Donal dijo que había sido un error, que era a Broichan y no a Bridei a quien aquel tipo y sus compañeros intentaban herir. El chico sabía que eso no era cierto. Había visto la expresión en los ojos entrecerrados de aquel hombre, había observado cómo su dedo se tensaba en la cuerda del arco. Broichan tenía enemigos. Un hombre que es amigo de todo el mundo no tiene necesidad de tener a guardias armados con flechas en las puertas. Quizá aquellos atacantes fueran enemigos del druida, pero al que querían matar era a él. El porqué no lo sabía. Su padre era rey, sí, pero Gwynedd era un lugar remoto con sus propios consejos, sus propias guerras, muy distante de los reinos de los priteni. Además, su padre lo había mandado lejos. Si él hubiera tenido especial importancia, seguro que su familia no lo hubiese apartado de su lado. El ataque no tenía sentido.
El hombre al que Donal había matado fue enterrado en una esquina del corral de las ovejas. Los demás, a quienes se había avistado desde los puestos de guardia de Broichan, habían escapado adentrándose en el bosque a pesar de la enérgica persecución de los guerreros del druida. No respondieron de sus actos y su misión y sus orígenes siguieron siendo un misterio. Donal maldecía por el hecho de que aquel tipo lo hubiera obligado a matarlo; hubiera preferido hacerle unos cuantos moretones, atarlo y sacarle la verdad de un modo u otro. Ya era demasiado tarde; el hombre vestido de gris sólo podría contar su historia a los gusanos.
A Bridei ya no le permitieron deambular solo; debía ir acompañado al menos por dos de los guardias y sólo cuando hubiera una verdadera necesidad de hacerlo. Las cabalgatas diarias se redujeron, pues Donal estaba muy ocupado. Eran frecuentes los intercambios de palabras en voz queda, y todos los hombres tenían un aire cauteloso e inquieto. Mara murmuraba entre dientes sobre la tina de lavar. Ferat soltaba maldiciones mientras desplumaba unos gansos y Bridei aprendió palabras nuevas que no repitió. Pasaba mucho tiempo en los establos cepillando a Perla y hablando con él, pues su cuerpo cálido y sus ojos dulces y resignados hacían de él un buen compañero, para tratarse de un caballo. Por las tardes estudiaba. Intentaba no darse cuenta de lo vacía y tranquila que parecía la casa. Intentaba no pensar en lo pequeño que era, en lo poco que en realidad sabía sobre cómo ser fuerte, cómo defenderse. Intentaba no preocuparse por Broichan y por lo mucho que tardaba en volver a casa.
Con la ausencia del druida los habitantes de la casa no observaron el ritual del Umbral, que señalaba la entrada a la época oscura, aunque Fidich sí que mató una oveja aquella mañana, puesto que era necesaria alguna forma de sacrificio. Mara dijo que más allá, siguiendo el lago de la Serpiente, habría un gran montón de troncos de pino, fresno y roble preparado junto a la orilla y listo para ser encendido. A Bridei le hubiera gustado bajar a ver cómo la gente saltaba a través de las llamas, tal como Mara le había contado que hacían. Pero no habría servido de nada molestar a Donal; ¿para qué preguntar cuando ya sabías que la respuesta iba a ser que no? Así pues, lo único que hizo Bridei fue sacar un pequeño cuenco con aguamiel y una bandeja de galletas de avena al peldaño de la puerta de la cocina. Era una señal de respeto; de este modo invitaba a los muertos a compartir los regalos de la casa, a ser bienvenidos aquella noche en la que las barreras se abrían y los mundos confluían. Por la mañana, la aguamiel y las galletas ya no estaban; no quedaban más que unas cuantas migas desperdigadas.
Ya había pasado la noche del Umbral y pronto llegaría el Solsticio Invernal. El consejo del rey debía de haber terminado hacía tiempo, pero no había llegado ninguna noticia de Broichan. Las noches se alargaron. Las lámparas ardían en la cocina y en el salón durante todo el día, iluminando un interior que siempre estaba lleno de humo, pues el fuego ardía constantemente salvo cuando dormían. Mara refunfuñaba sobre el hollín y las reservas de aceite acumuladas, Bridei se acurrucó bajo una manta en su pequeña habitación mientras la luz de las velas parpadeaba en las paredes de piedra e intentó concentrarse en las enseñanzas. Daba la sensación de que su padre adoptivo se había ido para siempre. ¿Cuándo iba a volver a casa Broichan?
Cuando faltaban tres días para el Solsticio de Verano, nevó. La atmósfera lo había estado insinuando desde primera hora de la mañana: aquella quietud, aquella extraña y engañosa sensación de calor, como si el blando manto de nubes aligerara la presión del invierno aun cuando emborronaba el cielo, no dejaban lugar a dudas. Bridei estaba fuera, ayudando a los hombres a trasladar las ovejas de un campo a otro. Los guardias mantenían su larga vigilancia en los límites de las tierras de Broichan; sus figuras robustas y sus rasgos con dibujos azules eran claramente visibles en lo alto desde debajo de los robles desnudos de la linde del bosque. En invierno hacían turnos más cortos; en todo momento había hombres que entraban para tomar carne asada y cerveza con especias y otros que se vestían con varias prendas de ropa, capas de piel, cascos de cuero y botas pesadas, listos para otra batalla con el frío. Ferat estaba tan ocupado que no tenía tiempo para rezongar. Había dos hombres que lo ayudaban, ambos demasiado aterrorizados por el genio del cocinero para hacer otra cosa que no fuera trabajar a toda velocidad y rezar para no cometer errores.
La nieve empezó a caer cuando estaban pasando las últimas ovejas, acosadas por los sobreexcitados perros. La tarea de Bridei consistía en sentarse en la tapia de mampostería junto al hueco de entrada y asegurarse de que separaban a las adecuadas. En las tierras de Broichan, de los trabajos de ganadería se encargaba un hombre llamado Fidich. No había duda de que, en otra época, Fidich había sido un guerrero de cierto renombre, puesto que los dibujos que llevaba en la cara eran casi tan elaborados como los de Donal y también tenía marcas en las manos, ondas y espirales que le iban desde la muñeca hasta las puntas de los dedos. Fidich tenía unos hombros fuertes, una expresión adusta y una pierna derecha que terminaba justo debajo de la rodilla. Caminaba con una muleta de madera de fresno y podía recorrer el difícil terreno de la granja a una velocidad asombrosa. Vivía solo en una cabaña situada en el extremo más alejado de los campos tapiados. Una oveja nunca paría su primer cordero ni un cerdo se aventuraba a salir a una parcela prohibida sin que Fidich lo supiera. La pierna sí que le dificultaba ciertas cosas. Por eso resultaba útil tener a un chico para que se encargara de las portillas.
—¡Bien, muchacho, esta es la última! —exclamó Fidich por encima de las voces de tres enormes sabuesos que ladraban a coro, y Bridei tiró de la verja y aseguró el pestillo. Las ovejas del otro lado, las que quedaban relegadas a pasar el invierno refugiadas bajo achaparrados arbustos y a sobrevivir con la poca comida de la que se pudiera prescindir, mostraron una confusión momentánea y luego se alejaron como si no hubiera pasado nada.
Al principio la nieve hizo notar su presencia con copos aislados que descendían con un lento y grácil baile. Mientras los hombres, el niño y los perros se dirigían colina abajo hacia la casa, los copos se convirtieron en suaves ráfagas y arremolinados torbellinos que se posaban de forma dispareja en el barro del camino, endurecido por el hielo. Por encima del lago, la ladera cubierta de árboles estaba desapareciendo tras un manto de nubes bajas. El viento arreció y los pinos respondieron con un gemido. Cuando Bridei y sus compañeros llegaron a la casa, los perros ya llevaban una gélida capa sobre su greñudo pelaje gris y el viento aullaba con ganas. Al volver la vista hacia lo alto de la colina, el chico no pudo distinguir el campo en el que habían estado trabajando, ni las ovejas, ni los guardias dando vueltas más allá. Sólo había blancura.
—Se está preparando un buen vendaval —comentó Fidich—. No me quedaré; tengo que llegar a casa mientras todavía sea capaz de encontrar el camino. Será una noche dura para los muchachos que están de guardia allí arriba.
—Sí —dijo otro hombre—. Sólo un idiota intentaría llegar hasta aquí con semejante ventisca; andaría vagando en círculos, se tumbaría a descansar y ya no volvería a levantarse, supongo. ¿Estás seguro de que no quieres quedarte a tomar un bocado?
—Oh, no, tengo mi propio fuego que encender y mis propias gachas —dijo Fidich, como hacía siempre.
Hacía frío incluso en el salón, delante del fuego. Bridei no tenía prisa para irse a la cama, pues sabía lo helada que estaría su pequeña habitación en una noche como aquella. Todo el mundo estaba callado. Mara cosía a la luz de la lámpara; Ferat estaba sentado en un banco contemplando su taza de cerveza con aire taciturno. La mayoría de los hombres ya se habían retirado a sus aposentos. Donal estaba en la mesa trabajando en unas cuantas flechas. Dispuesta frente a él había toda una variedad de cuchillos pequeños y otros utensilios, plumas, cordel y trozos de madera. Estaba silbando entre dientes. Bridei se había sentado a su lado, demasiado cansado aquella noche para hacer otra cosa que no fuera observar.
La puerta de la cocina se abrió con estrépito y los sobresaltó a todos. Una bocanada de aire gélido entró arremolinándose en el salón e hizo chisporrotear el fuego. Donal agarró su cuchillo más grande y se levantó de un brinco y los demás guerreros saltaron para bloquear la entrada entre la cocina y el salón. Mara apostó su amplia figura delante de Bridei, impidiéndole con eficacia que viera nada.
—¿Qué pa…? —fue todo lo que Ferat tuvo tiempo de decir antes de que volviera a oírse el golpe de la puerta al cerrarse de nuevo y los guerreros retrocedieron para dejar paso a dos hombres, uno sostenía al otro. Uno de ellos era Cinioch, que había estado de guardia bajo la nieve junto a la tapia, y el otro, que tenía el rostro lívido, los labios morados e iba lleno de arañazos y moretones tras haber ido campo traviesa precipitadamente en la oscuridad, era Uven, uno de los guerreros que había viajado con Broichan al consejo del rey.
Entonces Bridei tuvo trabajo que hacer. Fue a buscar una de las capas de los percheros que había junto al fuego de la cocina, trajo una taza de cerveza y la puso entre las manos temblorosas de Uven. Mara hizo salir a patadas a la maraña de perros de delante de la chimenea del salón. Donal acercó el banco en tanto que los demás ayudaban al viajero medio congelado a sentarse en él. Uven fue incapaz de hablar durante un rato; los escalofríos le recorrían el cuerpo a modo de espasmos y la taza temblaba con tanta intensidad entre sus manos que la cerveza le salpicó la túnica. Al final consiguió beber, y poco después empezar con las gachas que Ferat le había dado, humeantes y generosamente servidas.
—Bueno —dijo Uven entre dientes. Sus pálidos rasgos iban adquiriendo un toque de color. Levantó la vista hacia Donal—. Mensaje —dijo—. Urgente. Privado.
—Bridei —dijo Donal—, ya es hora de irte a la cama; vete, sé bueno.
—¿Qué ha ocurrido? —Bridei oyó su voz, que le salió en un hilo, aguda y destemplada. Un buen chico no desobedecía una orden, y él siempre se portaba bien. Pero tenía que saber la verdad—. ¿Es Broichan?
Todos lo miraron en silencio y entonces Uven murmuró:
—El tiempo apremia, Donal.
—Bridei —le dijo Donal, que se puso en cuclillas y lo miró directamente a los ojos—, son asuntos de hombres, y tú todavía no eres un hombre, aunque algún día serás uno magnífico. La mejor manera de ayudar a Broichan es haciendo lo que te pido. Toma tu vela y ve a tu habitación. Cuando haya oído las noticias de Uven, iré a verte y te lo contaré. Te lo prometo.
Se quedó tumbado en la cama, esperando. Las mantas atenuaron la baja temperatura de la pequeña habitación, pero no pudieron evitar el frío que sentía en su interior, más intenso que el invierno, más profundo que un pozo. Broichan estaba muerto. ¿Qué otra explicación podía haber para semejante urgencia, semejante secreto? Donal pensó en protegerlo, en darle la mala noticia con suavidad. Bueno, pues a Donal no le haría falta dar ninguna noticia. Aquello no era más que la siguiente parte de la misma pauta de siempre. Tenías algo, te permitías tomarle cariño y luego desaparecía de repente. Quizá fuera mejor no tomarle cariño a nada. Bridei se preguntaba si el druida habría mirado a los ojos de su asesino, si habría observado el dedo tensándose en la cuerda del arco. Broichan se habría enfrentado a la muerte con calma, pensó. «De todo se aprende», habría dicho. La vela parpadeó con la corriente; por las paredes se deslizaron unas sombras que entonces no eran de ciervos, águilas y liebres, sino de fantasmas, visiones, recuerdos del Otro Mundo. Quizá en aquel preciso momento el druida estaba viajando entre ellos. Bridei no lloraría. Suponía que ahora lo mandarían a otra parte. Lo mandarían a casa, a Gwynedd. Por mucho que lo intentara no podía imaginárselo.
Al cabo de un rato Donal llamó a su puerta, entró silenciosamente y se sentó junto a él en el estrecho camastro. A la luz de la vela los dibujos de su rostro adquirieron una extraña vida propia, se movían y cambiaban como si fueran todavía más manifestaciones del mundo de los espíritus. Bridei esperó las palabras que sabía que llegarían a sus oídos.
—Tu padre adoptivo tiene un pequeño problema —dijo Donal—. Está enfermo y lejos de casa.
—¿Enfermo? —Bridei sintió que la esperanza renacía en algún lugar de su interior, una llama diminuta que hacía todo lo posible para no volver a apagarse.
—Enfermo de muerte, Bridei; no voy a mentirte. Al parecer alguien quiso hacerle daño con una determinada combinación de hierbas que Broichan se tomó inadvertidamente en un plato de comida o en una bebida. Se está recuperando lo mejor que puede; el mejor médico de un druida es él mismo. Pero no puede quedarse donde está, tenemos que ir a buscarlo para traerlo a casa.
—¿Tenemos?
La expresión adusta de Donal se suavizó. Le dirigió a Bridei una especie de mirada directa.
—Unos cuantos de los muchachos y yo. Es un largo camino, Bridei; hay que subir hasta la costa, cerca de la corte del rey en Caer Pridne y regresar de nuevo. Es necesario que nos pongamos en marcha antes de que este lugar quede aislado por la nieve.
—Yo podría ayudar —dijo Bridei, que se puso derecho en un esfuerzo por parecer más alto.
—Eso ya lo sé, chico. Y también sé que si te saco de los límites de Pitnochie, aunque sea un solo paso, Broichan me echará a patadas en cuanto se entere. Claro que si tantas ganas tienes de librarte de mí…
—Ojalá no tuvieras que marcharte… —dijo Bridei en un susurro.
—La verdad es —repuso Donal— que hay una cosa que necesito que hagas aquí. No puedo llevarme a Fortuna, y me echa de menos cuando estoy fuera. Necesito que lo cepilles de vez en cuando, que le cuentes un par de chistes, sólo para que esté contento. Me harás un favor si te quedas aquí y te encargas de él. Sé que es difícil.
Bridei movió la cabeza en señal de asentimiento. Las palabras del guerrero supusieron cierto consuelo.
—¿Y si no vuelves? —no pudo evitar preguntarlo.
—¿Si no vuelvo? —Donal arqueó las cejas de golpe, asombrado—. ¿Yo, Donal, héroe de tantas batallas que no tienes dedos suficientes en pies y manos para contarlas? ¡Por supuesto que volveré! ¿Qué me estás diciendo, que no crees que sea capaz de hacerlo? —A pesar del tono desafiante de sus palabras, allí, en alguna parte, estaba el sonido de una sonrisa.
Bridei levantó la vista para mirar al guerrero y meneó la cabeza. Al cabo de un momento extendió la mano y Donal se la agarró con firmeza.
—Lo traeremos a casa sin ningún percance, Bridei, te doy mi solemne palabra.
—¿Donal?
—¿Sí, muchacho?
—Resulta difícil envenenar a un druida. —Broichan y él habían practicado la identificación de hierbas mediante su aroma, con los ojos muy bien vendados. Su padre adoptivo nunca fallaba.
Donal asintió con aire de gravedad.
—No creas que no lo he pensado.
—¿Quién pudo hacerlo?
—Es lo que tengo intención de averiguar —contestó Donal—. Pero lo primero es lo primero. Broichan se recuperará mejor aquí, en su casa, contigo a su lado y el resto de nosotros para montar guardia. Voy a dejar la casa en tus manos, Bridei. Tendrás que rezar por tu padre adoptivo. ¿Lo harás?
—Sí —susurró el chico. Se las arregló para no llorar cuando Donal se fue, se las arregló para mirar con los ojos secos y el semblante solemne a su amigo cuando este emprendió el camino a pie, con la primera luz del día, acompañado por un grupo de cuatro hombres, todos muy bien abrigados y armados. En cuanto a si lloró cuando Donal se hubo ido y él volvió a estar solo en su habitación, eso quedó entre él y las sombras.
Solsticio de Invierno: el lago oscuro como la tinta, los páramos altos de un blanco azulado bajo un cielo que se encapotaba, las ramas de los pinos se combaban sobre manera bajo el peso que soportaban hasta que este se volvía excesivo, la nieve caía al suelo en forma de pulverulenta avalancha y las ramas llenas de pinocha volvían a saltar como un látigo, fuertes y elásticas. Las ovejas se mantenían juntas, apiñadas para calentarse. El humo del fuego del hogar se alzaba lentamente y formaba una cortina por encima de la casa; los perros, por una vez, eran renuentes a levantarse por la mañana. El abrevadero estaba helado y Fidich rompía la gruesa capa de hielo para que el ganado pudiera beber.
Bridei había ayudado a dar de comer a las ovejas alojadas en el corral. Había hecho una visita a los cerdos en su recinto adyacente.
Había pasado algún tiempo en los establos cepillando a Perla y contándole chistes a Fortuna. Los chistes no eran muy buenos, pero había dado la impresión de que Fortuna quedaba satisfecho con ellos. Aquel día Perla estaba inquieto: quizá notaba que era un momento de cambio. Aquella noche el año volvería a la luz una vez más, por mucho que costara creerlo en un día como aquel.
A pesar de toda su preocupación por Broichan y por los hombres que habían ido a buscarlo, la gente de la casa comprendía la importancia de aquella noche. Los hombres habían traído un pesado tronco de roble que en aquellos momentos se hallaba preparado junto a la chimenea. Bridei, acompañado por dos guardias, había ido a buscar una buena cantidad de ramas de acebo, torzales de hiedra, ramitas de pino e incluso uno o dos trozos de celidonia en la que resplandecían las bayas y las flores, pues se trataba de una hierba de tan misteriosa singularidad como cualquier druida. Con la ayuda de Mara había hecho guirnaldas y ahora había una corona de follaje en todas las puertas. Ferat había rociado el gran tronco con aguamiel y lo había espolvoreado con harina, y Bridei lo había adornado con colgajos de hiedra de hojas brillantes.
Por la noche apagaron el fuego, colocaron el tronco ceremonial en la chimenea y se reunieron frente a ella en medio del frío. Apagaron las lámparas; todo estaba oscuro salvo por una única vela. Con el ceño fruncido por la concentración, Bridei lo hizo lo mejor que pudo con el ritual, aunque no pudo acordarse de todas las palabras. Contó la historia del Solsticio de Invierno, de cómo la diosa meció en sus brazos a un anciano herido durante toda la noche hasta que se convirtió en un niño de cabellos dorados que alzó el vuelo hacia el cielo, el sol reavivado surgió de la oscuridad, de la muerte renació la esperanza. Apagaron la vela. Entonces Fidich produjo una chispa, sopló sobre un puñado de yesca y prendió una candela. Con ella encendieron un trocito de madera chamuscada, lo único que quedaba del tronco del Solsticio Invernal del año anterior. La astilla no tardó en hacer que el fuego ardiera vivamente, lo viejo dando vida a lo nuevo, y el calor se extendió por el salón. Bridei recorrió el círculo al revés para poner fin al ritual y fue hora de relajarse y disfrutar del resto de la noche.
Ferat estaba sonriendo cuando sacó los platos propios de un día de fiesta, la cerveza y la aguamiel, los pasteles de especias y los quesos cuidadosamente almacenados. Mara estaba preparando un cesto para los desafortunados que estaban fuera montando guardia. Uven, que en aquellos momentos ya se había recuperado totalmente de su terrible experiencia, iba ya por su tercera taza de cerveza. El sonido de la cháchara, el olor de la magnífica cocina de Ferat, las sonrisas y las bromas trajeron nueva vida a la casa en un perfecto reflejo del ritual que acababan de celebrar. Pero de pronto Bridei se sintió cansado; tomó unos sorbos de la aguamiel con agua que le habían dado, mordisqueó su pastel y luego, a escondidas, se lo dio a comer al perro que tenía más cerca.
—Buenas noches —dijo sin dirigirse a nadie en particular, pero uno de los hombres estaba contando una historia con la que todos se reían y no lo oyeron.
Tampoco se dio cuenta ninguno de ellos de que se marchaba con sigilo a su habitación, donde se hizo un ovillo con las mantas y, con el animado jolgorio del salón de fondo, se quedó profundamente dormido.
Parecía una conclusión adecuada para un largo y arduo día. Pero la Diosa Madre no había terminado del todo su trabajo de la estación. Antes de abandonar su dominio sobre la tierra tenía reservado un último cambio para Bridei, un cambio maravilloso y difícil a la vez. En aquella noche del Solsticio de Invierno su vida iba a transformarse más profundamente de lo que nadie podía haber imaginado.
Bridei se despertó sobresaltado y con el corazón latiéndole con fuerza. No recordaba sus sueños, sólo que le había parecido apremiante escapar de ellos. La casa se hallaba en calma. A través del pequeño cuadrado de la ventana asomaba la luna llena y su resplandor blanco azulado transformaba su pequeña habitación común y corriente en un lugar maravilloso, un reino de superficies engañosas y sombras secretas. Silencioso, silencioso hasta el punto de que se hubieran oído los pasos de un ratón en una quietud tan profunda. Y aun así algo lo llamaba, tiraba de su mente, algo urgente, fundamental.
Bridei apartó las mantas, tiritando, se echó la capa corta encima de la ropa de dormir, abrió la puerta haciendo el menor ruido posible y caminó descalzo y de puntillas por el pasillo hasta el salón.
El fuego seguía ardiendo alegremente en la chimenea; el tronco del Solsticio de Invierno duraría siete días. Mara dormía plácidamente en una silla, con la boca ligeramente abierta y bien arropada en el chal que tenía sobre los hombros. Dos de los guerreros, Elpin y Uven, se hallaban despatarrados en unos bancos cerca del fuego y los perros en el suelo, entre ellos. Los canes alzaron la cabeza cuando Bridei pasó sigilosamente y a continuación volvieron a dormirse.
No había nadie en la cocina: Ferat se había retirado a la cama después de arreglar las cosas en sus dominios y dejarlos listos para la mañana. El brillo del fuego siguió a Bridei dentro de la estancia y trazó su sombra en el suelo de piedra delante de él. Al acercarse a la puerta que daba al exterior, la sombra subió por la pared, doblándose en una forma improbable, alta y torcida. El pesado pestillo de hierro estaba corrido, una tarea de la que normalmente se ocupaba Mara después de que el último turno saliera de guardia. Durante el día la puerta no tenía echado el cerrojo, pues la naturaleza de la casa de Broichan implicaba frecuentes idas y venidas.
Una corriente fría entraba con un susurro; Bridei la notaba en los dedos de los pies. Se estremeció de nuevo. Aquello, fuera lo que fuera, eso que lo había despertado y lo había llevado hasta allí en mitad de la noche de invierno, le estaba diciendo que debía salir fuera. Con unos dedos cuidadosos, despacio para no hacer ruido, Bridei descorrió el enorme pestillo. Abrió la pesada puerta de roble a la nieve que lo cubría todo, al silencio de pleno invierno, a la luz azulada de la luna. El paisaje era realmente maravilloso bajo aquel resplandor. Todo estaba bañado por él, teñido de magia. Los oscuros troncos de los robles eran viejos druidas sabios, fuertes y estoicos en medio del frío; los delgados y gráciles abedules eran espíritus del bosque que soñaban con las espléndidas capas de un verde plateado que la primavera les daría para que vistieran su desnudez. El lago relucía en la distancia como un espejo de plata bruñida y le mostraba a la luna una imagen de su propia cara encantadora, remota y sabia.
Hacía un frío gélido. Los dedos de los pies empezaban a entumecérsele. Probablemente se le estaban poniendo azules. Bridei bajó la vista para comprobarlo.
Y allí estaba: aquello que había sido llamado a encontrar. En el escalón, justo al lado de sus pies desnudos, había un pequeño cesto parecido al que Mara utilizaba para guardar las madejas de lana. Pero este no era uno de esos robustos recipientes hechos de zarzos de sauce. Estaba hecho de toda clase de cosas: plumas, hierbas, frágiles nervaduras, una pequeña ramita con bayas rojas, cortezas, enredaderas y flores que no tenían por qué estar allí en pleno invierno. El cesto estaba forrado con plumón de cisne y tenía un par de asas hechas de juncos trenzados en los que había cosidas unas piedras agujereadas en grupos de tres, de cinco y de siete. El cesto no era obra de un humano. La persona que yacía arropada en él era… muy pequeña. Extremadamente pequeña, y lo más probable era que tuviera mucho frío. Bridei se arrodilló en el peldaño, sin respirar apenas, mientras la luna iluminaba aquel regalo como para mostrarle exactamente lo que le había traído. Aquella persona tan pequeña parecía estar dormida. Llevaba puesto una especie de gorrito blanco ribeteado de piel y estaba tapada hasta la barbilla con una mantita rayada de muchos colores. Su rostro era de un blanco nacarado, un blanco como el de la luna, tan pálido como el pelaje de una liebre de invierno. ¿No se suponía que los bebés eran colorados y feos? Este tenía unas delicadas pestañas oscuras y una boca rosada de aspecto solemne. Bridei se lo quedó mirando, embelesado. Un hermano. Un hermano pequeño. Ya no estaría solo. Con el corazón latiéndole apresuradamente se puso de pie y alzó la mirada hacia aquella enorme esfera plateada en el cielo oscuro. Sus manos se movieron para hacer la señal de reconocimiento y reverencia; tenía claro que siempre estaría en deuda con ella.
—Gracias —susurró, e hizo una reverencia de la manera que le había enseñado su padre adoptivo—. Cuidaré de él, lo prometo. Lo juro por mi vida.
Alargó las manos para coger el cesto y se detuvo. La personita estaba despierta. Sus ojos, que lo contemplaban con gravedad, eran brillantes como la luna, limpios como las estrellas, sin color y de todos los colores. Eran unos ojos de ensueño, como un pozo profundo, como un relato mágico sin final. Tal vez fueran azules, pero de un azul que no se parecía a ningún otro en el mundo. La personita se movió y una mano que no era más grande que una bellota salió de la manta rayada para alcanzar algo invisible.
—Así —dijo Bridei, que se inclinó para volver a meterle el brazo dentro a la criaturita porque, si él estaba temblando de frío, ¿qué debía de sentir un ser tan pequeño como aquel? La mano diminuta se aferró a su dedo y lo sujetó con fuerza. El corazón del muchacho se movía de forma extraña, como si le estuviera dando tumbos en el pecho—. Aquí estarás a salvo, te lo prometo.
Hasta que no hubo llevado el cesto y a su ocupante adentro y corrido el pestillo de la puerta tras él, Bridei no se dio cuenta de que tendría que pensar deprisa. Aquel era un lugar de orden y disciplina, un lugar donde todo se movía al ritmo que marcaban la vida y el camino de Broichan. Ninguna de las personas que vivían allí, Mara, Ferat, Donal y los demás, hablaban nunca de sus familias. Ni siquiera Fidich, que vivía en una pequeña morada propia, tenía esposa, ni hijos que aprendieran las pautas de la agricultura. La casa de Broichan no era lugar para los niños. A aquel recién nacido no iban a recibirlo con los brazos abiertos. De hecho, iba a ser doblemente inoportuno, pues no había duda de que era un regalo de «ellos», de los Seres Buenos. La luna los había guiado hasta la puerta de Bridei. Y, mientras que a un expósito común y corriente le hubieran proporcionado calor, leche y probablemente se lo hubieran entregado a una pareja sin hijos de alguno de los poblados para que lo criaran, a un hijo del bosque no lo iban a tratar con tanta amabilidad. Bridei había oído las habladurías de la gente; un regalo semejante se consideraba una maldición más que una bendición.
En tales ocasiones resultaba útil haber iniciado una educación druídica. El cesto estaba en el suelo de la cocina, un óvalo oscuro. El rostro del bebé era un círculo de un blanco traslúcido, como si guardara un poco de luz de luna en su interior. Los ojos permanecían abiertos y seguían a Bridei con calma mientras él se movía por allí, buscando. Una llave, necesitaba una llave. Se suponía que aquel amuleto mantendría a salvo a un niño; lo mantendría en casa. Si evitaba que la gente robara un bebé, ¿no haría también que los de la casa quisieran conservarlo? Rezó para que así fuera. Tenía que haber una llave en alguna parte. Tenía que apresurarse; si el bebé empezaba a llorar y alguien se despertaba, volverían a dejar el cesto fuera y su pequeño hermano moriría congelado, tal como había estado a punto de ocurrirle a Uven. Así pues, debía darse prisa, dejar de rebuscar por ahí y utilizar la cabeza, tal como Broichan le habría pedido que hiciera… Bridei se quedó quieto y se concentró. Una llave, había visto una, una llave diminuta con la parte superior un poco ondulada… Sí, el especiero, el preciado cofre de madera de tejo de Ferat, tenía una llave como aquella y él sabía dónde la escondía el cocinero; estaba justo allí arriba, detrás de la jarra de aceite. La sacó de su gancho y, moviéndose con los pies descalzos y en silencio, metió la mano en un lado del pequeño cesto, entre la manta y el suave y liviano forro. La llave se quedó en el fondo, escondida, secreta. Ahora nadie podría echar al bebé.
Lo que de verdad quería Bridei era volver a su habitación, donde nadie pudiera verlo, y mantener aquel sorprendente regalo a salvo todo el tiempo posible. No podía dejar de mirar esos rasgos diminutos y perfectos, los dedos pequeños como delicados pétalos. Pero en su habitación hacía frío. Además, Bridei comprendía que las criaturas recién nacidas, igual que los corderos prematuros, necesitaban muchos cuidados. Tendría que haber leche caliente. ¿Cómo la conseguirían en pleno invierno? Probablemente serían necesarias toda clase de otras cosas de las que no tenía ni idea. Llevó el cesto al salón y lo depositó en el suelo de piedra cerca de los perros que dormían. Uno de ellos emitió un gruñido suave y quedo y Bridei lo hizo callar.
Metió las manos en el cesto y, con el mismo cuidado que si recogiera huevos, levantó al bebé y lo sacó. Estaba caliente y relajado y no pesaba más que un conejo. Llevaba puesta una especie de capa forrada de piel y debajo un faldón tan finamente tejido, tan parecido al encaje, que el hilo podría haber sido de telarañas o vilano de cardo. El niño tenía sus partes envueltas en un voluminoso y práctico pedazo de tela de lana. Aunque sin lugar a dudas estaba húmedo, Bridei no creía que pudiera hacer mucho al respecto, pues no tenía a mano nada con lo que reemplazarlo. Así pues, sostuvo al bebé en sus brazos, lo meció un poco y los extraños ojos claros lo miraron como si intentara averiguar qué pensar de él. Un mechón de pelo se había escapado de los bordes del gorrito y se rizaba, oscuro como el hollín, sobre la frente pálida.
—No pasa nada —dijo Bridei en voz baja, para que sólo lo oyeran ellos dos—. No te dejaré solo. Te contaré una historia cada noche, jugaré contigo cada día y te mantendré a salvo del Urisk. Te lo prometo.
Quizá los Seres Buenos se habían encargado de que el bebé tuviera la tripa llena de leche antes de dejarlo para que la luna dispusiera de él. En cualquier caso, no fue hasta que el tardío amanecer invernal empezó a mandar su propia luz a través de las grietas y ranuras de la puerta cuando al niño le entró hambre de pronto e inició un estridente berrido que despertó a toda la casa al instante. Los perros empezaron a ladrar, los hombres gruñeron y estiraron sus entumecidos miembros y Mara, con una mano en la cabeza, se puso de pie lentamente y dio dos pasos hacia el lugar donde Bridei, que había salido de su sueño con un sobresalto, se hallaba sentado junto a la chimenea con el bebé berreando en sus brazos. Los ojos astutos de Mara se fijaron en el pequeño y extraño cesto, en el forro de plumón de cisne, en las diminutas vestiduras ribeteadas de piel y luego dirigieron su mirada al propio bebé, que en aquellos momentos se parecía mucho más a cualquier otro recién nacido hambriento pero que todavía se distinguía por los ojos pálidos y claros, las manos delicadas, el rizo de cabello negro como el carbón. Entonces Mara miró fijamente a Bridei. Él sostuvo al bebé con firmeza y le devolvió la mirada. Sería mejor que no intentaran quitarle a su hermanito.
Mara hizo un gesto antiquísimo con los dedos, un signo para conjurar el mal. Tras ella, los hombres hicieron lo mismo.
—¡Que el Cuervo Negro nos asista! —dijo al tiempo que se agachaba—. ¿Qué has estado haciendo, Bridei? Dámelo, anda.
Él siguió sujetando al bebé con denuedo.
—Vamos, muchacho. Utiliza la cabeza. ¿No te das cuenta de lo que es esta criatura? Piensa en lo que diría tu padre adoptivo. Dámelo, deprisa. Cuanto más tiempo permanezca entre estas cuatro paredes más mal nos acarreará a todos. Y con Broichan a punto de morir y lejos de casa eso es precisamente lo que no nos hace falta.
Elpin alargó las manos para coger al bebé. La expresión de su rostro era la de una persona obligada a tocar algo que resultaba repulsivo o peligroso, como una víbora.
Bridei se alejó poco a poco.
—Sólo quiere leche —dijo por encima del barullo. ¿Quién hubiera podido pensar que un renacuajo como aquel podía armar tanto jaleo? Notaba el llanto que vibraba a través del frágil cuerpo del niño—. ¡Chsss, chsss! No pasa nada —susurró.
—Leche, ¿verdad? —preguntó Mara—. ¿Y dónde crees que vamos a encontrarla en mitad del invierno cuando las vacas y las ovejas están secas como un hueso? —Se quedó de pie con las manos en las caderas, impasible como un enorme perro guardián al que han mandado para echar a un intruso del edificio.
—Lo mejor será que lo vuelvas a sacar fuera enseguida —dijo Elpin—. Dicen que si lo haces, los… los Otros vienen y vuelven a llevarse al niño. Si no tardas demasiado en hacerlo, claro está.
—Afuera hace mucho frío —observó Uven sin convicción—. El bebé es muy pequeño.
—¿Qué es todo esto? —el ruido había hecho que Ferat se levantara de la cama y en aquel momento entró como si tal cosa, con el pelo alborotado y el aspecto de un hombre al que le doliera muchísimo la cabeza—. ¿De dónde ha salido eso, muchacho? Trae, deja que lo coja… Eso es. —Bajó y alzó los brazos con destreza, le quitó el bebé de las manos a Bridei y se acercó al fuego del hogar para examinarlo con más detenimiento. Parecía saber lo que hacía; tras escudriñar los rasgos rojos y arrugados del niño, se lo apoyó en el hombro, empezó a darle unas palmaditas rítmicas en la espalda y, milagrosamente, los gritos se calmaron y dejaron paso a unos sollozos débiles y quejumbrosos.
—Está hambriento, ya lo creo —dijo Ferat—. Y apesta como un estercolero… Mara, ve a buscar unos trapos limpios, ¿quieres? Atiza el fuego de la cocina por mí, muchacho, necesitamos agua caliente.
Los demás permanecieron en silencio, mirándolo fijamente. Sin duda aquella mañana no era el de siempre.
—¡Vamos, moveos! —exclamó Ferat en un tono algo más parecido al habitual—. ¡Esta criaturita se está muriendo de hambre! ¿Qué diría Broichan si se enterara de que las fantasías y supersticiones hacen que tratemos a un recién nacido peor de lo que trataríamos a un cordero huérfano? ¡Debería daros vergüenza!
—Todo eso está muy bien —dijo Mara—, pero ¿cómo vamos a alimentarlo? Además, no es lo que Broichan querría. No es esto lo que hay que hacer, y es increíble que lo hayas considerado siquiera…
Bridei se aclaró la garganta.
—Fui yo el que lo metió aquí. Si mi padre adoptivo se enfada, puede enfadarse conmigo. Pero no podéis sacar al niño a la nieve. Se moriría.
—A mí me parece que es una niñita y no un muchachito —dijo Ferat, que seguía dándole palmaditas—. Y con lo videntes que son, Mara tiene razón en lo que dice. ¿Ves lo pálida que está ahora que ha dejado de llorar un rato? Tiene las pestañas largas como una magnífica novilla y la boca pequeña como un capullo de rosa. Parece salida de un cuento; yo lo veo como un regalo estupendo. Mara te dirá si es una niña cuando le cambie esas envolturas.
—¿Yo? —replicó la mujer enojada, pero colocó al bebé sobre la mesa y lo despojó de los pañales sucios, Ferat tenía razón, era una niña, Bridei no estaba del todo seguro de cómo se sentía al respecto. Tras ser debidamente lavado y envuelto de nuevo en el lienzo que Mara había traído, el bebé permaneció en brazos del ama de llaves mientras Ferat hacía lo que podía con agua caliente y miel, y al cabo de un ratito intentaron que la pequeña succionara la mezcla de un trapo enrollado que mojaban en el cuenco, con lo que se fue tranquilizando. Uven y Elpin se quedaron allí mirando; nadie parecía tener prisa por irse. En la cocina, Ferat había mandado llamar a sus ayudantes y estaba atareado preparando el desayuno y hablando todo el rato.
—Eso no la satisfará durante mucho tiempo —gritó por encima del estrépito de los cacharros—. ¿No dijo Cinioch que tenía una prima que acababa de perder un bebé? La conocéis, se fue a la Isla Negra para casarse, pero a su marido lo mataron cuando ella aún llevaba a su hijo en el vientre. Está en el poblado junto al lago, volvió a casa de su hermana para dar a luz. El bebé no se desarrolló; lo enterraron al cabo de uno o dos días. No recuerdo el nombre de la chica.
—Brenna —dijo Uven—. Una muchachita vergonzosa. Es una triste historia.
—Sí —dijo Mara—, muy triste, ya lo creo. Pero útil. Eso si nos vamos a quedar con esta. —Puso mala cara y miró al bebé, que en aquellos momentos volvía a mecerse en los brazos de Bridei mientras ella escurría unas cuantas gotas más del agua con miel en su linda boquita. Los ojos la miraban, claros y nítidos.
—¡Uven! —gritó Ferat—. ¿Dónde está Cinioch esta mañana?
—De guardia nocturna.
—Bien. Entonces desayuna un poco y te acercas hasta allí lo más rápido que puedas. Dile que venga a hablar conmigo antes de hacer cualquier otra cosa. Necesitamos un ama de cría; cuanto más lo dejemos pasar más urgente será. Da la impresión de que Brenna podría tener lo que nos hace falta.
—Tendría que estar loca —comentó Mara entre dientes—. ¿Quién se ofrecería para amamantar a uno de «ellos»? —Pero a Bridei le pareció que sus palabras sólo iban medio en serio, de lo contrario, ¿por qué iba a estar esforzándose tanto para que el bebé chupara y animándolo con movimientos de la cabeza cada vez que tragaba un poco? El pequeño cesto permanecía vacío junto a la chimenea con la llave bien escondida en su entramado de follaje. Lo que Broichan le había dicho era cierto. En algunas ocasiones, la sencilla magia doméstica era la más poderosa de todas.
Aquel día pareció muy largo. Cinioch tomó un bocado a toda prisa para desayunar y se encaminó hacia el lago. Al principio el bebé estuvo tranquilo, pero después se puso a llorar y llorar hasta que ya no le quedaron fuerzas para seguir haciéndolo. No quería el agua con miel. A Bridei le tocó el turno de sostenerlo en brazos y darle palmaditas. A medida que transcurría el día, cada vez parecía pesar más. Con el hiposo llanto de la niña le entraron ganas de llorar a él también, pero no lo hizo.
Cinioch llegó a casa a media tarde con una joven de tez pálida que iba muy abrigada para protegerse del frío exterior. Sus rasgos revelaban que estaba transida de frío, tenía la nariz y los ojos colorados y temblaba bajo las capas de ropa. No obstante, en cuanto divisó al bebé en brazos de Ferat, se quitó la capa y el mantón y avanzó tres pasos para coger a la niña y acercársela al pecho.
—Oh, pobrecita, pobrecita —cantó Brenna suavemente, y el bebé soltó un débil hipido a modo de respuesta—. Me la llevaré a un rincón tranquilo, si me mostráis dónde —añadió la joven—. Esta pequeñita se está muriendo de hambre, pero vamos a remediarlo enseguida. —Y lo hizo; le pidieron a Bridei que se quedara en la cocina y desde allí, mientras las mujeres hacían lo que tenían que hacer junto a la chimenea del salón, oyó que la voz del bebé iba pasando de un débil gemido a un jadeo, un resoplido y una especie de sonido desesperado hasta quedar en un feliz silencio. Soltó el aire dando un enorme suspiro; Ferat, que removía la sopa, movió la cabeza para sí mismo con satisfacción.
—Será mejor que pongamos un trozo de cordero en el asador —dijo el cocinero—. Cuando una mujer da el pecho come como un caballo. Ahora tu pequeña estará estupendamente, muchacho, ya lo verás.
Mientras el corto día llegaba a su fin, dos seres rondaban por el bosque invernal en el exterior de la casa de Broichan.
—Ya está —dijo el primero—. La ha metido dentro y nadie la ha vuelto a sacar. Y ya no se la oye llorar. Tiene una voz muy potente para lo renacuaja que es.
—He ganado la apuesta —dijo el otro—. Te dije que se la quedarían.
—Ha sido cosa de Bridei, sin duda. Para tratarse de un humano, ese niño es más astuto de lo que le correspondería para su edad. Un pequeño hechizo que le enseñó el druida, seguro… De lo contrario los demás nunca se hubieran quedado con ella. Con sólo echarle un vistazo habrán sabido que es de los nuestros. El otro miró al frente.
—En cierto modo lo es y en cierto modo no lo es. Ahora nos hemos eximido de nuestro deber con la Brillante, y aquí se acaba todo.
El primer ser empezó a reírse a carcajadas, con una risa cristalina.
—¡Lo dudo! Esto es sólo el principio. Los dos tienen un largo camino por delante, largo y difícil. Y nosotros estaremos allí a cada paso. Todos queremos que esto acabe del mismo modo, incluso el druida. Claro que la manera en que ha ocurrido puede que le sorprenda.
—Vamos, regresemos a casa. Ha sido una noche muy larga. Estos humanos me cansan. ¡Pueden llegar a ser tan estúpidos, tan lentos en comprender las cosas!
—La noche más larga —dijo el primer ser en tono de gravedad—. La noche de la luna llena, noche de cambio, el inicio de un largo viaje.
—El viaje de Bridei.
—El suyo y el de ella, y el de todos nosotros. Avanzamos hacia una nueva era, nada menos. Los pies que recorren el camino son pequeños. Esperemos que no flaqueen. Esperemos que no fracasen.
La magia parecía mantenerse. Brenna se instaló en la casa como si perteneciera a aquel lugar. Era muy callada y siempre tenía una mirada triste, lo cual no era sorprendente tratándose de una viuda de tan sólo diecinueve años que acababa de perder a su primogénito. Mara se negó a compartir sus dependencias con ella, declarando que no tenía intención de pasarse media noche despierta cuando el bebé se despertara para comer. De manera que Ferat hizo que sus ayudantes despejaran un pequeño almacén y allí Brenna desempacó sus pertenencias, lastimosamente escasas, y se instaló con aparente gratitud. Por la noche el bebé dormía a su lado, no en su original y extraña cama tejida con la magia del bosque, sino en una magnífica cuna de madera de roble con ramilletes de hojas y bellotas grabados en la cabecera y en las patas. Fidich; el granjero, los había sorprendido a todos una mañana cuando apareció con ella y la ofreció con bastante timidez como su contribución al mantenimiento de la pequeña. Cuando llegó la nueva cuna, Mara había murmurado algo sobre quemar la vieja para sacar de la casa lo que quedara de su influencia antes de que Broichan regresara. Bridei se encargó de hacer desaparecer el cesto mientras Mara estaba ocupada en otro lugar. En aquellos momentos estaba en su propia habitación, a salvo dentro del arcón donde guardaba sus cosas, con la llave oculta y todo.
Ferat no se alegró precisamente el día que necesitó especias y no pudo abrir su pequeño cofre. En un principio echó la culpa de la desaparición de la llave a los muchachos de la cocina y los maldijo a los dos mientras forzaba la caja con un cuchillo para abrirla, con lo que arañó la madera. La visión del contenido, dispuesto en sus pulcros paquetitos exactamente tal y como él lo había dejado, calmó milagrosamente su mal genio. Como cocinero, consideraba la pequeña colección de nuez moscada, canela, cardamomo y excelentes granos de pimienta infinitamente más valiosa que la caja pulida que la contenía. Admitió de mala gana que quizá la desaparición de la llave hubiera sido un accidente de algún tipo; ¿quién se molestaría en robarla y luego dejar intacto el botín? Cuando acabó de hacer su pastel de manzana ya volvía a tararear. Desde la llegada del bebé parecía un hombre nuevo.
Le hace falta un nombre —había dicho Bridei el segundo día mientras cenaban en la calidez del salón. Brenna se las estaba arreglando para terminarse una generosa ración del guiso especial de Ferat de cordero hervido con pastelillos de masa rellenos mientras acunaba al bebé con un brazo. La pequeña estaba despierta, sus diminutos rasgos calmados, sus ojos claros vigilantes bajo la generosa mata de rizos negros como el hollín. Incluso estando entonces bien alimentada, no había ni un solo trazo rosado en sus mejillas; su tez era pálida como la leche. Desde su llegada el día anterior había llorado muy poco; no era muy sorprendente, pues su principal necesidad era la comida y Brenna la tenía totalmente bajo control. En realidad, ahora que la hermanita de Bridei tenía toda la leche que quería, apenas parecía necesitarlo a él. El muchacho sabía que no debía estar celoso. Se sentó junto a Brenna en el banco; de vez en cuando bajaba la vista hacia la pequeña, que le devolvía la mirada, y sabía que lo reconocía y que comprendía la promesa que le había hecho a la luz de la luna. Quizá en aquellos momentos no lo necesitara realmente, pero cuando lo hiciera, él estaría allí.
—Tendríamos que ponerle nombre —repitió, y mientras hablaba ya tenía uno pensado, uno que iba bien con la palidez de la chiquilla, con su cabello negro como el carbón, con su aspecto de ser muy particular.
—¡Ja! —dijo Mara—. Ahora se trata de los nombres, ¿no? Yo sólo sé una cosa. No es la clase de criatura a la que le pones el nombre de tu madre o de tu abuela.
—¿Por qué no? —preguntó Bridei.
—Porque no es de los nuestros —respondió Mara—. Probablemente no nos corresponde a nosotros darle un nombre. Supongo que ya tiene uno, algo extravagante como la gente que la dejó aquí. ¡Que el Cuervo Negro nos proteja! —se apresuró a añadir al tiempo que hacía la señal de conjuro con los dedos.
Brenna no hablaba casi nunca y la mayoría de las veces era para decir por favor y gracias. Tenía una voz suave, casi contrita.
—¿Qué nombre le pondrías tú, Bridei? —le preguntó.
Él puso un dedo en la blanca mejilla de la pequeña, que agitó sus manitas y su boca se curvó en lo que posiblemente podría haber sido una sonrisa.
—Tuala —dijo con convencimiento—. Es un nombre antiguo, de una historia. Significa princesa de la gente. A Broichan le gustaría.
—No le va a gustar tener a una cría chillona en la casa siendo él una especie de inválido —terció Mara con sequedad—. ¿De modo que princesa, eh? Pobrecita, no va a ser una gran princesa si se queda aquí con nosotros. La princesa de las pocilgas, nada más.
—Es un nombre bonito —susurró Brenna.
—Sí —intervino Uven—. Le queda bien. Déjalo ya, Mara. Sabes que estás tan loca por la chiquitina como el resto de nosotros.
Así pues, la expósita obtuvo su nombre y el número de los habitantes de la casa del druida aumentó en dos. Bridei, al acordarse de que su padre adoptivo había estado cerca de la muerte, se aplicó de verdad en sus estudios una vez más para asegurarse de que Broichan no quedara decepcionado con sus progresos aun cuando le molestara la presencia de las recién llegadas. Era difícil practicar las habilidades de combate sin Donal; en lugar de eso, ayudaba a Fidich en la granja. Por las tardes perfeccionaba la narración de historias. Era una hora en la que la pequeña solía estar despierta y Brenna, que todavía se cansaba fácilmente tras su reciente confinamiento y la muerte de su propio hijo, por norma general se alegraba de dejar a Tuala con Bridei mientras se retiraba a su diminuta habitación para descansar.
Él ya sabía muchos cuentos, porque los relatos eran la base de la sabiduría de un druida al contener una capa de comprensión sobre otra, un símbolo dentro de otro símbolo, un código dentro de otro código. Cada vez que contaba uno parecía significar algo distinto. Bridei no elegía las historias llenas de batallas y sangre para Tuala, ni los cuentos de monstruos y espectros, pérdidas y viejas penas. A ella le contaba relatos divertidos, cuentos tontos, aligerados con historias de hechos heroicos y sueños que se vuelven realidad. Cuando ya no podía recordar más se los inventaba. Tuala era una magnífica oyente. Cada vez hacía mejor lo de quedarse callada y observar con embelesada atención mientras él hablaba. Sus ojos brillantes seguían el movimiento de las manos de Bridei mientras este ilustraba un acontecimiento dramático; su vocecita contribuía con un gorjeo aquí, con un chillido allí. Cierto, había algunos cuentos que la hacían dormir. Cuando eso ocurría, el muchacho se limitaba a convertir su historia en una canción que entonaba en voz baja mientras mecía la cuna. No estaba seguro de dónde provenía la canción, sólo que no era nada que le hubiese enseñado Broichan.
Li-lo Li-la.
La hilandera viene y va.
Teje una telaraña vaporosa,
digna de envolver a mi princesa hermosa.
Li-la Li-lon.
Pluma de cuervo negra como el carbón.
Penacho de cisne de un blanco nevoso, para
vestir a mi niña de un color lustroso.
Li-lon Li-lul.
Fronda de saúco, tejo y abedul.
Guirnalda entretejida, fresca y bella,
digna de coronar a mi doncella.
Y mientras dormía parecía sonreír.
Trajeron al druida a casa un día en que la atmósfera era nítida y un viento frío azotaba la Cañada desde el nordeste, acosando a los pájaros delante de él. Soplaba contra las espaldas de los viajeros mientras estos se acercaban por el sendero que bordeaba el oscuro lago y que ascendía serpenteando a través de la engañosa disposición de los robles de la casa de Broichan. Bridei tenía un nudo en el estómago a causa del nerviosismo. Había anhelado que llegara ese día; de hecho, cada noche grababa una marca en la piedra de la pared de su habitación para saber cuántos días faltaban para que Broichan y Donal regresaran por fin a casa. Pero ahora su expectativa se mezclaba con el miedo. ¿Y si su padre adoptivo echaba un vistazo al bebé y decretaba que tenía que irse? En la casa nadie le desobedecía nunca. No es que lo temieran exactamente. Lo que pasaba era que el druida era poderoso y sabio. Lo que pasaba era que él siempre tenía razón.
Aquel día Broichan no tenía un aspecto tan poderoso. Se apoyaba pesadamente en su báculo mientras avanzaba por el sendero con Donal a un lado y un tipo llamado Enfret al otro. El druida parecía haber encogido; no se le veía tan alto ni tan ancho como Bridei lo recordaba. Y estaba pálido, casi tan pálido como Tuala, cuya piel tenía el brillo de los rayos de luna.
Una cosa no había cambiado: los ojos oscuros de Broichan seguían ardiendo con una inteligencia feroz.
—Bienvenido a casa, mi señor —dijo Mara cuando los viajeros llegaron a la puerta abierta. Estaba sonriendo, cosa que no era frecuente.
—Bienvenido, mi señor —repitió Ferat, detrás de ella—. Me alegra ver que te vales por ti mismo. Donal, Enfret —los saludó con la cabeza a los dos. Camino abajo, los demás guerreros venían andando junto a un caballo de carga colmado de bultos—. Sin duda estaréis encantados con una taza de cerveza caliente y algo de comer —añadió el cocinero—. Hace un día muy frío.
Si había un dejo de nerviosismo en el tono de Ferat, no era nada comparado con la paralizante preocupación que se apoderó de Bridei y que le dejó la boca seca allí, al lado de Mara. En aquel momento el bebé estaba en la habitación de Brenna, que le estaba dando de mamar. Rezó para que Tuala no hiciera ningún ruido, todavía no; no mientras su padre adoptivo tuviera un aspecto tan adusto y cansado. No hasta que Bridei hubiera logrado serenarse y pensar en las palabras adecuadas.
—¡Bridei! —Una enorme sonrisa dividió el rostro de Donal, que avanzó a grandes zancadas para darle unas palmadas en el hombro a su joven amigo con efusividad. Bridei le devolvió la sonrisa y sus tribulaciones se desvanecieron; al menos podía contar con un firme aliado—. Has crecido a un ritmo acelerado, muchacho. ¡Mira qué grande y fuerte se le ve, mi señor!
Broichan bajó la mirada de sus ojos oscuros, su rostro pálido, su cabello peinado en largas trenzas. Sus facciones tenían más arrugas que antes y, como siempre, se hallaban dominadas por una disciplina tal que no había forma de saber lo que le pasaba por la cabeza.
—Bridei —dijo en tono grave—. Me alegra ver que estás bien. Estoy seguro de que has prestado buena atención a tus estudios.
—Sí, mi señor. —Desde la llegada de Tuala, Bridei se había acostumbrado a ser uno de los mayores, parte de una casa centrada en las necesidades y exigencias de alguien más pequeño. Ahora, de repente, volvía a ser un niño—. He hecho todo lo que he podido.
—No esperaba menos de ti. Ahora me retiraré un rato a mis aposentos. Ayúdame, Donal, ¿quieres? No, no necesito nada… —y, con un dejo de irritación que no era propio de él, les hizo señas a Mara y a Ferat para que se apartaran—. Agua, quizá. Estoy seguro de que a los hombres no les vendrán mal vuestras ofertas de sustento; ha sido un largo viaje. ¿Sigue habiendo una guardia adecuada en torno al perímetro? ¿Cuántos hombres tenéis en la tapia del norte?
Ya estaban dentro y Broichan seguía haciendo preguntas mientras avanzaba cojeando hacia sus dependencias privadas, incapaz de ocultar su necesidad de apoyarse en el brazo de Donal.
—Lo comprobaré todo, mi señor —dijo el guerrero en voz baja—. Vamos, ahora estás en casa y debes descansar. Deja estos asuntos para nosotros.
—Descansar, descansar —rezongó el druida con amargura—. En los últimos dos meses no he hecho nada más que descansar. No dispongo de tiempo. Los días pasan y no hay oportunidad de juntar dos ideas. Tiempo suficiente, es lo único que pido, tiempo suficiente… ¡Mal rayo parta a los entrometidos!
Tuala anunció su presencia cuando a ella le convino, tal como hacen los bebés. De repente se oyó el breve estallido de la aguda voz de la pequeña, una protesta que la suave voz de Brenna no tardó en acallar. Poco después Broichan se dirigió al salón, con unas ojeras púrpura como moretones, los nudillos blancos mientras se agarraba al báculo, y se quedó de pie delante de todos ellos sin decir ni una palabra. Más allá, en la pequeña habitación donde estaban el bebé y la nodriza, no se oía nada. En la mesa, Donal y los hombres que lo habían acompañado tenían puesta su propia máscara de asombro. Bridei había estado preparando el terreno para contarles la noticia, y tanto Ferat como Mara habían estado esperando que lo hiciera, pues consideraban que era asunto suyo exclusivamente.
Daba la sensación de que Broichan no iba a formular la pregunta, de modo que Donal lo hizo por él.
—Decidme que lo que acabo de oír no es un niño —logró decir—. ¿Tienes un pequeño secreto sobre el que no nos has hablado, Mara? —Como broma resultó bastante floja. Nadie esbozó siquiera una sonrisa.
La mujer miraba a Bridei, y Ferat también. Se hizo el silencio. Brenna, con la pequeña en brazos, el cabello en mechones en torno a su rostro colorado, pues ella también había estado durmiendo, apareció por el pasillo al cabo de un momento, se detuvo en seco y sus ojos se abrieron como platos al ver al druida frente a ella, alto y adusto.
Bridei se puso en pie.
—Mi señor —dijo con toda la seguridad de la que pudo hacer acopio—, esta es Brenna. Y Tuala. Iba a contártelo…
—Trae al bebé aquí.
El tono de Broichan fue tal que Brenna, a quien de pronto le había desaparecido el bonito color de sus mejillas, avanzó sin preguntar nada y le brindó el pequeño bulto para que él lo examinara. El druida entrecerró sus ojos oscuros. Desde el chal de lana Tuala agitó una mano como una flor a modo de saludo y emitió un gorjeo que podía significar cualquier cosa. Broichan apretó la boca. Escudriñó al bebé con detenimiento, sin tocarlo.
—Muy bien, Bridei —dijo al fin con un tono desapasionado—. Escucharé tu explicación en privado. Vamos. —Sin más preámbulos, se dio la vuelta y se alejó renqueando. El muchacho se apresuró a seguirle. Tras ellos, nadie dijo una palabra.
La habitación de Broichan no era el confortable dominio destinado a un rico hacendado, aunque en realidad era un hombre de cuantiosos recursos. Su habitación armonizaba con lo que era en realidad: un estudioso, un místico, un filósofo. Su disciplina, su claridad de mente, su pasión por aprender, todo eso se veía en el espacio ordenado y despejado que constituía su santuario privado. La única persona que entraba allí cuando Broichan estaba fuera era Mara. En los estantes de piedra había hileras de tarros, botellas, crisoles y matraces, cada uno en su sitio, todos brillando débilmente a la luz de las velas y al parpadeo del fuego del pequeño hogar (esto era una concesión a su enfermedad, pues el druida siempre había tenido por costumbre soportar el frío). Siempre estaba poniendo a prueba el control de la mente sobre el cuerpo. El camastro estaba hecho con excelentes mantas de lana y sábanas limpias, pero era estrecho y duro: Bridei sabía que las escasas comodidades que había en aquel tranquilo espacio se debían más a Mara que al propio Broichan. Había una mesa de roble y dos bancos. Los manuscritos se guardaban en un armazón de la pared, y los artículos de escritorio, plumas de ganso y tinteros se hallaban dispuestos en su propio estante. Una ristra de ajos colgaba junto a la ventana, que era como una rendija. Aquí y allá pendían manojos de hierbas secas que le daban una fragancia dulce a la atmósfera y las bayas arrugadas que había en un cuenco de latón eran la prueba de que Broichan había intentado, ya, empezar algún trabajo. Puede que al final Mara consiguiera convencerlo de que descansara, pero no sería tarea fácil. La capa del druida estaba pulcramente colgada de una percha; las botas colocadas junto a la chimenea, una al lado de la otra. La habitación estaba inmaculada; no se veía ni una sola mota de polvo en ninguna parte.
Broichan cerró la puerta tras ellos, se dirigió hacia la mesa y apoyó las dos manos en ella. Bridei se quedó allí de pie mirando a su padre adoptivo. Permaneció muy quieto; era una cosa que se le daba bien, incluso cuando su corazón amenazaba con salírsele del pecho debido a la preocupación, como era el caso entonces. Relajó las manos. Hizo que se calmaran sus facciones.
—Déjame que te diga lo que veo aquí. —La enfermedad no había debilitado la voz del druida: sonó profunda y potente como una campana antigua—. Veo a un bebé que no tiene nada que hacer entre las cuatro paredes de ninguna vivienda humana; un bebé que acarrea el peligro en cada parpadeo de sus ojos de vidente. Veo a varios incondicionales de mi casa mirando a esa criatura con expresiones de adoradora indulgencia. Y veo a una joven que sin duda alguna no está aquí porque yo la haya invitado.
—Yo…
Broichan alzó la mano levemente y las palabras de Bridei murieron en su boca.
—No he terminado —terció el druida en tono calmado—. Veo otra cosa: veo a mi hijo adoptivo, un chico que prometió portarse bien mientras yo estaba ausente y hacer lo que yo le había pedido que hiciera. —Sus ojos oscuros como la noche se posaron sobre Bridei a modo de terrible pregunta. Fue mucho más difícil estarse quieto. Fue como si Broichan ya se hubiera decidido. Tuala debía irse al anochecer, debían dejarla sola en el bosque para que se congelara y se muriera de hambre. Lloraría y lloraría y nadie acudiría. Pero no. Bridei apretó las manos con tanta fuerza que las uñas le cortaron las palmas. Concentrarse. Recordar. «De todo se aprende». Permaneció inmóvil, respirando lentamente tal como le habían enseñado, manteniendo la mirada fija. Y de pronto se dio cuenta de que, en realidad, aquel interrogatorio no tenía nada que ver con Tuala o con los Seres Buenos. Tenía que ver con él. No se trataba de lo que había hecho, sino de por qué lo había hecho. Lo único que tenía que hacer era dar las explicaciones adecuadas, las que cumplieran con la forma de ver el mundo de Broichan. Podía hacerlo. Sólo tenía que permanecer sereno, como hacía su padre adoptivo, y hablar, no como un niño, sino como un druida.
—Mi señor —empezó—, Tuala, el bebé, llegó aquí a media noche el día del solsticio. La luna me despertó con su brillo por mi ventana. Salí y ella estaba allí en el umbral.
El druida frunció el ceño.
—¿Y dónde estaban los demás miembros de mi casa mientras tú rondabas por ahí de noche?
—Dormidos, mi señor. Fue después del ritual.
—Entiendo. Continúa.
—Yo… Creí que era un regalo, mi señor. Un regalo para… —no «para mí», por mucho que sintiera que era cierto— un regalo para todos nosotros. Una responsabilidad. La Brillante quería que recogiéramos a Tuala, que la mantuviéramos a salvo.
—Bridei —el tono de Broichan era adusto—, no me digas que eres demasiado tonto para reconocer lo que es esa pequeña criatura. Ningún bebé humano ha tenido nunca unos ojos así, una piel tan blanca, ni una expresión tan grave y sabia. No es la hija ilegítima de una chica del lugar; es un miembro de los Seres Buenos.
—Sí, mi señor —repuso el muchacho, que se dio cuenta de que era la primera vez que alguien había planteado la cuestión abiertamente—. Tenía frío. Se hubiera muerto ahí afuera.
Hubo una pausa.
—Un bebé humano no hubiese sobrevivido a la noche, desde luego —admitió Broichan.
—Sí, mi señor. —Bridei se esforzó por imitar el tono sereno y distante del druida—. Sé que Tuala provino de los Seres Buenos. La trajeron aquí a propósito. La Brillante me despertó para que yo la encontrara. Estaba escrito. Tenemos que quedárnosla. —Le tembló un poco la voz pese a sus esfuerzos para que no fuera así—. Tuala es muy buena, mi señor. Apenas llora. Y no tiene otro lugar adonde ir.
—Me imagino que la dejaron en algún cesto, ¿no es así?
—Sí, mi señor.
—¿Dónde está? —preguntó Broichan cansinamente. Bridei notó un picor detrás de los ojos; apretó los dientes con fuerza.
—Respóndeme. —La voz del druida era como una sentencia de muerte.
—En mi habitación —susurró el chico.
—Ve a buscarlo.
—Sí, mi señor.
Bridei no miró a los demás, no podía hacerlo, mientras se dirigía a sus propios dominios y regresaba con el pequeño cesto bajo el brazo. De todas formas los vio, petrificados como si estuvieran tallados en la piedra y todos mirándole: Donal con su honesta expresión llena de asombro, Enfret y los demás guerreros igualmente sorprendidos, Ferat con preocupación, Mara con adustez y Brenna con su rostro dulce y el bebé en brazos: Tuala, que con tanta rapidez se había convertido en el centro inmóvil en torno al cual giraban todos los demás. Era tan pequeña…
Bridei caminó de vuelta a la habitación de su padre adoptivo sintiendo que los pies le pesaban. Le resultaba difícil controlar los pensamientos que bullían en su cabeza. Tuala no tenía a nadie más, a nadie más que a él. Los demás sólo la querían por el hechizo, y en cuanto Broichan lo deshiciera estarían totalmente dispuestos a echarla. Su propia gente ya no la quería más de lo que su familia parecía quererlo a él…
No había sabido nada de ellos desde que lo mandaron allí. Pero a menos él tenía a su padre adoptivo, a Donal y a los demás. Tenía un hogar. Tuala no tenía nada.
Bridei ya estaba en la puerta. Podía suplicar, por supuesto; podía llorar y rogar como el niño que era. Llorar sería demasiado fácil; entonces notó que le brotaban las lágrimas y bajó la vista al cesto de hojas y hierbas entretejidas que tenía en las manos, las extrañas flores de invierno que seguían estando brillantes y frescas, las piedras de poder cosidas en las asas. ¿Quién podía hacer magia suficiente para superar a un druida? La llave estaba oculta en el fondo, la llave que suponía la única posibilidad de sobrevivir de Tuala. Bridei tragó saliva. Las lágrimas serían una pérdida de tiempo; los ruegos eran la estrategia de un hombre débil. Un druida escucha los argumentos razonados, la lógica, las pruebas.
Broichan estaba de pie junto a la pequeña chimenea. Su expresión no revelaba nada.
—Ponlo encima de la mesa —dijo.
Bridei hizo lo que le ordenaron. El cesto parecía muy pequeño; Tuala había crecido y ya casi no cabía en él.
—¿Puedo hablar, mi señor? —preguntó.
El silencio de Broichan parecía indicar su consentimiento.
—Espero que no deshagas el hechizo —dijo Bridei esforzándose por parecer confiado aunque le temblaba el labio—. Sé que piensas que hice mal. Siento haberte enojado. Pero no lamento haber metido a Tuala en casa. No lamento haber hecho el hechizo para mantenerla a salvo. Estoy seguro de que era lo correcto. Estoy totalmente seguro.
Broichan suspiró. Alargó una mano hacia la cuna diminuta y trazó la curva de un lado sin llegar a tocarla.
—Bridei —dijo al cabo de unos instantes—, todavía eres muy joven, a pesar de tu forma de hablar. No sabes nada sobre la manera que tienen los hombres de hacer las cosas; nada sobre el sistema de equilibrio de poderes que debemos mantener para evitar que nuestro territorio se suma en el caos, estrategias que están mucho más relacionadas con las insensatas acciones de nuestra propia gente que con las maquinaciones de los Seres Buenos. Más allá de los confines de la Cañada existe un reino del que tú apenas has rozado el margen más remoto. Tu educación apenas ha empezado, muchacho. Y es importante; es tan importante que no podemos permitirnos el lujo de dejar que nada te distraiga. No dispongo de tiempo para estar enfermo; los miembros de mi casa no disponen de tiempo para un bebé, sobre todo para uno que lleva el peso de semejante incertidumbre sobre sus pequeños hombros. Dar refugio al Otro es invitar al peligro, Bridei. Es invitar a lo inesperado.
El chico tragó saliva.
—Un hombre debe aprender a lidiar con las sorpresas, mi señor —logró decir—. Es lo que dice Donal. Es importante en una lucha.
Broichan frunció los labios.
—Los Seres Buenos tienen poderes que son mucho más peligrosos que un repentino rodillazo en la entrepierna o una patada bien dada en el tobillo —observó—. Puede que ahora esta niña parezca dulce e inofensiva. Pero no puedes saber en qué se convertirá cuando crezca. Su influencia podría minar todo aquello por lo que estoy luchando… —se calló, como si hubiera dicho más de lo que era su intención.
—Mi señor —dijo Bridei—. Trabajaré todo lo duro que pueda; aprenderé todo lo que quieras que aprenda. Haré todo lo que desees…
—No sigas —los ojos de Broichan tenían un brillo peligroso—. No hago tratos con niños. Ten cuidado con tus palabras, no sea que se conviertan en una carga para ti cuando ya te hayas olvidado de su solemnidad. ¿Y si te dijera que quiero que quemes este cesto y devuelvas la llave a su propietario? ¿Qué me prometes entonces?
Bridei se sonrojó, no de vergüenza, sino de ira, una furia impotente se enredó con algo aún peor, con la sensación de que verdaderamente había decepcionado a su padre adoptivo, cuya buena opinión lo era todo para él. Casi todo.
—Mantendré mi promesa —dijo y, para su horror, notó que una lágrima le corría por la mejilla—. No sé qué quieres que sea, si un druida, un guerrero o un estudioso. Pero sé que debo aprender. Trabajaré todo lo duro que quieras que trabaje; más duro, si puedo. Mi señor… Quiero que Tuala se quede en Pitnochie. ¿Qué puede haber de malo en eso? La Brillante la trajo aquí.
Se hizo un prolongado silencio. Broichan se había dado la vuelta y miraba el fuego. Tenía la mano apoyada en la pared al lado del hogar. La habitación estaba tranquila. El pequeño cesto seguía en la mesa. Una pluma o dos y un fragmento de hoja marchita habían caído sobre la pulida superficie de roble.
—Podría enseñarle cosas a Tuala —dijo Bridei—. Números, historias, canciones. Podría enseñarle a montar. En mi tiempo libre, claro.
—Claro —repuso Broichan con adustez. Seguía mirando hacia otra parte—. Esto no me gusta, Bridei. No me esperaba un regreso así. —Se dio la vuelta y se movió para sentarse a la mesa, con cuidado, como si fuera un anciano. El muchacho vio la palidez grisácea de su rostro, la forma en que apretaba las manos como para contener el dolor.
—¿Mi señor?
—Sí, Bridei, ¿qué pasa? Sírveme un poco de agua, ¿quieres?… Gracias, muchacho.
—No vas a morir, ¿verdad? ¿No te habrán…?
Un amago de sonrisa apareció en los labios del druida, pero enseguida se desvaneció.
—Todos morimos, Bridei. Pero no, mis enemigos todavía no han acabado conmigo. Yo también he hecho una promesa; la mía me exige permanecer otros quince años en este mundo, o quizá veinte, y tengo la intención de aprovechar hasta el último minuto del que dispongo. No puedo permitirme tener distracciones. No me aparto de mi camino para buscar problemas en mi hogar, y tampoco espero que lo hagan los que comparten mi casa.
—Yo estaba haciendo lo que la luna me pidió —replicó Bridei—. Dejar entrar un poco de naturaleza. ¿No te acuerdas? Dijiste que todo está unido, la Cañada, las criaturas, las cosas que crecen… Si dañas una parte, todo se debilita. Mantener a Tuala a salvo es bueno. Bueno para todos nosotros.
—Te he enseñado demasiado bien —dijo Broichan entre dientes—. Así pues, la criamos, como a un zorro huérfano, y luego volvemos a soltarla para que cause estragos, ¿no?
—No, mi señor. La criamos y dejamos la puerta abierta.
El druida sorbió el agua que Bridei le había dado. Tenía el ceño fruncido; unos profundos surcos le iban desde la nariz hasta las comisuras de su hermética boca. De improviso, los labios se estiraron y se rio.
—Si hubiera querido educarte para ser un místico, Bridei, te habría mandado a uno de los nemetones[1] para que te criaran, y allí te hubieran hecho aprender sus enseñanzas a fuerza de repetírtelas —comentó—. De todos modos ya hablas como un druida.
Bridei aguardó. Su corazón seguía latiéndole con fuerza, pero en un rincón del mismo parpadeaba la esperanza.
—Dame la llave —dijo Broichan con brusquedad.
No había forma de predecir lo que haría un druida. A Bridei volvió a caérsele el alma a los pies, avanzó, metió la mano en el cesto, sacó la llave y la dejó caer en la palma extendida de su padre adoptivo.
—Ahora coge el cesto.
El muchacho se quedó junto a la chimenea sosteniendo la frágil cuna en sus brazos como si se tratara de la propia Tuala. En algún lugar detrás de sus ojos parecía haber un montón de lágrimas esperando para salir a raudales, para rodar por sus mejillas y demostrar que, en efecto, era un niño incapaz de evitar las acciones de los poderosos, incluso cuando estos estaban terriblemente equivocados.
—Los hombres no lloran, Bridei —comentó Broichan como si pudiera leerle el pensamiento. Su mano seguía abierta y la pequeña llave descansaba allí—. Al menos sin un buen motivo.
—No, mi señor —susurró el chico. Lo comprendió: no contento con quemar la cuna de Tuala, su herencia, su único lazo con sus parientes, Broichan iba a obligarlo a que lo hiciera él, como castigo por haber estropeado las cosas.
—Hoy me duelen las articulaciones —dijo el druida—. Sube al banco, muchacho. Pon ese cesto en la estantería superior, al lado de las calaveras de rata. Con cuidado. Mara ya va a tener bastante trabajo para mantenerme a mí en un estado de salud más o menos bueno, así que es mejor que no tenga que ocuparse de huesos rotos. Eso es. Ahora baja.
Bridei obedeció. Después de todo no iba a quemarlo. Pero todavía estaba la llave. Cuando miró, los largos dedos de Broichan se cerraron en torno al pedacito de hierro. Luego el druida deslizó la llave en la bolsa que llevaba en el cinturón.
—Muy bien —dijo—. De momento me la quedo, y esto significa que la responsabilidad es mía y que las decisiones son mías. Si en algún momento futuro considero apropiado echar a Tuala, lo haré, Bridei, y tú no te opondrás. No me vas a contrariar con esto. No he vivido tanto como he vivido ni he aprendido lo que he aprendido sin adquirir cierto nivel de habilidad a la hora de anticipar el futuro y de tomar decisiones calculadas. Mi intuición me dice que la niña supone una amenaza para nosotros. Por otro lado, me temo que ya es demasiado tarde para librarse de ella. Puede que de momento la llave y el cesto estén separados. La llave podría devolverse al lugar de donde vino; el cesto podría arrojarse a las llamas. Pero dudo mucho que cualquiera de estas acciones provocara en las personas que están ahí afuera un cambio repentino de actitud hacia la pequeña. No hay duda de que al principio la acogieron por el hechizo que hiciste. Pero si ha permanecido en la casa desde el Solsticio de Invierno, imagino que tu Tuala ha tenido tiempo para lanzar sus propios hechizos. Si la echo me causaría problemas; crearía un lugar de discordia donde es esencial que tengamos un santuario para el aprendizaje. Y para sanar. En esta ocasión mis enemigos fueron listos. Estuvieron a punto de burlarme. No volverá a ocurrir.
—¿Fue veneno? —preguntó Bridei. A pesar de su incrédula alegría al ver la batalla ganada, no había olvidado que había otra lucha en marcha, una que casi le había costado la vida a Broichan.
—Era algo extremadamente sutil que contenía belladona. Una combinación que el gusto y el olfato a duras penas perciben. Se creía listo. Quizá lo fuera demasiado. No hay muchos que tengan la habilidad y los conocimientos para preparar semejante pócima.
—¿Sabes quién fue? —musitó Bridei.
—Sé lo suficiente. De ahora en adelante estaré vigilando. Bueno, creo que estaba intentando meditar cuando la voz del bebé rompió mi calma. Tiene unos buenos pulmones. La llave se queda conmigo, Bridei. No lo olvides nunca. El futuro de la pequeña no está en tus manos, sino en las mías.
—Sí, mi señor. Y…
—¿Qué, muchacho?
—Gracias por dejar que se quede. Mi señor…, me siento muy feliz de que estés de nuevo en casa. Ahora que estás de vuelta en Pitnochie te pondrás bien.
No intentó abrazar a su padre adoptivo ni ofrecer ninguna otra muestra de afecto. Sencillamente uno no hacía esas cosas con Broichan. Bridei tenía la esperanza de que sus palabras, su rostro, le dijeran al druida lo mucho que se alegraba de no haber tenido que desafiarle abiertamente después de todo.
Porque el chico sabía que no hubiera podido arrojar el cesto al fuego; no hubiera podido dejar a Tuala fuera en la nieve. Hubiera peleado por ella con uñas y dientes, como un animal salvaje defendiendo a sus crías. Al hacerlo hubiese ido en contra de todo lo que le había enseñado su padre adoptivo.
—Adelante entonces —fue lo único que dijo Broichan—. Algo me dice que ambos tendréis motivos para lamentar este día. Y de verdad que espero equivocarme.