Aunque sabía que era poco probable, Bridei esperaba que la llegada de los visitantes fuera igual que las que tenían lugar en las viejas historias y que los invitados aparecieran en Pitnochie cabalgando ataviados con lujosas vestiduras, acompañados de hombres de armas, séquito y caballos de carga con sus pertenencias. Pensó en banderas, en armas relucientes, en sedas y magníficas galas.
El caso es que los cuatro invitados llegaron por separado, con días de diferencia, y cada uno de forma distinta. Donal había estado poniendo a prueba las habilidades de Bridei para seguir rastros y lo había tenido cuatro días seguidos en el bosque desde el amanecer hasta la puesta del sol. Cuando los dos regresaron a la casa, con las piernas doloridas de cansancio y los estómagos rugiendo, Tuala no estaba en ninguna parte; estaría durmiendo haría ya rato, sin duda, y se habría perdido la oportunidad de una historia. Probablemente fuera mejor así. Bridei dudaba que pudiera hacer acopio de energía suficiente para contar un cuento, por corto que fuera. Él también se quedaría dormido antes de que la princesa llegara siquiera a ver la rana. Lo único que logró fue tomar un bocado rápido e irse derecho a la cama; se quedó dormido antes de que la cabeza tocara el camastro de paja colocado junto al de Donal en el granero. A la mañana siguiente los invitados empezaron a llegar a Pitnochie.
No fue una aparición a lo grande. Broichan lo hacía todo discretamente, con miras a la protección de su intimidad y a la conservación de sus propios intereses. El primero en llegar fue un hombre de mediana edad de aspecto enjuto y nervudo, con el cabello corto y canoso y un rostro en el que la responsabilidad había trazado muchas arrugas. Sin embargo, sus ojos estaban llenos de vida, la inteligencia los hacía perspicaces. Eran unos ojos grises, igual que su pelo, y también lo eran sus vestiduras de lana; ¡tanto imaginar sedas y pieles! Cabalgaba con un par de asistentes, unos tipos grandes y robustos, y el único equipaje que traía era un par de fardos atados detrás de las sillas de montar de sus guardias. Los tres iban bien armados; con armas caras. Bridei ya sabía lo suficiente para reconocer una buena espada cuando la veía y para apreciar una hoja de hacha bien afilada. Puesto que los dos guardias se alojaron en el granero con los hombres de armas de Broichan, hubo muchas oportunidades para comparar. El noble se llamaba Aniel, y era consejero en la corte del rey Drust. Bridei sabía que no debía hacer demasiadas preguntas, pero era difícil contenerse. ¡Había tantas cosas que quería saber!
Durante la cena se habló de los escotos y de la amenaza en el oeste. Bridei había estudiado aquello muy detalladamente con sus profesores; había hecho mapas en la arena, utilizando piedras y ramas a modo de indicadores, había imaginado los ejércitos desplegándose de un extremo a otro de la Cañada, había aprendido cuál era la naturaleza de sus enemigos y conocía la historia de sus incursiones destructivas. Sin embargo, la imagen de ellos que llevaba grabada en la mente, no le debía mucho a la erudición. Bridei los conocía desde que los vio en el Espejo Oscuro, y sabía que no eran enemigos a los que podía retarse y enfrentarse como se haría con cualesquiera asaltantes locales, sino como la fuerza que trataba de extinguir la chispa que había en el corazón de todo leal hijo de Fortriu. Eran fuertes, crueles y no tenían ningún escrúpulo. Aquel día lejano en el Valle de los Vencidos habían matado a hombres heridos, hombres que huían, habían segado sus vidas sin piedad. Bridei nunca olvidaría el conocimiento que se le había otorgado en aquel lugar.
Tuala estuvo ausente en la cena, y Brenna también. El muchacho lo consideró sin sorprenderse; Broichan sin duda pensaba que la niña era demasiado pequeña para sentarse a la mesa con una compañía como aquella, y la debía de haber mandado pronto a la cama con Brenna para que la mantuviera en silencio. Era una pena, la verdad. A Tuala le hubiese gustado escuchar, pues Aniel estaba lleno de conocimientos del mundo y la pequeña disfrutaba aprendiendo cosas. Se lo iba a perder, y también se perdería otra vez la historia de antes de acostarse.
Broichan estaba sentado a la cabecera de la mesa. A su derecha estaba Aniel y a su izquierda Bridei, una colocación que constituía todo un reto puesto que significaba que cada vez que el chico levantaba la vista de su plato se topaba de lleno con aquellos astutos ojos grises. Tenía claro que lo estaban evaluando y tuvo la sensación de que iba a ocurrir lo mismo cuatro veces más antes de que concluyera la visita. Los dos guardias de Aniel se hallaban de pie detrás de él y uno de ellos tomaba un bocado de todos los platos antes de que comiera su amo. Menos mal que Ferat estaba ocupado en la cocina; se hubiera ofendido muchísimo. En cuanto a Broichan, se limitó a arquear las cejas ante aquella muestra de desconfianza. Bridei recordó que su padre adoptivo ya había estado a punto de morir envenenado una vez, y en la mesa de un amigo. Había que aceptar que existían riesgos en todas partes.
Los siguientes en la mesa eran Erip y Wid, y a continuación Donal, Uven y el resto de los hombres. Mara había sentido lástima por Ferat y, con expresión impasible, estaba ayudando a traer y llevar bandejas.
—Tuve suerte de llegar aquí a tiempo —decía Aniel—. Mi misión en Circinn era larga y ardua, y no todos los retos los constituían el deplorable estado de los caminos ni los caprichos del tiempo. Estas son cosas a las que he aprendido a atenerme y a hacer frente. Fue la manera en que me recibieron y la testarudez de mis anfitriones lo que alargó mi estancia allí. Debo decir que no tengo muchas ganas de volver a Caer Pridne. Unos cuantos días en Pitnochie me vendrá muy bien. Espero reponer mis fuerzas antes de transmitirle las malas noticias al rey.
—¿De modo que Drust el Verraco fue inflexible? —preguntó Wid con la boca llena de pan.
Aniel esbozó una sonrisa irónica.
—Sí, inflexible, pero no gracias a un gran empeño. A ese hombre lo están perjudicando sus consejeros; le envenenan la mente con sus falsos informes y de esta manera se cercioran de que se interponga firmemente en el camino hacia una reconciliación entre nuestra gente. Confía en los consejos de unas ratas. Tal vez en su interior quede todavía una chispa de la verdadera realeza, pero carece de la fortaleza necesaria para alimentarla por sí mismo, por lo que sus consejeros pueden alterar la toma de decisiones como mejor convenga a sus propios fines. No es de extrañar que la fe cristiana haya arraigado tan profundamente en Circinn. La corte es corrupta, el rey vacila, las mujeres sabias que tenía han desaparecido, sus druidas han sido despedidos. Si en ese reino se practican todavía algunos ritos, y tengo motivos para creer que no se han suprimido del todo, deben llevarse a cabo de forma encubierta, secreta.
—Pero al menos sobreviven —dijo Wid, que se sacó un trocito de carne de la barba—. Cuando una sola brasa reluce bajo las cenizas, una brisa adecuada puede avivar el fuego.
—Uno debe asegurarse de que el fuego no se extinga por completo —terció Erip.
—En cuanto a eso —dijo Broichan, que había permanecido callado la mayor parte de la cena—, hay dispuestas ciertas estrategias, que nosotros sepamos. Un hombre vigilando aquí, otro escuchando allí. Gente que puede atravesar un terreno difícil con rapidez y transmitir mensajes con exactitud. A mí me gustaría algo más. Un aliado en la propia casa del Verraco resultaría útil.
—Un espía en la fortaleza de los misioneros cristianos vendría muy bien —se aventuró a comentar Donal—. Para averiguar cómo trabajan, cómo se infiltran y quiénes son sus amigos. He oído que la mayoría de los clérigos vienen de Erin. Me gustaría saber si tienen aliados en Dalriada. De ser así nos aplastarían por ambos lados.
—¿Y el rey de Circinn no ejercería presión para lograr la paz con los escotos? —preguntó Bridei, incapaz de permanecer ni un minuto más en silencio.
Aniel lo observó.
—Broichan me asegura que comprendes que aquí hablamos libremente de un modo que sería impensable fuera de la casa de un viejo y leal amigo —dijo—. Ojalá pudiera responder a tu pregunta con un inequívoco no, Bridei. Drust el Verraco no ha gobernado Circinn como esta se merece. Un hombre que abandona la fe de sus antepasados y deja que su gente dé la espalda a todo lo correcto, sencillamente no es de fiar, tanto si es un rey como si no.
—Aun así, desgraciadamente, lo necesitamos —dijo Broichan—. Al menos necesitamos a sus combatientes. Los jefes de clan de Circinn tal vez hayan traicionado sus juramentos al Guardián de las Llamas, pero no han olvidado la importancia de mantener sus dotaciones de guerreros bien entrenados. Deben hacerlo; sus propias fronteras meridionales están muy lejos de ser seguras. Los britanos aquí, los anglos allá; parece ser que todo el mundo quiere un pedazo de nuestra tierra. Para montar toda una ofensiva contra Dalriada, a nuestro rey no solamente le hacen falta las fuerzas del norte, sino también las de Circinn.
—De hecho —dijo Aniel, que cruzó las manos frente a él sobre la mesa—, discutí este delicado asunto con Drust el Verraco, o lo intenté. Veo pocas posibilidades de ponerlo de nuestro lado en estos momentos. El ambiente no era ni mucho menos cordial. Tiene que desplegar un ejército considerable en su frontera meridional, lo admito. De todos modos, yo había albergado la esperanza de que podría estar preparado para empezar a planear el futuro.
—Uno hubiera esperado al menos llegar a un acuerdo para celebrar un concilio conjunto —comentó Broichan.
—Hice lo que pude.
—Eso nadie lo pone en duda, amigo mío —repuso el druida—. El rey te envió porque eras su mayor posibilidad de influenciar a Circinn. El hecho de que ni siquiera tus esfuerzos pudieran conseguir el consentimiento de sus gentes es un signo de lo desesperado de la situación.
—Si los escotos deciden dar algún paso esta estación, o la próxima, nos veremos en apuros para hacer algo más que defender cierta frontera —dijo Donal con amargura—, y puede que no sea la que queremos.
Me gustaría ver una ofensiva bien planificada, no una mera reacción desordenada a lo que nos echen encima. Lo que es indignante es saber que nuestra propia gente no levantará ni un dedo para ayudarnos.
—Todos queremos que los escotos se vayan —observó Aniel—. Hacer retroceder de nuevo a Gabhran y a sus fuerzas al otro lado del mar, hacia Erin, supone un enorme desafío, una meta a la que hay que aspirar. No se logrará rápidamente, al menos con nuestro territorio dividido de forma tan amarga. Quizá expulsar la fe cristiana y recuperar los corazones de la gente de Circinn por el buen camino constituya un reto aún mayor. No creo que sea posible hasta que los territorios de los priteni vuelvan a estar unidos.
Hubo una pausa. A Bridei le pareció que casi podía oír pensar a la gente.
—¿Mi señor? —se aventuró a decir.
—¿Sí, muchacho? —La mirada de los ojos grises de Aniel era muy penetrante. Al igual que Broichan, era un hombre con el que uno no podía permitirse el lujo de malgastar las palabras.
—Sólo me preguntaba… si el sur no va a ayudarnos en la lucha contra Dalriada, quizá podríamos buscar otros aliados. Ello nos permitiría al menos…, permitiría al rey…, empezar a planear el futuro.
—¿En qué aliados estás pensando? Como sin duda te habrán informado tus profesores, hoy en día los amigos de confianza son pocos y están muy distanciados.
—Sí, mi señor. —Bridei había debatido largo y tendido con Erip y Wid sobre aquel tema en particular y no habían llegado lejos—. Está la tribu de las Islas Luminosas, esos que se hacen llamar simplemente los folk. Son fuertes en combate, o eso he oído, y están emparentados con nuestro pueblo. Se les podría pedir que vinieran. Sé que no siempre hemos sido aliados, pero su cooperación podría asegurarse mediante rehenes. Y… —vaciló.
—Adelante, chico.
—Y están los caitt —dijo Bridei con la esperanza de que el consejero del rey no diera un resoplido de desdén. Aniel enarcó las cejas.
—Sería como intentar controlar un ejército de gatos monteses —comentó—. El nombre antiguo que ostentan es un reflejo exacto de su verdadera naturaleza. ¿Quién en su sano juicio se prestaría voluntario para cruzar esa frontera como emisario? Lo más probable es que lo mandaran de vuelta en varios pedazos, y no iría acompañado de ningún mensaje de agradecimiento.
—De todos modos —dijo Bridei, contento de que Aniel no se hubiese burlado de él—, son de los nuestros, sumidos en las antiguas costumbres del sol y de la luna, y son guerreros, eso lo sabemos. Unos luchadores feroces y esforzados. No parece que nadie esté amenazando sus fronteras. Tanto si son gatos monteses como si no, quizá tengan algo que enseñarnos.
—Es un argumento atractivo —dijo Aniel—. Pero es falso. Es la naturaleza de su territorio lo que mantiene a los caitt a salvo de una invasión. Al lado de los riscos y simas del noroeste, la Gran Cañada parece una apacible pradera.
—Además —intervino Wid—, como ya le he explicado a Bridei, los caitt están tan divididos como nosotros. Como no sufren incursiones con las que afilarse los dientes, hacen la guerra entre ellos, príncipe contra príncipe, jefe contra jefe, tribu contra tribu. Haría falta un líder que fuera una especie de fenómeno para concentrar todo eso en una fuerza de combate coherente. Por desgracia, no contamos con un líder así.
—¿No podría hacerlo el rey Drust el Toro? —preguntó Bridei. Durante el silencio subsiguiente se dio cuenta de que había hecho una pregunta de más.
—Es tarde —le dijo Broichan a su visitante—, y has realizado un largo viaje. Quizá podríamos hablar en privado frente a una jarra de aguamiel y luego, cuando quieras, podrás retirarte a descansar.
Aniel no le hizo el más mínimo caso.
—¿Practicas algún juego, Bridei? —le preguntó—. ¿Acorralar Cuervos, quizá, o Batir la Muralla?
—Sí, mi señor.
—Bien. Tenemos tiempo para una partida antes de ir a la cama, si aquí mi anfitrión lo permite. —Los ojos inteligentes se cruzaron un momento con los del druida y este inclinó la cabeza en señal de consentimiento. Según las reglas de la hospitalidad difícilmente podía hacer otra cosa—. No hay nada como una prueba de ingenio para terminar el día —añadió Aniel al tiempo que se ponía de pie—. Te supondrá una buena práctica enfrentarte a un oponente distinto, uno que te exija. Si lo deseas, claro está.
Por un instante Bridei dudó y se imaginó a Tuala despierta, sola e inquieta, perdiéndose la historia. Últimamente no había sido la de siempre; había algo que la preocupaba, algo que no iba a contarle. Eso inquietaba a Bridei, pues entre ellos no había secretos. Su padre adoptivo lo estaba mirando. Broichan, pensó, lo conocía demasiado bien. Y aquello, en efecto, era una prueba. Durante todo el tiempo que durara aquella visita, cada palabra que pronunciara iba a ser sopesada, cada decisión que tomara evaluada. El porqué no lo sabía. Sólo sabía que era importante, tan importante que no podía permitirse un solo movimiento en falso.
—Será un honor ofrecerte una partida, mi señor. —Bridei fue a buscar el tablero de taracea y lo colocó en una mesa pequeña en tanto que Erip sacaba las piezas de hueso para jugar y Donal y Uven ponían unos taburetes en el sitio. La comida había terminado y los guerreros, de uno en uno o en parejas, se iban retirando, saliendo por la cocina, a su refugio provisional en el granero. Donal se quedó, sentado en el banco junto a la pared, y Broichan se acomodó en las sombras cerca de la chimenea. A una discreta distancia por detrás de Aniel, uno de sus guardias se mantenía vigilante.
La partida fue larga. Mientras se desarrollaba pasando de las primeras incursiones a maniobras más serias que supusieron la pérdida del portaestandarte, el paladín y el sacerdote, a Bridei le quedó claro que, por muy hábilmente que hubiera derrotado a Erip o a Wid en el pasado, y no había duda de que los dos eran expertos estrategas, iba a necesitar mucha más sutileza y astucia para vencer al consejero del rey. A pesar de sus palmas húmedas y, en ocasiones, los fuertes latidos de su corazón, Bridei estaba disfrutando con la lucha. Pero no había podido quitarse de la cabeza el rostro pálido y los ojos ojerosos de Tuala. Le había prometido que estaría allí todas las noches para contarle una historia. Seguro que estaba casi dormida. No iba a quedarse despierta esperando, claro; pasaba de medianoche. Tenía que concentrarse…
—¡Ah! —exclamó Aniel en voz baja—. Si muevo así, y así…, creo que tu jefe está atrapado. Y ya no tiene a su druida para abrir una vía de escape con su magia.
En aquel punto Bridei tenía a Erip encima de un hombro y a Wid en el otro, susurrándole sugerencias útiles. Broichan no se había movido ni había hablado.
Concentración. La posición parecía desesperada: su druida capturado y la mayoría de sus diminutos hombres de armas abatidos fuera del tablero. Su jefe de clan se quedó orgullosamente solo, su altura era igual al dedo meñique de un hombre y estaba prácticamente rodeado por los guerreros de hueso de Aniel. En los extremos más alejados del tablero las mujeres sabias, tanto las suyas como las del adversario, miraban. Las mujeres sabias eran la personificación de la diosa, la Brillante… La Brillante, que abre caminos, que descubre futuros…
—Una situación insostenible —dijo Aniel—. Es totalmente aceptable admitir la derrota, Bridei. Eres muy hábil jugando y, al fin y al cabo, apenas tienes trece años, o eso me ha dicho Broichan. Supongo que ya pasa de tu hora de irte a la cama.
Aquello era un insulto, si bien expresado con amabilidad. Tenías que dejar que los insultos resbalaran sobre ti. Esa era una de las lecciones de Donal. Cuando en la batalla un oponente te gritaba cosas como «Hijo de una cerda de vientre flojo» y «Salvaje de cara azul», no podías dejar que eso te distrajera, o antes de que pudieras chasquear los dedos, habría una lanza en tu estómago. Tenías que ignorar los insultos y seguir con lo que estabas haciendo. Lo cual significaba, en el caso de Donal, gritar alguna respuesta como «Pelo de zanahoria que pegas a tu mujer» y ser el primero en meter la lanza.
Así pues, mira el tablero con detenimiento y piensa en las mujeres sabias. Estaba la suya, pequeña y grave con sus vestiduras con capucha de hueso tallado, de un blanco de luna. Allí, casi frente a ella pero no del todo, estaba la de Aniel, idéntica salvo por el color, pues uno de los juegos de piezas tenía un suave matiz, un toque de un terroso marrón dorado sobre el color del hueso original. Erip y Wid se habían quedado completamente callados.
Bridei hizo avanzar a su mujer sabia en el camino de la otra. Erip cogió aire; Wid emitió un leve sonido sibilante.
—Un movimiento expiatorio —observó Aniel—. ¿Estás seguro?
«La Brillante, la que abre caminos».
—No muevo a menos que esté seguro —repuso Bridei.
—Me duele hacer esto. —Aniel movió su pieza y la hizo avanzar para sacar del tablero a la pequeña sacerdotisa—. A veces da la impresión de que este juego es muy poco respetuoso con los dioses. Esperemos que se lo tomen con buen humor. Hemos terminado, creo.
—No exactamente —dijo Bridei, y alargó la mano para mover una pieza insignificante, un olvidado soldado raso, un cuadro hacia la derecha—. Creo que ahora tu jefe no puede escapar.
Aniel entrecerró los ojos. Erip y Wid se inclinaron para acercarse más. Era cierto. Fuera cual fuera el movimiento que realizara el consejero del rey, sólo habría un resultado posible: el jefe de Bridei sacaría del tablero a la mujer sabia de su contrincante y, en la jugada siguiente, su humilde lancero daría cuenta del jefe de Aniel, ganando así la partida. Bridei tenía la esperanza de que Aniel no se ofendiera, de que Broichan no se molestara. A juzgar por sus sonrisas, Erip y Wid estaban locos de contento.
Las serenas facciones del consejero del rey se trastocaron, y el ceño fruncido se sumó a las muchas arrugas que ya había en su frente. Miró fijamente el tablero, como hace todo auténtico jugador en el momento de la derrota, para asegurarse de que no se le ha pasado por alto de algún modo el único factor que aún podría permitirle el triunfo. Aniel volvió a mirar a Bridei y, al cabo de un momento, empezó a reírse.
—No pongas esa cara de desesperado, chico, no voy a arrancarte la cabeza de un mordisco. Recuerdo que alguna vez me han derrotado, pero nunca un muchacho de tu edad, debo confesarlo. Lo has hecho bien, muy bien. Debo de estar más cansado de lo que pensaba. Dime, ¿qué fue lo que te hizo verlo? Fue una jugada poco habitual; lícita, por supuesto, pero que se escapa del movimiento convencional del juego.
—Erip y Wid me enseñaron a jugar. De ellos aprendí todas las jugadas. —Bridei les dirigió una mirada de reconocimiento a sus ancianos profesores, lo cual era respetuoso y apropiado—. En ocasiones pienso más allá de esas enseñanzas. Lo que quiero decir es que no se trata tan sólo de un juego en un tablero, ¿verdad? Es como el mundo real pero más pequeño: guerreros, líderes y diosas, y las cosas que ocurren en el mundo real pueden proporcionarte estrategias para el juego. O al contrario. Recordé que la Brillante es la que ilumina los caminos y la portadora de obsequios inesperados, y entonces vi la jugada en mi cabeza, eso es todo. Gracias por la partida, mi señor.
—El placer ha sido todo mío —replicó Aniel con soltura—. Volveré a jugar contigo cuando tengas quince años. Si practico cada día, debería ser capaz de derrotarte para entonces. Vamos, amigo mío —dijo al tiempo que se levantaba, dirigiéndose al silencioso Broichan—, hablemos tranquilamente y después a dormir de una vez. Tienes aquí a un muchacho prometedor.
—Sí —dijo Broichan. No había manera de saber si estaba de acuerdo con la valoración de Bridei por parte del consejero o si, sencillamente, coincidía en que era hora de irse a la cama.
Al día siguiente Donal programó la práctica del tiro al arco a primera hora de la mañana y Bridei no tuvo tiempo de ir a buscar a Tuala como era su intención y disculparse por no haberle contado la historia otra vez. La lección de tiro al arco se convirtió en una competición, pues uno de los miembros de la escolta de Aniel tenía mucha reputación con el arco y quería demostrar su valía contra cualquiera que estuviera dispuesto a ello. Al enterarse de lo que estaban haciendo, Ferat les mandó el desayuno en cestos cubiertos: pan de cebada recién hecho, miel en una vasija de barro y lonchas frías del añojo asado de la cena del día anterior. Los sirvientes de la cocina hicieron un segundo viaje para coger cerveza. Nadie podía quejarse de la hospitalidad.
Algunos de los hombres se hallaban ausentes, por supuesto, pues siempre debía mantenerse la guardia en los perímetros de Pitnochie, pero la mayoría estaban allí y tenían ganas de participar. Dispusieron los blancos y dispararon por parejas. Los perdedores fueron eliminados uno a uno. A medida que avanzaba la competición, los blancos eran cada vez más pequeños y más difíciles. La multitud de espectadores iba creciendo cuantos más hombres fallaban la prueba; también se volvió más escandalosa a medida que el entusiasmo iba en aumento. Breth, el guardaespaldas de Aniel, era excepcionalmente diestro. Era un tipo alto, ancho de espaldas, un hombre que estaba en la flor de la vida, y resultaba hermoso mirar cómo se preparaba, tensaba su gran arco de tejo, apuntaba y disparaba; era como ver a una criatura salvaje tomar su presa o a un barco seguir su verdadero rumbo viento en popa. De momento no había fallado ni un solo blanco. Tampoco Donal, ni Enfret, ni Bridei.
Fidich, a quien todo aquello había alejado de sus obligaciones en la granja, disponía los blancos. Erip y Wid se habían atrevido a salir para mirar; los guerreros habían encontrado un par de barriles vacíos para que los eruditos tomaran asiento, pero ambos se levantaban de un salto y daban un grito como todo el mundo cada vez que un disparo alcanzaba su objetivo. Al cabo de un rato tanto Aniel como Broichan, seguidos de cerca por el otro guardaespaldas del consejero, salieron a observar desde lejos. Bridei levantó la vista hacia los robles, hacia el lugar donde estaría sentada Tuala, el lugar donde siempre se sentaba cuando Donal y él estaban trabajando allí en el patio junto a los establos. No estaba, y eso lo preocupó.
—Te toca a ti, Bridei —dijo Enfret.
En aquella ocasión el blanco era una piña de pino colocada encima del muro en el extremo más alejado del campo tapiado del sur, a una distancia de unos trescientos pasos. Menos mal que todas las ovejas se hallaban en los páramos altos para su pastoreo estival.
Bridei colocó una flecha en el arco, lo tensó, entrecerró los ojos para apuntar y soltó la cuerda. Se oyó un zumbido, el leve sonido de un golpe y la piña desapareció de la pared.
—Bien hecho, muchacho —dijo Breth—. Ojalá pudiera decir que soy tu profesor. Claro que tu arco es más pequeño y más fácil de tensar.
—Es un arco más pequeño y menos potente —observó Donal con ecuanimidad—. ¿Acaso tú utilizabas un arma de adulto a su edad?
—No se acuerda —terció Enfret con una sonrisa burlona—. Hace demasiado tiempo.
—La última fase de la competición debería ser sólo para hombres —dijo Breth—. No vine aquí para medirme con niños. Sólo hombres, con armas del mismo tamaño, es lo justo.
—¿Tienes miedo de que el chico te venza con su arco de niño? —le preguntó Uven—. Vamos, dale una oportunidad al muchacho.
Fidich estaba colocando un nuevo blanco, una brillante cuchara de plata colgada de una cuerda de las ramas más bajas de un roble solitario. El sol se reflejaba en el refulgente metal y su luz le daba en los ojos al arquero. Una creciente brisa hacía que bailara como un fuego fatuo.
Breth fue el primero en disparar y cortó la cuerda, que era el resultado deseado. La cuchara cayó y quedó entre las raíces del roble. Todos aplaudieron, incluso Donal; fue un disparo extraordinariamente hábil. Fidich volvió a atar la cuchara.
El siguiente en disparar fue Enfret, que falló. Su flecha se alojó, temblando, en el tronco del gran árbol. El arquero murmuró entre dientes; no una maldición, por lo que Bridei oyó, sino una disculpa. Uno no se entrometía a la ligera con los poderes de un roble.
Donal fue el siguiente. La flecha hizo girar la cuchara de plata en la cuerda, pero no la soltó.
—Te toca, Bridei —dijo.
El muchacho estaba casi seguro de que podía hacerlo. Luego habría otro blanco, y otro, y en algún momento humillaría a Breth derrotándole, o este sería el vencedor y él un valiente perdedor cuya juventud anulaba cualquier mácula de fracaso. No era muy justo, la verdad. Dirigió la mirada colina arriba hacia el lugar donde Broichan, pálido en sus negras vestiduras, estaba de pie al lado de Aniel, observando. Bridei pensó que era posible que, en aquella competición en concreto, ganar no fuera lo adecuado. Breth era una visita, un invitado; era un hombre diestro con una reputación que había que tener en cuenta. Perder públicamente, con su compañero guardia y Aniel como testigos, le supondría una profunda vergüenza. ¿Merecía la pena a cambio de una satisfacción momentánea para sí mismo? Además, Breth tenía razón. El arco de Bridei era mucho más fácil de tensar. Por otro lado, mentir no estaba bien, y perder a propósito era un poco como decir mentiras. Tuala sabría cuál era la actuación correcta. Incluso a sus seis años de edad tenía el don de expresar la sencilla verdad en unas pocas palabras bien escogidas. Pero ella no estaba allí. El lugar bajo su árbol favorito estaba completamente vacío.
Bridei tensó el arco. La brisa, para complacerlo, amainó; el blanco estaba prácticamente inmóvil. Todo el mundo se había quedado callado. El chico miró a Donal con la esperanza de que le diera alguna clase de pista. Su profesor de armas movió los labios y esbozó una leve sonrisa. Meneó la cabeza de un modo tan imperceptible que nadie más lo vio. Podía haber significado: «Será mejor que desvíes el disparo», pero igualmente podía haber querido decir: «Es tu problema, no me pidas consejo». Eso daba igual. Bridei sabía lo que estaba bien. No te ganabas la lealtad de los hombres, no los influenciabas para que ellos también hicieran lo correcto haciéndoles parecer débiles delante de sus amigos. A veces era bueno ganar, pero no era bueno ganar siempre. Tenías que aprender qué competiciones eran vitales y cuáles podían sacrificarse para un bien mayor. Bridei suspiró, la cuchara de plata colgaba como un pedacito de luz de luna entre el oscuro follaje del roble, y soltó la cuerda.
Su flecha golpeó la cuchara con un débil sonido metálico y cayó al suelo bajo el árbol. Volvió a levantarse viento casi de inmediato, con lo que el blanco se tornó casi invisible entre las hojas susurrantes. Sólo se podía distinguir que la cuerda estaba intacta.
—¡Oh, mala suerte, Bridei! —Ese fue Erip—. ¡Por poco!
Donal, que era perfectamente consciente de las normas de hospitalidad, fue el primero en felicitar a Breth y en sugerir que algunos de los hombres podrían continuar con el tiro al arco, con el manejo de la espada o con la lucha algún otro día. Otros se agruparon en torno al visitante, dándole palmaditas en la espalda y ofreciéndole sus propias palabras de elogio. Breth estaba sonriendo, salvado el orgullo, estrechando una mano aquí, intercambiando una broma allá. Había sido una buena competición. Y el chico lo había hecho extraordinariamente bien, después de todo. Un verdadero pequeño arquero en ciernes. Donal había hecho un buen trabajo con él.
Cuando los demás se hubieron marchado, Bridei y Donal empezaron a recoger flechas y a desmontar los diferentes blancos.
—¿Bridei? —preguntó Donal.
—¿Qué?
—¿Alguna vez dispararías con menos habilidad de la que tu talento te permitiera?
Bridei había tenido tiempo para hallar la respuesta a aquella pregunta, pues sabía que se la iban a hacer antes o después. Donal lo conocía demasiado bien como para haber malinterpretado aquel disparo fallido.
—¿Alguna vez animarías a un alumno tuyo a que hiciera algo mal? —preguntó él.
—Depende —respondió el guerrero.
—Esa es también mi respuesta.
—Algún día podría suponer la diferencia entre la vida y la muerte —señaló Donal—. La tuya, no la del otro.
—Si fuera una cuestión de vida o muerte me aseguraría de no fallar —dijo el chico—. Pero si fuera sólo una cuestión de orgullo, lo pondría todo en la balanza. Entonces decidiría qué hacer.
—Yo no podría hacer lo que has hecho tú hoy. No va conmigo —dijo Donal al tiempo que tiraba de una flecha clavada en el suelo y la añadía a las que llevaba.
—No has tenido que hacerlo. Fallaste de todos modos —replicó Bridei con una sonrisa.
Más que sonreír, Donal hizo una mueca.
—Espera a que ese Breth vea lo que puedo hacer con un garrote. No sabrá por dónde le vienen los golpes. Ahora venga, la lección no termina sólo porque haya un consejero del rey en casa. Supongo que esos dos viejos sinvergüenzas estarán tumbados en algún sitio esperándote con una dosis de historia obscura. Vete.
—¿Donal?
—¿Qué?
—¿Has visto a Tuala estos últimos dos días? Hemos estado atareados, ya lo sé, pero no estaba en la cena anoche, ni la noche anterior, y Brenna tampoco. Y esta mañana no ha venido.
—En cuanto a eso —contestó Donal al cabo de un momento—, la muchachita abandonó Pitnochie. Se fue a hacer una visita familiar. Brenna la llevó.
Bridei sintió frío de pronto. El tono de Donal era demasiado despreocupado, su respuesta demasiado insustancial.
—¿Se fue? —repitió mientras hacía un esfuerzo por encontrar un modo de entenderlo—. ¿Qué visita? ¿Qué familia? La familia de Tuala está aquí. ¿Qué es lo que ha hecho Broichan?
—Tranquilízate, muchacho. Broichan le dio un poco de tiempo libre a Brenna, unos cuantos días para que fuera a ver a su madre en la Cresta de los Robles, eso es todo. Tuala ha ido con ella, y Cinioch como escolta. A estas alturas ya habrán llegado.
—La ha obligado a marcharse. —Bridei se dio cuenta de que tenía los puños apretados; se obligó a relajarlos, pero no podía evitar la ira que iba aumentando en su interior. No era de extrañar que Tuala hubiera estado triste y callada. Con razón había dado la impresión de que estaba guardando un secreto. ¿Con qué la habría amenazado Broichan para hacer que no dijera nada?—. Deberías habérmelo dicho —añadió.
—¿Y romper la promesa que le hice a tu padre adoptivo? Nos pidió que no te lo mencionáramos, Bridei, hasta que Tuala se hubiera marchado. Te lo habría explicado él mismo, a su debido tiempo, si hubieses esperado a preguntar.
—¿Por qué? —quiso saber Bridei—. ¿Por qué la mandó allí?
—Para que sus invitados te conocieran sin ninguna distracción. Es importante, Bridei. Tu padre adoptivo quiere que causes una buena impresión. No aprietes los dientes de esa manera, me estás poniendo nervioso.
—Estaba triste. No quería marcharse.
—¿Eso te lo dijo Tuala?
—No podía, ¿verdad? Supongo que Broichan la amenazó para que guardara silencio. Sólo tiene seis años, Donal. No puede dormir si no le cuentan una historia antes de irse a la cama. Le da miedo la oscuridad.
—Brenna está con ella.
—Y se perderá el Solsticio de Verano. Se perderá el ritual.
Donal torció la boca.
—Quizá era eso precisamente lo que quería Broichan. Déjalo, Bridei. Es una nimiedad. En el trazado de los planes de tu padre adoptivo eso no tiene importancia. ¿Bridei?
Pero el chico ya se encaminaba hacia la casa. Quería una explicación; era lo menos que debía darle su padre adoptivo. ¡Maldito fuera Broichan y sus misteriosos ardides! No se puede tratar a los niños como si fueran un inconveniente que se puede quitar de en medio cuando más conviene. No se les puede hacer marchar, obligándolos a estar solos y asustados. Y, sobre todo, no se les coacciona para que oculten secretos a sus amigos. Así mismo se lo diría a Broichan, y si a su padre adoptivo no le interesaba oír la verdad, mala suerte.
Una furia justificada apartaba de la mente de Bridei todo lo que no fueran las palabras que iba a decir y, al doblar resueltamente una esquina de la casa, se detuvo en seco. Había jinetes frente a la puerta, un grupo de seis hombres que debían de haber llegado por el este, ocultos por los abedules que había entre la casa y el camino que conducía a orillas del lago. Broichan los estaba saludando; Aniel estaba allí cerca, con el guardia a sus espaldas. Los recién llegados eran guerreros y sus rostros estaban decorados con marcas de clan y recuentos de batallas. Iban ataviados con un equipo conveniente y práctico para combatir durante el viaje: gorros de cuero y petos, capas de fieltro y pesadas túnicas, calzas de un uniforme color azul intenso, botas de montar finas y flexibles y guanteletes de protección. Todos iban armados. Había un caballo para llevar la carga, que era ligera. Las monturas de los guerreros eran bajas y fornidas, de ojos brillantes y aspecto fuerte.
Un hombre alto de cabello rizado había desmontado junto a los escalones y estaba hablando con Broichan. Interrumpió su conversación cuando apareció Bridei.
—¡Ah! Este es tu ahijado, sin duda. ¡Te saludo, Bridei! Soy Talorgen del Pozo del Cuervo. Es un gran placer conocerte por fin. Yo era amigo de tu madre antes de que se le metiera en la cabeza casarse con Maelchon y marcharse al sur.
Otra vez su madre. Bridei estrechó la mano que le tendía el hombre. Talorgen poseía una sonrisa tan encantadora que no era posible hacer otra cosa más que devolvérsela y darle la bienvenida con auténtica buena voluntad.
—Tengo un hijo de tu edad —siguió diciendo el visitante—. Se llama Gartnait. Va muy bien con el arco y la espada, pero no es tan inteligente como tú, por lo que he oído.
—Lamento que no lo hayas traído contigo, mi señor —dijo Bridei.
—Oh, bueno, en otra ocasión —repuso Talorgen con soltura—. Su madre quería que se quedara en casa, y a veces resulta muy difícil discutir con ella.
—Vamos —dijo Broichan—. Te enseñaré tus aposentos. Tus hombres se alojarán en el granero con los míos. Bridei, ¿quieres acompañarlos a los establos y pedirle a Donal que los instale? —Los oscuros ojos del druida escudriñaron detenidamente el rostro de su hijo adoptivo. Sin duda, pensó Bridei, la furia todavía era patente en la expresión de su cara, aunque la cordialidad de Talorgen había hecho mucho por calmarla. Le sostuvo la mirada hasta que estuvo completamente seguro de que el druida comprendía que estaba enojado, y por qué. Entonces se volvió hacia los hombres de Talorgen y con un gesto indicó el camino hacia los establos y el granero. Lo que tenía que decir tendría que esperar.
Aquel mismo día, al anochecer, llegó el tercer invitado de Broichan. Cuando Bridei pensaba en druidas, normalmente se imaginaba a su padre adoptivo, el único que conocía: un hombre de mente incisiva e inteligencia sobrecogedora, un hombre cuyo poder mundano quedaba equilibrado por una profunda reverencia por los misterios. Había oído hablar de otra clase de druidas, de los que aparecían en las viejas historias. Este otro era un hombre montaraz que habitaba en los robledales de lo más profundo del bosque, un hombre tan empapado de las enseñanzas, tan en sintonía con la magia, que con frecuencia el mundo exterior lo consideraba completamente loco, como si hubiera traspasado el límite y existiera con un pie en este mundo y un pie en el otro. Uist, a quien el atardecer trajo al umbral de Pitnochie, era un druida de esos. Llegó montado en una yegua blanca como la leche que se movía con paso delicado y danzarín, sacudiendo su cola sedosa. Uist tenía un alborotado cabello cano no tan bien trenzado como el de Broichan; las trenzas tenían plumas, ramitas y semillas enredadas en ellas, de las que se escapaban unos mechones que se alzaban en torno a su cabeza como una aureola. Desprendía un olor a almizcle, como el de una criatura del bosque. Resultaba difícil describir los rasgos de Uist, los ojos de un color cambiante, el rostro que era una cosa y luego otra, como si constantemente estuviera realizando pequeños ajustes para que nadie recordara el aspecto que tenía. Parecía viejo, pero andaba erguido y relajado, agarrando con una mano un largo báculo de madera de abedul con una piedra pulida engastada en la punta de un gris muy pálido moteada como un huevo en un tono más oscuro, y tres plumas blancas atadas bajo ella con un hilo de plata. Sus vestiduras eran largas y sueltas y se agitaban de forma extraña cuando Uist se movía, como si el tejido tuviera una vida aparte de la que le impartía el cuerpo de aquel a quien vestía. La ropa tenía algún que otro rasgón, como si el druida hubiera pasado entre brezos y zarzas. La yegua, sin embargo, no tenía ni un rasguño en su reluciente pelaje.
Uist no intentó entablar conversación con nadie ni saludar a ningún miembro de la casa aparte de a su anfitrión. Cuando se le ofreció una cama en los aposentos de los hombres con Talorgen y Aniel, dijo que hacía demasiado tiempo que no había dormido bajo otro techo que no fuera un dosel de roble y las estrellas sobre su cabeza. Pasaría las noches en el bosque y toleraría los días en los confines de la casa de Broichan si era estrictamente necesario. Necesitaba tener las manos de la Diosa Madre bajo su espalda y los ojos de la Brillante puestos en él. Si le faltaba eso, al cabo de dos días tendría que marcharse de Pitnochie o se volvería loco.
—Quieres decir más loco de lo que ya estás —comentó Talorgen con una sonrisa, y las pobladas cejas del viejo druida se arrugaron.
A Bridei no le pareció un comentario muy cortés, pero Uist se limitó a decir:
—Oh, bueno, hace años que me separé de tu tipo de sociedad, amigo mío, y no la echo en absoluto de menos. La música, tal vez. Aparte de eso, las cortes de los reyes no tienen ningún atractivo. Vivir en estado salvaje me sienta bien, y conviene a los que me susurran al oído por las noches. No voy a aullarle a la luna, por eso puedes estar tranquilo.
Bridei estaba esperando el momento de estar a solas con Broichan. Pero en cuanto terminaron de cenar, su padre adoptivo y los tres invitados se retiraron a la habitación del druida y cerraron firmemente la puerta tras ellos, por lo cual, enfadado o no, de ninguna manera iba a interrumpir su reunión privada. Más tarde, Talorgen salió, se acomodó junto al fuego y no pasó mucho rato antes de que Donal, Uven y otros dos hombres lo implicaran en un debate sobre los escotos. Aquello hizo que empezaran a cambiar de sitio cuchillos, jarras y cuencos en la mesa para representar una magnífica ofensiva estratégica más allá del extremo occidental de la Gran Cañada y hasta las islas, un avance que se llevaría a los invasores por delante, de vuelta a las tierras de Erin, que era a las que pertenecían aquellos bellacos. Talorgen había combatido recientemente contra algunas de las fuerzas de Gabhran; su territorio del Pozo del Cuervo estaba situado al oeste de Pitnochie y mucho más cerca de los asentamientos enemigos. Poseía información sobre las posiciones actuales de los escotos que Donal desconocía, y el relato de las feroces escaramuzas de sus hombres con sus destacamentos de avanzada dejó a todo el mundo petrificado. Cuando aquello terminó, las lámparas se apagaron y llegó el momento de irse a la cama. Al parecer Bridei había dejado para demasiado tarde lo de ver a solas a su padre adoptivo. Pero al pasar por delante de la habitación de Broichan para ir a buscar su vela antes de salir hacia el granero, el druida abrió la puerta y salió.
—Tenías algo que decirme —dijo. No era una pregunta.
La furia de Bridei no era tan intensa como antes. Talorgen había dicho que podía ir a pasar unos días al Pozo del Cuervo en cuanto Broichan le diera permiso para hacerlo, y la emocionante perspectiva de salir de Pitnochie y practicar sus técnicas de combate con aquel chico, Gartnait, había mejorado su humor en gran medida. Pero no había perdido de vista la injusticia, ni la necesidad de una explicación.
No había nadie más cerca, y Broichan había cerrado la puerta a sus influyentes invitados.
—Has obligado a Tuala a marcharse —dijo Bridei, y aunque utilizó las técnicas que su padre adoptivo le había enseñado para mantener la voz calmada y el cuerpo relajado, al hablar de ello se reavivó su enojo—. Estaba triste, lo noté. Y le prohibiste a la gente que me lo dijeran. No fue justo.
Broichan aguardó en silencio, contemplando a su hijo adoptivo sin apartar la vista.
—Creo que merezco una explicación —dijo Bridei.
El druida no dijo nada. Sus silencios podían llegar a ponerte nervioso, pero durante los largos años de su educación Bridei había aprendido a lidiar con ellos.
—¿Por qué están aquí estas personas? —inquirió tras decidir que era necesaria una pregunta directa—. ¿Por qué no es apropiado que vean a Tuala? ¿Te avergüenzas de ella?
Broichan cruzó los brazos.
—Estás enojado —observó—. Controla la respiración. Educa tu mirada. Debes aprender a ocultar esta clase de sentimientos, pues en la cámara del consejo hacen un mal servicio.
Bridei pensaba que había controlado bastante bien sus sentimientos. Al menos no estaba gritando ni tirando cosas, como hacía Ferat en ocasiones.
—¿Vas a responder a mis preguntas? —quiso saber.
—Mis invitados han venido para conocerte. Para observarte y evaluar todo lo que has aprendido hasta ahora. Es de suma importancia que les muestres tus mejores cualidades. Tuala regresará cuando ellos se hayan ido. No es apropiado que la niña esté presente en estos momentos. No pertenece a este lugar.
—Ella forma parte de Pitnochie —replicó Bridei—. Su lugar está conmigo.
Una oleada de algo cruzó por las pálidas facciones de Broichan. El chico no supo qué significaba.
—Había creído que eras casi un hombre, Bridei —dijo el druida—. Esta noche demuestras que todavía eres un niño. Ahora vete a la cama. Esto es un asunto sin importancia y necesitarás de toda tu energía para los días venideros. No discutiremos más sobre este tema. —Con estas palabras abrió la puerta, volvió a entrar en su habitación y la conversación terminó. Esta fue muy poco convincente, pero Bridei sabía que su padre adoptivo ya no le diría nada más al respecto.
Mientras se quedaba dormido rodeado por hombres que roncaban, el muchacho contó una historia mentalmente, en silencio, pensando que así era fiel a su promesa de algún modo, aunque Tuala no pudiera saberlo. «Érase una vez…».
Brenna había dicho:
—No vayas más allá de los acebos. No quiero tener que ir a buscarte por el bosque. Allí arriba hay lobos.
Pero Tuala no podía obedecer. Allí las cosas eran distintas; no estaban bien. La casa era pequeña y estaba llena de humo, y la madre de Brenna le dirigía unas miradas desconfiadas con los ojos entrecerrados. La tía de Brenna era peor todavía. Evitaba por todos los medios cruzar la mirada con Tuala y no dejaba de hacer un signo con los dedos, un signo que quería decir que consideraba que la niña era algo malo, algo perverso. Ni la propia Brenna tenía la vitalidad de siempre. A su madre no le parecía bien Fidich como futuro yerno, por su pierna mala y por el hecho de que trabajara las tierras de otro hombre y no las suyas. La primera noche Brenna había llorado hasta quedarse dormida.
El bosque era lo único que seguía siendo lo mismo. Allí en la Cresta de los Robles, de camino hacia los altos picos llamados las Cinco Hermanas, los árboles abrazaban la cabaña como una envolvente capa. El padre de Brenna se había ganado la vida talando madera y transportando los troncos al otro lado del lago en una barcaza. Había muerto en el bosque, al calcular mal la caída de un fresno que lo mató. A Tuala le pareció que era lo justo, si te ponías a pensar, pero no lo dijo.
Los hermanos de Brenna habían seguido con el oficio de su padre hasta que ambos aprovecharon la oportunidad de vender sus servicios como combatientes para el rey Drust el Toro. A una buena hacha se le podían dar varios usos. Entonces era una casa de mujeres y, en aquellos momentos, un lugar de palabras enojadas y amargura. Cada día, en cuanto se terminaba el exiguo desayuno, Tuala salía disparada afuera y subía al lugar donde las oscuras y espinosas hojas de los acebos formaban una cortina, protegiendo la casa de las zonas más agrestes del bosque. Se sentaba allí un rato, observando hasta que se hacía evidente que Brenna había dejado de vigilarla, y entonces se deslizaba entre los arbustos con cuidado de no rasgarse la falda ni enredarse el pelo con las espinas. Un poco más adelante, ladera arriba, había encontrado un pequeño hueco entre las raíces de un viejo roble, un árbol de forma similar a su favorito en Pitnochie. Cuando se recogió la falda y se acurrucó, vio que tenía el tamaño justo para colocarse allí y se sintió como si formara parte del árbol y el árbol formara parte de ella. Si escuchaba con atención, le parecía oír una especie de latido en su interior, fuerte y profundo; distinguía una voz, un tipo de voz vieja, intensa y lenta que le estaba contando algo sorprendente y sabio. ¿Qué había visto aquel árbol durante todos los años en que había sujetado aquella ladera con sus raíces y dado sombra a las plantas más pequeñas con su noble dosel? ¿A cuántas criaturas había alimentado, a cuántos caminantes había resguardado? Habían tenido lugar muchas historias durante todo el tiempo que llevaba vigilando la Cañada, historias de amantes, de búsquedas y de viajes, relatos de grandes batallas, de victorias gloriosas, de amargas derrotas: el más viejo de los árboles lo albergaba todo en su memoria monumental y le tarareaba la historia a Tuala cuando esta se sentaba acunada entre sus raíces. A veces, por encima y por detrás de la profunda narración del roble podía distinguir otras voces, agudas, etéreas y burlonas, o débiles, susurrantes y furtivas. Intentaba no escucharlas.
Por la noche volvía a contarse ella misma los relatos del roble con los ahogados sollozos de Brenna de fondo. No era justo. Nada de aquello estaba bien. Pero Tuala sabía que debía ser buena, ocurriera lo que ocurriera. Si no se portaba bien, Broichan no la dejaría volver a casa y quizá tuviera que quedarse allí para siempre, allí donde todo el mundo era infeliz y Bridei no estaba.
Brenna había sido muy firme sobre la necesidad de que nadie las viera. Habían viajado a primera hora de la mañana, sin apenas esperar a que despuntara el alba, y Tuala llevaba puesta una capa con capucha para ocultar su rostro. No era muy habitual que hubiese visitas en la cabaña de la Cresta de los Robles, pues era un lugar apartado. De todas formas, Brenna había sido muy clara:
—Broichan quiere que pases desapercibida. No voy a obligarte a permanecer dentro de casa; eso es pedirle demasiado a una niña de seis años. Pero no debes hablar con desconocidos. Ni una palabra, ¿entendido? Si ves pasar a alguien por el camino, vuelve a entrar inmediatamente, Tuala. Si llamas la atención, tanto tú como yo tendremos problemas.
—De acuerdo, Brenna. —La niña había respondido con convicción, fijándose en las ojeras bajo los ojos enrojecidos de la joven—. Seré buena.
Al tercer día se hallaba en su lugar habitual, agachada entre las raíces del roble con la oreja pegada a la base del tronco, escuchando con los ojos cerrados. La lenta voz del árbol inundaba sus pensamientos. Entonces, de repente, se dio cuenta de que algo había cambiado. Tuala abrió los ojos.
Había alguien más allí sentado como ella, alguien no mayor que ella misma, con unas vestiduras grises, con capucha, una figura silenciosa y enigmática sentada un poco más allá del tronco del árbol, apoyada cómodamente contra un bajo arco de nudosas raíces retorcidas. Fuera quien fuera, había llegado sin hacer ruido. Tuala notó un cosquilleo en la piel de la cabeza. ¿Sería un miembro de los Seres Buenos, uno de esos que la habían dejado en la puerta de Bridei en mitad de la noche? ¿Alguien así contaba como un extraño? Mientras ella miraba fijamente, sin moverse, la figura volvió la cabeza y reveló las facciones de una anciana, pero no era uno de esos rostros surcados de arrugas como el de Wid, sino un semblante pequeño y fuerte con una nariz prominente y aguileña y unos ojos oscuros como brillantes cuentas de obsidiana. Tuala no sabía si se trataba de una mujer humana o de otra cosa. Tenía presente la promesa que le había hecho a Brenna y no dijo nada.
—Buenos días —dijo la desconocida.
Resultaba de muy mala educación responder sólo con el silencio. Tuala saludó con la cabeza.
—Un lugar estupendo para escuchar: has hecho bien al descubrirlo. Y un buen sitio para que un caminante descanse un poco los pies. No te molesta que lo comparta contigo un ratito, ¿verdad?
La niña dijo que no con la cabeza.
—Eres precavida —dijo la desconocida—. Lo comprendo. Deja que me presente. Me llamo Fola. No soy de tu especie; eso te resultará evidente, supongo. Pero aun así no sales corriendo.
A Tuala le dio un vuelco el corazón. «No soy de tu especie…». Eso significaba que era, en efecto, una habitante del bosque, uno de esos taimados seres que te dejaban ver un atisbo de una mano blanca o el revoloteo de un ala, una sombra de una capa de telaraña o un destello de cabello plateado y entonces, cuando intentabas mirar debidamente, se habían esfumado como si nunca hubieran estado allí. Pero no; estaba equivocada. Era ella la que había venido del bosque, ella era la Otra.
Aquella mujer, Fola, provenía del mundo humano y creía que se había tropezado con una niña de los Seres Buenos. Unas palabras de aclaración acudieron a los labios de Tuala: «Vivo con humanos, vivo en casa de un druida», pero las contuvo.
—¿Hoy no hablas? —le preguntó Fola con calma—. Supongo que me entiendes, a pesar de todo. Tengo un montón de cosas interesantes que contar; forma parte de mi trabajo, enseñar a las jóvenes todo el saber que puedo. El mundo cambia deprisa. Las cosas se olvidan si no las trabajamos.
Tuala volvió a asentir con la cabeza. Había oído un argumento muy parecido de boca de Bridei. Él le había contado que, en el sur, mucha gente ya no practicaba los rituales para honrar a los dioses; que la gente se estaba olvidando de la sabiduría de los antepasados.
—Me imagino que poco sabrás de estos asuntos aquí en el bosque —siguió diciendo Fola, que se abrazó las rodillas con sus blancas y cuidadas manos. La verdad es que era extraordinariamente pequeña para tratarse de una mujer adulta; lo bastante pequeña como para resultar absolutamente tranquilizadora. En Pitnochie, Tuala era mucho más pequeña que todos los demás, incluso más que Bridei—. La historia es valiosísima; el ritual es precioso. Si los perdemos, también perdemos el conocimiento de nuestro propio ser —dijo Fola—. Si perdemos el hilo de la ascendencia, si perdemos los relatos, vamos a la deriva sin identidad. ¿Cuántos años tienes, pequeña? Quizá sea una pregunta tonta; tú no cuentas el tiempo como nosotros.
Tuala alzó una mano, cinco dedos, y el pulgar de la otra mano.
—Ah, seis años. Una edad excelente. Con un oído puedes seguir oyendo la magia de la tierra, el cielo y el océano en su forma verdadera y pura; con el otro puedes empezar a comprender un tipo de conocimientos más formal: lógica, discernimiento, números, lenguaje y signos. O eso es lo que harías si fueras una niña humana y te ofrecieran buenas oportunidades. Las más jóvenes de mis alumnas no son mucho mayores que tú. Veo que esto te interesa; hace que te brillen los ojos. ¿Tienes ganas de aprender?
Tuala movió la cabeza enérgicamente en señal de asentimiento. Tenía las manos firmemente agarradas. Aquello era muy emocionante; se moría de ganas de contárselo a Bridei.
—Si hubiera… —caviló Fola—. Si hubiera lugar entre nosotras para una de tu especie, tú y yo podríamos aprender mucho… Nunca intentaría nada semejante, claro está. No tengas miedo de eso. No hay nada más cruel que separar a una criatura de todo aquello que conoce y ama sólo porque alguien cree que es lo mejor para ella. Todas mis alumnas acuden a mí de buen grado. No puedes aprender a menos que pongas el corazón en ello. Claro que hay gente que dice que educar a una chica es perder el tiempo.
—¡No lo es! —espetó Tuala, pues el hecho de que Broichan hubiera descartado sus aspiraciones le había dejado una herida abierta en su interior—. ¡Yo quería aprender y podía haberlo hecho, a Erip y a Wid no les hubiera importado, pero él no me dejó! —Cerró la boca de golpe, pero era demasiado tarde. Había roto su promesa. Había hablado con una desconocida.
Hubo algo en aquel discurso que hizo que Fola agudizara la mirada.
—¿Quién no te dejó? —preguntó con tacto—. Vamos, pequeña, no hay ningún peligro si me lo cuentas. Soy inofensiva.
—Broichan —susurró Tuala.
Hubo otra pausa y luego Fola preguntó:
—¿Y quién es Broichan? ¿Tu padre?
La niña meneó la cabeza en señal de negación.
—No, es el padre adoptivo de Bridei. Y Bridei recibe educación, se pasa todo el día aprendiendo, pero cuando pregunté si yo podía recibir lecciones, Broichan se enfadó conmigo. Dijo que lo único que me hacía falta saber era cocinar y coser. Pero esas cosas no se me dan bien. No es justo.
—¿Qué cosas son las que haces bien?
—El combate y los deportes no. Es Bridei el que aprende esas cosas: es el mejor arquero de Pitnochie. Yo soy buena jinete. Bridei me enseñó a montar. Y estoy segura de que podría hacer lo que dices… rituales, historia, números y lenguajes. Lo único que pido es sentarme allí mientras Erip y Wid enseñan a Bridei. Me estaría callada. No interrumpiría para nada. Pero Broichan no me deja. Bridei intenta enseñarme cosas, pero está tan ocupado que no hay tiempo suficiente.
—Interesante —comentó Fola—. ¿Me he equivocado contigo? ¿Sobre lo que eres?
A regañadientes, Tuala dijo que no con la cabeza.
—Pero está claro que no vives aquí en el bosque.
La niña volvió a menear la cabeza y se dio cuenta de que ya había dicho mucho más de lo que era deseable para cualquiera, aparte de para la propia anciana. Tal vez Fola no fuera lo que decía ser en absoluto. Quizá era un enemigo intentando tenderle una trampa. ¿Acaso no habían intentado matar a Bridei una vez hacía mucho tiempo?
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Tuala. —A esas alturas ya no importaba.
—Un nombre magnífico, digno de una princesa. Creo que ese tal Broichan del que hablas te ha juzgado mal. Los hombres pueden llegar a ser bastante propensos a eso, incluso los más inteligentes. Ahora, dime, si vives en Pitnochie, ¿qué estás haciendo sola a medio camino de las Cinco Hermanas en territorio de lobos?
—Tú también estás sola en territorio de lobos —señaló Tuala.
—Yo soy una persona adulta y responsable de mí misma. Sólo respondo ante los dioses —repuso Fola con calma—. Tú tienes seis años, como tú misma has mencionado, y no eres el duendecillo silvestre que creí al principio sino que eres miembro de la casa de un druida. Dime, ¿te hizo marchar?
Asintió con la cabeza.
—Ah, sí. Lo veo muy claro. Una situación embarazosa. Te recogió, estaba preparado para romper las reglas hasta ese punto, pero no es capaz de hacerlo público. Así son los hombres, ya ves, siempre sujetos a las convenciones.
Allí había un punto que debía corregirse.
—Broichan no me acogió. Fue Bridei. La Brillante le mostró dónde encontrarme.
Fola escuchaba atentamente.
—Bridei —reflexionó—. ¿El niño?
Tuala movió la cabeza en señal de afirmación.
—Es mayor que yo —dijo—, y muy bueno en todo. Broichan dijo que yo me interponía en su destino. Que perturbaba su educación.
—¿Eso dijo, eh? Bueno, quizá hubiera una pizca de verdad en eso. Así pues, supongo que vas a estar fuera hasta después del Solsticio de Verano, ¿no es así?
—¿Cómo lo sabes? —la desafió Tuala—. ¿Y cómo sabes que Broichan es un druida?
—Soy una mujer sabia, Tuala. Mi trabajo es saber cosas. Y ahora —dijo al tiempo que se ponía de pie y se sacudía la larga capa gris— debo ponerme en marcha y esperar que los lobos decidan que no están hambrientos. Ah, aquí tengo una cosa que puede que te guste. ¿Dónde está ahora? —Fola llevaba consigo un fardo, un abultado hato sujeto con cuerdas—. Aquí está —dijo la mujer sabia, que metió la mano en un bolsillo lateral y la sacó llena de una cosa peluda, gris e indudablemente viva—. Lo encontré por el camino —explicó—. Yo ya tengo un gato, y a Sombra no le hacen ninguna gracia los usurpadores. Este creo que puede ser apropiado para ti; parece tener un carácter muy independiente.
Tuala echó un vistazo al pelaje suave de aquella criatura, a su linda nariz rosada, a sus ojos grandes y extraños, y se enamoró al instante. Alargó las manos, tomó al gatito, que no se debatía en absoluto a pesar de su período de confinamiento, y se lo acercó para que se acurrucara contra su pecho. El rabo parecía un cepillo, con un pelo largo y liviano.
—No es un gato de granja sino uno montés, una criatura del bosque —dijo Fola—. Creo que se irá contigo igual que hizo conmigo. Los iguales se reconocen. Ahora debo marcharme; hay un buen trecho hasta Pitnochie.
Tuala, absorta en su maravilloso e inesperado regalo, tardó un momento en reaccionar.
—¿Pitnochie? ¿Allí te diriges?
Fola asintió con la cabeza y sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.
—En efecto. Conozco muy bien a tu druida, pero todavía no conozco al muchacho, su ahijado. En cuanto a ti, eres toda una sorpresa. ¿Quieres que lleve algún mensaje?
Había varios. Para Bridei, «Te echo de menos. Añoro tus historias». Para Broichan, «Quiero volver a casa». Ninguno de los dos podía enviarse. Sosteniendo el gatito en equilibrio con una mano, Tuala metió la otra en la bolsa que llevaba en el cinturón y sacó un pedazo de cinta que antes había estado teñida de azul, pero que ya había perdido el color. La trenza ya se le había deshecho y el cabello le colgaba suelto sobre los hombros.
—¿Podrías darle esto a Bridei? No cuando Broichan esté delante, no le gustaría que mandara mensajes.
—¿Se lo doy y ya está?
—Y le dices que aquí soy feliz.
—¿Le mandarías a este amigo un mensaje que es una mentira? —preguntó Fola. De repente parecía más alta y su expresión era adusta, casi tanto como la de Broichan.
Tuala no dijo nada. Apoyado contra su pecho, el gatito le proporcionaba una sensación cálida y reconfortante; su ronroneo le hacía vibrar todo el cuerpo y se metía en el de la niña.
—No eres feliz en absoluto; tu amigo se daría cuenta con sólo echarte un vistazo —dijo Fola—. No quieres estar aquí, quieres estar en casa. No quieres cocinar y coser, quieres ser una erudita. ¿Por qué decir que las cosas son distintas de lo que son?
—No quiero que se preocupe por mí —repuso la niña en tono grave—. Porque yo esté triste no es necesario que lo esté él también. Y… —No, eso se lo reservaría a cualquier precio. No debía contarle su promesa a Broichan, la promesa de cuyo cumplimiento dependía todo su futuro en Pitnochie.
—Muy bien —dijo la mujer sabia, que guardó la cinta y se echó el fardo a la espalda—. Le diré que te he visto, que dices que piensas en él y que tienes muchas ganas de volver a casa. Una solución de compromiso, y honesta. Yo no transmito mensajes que no sean ciertos.
—Gracias —dijo Tuala cuando Fola se inclinó para recoger un báculo que había pasado inadvertido entre las raíces del roble. Se fijó en la manera en que el trozo de sauce crecía para acomodarse en la mano de la mujer sabia—. Gracias por el gato y gracias por el mensaje. Lamento… —se le apagó la voz, no estaba segura de cómo expresar sus pensamientos en palabras.
—¿Lamentas haber desconfiado de mí? ¿Lamentas haber pensado que no era lo que soy? No te disculpes por ello, Tuala. Un poco de cautela siempre es prudente. Además, yo también me equivoqué en la primera impresión que tuve de ti. Cuida bien de esa criatura. Es poco común y puede que algún día te resulte muy útil. Ahora adiós. Que la Brillante guíe tu camino, pequeña.
—Que la Diosa Madre te sostenga en sus manos —respondió Tuala. Una de las primeras cosas que le había enseñado Bridei fueron las pautas de las antiguas despedidas.
Fola sonrió.
—Espero que volvamos a encontrarnos algún día.
—Yo también —susurró Tuala, consciente de lo poco probable que sería eso mientras su futuro se encontrara en manos de Broichan. El gatito se retorció; ella bajó la mirada y le acarició la cabecita con los dedos, cuando volvió a levantar la vista la mujer sabia había desaparecido como si no hubiera sido más que un sueño.
Desde lo alto, en las ramas del roble, dos pares de ojos habían observado aquel intercambio con sumo interés. Uno de los pares de ojos era luminoso, líquido, y su propietario tenía el cabello plateado, llevaba unas vestiduras de telaraña e indudablemente era del sexo femenino. Los otros ojos eran redondos y castaños, los de un muchacho de mejillas sonrosadas cuya figura iba envuelta en plantas trepadoras llenas de hojas y frondas de helecho. Ninguno de los dos era humano.
—Está creciendo muy deprisa —señaló la chica—. Es fuerte, inteligente y sensata, como era de esperar.
—Este encuentro fue fortuito —comentó el chico—. Se podría utilizar más adelante. Llegará un día en que el miedo que tiene el druida de la influencia de esta niña pesará más que su lealtad hacia la Brillante. Y la mujer sabia quiere a la pequeña. Ve su fuerza y reconoce sus posibilidades.
—Vas demasiado deprisa —dijo la chica echando hacia atrás su cabello reluciente—. Tuala todavía es una cría, Bridei todavía es un niño. Ambos deben ser puestos a prueba con tiempo y con rigor. La vocación que aguarda al muchacho exige la máxima autodisciplina, la más profunda devoción a los dioses y, lo que es aún más importante, la capacidad para tomar sus propias decisiones. La confianza en su propio criterio.
—El papel de Tuala en todo ello será absolutamente igual de difícil —repuso el chico—. No es feliz. Ya la han puesto a prueba, y no hemos sido nosotros.
—¿Esto? —se mofó la muchacha—. ¿Una pequeña excursión fuera de casa en compañía de una bondadosa niñera? ¡No seas tan blando! Espera a que esta cosita se haga una mujer; entonces la pondremos a prueba de verdad. Bridei debe demostrar que es digno de la confianza de la Brillante; Tuala debe igualarlo en fortaleza. Ambos afrontan una prueba. Han sido elegidos, y la diosa no espera menos.
El chico permaneció un rato en silencio, balanceando las piernas en la alta rama del árbol a la que estaba encaramado. Mucho más abajo, Tuala se había sentado con las piernas cruzadas y el gatito en la rodilla, una figura diminuta entre las nudosas raíces del roble.
—Mmm —murmuró el muchacho—. Llegará un día en que Broichan volverá a hacerla marchar y entonces ya no regresará. En su lecho de muerte el druida derramará lágrimas cálidas por ello.
La chica clavó en él sus ojos pálidos.
—¿Tan ciego lo consideras?
—Ciego ante este particular. Está totalmente concentrado en Bridei, en la tarea de su preparación.
—Mejor —dijo ella—. No queda mucho tiempo para eso. ¡Vamos! No hace falta que nos quedemos aquí. Tuala volverá al bosque, a los lugares secretos. No puede hacer otra cosa. Los lleva en la sangre, como nosotros. Podemos utilizarlo a nuestro favor. La atracción del parentesco es nuestra clave para demostrar su entereza.
—Tal vez —repuso el muchacho al tiempo que echaba una última mirada hacia abajo. La pequeña figura se encaminaba de nuevo hacia los acebos sosteniendo cuidadosamente a su nuevo tesoro entre los brazos.
—¡Vamos! —exclamó nuevamente la chica, y con un destello y un chasquido de alas plateadas, los mensajeros de la Brillante se marcharon.