Capítulo 17

—Tuala los había visto venir en su cuenco de hidromancia. Desde que Fola y Broichan la habían obligado a romper la promesa que se había hecho a sí misma, había empezado a buscar las revelaciones del agua cada día. No pensaba en otra cosa que no fuera en Bridei; mientras recorría los pasillos, estancias y jardines de la Colina Blanca, hacía su viaje con él a través de los valles, pasos de montaña y tierras de labranza que se extendían desde allí hasta Dalriada, librando batallas, descansando y volviendo a emprender la lucha. Dormía poco, consciente de que su esposo yacería despierto sopesando el sacrificio de tal o cual guerrero. Para él, los territorios capturados y las ventajas conseguidas nunca llegarían a equilibrar el coste humano.

Había tomado la difícil elección de dejar a Derelei en la casa de las mujeres sabias por unos días, con Broichan. La sirvienta lo cuidaría con mucho cariño y, tal vez, tanto el druida como el niño estarían mejor allí, por la paz que Banmerren podía proporcionar. Tuala estaba demasiado angustiada como para dedicarle a su hijo el tiempo que necesitaba. Muy pronto lo traería de vuelta a casa. Mientras tanto, a Ban, el perrito de Bridei, le había dado por seguirla a todas partes. Se acomodaba a sus pies cuando ella buscaba las visiones en el agua y trotaba a su lado cuando caminaba impaciente de un lado a otro.

Tuala sabía que la estaban vigilando sutilmente. Aniel había apostado allí a sus propios guardias, que mantenían una discreta presencia protectora. Tharan aparecía de vez en cuando para preguntarle, con serio retraimiento, si estaba bien. Ellos dos, los consejeros superiores, sabían lo que había revelado el cuenco de hidromancia. Tuala había acudido a ellos en busca de consejo el día en que volvió a la Colina Blanca, esperando, más allá de toda esperanza, que hubiese algo en lo que ella no había pensado, alguna forma de poder recorrer a tiempo la distancia que había desde allí hasta el sur de Dalriada. La adusta expresión de sus rostros había desbaratado sus esperanzas enseguida.

Incluso suponiendo que un mensajero pudiera llegar a Dalriada eso, no alcanzaría a Bridei antes de bien entrado el otoño. En el fondo, Tuala sabía que sería demasiado tarde. En cuanto a sus intentos de llamar a los seres del Otro Mundo para que la ayudaran, habían resultado inútiles. Tal como había sospechado, sus ruegos habían caído en el vacío. Telaraña, Madreselva y los de su especie sólo acudían cuando les resultaba conveniente. Fuera cual fuera la solución, estaba en manos humanas.

No se había repetido su otra visión, la de Broichan en el bosque en primavera y la mujer de los Seres Buenos que lo vigilaba. ¿Quién sabía lo que hacían los druidas en el bosque durante sus prolongadas y solitarias vigilias de la fiesta del Equilibrio? La diosa les exigía obediencia de mente, cuerpo y espíritu. ¿Acaso los miembros de la hermandad no permanecían colgados en las horquetas de los robles durante días, envueltos en pieles de buey, invocando visiones proféticas? Quizá había otras maneras de poder llamar al cuerpo del hombre adecuado al servicio de la Brillante. Tuala quería saber a qué año pertenecía aquella imagen. Imaginaba que era el año en que Broichan había viajado hasta Caer Pridne y estuvo a punto de morir envenenado: el mismo año que nació ella.

El cuenco de hidromancia no le brindó más visones de Bridei, pero aquella mañana, en el agua clara, Tuala había visto a Ana cabalgando de vuelta a casa, una Ana extrañamente cambiada, como si la hubieran metido en un horno y hubiese salido de él despojada de todo menos de su esencia. La amiga de Tuala estaba tan delgada que daba pena y llevaba su hermoso cabello extrañamente corto. En la visión, Ana cabalgaba junto a Faolan por un sendero que a Tuala le era familiar, el camino principal que salía de Abertornie. Él tenía muy mal aspecto: parecía enfermo, derrotado. Era evidente que algo había ido terriblemente mal. Iban los dos solos, sin escolta, sin guardias, sólo él, ella, los dos caballos y…

Y el halcón. Ana llevaba puesto un guante de cetrería y sobre él iba posada una criatura cuyo magnífico plumaje tenía toda la gama de colores que iban desde el castaño intenso, al rojo encendido y el dorado de la cebada madura. Poseía una mirada penetrante, consciente, peligrosa. El pájaro era de una especie que Tuala no conocía, y su intenso colorido y noble porte parecían señalarlo como algo excepcional, único. Ana lo llevaba fácilmente a pesar de su tamaño, con el brazo y el hombro relajados. Los ojos grises de la muchacha nunca habían poseído una serenidad tan profunda; su apariencia siempre había sido calmada, pero un tanto triste. Sin embargo, sus ojos tenían entonces una expresión que Tuala no había visto nunca. A pesar de las condiciones de su regreso, un signo evidente de que la misión en el Brezal no había resultado tal como era el deseo de Bridei, los ojos de Ana brillaban con una dicha sin límites.

Tuala consideró que era una visión del presente y organizó los preparativos para recibirlos aquel mismo día. La luz de la imagen era la de primera hora de la tarde; un cálido resplandor iluminaba el follaje de las hayas, el sol rozaba los senderos del bosque y hacía que el cabello de Ana pareciera una mancha dorada entre el verdor. Las hojas ya presentaban los tenues matices del otoño. En el oeste, la guerra casi podría haber terminado. Si Bridei seguía vivo. Si los dioses le habían conservado la vida. Si, de algún modo, un joven fornido con un cuchillo en la mano y una misión en la mirada se había detenido en el tiempo.

Tuala suspiró. El don de la videncia era cruel. La vida, al fin y al cabo, estaba llena de oportunidades, peligros y decisiones rápidas. Aunque a un hombre no lo matara la hoja de un asesino, era imposible decir que no pudiera perecer de alguna otra forma al día siguiente, o al otro. Si uno intentaba intervenir porque el agua mostraba algo desagradable, se arriesgaba a poner en marcha toda una secuencia de acontecimientos que, a su manera, podrían ser más desastrosos que la visión. Por otro lado, la Brillante enviaba esas imágenes a Tuala por un motivo. Y el motivo era Bridei, que no sólo era su esposo, su amado, su más querido amigo y el padre de su hijo, sino también el rey de Fortriu, el gran líder de su pueblo. ¿Qué otra cosa podía ser la visión sino un llamamiento a la acción?

Con aquel dilema dándole vueltas en la cabeza, Tuala se hallaba entonces junto a los muros del nivel superior de la Colina Blanca con Aniel, mirando colina abajo por si veían alguna señal de unos jinetes que se acercaban. Ban estaba a sus pies, con el cuerpecito tenso de expectación. Tuala había llamado a Aniel en cuanto vio a Faolan en el agua, pues había cierta esperanza en su retorno. ¿Acaso la mano derecha de Bridei no había sido siempre capaz de llevar a cabo las misiones más retadoras y de encontrar respuestas a los misterios más desconcertantes? Era atrevido, ingenioso y capaz. Quizá hallaría una solución allí donde incluso Broichan no había podido descubrir una. Tuala no comentó la inquietud que le había provocado el aspecto de Faolan. Dejaría que aquellos viajeros contaran su historia antes de compartir la suya.

Ya casi anochecía cuando los jinetes aparecieron a la vista. Al verlos, Tuala reprimió un grito ahogado de sorpresa.

—Creía que me habías dicho que Ana y Faolan iban solos —comentó Aniel, que tenía los ojos entrecerrados para ver mejor—. Entonces, ¿quién es ese otro hombre?

El tono de su voz reflejaba la propia respuesta de Tuala. Faolan y Ana no tan sólo iban acompañados de una tercera persona, sino que esta compartía el caballo con Ana y la sujetaba con un brazo. Los cabellos dorados de la muchacha, sentada en la silla delante de él, se enredaban con la melena de rebeldes rizos rojizos de aquel hombre. Los dos eran como una imagen sacada de una historia antigua, una visión encantadora y deslumbrante.

—No es un guardaespaldas —dijo Tuala—. Lo único que se me ocurre es que sea su esposo, Alpin del Brezal. Da la impresión de que le ha ido mejor de lo que todos esperábamos. —El compañero de Ana era, sin ninguna duda, la más magnífica muestra de belleza masculina que nunca había visitado la Colina Blanca. Incluso Tuala, que consideraba a Bridei el hombre más perfecto de todo Fortriu, se vio obligada a admitirlo. Recordó, con retraso, la visión que Fola le había narrado, la cual incluía una batalla con lobos y que en su momento le había parecido poco probable. Entonces se fijó en la corneja cenicienta que iba en el hombro derecho de aquel individuo y en el pájaro más pequeño posado en el izquierdo. Ana ya no llevaba el guante, y el halcón tampoco estaba. Había algo decididamente extraño en todo aquello. Su amiga iba apoyada en aquel joven como si fuera su casa, su hogar, su santuario. Él tenía el brazo curvado y la sujetaba con delicadeza y ternura, rodeando su delgado cuerpo vestido con una ropa demasiado grande. Quizá la misión había sido un éxito después de todo.

—Vamos —le dijo Tuala al consejero—. Tenemos que bajar y recibirlos como es debido. Tienen una historia que contar, y me da la impresión de que será insólita. Vamos, Ban. —El perrito la siguió obedientemente, pero iba con las orejas gachas. Tuala sintió lástima por él—. Ten paciencia —le susurró, inclinándose para acariciarle la cabeza a la pequeña criatura—. Volverá a casa. —«Quiera la Brillante que así sea». Añadió en silencio. «Que los dioses lo devuelvan vivo, ileso y victorioso, para que no tengamos que volver a luchar durante un tiempo. Que mi próximo hijo nazca en un mundo en paz».

Era una historia extraña, en efecto, y lamentable, puesto que once hombres de la Colina Blanca habían muerto en el Vado del Rompiente y había que darles la horrible noticia a sus familiares. Tuala tenía la sensación de que Faolan, que era el que llevaba el mayor peso de la conversación, no había explicado toda la historia. Había presentado al desconocido como el hermano de Alpin, y Ana les había dicho con calmada seguridad que el jefe de clan del Brezal había resultado ser mucho menos de lo que esperaban. Anunció con frialdad que había muerto como resultado de un desafortunado conjunto de circunstancias. Con el permiso del rey, iba a casarse con su hermano en vez de con Alpin. Su hermano, aquel atractivo desconocido de ojos brillantes cuya actitud mortificaba a Tuala porque le recordaba algo que no podía acabar de identificar. Los dos pájaros permanecieron cerca de él incluso allí, en la cámara del consejo donde los viajeros se habían reunido con Tuala, Aniel y Tharan para explicarse. Drustan cogía abiertamente de la mano a Ana y ambos se miraban con frecuencia, como si no pudieran soportar apartar la mirada el uno del otro. Salvo por un saludo cortés, Drustan no había dicho ni una sola palabra. Allí había un misterio, pero tendría que esperar.

—¿Qué se sabe de Bridei? —preguntó Faolan—. ¿Dónde está? ¿Hasta dónde ha avanzado el ejército?

Tharan se aclaró la garganta. Aniel miró a Drustan de forma harto significativa.

—Tenemos que hablar contigo en privado, Faolan —dijo Tuala—. Hay un asunto serio y urgente que debemos exponerte. Esperamos fervientemente que puedas ayudarnos.

—¿Qué asunto es ese? —su tono era áspero.

—En privado —contestó Aniel con firmeza—. Lady Ana, estarás agotada tras la cabalgada desde Abertornie. Procuraré un refrigerio y unos aposentos para tu…

—Deberían quedarse —dijo Faolan—. Esto concierne a Bridei, ¿verdad? Podéis hablar sin tapujos delante de ellos; de hecho, deberíais hacerlo. A Ana se le pueden confiar vuestros secretos. Drustan es un amigo y un aliado.

Los dos consejeros se lo quedaron mirando sorprendidos. Lo que Faolan sugería era una absoluta violación del protocolo. Había razones de peso para cumplir con dichas normas, especialmente en tiempos de guerra. Faolan, más que nadie, tenía que conocer los riesgos que comportaba la divulgación de información confidencial.

—En este conflicto no soy leal a nadie y nunca lo fui —intervino Drustan en voz baja—. Mi hermano se creyó con derecho a utilizar mi territorio como base para su fuerza naval, cosa que va a cambiar cuando regrese al Valle de la Ensoñación. Ahora que Alpin ha muerto, el Brezal también pasará a estar bajo mi custodia. Los amigos de Ana son mis amigos. Yo estoy al margen de la guerra.

—Contádnoslo —dijo Ana—. ¿Qué ocurre? ¿La empresa de Bridei ha salido mal?

—Lo siento —el tono de voz de Aniel fue súbitamente severo—, este tipo de asuntos son para tratarlos en privado. Sea cual sea la opinión de Faolan, y en ausencia tanto del rey como de su druida, la decisión nos corresponde tomarla a mí y a mi compañero consejero, con el consejo de la reina. Nadie obtiene acceso a semejantes reuniones en virtud de haber trabado conocimiento con el pleno instantes antes, o de la presunción de que en un futuro podría ser considerado un pretendiente aceptable para una rehén real.

En los cansados rasgos de Faolan apareció una mirada que sólo podía describirse como alarmante. Cerró las manos y apretó los puños.

—Drustan —dijo Ana en tono calmado—, tú y yo nos retiraremos durante un rato. Aniel tiene razón, estoy cansada, y además quiero enseñarte el jardín antes de que oscurezca demasiado. Y presentarte a Derelei. Vamos, ¿quieres?

—Gracias, Ana —dijo Tuala—. Me temo que no podréis ver a Derelei; se encuentra en Banmerren con Broichan. Iré a verte en cuanto terminemos aquí. —Y cuando Ana y su extraordinario joven salieron, sin soltarse de la mano, añadió—: Faolan, siéntate, por favor. No tenemos tiempo para discutir entre nosotros. Bridei corre peligro. Necesitamos tu ayuda.

Él se sentó sin decir palabra.

—Cuéntaselo tú, Aniel —dijo Tuala.

El consejero se lo contó todo. Le habló de la visión —no especificó de quién—, de la batalla, del forcejeo, del joven robusto con el cuchillo. Tuala vio que las mejillas de Faolan empalidecían y que su mandíbula se tensaba a medida que avanzaba la explicación.

—Creemos —terció Tharan con seriedad— que esto tiene que ocurrir pronto, si es que no ha ocurrido ya. Broichan dice que no está en su poder realizar un viaje rápido al oeste, como es bien sabido que hacen en ocasiones las personas de su condición. En realidad, ahora mismo, en todo Fortriu no hay ningún druida vivo que posea dicha capacidad. Hemos mandado mensajeros, por supuesto. Pero estamos convencidos de que no podrán avisar a Bridei a tiempo. Ahora mismo, el clima es templado y agradable, anormalmente bueno para ser otoño. La descripción de esta escena, la luz, el color de los árboles, todo sugería unas condiciones como las actuales. A nuestro juicio, la localización de esta batalla encaja con el plan de los jefes de guerra de Bridei. Creemos que es inminente.

—El augurio de Broichan, antes de que Bridei se marchara, contenía una advertencia de muerte. —Incluso en aquel entorno, rodeada únicamente de consejeros de confianza, Tuala se cuidó mucho de mencionar su papel en todo aquello—. La situación es desesperada.

—Debería estar allí —masculló Faolan—. Tendría que haber ido con él.

—Esperábamos —dijo Tuala— que tú pudieras pensar en algo que a nosotros no se nos hubiese ocurrido. No puedo creer que los dioses sacrifiquen a Bridei con tanta facilidad, ni que hayan concedido esta visión si no hubiera forma de intervenir. Debemos salvarle.

—Hay una solución —afirmó Faolan—. La tiene Drustan: el hombre en quien no confiáis. Le estaréis pidiendo que se ponga en peligro. Le estaréis pidiendo a Ana que arriesgue el futuro que con tanto esfuerzo se ha ganado. Incluso con la vida de Bridei en juego, esto no me gusta nada.

—Hablas en clave —dijo Tharan—. ¿Cómo puede ayudarnos ese hombre? Es un desconocido. Es caitt; es el hermano de un hombre que por lo visto podría haber estado aliado con Dalriada. ¿Cómo puedes confiar en él, incluso suponiendo que pueda hacer lo imposible?

Faolan no respondió.

—Faolan —se aventuró a decir Tuala—, el tiempo apremia. ¿Qué deberíamos hacer?

—Hablaré con ellos —dijo con renuencia, evitando cruzar la mirada con los demás—. Si quieren ayudar, les corresponderá a Ana y Drustan explicároslo, contaros su historia. Él puede alcanzar a Bridei a tiempo. Otra cosa muy distinta es si deberíamos asignarle esta tarea.

Esperaron a que amaneciera. Drustan, reticente y nervioso ahora que se encontraba entre extraños, no quería efectuar su transformación en público. La propia Ana la había observado por primera vez hacía tan sólo uno o dos días y le había resultado evidente que él todavía consideraba su habilidad como un don y una carga al mismo tiempo, algo que siempre lo señalaría como a alguien diferente, extraño y, para ciertas personas, amenazador. A ella le había parecido maravilloso y bello contemplarlo. Cuando le había hecho el amor, Ana había sentido su doble naturaleza en la vibrante potencia de su cuerpo, en el roce suave como una pluma de sus manos, en el inestable e impaciente júbilo del que fue presa después. La energía de su unión había sido tal que, la mañana siguiente, al alba, él se había visto obligado a entrar en su otro mundo, a adoptar su otra forma durante un tiempo. Ella se maravilló al ver a aquel hombre alto de pie en un claro, con los brazos extendidos como si estuviera rezando, los brillantes ojos abiertos a la tierra, al árbol y al cielo pálido, y entonces, en un remolino de súbito movimiento, al halcón elevándose hacia la infinita extensión de azul. Había vuelto con ella en aquella otra forma y Ana lo había acariciado con su voz, con su mano suave, y lo había llevado a casa posado en su mano enguantada con un orgullo, un respeto y una ternura tales que en su corazón no había espacio para el recelo.

En aquellos momentos, mientras se despedía de él en la intimidad de un pequeño patio de la Colina Blanca, lo rodeó con sus brazos e intentó con todas sus fuerzas creer que aquella no era la última vez. Procuró que su voz sonara segura.

—Vuela con prudencia, corazón mío. Vuela certeramente y encuéntralo. Yo estaré aquí esperando.

Drustan besó el cabello de Ana. No dijo nada, pues su cuerpo ya estaba preparándose para la transformación. La abrazó un momento, luego la soltó y se apartó. Ana observó en silencio mientras él giraba una, dos veces, y el filo del sol naciente convertía en fuego su cabello leonado. Vio cómo las grandes alas del ave se extendieron y empezaron a agitarse, y una sola pluma brillante cayó para posarse en las losas del suelo junto a sus pies. Él revoloteó sobre la cima de la Colina Blanca y se alejó volando en dirección sur hacia Dalriada. En el tiempo que Ana tardó en agacharse y recoger la pluma de un rojo dorado, y la corneja y el piquituerto en aparecer de ninguna parte para posarse, uno y dos, en sus hombros, Drustan había desaparecido de la vista.

Ana se quedó en el patio; se resistía a entrar a pesar del frío de la primera hora de la mañana. Era consciente de la inquietud que aquella misión provocaba en Drustan; él presentía su causa, aunque no quiso hablar de ello. Sólo era un mensajero y, aun así, volaba para meterse en medio de una guerra y encontrar a un hombre que quizá estuviera luchando por sobrevivir. Y había habido otra cosa, una mirada en sus ojos cuando los demás le describieron al agresor. Ana no sabía de qué se trataba, pero lo que sí sabía era que Drustan no era un guerrero, a pesar de todas las habilidades que Deord le había enseñado. No tenía ningún deseo de venganza o de castigo. Lo único que quería era una esposa, un hogar y libertad.

Ana no podía entrar en la casa. Si se quedaba allí donde lo había visto y lo había abrazado, donde él se había despedido, la distancia hasta Dalriada no parecía tan grande, ni tan insuperables los peligros que se extendían entre la Colina Blanca y el campo de batalla del oeste. Un pájaro era un ser muy frágil, un milagro de huesos y plumas y un corazón que latía muy rápido. Incluso un gran cazador como un águila o un halcón era vulnerable a las tormentas, al frío o a una flecha o una piedra arrojada por alguien. Además, no tan sólo tenía que recorrer volando aquella larga distancia, sino encontrar a Bridei cuando llegara, en un territorio en conflicto, salpicado de campamentos de guerreros. Quizá tendría que buscarlo entre la confusión de la batalla. Bridei era rey; no obstante, en la guerra no llevaba ninguno de los símbolos de su dignidad. ¿Cómo sabría dónde estaba Bridei? ¿Cómo lo identificaría? Era una misión desesperada, sin duda. Era lógico que a Faolan le hubiera costado tanto planteársela.

Drustan había escuchado con calma mientras Tuala le daba la descripción más detallada que pudo sobre el momento, el lugar, el aspecto del rey y el de su asesino potencial. Él había formulado algunas preguntas sobre el joven guerrero caitt —cómo llevaba el pelo y si sus ojos eran de un azul pálido poco corriente— y después había dicho que sí, que lo haría. Advertiría a Bridei.

Ana sabía por qué Drustan había accedido sin vacilar a pesar de todos los riesgos que la misión comportaba. Por una parte, estaba su deseo de ayudarlos para corresponder a la amistad y confianza que Ana y Faolan le habían ofrecido. El otro motivo era más poderoso y sólo podría expresarse con palabras cuando la acción se hubiera realizado. Hablar de ello demasiado pronto sería como burlarse de los dioses. Pero Ana lo había visto en los ojos de Drustan, en la mirada que le dirigió cuando Faolan les dijo lo que Tuala y los demás querían. Drustan lo estaba haciendo por su propio futuro y el de Ana. No había querido revelar toda la verdad sobre sí mismo cuando hacía tan poco tiempo de su llegada a la Colina Blanca. Cuando llegara el momento, no tendría más remedio que hacerlo.

Pero entonces se había ido, el sol salía y, a medida que el día se hacía más dorado y luminoso, las sombras iban invadiendo el corazón de Ana. Quizá había supuesto demasiado, había querido demasiadas cosas. ¿Acaso su repentina decisión de abandonar sus obligaciones había puesto a los dioses en su contra? Quizá, aquel mismo día, la Diosa Madre la despojaría de su maravilloso regalo, de su gran aventura, de la vibrante criatura que tenía el poder de llenar de felicidad su vida. Ana no creía que, llegado el momento, tuviera la capacidad de ser estoica. Si lo perdía, su mundo se convertiría en cenizas.

—Estás triste. —Faolan había subido por las escaleras de piedra hasta el patio superior. Ana sabía que había estado esperando abajo, viendo cómo se iba Drustan, manteniéndose apartado para que ellos dos pudieran despedirse. Cuando él se acercó, los dos pájaros levantaron el vuelo y se posaron en el muro—. No le pasará nada. Es fuerte.

—Eso espero. Y también me gustaría que pudiera avisar a Bridei a tiempo. Me pregunto si nuestras vidas serán siempre así: un momento de seguridad para luego vernos sumidos de nuevo en el terror, mientras los dioses nos ponen a prueba una y otra vez.

—Quizá —repuso él, que se puso a su lado y bajó la mirada hacia los oscuros pinos que cubrían la ladera de abajo. A pesar del esplendor de la mañana, soplaba una brisa fría. El año no tardaría en dar paso a su época oscura—. Yo hace tiempo que no espero otra cosa. Confío en que tu camino sea menos complicado. No obstante, Drustan y tú tenéis que afrontar ciertos retos antes de que eso suceda. A él no le resultará fácil recuperar sus territorios perdidos.

—Como tú has dicho, es fuerte. Y podemos permitirnos un poco de tiempo para que se recupere y acepte todos estos cambios. No creo que nos quedemos aquí en la corte, Faolan. Buscaremos un hogar en alguna otra parte hasta que él esté preparado para volver a su casa. Ya le he preguntado a Tuala si Broichan nos permitiría quedarnos en Pitnochie en su ausencia. Drustan no está cómodo en los espacios cerrados, ni entre grandes aglomeraciones de gente. Es posible que eso nunca cambie.

Hubo una pausa.

—No iréis a dejar la corte por mi culpa, espero —comentó Faolan.

—Mis razones son todas buenas, basadas en el amor —repuso Ana, que le puso una mano en el brazo—. Por favor, no te vayas todavía. Bridei corre un gran peligro. Si lo matan, todo cambiará para todos nosotros. Nos haces muchísima falta. Tu fortaleza significa mucho para Tuala. Y si Bridei regresa a casa sano y salvo, querrá verte aquí, esperándole. Él confía en ti. Ya sabes los pocos amigos de verdad que tiene. —Ana percibió el temblor de su voz; tenía un nudo en la garganta. No levantó la vista, pero sintió el peso de la mirada de Faolan sobre ella.

—¿En un momento como este te preocupas por mí? —preguntó él incrédulo y lleno de ternura.

Ana ya no pudo contener sus lágrimas; al cabo de unos instantes notó que Faolan la rodeaba con sus brazos y ella apoyó la cabeza sobre su hombro y lloró. Y si la abrazó como un amigo, como un hermano o como un enamorado que comprendía que aquella iba a ser la única vez que tendría tan cerca de sí a la alegría de su corazón, eso Ana nunca se lo contó a nadie. Cuando hubo derramado sus lágrimas, él le limpió las mejillas con la mano, mirándola a los ojos, y Ana tuvo la sensación de que estaba bebiendo hasta saciarse, almacenando recuerdos que lo sustentaran en las solitarias estaciones que estaban por venir.

—Yo… —empezó a decir Faolan, pero se detuvo y su boca se contrajo en una mueca.

—¡Chiss! —dijo Ana, que le tapó los labios con los dedos—. No lo digas. Ya lo sé. Voy a entrar. Hace frío y Tuala está abajo en el jardín, vigilándonos desde antes de que Drustan se marchara. Sólo te pido que no te vayas ahora mismo. Espera un poco y piénsalo. Prométemelo, Faolan. Al menos quédate hasta que sepamos que Bridei y Drustan están bien.

Él esbozó una tímida sonrisa.

—Me veo incapaz de negarme —dijo—. Me quedaré en la Colina Blanca hasta que Bridei me dé permiso para irme. Es lo único que puedo prometerte. —Y le alzó la mano, pero no la besó, simplemente la sostuvo contra su mejilla un instante, luego la soltó y se alejó. Ana supo que siempre iba a recordar su expresión: la boca con una mueca curiosa, como burlándose de sí mismo, los ojos desolados.

—¡Ana! ¡Faolan! —la voz de Tuala llegó a lo alto de la escalera, cuidadosamente suave, aunque era ella quien más tenía que perder en aquellos desesperados momentos—. Se me ha ocurrido que, aunque es temprano, podríamos desayunar en el jardín. ¿Queréis acompañarme? Ahora que Derelei no está no me acostumbro a tanta quietud. —Era un valiente intento por mantener la calma. Ana se dio cuenta inmediatamente. Tuala estaba muy preocupada y se sentía muy sola.

—Por supuesto —contestó, y bajó las escaleras para tomar a su amiga del brazo—. Drustan ya está de camino, ahora sólo debemos esperar a tener noticias. Faolan y yo tenemos más cosas que contarte. Lo que explicamos ayer no fue más que un anticipo. Me temo que te voy a sorprender, Tuala. Me marché siendo una persona y he vuelto siendo otra completamente distinta.

Tuala y Faolan cruzaron una mirada. Ana no pudo interpretarla.

—Yo no lo expresaría de ese modo, querida —le dijo la reina en voz baja—. A mí más bien me parece que has descubierto quién eres.

—Todos hemos cambiado —dijo Faolan—. El fuego de las dificultades nos ha forjado de nuevo, obligándonos a dejar de ser quienes éramos. Las circunstancias han tensado nuestras resistencias como cuerdas de arpa y convertido nuestros corazones en redoblantes. El destino toca una melodía distinta en cada uno de nosotros. Amor, pérdida, traición, realización.

Tuala abrió desmesuradamente los ojos.

—Hablas como un bardo, Faolan —observó.

—Lo que hemos pasado nos ha hecho más fuertes —dijo Ana—. Ahora debemos rogar para que Drustan sea lo bastante fuerte para realizar este viaje y para que los dioses sigan sonriéndole a Bridei.

A continuación bajaron los tres al jardín y comenzó la larga espera.

El ejército de Fortriu avanzó contra los escotos al amanecer. Las fuerzas de Gabhran se hallaban concentradas a lo largo del flanco sur de un amplio valle por el que corría un río de dimensiones considerables, ancho, pedregoso y rápido, pero que en su mayor parte no cubría más que hasta la rodilla. Era inevitable que aquel curso de agua fuera el escenario de lo más encarnizado del combate. Los hombres de Bridei se habían acercado al abrigo de la oscuridad y con la primera luz del día emprendieron un ataque frontal: una carga de caballería, una rápida retirada y luego una firme arremetida con hombres a pie que mantenían la formación de bloqueo con picas. Cuando la línea de jinetes armados con lanzas galopó hacia el campamento enemigo, el adversario todavía intentaba ocupar sus posiciones defensivas a toda prisa, por lo que sufrió numerosas bajas en aquel primer ataque. El asalto en bloque con las picas que siguió fue disciplinado y mortífero. La primera fila, provista de escudos, aguantó formando una sólida pared defensiva; las estocadas de las lanzas de la segunda fila sobresalían por encima de los hombros de los que formaban la primera como las púas de un erizo, y la tercera fila iba equipada con lanzas arrojadizas que lanzaron por encima de aquella formidable barrera contra la concentración de soldados de a pie enemigos.

Carnach y Bridei, uno al lado del otro sobre sus monturas y jadeantes tras aquella primera carga y retirada vertiginosas, observaban la triple línea de hombres que avanzaban continuamente mientras oían el rugido de su desafío: «¡Fortriu! ¡Fortriu!», salpicado por el resuelto ruido de los pies enfundados en botas, el crujido de la lanza de hierro que astillaba el escudo de madera, el zumbido y el golpe sordo de las flechas escotas lanzadas demasiado tarde para desviar aquella implacable marea.

Hargest había cabalgado al lado del rey, junto a Cinioch, y había matado a su primer escoto con un eficiente y amplio movimiento de la espada. Una vez finalizada la carga montada, Cinioch se había marchado para intercambiar su lugar con Enfret, allí donde los jinetes de Carnach se estaban reagrupando. El joven esperó con todo el cuerpo tenso por la fiebre de la batalla, en tanto que Bridei y Carnach analizaban la evolución de los guerreros y revisaban su estrategia. Los escotos volvían a formar en lo alto de la elevación cercana a su campamento. No los habían cogido desprevenidos. El avance priteni llegó un poco más temprano de lo que ellos se esperaban, nada más. No tardarían en volver a agruparse para defenderse fervorosamente. Su número era considerable.

—En un momento determinado dejaremos que nos hagan retroceder hasta el río —estaba diciendo Carnach—. ¿Seguimos estando de acuerdo? Nuestros hombres no deben avanzar más allá de esa pared de piedra de ahí arriba o se arriesgarán a quedar atrapados, eso si los jefes de clan de Gabhran saben lo que están haciendo. Debemos darles ventaja a los escotos, atraerlos hacia adelante.

—Pero no con excesiva inmediatez —dijo Bridei con la vista clavada en un punto concreto donde se había alzado una bandera, quizá la del rey de Dalriada—. Tiene que parecer convincente. Podría ser que tardáramos un poco, Carnach.

—Lo aguantaremos. —El jefe de clan del Recodo del Espino dirigió una mirada en dirección a Hargest—. Protege bien al rey, muchacho. Esto se pondrá muy feo antes de que termine la mañana.

—¡Ya sé lo que me hago! —replicó el joven con brusquedad.

Carnach no le hizo caso.

—Que la Brillante te proteja, Bridei.

—Que el Guardián de las Llamas te ampare, amigo.

Entonces, ambos cabalgaron en dirección contraria. Carnach, seguido de cerca por su propio guardaespaldas, Gwrad, avanzó detrás de sus soldados de a pie para adentrarse en la refriega, donde el bloque de picas se había dividido en pequeñas unidades de ataque formadas por seis o siete hombres que trabajaban juntos para imponer la ventaja táctica contra una confusión de guerreros escotos. Cuando se aproximaran a la pared, Carnach ordenaría una retirada; los hombres ya habían sido alertados de esa posibilidad y reconocerían en las palabras de la orden de su jefe de clan que se estaba jugando una pieza particular de la estrategia. No habían dejado de repetirles la necesidad de obedecer al instante, puesto que responder a esa orden iba en contra del instinto; en aquellos momentos ya no había quien los parara y estaban avanzando casi más deprisa de lo que Carnach quería.

—¡Por aquí! —ordenó Bridei, que guio a Nieveardiente hacia los guerreros a caballo que habían sobrevivido a la primera carga y que en aquellos instantes evaluaban los daños sufridos por hombres y monturas en tanto que los soldados de a pie se enfrentaban a su vez al enemigo. Muchos habían caído por culpa de una flecha o una lanza de punta arponada despedidas a toda prisa. Un caballo yacía revolcándose en el suelo con una de las patas delanteras rota. Un fornido guerrero, con lágrimas en los ojos, le acariciaba el cuello al animal con la mano izquierda mientras que con la derecha preparaba el cuchillo. Uven le estaba aplicando un improvisado vendaje en el brazo a un joven combatiente. Cinioch había desmontado y estaba atendiendo a un caballo sin jinete. Y Enfret…

—Hemos perdido a Enfret, mi señor. —Uven levantó la mirada cuando Bridei pasó por su lado y le dio la noticia desapasionadamente—. Una flecha lo alcanzó en el cuello; murió luchando. Lo vi abrir el pecho de un escoto con su espada.

«Otro más».

—Que la Brillante le conceda el descanso —dijo el rey—. Sed fuertes, muchachos. Aguantad. Ahora ya nos acercamos al final y vamos a conseguirlo.

—¿Mi señor? —la voz de Cinioch, audible por encima de los sonidos de muerte que les rodeaban por todas partes al mismo tiempo, denotaba una furiosa pena—. Sería mejor que me tuvieras a tu lado. Ahí afuera la cosa está más revuelta que las tripas de una oveja. No estás seguro sólo con él —señaló a Hargest con una sacudida de la cabeza y este lo miró con el ceño fruncido—. Pero… —se pasó furiosamente la mano por un rostro surcado de suciedad y lágrimas.

—Pero tu amigo ha caído y tú quieres vengarle —dijo Bridei—. Lo comprendo. Cinioch, necesitamos hasta el último hombre avezado en este combate, incluyéndote a ti. Tú eres el único hombre de Pitnochie que queda ileso; debes representar a Breth, a Elpin y a Enfret en esta última batalla. Uven, sé que tú también harás una valiosa contribución, aunque ahora mismo sólo puedas utilizar un brazo. Lucíos, muchachos. Pensad en ello como en una recompensa por todos estos años que Broichan os tuvo plantados en Pitnochie vigilando a un niño al que le gustaba deambular por el bosque. Bajo estas circunstancias, me arreglaré con mi único guardaespaldas. Es Gabhran quien será un blanco seguro; veo su bandera desde aquí.

—De todas formas…

—No discutas, Cinioch, muévete. Cuando oigas la orden de Carnach, prepárate para que los escotos se arrojen contra nosotros en tropel; ellos creerán que nos batimos en completa retirada. Asegúrate de que tus propios lanceros no te hagan daño cuando retrocedan. Ahora ve. Uven, haz todo lo posible por proteger a esos hombres heridos. Que los dioses estén con todos vosotros.

Bridei le había explicado su propio papel a Hargest una mañana cuando los primeros rayos del sol habían despertado en los guerreros más jóvenes y menos experimentados una nerviosa impaciencia que era en parte emoción y en parte miedo. Ahora todos estaban avezados a la contienda. El norte de Dalriada no se había ganado sin una intensa lucha y todos habían tenido su parte de sangre y muerte. Sin embargo, aquella sería la batalla decisiva. Aquel día los dos ejércitos ponían en juego a su rey. Para Hargest, que ya había demostrado su valía con hechos de armas, constituía un nuevo desafío. Sin Bridei, Fortriu se quedaría sin líder, quedaría a la deriva, ya no estaría a salvo en las manos del Guardián de las Llamas. Poco importaba que otros pudieran asumir el puesto del rey como jefe en la batalla. Bridei era algo más que el mero monarca de Fortriu. Ataviado con su sencillo peto de cuero y su yelmo sin adornos, su túnica, sus pantalones de lana gris y sus prácticas botas, a un extraño le hubiera parecido exactamente igual que cualquier otro guerrero de veintiséis abriles, un joven en la flor de la vida, fuerte y resuelto. La única seña de su identidad, aparte de los símbolos de clan grabados en su rostro y que un escoto no podría interpretar, era su escudo de madera cuadrado que llevaba el símbolo del águila en azul sobre blanco. Sus ojos recordaban ese mismo azul. Eran los ojos de un adalid y un erudito, un combatiente y un conciliador, pues Bridei se esforzaba por ser todas esas cosas. El Gallardo de Fortriu. A menudo se preguntaba qué había hecho para merecer semejante título. Él era de carne y hueso. En medio de un campo de batalla era igual de vulnerable que cualquiera de los demás hombres, e igual de anónimo.

Su deseo de parecer un guerrero entre guerreros dificultaba el trabajo a sus guardaespaldas. Tanto Breth como Garth habían comentado en distintas ocasiones cuánto más fácil sería si el rey llevara un yelmo de oro o un torques de plata en el campo; si llevara su bandera junto a él o fuera protegido por un escudo de piqueros. Al menos sería menos probable perderlo de vista. Faolan había observado con sequedad que, como el rey se hallaba bajo la protección del Guardián de las Llamas, la propia presencia de los guardaespaldas era innecesaria de todos modos. Sin embargo, él era el más hábil de todos a la hora de pegarse a Bridei en medio de una batalla.

Hargest lo hacía lo mejor que podía, pero, en la vorágine del combate, Bridei sintió que, en varias ocasiones, la incisiva arma del joven se acercaba peligrosamente a su cabeza. Una vez, sólo el baile evasivo que Nieveardiente realizó hacia un lado evitó que el muchacho le partiera la cabeza en dos a su amo. Al cabo de un momento, su espada se desvió hacia un lado con un golpe cortante y un escoto que estaba preparando un hacha para lanzarla volando cayó al suelo, agarrándose el costado. Hargest sonrió; Bridei lo vio y apartó la mirada. Entonces hubo otro escoto, y otro, y quedó claro que Carnach había ordenado la retirada, pues una riada de hombres retrocedieron en tropel de las líneas de Dalriada en dirección al río, los priteni y los escotos juntos, enzarzados en cientos de pequeños combates desesperados. Los hombres caían; los pies calzados con botas los pisoteaban, los cascos de los caballos les golpeaban la cabeza y el suelo se convirtió en un espantoso guiso de barro, sangre y miembros. Hargest se mantenía firme sobre su imperturbable pony, protegiendo con su mole a Bridei y a Nieveardiente de lo peor de la riada humana. De vez en cuando bajaba el brazo y clavaba su daga o tajaba con su espada. A Bridei le pareció que el muchacho combatía de un modo casi arbitrario, como si intentara matar moscas o aplastar mosquitos a manotazos. Se preguntó qué le pasaba por la cabeza a Hargest mientras mataba.

Los escotos estaban ganando terreno. Se abrían camino hacia el río a cortes, tajos y garrotazos. «Haced retroceder a los priteni hasta el otro lado del curso de agua —estarían pensando los jefes de clan de Gabhran—. Mantenedlos en esa línea y el día será nuestro». Las fuerzas de Carnach efectuaban una retirada de la forma más ordenada posible. Aquí y allá una fila de seis o siete escudos seguía aguantando mientras los hombres mantenían su formación incluso cuando las lanzas del enemigo arremetieron y volaron contra sus miembros.

Los guerreros a caballo se hallaban en los flancos; unos cuantos hombres de élite utilizaron su ventaja en cuanto a altura y movilidad para acercarse poco a poco, propinar un golpe aplastante y darse la vuelta y alejarse. Los ponis de las montañas de Fortriu, entrenados a lo largo de muchas estaciones para efectuar ese tipo de maniobras, estaban sudando y tenían los ojos desmesuradamente abiertos, pues no hay entrenamiento, por riguroso que sea, que pueda enseñar a un caballo, o a un hombre, a estar preparado para los sonidos y visiones de una escena como aquella. Los gritos, los quejidos, el entrechocar del metal contra el metal y el horrible crujido y estrépito de los cuerpos que se quebraban bajo la arremetida: había que ser una extraña clase de criatura para no verse afectado por ello, para no soñarlo una y otra vez, noche tras noche, durante la época de paz. Hargest era de esa clase de hombres, pensó Bridei. El muchacho casi parecía estar disfrutando. Quizá la realidad de todo ello caería después sobre él. El rey contaba a cada escoto que mataba, miraba a los ojos a cada uno de esos hombres y se esforzaba por ver al enemigo que le había robado su tierra natal y había instaurado la sigilosa amenaza de la nueva fe en los corazones de su gente, pero sólo veía a otro hombre haciendo una tarea lo mejor posible. De todos modos, Bridei utilizaba sus armas con eficiencia, tal como le había enseñado a hacer su antiguo maestro, Donal. Difícilmente podía esperar que sus hombres lucharan si él no estaba preparado para hacer lo mismo. No dejó de vigilar aquella bandera ni un momento. Gabhran. Quería al rey de Dalriada vivo.

Estaban ya en el río. Las fuerzas de los priteni se hallaban todas agrupadas, algunos en el agua, otros en la orilla, aguantando con denuedo mientras las tropas de Dalriada se acercaban. En los flancos, los jinetes de Ged y de Morleo luchaban ferozmente con los escotos a caballo. Dalriada tenía un número de jinetes mucho mayor y se estaba aprovechando de ello de una forma devastadora. Los hombres de Ged se hallaban bajo presión. Bridei vio cómo, uno a uno, perdían el equilibrio y se caían con sus ropas irisadas; observó a los caballos sin jinete que, desbocados, volvían a cruzar el río y escapaban salpicados de espuma y con la mirada perdida. Buscó a Ged con la mirada entre el tumulto y lo vio montado en su bajo y fornido caballo oscuro, con una expresión adusta en su rostro pálido, abriéndose camino a hachazos con firmeza. No vio a Talorgen, pero las fuerzas del Pozo del Cuervo se mantenían firmes entre el centro y el flanco, evitando que el enemigo rodeara a los soldados de a pie de los priteni y los atrapara al cruzar el río. Carnach dio otra orden a voz en cuello y sus capitanes la repitieron con unas voces que sonaron como un estruendo de trompetas. Entonces la concentración principal de guerreros aumentó el ritmo de su retirada por el agua, relajando la presión que ejercían contra sus perseguidores.

—¡Atrás! —gritó Carnach—. ¡Atrás, en nombre del Guardián de las Llamas!

Los escotos intuyeron la matanza y así lo expresaron. Los cuernos atronaron. Los hombres gritaron: «¡Dalriada! ¡Dalriada!», y avanzaron en tropel como una marea enojada, haciendo retroceder a los priteni.

—Recemos para que esto funcione —murmuró Bridei, que detuvo a Nieveardiente un momento para echar un vistazo a sus espaldas—. Recemos para que Fokel y Umbrig hagan lo que han prometido, o perderemos la ventaja. —Mientras hablaba, dos jinetes escotos se acercaron al galope, uno con su lanza en ristre y el otro blandiendo un garrote. No había tiempo para pensar. El entrenamiento de Donal se hizo valer y Bridei guio a Nieveardiente hacia uno y otro lado con un movimiento engañoso, evitando al hombre del garrote, mientras que, por el rabillo del ojo, vio que Hargest bloqueaba la lanza con su espada y a continuación ejecutaba una diestra y poderosa maniobra que arrojó al oponente de la silla al suelo fangoso con una cascada de movimientos. El hombre que esgrimía el garrote estaba rodeando a Bridei para volver a arremeter de nuevo. Nieveardiente resopló y sacudió la cabeza. Bridei rodó para salir de la silla, se quedó colgando agachado contra la ijada del animal y pasó cerca del enemigo sin sufrir daño alguno. A continuación se alzó con la daga en la mano al tiempo que Nieveardiente giraba en redondo. Antes de que el escoto tuviera tiempo de darse cuenta de lo que había pasado, ya tenía el cuchillo de Bridei en el cuello y su vida se escapaba a borbotones manchándole la túnica de escarlata. El hombre cayó y su caballo se detuvo y se quedó temblando en medio de la vorágine que los rodeaba, inmóvil, quizá por la impresión o simplemente esperando unas instrucciones que nunca llegarían.

Bridei desmontó y se inclinó para recuperar su arma. No muy lejos de allí, Hargest también se había apeado de su montura. Mientras el rey lo observaba, el joven hundió su espada en el pecho del hombre al que había desmontado, no una vez, sino otra y otra hasta que de su oponente no quedó más que una aplastada masa de carne ensangrentada. Cuando Hargest levantó la vista, tenía el rostro pálido como la cera y sus ojos, de un extraño e inquietante color azul, brillaban como la luz de la luna en el hielo profundo. Bridei sintió un escalofrío de desasosiego. Eso era demasiado. Debía parar aquello al menos durante un rato, tenía que sacar de ahí al chico antes de que perdiera del todo el control.

—Hargest —le dijo con firmeza—, ese hombre ya está muerto. Vuelve a montar tu caballo y sígueme.

Resultaba difícil encontrar un poco de espacio en medio de aquella confusión de hombres que combatían y armas que guadañaban. Bridei condujo a su guardaespaldas a lo largo de un tramo de la orilla del río, subió por una suave cuesta hacia una zona de terreno llano entre unas rocas. Allí crecía un grupo de sauces raquíticos y el cuerpo de un guerrero de Dalriada, con la cabeza colgando de un modo inverosímil, yacía sobre un trozo de hierba oscurecida. Aparte de eso, el lugar se hallaba vacío. Más abajo, la batalla seguía adelante con encono; por entre los árboles se atisbaba su desarrollo y eso proporcionaba a Bridei una justificación para llevarse a Hargest del campo.

—Tus ojos son más jóvenes que los míos —le dijo al joven guerrero caitt, sin mencionar que a él le había entrenado la vista un druida—. Mira ahí abajo y dime si ves a los hombres de Fokel o de Umbrig. Esto está muy equilibrado; es un momento decisivo. Si no aparecen pronto, Gabhran hará retroceder a nuestras fuerzas al otro lado del agua.

—¿Por qué me miras de esa forma? ¿Por qué no vamos allí abajo y luchamos? —la voz de Hargest era muy joven y poseía una estridente arrogancia. Había algo más en aquel manojo de nervios a flor de piel; un tono extraño, el tono de un hombre frustrado. El chico parecía dispuesto a emprender una acción desesperada, a saltar de un precipicio o a destrozar un valioso tesoro.

—Porque estabas disfrutando demasiado —le contestó Bridei con rotundidad—. Tan sólo tienes quince años. Soy responsable de ti. Te pedí más de lo que debería haberte pedido. Hoy ya has dado cuenta de los escotos que te correspondían. —Miraba ladera abajo, buscando la bandera de Dalriada, que encontró al borde del agua, allí donde había una mayor concentración de hombres. Para entonces eran tantos los que habían caído que sus formas inertes formaban puentes y diques en el agua, que corría teñida de rojo en torno a ellos—. ¿Dónde está…? —empezó a decir Bridei. Las palabras se perdieron en una áspera exhalación cuando un fuerte brazo lo agarró rodeándole el pecho. Al cabo de un instante se halló de espaldas en el suelo con su asaltante arrodillado a horcajadas sobre él y una daga apuntándole al corazón. Instintivamente, agarró al atacante por las muñecas y al hacerlo se cortó la palma de la mano con la hoja. Lo sujetó con todas sus fuerzas, empujando hasta que sintió la tensión en la espalda, en los muslos, en su mandíbula apretada, en la cabeza. No tenía sentido llamar a su guardaespaldas. Al mirar, incrédulo, aquellos ávidos ojos claros, Bridei se preguntó cuánto tiempo llevaba Hargest planeando matarlo.

—¿Qué…? —Empezó a decir, pero el cuchillo descendió con más fuerza y supo que no podía malgastar el aliento hablando. Hargest era robusto, estaba en forma, era joven. Aunque Bridei se pusiera a gritar, ¿quién podría oírle en medio del estruendo de la batalla? En el espacio de unas cuantas respiraciones fatigosas iba a morir; cada inhalación, cada instante de resistencia era una breve despedida… Tuala, Derelei, Broichan…

«Sálvame —rezó haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad—. Sálvame por ellos, y sálvame por Fortriu…».

—Ya es hora de que alguien te dé tu merecido —dijo Hargest en un hilo de voz gélida. Bridei notó que el joven cambiaba la manera de agarrar el cuchillo, con lo que suavizó la presión durante un momento—. Eres un alfeñique que no merece llamarse rey y ya has evitado mi hoja demasiadas veces. Ha llegado el momento de morir. Eres idiota si no ves lo inevitable: son los escotos los que van a triunfar aquí. Cuando le lleve la noticia a mi padre ellos ya estarán por toda la Cañada. Tu reinado ha terminado, mi señor.

Entonces, Bridei arqueó la espalda e intentó retorcerse para salir de debajo de Hargest, pero este volvió a empujar hacia abajo y la punta de la hoja penetró en la carne. Cuando el rey estaba pensando que existía una técnica que Faolan le había enseñado en una ocasión, un truco que podía haber utilizado si hubiera estado preparado en aquel momento de respiro, sintió un dolor punzante en el pecho y, sin dosificarse más el aliento, se llenó los pulmones de aire y gritó:

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme, en nombre de los dioses!

Hargest sonrió. El cuchillo se hundió un poco más mientras los brazos de Bridei, con los músculos tensos en un doloroso y tembloroso espasmo, empezaron a perder fuerza. El rey percibió el aleteo de la diosa oscura sobre él. Su aliento frío le rozó la sudada frente y le susurró al oído su inquietante canción de cuna… Entonces vio un movimiento fugaz, algo que le rozaba la cara, plumas, garras, un pico, un ojo salvaje y un grito que igualó al suyo, el grito de un enorme pájaro de presa. Hargest también gritó y de pronto aflojó la presión de sus manos cuando las garras del halcón le rasgaron la cara, dibujándole unas líneas ensangrentadas. Bridei, un hombre criado por un druida, no perdió el tiempo reflexionando sobre la extrañeza de aquella intervención. Aprovechó aquel instante de ventaja y rodó, se deslizó, como una serpiente, como una anguila, como una salamandra mientras el pájaro se alzaba por los aires, sin dejar de proferir su áspera advertencia, y volvía a abatirse una vez más. Hargest retrocedió tambaleándose, con los brazos levantados para proteger su lacerado rostro. Bridei se puso de pie apresuradamente, concentrado en el cuchillo que Hargest seguía empuñando. El joven estaba allí de pie y unos hilos de sangre le caían sobre los ojos. Respiraba con dificultad, pero sostenía el arma con firmeza con los pies bien plantados en el suelo.

—¡Venga, vamos! —exclamó desafiando a Bridei y fulminándolo con la mirada—. ¡Cógelo, vamos, quítamelo! —entonces añadió—: ¡Maldita criatura! —y, como un loco, arremetió a cuchilladas contra el pájaro, que volvió a pasar rápidamente y estuvo a punto de derribarlo.

«Sálvame por Fortriu…». El rey se abalanzó contra Hargest y lo agarró por las muñecas. Entonces el halcón volvió a pasar volando una vez más, haciendo que el joven diera un traspié y profiriera una maldición y Bridei lo empujó con todas las fuerzas que le quedaban.

Hargest cayó al suelo. El sonido que produjo su caída fue algo con lo que Bridei soñó durante años; algo por lo que habría dado mucho para poder borrarlo de su memoria. Sin embargo, tras un momento de horrorizada inmovilidad, Bridei se inclinó para examinar al joven mientras el halcón se posaba en las rocas cercanas. Logró dominarse, aunque lo que vio le produjo náuseas. Se recordó la antigua máxima de Broichan que decía que de todo se aprende. Sí, incluso podía extraer una lección de la visión de un chico muy prometedor tumbado con la cabeza abierta como una fruta demasiado madura que hubiese caído del árbol. Hargest no había tenido suerte. Quizá los dioses habían colocado allí aquella piedra con la intención de que el joven muriera al golpearse la cabeza contra ella. Quizá aquella fue su respuesta, extremadamente simple, a los ruegos de Bridei.

Se arrodilló para cruzarle los brazos encima del pecho y colocar el cuchillo al lado del chico. Los ojos abiertos miraban al cielo, grandes, azules, con la mirada perdida. Bridei intentó encontrar una plegaria. De momento no se le ocurría ninguna. Lo único que podía pensar era: «¿Por qué?». Lo único que oía era el ruido sordo de su propio corazón, un latido de ira, dolor, horror y pena.

—¡Mi señor! ¡Bridei! ¿Qué…?

Un pequeño grupo de hombres se hallaba entonces junto a él, Cinioch y otros tres, todos a pie con las espadas desenfundadas y la tez pálida. Al cabo de un momento percibió un movimiento susurrante a sus espaldas y al darse la vuelta alcanzó a ver algo maravilloso e inquietante: el halcón de ojos salvajes y plumaje leonado convirtiéndose ante sus propios ojos en un hombre alto de hombros anchos con unos ojos que brillaban como las estrellas y una mata de pelo del mismo color rojo dorado intenso.

Cinioch volvió a gritar y los hombres se abalanzaron hacia delante, alzando las armas y dispuestos a atacar. Uno de ellos tropezó con el cuerpo del escoto muerto, que seguía tumbado en la hierba. El hombre pelirrojo levantó las manos; no llevaba espada, ni cuchillo, ni arco.

—Soy un amigo —dijo con una calma admirable, y luego se tambaleó como si estuviera exhausto y extendió una mano para apoyarse contra las rocas.

—Conteneos, muchachos —dijo Bridei—. Estoy bien. Este hombre acudió a rescatarme. Pero Hargest está muerto. —Le fue imposible explicarse más; en realidad, ni siquiera había empezado a entender lo ocurrido.

—Bridei, estás sangrando.

Cinioch se adelantó y, cuando el rey bajó la vista, vio una mancha de sangre que se extendía en su camisa, a través de la raja que la daga de Hargest le había hecho en el peto de cuero. También le goteaba sangre de la mano, del corte que se había hecho con aquella misma arma. Su mente le mostró una breve imagen de Hargest sentado junto al fuego por la noche, afilando la hoja con una concentración que le hacía fruncir el ceño y le daba intensidad a sus ojos entrecerrados.

—No es nada —dijo él, pero accedió a que Cinioch examinara los daños y le aplicara unos improvisados vendajes mientras decía que sin duda Bridei tenía la bendición de los dioses, pues si el cuchillo hubiera penetrado un poco más habría ido a parar a los brazos de la Diosa Madre sin ni siquiera darse cuenta. Uno de los otros hombres le estaba dando la vuelta al escoto, propinándole una patada simbólica. De no ser por la presencia del hombre pelirrojo, no habría sido necesario hablar de lo que había hecho Hargest. Pero aquel desconocido lo había presenciado. Había intervenido como en respuesta a la oración de Bridei. En forma de pájaro. ¿Acaso era un mensajero del Guardián de las Llamas? En aquellos momentos aquel desconocido se hallaba arrodillado junto a Hargest, con sus hermosos rasgos sombríos. Extendió el brazo y cerró los ojos del chico con sus largos dedos. Su mano no era del todo firme.

—¿Quién eres? —le preguntó Bridei.

—Un mensajero. Enviado por la reina, tú esposa.

—¿Por Tuala? Pero…

—Hubo una visión. Tus amigos de la Colina Blanca sabían que estabas en peligro de muerte y no había nadie capaz de alcanzarte a tiempo. Yo estaba allí y me ofrecí a venir.

Los demás hombres miraban la escena, y en sus rostros se mezclaba la desconfianza con el asombro.

—¿Eres un druida? ¿Un mago? —inquirió Bridei al tiempo que, ladera abajo, percibió un cambio en los sonidos de la batalla y supo que no tenían mucho tiempo para explicaciones.

—Soy Drustan del Valle de la Ensoñación y el Brezal; no soy ni un mago ni un druida. Veo en esto la mano de mi hermano: Alpin, quien tenía que contraer matrimonio con tu rehén real. Debo decirte que mi hermano está muerto y que nunca tuvo intención de cumplir con tu tratado.

Bridei permaneció en silencio un momento, pasando la mirada del desconocido al joven caído sucesivamente.

—Este es su hijo, ¿verdad? —dijo Drustan con la mirada triste—. Hargest. No lo veía desde que era pequeño, pero reconocería esos ojos en cualquier parte. La reina me describió al agresor, y supe al mismo instante que se trataba de él.

—Era tu pariente —dijo Bridei, y las palabras «tío loco» aparecieron en algún lugar de su mente—. Lo lamento; era una decisión que nadie tendría que verse obligado a tomar.

—Pero, mi señor rey —protestó Cinioch—, ¿qué estás diciendo? ¿Que fue Hargest, tu propio guardaespaldas, quien…?

—Es suficiente por ahora —dijo Bridei—. Tenemos que ganar una batalla y me parece que oigo sonar los cuernos de Umbrig. Drustan, deberías coger las armas de ese escoto; él ya no las necesita y tú debes poder defenderte tanto si tienes intención de quedarte aquí como si piensas luchar a nuestro lado o… —alzó la vista al cielo, pero no pudo expresar con palabras la tercera opción—. Te debo la vida. No voy a dejar que te mate el primer grupo de guerreros que te encuentre, ya sean escotos u hombres de Fortriu.

Drustan aceptó las armas en silencio, se acomodó el talabarte en la cintura y se echó la ballesta al hombro.

—Gracias —dijo—. Cabalgaré con vosotros. Puesto que por lo visto mis parientes os han traicionado por segunda vez, me corresponde a mí reparar el daño.

—¿Eres un guerrero? —le preguntó Cinioch sin rodeos.

—Puedo arreglármelas —respondió él, y tomó de las riendas al caballo de Hargest. El animal estaba nervioso y tenía los ojos desorbitados. Drustan le puso la mano en el cuello y le murmuró unas palabras al oído en un lenguaje que Bridei no comprendió—. No iré buscando escotos para matarlos, pero puedo cabalgar junto al rey y ayudar a protegerlo.

—¿Por qué quieres hacer tal cosa cuando puedes mantenerte al margen? —le dijo uno de los hombres en tono desafiante—. Si eres pariente suyo —dirigió una mirada fulminante al inerte Hargest— y él es el responsable de este ataque contra Bridei, debes estar loco si piensas que te confiaremos la seguridad del rey.

—Danos un motivo por el que debiéramos hacerlo —intervino Cinioch con el ceño fruncido.

—Ya os he dado uno —repuso Drustan, y montó el caballo con un grácil movimiento—. Reparo el daño causado por la traición de mis parientes. Os daré dos más. Soy amigo del guardaespaldas principal del rey, y puesto que Faolan no puede estar aquí donde más ansía estar, yo ocuparé su lugar. Y la tercera razón es que aquello que más anhelo en el mundo está en manos del rey Bridei. Si le hago daño, o dejo que tenga problemas con las espadas escotas, pierdo mi luna y mis estrellas, mi dicha y mi esperanza de futuro. Creedme, lo protegeré bien.

Se lo quedaron mirando en silencio. Entonces Bridei intervino:

—Debemos esperar para descubrir cuál es este tesoro del que hablas, pues mientras estamos aquí debatiendo la batalla se está perdiendo y ganando. Muchachos, ¿dónde están vuestros caballos? ¿Abajo en los árboles? Id a buscarlos y volved aquí. Me confío a la vigilancia de Drustan. Un hombre que viaja todo el camino de la Gran Cañada para traerme una advertencia no puede ser otra cosa que un amigo —miró al hombre pelirrojo—. ¿Estás listo?

Drustan asintió moviendo la cabeza con aire de gravedad.

—Lo estoy, mi señor rey. Cabalguemos.

Mientras salían al descubierto y se dirigían hacia el hervidero de guerreros que había junto al río, a Bridei se le ocurrió que aquel hombre que iba a su lado, tan corpulento y hermoso, de expresión cautivadora, ojos penetrantes y mata de exuberante cabello brillante como el fuego, casi podría ser el mismísimo Guardián de las Llamas con forma humana. Cuando Drustan había aparecido siendo primero una criatura y luego un hombre, Bridei se había preguntado por un instante si el dios de los guerreros había decidido responder a su grito de ayuda de una forma particularmente personal. Allí donde iba aquel hombre atraía todas las miradas. Si no era un druida, ¿qué era? Humano, sin duda, si era hermano de Alpin del Brezal. Pero ¿qué hombre común y corriente poseía aquella maravillosa capacidad de transformación? No había tiempo para considerar aquello con más detenimiento; había que volver a la batalla, aunque con cierta precaución. Su mano malherida suponía un lastre en la lucha y la pérdida de sangre por la herida poco profunda del pecho era probable que lo debilitara. El enigmático Drustan era una incógnita. Bridei sabía que, a partir de aquel momento, su propia supervivencia debía tener prioridad sobre la capacidad de ambos para contribuir como combatientes. Debía esperar que ese hombre pájaro pudiera proporcionarle una protección adecuada.

La batalla había vuelto a cambiar. Las bien entrenadas fuerzas de Fokel de Galany y de Umbrig, jefe de clan de los caitt, habían permanecido a la espera desde antes de que los escotos llegaran al valle, deshaciéndose calladamente de cualquier explorador de Dalriada que por casualidad se acercara a sus escondites de las zonas boscosas situadas más adelante en el ancho valle. Habían elegido bien el momento de intervenir. Se habían acercado a las orillas del río por ambos extremos en tanto que los escotos estaban enzarzados en un contraataque contra el avance de Carnach y habían llegado a la contienda cuando tanto los escotos como los priteni se hallaban concentrados junto al agua, allí donde habían atraído al enemigo con la retirada simulada. Los hombres de Umbrig se llevaron sus enormes cuernos de buey a los labios. Los guerreros de Fokel profirieron un clamoroso grito de guerra que heló la sangre en las venas incluso a Bridei, pues era como un mensaje del Cuervo Negro, una llamada desde el otro lado de la tumba. Las fuerzas de Carnach, que hacía un momento se hallaban en plena y rápida retirada, dejaron de luchar, se dieron la vuelta, afirmaron las piernas y alzaron sus armas, con un nuevo fervor que les hacía centellear los ojos.

Talorgen se acercó cabalgando a Bridei, con su propio guardaespaldas a su lado. El jefe de clan del Pozo del Cuervo tenía una expresión adusta; llevaba el rostro y la ropa manchados de sangre, pero se mantenía erguido en la silla.

—¿Ahora? —preguntó dirigiéndose a Bridei, pero mirando a Drustan de reojo con el ceño ligeramente fruncido.

—Ahora —respondió el rey, que sintió que lo invadía una extraña sensación de calma en el momento en que la escena que se desarrollaba frente a él estalló en un nuevo espectáculo de metal que entrechocaba y hombres que gritaban.

El guardia de Talorgen, Sobran, abrió un fardo que llevaba atado en la silla, sacó hábilmente un rollo de tela blanca y tres mástiles cortos que se encajaban y montó la bandera con una eficiencia fruto de la larga práctica. Por fin había llegado el momento en que el rey de Fortriu se diera a conocer.

—Álzala, Sobran —le dijo al hombre de Talorgen—. Avanzaremos todos juntos. —Y mientras se alzaba la bandera blanca y el viento de las Islas Occidentales la desplegaba para mostrar, en color azul, la media luna y la vara rota de la línea real y, por encima de ellas, el águila que era el símbolo real elegido por Bridei, una repentina quietud se adueñó de los hombres que se hallaban más cerca. Entonces el rey levantó el brazo, sostuvo el puño apretado en alto en honor al Guardián de las Llamas y gritó con un vozarrón que parecía provenir de más allá del reino terrenal:

—¡Fortriu!

Y de cien, quinientas, mil bocas resecas por el prolongado esfuerzo de la mañana, de un millar de cuerpos exhaustos por las feroces pruebas de combate mortal, de un millar de mentes en las que las visiones de muerte, pérdida y dolor permanecerían durante años venideros, se alzó un grito que sembró el terror en el corazón de todos los escotos que allí se encontraban:

—¡Fortriu! ¡Fortriu!

Los hombres de Dalriada lucharon con denuedo, pero desde aquel momento estaban condenados a la derrota. La llama que Bridei había visto en una visión hacía mucho tiempo y que seguía ardiendo en los pobres restos de un ejército priteni derrotado rugía, crepitaba y estallaba entonces en aquellos hombres agotados, y a él le pareció ver el resplandor del dios en todos y cada uno de aquellos rostros, desde el del jefe de clan avezado en la lucha hasta el del más humilde de los lanceros. Cada uno de ellos era un querido hijo del Guardián de las Llamas al que este sostenía en sus manos, en quien confiaba y a quien apreciaba. Era el destino de algunos caer y no volver a levantarse. Otros morirían a causa de las heridas, pues estaban lejos de casa. Muchos sobrevivirían para cabalgar, victoriosos, de vuelta a sus poblados y a los brazos acogedores de sus seres queridos.

Talorgen y Bridei avanzaron juntos. Sobran llevaba la bandera. Drustan, como un torbellino, ejecutaba unos movimientos sumamente eficientes, poco habituales y mortíferos, lo cual sorprendió un poco a Bridei. Como resultado de ello, ni un solo escoto se acercó lo suficiente como para desafiar al rey, aunque Talorgen tuvo motivos para emplear su espada más de una vez antes de que se abrieran camino hacia el río, y lo hizo con la habilidad y determinación que cualquiera esperaría de un avezado guerrero y jefe de clan.

Al rey de Dalriada se le presentaban varias opciones, tal como les ocurre a todos los líderes en el punto del conflicto en que la derrota se vuelve inevitable. Algunos prefieren la aniquilación en el campo de batalla, el sacrificio de todo un ejército de hombres antes que la amargura de la rendición. Otros sopesan con detenimiento las alternativas en los breves instantes que el destino les concede para ello mientras sus hombres yacen moribundos a su alrededor, y piensan más allá del momento de humillación, en un futuro en el que la negociación, la diplomacia, el reagrupamiento y las nuevas alianzas todavía pueden convertir en victoria una derrota. Al final, Gabhran tomó su decisión y se envió a un mensajero que atravesó la confusión de combatientes y restos de los caídos para ir a comunicársela al rey Bridei, quien en aquellos momentos aguardaba con serenidad bajo su bandera, rodeado de un grupo de guerreros a caballo. El mensajero llevaba una tela blanca anudada a la frente, por encima de su yelmo de cuero, una señal de que debían dejarle pasar sin causarle problemas. Cuando el mensajero llegó donde estaba Bridei y transmitió su mensaje jadeando, la calma se fue apoderando del escenario de la batalla. Los hombres miraron primero al rey de Fortriu, de ojos azules resplandecientes, que esperaba sobre su orgulloso caballo gris, tranquilo en medio de aquella carnicería, y después, tras una señal del mensajero con la tela blanca en la cabeza, volvieron la mirada hacia el río, hacia un lugar donde otro rey aguardaba bajo la bandera roja y dorada de Dalriada con una expresión en el rostro que, más allá del agotamiento, era de digna resignación. Entonces los cientos de pequeños combates empezaron a interrumpirse. Los combatientes retrocedieron, enfundaron las espadas y bajaron las lanzas, aunque sin perder de vista a sus oponentes. Los escotos empezaron a dispersarse más o menos en la dirección de su campamento original y tuvieron que detenerse cuando una implacable línea formada por los hombres de Fokel se acercó para bloquearles la retirada. Estaban rodeados. Si Gabhran optaba por continuar luchando hasta la muerte, se los llevaría a todos con él.

Había otra figura que llamaba la atención. Cuando el rey Bridei avanzó galopando y su escolta con él, los hombres de Fortriu se quedaron perplejos, y más de uno masculló una plegaria de niñez, pues parecía posible que el hombre de ojos vivos y cabellos encendidos que seguía de cerca al Gallardo de Fortriu pudiera ser nada menos que su querido Guardián de las Llamas convertido en un ser de carne y hueso, el que durante tanto tiempo había apreciado a aquel joven rey, su naturaleza devota y su compromiso con sus tierras y su pueblo. El hecho de que aquel hombre de excepcional atractivo parecía haber salido de la nada daba más peso a dicha teoría.

Bridei llegó a un punto determinado, desmontó y esperó a que el rey de los escotos se acercara a él. A su lado, Talorgen era el que entonces sostenía la bandera real, y por entre aquel caos que iba amainando cabalgaban otros jefes, Morleo y Carnach, que acudían a reunirse con el grupo del rey.

Gabhran se aproximó a pie, con su portaestandarte tras él y flanqueado por dos jefes de clan. Apenas había necesidad de palabras. Se detuvo a unos cuatro pasos de Bridei, se desabrochó el talabarte y lo depositó, con todas las armas, sobre el suelo embarrado. Habló brevemente en gaélico.

Bridei aguardó. Lo comprendía bastante bien, pero, por prudencia, nunca había explicado su dominio de aquel idioma. Una vez más, lamentó la ausencia de Faolan.

—Necesitas que te lo traduzcan —dijo alguien en la lengua de los priteni. Una figura menuda y tonsurada salió de entre las filas de los partidarios del rey de Dalriada.

—¡Tú! —Bridei no pudo evitar la exclamación al ver al hermano Suibne, el consejero religioso de Drust de Circinn, un hombre que había jugado un papel importante en su propia elección como rey—. ¡Estás en todas partes!

Suibne sonrió.

—Sólo Dios está en todas partes —dijo—. Mi puesto en la corte de Circinn ha sido ocupado por otra persona. Un fuerte viento me llevó hacia el oeste, un presagio de un gran despertar a la luz, de un nuevo amanecer de la fe. El rey desea oír tus condiciones para su rendición. Espera que seas magnánimo y que perdones la vida de aquellos de sus hombres que siguen en pie.

—No preguntaré cómo has salido de esta batalla sin un rasguño —le dijo Bridei al clérigo cristiano—, pues ya sé cuál será tu respuesta. Dile al rey Gabhran que estoy dispuesto a hablar. Debe ordenar a sus hombres que abandonen sus armas inmediatamente, que las coloquen en el suelo como ha hecho él y que retrocedan. Yo, a mi vez, ordenaré a mis fuerzas que se limiten a patrullar por el perímetro de esta zona hasta que lleguemos a un acuerdo. Tus hombres tendrán que atender a sus heridos; los míos harán lo mismo. Un movimiento en falso y esto no terminará pacíficamente, sino de forma sangrienta. Asegúrate de que Gabhran lo entienda.

Suibne repitió fielmente las palabras de Bridei al jefe escoto, que asintió a regañadientes. Se dieron una serie de órdenes que se transmitieron a todos los rincones del campo de batalla. Se hubiera podido esperar cierta renuencia a obedecerlas. Cuando uno acaba de estar enzarzado en un sudoroso y sangriento duelo a muerte, resulta extraño ver a tu oponente desarmado, a tan sólo un par de brazos de distancia, y no aprovechar la oportunidad para acabar con él. El grito de guerra había salido de sus labios hacía muy poco; el ardor de la inspiración divina todavía no se había convertido en cenizas en sus pechos. En cuanto a los escotos, ¿cómo podían confiar en que, una vez despojados de sus armas, no acabarían muertos a manos de los victoriosos priteni? Resulta difícil creer una promesa cuando quien la hace es un viejo enemigo.

No obstante, esta sólo había sido la última batalla de una guerra que se había prolongado durante casi toda una lunación. Los hombres de Fortriu habían soportado una larga y penosa marcha para llegar a Dalriada. Cuando los guerreros del Pozo del Cuervo y del Risco Tormentoso, de Pitnochie y del Recodo del Espino, de Abertornie y de Aguasluengas empezaron a dispersarse por las faldas poco empinadas del valle, agachándose aquí y allá para examinar un cuerpo destrozado, acuclillándose para levantar a un hombre que todavía parecía tener un aliento de vida, y los escotos, con más cautela, avanzaron para iniciar el mismo proceso, quedó claro que los dos ejércitos ya habían tenido suficiente. En los priteni el cansancio y la angustia empezaban a calar en su euforia, pues habían sufrido pérdidas sustanciales; en los escotos, la supervivencia ocupó el lugar de la victoria como el resultado más deseado. Atenderían a sus caídos y después, si los dioses lo permitían, podrían volver por fin a casa.