momento y el lugar presentes. Podía invocar una imagen en una gota de lluvia, en un barril de agua, en una jarra de aguamiel. Pero en ningún otro lugar encontraba la maravilla y el terror que se revelaban en el Espejo Oscuro. Bridei estaba en lo cierto; el valle y su lago oculto albergaban profundos recuerdos, una historia de dolorosa pérdida y de coraje inimaginables. Más que eso, el Espejo Oscuro mostraba lo que estaba por venir o lo que podría suceder. Proporcionaba advertencias, profecías y orientación. Y era un lugar de los Seres Buenos. Allí al fin podría ver a los de su propia especie cara a cara y preguntarles por qué la habían abandonado sin decir nada. Quizá había sido el deseo de la Brillante. Quizá se hubiera tratado simplemente de una mala acción. Si Bridei hubiera estado dormido aquella noche, ella hubiese muerto congelada. Cuanto mayor se hacía, más pensaba en todo aquello.
Aquel día el lago no mostró ninguna batalla. En vez de eso, vieron de nuevo el ritual del Solsticio de Verano, con los miembros de la casa reunidos en la Colina del Árbol del Alba y un niño de cabellos castaños caminando por el sendero en espiral hacia la luz. Pero era un tiempo futuro. El niño era pequeño, no tendría más de seis años. El hombre que presidía la ceremonia no era Broichan sino Bridei; no era un druida de ropajes oscuros, sino un hombre en la flor de su vida, de anchos hombros, alto y apuesto, con unos brillantes ojos azules y una larga trenza de cabello rizado del color de las castañas maduras. La mujer sabia que hablaba con la voz de la Diosa Madre no era Fola, con su nariz aguileña, sino una sacerdotisa más joven, delgada como una vara, de tez pálida, ojos claros y una melena oscura que le caía por la espalda de sus austeras vestiduras grises. Aquellas dos personas cruzaban la mirada una y otra vez; pero cuando terminó el ritual, se compartió la aguamiel y se dividió el pan, la mujer que estaba de pie junto a Bridei era otra, una chica cuya hermosa figura iba cubierta con el magnífico atuendo y la capa ribeteada de piel de una mujer de la nobleza, una joven que llevaba un pequeño aro de flores en su cabello rojizo y una sonrisa en su rostro que sólo era para el hombre bien parecido que inclinaba la cabeza con una amabilidad familiar para oír sus palabras. El niño que había portado la vela se encontraba entonces junto a ellos, una versión en miniatura de su padre. Podían verse algunos rostros familiares: Ferat, Mara, Fidich y Brenna con sus hijos. Donal no estaba, ni Erip, ni tampoco Wid. Tuala no vio a Broichan. Pero se vio a sí misma al terminar el ritual, sola bajo el Árbol del Alba, con el rostro ensombrecido y la mirada afligida. Se vio a sí misma dar la vuelta y volver a adentrarse en silencio bajo el cobijo de los abedules, dejando a la familia de Pitnochie con su feliz celebración.
Las lágrimas le corrían por las mejillas. No formaban parte de la visión, sino que eran del todo reales. Bridei permanecía sentado a su lado, con la mirada fija en el Espejo Oscuro. Tuala no fue capaz de volver a mirar. Cerró los ojos deseando que las imágenes se le fueran de la cabeza. Tuvo que recordarse que aquello no tenía por qué significar «será». Podría tratarse perfectamente de «podría ser», y nada más. Todo era posible. Cualquier sendero podía recorrerse si lo deseabas lo suficiente. Al fin y al cabo ella estaba allí, ¿no? Había crecido en la casa de un druida. Había recibido educación. La habían criado como si fuera una niña humana.
Debía desear con todas sus fuerzas que aquel futuro se alejara; debía pensar en «tendría que ser». Era difícil. Ellos estaban allí, estaba rodeada del rumor de sus ligeros movimientos, del susurro insidioso de sus voces extrañas… «… de los nuestrosss… Una de nosotros… Vuelve con nosotros…». En todos aquellos años nunca se habían dejado ver del todo. Quizá tuvieran motivos para no confiar en ella; quizá no confiaban en nadie. Pero siempre estaban allí, apiñados en torno al lago, listos para sisearle al oído, para rozarle el brazo, la mejilla, para murmurar su propia interpretación de sus visiones. «Vuelve —le instaban entonces sus voces suaves— vuelve con nosotros. Aquí puedes ser una reina…».
—No soy una de vosotros —dijo entre dientes—. Soy una chica normal y corriente y vivo entre los humanos. Soy de carne y hueso. No voy flotando por el bosque murmurando mentiras y jugando malas pasadas.
«Aaah…». Las voces suspiraron. «Él te jugó una mala pasada cuando te acogió. Te engañó para alejarte de tu familia y de tu hogar… Vuelve con nosotros… Te necesitamos… Te querremos…».
—¿Cómo podría volver? ¡Si ni siquiera os veo! —respondió Tuala con un furioso susurro—. Y no me queréis, eso es otra mentira. Me abandonasteis en la nieve. Pues bien, ahora tengo mi propia vida. ¡No os necesito!
Las voces hicieron un coro de bisbiseos desde una docena de lugares a la vez. «Nos necesitas. Sí, nos necesitas. Por eso vienes a este lugar, una y otra vez, una y otra vez… Nos necesitas…».
Bridei se movió y estiró los brazos; las presencias del bosque desaparecieron de repente, como si en el transcurso de una sola respiración hubieran vuelto a replegarse en la tierra.
—Has llorado —dijo el chico, sorprendido—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que has visto?
—Estoy bien —dijo Tuala, y se restregó las mejillas—. ¿Qué has visto tú?
La expresión de Bridei era adusta, la mirada seria.
—Para mí sólo hay una imagen en el Espejo Oscuro —contestó al tiempo que se ponía de pie—. No quería venir aquí hoy. Pero creo que es oportuno que se me haya mostrado esa imagen una vez más, puesto que en primavera voy a participar en la batalla contra los escotos. Utilizaré esta experiencia para fortalecer mi determinación. Tenemos que expulsar al enemigo de la Cañada para siempre, se lo debemos a esos valientes que perecieron aquí. Será un acto de venganza puro y definitivo. Me alegro de que me hayas traído a este lugar, Tuala. Pero lamento que tu visión te hiciera llorar. Me preocupa verte triste.
—Estoy bien —repitió ella, aunque no era cierto, y sabía que él lo sabía—. En ocasiones hay cosas tristes en el Espejo Oscuro, pero se nos muestran con un propósito.
—¿Querías enseñarme algo más? —le preguntó. La amabilidad de su voz y la cortés inclinación de la cabeza hacia ella constituían un recordatorio tan nítido de su reciente visión que los sintió como un golpe.
—No —respondió. Su intención había sido explicarle lo de las inquietantes presencias que la seguían cada vez más, en algún punto entre la sustancia y la sombra. Había sentido la necesidad de expresar con palabras las ansias que tenía por averiguar cosas sobre su verdadera familia, los motivos por los que la habían dejado en el umbral de Broichan y qué podrían significar tales cosas respecto a su futuro. Había sentido la necesidad de contarle el miedo que le acarreaban semejantes indagaciones. ¿Y si descubría su verdadera identidad y se encontraba con que verdaderamente se hallaba fuera de los límites del reino de los humanos? ¿Y si el hecho de saberlo la separaba para siempre de la única persona en el mundo que le importaba? No obstante, ¿cómo podría seguir con su vida sin saberlo?
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura. Se está haciendo tarde; me imagino que Donal estará preguntándose dónde te has metido. Debemos irnos.
—Tuala.
—¿Qué?
—Si pasara algo malo me lo dirías, ¿verdad?
—No pasa nada malo.
—Me preocupo por ti —dijo Bridei—. No me gusta dejarte, sobre todo cuando estás así.
—¿Así cómo?
—Triste. Preocupada. Como aquella vez que Broichan te mandó fuera cuando eras pequeña. —Alargó la mano y le limpió las lágrimas de las mejillas con sus dedos. Con su contacto, ligero como una mariposa, Tuala sintió algo en lo más profundo de su interior, algo maravilloso y alarmante a la vez, algo que no sabía que estaba allí. Cerró los ojos un momento. Tenía que ser fuerte con aquello, no importaba lo mucho que sufriera. Él no tenía más remedio que marcharse; bastaba con que pensara en ella cuando no estaba. Y todavía llevaba una cinta anudada alrededor de la muñeca. Siempre que abandonaba Pitnochie llevaba aquel recuerdo con él.
—Me apena que tengas que volver a marcharte, eso es todo —dijo ella—. Si no estás, tendré que responder a todas las preguntas de Wid y Erip en lugar de sólo a la mitad.
Extendiéndose a lo largo de aquella profunda grieta en la tierra que era la Gran Cañada había cuatro largos lagos, cada uno de ellos unido al siguiente por una estrecha vía fluvial. Era posible hacer todo el camino en bote, desde la costa septentrional, cerca de la fortaleza del rey en Caer Pridne, hasta las islas del oeste, recorriendo los lagos a remo o a vela y transportando las embarcaciones por las orillas de los canales que había entre ellos, puesto que allí la corriente era muy rápida y estaban llenos de rocas. Cada uno de los lagos tenía su nombre particular y su propio carácter único. El lago de la Serpiente se extendía desde el estuario del norte y pasaba junto a la residencia de Broichan bajo los robles. Era profundo y oscuro, y en sus aguas moraban las sombras de antiguas presencias. Los hombres que pescaban allí llevaban amuletos de hierro colgados al cuello y se cuidaban mucho de estar de nuevo en la costa antes del anochecer.
Al sur del lago de la Serpiente se hallaba el más pequeño en la cadena, el lago de la Doncella, que señalaba el inicio de la ascensión hacia Cinco Hermanas. Era una subida empinada pero hermosa. Las cañadas envueltas por la neblina y las corrientes de agua ocultas, las cuestas cubiertas de árboles y los altos peñascos desnudos constituían una magnífica vista para los viajeros. Había lobos; la gente no viajaba hasta allí sola a menos que no les importara nada su propia vida. Algunos podían pasar; a algunos los tocaba la mano de la Brillante o hacían su camino como guerreros elegidos del Guardián de las Llamas, y eso las bestias salvajes lo respetaban, lo notaban en su sangre. También podía suceder que algún ciervo se ofreciera a semejantes viajeros como sustento, o que una manada de lobos aullara un saludo a altas horas de la noche mientras el caminante estaba sentado junto a una pequeña hoguera en medio de la inmensidad de las oscuras montañas. Aquel camino conducía al océano del oeste y a las islas que yacían allí reposando como criaturas marinas, envueltas en una manta de agua brillante en verano, azotadas por vientos y mareas en la estación oscura.
El otro camino, el que iba hacia el sudoeste pasando por el lago de la Doncella, conducía a la amplia extensión del lago del Mago. Este era un lugar inquietante. En las colinas podía oírse un son de tambores y quizá el eco de un distante estruendo de cuernos, como un fantasmal recordatorio de lo que antaño ocurrió. Esas costas solitarias fueron, sin duda, escenario de una antigua batalla, una lejana victoria o derrota cuyos sonidos de dolor y desafío se habían convertido en parte de la profunda memoria del lago del Mago. Sus aguas habían visto transcurrir las vidas de muchos hombres; las piedras y los árboles eran testigos silenciosos de todo lo ocurrido en ese lugar.
En las pendientes orientales que se alzaban por encima del lago de la Doncella se hallaba el Pozo del Cuervo, hogar del jefe Talorgen, de su esposa Dreseida y de sus cuatro hijos, tres chicos y una chica. La casa albergaba a un considerable número de personas. Talorgen poseía sus propias huestes privadas equipadas con armeros, herreros, personal para atender a los caballos y para dar de comer a un pequeño ejército. Tenía arrendatarios cuyas tierras proporcionaban los víveres que necesitaba, el ganado, el cuero y la madera, y a quienes él, a cambio, ofrecía protección y una profesión para sus hijos más jóvenes como combatientes o aprendices de artesano. Talorgen era sumamente respetado. Su esposa también. Al ser prima del rey Drust por parte de madre, Dreseida podía afirmar, con toda la razón, que por sus venas corría la sangre real de los priteni.
Gracias a su situación descollante en la falda del Reposo del Grajo, desde el Pozo del Cuervo se dominaba todo el lago de la Doncella hasta un valle oculto que había al otro lado. Al sudoeste, más allá de la misteriosa extensión del lago del Mago se encontraba el lago del Rey, grande y amplio, que se abría por fin al mar del oeste. Unas aguas y una costa peligrosas: allí estaban las fortalezas de los escotos. Los intrusos se habían hecho con un espacio a lo largo de toda la costa occidental de Fortriu, desde aquel punto en dirección sur hasta las antiguas fronteras y subiendo al norte hacia el agreste territorio de los caitt, y a pesar de lo mucho que se esforzaron los priteni, Drust el Toro y otros reyes antes que él, no habían podido desprenderse de aquel parásito. En el sur habían hecho algo más que afianzarse en una zona. El sedicioso rey de Dalriada había construido una fortaleza en un lugar llamado Dunadd y había establecido poblados en las cercanías, así como comunidades en las propias islas. Los escotos se habían instalado como si estuvieran en su casa.
La posición del Pozo del Cuervo era perfecta para realizar incursiones secretas en el territorio de Dalriada. También ponía a Talorgen en una situación de alto riesgo de ser espiado, y sus hombres se convertían en blancos para un ataque cada vez que se aventuraban a salir en sus misiones encubiertas. Bridei reconocía que en el Pozo del Cuervo existían peligros de un tipo muy distinto a los que había en Pitnochie. Aquel era el punto desde donde los priteni podían lanzar un ataque y ocasionar verdadero daño. Si las cosas salían tal como esperaban Talorgen y sus compañeros jefes de clan, en verano se recuperaría la Piedra del Mago para Fortriu. Entonces el Guardián de las Llamas cantaría, y la Brillante bailaría de alegría en el cielo por encima de la Cañada. Una victoria como aquella supondría una gran esperanza.
Ahora que Bridei y Gartnait eran unos jóvenes de dieciocho años, tomaban parte en las patrullas por los límites del Pozo del Cuervo. Por regla general, Donal iba con ellos, o uno de los hombres de élite de Talorgen. Era razonable ir en grupos de tres, de este modo podían moverse encubiertamente por el bosque manteniendo el contacto con señales sutiles como el ululato de un búho o el movimiento de una ardilla entre los matojos. Si ocurría lo peor y herían a uno de ellos, uno podía quedarse con el malherido mientras el otro iba en busca de refuerzos.
Era un día de otoño frío y despejado y el aire gélido te hacía daño en los pulmones. Unas nubecillas aparecían delante de las bocas de Bridei y Gartnait mientras avanzaban en silencio por la linde superior del pinar, aguzando la vista y el oído, atentos a cualquier peligro. Aquel día sólo estaban ellos dos, pues los mayores estaban reunidos en consejo con un jefe de clan recién llegado al Pozo del Cuervo, un hombre cuyo apoyo le hacía falta a Talorgen para ganar. Se requirió la presencia de Donal, así como la del otro hombre que normalmente compartía con ellos sus turnos de guardia. La verdad es que Gartnait y Bridei preferían patrullar juntos sin una tercera persona. Habían trabado amistad rápidamente y también existía una intensa rivalidad entre ellos desde el primer verano que el desgarbado y pecoso Gartnait había pasado en la ordenada casa de Pitnochie. No resultaba fácil decir cuál de los dos se había sentido más incómodo, si Gartnait en medio de aquel mundo de erudición, rituales y magia, o Bridei, el verano siguiente, soportando el ruido, las bromas y las furiosas disputas familiares del Pozo del Cuervo, donde había dos hermanos menores y una hermana con quien competir además de con el propio Gartnait. Dreseida, su madre, era la más difícil de todos con sus duras miradas críticas y sus descargas de preguntas inesperadas. El primer verano que pasó allí Bridei había echado de menos Pitnochie por la seria disciplina de Broichan, por el tranquilo orden de la casa, por el agudo ingenio y humor irreverente de los dos ancianos. A quien más había echado en falta era a Tuala, pues si no estaba allí a su lado, pequeña y circunspecta, con sus vigilantes ojos de búho, él no podía hablar de sus pensamientos más profundos y tenía que dejar que se fueran acumulando en su interior. Aquel verano sus sueños lo habían preocupado.
Ahora ya estaba totalmente acostumbrado al Pozo del Cuervo. Aprendió a reírse de las bromas, aunque nunca llegó a dominar la habilidad para hacerlas. Era consciente de que, de no haber tenido a Gartnait como contrincante mientras ambos crecían de muchachos a hombres, no habría podido adquirir suficiente destreza en el arte de la batalla como para que lo tuvieran en cuenta para la empresa de la primavera siguiente. Entonces los hermanos pequeños de Gartnait los respetaban a los dos. Ferada era otra cosa. Bridei tenía la sensación de que la hermana de Gartnait no confiaba en él más de lo que lo hacía su madre. Las mujeres de la casa de Talorgen eran difíciles de interpretar, tan pronto sonreían y se mostraban corteses como se ofendían súbitamente, planteaban preguntas que él no podía responder o se sumían en un frío silencio. No era de extrañar, pensaba Bridei mientras avanzaba con sigilo junto a los restos de un viejo muro de piedra, agachándose para mantenerse a cubierto, que nunca se le ocurriera nada adecuado para decirles, pues no tenía ninguna práctica. Las únicas mujeres que había en Pitnochie eran Mara, que era más bien un gran perro guardián que otra cosa, y la tímida Brenna. Tuala no contaba; era una niña. Si algún día llegaba a pasar una temporada en Caer Pridne cuando el rey estuviera en palacio, quizá conociera a algunas damas de la corte y aprendiera la manera correcta de comportarse entre ellas. La perspectiva no le resultaba atractiva ni mucho menos.
Un leve silbido: Gartnait iba más adelantado y señalaba peligro. Bridei se quedó inmóvil. Durante unos momentos no se oyó nada más que el viento entre los pinos, el distante reclamo de un pájaro. No veía a su amigo, pero sabía que se hallaba a unos centenares de pasos de distancia bajo la primera hilera de árboles, tan quieto como él. Bridei notó que se le aceleraba el corazón y deseó con todas sus fuerzas que se calmara mientras se quitaba el arco del hombro y colocaba una flecha en la cuerda; cada movimiento, un paso de un ritual, cuidadoso y equilibrado. Bajo aquellos pinos los senderos se volvían oscuros y sombríos enseguida, pues entre los sólidos troncos de los más antiguos habitantes del bosque sus descendientes se erigían en altas y delgadas formas hacia el cielo, buscando su parte de luz. Bajo ellos había muchos sitios en los que ocultarse, afloramientos rocosos, árboles caídos cubiertos de invasora vegetación, plantas más pequeñas acurrucadas en abrigadas grietas o un barranco estrecho que aparecía de repente. Seguir el rastro de un hombre a través de los más elevados confines de aquel bosque suponía toda una prueba; las fuerzas de Talorgen, entre las que se contaba Bridei, se habían entrenado día y noche en terrenos como aquel.
Claro que era posible que lo que Gartnait había divisado fuera un ciervo o un jabalí. En esos días que precedían a la guerra los hombres eran demasiado propensos a sobresaltarse ante unas sombras, a ver un bastón alzado en una cornamenta o una hoja afilada en un colmillo.
Volvió a oírse el silbido, una sola nota, breve y apremiante. Con él tuvo lugar un rápido movimiento colina abajo entre los helechos y se distinguió un color que no formaba parte de los marrones, grises y verdes propios del bosque: la pálida imagen del rostro de un hombre, que desapareció cuando el tipo se agachó tras algún resguardo natural, un arbusto, un árbol caído, un montón de piedras. Había sido rápido. Al cabo de un momento Bridei vio que Gartnait pasaba por su izquierda como una exhalación y desaparecía tras un grupo de pinos más denso.
Habían hablado de eso con bastante frecuencia, lo habían ensayado, o algo parecido, con los hombres mayores y más experimentados, en concreto con Donal. Aquel día estaban los dos solos, y ninguno de los dos poseía verdadera experiencia en combate. Bridei avanzó hacia la derecha, situándose en el flanco opuesto al de Gartnait. Entre los dos harían salir al intruso. Mientras avanzaba poco a poco con el arco en la mano, moviéndose silenciosamente sobre el suelo del bosque cubierto de pinocha, pensó que bien podía ser que aquel individuo los estuviera conduciendo hacia una trampa, claro. Podía haber un grupo esperando para tenderles una emboscada. Debía tener cautela, mantener abierta una ruta de escape y asegurarse de no anunciar su presencia hasta que viera qué se traía entre manos el enemigo. El objetivo era capturar, no matar. Los espías tenían información; debían atrapar vivo a aquel.
Tras varios años de entrenarse juntos, Bridei y Gartnait se habían acostumbrado a reconocer que cada uno superaba al otro en ciertas disciplinas. Gartnait nunca llegaría a alcanzar la habilidad de Bridei con el arco, y Bridei nunca igualaría a su amigo de largas piernas a la hora de correr; tampoco poseía su talento natural para todas las actividades relacionadas con el agua. Para disgusto de Dreseida, a la gente se le había oído comentar que el hijo mayor de Talorgen tenía algún antepasado de la tribu de los seal. Gartnait carecía de la afinidad de Bridei con los animales, de su habilidad para sacar lo mejor del caballo que montaba, del don de embelesar al perro o gato de la casa. Y en el Pozo del Cuervo no había nadie que pudiera caminar por el bosque de un modo tan silencioso como lo hacía él, un talento que, según se oyó comentar a Dreseida con la sequedad que la caracterizaba, sólo podía adquirirse mediante una educación druídica. Era cierto. Las primeras lecciones de Broichan estaban grabadas en lo más profundo de su memoria de estudiante: «Desplázate siempre por el bosque como si formaras parte de él, Bridei, no como un intruso».
Sus pies no hacían ni un solo ruido, o al menos ninguno que pudiera percibir una persona. Él iba como va una criatura del bosque, precavido pero seguro, y notaba cualquier protuberancia, cualquier hueco, cualquier raíz, hoja o piedra como si sus pies fueran una extensión de lo que tenían debajo. Sus oídos estaban afinados para percibir el más mínimo sonido, sus ojos abiertos para distinguir el más leve indicio que pudiera delatar una presencia foránea, una sensación de algo que no perteneciera a aquel lugar.
Sabía dónde estaba Gartnait; el débil crujido de una bota cautelosa sobre la alfombra de pinocha y el susurro de la respiración revelaban la posición de su amigo. Además, estaban siguiendo una estrategia y ambos sabían qué debían hacer del mismo modo que se sabían las viejas rimas de su niñez, casi por instinto, en algún lugar de su corazón latiente, de su sangre palpitante. Siguieron avanzando con sigilo ladera abajo, uno a cada lado, hasta que estuvieron cerca del lugar donde el enemigo se había echado al suelo.
No les hubiera venido nada mal contar con una tercera persona. En su defecto, estaba claro que debían esperar, pues en aquellos momentos Bridei podía ver que su presa estaba escondida en un hueco entre unas rocas donde un árbol caído, cuyas ramas astilladas se hallaban todavía densamente pobladas de hojas puntiagudas y punzantes, proporcionaba un escondrijo y una barrera naturales. Intentar un ataque contra una posición tan hábil y segura sería una estupidez, tal vez un suicidio. Apostado en un lugar como aquel, hasta un solo hombre podría mantener una defensa efectiva durante algún tiempo, y causar algún daño mientras estaba en ello. Dos o más podrían durar tanto como se lo permitieran sus armas. Si tenían una reserva de flechas o cuchillos arrojadizos tal vez consiguieran eliminar a los dos atacantes. Había elegido un buen lugar para replegarse. Pero no lo bastante bueno; el enemigo se hallaba, en efecto, atrapado en un espacio con una única salida, y si Bridei y Gartnait podían mantener la vigilancia el tiempo suficiente, al final su adversario se dejaría ver. Entonces lo prenderían. A él o a ellos. Bridei esperaba que no fueran más de dos. El éxito de aquella empresa era vital. No se trataba solamente de la captura de un espía, de un golpe contra los condenados escotos. Si les salía bien, tendrían una oportunidad de ser aceptados como hombres entre los hombres, como guerreros que merecían ser incluidos en la élite de Talorgen.
Gartnait estaba a la vista y le indicó por señas que pensaba lo mismo que él. Se apostaron uno en cada lado y ligeramente por encima del hueco, en guardia y con las armas preparadas. Desde allí adentro no les verían. En aquellos momentos los únicos sonidos que se oían en el bosque eran el borboteo de un riachuelo, el suspiro de la brisa entre los árboles y los crujidos de las criaturas por entre la maleza.
A Bridei le resultaba muy fácil permanecer inmóvil y en silencio, pues estaba acostumbrado a las disciplinas de la educación que había recibido. Era más difícil para Gartnait. A medida que transcurría su espera sin que el hombre u hombres ocultos hicieran movimiento ni sonido algunos, Bridei veía que su amigo pasaba el peso de su cuerpo de una a otra pierna, cambiaba la manera de asir el cuchillo, contenía un bostezo. De todos modos, los dos jóvenes guardaron silencio. Cuanto más tiempo pasara, más posibilidades había de que otros entraran en escena antes de que tuviera lugar una confrontación. La aparición de alguno de los hombres de armas cambiaría todo el planteamiento. Habría menos probabilidades de resultar herido o muerto. Por otro lado, perderían la oportunidad de hacerlo solos y demostrar al fin su valía. Sus propios pensamientos le perturbaban, pues sabía que no era digno de llamarse guerrero avezado quien consideraba más importantes las ambiciones personales que la estrategia global. «Que no vengan hasta que hayamos terminado el trabajo».
Fue el enemigo quien rompió el silencio: se oyó una palabra dicha en un susurro, poco clara pero con un dejo áspero que hizo que Bridei se quedara sin aliento. Aquel tipo hablaba la lengua de Dalriada; se trataba, en efecto, del principal enemigo de su pueblo, y ahora parecía que se había puesto en movimiento.
Gartnait, con el cuchillo preparado, miró hacia él con las cejas arqueadas. «¿Atacamos? ¿Ahora?». Bridei dijo que no con la cabeza: «Todavía no». Entonces añadió una serie de signos con las manos que esperaba que Gartnait entendería. Los dedos de un lado a otro de la garganta y luego mostrando negación: «Nada de matar». Señalando a Gartnait, a sí mismo, indicó dónde saltarían sobre su presa. Las muñecas juntas, como si estuvieran atadas: «Los agarramos y los atamos». No había tiempo para más, pero Gartnait, cuyas pecas resaltaban sobre una repentina palidez, dio a entender con un pequeño movimiento de la cabeza que lo había comprendido.
Debían de estar demasiado cerca para utilizar el arco. Sería un combate cuerpo a cuerpo con cuchillos. A Bridei se le secó la boca y le costó más controlar la respiración. ¿Y si el enemigo no se dejaba reducir fácilmente? Tenían que evitar que la lucha se alargara, pues debían minimizar el daño causado al enemigo para que pudiera darles la información que poseía: con suerte las posiciones de Gabhran, su armamento, sus efectivos, sus planes. Un espía era como un tesoro, y un tesoro había que manejarlo con cuidado, incluso un hombre muy joven que nunca hubiera luchado con un enemigo de verdad. El corazón de Bridei bombeaba con fuerza, la sangre fluía a raudales. Tenía los nervios a flor de piel. Utilizó las técnicas que Broichan le había enseñado, aminorando el ritmo de su respiración, calmando sus pensamientos. Cuando llegara el momento tenía que tener controlados todos estos aspectos, o lo único que llevarían a su vuelta a Talorgen, a Donal y al resto de los influyentes miembros de su casa sería un relato de una oportunidad desperdiciada. ¿Quién los querría entonces como acompañantes en una expedición importante cuando serían un lastre más que una ayuda?
Se oyó una leve tos en el escondite, un sonido casi tan sutil como el de sus propias señales; al cabo de un instante dos hombres salieron al descubierto, se pusieron de pie y echaron a correr por aquel difícil terreno, muy rápido, demasiado rápido. Gartnait salió en su persecución. Bridei se metió el cuchillo en la funda, agarró el arco, colocó una flecha en la cuerda y la soltó en lo que pareció el transcurso de una respiración. Siempre había destacado en aquello. Su primer disparo alcanzó a uno de los individuos en el hombro e hizo que se tambaleara antes de alejarse zigzagueando bajo los pinos; su segundo disparo alcanzó al otro en el muslo. Entonces Bridei echó a correr. Gartnait había derribado a un adversario y forcejeaba con él entre la maleza. Soltaba maldiciones mientras intentaba desarmar a ese hombre y su oponente parecía devolverle los insultos en su propio idioma. Bridei se detuvo. Su presa, el hombre herido en el hombro, había desaparecido como por arte de magia. Con una herida como aquella no podía correr tanto como para dejar atrás a su perseguidor. Bridei había apuntado con precisión; el disparo debía de haber dejado débil y dolorido a aquel hombre, pero todavía podía ser capaz de utilizar un cuchillo, y sólo se tarda un momento en salir al descubierto y degollar a tu enemigo. Bridei aguantó la respiración, esforzándose por oír algún sonido más allá de los feroces juramentos del prisionero de Gartnait y de los sibilantes apelativos de este, que estaba claro que en aquellos momentos intentaba atarle los brazos al individuo. Ahuyentó todas esas cosas valiéndose de uno de los trucos de Broichan, aguzó el sentido para percibir el más mínimo hilo de respiración, un aliento áspero, un silbido de agonía; utilizó el olfato como lo haría una criatura cazadora, para localizar el olor del miedo. Y allí estaba el enemigo, no muy lejos bajo los helechos, agachado, esperando. Esperando a que Bridei se acercara un poco más, esperando para caer sobre él…
Un paso adelante, decisivo y audaz. El arco preparado, la flecha perfectamente alineada.
—¡Levántate! —aulló Bridei—. ¡Las dos manos en la cabeza! ¡Sal donde pueda verte o te atravesaré el corazón con esto!
Silencio. Ni un solo movimiento.
—No dudes de mi puntería. —Bridei se esforzó por adoptar un tono autoritario y creyó que tendría éxito—. ¿Quieres probarla? —Y como no hubo respuesta soltó su saeta, rezando para que hubiera calculado bien el disparo; a juzgar por el sonido de aquella respiración, probablemente hubiera menos de dos palmos de margen.
Oyó que la flecha se insertaba en la madera y sintió que lo invadía una oleada de alivio al ver que no había matado al hombre por un cálculo erróneo. Al cabo de un momento el enemigo se levantó, con una mano en la cabeza y el otro brazo flojo e inútil a un lado. El color rojo se filtraba por la túnica a la altura del hombro y descendía por las mangas. Tenía un rostro ceniciento y la mandíbula rígida, puesto que apretaba los dientes de dolor. Su mirada era fría y escrutadora.
—¡Ven aquí! —le ordenó Bridei con una sacudida de la cabeza, pues no era muy probable que su prisionero entendiera la lengua de los priteni. El escoto obedeció y avanzó hasta situarse a tres pasos de distancia de él, bajo la sombra de los pinos. Miró directamente a los ojos de su captor y acto seguido le escupió a la cara con calculada precisión.
Bridei cogió aire lentamente. No levantó la mano para limpiarse el escupitajo de la mejilla.
—Date la vuelta —le pidió.
El otro enarcó las cejas como para indicar que no lo entendía. Su expresión se había vuelto insulsa y calmada; de hecho, la impresión que daba en aquellos momentos era de que consideraba todo aquello un tanto ridículo. Bridei calculó que era joven, quizá no mucho mayor que él, aunque sus ojos tenían una mirada vieja.
—¡Vuélvete! —ordenó Bridei con brusquedad al tiempo que hacía un gesto con el cuchillo y cogía la cuerda que llevaba en su pequeño macuto.
El enemigo se volvió de espaldas. Al cabo de un momento, cuando Bridei iba a atarle las muñecas con la cuerda, el hombre movió el pie, le propinó una patada atroz en la espinilla a Bridei y echó su brazo bueno hacia atrás para darle un fuerte golpe en las costillas a su captor. Aquello pilló desprevenido a Bridei que, sin aliento, hizo lo único que podía hacer: arremetió contra el otro, lo agarró del brazo herido y dejó que su propio peso abatiera a su oponente hasta que, tras una dolorosa pelea en la que se retorcieron por el suelo, lo inmovilizó boca arriba, el pecho agitándose con su resuello y el cuchillo de Bridei sujeto con firmeza contra su cuello.
—Inténtalo de nuevo y te romperé el otro brazo —le dijo Bridei con un jadeo—. ¡Gartnait! —A pesar de la desventaja que le suponía su herida, el escoto estaba dispuesto a probar otra artimaña, y otra; lucharía hasta el final. Bridei lo veía en sus ojos, que no albergaban ni el más mínimo asomo de temor.
—Átale las manos, ¿quieres? —le dijo entre dientes a su amigo cuando este se acercó al trote; por lo visto su oponente ya estaba atado y sometido, pues ya no se oían gritos.
Gartnait se afanó con la cuerda. El prisionero se retorció, intentando con todas sus fuerzas zafarse de Bridei.
—¡Ya basta, escoria! —Gartnait le propinó un fuerte golpe en el oído y tiró de la cuerda con tanta fuerza que esta se le clavó brutalmente en las muñecas atadas. Bridei hizo una mueca al imaginarse la oleada de dolor que le subiría por el brazo bacía el hombro dañado. El rostro de aquel hombre ni siquiera tembló.
—¿El otro tipo puede andar? —le preguntó Bridei a su amigo—. Será mejor que nos pongamos en marcha enseguida. Podría haber más por ahí.
—Le puse una mordaza —dijo Gartnait—. Será mejor que hagamos lo mismo con este.
—Ya has hecho bastante ruido como para alertar a sus refuerzos, si los hubiera —observó Bridei con sequedad—. Vamos, recoge a tu hombre; yo me ocuparé de este. Y gracias.
Gartnait sonrió.
—No hay de qué. Sin duda no tardarás en tener la oportunidad de devolverme el favor.
Gartnait llevaba la mejilla manchada de sangre —que no era suya— y en sus ojos había una mirada que Bridei no había visto nunca. No pudo interpretarla, pero hizo que sintiera frío de repente. No se volvió a mirar, pero notó los ojos del prisionero puestos en él. Bridei se ató el extremo de la cuerda a una mano y tiró del tipo como si fuera un perro. Le puso el cuchillo en la espalda al escoto.
—Muévete —le ordenó, y se pusieron en camino hacia el Pozo del Cuervo.
Por detrás de él, Gartnait conducía a su prisionero con bastante más torpeza, pues la herida que este tenía en la pierna hacía que no pudiera caminar sin apoyo. Bridei aflojó el paso para no adelantarse demasiado y dar la impresión de querer llevarse un mérito excesivo. Habían hecho un buen trabajo; Talorgen tenía que reconocerlo. Donal también quedaría impresionado a su manera tranquila. ¿Por qué entonces seguía sintiéndose inquieto, con los nervios a flor de piel y la mente atormentada por algo que no acababa de estar bien? ¿Acaso había más enemigos que se mantenían ocultos en las concavidades del terreno bajo los pinos, listos para atacar? Seguro que no; ya había pasado el momento ideal para una emboscada así. ¿Sus prisioneros echarían a correr de pronto para escaparse y aquella vez lo conseguirían? Era de suponer que no; al prisionero de Gartnait le fallaban las fuerzas, se le doblaba la pierna y sus rasgos tenían una palidez cadavérica; aquel no iba a correr durante un tiempo. El prisionero de Bridei había cesado en su forcejeo, aunque su mirada no era la de un hombre derrotado. Ese individuo no tenía el cabello rojo, las facciones anchas y la tez clara que caracterizaban a los hombres de Dalriada. Ese joven guerrero, en cambio, tenía un rostro alargado, cabello oscuro, era un hombre de complexión nervuda y musculosa. Casi podía haber sido uno de los suyos de no ser porque su piel no mostraba ninguna evidencia de las agujas y los colores del tatuador. Todos los guerreros avezados de los priteni llevaban sus marcas de batalla con orgullo junto a los signos de su origen, las criaturas y símbolos que indicaban su ascendencia. Después de la campaña de primavera, tanto Bridei como Gartnait tendrían que haberse ganado las primeras condecoraciones de combate. En la piel de aquel hombre no había ningún dibujo semejante y eso, como todo lo demás, lo señalaba como extranjero en aquel lugar.
A pesar de su herida, que no dejaba de sangrar, el cautivo caminaba con determinación, con la mirada fija al frente y los hombros erguidos. Bridei no podía librarse de la sensación de que era él quien estaba siendo evaluado. Si uno crecía teniendo a un druida como maestro, aprendía a observar a los hombres con sutileza, a buscar significado en la respiración, a interpretar hasta el más leve cambio en la mirada. Eran los ojos de ese hombre lo que le resultaba más desconcertante. Eran como los ojos de aquellos asesinos del Espejo Oscuro, las fuerzas que habían arrasado el Valle de los Vencidos mucho tiempo atrás llevándose todo lo que encontraron en su camino. Aquellos ojos carecían tanto de compasión como de esperanza; sólo veían la tarea que tenían delante y sólo conocían la voluntad de llevarla a cabo. Un ejército con una mirada como esa sería difícil de vencer. Sería casi imposible de dirigir, pensó Bridei con un estremecimiento. Unos hombres como aquellos lucharían sin tener conciencia de su propia mortalidad. Matarían sin tener conocimiento de la humanidad de su enemigo. Unas fuerzas malignas, sin duda.
Cuando llegaron a los muros de piedra que rodeaban los patios interiores del Pozo del Cuervo, el prisionero de Gartnait se apoyaba pesadamente en el hombro de su captor y parecía estar a punto de perder el sentido. El otro caminaba con la espalda tan erguida como la de un rey y con un mohín altanero en los labios. Donal y Talorgen no tardaron en aparecer, puesto que con la noticia de la captura se había interrumpido el consejo.
Era todo lo que Bridei había esperado. Los hombres se congregaron a su alrededor felicitándolos y, mientras se llevaban a los prisioneros, varias personas comentaron que era probable que se les pudiera sonsacar información fundamental. En los ojos de Talorgen se veía un sorprendido respeto, en los de Donal un orgullo comedido. Sin embargo, durante todo el resto del día y al caer la tarde, Bridei siguió preocupado por la misma incertidumbre. No podía identificar su causa. En ciertos aspectos el hecho de haber sido educado por un hombre como Broichan era una maldición. A Gartnait le habían enseñado a luchar, a comportarse en compañía, a montar. Estaba aprendiendo a supervisar unas propiedades como las de su padre. A Bridei, en cambio, lo habían adiestrado en habilidades más sutiles: cómo mirar y escuchar, cómo esperar y prepararse para las sorpresas, cómo interpretar el talante de una persona y a veces sus pensamientos a partir de un diminuto gesto, un mínimo parpadeo. Le habían enseñado a aprender de todas y cada una de las cosas que se encontrara, las buenas, las malas, las triunfantes y las humillantes. Aquel día los ojos brillantes de Gartnait demostraban el deleite por su éxito; sus mejillas sonrojadas revelaban cómo ansiaba la aprobación de su padre. Bridei recibió las felicitaciones de Talorgen al igual que hizo su amigo y respondió a ellas con una educada inclinación de la cabeza y el comentario de que sin la ayuda de Gartnait habría perdido a su prisionero. Pero lo que Bridei notó y Gartnait no fue un leve dejo de duda en la voz de Talorgen, un pequeño gesto singular con el labio, como si lo que habían hecho, por valiente e ingenioso que fuera, de alguna manera no hubiera sido exactamente lo que aparentaba ser. Y lo que Bridei observó más tarde fue que mientras Cenal, un hombre que parecía una sombra arrepentida y cuyo insólito trabajo consistía en supervisar los interrogatorios de los prisioneros, sí que desapareció durante un considerable período de tiempo después de su llegada, y en tanto que se oían ciertas cosas que sugerían que se estaban empleando los procedimientos habituales, sólo una voz gritaba en la aislada choza situada detrás de la caballeriza y él estaba seguro de que no era la del tipo que había capturado.
Eso tenía fácil explicación, por supuesto. Resultaba valioso separar a los prisioneros y hacer que se enemistaran para lograr sus propósitos. Iban pasando las horas y los sonidos de la cabaña se fueron debilitando hasta convertirse en débiles sollozos y gemidos y al final en silencio, pero el desasosiego de Bridei persistió. ¿Qué podía decir? Uno no se dirigía a un hombre poderoso como Talorgen y le pedía explicaciones, y menos cuando las dudas estaban basadas en poco más que un vago recelo.
Durante la cena Talorgen mencionó que los prisioneros habían muerto durante el interrogatorio y que se les había podido sonsacar alguna información útil a ambos. Sus muertes habían sido un tanto prematuras; por lo que Cenal le había contado, las heridas infligidas por las flechas de Bridei y la subsiguiente hemorragia los habían debilitado mucho y habían reducido su resistencia a la presión.
—Confío en que no se te fuera la mano excesivamente —le dijo Talorgen a su interrogador, que estaba sentado a la mesa de al lado.
—No, mi señor. Soy un profesional. —Una expresión dolida apareció en los modestos rasgos de Cenal. Bridei depositó el cuchillo en la mesa, de pronto había perdido el apetito por el magnífico pedazo de ternera. No hizo ningún comentario; hubiera estado fuera de lugar ofrecer una opinión sobre el asunto. Quizá tendría que haber apresado a esos hombres sin infligirles unas heridas tan graves. Pero en aquellos momentos casi deseaba haberlos matado en el acto. Todo el mundo sabía que cualquier escoto lo bastante estúpido como para dejarse atrapar en territorio de Talorgen era sometido a tortura; era de suponer que los jefes de clan de Gabhran les harían lo mismo a los espías de los priteni si la situación fuera la contraria. Pero la cosa cambiaba cuando tú mismo habías atrapado al hombre, habías luchado con él y lo habías derribado, lo habías llevado atado con una cuerda, le habías mirado a los ojos y habías visto manar la sangre de una herida que tu propia flecha había infligido. Era distinto cuando eras tú el que lo había entregado para que lo torturaran hasta matarlo. Bridei recordó aquellos rasgos, implacables, como esculpidos en piedra. El hombre de cabello oscuro no sólo no había divulgado ningún secreto, sino que había muerto sin emitir un solo sonido, Bridei estaba seguro de ello. Y eso significaba que Talorgen había mentido al decir que ambos prisioneros habían revelado información útil.
Sólo había una persona con la que Bridei podía hablar de ello, y ese era Donal. Tuvo que esperar un poco para tener oportunidad de hacerlo: la cena era una comida larga en la que la familia tomaba asiento a la mesa más elevada y los numerosos habitantes de la casa llenaban las largas mesas del enorme salón en tanto que los muchos hombres de armas que estaban acuartelados en el Pozo del Cuervo preparándose para la campaña de primavera ocupaban los bancos a lo largo de las paredes. Los perros deambulaban por ahí, las antorchas humeaban, fluía la cerveza.
Como mentor y guardaespaldas de Bridei de tantos años, Donal se sentaba en la mesa de la familia. El joven intentó cruzar la mirada con él para indicarle que quería hablar más tarde, pero Donal estaba debatiendo una cuestión estratégica con Talorgen y era lady Dreseida quien parecía tener ganas de hablar con Bridei aquella noche. Se inclinó hacia delante y clavó en él su mirada escrutadora, con el cabello oscuro peinado hacia atrás y fuertemente sujeto mediante una diadema que tenía un fleco de perlas y sus dedos llenos de anillos descansando con cierta elegancia frente a ella sobre la mesa. Sus interrogatorios eran impredecibles e incomodaban profundamente a Bridei, quien se había dado cuenta de que, fueran cuales fueran las respuestas que diera, ella siempre parecía descontenta.
—Bueno, Bridei. Hoy has sido el héroe. Me imagino que Broichan estaría muy orgulloso de ti.
Él abrió la boca para responder, pero Ferada, la hermana de Gartnait, fue más rápida.
—Broichan es un druida, madre —su voz rezumaba desprecio. Era muy parecida a la de Dreseida, al igual que su porte orgullosamente erguido, la majestuosa altivez de la cabeza y su presencia inmaculada, sin un solo cabello fuera de sitio y hasta el último pliegue del vestido en su lugar. Ferada era más joven que Gartnait; sin embargo, uno no podía mirarla sin ver a la formidable mujer en que se convertiría algún día—. Los druidas no se ocupan de gestas de armas ni de hazañas heroicas. Si Broichan estuviera aquí, le preguntaría a Bridei si el hecho de atravesar a dos hombres con sus flechas y luego arrastrarlos a casa para que sufrieran una dolorosa muerte a manos de los matones de mi padre le había enseñado algo. ¿No es así, Bridei?
Se hizo un silencio durante el cual Ferada se dio cuenta de que la charla y las risas de su entorno se habían acallado mientras hablaba, por lo que sus últimas palabras las oyó todo el mundo en la mesa superior, incluido su padre. Un rubor carmesí de vergüenza tiñó sus mejillas.
—Lo que dice Ferada es cierto. —Bridei se apresuró a intervenir para llenar aquel silencio incómodo—. A mi padre adoptivo le interesaría ante todo lo que se pudo aprender de la experiencia más que el acontecimiento en sí. No obstante, los druidas sí que se interesan por las gestas de armas; no han pasado muchos años desde que Broichan cabalgaba junto al rey Drust durante sus grandes encuentros con las fuerzas de Dalriada. Forma parte del papel de druida real aconsejar al soberano en asuntos de guerra: lanzar augurios, hacer predicciones, determinar el mejor momento para el avance y la retirada. Ayudar al rey en sus decisiones e invocar la buena voluntad de los dioses.
—Puede que Ferada haya dicho la verdad —observó Talorgen mirando a su hija con el ceño fruncido—, pero me deja consternado que no sea capaz de controlar su lengua lo suficiente como para formular sus comentarios con la adecuada compostura.
Ferada apretó los labios y parpadeó rápidamente.
—De todas formas —intervino su madre—, tu hija merece una respuesta a su pregunta, aunque la haya expresado de manera poco elegante. —Dreseida volvió su mirada penetrante hacia Bridei y arqueó las cejas.
—¿Qué pregunta? —inquirió Gartnait, perplejo—. Ella no ha preguntado nada.
Talorgen miraba a Bridei, y Donal también.
—Cierto —dijo Bridei con toda la ecuanimidad de la que fue capaz—, pero la pregunta estaba ahí, implícita. La pregunta de Broichan: ¿qué se puede aprender de los acontecimientos del día de hoy?
—¿Y? —apuntó Gartnait. Estaba claro que él no tenía intención de proponer ninguna respuesta.
—No se aprende tan deprisa. —Bridei sentía un vivo deseo de estar en casa, en Pitnochie, donde el día contaba con suficientes silencios para que la mente contemplara preguntas como aquella, donde había espacio para oír las voces de los dioses, donde había gente que se sentaba en silencio y le dejaba ocuparse de sus pensamientos a su propio ritmo. Necesitaba a Broichan, echaba de menos a Wid y Erip, añoraba a Tuala y su profunda quietud—. No deseo pronunciarme sobre esto como si me considerara tan sabio como mi padre adoptivo. Este fue nuestro primer encuentro con el enemigo, el de Gartnait y el mío.
—Y lo habéis hecho bien —terció Talorgen.
—Os habéis desenvuelto con valentía —añadió Donal, pero su tono implicaba una pregunta.
Bridei sabía que debía decir algo más, aunque hubiera preferido haberse reservado sus pensamientos. Tenía que continuar fingiendo que aquello había sido un triunfo irrefutable, al menos por Gartnait. ¡Maldita Ferada! Era una entrometida, y demasiado avispada para su propio bien.
—Me sorprendió descubrir que este enemigo tenía un rostro humano —dijo en voz baja—. Eso me preocupó, pues todo el pasado de nuestro pueblo me insta a sentir animadversión por los escotos hasta el día en que los expulsemos de nuestras costas. Todavía tengo que aprender a manejarme con estas cosas. Lo haré con el tiempo. En el campo de batalla uno no puede permitirse semejantes escrúpulos. Hoy vi valor. Me imagino que Cenal nos dirá que el mismo valor fue manifiesto hasta el final.
Por suerte, Talorgen no pareció considerar inoportuno el discurso de Bridei.
—Quizá sea así —dijo el jefe—, pero no vamos a hacer hincapié en ello, y menos con mujeres y niños presentes. La guerra es un asunto brutal. Vosotros todavía sois jóvenes; esto no es más que un anticipo de lo que está por venir. Creedme, todos nosotros empezamos con las mismas susceptibilidades, pero no pueden durar mucho. Si no las reprimiéramos paralizarían nuestra voluntad. Y ahora hablemos de otros temas. Se avecina un cambio; la operación de primavera será significativa. En cuanto empiecen las hostilidades, el Pozo del Cuervo ya no será un lugar seguro. Dreseida viajará al norte de la Cañada antes del Baile de la Doncella y se llevará a la familia con ella para instalarse bajo la protección de la corte de Drust. —Volvió a mirar a Ferada, que había vuelto a recuperar la compostura y que le devolvió la mirada con un aire claramente desafiante—. Aunque no sirva de otra cosa, te brindará la oportunidad de aprender un poco de comedimiento, hija —dijo Talorgen con buenas maneras.
Era bien sabido que prefería que sus hijos expresaran sus opiniones aunque de vez en cuando los resultados fueran embarazosos. De hecho, se le había oído comentar que si Gartnait demostrara el mismo interés que su hermana en los asuntos de Fortriu tal vez con el tiempo podría llegar a ser algo más que un guerrero competente.
—Te alojarás en casa de las mujeres sabias de Banmerren —continuó diciendo Talorgen—, donde podrás aprovechar la excelente formación general que proporcionan a las chicas de noble linaje. Mi esposa se quedará en la corte con las mujeres de su familia; los chicos también. —A Talorgen no podía haberle pasado inadvertido el tenso silencio tanto por parte de Gartnait como de Bridei; todavía tenía que aclararse qué lugar ocuparían ellos en aquel hábil plan. ¿Acaso aún los consideraban unos niños a quienes mandarían a un lugar seguro en cuanto empezara a suceder algo interesante?
Donal carraspeó.
—Bridei, tengo permiso de Broichan para que formes parte en la acción contra los escotos —dijo—. La idea no le acaba de hacer demasiada gracia, pero sabe que ha llegado el momento; a decir verdad, ya era hora. De hecho va a contribuir con una pequeña fuerza de su propia casa, de modo que vamos a ver a algunos viejos amigos, a Uven y Cinioch entre ellos. Supongo que Talorgen dejará que aquí, Gartnait, cabalgue contigo; hoy habéis demostrado vuestra valía como equipo.
Talorgen sonrió.
—Haremos muy buen uso de vosotros dos. Pero os advierto una cosa: no será como la captura de hoy, un asunto equilibrado de uno contra uno. La guerra es sucia, cruel y peligrosa. Es imposible que un buen hombre no sienta asco por ella. Pero mientras exista en este mundo una escoria malvada como los escotos, es necesaria. Ya hace demasiado tiempo que contaminan nuestras costas y devastan nuestras tierras. La primavera tendría que ser testigo de un cambio, de una nueva esperanza para los priteni y para el rey. Si tomamos los Confines de Galany veremos renacer la esperanza, la esperanza de cosas más grandes que han de venir. Vosotros tomaréis parte en ello.
—No sonrías más, Gartnait —dijo Ferada—, o se te partirá la cara en dos.
Su hermano le dirigió una mueca sin poder ocultar el deleite que le hacía brillar los ojos. En cuanto a Bridei, sus sentimientos eran más encontrados de lo que había previsto. Ser aceptado, por fin, como hombre y guerrero era algo bueno que lo reconfortaba. Sin embargo, después de lo vivido ese día, se preguntaba si entendía en lo más mínimo lo que aquello significaba realmente. Las imágenes del Espejo Oscuro afloraron a la superficie de sus pensamientos, llenas de dolor y confusión, llenas de un terrible valor como el del joven cuya muerte él había provocado en ese día. Pero ese hombre era un espía. Era el enemigo, lo mismo que los guerreros de mirada perdida de antaño que mataban sin pensar. ¿Cómo se podía luchar como era debido cuando te invadían tantas dudas?
—No es justo. —Ese fue el hermano menor de Gartnait, Uric, una explosiva presencia de siete años que en aquellos momentos se levantó de un salto y empezó a aporrear la mesa con tanta furia que las fuentes y los cuchillos bailaron en su sitio—. ¡Nunca seremos lo bastante mayores para ir a la guerra! ¿Quién quiere volver a visitar la corte? Un montón de viejos farfullando por las esquinas, eso es todo, y gente diciéndonos que nos estemos callados.
La mirada de Talorgen se desplazó para contemplar al más pequeño de sus hijos, y en cuanto la posó sobre Uric, este guardó silencio.
—Es verdad —intervino Bedo, un año mayor y un poquito más sensato—. En Caer Pridne esperan que nos comportemos bien todo el tiempo. Preferiríamos quedarnos en casa donde está la acción, padre. Podríamos ayudar. Hay un montón de cosas distintas que podríamos hacer. Si Gartnait se puede quedar, ¿por qué nosotros no?
—¡Para lo que nos ibais a servir! —exclamó Gartnait entre dientes al tiempo que le daba un codazo en las costillas a su hermano.
—No tienes ni la menor idea de cómo funciona todo esto, Bedo —el tono de Ferada había recuperado su acostumbrado dejo de calmada superioridad—. Gartnait y Bridei son hombres. Vosotros dos sois niños pequeños. Gartnait y Bridei podrían estar muertos al terminar la primavera. ¿Has pensado en eso? Tendrías que estar contento de ser demasiado pequeño para ir a luchar. No tardará en llegarte el turno. Y si crees que es injusto, intenta ser una chica durante un tiempo.
—No hablemos más sobre injusticias —dijo su madre, que se puso en pie—. Haréis lo que vuestro padre y yo os ordenemos, y se acabó. Y ahora ya ha llegado el momento de que os vayáis a la cama, muchachos. Ferada, tengo unas tareas para ti; dejemos a estos hombres con su charla sobre la guerra.
Mucho más tarde Bridei encontró a Donal solo junto al muro del norte, mirando por encima de la oscura ladera hacia la pálida y sombría cinta que era el lago de la Doncella. No tuvo ninguna duda de que lo había estado esperando; después de tanto tiempo como profesor y alumno, y luego como algo más parecido a amigos, se comprendían bien el uno al otro. Permanecieron un rato en cordial silencio, escuchando los leves sonidos de la noche.
—En cuanto a lo de hoy… —se aventuró a decir Bridei.
—¿Sí?
—Tal vez me esté imaginando cosas. No podía mencionarlo delante de Talorgen, parece estúpido. Aparentemente fue una buena captura, eran prisioneros útiles. Pero hay algo que no cuadra.
—¿Ah, sí?
—No puedo hablar por el hombre que capturó Gartnait, pero el que apresé yo no era de esos que se doblegan rápidamente bajo tortura. Y tal vez estuviera sangrando, pero la herida no era tan grave como para matarlo. Apunté con cuidado; siempre lo hago. Entonces, ¿por qué hicieron las cosas de esa manera? ¿Era necesario?
—Dímelo tú —repuso Donal.
—No he dejado de darle vueltas —caviló Bridei. No levantó la voz; todavía había otras personas por allí—. Era un hombre que podía haber resultado útil, lo intuí. Quizá no hubiera hablado, pero hubiese sido de algún valor, quizá como rehén. Hubiera sido mejor curarlo y retenerlo, mantenerlo bajo custodia. Lo que hizo Cenal fue…
—¿Inhumano? Así son las cosas, Bridei. No hay lugar para los escrúpulos cuando los espías se acercan sigilosamente hasta el mismísimo umbral de tu casa. Esta gente no tiene en cuenta las sutilezas cuando hacen prisioneros a los nuestros. Sus métodos te darían asco.
—Fue algo burdo —dijo Bridei sin inmutarse—. Burdo y sospecho que totalmente infructuoso, diga lo que diga Talorgen. ¿Por qué ir por ese camino? Él no es estúpido ni gratuitamente cruel. Aquí pasa algo que no nos va a contar.
Donal asintió con la cabeza.
—Tal vez. De todos modos, a menos que tengas intención de preguntárselo abiertamente, imagino que no vas a descubrir de qué se trata.
—¿No creerás —dijo Bridei, expresando su preocupación más profunda— que podía haber estado todo preparado, verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a si crees que lo sucedido ha sido planeado de algún modo para que Gartnait y yo tuviéramos la oportunidad de demostrar nuestra valía sin que hubiera un verdadero peligro para nosotros. Una falsa emboscada, hombres haciendo el papel de enemigos, una oportunidad extrañamente conveniente para que los dos los capturáramos sin ayuda. Me molesta que Broichan se preocupe tanto por mi seguridad. Eso estaba muy bien cuando era un niño, en la época en la que parecía que había alguien que quería llegar hasta él haciéndome daño a mí. Pero ahora soy un hombre. ¿No te frustra el hecho de que siempre tengas que estar cerca de mí, tú u otro de los guardias de élite, que todavía tengas que dormir frente a mi puerta y ser mi perro guardián más que mi amigo? Me da la sensación de que, aunque Talorgen me diga que soy un hombre, la protección que mi padre adoptivo ha dispuesto significa que para él sigo siendo un niño al que hay que proteger para que no le pase nada. Quizá mi pequeño triunfo de hoy fue el triunfo de un niño, urdido para mí por mis mayores.
—Yo soy tu amigo, Bridei —la voz de Donal era muy queda.
—Ya lo sé; y no podría esperar tener un amigo mejor. Pero algún día tendrán que permitir que me valga por mí mismo.
—Te diré una cosa —repuso el guerrero—. El cadáver que vi que se llevaban de la casa del dolor de Cenal esta tarde no era falso.
A Bridei volvió a entrarle frío, un frío que se aferró a su corazón como si fuera la mano de un espectro.
—¿Cadáver? ¿De quién de los dos era?
—Del tipo con el vendaje en la pierna. No sé nada del otro; no me quedé allí para ver cómo lo sacaban. Esos tipos son basura, Bridei. No merecen estar ni bajo la suela de tus botas. No deberías malgastar ni un solo pensamiento más con ellos.
Bridei se quedó callado.
—En cuanto a lo de los niños y los hombres —dijo Donal, que le puso una mano en el hombro a Bridei—, desempeñarás tu papel en la campaña como guerrero entre guerreros; es algo que tienes que afrontar, tú y Gartnait, los dos. Pero Broichan ha hecho bien poniéndote protección. Quizá tendría que haber explicado mejor los motivos. Me parece que es algo que tendrás derecho a exigirle cuando termine la campaña. Ya es hora de que te cuente más cosas. En cuanto a mí, hago lo que me ordenan. Sé que piensas que no es necesaria toda esta vigilancia. Pero es indispensable. Al fin y al cabo eres hijo de un rey.
—Estamos muy lejos de Gwynedd —comentó Bridei.
—Da lo mismo. Cuando termine la primavera puede que cambien las cosas. Mientras tanto tendrás que aguantarme un poco más de tiempo.
Bridei miró al guerrero tatuado; la expresión de Donal era impenetrable bajo la tenue luz.
—No tengo ninguna queja —dijo en voz baja—. Sin ti me resultaría intolerable estar aquí. Eres mi pedacito de casa cuando no estoy en Pitnochie. Me ayudas a que las cosas tengan sentido. Pero cuando cabalgue hacia la batalla quiero estar en la misma situación que los demás, tener las mismas oportunidades y correr los mismos riesgos. No debes dedicarte a protegerme, sino a perseguir al enemigo. No sé qué instrucciones te ha dado Broichan, pero espero que respetarás esto.
—Ah, sí. —Era imposible saber lo que Donal quería decir con eso.
—Hoy ha muerto un hombre por culpa de lo que hice.
—Y morirán más cuando cabalgues hacia la guerra, tanto tuyos como del enemigo. Notarás cómo se retuerce tu cuchillo en el corazón de un hombre. Verás la expresión de su mirada cuando grite llamando a su madre mientras tú lo destripas con tu lanza. La primera vez siempre es la más dura. Pero nunca resulta fácil; nunca. Tienes que recordar lo que han hecho esos asquerosos sinvergüenzas. Mientras estés ahí afuera, lo que has de tener en mente en todo momento es el mal que le han infligido a tu tierra, la violación de nuestras mujeres, el asesinato de nuestros niños, el incendio de nuestras aldeas, la destrucción de nuestros lugares sagrados. Mantén vivos esos pensamientos y tu mano no dudará en empuñar la espada y asestar un golpe por la libertad.
—¿Y lo de hoy?
—Déjalo atrás. Pregúntate si habrías tenido las mismas dudas de haber visto cómo le cortaban el cuello a Gartnait esta mañana. Hiciste lo correcto. Hiciste lo que un hombre tiene que hacer. Eso es lo único que importa.
A Bridei no dejaban de atormentarle unas palabras que había dicho Ferada y que lo distraían de las importantísimas tareas de preparación para la guerra. «Gartnait y Bridei podrían estar muertos al terminar la primavera». Él ya lo sabía, por supuesto. Con protectores o sin ellos, era consciente de que se enfrentaría a una posibilidad muy real de caer bajo una lanza escota o de cruzarse en el camino de una flecha disparada con precisión. No era la posibilidad de la muerte lo que tanto le preocupaba. Era la idea de morir sin saber la verdad; de no estar seguro de si el futuro para el que Broichan lo estaba preparando con tanta aplicación era, en efecto, el que él había llegado a imaginar cada vez más. No quería esperar, tal como había dicho Donal, y pedirle respuestas a Broichan en primavera. En primavera podía ser demasiado tarde.
Era una situación delicada. Talorgen era amigo de Broichan, por lo que Bridei no podía abordarlo con una pregunta como aquella, al menos sin haber tratado primero el tema con su padre adoptivo. Dreseida quizá pudiera darle la información que quería, pero era renuente a dirigirse a ella. Su actitud le incomodaba, puesto que rayaba en la hostilidad sin que él viera ningún buen motivo para ello. Si se lo preguntaba se lo diría, pero no sin otra descarga de difíciles preguntas cuyo propósito no alcanzaría a comprender.
Había otro camino, que fue el que tomó cuando se le presentó la oportunidad. Una mañana, antes de empezar la jornada de trabajo, se fue al jardín de la cocina del Pozo del Cuervo en busca de un poco de soledad. Aquel era un lugar tranquilo, lleno del agradable aroma de las hierbas, con un pequeño estanque en el centro y unos setos bajos muy bien podados que dividían los arriates de plantas culinarias. En el Pozo del Cuervo no había muchos sitios donde uno pudiera estar completamente solo; la meditación era prácticamente imposible. Incluso en aquel pequeño santuario era probable verse interrumpido por Uric o Bedo persiguiendo a un perro o por alguien con un cesto y un cuchillo que fuera a buscar perejil para una empanada.
Aquel día Bridei se sentó un rato en un banco de piedra para intentar ordenar sus pensamientos. La captura, el escoto con su mirada calmada y su aire de superioridad, la batalla que estaba por venir. Broichan y sus planes. Pensó en su familia que se hallaba lejos, en Gwynedd, la familia a la que casi había olvidado. Durante mucho tiempo había dado la impresión de que Broichan lo criaría, lo educaría y lo mandaría de vuelta a Gwynedd para que viviera su vida entre su propia gente. La mayoría de familias nobles enviaban a sus hijos en acogida con este propósito: para ampliar sus horizontes a una temprana edad para que así, más adelante, pudieran contribuir de forma más cabal como consejero, sabio o guerrero. O como hijo de un rey. Bridei imaginaba que para entonces sus dos hermanos ya serían unos avezados combatientes que cabalgarían con orgullo al lado de su padre. Se le ocurrió que podría ser que tuviera más hermanos incluso, hermanos más pequeños de los que no supiera nada. Una hermana, quizá. Era una idea extraña. Ninguna hermana podría estar nunca tan unida a él como Tuala, tanto si había lazos de sangre como si no. Sonrió. Aunque su pequeña salvaje había crecido hasta convertirse en una muchacha de casi trece años, no podía pensar en ella sin recordar aquella noche: la luz de la luna, la nieve, sus pies helados y el momento en que vio el excepcional regalo de la Brillante; el mejor momento de su vida. Nunca dejaría de estar agradecido por ello. En cuanto a su propia familia, parecían más distantes con el transcurso de los años. De todos modos, estaría bien verlos algún día, sobre todo a su padre. Quizá cuando terminara la batalla, Broichan le dejaría viajar. Quizá. A menos que estuviera en lo cierto en cuanto a cuáles eran en realidad los verdaderos planes del druida.
—Buenos días. —Ferada se acercaba por el jardín con un diminuto libro encuadernado en una mano mientras que con la otra se sostenía la falda para que no rozara con la hierba húmeda. Lucía un vestido perfectamente planchado de un tono rojizo parecido al de su cabello, que llevaba recogido formando un complicado nudo de trenzas en la nuca. Un único rizo brillante le colgaba en la sien derecha y acentuaba la palidez de su piel. Bridei se puso de pie.
—No te levantes —dijo Ferada, que fue a sentarse a su lado—. Busco lo mismo que tú, paz y tranquilidad. Uric ha cometido un delito terrible, creo que fue perder una de las piedras de la suerte de Bedo, y ahí dentro es como un campo de batalla. Me gustaría perderme de vista de todo el mundo, sobre todo de mi madre.
Bridei sonrió.
—Lo entiendo muy bien.
Ferada abrió el libro, pero su mirada no se posó en la prolija letra manuscrita que llenaba sus páginas de vitela. Miraba hacia el otro extremo del jardín donde la luz de primera hora de la mañana depositaba su toque dorado sobre las ordenadas hileras de verduras de invierno, los arriates en barbecho con su tierra desnuda y oscura en la que un grupo de pájaros pequeños ya iba en busca de bocados sabrosos.
—Algunas veces me pregunto —dijo ella— si es la sangre real lo que hace que sea así. Es como si nada pudiera ser nunca lo bastante bueno para ella. Ninguno de nosotros puede estar a la altura de lo que en su cabeza ve como la forma en que deberíamos ser. Lo siento —se apresuró a añadir—. No tendría que hablarte de este modo, Bridei, no es justo. Cada uno de nosotros tiene sus propias dificultades; debemos encontrar nuestras propias soluciones.
—Yo siempre estoy dispuesto a escuchar —repuso él—. No juzgo. No me encuentro precisamente en situación de hacerlo, habiendo crecido sin mi familia.
—Gracias. —Era evidente que Ferada no deseaba seguir con el tema.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto.
—Me gustaría que me explicaras cuál es exactamente el parentesco entre tu madre y la mía. Entre mi madre y el rey Drust.
Ferada se lo quedó mirando.
—¿Todos estos años de educación y no lo sabes?
Bridei notó que se sonrojaba. Podías confiar en la honestidad de Ferada, pero el tacto no era su fuerte.
—Me parece que esa información se me ocultó deliberadamente. Pero quiero saberlo. Creo que es importante que lo averigüe antes de que partamos hacia el oeste.
—Así, cuando yazcas moribundo en la batalla sabrás que, de no haberte cruzado en el camino de una espada escota, algún día hubieras podido ser rey, ¿no? —observó Ferada mientras lo contemplaba con detenimiento.
Se hizo un breve silencio.
—Algo parecido —respondió Bridei.
—Es sencillo —dijo Ferada—. La madre de mi madre y la madre del rey Drust eran hermanas. Eso significa que mi sangre y la de mis hermanos es de linaje real; por línea materna. Por terrible que sea la perspectiva, estoy obligada a reconocer que mis tres hermanos tendrán derecho a presentarse como pretendientes al trono algún día, cuando Drust el Toro muera. Espero fervientemente que no sea así por muchos años; el rey no es un anciano. No me imagino por nada del mundo a Uric en el trono; al menos Bedo es capaz de pensar un poco cuando lo intenta. En cuanto a Gartnait —se encogió de hombros y volvió los ojos hacia el cielo—, es el que menos posibilidades tiene. Seguro que no lo soportaría. Claro que hay muchas otras posibilidades. Hay muchos hijos de sangre real dispersos por los reinos de los priteni. Bridei aguardó.
—Para mí significa que mi matrimonio será una cuestión delicada, puesto que todos mis hijos serán a su vez posibles pretendientes al trono. No puedo casarme con cualquiera. Tiene que ser con un jefe de clan u otro hombre de alto rango, preferiblemente que pertenezca a los territorios de los priteni. Claro que también puedo aceptar una proposición de fuera de las fronteras siempre y cuando se trate de un rey. Eso es lo que ocurrió con tu madre.
—¿Entonces conoces su historia?
Ferada sacudió su bien arreglada cabeza.
—Por supuesto. Estos asuntos son de principal importancia para mi madre; habla de ellos con frecuencia. De hecho, me sorprende que no haya aprovechado la oportunidad para explicártelo todo ella misma.
—Tal vez pensó que ya lo sabía. ¿Me lo explicas, Ferada?
—El parentesco de tu madre va más atrás. El vínculo se remonta a la abuela de Drust. Anfreda desciende de la hermana de esa señora.
Él esperó.
—A través de la línea materna, Bridei. Tú también eres un posible candidato al reinado. Ya te lo figurabas, claro.
Él no pudo responder. Imaginárselo era una cosa; enterarse, de repente, de que tales sospechas eran ciertas, hizo que todo le diera vueltas y que el corazón le latiera como un tambor. Se esforzó por calmar su respiración.
—Antes Anfreda estaba muy unida a todos ellos —le contó Ferada—. Eso es lo que me explicó mi madre. Era la preferida de Drust y de su esposa; mi padre la conocía, y también debía de conocerla Broichan, porque en esa época estaba en la corte. Maelchon fue a Caer Pridne a resolver un asunto relativo a unas incursiones en el norte de sus dominios; su enemigo había contratado a soldados de los priteni como mercenarios y quería poner fin a eso. Se quedó un poco más de tiempo del que tenía previsto y cuando volvió a Gwynedd se llevó a una nueva esposa con él. Como ya te he dicho, es del todo aceptable. En ocasiones las mujeres de la realeza contraen matrimonio fuera de las tribus de los priteni. Se considera una buena idea porque fortalece la línea de sangre. De modo que aquí estás tú, y me veo obligada a decir que te considero sólo un poco mejor que Bedo como posible monarca.
—Vaya. —Bridei se sintió un tanto ofendido—. ¿Y eso por qué?
—Tienes demasiado de erudito —respondió ella sin rodeos—. Piensas demasiado. Y eres demasiado bondadoso.
—Entiendo —repuso Bridei.
—A mí me parece —dijo Ferada— que para ser rey hace falta tener una piel muy gruesa y no demasiada imaginación. Y un montón de consejeros muy inteligentes. Drust el Toro tiene todas estas cosas, sin duda.
—Bueno, puede que la elección no tenga que hacerse en años. Y tal como has dicho, podría haber muchos candidatos.
—Siete, si cada una de las casas de Pridne presenta a uno. El rey de Circinn, Drust el Verraco, tratará de incorporar Fortriu a sus propios dominios. Quiere que la totalidad de los dos reinos se convierta al cristianismo, eso es lo que dice mi padre.
Bridei sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, una premonición de un oscuro cambio.
—Los jefes de clan de Fortriu nunca permitirían que eso ocurriera —dijo en tono grave—. El Guardián de las Llamas no lo permitiría.
Ferada lo contemplaba con curiosidad.
—Depende de lo divididos que estemos entre nosotros, ¿no? Esa debe ser la clave. Un líder, un territorio, una fe. Supongo que esta es la intención de Circinn. A menos que Fortriu pueda obtener la misma unidad, puede que la próxima vez no conservemos el reinado de nuestro propio reino.
Bridei sonrió.
—Creo que tendrías que ser consejera real, Ferada.
Ella lo sobresaltó cuando se puso de pie de repente y lo miró con mala cara.
—¡Cómo te atreves a tratarme con condescendencia! —exclamó con brusquedad.
—No era mi intención…
—¡Basta! No intentes explicarte; eres igual que mi padre… Deja que la conversación llegue a cierto punto y entonces me dirige esa miradita que significa: «Ah, bueno, al fin y al cabo eres una chica, ¿qué importan tus opiniones?».
—De verdad, yo…
—¡Ni lo intentes, Bridei!
Se la quedó mirando mientras ella se alejaba con la espalda muy recta y la cabeza bien alta.
—Me juzgas mal —dijo en voz baja, pero no había modo de saber si Ferada lo había oído o no.