Bridei había creído que el momento en que Gabhran se arrodillara ante él y rindiera el reino de Dalriada supondría la realización de sus sueños. El rey escoto se hallaba en una posición débil, con la parte septentrional de su territorio ya reclamado para Fortriu y el resto de su ejército en peligro de una matanza sistemática si no aceptaba las condiciones de los priteni. Gabhran se mostró tan calmado y digno en la derrota que Bridei se preguntó qué vería aquel hombre en el futuro que él no percibía.
Los líderes de los priteni expusieron sus exigencias. El hermano Suibne las tradujo al gaélico y les dio la respuesta de Gabhran en tanto que, más allá del pequeño pabellón donde se habían reunido los jefes de clan, en lo que anteriormente había sido el campamento escoto, se atendía a los muertos y moribundos y se remendaba a los heridos lo mejor posible. Talorgen había traído al físico de su casa, y en aquellos momentos el hombre se estaba ocupando de Ged. Justo antes de aquella reunión formal, Bridei había recibido la noticia de que el jefe de clan de Abertornie había resultado gravemente herido y que no se albergaban esperanzas de que sobreviviera. Carnach también llevaba a un experto en su grupo, un hombre que era muy hábil encajando huesos. Llegado el momento, los cirujanos de los priteni trabajaron con bajas escotas y viceversa, aunque no sin cierto recelo por parte de los guerreros que expresaban sus dudas refunfuñando.
Bridei consiguió que Gabhran accediera a renunciar al título de rey de Dalriada y a retirarse con sus jefes de clan de los Uí Néill a Dunadd, bajo la vigilancia de una escolta armada. A su debido tiempo todos deberían abandonar los territorios priteni. Los ancianos que controlaban los varios poblados de Dalriada, los jefes que gobernaban la fortaleza y el puerto pesquero, todos tenían que dejar su puesto; cualquier desacuerdo podía enfrentarlos al exilio o a la muerte. La gente común y corriente, los que habían sido llamados a las armas únicamente para aquella guerra en particular, podrían regresar a sus hogares y retomar sus vidas una vez más, siempre y cuando comprendieran que, a partir de entonces, el oeste se hallaría bajo dominio de Fortriu.
Gabhran consultó con sus jefes de clan y luego, con gesto serio, estampó su firma en el documento que Bridei había preparado hacía ya bastante tiempo.
—Huelga decir que dejará de practicarse el ritual cristiano en todos estos territorios —dijo Bridei—. Vuestros sacerdotes regresarán a su tierra natal. La gente no celebrará las fiestas de la nueva fe, ni participará en plegaria pública al dios cristiano. Esto debe quedar bien entendido.
El hermano Suibne se inclinó hacia delante, le habló en voz baja al rey escoto y Gabhran respondió.
Suibne carraspeó.
—Sé que eres muy consciente de la presencia de nuestros hombres sagrados en Circinn. El rey te pregunta si sabes también que las Islas Luminosas proporcionan refugio a un buen número de clérigos cristianos, que son tratados con tolerancia y cortesía por el rey del lugar y por su pueblo. Gabhran quiere tener la seguridad de que no se importunará ni expulsará a los miembros de dicha comunidad pacífica. Entendemos que el rey de las Islas Luminosas está sujeto a tu mandato.
—No voy a comentar este asunto —dijo Bridei—. Queda fuera del campo de estas negociaciones y se escapa a la autoridad de Gabhran.
—Siendo así —terció Suibne—, te informaré de otra complicación. —En aquella ocasión no esperó a consultar con Gabhran, sino que pareció ofrecer la información por su cuenta.
—Adelante —dijo Bridei.
—¿Qué me dices de las islas occidentales? —preguntó el cristiano con suavidad—. ¿Quieres que todos los escotos que residen allí, y hay varios centenares repartidos por varios pequeños poblados, abandonen totalmente esas costas? ¿Vas a establecer a jefes locales allí también? Esos aldeanos, y las granjas y botes de pesca que los sustentan, son insignificantes, incluso con la cantidad de personas que ahora mismo habitan allí.
Hubo una pausa.
—¿Por qué me preguntas esto? —Bridei se mostró cauto; conocía a ese hombre del pasado. Viniendo de Suibne, aquella no podía ser una pregunta hecha porque sí.
Nuevamente, Suibne intercambió unas quedas palabras con Gabhran.
—Se hizo una promesa —dijo, volviéndose de nuevo hacia Bridei—. Tenía que ver con una isla muy pequeña, yerma, ventosa, sin ninguna importancia. El antiguo nombre del lugar es Ioua.
—La Isla del Tejo. He oído hablar de ella. —Las lecciones de geografía de cuando Bridei era niño habían sido extremadamente minuciosas—. Un lugar de gran belleza, según me dijeron; agreste, luminoso, remoto. ¿Qué promesa?
—Mi señor rey recibió una propuesta por parte de cierta persona. De un hombre excepcional, Bridei, un sacerdote en quien incluso tú, si tuvieras la suerte de encontrártelo cara a cara, reconocerías el poder de su fe y su gracia rebosante. Se llama Colm; la gente lo llama Colmcille, que podría traducirse como «paloma de la Iglesia». —A Bridei no le pasó desapercibido el modo en que resplandecían los poco atractivos rasgos de Suibne, ni la calidez de su tono.
—¿Qué promesa? —preguntó Carnach con las facciones tensas—. Vamos, suéltalo. Sabes lo que pensamos de esta fe y del daño que ya ha causado en las tierras de los priteni. Es divisiva y peligrosa.
—El hermano Colm busca un refugio, un lugar tranquilo donde él y su pequeño grupo de hermanos puedan establecer una casa de oración, una ermita, lejos de ciertas influencias de su lugar de origen. El rey Gabhran les ha prometido asilo en Ioua. Es una isla diminuta.
Carnach soltó un silbido entre dientes, Talorgen hizo una mueca y Morleo apretó los puños.
—Ioua no está en manos del rey Gabhran —repuso Bridei con calma—. A partir de hoy él ya no ostenta ningún poder en territorio priteni. Las islas occidentales están bajo mi control y yo decidiré quién va y quién no a ellas. Fortriu no quiere más cristianos fervientes envenenando las ideas de sus buenos habitantes.
Suibne tradujo aquellas palabras y Gabhran dio una respuesta grave y comedida.
—El rey dice que nadie puede contener esta gran corriente. Ni siquiera el Gallardo de Fortriu puede detenerla —dijo Suibne—. Tiene razón, Bridei. Si quieres conocer nuestras intenciones, invita a este sacerdote a tu corte de la Colina Blanca. Recíbelo, habla con él. Sé que eres una persona tolerante y sin prejuicios; un hombre que se forma sus propias opiniones. Al menos escucha al hermano Colm. No hay nadie que no cambie después de haberle conocido.
—¿Qué es lo que intenta decirnos este tipo? —Talorgen se estaba impacientando—. Él está aquí para traducir, no para ofrecer su consejo personal.
—Somos amigos, o algo por el estilo —dijo Bridei—. Pero tienes razón. Hermano Suibne, dile al rey que tomo nota de esta petición. De momento hemos terminado. —Se dirigió directamente a Gabhran mientras el cristiano traducía en voz baja—. Mi pariente y jefe de guerra, Carnach, te organizará una guardia armada. Te escoltará personalmente hasta Dunadd y se encargará de todo de cara al futuro. Primero tenemos trabajo que hacer aquí: enterrar a los hombres, celebrar un ritual y tomar ciertas decisiones en cuanto a cuáles de tus guerreros te acompañarán y cuáles podrán regresar a sus comunidades. No tengo nada en contra de cualquier persona que quiera establecerse en estos territorios para bien, siempre y cuando respete la ley y la fe de los priteni.
—Mi señor rey… —Fokel se hallaba en la entrada del pabellón. Tenía el rostro pálido y la túnica cubierta de sangre.
—Ahora debo dejaros, señores. —Bridei se puso de pie y les dirigió una cortés reverencia—. Un amigo muy querido se está muriendo. Debo hablar con él mientras todavía pueda hacerlo. Vosotros también tendréis que despediros de alguien. Hacedlo deprisa. Os quiero fuera de aquí antes de terminar el día.
Ged se hallaba tendido en unas improvisadas angarillas. La terrible herida que había sufrido estaba tapada por una capa de colores vivos con la que uno de los hombres de armas de su casa le había cubierto el torso. Los cirujanos trabajaban en un mar de sangre y carne. Los hombres que los estaban ayudando tenían el rostro ceniciento y no pronunciaron palabra. El equipo con el que contaban era insuficiente; necesitaban sierras, braseros para la cauterización, hierbas curativas. En aquel territorio que se había convertido en un reino extranjero, sólo tenían el escaso material que cada físico había cargado en sus alforjas. Los hombres con heridas menos graves podrían ser transportados a un poblado de Dalriada, donde recibirían una atención aceptable. Muchos morirían allí; era la naturaleza de una guerra en la que se combatía sobre la marcha.
—Ged —dijo Bridei, que se acercó para arrodillarse junto a su amigo y tomar su mano entre las suyas—. Es una noticia muy dolorosa. —No tenía sentido fingir. Morleo le había descrito la herida anteriormente, cuando se preparaban para su reunión con Gabhran.
—Bridei… —dijo el jefe de clan casi sin aliento—. Fue un buen combate, ¿verdad? Los muchachos se han lucido…
—Sí, querido amigo. Ahora dime, ¿hay algo que pueda hacer por ti? ¿Quieres que lleve algún mensaje?
Ged intentó sonreír, pero sólo pudo lograr una mueca crispada.
—Eres un rey, no… un chico de los recados… Pero, Bridei, mi hijo, Aled… sólo tiene doce años. Es demasiado joven y no podrá hacerse cargo de Abertornie hasta pasado un tiempo. Y mis hijas son muy… Loura no podrá llevarlo todo ella sola… ¿Podrías…?
—Hablaré con tu esposa. Encontraremos una solución para ella, no te preocupes por eso. —Bridei percibió el cambio en la respiración de Ged y se fijó en que sus ojos se iban empañando poco a poco. La Diosa Madre se hallaba a tan sólo un paso—. Estamos todos aquí, Ged —le dijo en voz baja—. Talorgen, Morleo, Fokel y también un buen contingente de tus propios hombres. Lucharon como tú les enseñaste a hacer, con ánimo, con agallas, con inspiración. Que el Guardián de las Llamas instile su calor en tu espíritu y te proteja en tu viaje.
Ged tomó aire.
—Esto duele, Bridei. Duele más de lo que creía. Me cuesta respirar… Pero está bien. Ganamos… Recuperamos nuestras tierras… Si por algo vale la pena morir, creo… que es por esto… —Los ojos se le vidriaron y quedaron sin vida, el pecho dejó de ascender y descender con su respiración superficial. Un fino hilo de sangre salió de la comisura de sus labios y se perdió en el escarlata, amarillo y verde de la capa que lo cubría.
—Que la Diosa Madre te acune suavemente, viejo amigo —dijo Talorgen, que se volvió para enjugarse las lágrimas.
—Que la bienaventurada Diosa de las Flores te haga soñar con las chicas más bonitas y los jardines más radiantes de todo Fortriu —dijo Fokel, que se inclinó para rozar la frente del fallecido con los labios.
—Que la Brillante ilumine tu camino hasta que avances hacia un nuevo amanecer. —Morleo se arrodilló y le cerró los ojos.
Bridei se acercó más para cruzarle los brazos sobre el pecho, donde la sangre había empapado toda la capa que le habían prestado. No halló más palabras. Allí ya no podían hacer nada. Los hombres de Ged lo velarían, aunque sólo hasta el alba, pues había muchos cuerpos que enterrar y nadie quería quedarse demasiado tiempo por esos lares. Él todavía tenía cosas que hacer, personas a las que ir a ver, noticias que transmitir. Tardaría en poder estar solo y empezar a sopesar todo lo que había pasado.
Encontró a Cinioch, se lo llevó aparte y le dijo que lo que había presenciado entre él, Hargest y el misterioso desconocido de pelo rojizo tenía que mantenerse en el más estricto secreto, al menos de momento. Tenía que asegurarse de que los otros hombres que estaban con él lo comprendieran.
—Ya se lo he dicho —dijo Cinioch—. Lo que pasa es que le hablé de ello a Uven. Tuve que hacerlo; no hacía más que preguntarme cosas sobre nuestro inesperado visitante. Él sabe guardar un secreto. ¿Oíste que mató a tres escotos con un solo brazo? No perdió ni a uno solo de los heridos.
—A Uven no le falta coraje —comentó Bridei—. En cuanto a ti, me han dicho que te desenvolviste con algo más que habilidad.
—¿Qué le dirás a Umbrig, mi señor? —le preguntó Cinioch sin rodeos—. ¿Le harás saber que el chico que te mandó como guardaespaldas resultó ser un asesino?
—Calla, Cinioch. Lo que decida decirle a Umbrig es asunto mío. —Bridei vio la genuina preocupación en el rostro de Cinioch y cedió un poco—. De hecho —añadió—, voy a decirle la verdad. —En otra ocasión ya había estado a punto de morir a manos de un amigo que resultó ser un enemigo, y le había mentido al padre de aquel hombre para evitar hacerle daño. Casi con seguridad, Talorgen se había imaginado la verdad, pero aquella mentira lo había ayudado a él y a sus dos hijos pequeños a combatir su dolor más fácilmente. Esta vez Bridei no iba a mentir—. Pero no hay ninguna necesidad de que lo sepa también todo el ejército. Voy a buscar a Umbrig. ¿Dónde está…? —echó un vistazo por la zona donde se habían atado los caballos de Pitnochie. Unos cuantos hombres que conocía estaban allí sentados descansando, ocupándose de heridas leves o empacando de nuevo las cosas. Alguien había hecho una pequeña fogata y estaba cocinando lo que, por el olor, parecían gachas.
—¿Quién? ¿El hombre pájaro?
—Eso también tiene que mantenerse en secreto. ¿Sigue aquí o se ha ido volando mientras nosotros dictábamos los términos para la paz?
—Está allá arriba, mi señor. Parece ser que no tiene fuerzas para volar; al menos de momento. No obstante, por la hombría del Guardián de las Llamas que ese hombre puede luchar con más astucia que cualquier guerrero. Lo he visto en el campo de batalla. Tiene un curioso talento. Me gustaría aprender algunos de esos movimientos. Durante unos instantes casi pensé…
Bridei consiguió esbozar una sonrisa.
—Quizá todos lo pensamos. Pero, en mi opinión, se trata de un mortal; el hecho de que afirme ser amigo de Faolan parece demostrarlo. Ofrécele algo de comer, ¿quieres? Ha recorrido un largo camino para venir a ayudarnos. Pídele que espere a que yo regrese. Me gustaría agradecérselo. Además, creo que tiene que hacerme una petición.
Bridei se sorprendió al ver a Umbrig derramando unas lágrimas y también cuando le dijo que había estado preocupado todo el tiempo por si el chico resultaba una mala persona. Su padre tenía una veta mezquina, y siempre existió la sospecha de que Hargest podría ser como él. En cuanto a la noticia de que, al parecer, Alpin también estaba muerto, Umbrig se la tomó con serenidad. El jefe de clan de los caitt opinaba que, si Hargest había intentado un asesinato, sería Alpin quien lo habría empujado a ello. El jefe de clan del Risco Tormentoso sospechaba que ambos podrían haberse encontrado durante las largas expediciones que al muchacho le gustaba hacer a caballo, con el pretexto de mejorar la resistencia de las monturas recién adiestradas. El desprecio público del muchacho hacia su padre biológico nunca había concordado del todo con su deseo de obtener reconocimiento y un lugar en el mundo.
—Creo que era un deseo de amor —comentó Bridei en voz baja, sintiendo su propio fracaso en forma de un dolor en el pecho—. Traté de ayudarle. Podría haber hecho mucho por él si me hubiera dado tiempo. Hargest prometía; lo único que necesitaba era tener un buen guía hasta que reconociera su propia humanidad.
—Lo intenté, Bridei —masculló Umbrig, limpiándose el rostro con la piel de gato que ribeteaba su enorme capa—. Lo intenté durante siete años. Esa familia tiene mala sangre. Hay historias extrañas; oscuros anales.
—¿Sabes que está aquí el tío del muchacho, Drustan? ¿Que fue él quien trajo la noticia de la muerte de Alpin?
Umbrig se quedó mirando fijamente a Bridei.
—¿El tío loco? ¿En serio? ¿En qué lado estaba luchando?
—Intervino para salvarme la vida. Verás que tu hijo adoptivo tiene unas heridas en el rostro. Se las hizo su tío. Pero la herida mortal se la infligí yo. No pretendía matarlo, Umbrig. Sólo quería evitar que me clavara el cuchillo en el corazón. Daría cualquier cosa para poder tener de nuevo la oportunidad de apartarlo de su misión y guiarlo hacia un futuro lleno de halagüeñas posibilidades.
—No eres un dios, Bridei, aunque muchas personas creen que sí. No puedes arreglarlo todo. Quizá estaba escrito que Hargest tenía que irse hoy. Al muchacho lo consumían la ira y la frustración. Tal vez nunca hubiera sido un hombre satisfecho. Quizá nunca hubiera aceptado el hecho de que no era el hijo legítimo y heredero de Alpin. ¿Quién sabe? Hoy hemos perdido a gran cantidad de hombres buenos en este campo. El chico no es más que otra víctima de la guerra. —Las lágrimas caían copiosamente por aquellos rasgos amplios y tatuados.
—Gracias, Umbrig —le dijo Bridei con una inclinación de la cabeza—. Ahora estoy en deuda contigo y te satisfaré cuando lo necesites. Sólo dime, rápidamente: este tío loco del que hemos hablado, ¿se ha ganado esta descripción por su temperamento o por una enfermedad? A mí no me parece que Drustan haya perdido el juicio.
Umbrig hizo una mueca.
—Hace años que no le veo —dijo—, desde que todos éramos unos niños. Entonces no le pasaba nada; era un poco soñador, pero nada fuera de lo corriente. Dicen que mató a la esposa y al hijo de Alpin y que su hermano lo declaró peligroso y lo encerró por seguridad. Hace siete años de eso; fue justo después de que me enviaran a Hargest. De modo que está libre, ¿eh? Eso será interesante. ¿Te das cuenta de que Drustan está en posesión del fondeadero del oeste? ¿El que Alpin ha estado utilizando para sus fuerzas navales? Y supongo que ahora el Brezal también pasará a estar en sus manos. Eso lo va a convertir en uno de los jefes de clan más poderosos del norte.
—Interesante —comentó Bridei—. Debo preguntarle a Talorgen si había embarcaciones de los caitt entre las que hundió de camino aquí. Pero primero tengo que encontrar al tío y hacerle algunas preguntas. Adiós, Umbrig. Te repito que no puedo expresar lo mucho que lamento lo del muchacho.
—No es necesario que lo hagas —repuso Umbrig con un gruñido—. Lo llevas escrito en la cara. Venga, vete. Tengo que enterrar a unos cuantos hombres. Será mejor que empiece ahora y acabe con ello cuanto antes.
Drustan estaba solo, de pie, a cierta distancia de la hoguera que había hecho Uven. Había sido un día muy largo. Ya anochecía; la brisa había amainado y un suave viento del oeste traía el olor a sal del mar. Numerosos pájaros volaban en lo alto, llamando a la noche que se aproximaba, y el hombre pelirrojo los contemplaba. Tenía los brazos en torno al pecho. Al acercarse, Bridei vio que Drustan temblaba y que tenía la mandíbula tensa, como para evitar que le castañetearan los dientes. En una losa cercana había un cuenco metálico con comida; no parecía haberla tocado.
—¿Drustan? —Bridei mantuvo la voz baja. No iba solo; Cinioch y Uven estaban cerca, vigilando. Aunque el deseo de poder moverse sin una protección constante nunca lo había abandonado, aceptó que aquel día era un tanto excepcional. Había decidido confiar en Hargest y este había estado a punto de matarlo. Aquel día su ejército había recuperado Dalriada; la paz dependía de él.
—Mi señor rey. —Drustan descruzó los brazos e inclinó la cabeza con cortesía. Su voz no era del todo firme.
—No pareces encontrarte bien. ¿Nos sentamos?
—Estoy bien. Cambiar de forma tiene sus efectos; cabalgar directamente hacia un conflicto después de lo que ha ocurrido ha supuesto una dura prueba. Además… —Drustan vaciló.
—Ven, siéntate.
Se acomodaron en el suelo, uno al lado del otro. Aquel campo proporcionaba pocas comodidades.
—Como sin duda ya habrás visto, me han entrenado para luchar —dijo Drustan—, y lo hago bastante bien. Me he pasado siete años en una prisión, encerrado solo con la única compañía de un guardia. Para pasar el rato y no sucumbir a la locura y la desesperación, él me enseñó todo lo que sabía. Disfruto con los movimientos y la técnica. Es bueno ejercitar el cuerpo y la mente. Cabalgar hacia la batalla y emplear dichas habilidades para mutilar y matar es algo ajeno a mi naturaleza. Me preocupa. Y no estoy acostumbrado a estar entre la gente. Te ofrezco mis disculpas. Tus hombres deben haber pensado que soy grosero y desagradecido.
Bridei reflexionó un instante sobre lo que Drustan le acababa de decir. Tal como estaban las cosas, lo más probable es que no tuviera tiempo de conocer bien a ese hombre tan enigmático, al menos de momento.
—Drustan, tengo unas cuantas preguntas que hacerte —se aventuró a decir—. En realidad, no sé muy bien por dónde empezar. Umbrig me dijo que tu hermano te encerró por un grave delito. Un crimen atroz.
—¿Quieres preguntarme si es cierto? ¿Por qué ibas a creerme a mí en vez de a Umbrig, a quien ya conoces?
—Él sólo cuenta lo que ha oído. Tú estás en condiciones de explicarme la verdad.
—Soy inocente de ese crimen. —Drustan volvió sus ojos, que brillaban tenuemente, hacia Bridei—. ¿Confías en tu guardaespaldas, en Faolan?
Aquello no se lo esperaba.
—Naturalmente —respondió Bridei.
—Él sabe que soy inocente. Hablará en mi favor. Y Ana también.
Hubo algo en el tono de Drustan que llamó la atención de Bridei.
—¿Te refieres a la rehén real, a Ana de las Islas Luminosas, a quien mandamos para casarse con tu hermano?
Drustan bajó la mirada. Sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.
—Ella nunca dudó de mí —dijo—. Incluso cuando yo no estaba seguro de mi inocencia, ella confió en mí. Ana y Faolan han sido unos verdaderos amigos para mí.
—Me sorprendes. Según Faolan, él no tiene amigos.
—Tú y yo sabemos que sí los tiene.
—Creo que será mejor que me cuentes toda la historia —dijo Bridei—. Pero no disponemos de mucho tiempo; en ausencia de mi druida, debo celebrar un ritual antes de que caiga la noche. Además, tengo que pedirte algo, aunque depende de tus respuestas a mis preguntas.
—Me gustaría preguntarte una cosa antes de contarte nuestra historia: la mía, la de Faolan y… la de Ana. —Una vez más había pronunciado su nombre con tanta delicadeza y pasión que era difícil evitar que el corazón brincara en el pecho al oírlo.
—Adelante.
—Hoy tú también luchaste y mataste como hicimos todos. Ocupas tu lugar entre tus guerreros y los guías con el ejemplo, como debe hacer un verdadero rey. De hecho, pareció que decidías ponerte en peligro, ocultar los signos de tu dignidad real hasta el final, corriendo riesgos con el resto de tus hombres. Fuiste valiente, resuelto. Ahora pareces calmado y contenido. Pero en tu rostro vi que no disfrutabas más que yo con el derramamiento de sangre. Esto me interesa. Faolan habla de ti casi como si fueras un dios. No, no digo bien, él no es un hombre que deposite su confianza en las cosas espirituales. Él te ve como a un líder sin par, como a un hombre cuyo ejemplo es extraordinario en todos los sentidos. También te considera un amigo, aunque él no lo reconocerá así.
Hubo un silencio. Entonces, Bridei dijo:
—¿Cuál es la pregunta?
—¿Cómo concilias todas estas cosas? —preguntó Drustan al tiempo que se abrazaba las rodillas—. ¿Cómo puedes soportarlo?
Bridei esbozó una sonrisa forzada.
—En momentos como este —respondió—, con considerable dificultad. Me crio un hombre que comprendía lo que un rey debe ser; me preparó bien. Tengo gente en la Colina Blanca, y jefes de clan aquí en el campo, que me apoyan por completo. Y está mi esposa. Sin Tuala nada de esto tendría sentido para mí. Ella es mi sostén, mi centro de calma, mi corazón y mi talento. —Resultaba raro, aunque extrañamente razonable, confiarle todo aquello a Drustan, a quien conocía de hacía muy poco tiempo. Curiosamente, el hombre pájaro le recordaba al anciano druida, Uist, que siempre había parecido estar lleno de un resplandor y una sabiduría del Otro Mundo, aun en las épocas más oscuras, como si se hallara al margen de los ordinarios asuntos humanos con sus cosas buenas y malas.
Drustan sonreía.
—Gracias —le dijo—. Te admiro y te compadezco. Cada uno de nosotros tiene sus propios grilletes. Yo escapé de los míos con la ayuda de unos amigos excepcionales. Pero tú nunca puedes escapar.
—Me has entendido mal. Amo a los dioses y amo a mi país. Las obligaciones del liderazgo me han llamado desde el principio, y yo sigo su camino de buen grado.
—El amor te sustenta. Tuala es una mujer extraordinaria. Ahora te contaré mi historia.
Su relato fue largo, sombrío y más extraño de lo que Bridei se podría haber esperado. El papel de Ana parecía estar totalmente en desacuerdo con lo que él conocía de su naturaleza, y algunas de las decisiones de Faolan lo sorprendieron, pero la historia era convincente y él la creyó. Escuchó en silencio hasta que Drustan le puso fin con la petición de Tuala de que hiciera de mensajero.
—Y supe —dijo el hombre pelirrojo—, en el fondo de mi corazón, que este asesino no era otro que el hijo de mi hermano. En cuanto la reina habló de sus ojos, lo supe. No se lo dije a ellos. En particular por Faolan, pues le hubiera resultado difícil pedirme que interviniera sabiendo que Hargest era mi sobrino.
—¿Por qué en particular por Faolan?
—Hay un acontecimiento en su pasado, una experiencia que no puedo compartir contigo, puesto que me la contó en confianza. Él se hubiera resistido a pedirle a un hombre que arriesgara la vida de una persona de su familia. Y cabía la posibilidad de que eso ocurriera, aunque, por lo que sabíamos, lo único que yo tenía que hacer era comunicar una advertencia. Pero aun así no quise revelarle mis lazos de sangre con Hargest.
—Lo lamento. De haber sabido…
—No hubiera cambiado nada, mi señor. Yo tomé una decisión. Tu supervivencia tiene muchísimo más peso que la de Hargest. Tú eres el Gallardo de Fortriu. Él era…
—¿Un chico confundido y enojado? No puedo verlo de ese modo, Drustan. A mí me parece que un hombre es un hombre, y que cada muerte merece las mismas lágrimas. Yo podría haber ayudado a ese muchacho; él podría haber llegado a ser alguien, lo sé. Ahora otro amigo me ha confiado a su hijo y tengo miedo de volver a equivocarme otra vez. ¿Un ejemplo extraordinario? En momentos como este me siento como si estuviera dando tumbos en la oscuridad.
—Necesitas tener a tu esposa a tu lado. Necesitas derramar tus lágrimas, como tenemos que hacer todos, reconocer tus propias debilidades y tomarte tiempo para recuperar tu coraje. Pero no tienes tiempo.
Bridei se lo quedó mirando con curiosidad.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo es que lo entiendes tan bien?
—Quizá porque yo mismo estuve al borde de la desesperación, de la violencia, de la autodestrucción… Sin Deord no habría sobrevivido. Sin Faolan no hubiera escapado. Sin Ana…
El torrente de palabras cesó. Desde el otro lado de la hoguera alguien llamaba a Bridei.
—Sigue —dijo el rey sin embargo—. Me imagino que quieres hacerme esa petición de la que me has hablado.
Drustan suspiró.
—No voy a pedírtelo. Ahora no. Esperemos a que acabes tu tarea aquí y hayas vuelto a tu hogar con los que te quieren. Es mejor no hablar de ese tipo de asuntos en un lugar de muerte como este.
Bridei asintió con la cabeza. Le costaba plantearle su propia petición, porque le parecía que era pedir demasiado. A pesar de toda su franqueza y comprensión, Drustan parecía exhausto. En lugar de eso, le dijo:
—¿Qué planes de futuro tienes? En la Colina Blanca tienes las puertas abiertas si deseas quedarte un tiempo con nosotros. Drustan sonrió.
—Gracias, mi señor. La reina también me ofreció la hospitalidad de tu corte. Necesito tiempo para asimilar lo que ha ocurrido. Pero no debo tardar mucho en regresar al Brezal y luego al oeste. Quiero sacar de mi pacífica vía navegable las embarcaciones de guerra de mi hermano.
—Drustan…
—Llevaré la noticia de tu victoria a casa por la mañana —dijo el hombre pelirrojo, anticipándose a la petición de Bridei—. Me iré al amanecer. Por la noche tu gente sabrá que te encuentras sano y salvo.
—No sé qué decir.
—No digas nada. Vi la mirada en los ojos de tu esposa. Cada respiración que daba ansiaba tu supervivencia. Además, tengo mi propia razón poderosa para regresar rápidamente a la Colina Blanca.
—¿Drustan?
—¿Sí, mi señor?
—Hay más cosas de las que me has contado, ¿verdad?
Drustan se quedó callado un momento.
—Te he expuesto los hechos con todo detalle, tal como los conozco —dijo al fin—. Pero en este viaje éramos tres. Cada uno de nosotros tiene una historia que contar. Cuando llegues a casa, pídele a Faolan que te cuente la suya. Eso si para entonces no se ha marchado ya.
—¿Marcharse? ¿Adónde?
—Creo que lo encontrarás muy cambiado, tanto como hemos cambiado Ana y yo. Antes de poder seguir adelante tiene que enterrar ciertas inquietudes, y curarse de un corazón roto. No quiere que lo veas amedrentado de ese modo. Ana le pidió que se quedara hasta que tú volvieras, pero tal vez no tenga la fortaleza necesaria para cumplir la promesa.
—Me estás alarmando. ¿Estás seguro de que estamos hablando de la misma persona?
Drustan movió la cabeza en señal de afirmación.
—La misma, sólo que distinta. Tratará de huir de sus amigos; incluso de ti. Ándate con pies de plomo con él. No queremos perderlo.
—¿Queremos? ¿Quiénes?
—Ana y yo —lo dijo en voz baja y con orgullo.
—Entiendo —dijo Bridei, que supuso que había al menos una cosa que Drustan todavía no había compartido con él y que se relacionaba estrechamente con la princesa de las Islas Luminosas—. Espero estar en casa en un cambio de luna, pero hay mucho que hacer aquí, en el oeste. Si puedes, pídele a Faolan que me espere, por favor. Dile que es importante. Hay un asunto que quiero exponerle y él está más capacitado que nadie para aconsejarme.
—Lo haré, mi señor rey. ¿Tienes algún otro mensaje que quieras que transmita?
—Tuala sabe cómo me siento sin necesidad de palabras. Sólo dile, en privado, que la echo de menos, y a Derelei también, y que cuento los días que faltan para volver a casa. Y dale las gracias a ella y a Broichan por su acierto al mandarte para que me salvaras.
—No conocí a tu druida. Estaba en otra parte, y tu hijo también. Pero transmitiré tus palabras.
—Puedes decirle a Ana, extraoficialmente, que me alegro de que haya vuelto a casa y de que no se haya casado con Alpin. Huelga decir que este mensaje deberás dárselo en privado.
—Gracias, mi señor. —Su sonrisa ya no era tan vacilante y le brillaban mucho los ojos.
—Ha habido bajas. Esperaré a nuestro regreso para relatárselo a los miembros de mi casa; no voy a cargarte con unas noticias tan tristes. Ahora debo irme; me están llamando. ¿Asistirás a nuestro ritual por los muertos?
Drustan dijo que no con la cabeza.
—Espero que me dispenses. Esta noche prefiero estar solo. Descansaré y me prepararé para mañana. Te deseo lo mejor, mi señor rey.
—Será mejor que me llames Bridei. Al fin y al cabo, eres amigo de Faolan, y él siempre me llama así.
—Buenas noches, Bridei. Eres un buen hombre, te mereces la lealtad de tu pueblo.
—Supongo que, al fin y al cabo —dijo él—, no nos queda más alternativa que hacerlo lo mejor posible y confiar en que a los dioses les parezca suficiente. Buenas noches, Drustan. Que el Guardián de las Llamas te proteja en tu viaje. Y, desde el fondo de mi corazón, gracias.
En efecto, pasó más de un cambio de luna antes de que el rey de Fortriu cabalgara de regreso a la Colina Blanca acompañado por los contingentes de Pitnochie y Abertornie y un grupo de hombres de armas de la propia corte. Aquel día nadie les dio el alto a las puertas; estas estaban abiertas y, en el patio que había al otro lado, todos los miembros de la casa se hallaban reunidos para recibir a Bridei y a sus guerreros. Las malas noticias habían llegado mucho antes por mediación de mensajeros que se enviaron a todos los lugares que habían perdido hombres en la guerra. De este modo, las familias de los hombres que habían perdido la vida al servicio del Guardián de las Llamas no tenían que observar el retorno de cada uno de los pequeños grupos de supervivientes sucios por el viaje esperando más allá de toda esperanza ver un rostro querido entre ellos para darse cuenta finalmente que un hijo, un padre, un esposo o un hermano no volverían a casa.
A pesar de todas aquellas bajas, había sido una gran victoria. Cinioch, que cabalgaba al frente de la línea, portaba entonces la bandera real en alto. Uno de los capitanes de Ged llevaba el estandarte de vivos colores de Abertornie como homenaje a su jefe de clan caído en combate. Pasado algún tiempo tendría lugar una celebración formal y todos los jefes que habían participado en la recuperación de los territorios del oeste serían invitados a la Colina Blanca donde recibirían los honores que se merecían. La celebración no tendría lugar hasta la primavera, pues habían regresado bien entrada la estación y el invierno que se avecinaba ya había colocado sus helados dedos sobre la tierra. Muy pronto se haría peligroso o imposible viajar. Además, Carnach y Talorgen todavía se hallaban en Dunadd, ocupándose de la partida de los escotos, que se consideraba un riesgo, y estableciendo un gobierno estable en dichos territorios. Fokel y Umbrig se encontraban al norte de Dalriada llevando a cabo una tarea similar; Fokel, en los Confines de Galany, la tierra de sus antepasados, y Umbrig, en la fortaleza costera de la Cabeza de Donncha, que le gustaba particularmente. Habría tiempo para todo, incluso para regocijarse. Sin necesidad de expresarlo en voz alta, los jefes de Fortriu habían compartido la convicción de que las bajas eran demasiado recientes y los cambios demasiado abrumadores como para que una celebración fuera apropiada. Iban a tardar un tiempo incluso en ser del todo conscientes de lo que habían conseguido.
Se acercaba la fiesta del Umbral y las sombras de los muertos se hallaban a tan sólo un frío aliento de distancia. El invierno proporcionaba espacio para la reflexión; era la época de barbecho del espíritu, en la que las semillas de la sabiduría empezaban su prolongada y lenta generación. No había necesidad de ovaciones ni música, de banquetes y celebración. Bastaba con saber que, cuando fuera el momento, llegaría una nueva primavera.
Así pues, aquello no fue tanto la entrada triunfal de un rey como el reencuentro de una familia. El primero en salir por las puertas para recibir a los jinetes fue el perrito blanco, Ban, que ladraba con desenfreno a modo de bienvenida mientras su cuerpo trataba en vano de mantener el ritmo de su cola, que se agitaba frenéticamente. Nieveardiente, con la firmeza que le era habitual, entró en el patio mientras que aquel torbellino en miniatura realizaba una danza de bienvenida entre sus patas. Luego, a medida que cada uno de los jinetes entraba y desmontaba, se veía a su vez rodeado de sus seres queridos, esposa, madre, hijos, hasta que el patio se convirtió en un hervidero de lágrimas y sonrisas, abrazos, palmadas amistosas en el hombro y, aquí y allá, jóvenes padres que saludaban por primera vez a sus hijos recién nacidos. Los hombres cuyas familias vivían lejos de la corte recibían besos de sirvientas y cocineras que no tenían a nadie más a quien dar la bienvenida. Hubo risas en abundancia.
El rey, por supuesto, debía comportarse con un poco más de compostura en público, aun cuando su dignidad se viera comprometida por un pequeño perro que saltaba para intentar lamer cualquier parte de su cuerpo que pudiera alcanzar. El grupo que recibía a Bridei se hallaba en las escaleras: Tuala, seria e inmóvil, con Derelei en brazos. El niño se mostraba indeciso, como si no estuviera del todo seguro de quién era aquel adusto y cansado guerrero. Allí estaba Aniel, con una sonrisa poco habitual, y Tharan, alto y vigilante. Al otro lado de Tuala se hallaba Broichan. Vio también a Ana y Drustan, cogidos de la mano sin ningún reparo. «Por todos los dioses que hacen una hermosa pareja», pensó. Bridei vio a Garth con una lanza en la mano y una amplia sonrisa en el rostro. No había ni rastro de Faolan.
El rey dio un paso adelante, Tuala descendió los escalones y en un instante Bridei abandonó el decoro y abrazó a su mujer y a su hijo, pues había soñado con aquel momento cada noche de las que estuvo ausente y ahora no pudo contenerse. Derelei abrió la boca para lanzar un gemido asustado.
—Papá está en casa, Derelei —dijo la voz de Broichan por detrás de ellos. Aquellas palabras se parecían tanto a las que podría haber dicho Tuala que Bridei se sobresaltó. El niño parpadeó, cerró la boca y, al cabo de un momento, apoyó su cabeza llena de rizos en el hombro de su padre.
Al cabo de unos instantes, Tuala retrocedió y se frotó las mejillas, sonriendo con arrepentimiento.
—Será mejor que saludes a los demás, Bridei. Ha habido tristes pérdidas; tu mensajero nos trajo la noticia. Breth ha muerto, y también Elpin y Enfret. Y Ged, un hombre tan encantador… Fue muy doloroso. Sus hijos todavía son pequeños.
Él asintió.
—Quería que lo ayudáramos y lo haremos. Me alegro tanto de verte, no puedo decirte cuánto en un lugar lleno de gente como este. Aniel, Tharan, saludos a ambos. Muchos de nuestros jefes de clan se han quedado en el oeste; hay mucho que hacer allí. Mañana convocaré un consejo y os pondré al corriente de todo.
—Una gran victoria —dijo Aniel con satisfacción—. Caminas bajo la luz de los dioses.
—Broichan —Bridei agarró del brazo a su padre adoptivo y por un momento se quedó sin palabras. El druida parecía mucho más extenuado y frágil y, al mismo tiempo, mucho más él mismo, con sus negros ojos límpidos y tremendamente inquisitivos—, espero que estés bien. Tengo que darte las gracias por la intervención de Drustan. Entre todos me habéis salvado la vida.
El druida meneó la cabeza.
—El mérito no es mío, sino de tu esposa —dijo en voz baja—. Nos reconforta ver que has vuelto sano y salvo, Bridei.
No dijo nada más, lo cual fue una evidencia clara de que algo había cambiado. ¿Ninguna mención de la victoria? ¿Ninguna mención de la derrota aplastante de los escotos y la triunfante recuperación del oeste? Aquella era la gran visión de Broichan. Para eso había dedicado quince años de su vida preparando a Bridei para el reinado.
—Mañana —dijo el joven rey—, si os va bien a todos, os plantearé ciertos asuntos. No te gustarán todas las decisiones que he tomado en cuanto al futuro de Dalriada. Hay algunas cuestiones sobre las que necesito tu consejo. Ese hombre, Suibne, el que era consejero espiritual de Drust el Verraco, apareció al lado de Gabhran. Me dio una información inquietante.
Broichan asintió con la cabeza.
—Mañana —dijo—. Hemos esperado mucho tiempo para recibir noticias; podemos esperar un día más mientras tú descansas un poco y te recuperas.
Garth se estaba llevando a Nieveardiente y los demás hombres conducían a sus propias monturas a los establos. La multitud empezaba a dispersarse.
—Esta noche no habrá ningún banquete formal —anunció Tuala—. A los miembros de la casa se les ha dicho que el día de la llegada es para reuniones privadas, cada uno con los suyos. No se permiten visitas a nuestras dependencias al menos hasta la hora de la cena. Y hay agua caliente preparada. Espero que agradecerás tomar un baño y cambiarte de ropa.
Él asintió. Luego se volvió hacia Drustan, que se hallaba junto a Ana en las escaleras.
—No veo a Faolan por ninguna parte —comentó.
—Se ha ausentado con frecuencia —fue Ana la que respondió—. Y, por supuesto, no sabemos el día exacto de su llegada. Volverá. Lo prometió.
—Mantendrá su palabra —dijo Drustan.
Era inquietante. Bridei había esperado que su amigo estuviera allí para saludarle, con el rostro sombrío y eficiente, ávido de noticias y listo con sus prácticos e ingeniosos consejos. Había echado muchísimo de menos a Faolan y el hecho de no encontrarlo a su regreso lo desconcertó.
—Muy bien —dijo el rey. En un tono de voz distinto, añadió—: Vamos, Derelei. Llevemos a Ban al jardín. Supongo que ahora puedes correr más que él. ¿Por qué no me muestras cómo lo haces?
Anochecía al otro lado de la ventana de los aposentos reales. Bridei estaba tumbado en su cama con Tuala adormilada en sus brazos y dejó vagar sus pensamientos mientras la satisfacción de aquel día equilibraba, durante un rato, las dudas y dilemas que acompañaban el período subsiguiente a su gran conquista. El cálido cuerpo de su esposa, menudo y grácil, estaba curvado contra el suyo y su cabello oscuro abierto en abanico sobre su pecho. Él notaba el leve movimiento de su respiración contra su piel. No estaba nada satisfecho con su actuación, pues el deseo había podido más que él y había hecho el amor de forma breve y explosiva en lugar de hacerlo lentamente y con ternura. Tuala y él se habían reído de ello y se prometieron que la próxima vez sería diferente. Derelei, agotado de perseguir al perro y de jugar con su padre en el baño, dormía profundamente en una habitación contigua vigilado por una niñera. Ban montaba guardia en la puerta.
—¿Bridei? —Tuala se estaba despertando.
Él le cubrió un seno con la mano. El deseo no se había vuelto a despertar completamente, pero le encantaba la delicada y menuda perfección de su cuerpo. Tocarla era como volver a casa otra vez.
—¿Sí?
—Tengo que decirte una cosa. No sé lo que pensarás al respecto.
—Suena intrigante. ¿Qué es?
Bridei notó que Tuala respiraba hondo, como si le hiciera falta reunir el valor suficiente para hablar.
—¿Sí?
—Esto te va a parecer… una locura. La verdad es que no sé cómo decirlo, así que supongo que tendré que soltarlo y ya está. Verás, creo que Broichan podría ser mi padre.
Él tardó un momento en reaccionar.
—¿Tu…? Pero…
—Tiene cierta lógica. Sospecho que Fola tiene la misma idea. Tuve una visión. No se me ocurre ninguna otra razón por la que la diosa me la hubiera mostrado. Y eso explicaría… su vínculo con Derelei. Verlos a los dos juntos, sus movimientos, sus expresiones, la inflexión de sus voces. Semejante similitud no es simplemente la de un maestro y su pequeño alumno. Es el parecido del parentesco.
—Pero… —empezó a decir Bridei, que no podía acabar de asimilar lo que ella estaba diciendo, pues eso abría una visión del pasado que era más sombría y más perturbadora cuanto más lo consideraba— si esto es así, ¿quién es tu madre? Broichan no… Quiero decir que él no… Es un druida, Tuala. ¿Cómo podría…?
—Un druida es un hombre, por mucho que entregue su vida a los dioses. Si la Brillante le exigiera a un hombre una expresión de amor que fuera carnal y mundano como parte de la ejecución de un ritual, ¿no sería su deber obedecer? No sé mucho de las prácticas de un druida durante el retiro de tres días en la época del Equilibrio. Sólo sé que Broichan tenía la costumbre de adentrarse solo en el bosque. En mi visión lo vi como a un hombre en la flor de la vida, recorriendo los senderos del bosque en primavera. Había una mujer, una mujer de los Seres Buenos. Una de los de mi especie.
—¿Cómo puedes saber que…?
—No puedo. El único que podría decírmelo es Broichan, y no he tenido el valor suficiente para preguntárselo. Una noticia así lo afectaría muchísimo. Probablemente se indignaría.
—Pero, Tuala, si eso es cierto, él debe saberlo, ¿no? Tiene que haberlo sabido desde el principio.
—Tal vez no —repuso ella con un hilo de voz.
—Pues claro que lo sabría. Una experiencia de ese tipo en primavera, y en el Solsticio de Invierno aparece un bebé en su puerta; a nadie en su sano juicio se le escaparía la relación. Si estás en lo cierto, eso significa que, aun a sabiendas de que eras de su propia sangre, te trató como si fueras un peligro y una amenaza. Aun así te habría echado… —Bridei se había incorporado, desaparecida su languidez, y el corazón le palpitaba de sorpresa e indignación.
—No tendría que habértelo dicho. —Tuala se deslizó fuera de la cama y cogió una bata—. No pierdas la calma, Bridei. Estoy convencida de que, si es cierto, nunca se le ocurrió pensarlo. Te sorprendería lo ciega que puede estar la gente frente a verdades que no quieren considerar posibles. Supongo que Broichan ha encerrado toda esa experiencia en un olvidado recoveco de su mente. Lo último que querría reconocer públicamente es que me tiene a mí por hija, a una mujer de los Seres Buenos, su Némesis, la niña a la que se vio obligado a albergar en su casa por temor a ofender a la diosa o a suscitar el antagonismo de su hijo adoptivo, en quien recaían todas sus esperanzas. ¡Pobre Broichan! Sería más considerado no decírselo. Sin embargo, corren rumores; no sobre esto, sino sobre una posible irregularidad en tu propio nacimiento y en el de nuestro hijo. Cuanto más crezca Derelei, más crédito se les dará a dichos rumores. Eso me preocupa. Estas historias absurdas pueden minar tu autoridad como rey. Por doloroso que pueda ser para Broichan, decir la verdad aclararía las cosas y paliaría la carga sobre ti y tu hijo, o hijos…
—¿Estás diciendo…? —Bridei clavó la mirada en sus ojos grandes y extraños, los ojos que la habían distinguido como algo más que humana.
—Si todo va bien, a principios de primavera tendremos otro niño o una niña.
—¡Tuala! ¿De verdad? ¡Es una noticia maravillosa! —se levantó y la tomó en sus brazos, notando que se le llenaban los ojos de lágrimas—. ¿Cuánto hace que lo sabes?
—Antes de que te marcharas tenía una ligera sospecha, nada más. Me he ido convenciendo de ello a medida que tu ausencia se prolongaba y aumentaba mi miedo por ti. Me alegro de que estés contento, y todavía me alegra más el hecho de que estarás en casa cuando nazca el bebé. Espero que no haya más guerras durante mucho tiempo.
—Yo también. Tuala, esto que me has contado sobre los rumores me inquieta. ¿Quién ha estado diciendo estas cosas? Aniel y Tharan deberían haber tomado medidas…
—Calla, querido. No existe un verdadero peligro, de momento.
—Pero tú debes estar disgustada…
—Un poco. Pero soy la reina; sé cómo reaccionar ante estas cosas. Lo que importa es qué hago al respecto.
—Si lo prefieres, ya hablaré yo con Broichan. Si es cierto, debería contárnoslo.
—No, Bridei. Me corresponde a mí hablar con él. Por extraño que parezca, eso ya no me da miedo, sólo me hace sentir un poco incómoda. Él ha estado muy enfermo. De hecho, ahora mismo tendría que estar en Banmerren; Fola lo tiene bajo una estricta supervisión. Pero sabía que estarías en casa antes del Umbral e insistió en venir hasta aquí para darte la bienvenida.
—Tuala.
—¿Sí?
Ella se había atado el cinturón de la bata en su delgada cintura y había empezado a cepillarse el pelo. Bridei observó el movimiento firme y lleno de gracia, la oscura cascada de largos cabellos. Se preguntó cómo había podido soportar estar fuera tanto tiempo.
—Eres muy sabia —le dijo.
—Quizá eso demuestra aún más que mi teoría es correcta —le respondió con una sonrisa burlona.
Ban dio un ladrido de advertencia y, al cabo de un momento, se oyó la voz de Garth al otro lado de la puerta.
—¿Mi señor?
—¿Qué ocurre, Garth?
—Faolan ha vuelto.
Bridei miró a Tuala.
—No pongas esa cara; ya tendremos tiempo de sobra para nosotros más tarde —dijo ella—. Será mejor que lo veas ahora. Desde que ha vuelto no es el de siempre.
—Gracias, Garth —dijo Bridei—. Pídele que espere, por favor. —Empezó a vestirse y le preguntó a Tuala—: ¿Por qué dices que no es el de siempre? Drustan me ha relatado lo que ocurrió, pero estaba claro que con su versión sólo tengo una parte de la historia. ¿Qué te ha contado Ana?
—Menos de lo que te imaginas. A ella, igual que a Faolan, el viaje le ha cambiado muchísimo. Desde que regresaron, los tres parecen estar muy unidos. Faolan está llevando a cabo algunas de sus antiguas obligaciones, por supuesto, cosa que Garth agradece, sin duda. Pero continuamente me los encuentro sentados por los rincones, inmersos en conversaciones privadas. En el caso de Ana y Drustan, es indudable que se trata de la reunión de dos enamorados. No obstante, es igualmente probable encontrarme a Drustan y Faolan sumidos en un intenso debate, o a Faolan y Ana de pie en completo silencio, uno al lado del otro, contemplando el bosque. Él está intranquilo. No quiere estar aquí. Espero que a ti te lo cuente.
Faolan estaba esperando en el jardín, donde se habían encendido unos faroles en previsión de la oscuridad. Llevaba puestas unas botas de montar y una pesada capa, como si acabara de regresar de viaje. Bridei se acercó a él, lo agarró del antebrazo y lo atrajo hacia sí para darle un breve abrazo. Faolan se lo devolvió durante unos instantes y luego retrocedió.
—Te he echado de menos —le dijo sencillamente Bridei.
Su hombre de confianza movió la cabeza en señal de asentimiento. Evitaba la mirada del rey. Junto a la pared más cercana había un pequeño fardo, bien atado, y Bridei cayó en la cuenta de que su amigo no acababa de llegar, sino que se marchaba.
—Faolan —le dijo—, ¿qué es esto?
—Me reconforta verte en casa sano y salvo. Pero deseo que me dispenses de mis servicios.
La sorpresa, la pena y la preocupación hicieron que Bridei fuera incapaz de responder.
—Mi señor —añadió Faolan con retraso.
El rey inspiró profundamente.
—Como ya sabes, no es tan fácil —replicó—. Me imagino que querrás lo que te debo. Antes de que pueda pagarte, necesito un informe sobre la misión. Es un requisito, Faolan. ¿Quieres entrar dentro y compartir un poco de aguamiel delante de la chimenea? Aquí afuera hace frío.
—No, mi señor —la voz de Faolan sonaba tensa—. No tiene sentido prolongar esto. No necesito la plata; tengo ahorrada más que suficiente. En cuanto al informe, Drustan ya te ha contado lo que ocurrió. La misión fue un desastre. Perdí a toda la escolta por el camino. Alpin descubrió mi papel en la corte de Gabhran y me amenazó con hacerlo público. Me vi obligado a darle información sobre tu avance que rozaba peligrosamente la verdad, aunque logré convencerle de que ibas a empezar a finales de otoño, no antes. El tratado se firmó de manera fraudulenta. Hice que mataran al leal guardia de Drustan. ¿Es suficiente?
—Sin embargo, parece ser —Bridei mantuvo un tono neutro, aunque la amargura de Faolan lo alarmó— que al llevarte a Ana, invalidando así la alianza, nos hiciste un favor a todos, a ella, a Drustan y, a largo plazo, a mí mismo como rey de Fortriu. Da la impresión de que Alpin hubiera sido un aliado peligroso.
—Ya lo creo. Si no hubiese estado casi seguro de que él ya había deducido que tu avance sería antes del invierno, no me habría arriesgado a acercarme tanto a la verdad diciéndole lo que le dije. Se trataba de la seguridad de Ana; le di a Alpin lo que creí que me haría ganar tiempo para llevármela del Brezal. No me gustó hacerlo.
—Bueno —dijo Bridei—. Ana está a salvo y hemos ganado la guerra, aunque no sin unas cuantas pérdidas dolorosas. Tanto tú como yo hemos cumplido con nuestra misión, de un modo u otro. Por lo visto, la rehén real puede que después de todo se case con el jefe de clan del Brezal.
—En efecto. —Faolan miraba ferozmente al suelo; su voz había vuelto a cambiar y la emoción volvía a estar controlada.
—¿Qué ocurre, Faolan? Al igual que tú, lamento todas esas bajas. Pero lo has hecho bien. Has salvado a Ana de una situación muy peligrosa y la has traído a casa. Ella parece estar muy contenta. No veo ningún error en tu manera de llevar a cabo la misión. Una riada es una acción de los dioses; responsabilizarse de ello me parece, como poco, arrogante. ¿Ya no quieres trabajar para mí? ¿Adónde piensas ir?
—A cualquier parte. La cuestión es no estar aquí.
Bridei respiró hondo.
—¿Sabes una cosa? —le dijo—. Nunca me has parecido tan infantil como ahora, Faolan. Y no creo que fueras capaz de mentirme a mí, a tu amigo. No te dispensaré de tus servicios hasta que me respondas de manera satisfactoria a dos preguntas.
Faolan alzó la cabeza.
—Pregunta —dijo.
—¿Por qué no puedes quedarte aquí y adónde quieres ir? Quiero la verdad. —Se preguntó si Faolan se negaría a responder. Ambos sabían que podía limitarse a darse la vuelta y marcharse de la Colina Blanca y que, salvo que ejerciera la fuerza contra un amigo leal, Bridei no podía hacer nada para detenerlo.
—Te horrorizará mi debilidad.
—Ponme a prueba.
—No puedo quedarme porque no puedo soportar verlos juntos. Es una lenta tortura. Estoy aquí únicamente porque ella, Ana, me hizo prometer que esperaría a que regresaras.
—Verlos juntos… ¿Te refieres a Ana y a Drustan? Pero yo creía que estabais los tres muy unidos. Tuala me dijo…
—Estamos unidos. Somos amigos. Ella lo ama. Él la ama. Yo la amo. Esta es la simple verdad, y te ruego que me dejes marchar.
¿Aquellas palabras provenían nada menos que de Faolan? ¿Del Faolan a quien la gente solía describir como un hombre que carecía de sentimientos humanos?
—Entiendo —dijo Bridei, que estaba demasiado atónito como para hallar una respuesta más elocuente—. ¿Y la segunda pregunta?
—Me voy a casa —respondió su hombre de confianza en voz baja—. Vuelvo a Laigin. Deord murió por nuestra culpa, era un magnífico luchador, con un espíritu de una generosidad excepcional. Me pidió que llevara la noticia a su familia. Créeme, no tengo ningún deseo de volver, pero es un deber que debo cumplir.
—¿Y piensas reconciliarte con tu propio pasado?
Los ojos oscuros se entrecerraron. Los finos labios se tensaron.
—¿Quién te ha hablado de eso? —le espetó.
—Drustan me dijo que había un asunto que todavía te preocupaba. No me dio ningún detalle, me dijo que se lo habías contado en confianza. Se me ha ocurrido pensar que tal vez quieres visitar a tus parientes.
—Ana querría que lo hiciera.
—Ya veo.
—Una dama de sangre real de Fortriu y un asesino escoto; sí, claro que lo ves. Ves ante ti a un estúpido iluso que no pudo mantener sus sentimientos al margen de la misión real, y que por eso lo fastidió todo. Deberías alegrarte de deshacerte de mí.
—¿En serio? —replicó Bridei—. ¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Qué te diga: muy bien, vete, y que no volvamos a vernos nunca más? ¿Marcharte y dejar todo esto atrás? Drustan y Ana no se quedarán aquí para siempre. Y, hablando sin rodeos, ella no es la única mujer del mundo. Eres un mortal, Faolan. Esta enfermedad es común entre los hombres, y con el tiempo se recuperan de ella.
—No te preguntaré si hablarías así de haber perdido a Tuala aquella noche en el bosque. Quieres animarme y te lo agradezco. No niego que he echado de menos tu compañía y que esta no es una decisión fácil. Pero creo que debo irme, Bridei. A cada paso que doy parece haber una nueva razón para que regrese a Laigin. Sé que no puedo quedarme aquí. Si lo hago, me sumiré en un oscuro pozo de celos autodestructivos. La amo; no puedo hacerle eso.
—Cuesta creer que haya pasado tan poco tiempo desde que condenabas firmemente a esta dama por ser una princesa consentida que apenas sabía leer y cuya vigilancia era totalmente indigna de tus talentos. —Bridei no pudo evitar decirlo—. ¿Qué hizo para que tu opinión sobre ella cambiara de un modo tan drástico?
—Demostró poseer verdadera nobleza: es fuerte, valiente, desinteresada y sensata. —Hubo un silencio. Luego Faolan añadió—: Deja que me vaya, Bridei.
—Dime —el rey había estado pensando con rapidez—, ¿y si te ofreciera una nueva misión que te llevaría cerca de donde tú quieres ir, pero por un asunto mío y a mi servicio? Tuala y yo haremos todo lo posible para que Ana y su compañero se establezcan en otra parte antes de que tú regreses a la Colina Blanca. Ya sé que la vida de la corte no puede ser del gusto de Drustan.
—¿Qué misión es esa?
—¿Estás dispuesto a escuchar al menos?
—Todavía no he aceptado nada. Puedes decirme de qué se trata.
—¿Has oído hablar de un clérigo cristiano, un compatriota tuyo que se llama Colm? A veces lo llaman Colmcille, que se traduce como…
—Paloma de la Iglesia.
—¿Sabes algo de él?
Faolan asintió con la cabeza.
—Tiene fama de persona fuerte, influyente y difícil. Es pariente del Alto Rey de Tara. Hace poco tuvo un conflicto por un asunto laico; metió las narices donde no debía durante el transcurso de una guerra territorial. Ese hombre parece traer problemas. La pasada primavera todo el mundo hablaba de él en Dunadd. ¿Qué has oído tú?
Bridei pensó que era interesante cómo le cambió la voz a Faolan y cómo cobraron vida sus ojos cuando olvidó sus problemas y se abocó a un nuevo reto.
—Gabhran le ofreció una isla —le explicó—. Una de las nuestras. Varias personas me han dicho que Colm es la punta de lanza de una gran ofensiva cristiana más allá de las costas de tu patria. En Dalriada se dice de él que constituye una fuerza que nadie puede contener. Por otro lado, me pareció que lo único que ese hombre quería era un pequeño pedazo de tierra al que poder llamar hogar, y ya se le ha prometido. Ioua es un lugar apartado. Y ese hombre tan astuto, Suibne, me señaló mi propia incoherencia en dejar que los misioneros se establezcan en las Islas Luminosas mientras los expulso del oeste. Quiero saber más cosas sobre lo que trama Colm; si no le estamos dando la mano y puede tomarse el brazo, si esos hermanos cristianos son una nueva invasión disfrazada y cuál es su relación con Circinn. Cualquier cosa que puedas conseguirme.
Hubo un prolongado silencio y luego, en la creciente penumbra, Bridei vio que Faolan sonreía.
—Supongo que de pequeño eras bueno pescando, ¿no? —preguntó el espía.
—No especialmente. ¿Por qué?
—Porque sabes exactamente qué cebo usar y cómo tirar de él con habilidad.
—Puede ser. Mi objetivo no es matar, sino aprovechar los talentos de un hombre del mejor modo posible. ¿Harás esto por mí, Faolan?
—Tenía pensado irme ahora, enseguida.
—¿En la oscuridad y con el invierno tan cerca? Vamos, hombre, tan tonto no soy. Espera hasta mañana y tómate tu tiempo para despedirte. De ese modo podré explicarte detenidamente todo lo que he oído y podemos acordar el alcance de tu misión y la fecha de tu regreso.
—Y el pago —dijo Faolan, y la fugaz sonrisa volvió por un momento.
—Eso también —repuso Bridei—. Y si necesitas tomarte tiempo para tus asuntos familiares mientras estés allí, no hay problema. No puedes acusarme de ser un patrón inflexible. De hecho, estoy haciendo todo lo posible para tratar de retenerte mientras intento mantener un mínimo de dignidad. Ya he perdido a Breth. No quiero perderte a ti también.
Por un momento, mientras esperaba junto a los grandes portones de la Colina Blanca a que los guardias lo dejaran salir por la puerta más pequeña que había a un lado, Faolan estuvo a punto de infringir una de sus normas más sacrosantas: no perder nunca el control en público. Cometió el error de volver la cabeza hacia atrás. Pudo mirar a los ojos de Bridei con ecuanimidad. Lamentaba dejar a su amigo y patrón tan pronto, pero ambos se conocían suficientemente bien. Él le había proporcionado los medios para partir con dignidad y un propósito. Faolan le correspondería, con el tiempo, con la intachable ejecución de su nuevo encargo. Y regresando. Él quería regresar. Siempre y cuando ellos no estuvieran.
Pudo mirar a Drustan y mantenerse sereno. No podía odiarlo, a pesar de saber que le resultaba imposible estar a la altura de un hombre como él, un hombre que le había quitado a la única mujer que había sido capaz de amar. Drustan le había robado su tesoro y, aun así, no podía evitar tenerle simpatía. Era un rompecabezas, y se alegraría de ver el final. Esa despedida no fue tan difícil.
Pero Ana… Ana al amanecer, sosteniéndole las manos en medio del frío del patio superior, con brillantes lágrimas en sus mejillas. Ana intentando decirle algo que empezaba con «ojalá» y deteniéndose con el dorso de la mano en la boca para impedir que salieran las palabras, las peligrosas palabras. ¿Ojalá qué? ¿Ojalá a una mujer se le permitiera amar a dos hombres? ¿Ojalá se hubieran dado la vuelta en el Vado del Rompiente y no hubieran llegado nunca a un lugar en el que les esperaba el amor y la pérdida? ¿O, simplemente, ojalá Faolan no hubiera cantado nunca, ni cruzado el río, ni entregado su corazón sin quererlo? Nunca sabría lo que había querido decirle. Sólo sabía que tenía que irse, por el bien de todos; por el bien de los tres.
Así pues, cuando miró atrás en aquellos instantes en que la puerta se abría y ya no había ninguna excusa para retrasar su partida, cruzó la mirada con Ana, que estaba al lado de Drustan, y no hizo ningún esfuerzo por ocultar lo que había en sus ojos, sino que le dejó ver su amor, su tristeza y su esperanza en el futuro; el futuro de ella y de Drustan. Y lo que él leyó en el rostro de Ana hizo que un repentino y cálido torrente de lágrimas acudiera a sus ojos, pero no las derramó hasta que se hubo dado la vuelta, cruzado la puerta y sus pies lo llevaban por un sendero en dirección oeste, hacia Laigin, hacia un lugar que en otro tiempo había sido su casa.