Los estrategas dicen que si al conseguir un objetivo no se pierden más de uno de cada tres guerreros, la acción puede considerarse un éxito. Bridei y Fokel perdieron entre los dos menos de esa proporción en la última batalla decisiva por Los Confines de Galany. La antigua bandera de Galany se izó en el poblado, en aquella ocasión, para que ondeara a perpetuidad. Se celebró un ritual de agradecimiento al Guardián de las Llamas en la colina cónica donde anteriormente había una enorme piedra grabada que señalaba el territorio como de los priteni. Aquella noche Bridei rezó sus propias oraciones en silencio y el hombre que vigilaba su soledad era Elpin, antiguo miembro de la casa de Broichan. Bridei le había concedido a Uven un tiempo de descanso, un tiempo que ya sabía que aquel guerrero de mediana edad pasaría con los demás hombres, repasando lo que habían visto y oído en la batalla de aquella jornada, hablando de los amigos perdidos, escuchando la extraña mezcla de dolor, ira y bravuconería, de determinación, coraje e incertidumbre que debía comportar una reunión como aquella.
En cuanto a Breth, ya nunca volvería a montar guardia junto a su rey y amigo. Uno de tres; podía haberle tocado a cualquiera caer bajo una rápida flecha, una espada cortante, una insistente lanza final. Bridei había perdido a su arquero de vista de lince en algún lugar en medio de la sangrienta vorágine que tuvo lugar frente a la empalizada de Los Confines de Galany, y lo encontró tendido sin vida, con los ojos abiertos, entre los restos humanos que quedaron esparcidos cuando la Diosa Madre hubo barrido el campo de batalla, llevándose los espíritus de los hijos de Fortriu que habían caído. Bridei había conocido a Breth en una competición de tiro con arco cuando él todavía era un niño y decidió perder para permitir que el guerrero salvara su orgullo ante un público formado por luchadores. Uno de tres; una victoria. No daba esa sensación, ni siquiera con Galany a salvo en manos de Fokel.
En cuanto terminó sus oraciones, Bridei mandó a Elpin a descansar y se sentó un rato con Hargest, a quien había hecho llamar antes. Sabía que debía volver pronto al poblado, encontrar palabras para infundir fuerzas y esperanzas a su ejército y tomar decisiones rápidas: quién se quedaría para proteger los territorios recién conquistados y quién marcharía hacia el siguiente objetivo. Debía determinar la mejor manera de ocuparse de los escotos cautivos, de las mujeres y los niños, de los ancianos. Lo haría. Pero todavía no. Aún no.
—Lo siento, mi señor. Lamento la muerte de Breth —le dijo Hargest en voz baja. Estaban sentados los dos junto a los serbales de lo alto de la colina que en otro tiempo había albergado la Piedra del Mago. Si fuera de día, disfrutarían de una amplia vista del valle, del poblado, del campo todavía lleno de escotos muertos y de las pálidas aguas del Lago del Rey, que, no muy lejos de allí, se extendía en dirección oeste hacia el mar.
Bridei pensó en lo joven que era Hargest, mucho más de lo que él había sido cuando tuvo su primera experiencia de la guerra allí, en aquel mismo terreno de pruebas.
—Me han dicho que hoy te has desenvuelto con valentía. Hiciste más de lo que te tocaba.
Hargest no dijo nada.
—Es una dura tarea —comentó Bridei.
—Son escotos. Merecen morir. Mi corazón latía más deprisa con cada uno que mataba.
Bridei lo contempló con socarronería.
—Debemos hacer todo lo posible por imponernos, eso es cierto —dijo—. Cuando seas mayor, dudo que lo veas de un modo tan simple. —Sin duda resultaría más fácil si uno pudiera pensar como aquel chico; aliviaría el dolor. Él nunca había poseído semejante seguridad. Las cuestiones sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, sobre la justicia y la ecuanimidad lo habían atormentado desde el día de su primer combate con el enemigo. No dudaba de la legitimidad de su misión divina de echar a los escotos de las costas de los priteni; lo que le pesaba era cada uno de los hombres caídos, ya fueran de Fortriu o de Dalriada, la conciencia de su pérdida. Breth había sido un buen hombre, leal y honesto, un verdadero amigo. Pero ¿quién podía decir si la muerte de su guerrero, a quien él tanto había estimado, era de mayor o menor importancia que la de aquel joven escoto con una lanza en el vientre o que la del arquero de barba oscura que iba con Fokel? El hecho de que un hombre no amara a los antiguos dioses de los priteni, el hecho de que su padre naciera en otro lugar distinto a Fortriu, ¿hacía que su muerte no fuera un sacrificio? Bridei pensó en Faolan, y no tuvo duda de que un buen hombre es un buen hombre, fueran cuales fueran sus orígenes, sus convicciones y su ocupación.
—Mi señor rey. —Hargest lo miraba detenidamente con el ceño ligeramente fruncido—, ¿en qué estás pensando? Pareces… distraído.
—Ideas peligrosas, muchacho. Debo dejarlas de lado hasta que finalice esta campaña. ¿Y tú? ¿No te ha inquietado lo que has visto hoy? Pasar de ser el cuidador de los caballos de Umbrig a ser un guerrero en la primera línea de batalla es un gran paso.
—¿Inquietarme? No, mi señor. La guerra es la guerra. La gente muere.
Bridei asintió con la cabeza.
—Tengo que decirte una cosa, y aunque parezca demasiado pronto, la diré ahora antes de que volvamos abajo y estemos rodeados de hombres haciendo preguntas. Eres un muchacho valiente y capaz. He perdido a Breth, lo que para mí es muy doloroso, pero tal como acabas de decir sin rodeos, la gente muere. Ahora vamos camino de un combate mucho mayor y será necesario que los hombres con más experiencia estén en lo más reñido de la contienda; no van a tomarse muy bien una misión que les exija anteponer la seguridad personal de su rey a sus propias oportunidades de dar cuenta del enemigo.
Hargest permaneció en silencio, esperando.
—No puedo ofrecerte el trabajo de Breth —le dijo Bridei con franqueza, pues el brillo de expectación que había en los ojos del muchacho lo ponía nervioso—. Puede que tengas aptitudes, pero te falta experiencia. —No añadió que todavía eran los primeros días, que era demasiado pronto para confiar en un joven que se había adherido al rey por voluntad propia y que era famoso entre los guerreros por su carácter voluble—. Tengo pensado repartir las obligaciones de Breth entre los hombres de Pitnochie. Vamos a necesitar a uno más o irán demasiado cortos de sueño. Quiero que te unas a ellos. No hay guardias en solitario; como ya sabes, normalmente trabajan por parejas. Tu ayuda me permitirá dejar que de vez en cuando se concentren en la lucha sin tener que estar vigilándome constantemente. ¿Lo harás, Hargest?
—Sí, mi señor-el joven hizo una mueca feroz. Con sólo echarle una mirada, cualquier aspirante a asesino se lo pensaría dos veces, sin duda.
—Vamos —dijo Bridei—. Tenemos trabajo que hacer esta noche. Tenemos otra marcha por delante, y otra batalla. Harás el primer turno de guardia con Enfret.
—Sí, mi señor rey —la voz de Hargest estaba llena no de la duda, el miedo y la nerviosa excitación que se esperaban después de una batalla, sino de expectación, determinación y un dejo de orgullo que casi resultaba petulante—. No te arrepentirás.
—Ya veremos —repuso Bridei. Quince años. ¿Estaba cometiendo una estupidez al confiarle semejante responsabilidad al muchacho? Hargest era ingenuo, impetuoso, tenía mucho que aprender sobre las personas y sobre lo que las motivaba. Pero en el fondo era un buen chico. Lo único que le hacía falta era alguien que lo guiara, que lo vigilara hasta que su criterio infantil se pusiera al mismo nivel que su físico de hombre adulto. A pesar de los torpes modales y la falta de sensibilidad de Hargest, a Bridei el muchacho le caía bien.
Mientras descendían la colina por el sendero en espiral, el rey volvió a pensar en Faolan, un hombre mucho más menudo que aquel fornido joven, y que tenía mucho más que ofrecer. Sin necesidad de que se le explicara nada, él sabía cuándo ofrecer consejo con su peculiar estilo directo o cuándo debía escuchar en silencio. Casi era un hermano para él. Y era un escoto. Un enigma; un dilema. Debía dejar de lado semejantes consideraciones hasta que consiguieran la paz. Donal, su viejo amigo y tutor, le había dicho en una ocasión que un guerrero no podía permitirse el lujo de ver al enemigo como a un hombre como él, o nunca tendría éxito en la batalla. En el momento del enfrentamiento, uno debía transformarse en una eficiente máquina de matar, fría y mortífera. Uno debía convencerse a sí mismo, al menos hasta que terminara la guerra, de que, en efecto, uno de tres era un buen resultado. Que los dioses lo perdonaran por lo que debía tener lugar; él no creía que pudiera perdonarse nunca.
Tuala tenía pensado quedarse en Banmerren sólo el tiempo necesario para asegurarse de que Broichan no saliera por la puerta antes de que Fola y sus mujeres pudieran empezar a ayudarle. Él no ocultó el hecho de que dudaba de su capacidad para lograr una cura; si no podía hacerlo él mismo, ¿cómo iban a hacerlo ellas? Tuala había tenido que presentarle argumentos relacionados tanto con Derelei como con Bridei antes de que el druida admitiera, con enorme renuencia, que estaba dispuesto a intentarlo.
Ferada había recibido muy bien a sus visitas y les había ofrecido el alojamiento que tenía preparado para la afluencia de estudiantes en otoño; unas habitaciones sencillas y claras que daban al jardín recién plantado. De todos modos, Tuala sabía que su amiga estaba contando los días que faltaban para volver a tener el lugar para ella sola. Garvan se marcharía pronto, pues había completado su trabajo en Banmerren y un nuevo encargo le estaba esperando en el sur. Ferada no dijo nada, ni el picapedrero tampoco, pero Tuala supo interpretar sus silencios.
Les dijo a Garth y Elda que estuvieran preparados para volver a casa al cabo de uno o dos días. Sería bueno regresar a la Colina Blanca, donde podía ocuparse de las cosas en ausencia de Bridei. Banmerren estaba lleno de recuerdos, algunos dulces y otros aterradores; la extensa copa de su gran roble parecía repleta de voces susurrantes. Apresuró el paso por el sendero, intentando no oírlas.
Broichan y Fola estaban sentados en una habitación sin ventanas, un lugar iluminado por las lámparas incluso entonces que el sol todavía estaba alto. Las paredes estaban cubiertas de estantes en los que se hallaban colocados ordenadamente los materiales e instrumentos del oficio de Fola. En una mesa central había un objeto oculto por una gruesa tela de lana teñida de negro. El aguamanil que había allí cerca le reveló a Tuala lo que era aquel objeto y lo que habían estado haciendo, por lo que retrocedió un paso.
—Entra, por favor —le dijo Fola—. Broichan y yo tenemos que hablar contigo. No vamos a tenderte ninguna trampa; comprendemos tu decisión de evitar el cuenco de hidromancia. Permanecerá tapado a menos que tú decidas lo contrario.
Tuala entró en la estancia y cerró la puerta tras ella. El hecho de saber lo que había debajo de aquella cubierta de tela oscura la ponía nerviosa. Incluso a través de la gruesa funda, el cuenco de hidromancia la llamaba, llenándola de las ansias de saber. Se había acostumbrado a apartar la vista de los charcos de agua, a evitar caminar junto al lago. Lo cierto era que su don de vidente era tan poderoso que, más que una bendición, resultaba un tormento.
Sus palabras llenaron un silencio que parecía plagado de peligro:
—Tengo intención de marcharme dentro de uno o dos días. Debo estar en la Colina Blanca. Hay muchas cosas que hacer…
—Podrías dejar aquí a Derelei un tiempo… —sugirió Broichan con voz queda. Parecía cansado, en su rostro se marcaban profundamente las arrugas.
Tuala no había pensado en lo que su marcha significaría para el druida.
—Derelei tiene que estar conmigo —respondió—. Todavía es muy pequeño; seguro que sus lecciones pueden esperar a que tú estés mejor.
El druida rara vez permitía que la gente viera en sus rasgos otra cosa que no fuera una máscara de adusta calma. En aquel momento, de pronto, pareció desconsolado.
—El niño ya está destetado, ¿no es cierto? —intervino Fola—. Podrías dejarlo aquí con la niñera. Si estás preocupada por su seguridad podrían quedarse también Garth y su mujer.
—¿Y dejar a Ferada con tres pequeños corriendo por ahí cuando están a punto de llegar sus primeras alumnas? —Tuala logró esbozar una sonrisa, pero sentía una intensa desazón. ¿Qué habrían visto para Derelei aquellos dos sabios videntes?—. Está en peligro, ¿verdad? —espetó—. Habéis visto algo. ¡Contádmelo!
Broichan suspiró.
—Te hablé de una visión, una visión poderosa e inquietante. Pero mi dominio del espejo de catoptromancia ya no es lo que era. Aquel momento de claridad fue como una flor brillante en un campo de tallos muertos y secos. Veo fragmentos, momentos, fugaces e impenetrables.
Tuala miró a Fola.
—Por desgracia, la Brillante no ha querido enviarme lo que necesito saber sobre los últimos tiempos —dijo la mujer sabia—. Ha cubierto su hermoso rostro con un velo y me ha dejado en las sombras. Tuala, nosotros, dos viejos amigos juntos, hemos discutido sobre el conocimiento limitado que los dioses nos conceden. Lo que hemos visto nos preocupa enormemente. Tenemos graves recelos. Pero no podemos hacer nada a menos que el cuenco de hidromancia nos revele más respuestas de las que somos capaces de invocar.
Tuala tuvo que obligarse a preguntar:
—Si habéis visto algún peligro para Derelei, debéis decírmelo. Puedo apostar más guardias, puedo…
La expresión de Fola hizo que se detuviera aquel torrente de palabras.
—Broichan te pide que Derelei se quede aquí porque no puede soportar que el chiquillo se vaya —dijo la mujer sabia en voz baja—. Él se recuperará mejor si tiene cerca a Derelei y puede seguir enseñándole. Pero tú eres su madre; la decisión es tuya. No es Derelei quien nos preocupa. Es Bridei.
Una mano fría se cerró en torno al corazón de Tuala.
—Contádmelo —dijo.
—Como ya te he explicado —siguió diciendo Fola—, las imágenes son poco claras e inconexas. Ya hace un tiempo que Broichan y yo creemos que hay una sombra que se cierne sobre Bridei, algún tipo de amenaza que trasciende los peligros propios de la guerra. Como no podemos invocar exactamente lo que queremos en el cuenco de hidromancia, no podemos pasar de ahí. Yo vi un enorme gato montés que lo acechaba. Broichan vio un extraño pájaro de presa abatiéndose sobre él. En otra visión vi a Ana con una tea ardiendo en la mano, luchando contra una manada de lobos.
—¿Cómo dices?
—Es algo increíble y más parecido a la clase de fantasía que imaginaría ver en el agua una joven y nueva estudiante del oficio que la que se revelaría a estos ancianos ojos, ya lo sé. Cuando añada que llevaba puesto un vestido muy corto y que tenía a un joven de improbable belleza a su lado, sin duda me dirás que estoy en mi segunda infancia. Pero eso es lo que vi.
Hubo un breve silencio.
—Si podemos averiguar cuál es el peligro —dijo Broichan—, al menos tendremos alguna oportunidad de intervenir. Pero tú ya lo sabes, Tuala. Tú y yo juntos ya tomamos medidas para salvarlo en una ocasión.
Ella asintió con la cabeza. En todos los años que pasó Tuala criándose en casa de Broichan en Pitnochie, aquella había sido la única vez que ella y él habían compartido cierto entendimiento.
—Queréis que lo haga otra vez —oyó el miedo en su propia voz, y el anhelo.
—Aquí no debes temer nada —dijo Fola—. Te encuentras en un lugar seguro, detrás de puertas cerradas, con viejos amigos. Viejos amigos poderosos. Ninguno de los dos dirá ni una sola palabra de lo que ocurra aquí. Si tenemos que contárselo a Aniel o a Tharan, si hay que enviar a un mensajero, diremos que la visión fue de Broichan. Sé que no lo has intentado desde el día que Bridei cabalgó hasta Pitnochie para ir a buscarte, pero creo que ha llegado el momento de que vuelvas a intentarlo.
Tuala movió la cabeza en señal de afirmación; le escocían los ojos, rebosantes de lágrimas.
—Ya vi que estaba en peligro —dijo—. Antes de que se fuera, cuando Broichan consultó los augurios. Victoria o muerte, esas eran las posibilidades. Se lo expliqué. Él decidió marcharse.
—¿Por qué no me lo dijiste? —la voz de Broichan fue un susurro indignado.
Tuala lo miró.
—No había necesidad de que los dos nos destrozáramos el corazón preocupándonos —dijo—. Aquel augurio, al igual que tus visiones, era fragmentario y poco preciso. Bridei tendrá más cuidado de lo habitual. Se asegurará de que sus guardias estén alerta. No pude decirle cuál era el peligro, el origen de la amenaza, ni cuándo podía acaecer. Ninguno de nosotros hubiera podido hacer nada.
—Tendría que haber ido con él —dijo Broichan entre dientes.
—No —replicó Tuala suavemente—. Tú estás mejor aquí, con Derelei y conmigo. —Respiró hondo—. De acuerdo, lo haré. Sólo por esta vez. Hace tanto tiempo que no lo intento que puede que no tenga más éxito que vosotros, pero… —Retiró la tela del cuenco, que ya estaba lleno de agua limpia. La estancia pareció oscurecerse más aún, pero el recipiente estaba lleno de luz, de color, de una deslumbradora confusión de imágenes. Tuala se inclinó a mirar.
La visión la cautivó de inmediato. Apenas era consciente de que Fola y Broichan se movían para quedarse de pie junto a la mesa, tomándola uno de cada mano y uniendo las suyas para formar un círculo en torno al cuenco de cobre. Fola tenía una mano pequeña, cálida y relajada; Broichan tenía unos dedos largos y fríos, huesudos, pero la agarraba con una firmeza tranquilizadora. En el agua, Tuala vio a Broichan con aspecto más joven, como un druida de cabello oscuro en la flor de la vida que se adentraba en el bosque con el báculo en la mano y la mirada ausente, como si estuviera en trance. Tuala no estaba segura de si lo que veía era un viaje espiritual, un periplo de la mente durante una prolongada meditación o una incursión física en la agreste espesura.
Conocía aquel lugar. Se hallaba por encima de Pitnochie, cerca de una cascada llamada el Velo de la Dama. Era a principios de primavera; las más frescas hojas verdes brotaban en las ramas inclinadas de las hayas y en los grandes robles todavía se hinchaban los retoños, aguardando la caricia liberadora de días más cálidos. La luz descendía inclinada entre los árboles, veteando las blancas vestiduras del druida y dándole brillo a su oscuro cabello trenzado. Blanco. ¿Cuándo había vestido de blanco Broichan? Debía ser la época del Equilibrio y el druida se alejaba para pasar sus tres días de vela solitaria bajo el sol y las estrellas, los días secretos de su práctica del equinoccio de primavera. Broichan lo había hecho religiosamente año tras año. Aparte de los druidas, nadie sabía exactamente lo que implicaba esa práctica. Privación, ayuno, resistencia: probablemente todo formara parte de aquel rito tan solitario.
Pero en aquella visión Broichan no estaba solo. Había alguien observándolo desde detrás de las hayas, medio oculto en aquel dibujo de luz y sombra. Tuala vio fugazmente un vestido blanco, una mano pálida y delicada, el ondeo de unos cabellos oscuros; hubo un resplandor, unas ondulaciones, un movimiento del aire. El druida se quedó inmóvil de pronto; se paró en seco, y escuchó. Al cabo de un momento siguió adelante y, cuando desapareció por el sendero bajo los árboles, alguien salió rápidamente tras él, alguien menudo y delgado aunque con forma femenina; alguien con una melena negra como el hollín y unos ojos grandes y luminosos como el roce del sol sobre un lago del bosque. Alguien que se parecía a ella de un modo desconcertante.
Antes de que Tuala tuviera tiempo de parpadear siquiera, y mucho menos de empezar a entender las implicaciones de lo que se le acababa de mostrar, otro juego de imágenes ocupó el lugar del primero. De repente el cuenco se llenó de cuerpos enmarañados y retorcidos, de cuchilladas y estocadas, de paradas y quiebros, de bocas ampliamente estiradas en un grito de agonía o en un primitivo desafío, de espadas, lanzas y garrotes, rápidas flechas y cuchillos mortíferos. Era una gran batalla, una marea arremolinada, caprichosa y devoradora, y hasta al más capaz estratega de todo Fortriu le hubiera costado decir qué órdenes seguían los hombres o cuál de los dos ejércitos dominaba.
Tuala no tenía ninguna duda de que estaba presenciando la gran culminación de la empresa de Bridei, un combate de proporciones extraordinarias y de una importancia estratégica decisiva. Le había pedido a la diosa que le mostrara una imagen real y que le revelara la naturaleza de la amenaza que se cernía sobre su esposo. La experiencia le decía que la Brillante le revelaría lo que ella necesitaba saber o, si no, no le desvelaría nada.
Pudo ver rostros conocidos en medio de la refriega: a Uven con un vendaje en el brazo; a Carnach a caballo, dando órdenes a gritos; a Talorgen con la túnica manchada de sangre y empuñando una espada enorme con las dos manos. Enfret yacía herido y Cinioch intentaba arrastrarlo para ponerlo a cubierto en un pequeño saucedal. La encarnizada batalla se extendía a lo largo de las orillas de un ancho río poco profundo, y muchos de los hombres que luchaban y forcejeaban estaban metidos hasta las rodillas en el agua. Tuala vio morir a un hombre a manos de un oponente, que, sencillamente, mantuvo su cabeza sumergida. La corriente fluía teñida de rojo. Los guerreros luchaban sobre una alfombra de compañeros caídos. Más tarde se encenderían grandes hogueras. Tuala dijo entre dientes: «Diosa Madre, tómales de la mano. Concédeles la paz», aunque era imposible saber si lo que veía ya había ocurrido o si estaba sucediendo en aquellos precisos instantes. Quizá todavía estaba por venir.
Al fin vio a Bridei. Contuvo la respiración. Estaba tendido en el suelo; herido, quizá ya moribundo. La lucha continuaba en torno a él, pero había poco espacio allí donde él estaba, como si el rey de Fortriu hubiera caído sin que nadie se diera cuenta y pudiera perecer en medio del campo de batalla cuando la diosa se lo llevara sin más ceremonia que a cualquier otro combatiente. Pero Bridei no estaba solo del todo. Un joven con aspecto de caitt se hallaba de rodillas a su lado, un joven muy robusto de penetrantes ojos azules que tenía el brazo en torno a los hombros de Bridei. Su guardaespaldas, que lo ayudaba a levantarse. O que lo sostenía mientras él moría. Se hacía difícil recordar que se trataba únicamente de una visión, que era a la vez menos y más que la simple verdad. Tuala tenía que respirar; tenía que concentrarse. No debía perderlo de vista.
El agua pareció arremolinarse y de repente ella los estaba mirando a los dos desde el otro lado. Bridei estaba blanco como la leche, con las manos apretadas contra el pecho, y el joven intentaba mover los tensos dedos, intentaba examinar la herida del rey, estaba… Tuala se quedó helada. El joven sujetaba el cuchillo cuya punta se hallaba clavada en el pecho de Bridei. No estaba ayudando a su rey, lo estaba matando. Los dedos de Bridei agarraban con fuerza la muñeca del otro; la palidez y la expresión crispada eran las de un hombre que se resiste a una muerte segura. En cuanto aflojara la mano, el cuchillo le atravesaría el corazón.
Tuala, horrorizada, soltó un grito ahogado, y la imagen del agua empezó a fragmentarse y desapareció.
—No… —susurró—. Todavía no… —e intentó desesperadamente fijar la vista en algo, cualquier cosa que le dijera el cuándo, el dónde y el cómo, sin los cuales no habría forma de salvarlo. Un grupo de árboles, el contorno de unos picos distantes, una capa, una bandera, el color de los ojos, del pelo… El agua volvió a asentarse y la visión se había desvanecido.
Fola y Broichan le soltaron las manos. Sin decir nada, el druida volvió a tapar el cuenco con la tela oscura. Fola colocó un taburete detrás de Tuala y la ayudó a sentarse. Broichan le puso un vaso de agua delante. Entonces aguardaron. Ambos poseían larga experiencia en este arte y sabían que no se debía atosigar al vidente, ni siquiera cuando la información que tenía que comunicar fuera de vital importancia.
Tuala no podía dejar de temblar. Al cabo de un momento empezó a contar lo que había visto, no la primera parte en la que había aparecido Broichan, eso podía esperar, sino todo lo que la visión le había revelado de la batalla, la sangre y el asesinato. Se obligó a recordar la escena lo más detalladamente posible, pues si lograban averiguar de qué lugar se trataba, tal vez podrían saber si se trataba de una visión que hablaba del pasado, del presente o del futuro. En cuanto al hombre que sostenía un cuchillo clavado en el corazón de su esposo, el joven con extraños ojos claros que apenas parecía ver a su víctima, Tuala lo recordaría durante el resto de su vida.
—Parecía un guardaespaldas —dijo—. Llevaba una túnica con los colores reales, igual que la que llevan Breth, Garth y Faolan cuando combaten junto a Bridei. Me pareció… que era alguien en quien Bridei confiaba. Eso explicaría por qué se había acercado tanto a él. Y luego…
—¿Has dicho que este joven era de los caitt? ¿Uno de los hombres de Umbrig?
—Lo parecía por su aspecto. Era joven, sin duda, pero de complexión fuerte. Parecía muy fuerte. Bridei hacía cuanto podía por defenderse, pero no creo que pudiera…
—Podría ser perfectamente que todo esto no haya ocurrido aún —terció Fola en voz baja—. Todavía es pronto para que las fuerzas de Bridei se hallen enzarzadas en una batalla tan importante como la que has visto. Además, has dicho que Talorgen estaba allí… Seguro que todavía no ha ocurrido. Era una visión del futuro, puesto que Talorgen tenía que avanzar por mar. Primero Bridei tiene que tomar los Confines de Galany y otro poblado más al sur. Creo que tenemos un poco de tiempo.
—Si lo matan —dijo Tuala con la sensación de tener una pesada piedra en el estómago—, los ejércitos perderán la moral. Carnach es un adalid muy capaz, y también Talorgen y los demás; pero sabéis igual que yo que ninguno de ellos puede ocupar el lugar de Bridei. Él es el Gallardo de Fortriu. Él es su esperanza y su inspiración. Ellos confían en él. Cabalgarían hacia las fauces de la muerte por él.
—Así pues —comentó Broichan—, tenemos a un enemigo que, o bien es muy intuitivo, o ha recibido cierta información que está utilizando con eficacia. Alguien ha decidido que la manera más fácil de derrotar a los priteni es eliminar a su líder. Alguien ha reconocido lo que es Bridei. Los caitt, dices. No creo que Umbrig dejara que un traidor se introdujera en sus tropas. Es un hombre astuto. Un guardaespaldas. Está claro que Bridei no le daría el puesto a un hombre nuevo en un momento tan crítico. Me pregunto dónde estaba Breth.
Ninguna de las dos mujeres le respondió, pues la explicación más probable nadie quería expresarla.
—¿Podemos alcanzarlo a tiempo? —a Tuala se le agolpaban las ideas en la cabeza, buscando posibilidades. El viaje por la Cañada era largo, y el combate parecía tener lugar más allá del Lago del Rey. Creía haber visto fugazmente una gran masa de agua en la distancia, una extensión resplandeciente que debía ser el mar del oeste. La escena de la visión no se ajustaba a lo que Bridei le había contado de los Confines de Galany, que constituiría el emplazamiento de su primer encuentro con el enemigo—. Sé que no se puede ir andando o cabalgando hasta allí fácilmente, y que podría resultar difícil encontrarlos. Y peligroso. Pero quizá haya otra forma —miró a Broichan.
—¡Maldita sea esta debilidad! —exclamó el druida con amargura—. En otra época podría haber hecho el viaje en un solo día, recorriendo senderos desconocidos para las personas comunes y corrientes. Podría haber empleado hechizos de ocultación y transformación. Ahora me veo atrapado en este impotente caparazón. Ni siquiera puedo intentarlo, Tuala; dudo que tales habilidades vuelvan a estar a mi alcance. ¡Ah! Y Uist ya no está con nosotros. De toda la hermandad, él y yo éramos los únicos que logramos dominar dichos viajes, aparte del hombre que nos enseñó y que falleció hace mucho tiempo.
—¿Fola?
La mujer sabia extendió las manos en un gesto de impotencia.
—Puede que sea rápida para ser una vieja bruja, pero no tanto. Lo máximo que puedo hacer es caminar como todo el mundo, y no gozo de la confianza de las criaturas salvajes como algunos. Si tuviéramos la yegua de Uist, habría una solución. Pero Espuma desapareció cuando él nos dejó. Fuera donde fuera, no está en nuestras manos hacerla venir.
—Tuala —dijo Broichan—, ¿tienes posibilidad de recurrir a algún tipo de ayuda que nosotros no sepamos? Esto supera las capacidades humanas. Por muy rápido que Aniel o Tharan llevaran el mensaje, Bridei no lo recibiría a tiempo, a menos que esto vaya a ocurrir mucho después de lo que creo. Debemos actuar de inmediato. Si sabes de cualquier otra solución, espero que nos la cuentes.
Tuala tragó saliva.
—No tenía previsto hablar de ello —dijo—, pero me doy cuenta de que ahora debo hacerlo. Cuando era más joven, tenía unas… visitas. Eran dos seres del otro lado del margen, una chica y un chico. Acudían a menudo, pero no cuando yo quería. Jugaron a un peligroso juego con nosotros, con Bridei y conmigo; ambos estuvimos al borde de la muerte aquella noche en Pitnochie, cuando Bridei y Faolan me trajeron a casa del bosque. Después hablamos sobre ello. Creímos que quizá todo había sido con el propósito de poner a prueba nuestra fortaleza: su aptitud para ser rey, la mía para estar a su lado. Supongo que superamos la prueba.
Broichan no dijo nada, se limitó a mirarla con sus impenetrables ojos oscuros. Al cabo de unos instantes, Fola preguntó:
—¿Y ahora? ¿Siguen visitándote? ¿Te ayudarían si se lo pidieras?
Tuala notó que sus labios se torcían en una amarga sonrisa.
—Nunca han hecho nada que les haya pedido. Creo que son más amigos que enemigos, en la medida en que los de su especie puedan entender conceptos como el de la amistad. Hace años que no los veo. A veces oigo susurros. Hace apenas un rato estaban en el roble. Pero quizá sólo fueron mis recuerdos que me jugaron una mala pasada.
—Dices que ya no vienen a ti —el tono de Broichan fue casi vacilante—. Pero visitan a Derelei.
Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento, con un nudo en la garganta.
—Sí, creo que sí. Lo he oído intentando pronunciar sus nombres. ¿Cómo lo sabías?
—Mis poderes de observación no se han entorpecido tanto como para que no pueda detectar lo que claramente es la mitad de una conversación, aun cuando el hablante todavía no tenga un completo dominio del lenguaje. Las presencias invisibles con las que habla tu hijo no son amigos imaginarios, sino reales. Al menos, deseamos fervientemente que sean amigos.
—Derelei necesita protección contra sus crueles trucos.
—Puede que quieran lo mejor para él, como parece que lo querían para ti y para Bridei. Ya he empezado a enseñarle las salvaguardas que es capaz de emplear. Esos seres no están en sintonía con las costumbres humanas. Sus propósitos pueden parecer oscuros. Con frecuencia realizan el trabajo de otros poderes más elevados. La Brillante tiene parte en el futuro de Bridei, no hay duda de ello.
Tuala lo miró pensando en la visión que había tenido, aquella de la que no había hablado. Una idea bullía en el fondo de su mente, una idea descabellada que no podía descartar del todo. Quizá la diosa tuviera algo más que una parte en asuntos de los que ninguno de ellos era consciente.
—No puedo llamarlos —dijo—. Sólo acuden cuando les conviene, no a mi llamada. —Recordó aquel terrible viaje a Pitnochie, sola en el Solsticio de Invierno, una huida cuyo final la hubiera sacado del mundo mortal para siempre, dejando atrás a Bridei. ¿Cómo habían podido persuadirla Telaraña y Madreselva de que lo considerara?—. Pero puedo intentarlo.
—Pues hazlo —dijo Fola en voz baja—, porque parece que si no puedes mandar a esos extraños mensajeros por la Cañada para que le avisen a tiempo, Bridei está perdido, y la guerra está perdida sin él.
A medida que el verano se iba transformando en otoño y los árboles de la Gran Cañada se teñían de escarlata y oro, de amarillo y ocre, los ejércitos de los priteni avanzaban hacia el sur a través del territorio de Dalriada, confluyendo y uniéndose en su avance para formar una única fuerza monumental. Bridei había dictado normas estrictas sobre la manera de llevar a cabo la acción y para el período subsiguiente. No quería que la victoria se rebajara a una orgía de incendios, saqueos y violaciones que dejara un erial carbonizado y en ruinas donde una vez, antes de la llegada de los escotos, había habido florecientes granjas priteni, incondicionales comunidades de pescadores y puestos de avanzada bien protegidos. A lo largo de los cinco años de su reinado había dejado claro lo que esperaba de la guerra, unas reglas que todos sus jefes de clan estaban obligados a inculcar a sus guerreros. No se podía esperar una obediencia intachable, pero los que incurrieran en falta sabían que serían castigados. Ello contribuiría a un avance ordenado; para los conquistados, atenuaría el dolor de la derrota. A medida que Bridei avanzaba, iba dejando atrás a hombres que debían mantener el orden y el control, hombres que comprendían las reglas que había establecido y que eran lo bastante fuertes como para hacer que se cumplieran.
Siguieron adelante. Elpin cayó en combate en un lugar llamado Dos Ríos. En aquel mismo enfrentamiento Uven sufrió una profunda herida de cuchillo en el brazo izquierdo; se la vendó bien y se despreocupó de ella para seguir cabalgando con sus compañeros. Todavía podía ayudar con los caballos, los suministros y las armas, pero no podría proteger al rey ni combatir durante un tiempo.
Se hizo patente que aquella estrategia tan cuidadosamente planeada era un éxito sensacional. Los escotos, que no estaban preparados para una acción tan temprana por parte de los ejércitos de Fortriu, ni para una matanza de esas dimensiones, se apresuraron a ocupar posiciones defensivas en cuanto la noticia del primer ataque se divulgó por Dalriada, pero era demasiado tarde para pedir ayuda poderosa del exterior, demasiado tarde para apelar a los jefes de clan del norte, como Alpin del Brezal, y demasiado tarde para salvar los poblados, puestos de avanzada y fortalezas regionales que cayeron bajo el disciplinado avance de las fuerzas combinadas de Bridei. Los guerreros de Dalriada perecieron por centenares.
En algunas ocasiones se producía una rendición, y cuando eso ocurría, Bridei anunciaba a los escotos que si se sometían a la autoridad de sus propios jefes de clan regionales y al gobierno supremo del trono de Fortriu, podrían permanecer en sus poblados y seguir con sus vidas en paz. De lo contrario, los hombres morirían y las mujeres y los niños se verían abocados al exilio más allá de los límites del territorio de los priteni.
No había tenido intención de ser tan magnánimo, y era evidente que tanto los derrotados escotos como los victoriosos priteni quedaron un tanto sorprendidos. Cuando entraron en el asentamiento de Dos Ríos, de camino a la fortaleza escota de Dunadd, situada al sur, Bridei tuvo claro que era eso lo que los dioses querían que hiciera. De lo contrario, las tierras occidentales perderían su esencia.
En Dos Ríos había un hombre a quien los priteni habían perdonado la vida porque no era un guerrero, sino que tenía aspecto de escribano o maestro, pues iba vestido con una túnica larga y no llevaba armas. Cuando los habitantes del poblado se reunieron en terreno abierto para la rendición formal, Bridei vio que aquel hombre atraía hacia sí a una mujer y unos niños, como para ofrecerles toda la protección que pudiera contra la arrolladora oleada del ejército de Fortriu. Vio que, aunque el hombre poseía las facciones anchas y el cabello rojizo típico de tantos escotos, su esposa era menuda y morena, una mujer de sangre priteni. Los curiosos ojos de la niña pequeña, todavía ajenos al conocimiento de la muerte, miraban a los altos desconocidos que habían invadido su casa con la luz de la conquista en sus adustos rostros. La pequeña era como su padre, una niña de Dalriada sonrosada y pelirroja; su hermano, mayor y más cauteloso, era delgado y moreno como cualquier hijo del Guardián de las Llamas. La esposa se agarraba firmemente al brazo de su marido, el cual tenía cogido de la mano al niño mientras que con el otro brazo sostenía a su hija contra el pecho, murmurándole palabras tranquilizadoras con la cabeza inclinada sobre sus luminosos rizos. En aquel momento los dioses le susurraron al oído a Bridei que debía hacer concesiones. Si expulsaba a los escotos de la costa occidental, destruiría la estructura de la comunidad, separaría a la madre del hijo, al marido de la esposa, haría retroceder a aquellas tierras a un tiempo de caos e incertidumbre. Los escotos llevaban asentados en aquellos territorios toda la vida del hijo, el padre y el abuelo, eran un pueblo. Tenía que cambiar su plan, y debía empezar a hacerlo de inmediato.
Así pues, perdonó la vida a los que accedieron a la paz, pero se cercioró de que quedara claro que cualquier intento de revuelta o levantamiento sería castigado con las armas. En cada comunidad se dejó a una pequeña fuerza de hombres armados y a la población se le garantizó que, en cuanto Gabhran renunciara al reino de Dalriada, podrían volver a sus antiguas ocupaciones. Sólo iba a cambiar una cosa: cada una de las regiones estaría gobernada por un jefe de clan de Fortriu. Bridei no les dijo que no debían practicar públicamente el ritual cristiano. Ya habría tiempo suficiente para eso cuando ganaran la última batalla.
De modo que siguieron adelante y la víspera de la fiesta de Mesura se hallaban en el centro del territorio de Dalriada. Según la información que habían recabado, Gabhran había salido de su fortaleza de Dunadd a caballo con lo que quedaba de sus fuerzas y se dirigía hacia el norte para enfrentarse al ejército de Bridei en campo abierto. Quizá el rey escoto ya se diera cuenta de que el Gallardo de Fortriu acabaría matándolo más tarde o más temprano, enardecido por la profunda certeza de llevar a cabo una misión predestinada por los dioses. O tal vez Gabhran creyera, tontamente, que aún podía derrotarlos, que habían entrado en sus dominios como pececillos en una red y que sólo tenía que cerrarles la escapatoria y cobrar la pesca.
Bridei se reunió con sus jefes de guerra en lo que bien podría ser el último encuentro antes de la batalla decisiva. Sus fuerzas combinadas se hallaban acampadas en torno a ellos, descansando para estar preparados por la mañana. Habían llegado a las fértiles tierras bajas próximas a la costa sudoeste, y cada uno de los jefes de clan tenía su propia historia que contar sobre el viaje hasta allí, los enfrentamientos ganados, los hombres a los que habían dejado por el camino, los compañeros a quienes enterraron a toda prisa, el enemigo apilado y quemado o abandonado para ser pasto de cuervos y gaviotas.
La fuerza naval de Talorgen había tomado la fortaleza costera de la Cabeza de Donncha por sorpresa y se mantuvo a cierta distancia hasta el anochecer para entonces caer sobre la flota escota y hundirla antes de que el enemigo tuviera oportunidad de lanzar un contraataque. Aquello había resultado casi demasiado fácil, pues la guarnición del puesto de avanzada era insuficiente; para entonces, los guerreros de Gabhran ya se habían emplazado en el sur para formar un escudo defensivo frente a Dunadd, pues la noticia de que los priteni se acercaban en masa se estaba extendiendo hasta el último rincón de Dalriada y la salvaguarda del rey era una cuestión de máxima prioridad.
En cuanto a la protección del propio Bridei, Hargest cumplía con su parte de las obligaciones, que era cada vez mayor, junto con Cinioch y Enfret, que eran los únicos hombres de Pitnochie que seguían ilesos. La fuerza y resistencia del muchacho le proporcionaban ventaja en las largas marchas, aunque Hargest todavía no había alcanzado su ferviente deseo de estar junto a su rey en combate. Por la noche, dos de ellos montaban guardia mientras el tercero dormía. Con la victoria tan cercana, debían proteger al rey con la máxima vigilancia. ¿Quién sabía lo que podrían intentar los escotos con un asesino experto?
Hargest se quejaba de que a Bridei no le hacía ninguna falta una guardia nocturna, puesto que apenas dormía. ¿Por qué no se tumbaba a descansar como era debido en vez de pasarse aquel precioso tiempo de respiro orando, meditando o conversando con quienquiera que, como él, estuviera despierto en la oscuridad? Uven, con la frustración de que su herida lo hubiese relegado a un papel secundario, reprendió al chico por ser demasiado directo, pero Bridei se limitó a sonreír. Aquel joven no podía comprender lo que significaba haber sido educado por un druida, ni que las responsabilidades de un rey lo despojaban de la capacidad de rendirse al sueño. La vida era mucho más sencilla para Hargest. A Bridei le recordaba a una criatura salvaje, quizá a un gato cazador. Los enemigos existían para matarlos, y era inevitable que en la lucha cayeran hombres buenos; así eran las cosas. Comer, dormir, avanzar, volver a matar. En todos aquellos largos días de marcha, Bridei no había logrado convencer a Hargest de que no todo era tan sencillo.
Aquella noche los jefes de clan de Fortriu se reunieron dentro de un círculo protector formado por sus guardaespaldas y ultimaron su estrategia para el ataque final. Junto a Carnach, Ged, Morleo, Wredech y Talorgen, estaban Fokel de Galany y la enorme y feroz figura de Umbrig. Bridei había abordado al jefe de los caitt anteriormente y había obtenido su consentimiento para que Hargest permaneciera con él si así lo deseaba. Umbrig había dado la impresión de estar más aliviado que preocupado, y había admitido que últimamente la actitud del chico había empezado a poner a prueba su paciencia. Hargest se irritaba con las restricciones de la casa de su padre adoptivo a la vez que continuaba renuente a poner a prueba la buena voluntad de su padre pidiéndole que lo dejara volver al Brezal. Los talentos del muchacho eran más apropiados para trabajar con los caballos, Umbrig estaba seguro de ello, pero eso era precisamente lo último que Hargest quería hacer. Si Bridei así lo deseaba, podía quedárselo. En cuanto a pedirle permiso a Alpin, no era necesario. Lo cierto era que el padre del muchacho había perdido el interés por él hacía mucho tiempo, lo cual era una lástima. Umbrig creía que lo que le hacía falta a Hargest era la firme autoridad que nadie ejerce mejor que un padre. Trató de hacerlo él, pero el chico era difícil: costaba mucho imponerle disciplina y no se hacía querer precisamente. Bridei le había dado las gracias al jefe de clan de los caitt y se había abstenido de hacer ningún comentario. Tenía la esperanza de que, cuando todo aquello hubiese terminado, él podría ser capaz de convertir a aquel joven e imprevisible guerrero en un hombre maduro. Seguramente el tiempo, la paciencia y un buen ejemplo sacarían lo mejor de Hargest.
Hicieron tres planes: uno para un enfrentamiento en terreno abierto y llano; otro para el asalto cuesta arriba a una fortificación —esperaban ardientemente no necesitarlo— y un tercero para un ataque cuesta abajo en el cual podrían utilizar su bien ensayada formación de bloqueo con picas para lograr un efecto devastador. En una situación de campo abierto —que, en opinión de Carnach, era por la que se decantaría Gabhran—, ellos empezarían con una carga a caballo con banderas incluidas. En cuanto dicha carga rompiera la primera línea de las fuerzas escotas, los guerreros concentrados detrás de los jinetes caerían sobre el enemigo. Las meras dimensiones del consolidado ejército de Fortriu permitían la posibilidad de acercarse a Dalriada por tres lados distintos, siempre y cuando pudieran obtener de antemano información sobre dónde se estaban congregando las fuerzas de Gabhran.
—Los hombres están ansiosos —dijo Talorgen—. Están agotados, por supuesto, después de tanto tiempo de marcha y tantas pérdidas. Pero intuyen la victoria. Saben que se acerca el final.
—Si podemos hacer que sea rápido —comentó Carnach—, tanto mejor. Debemos aprovechar el entusiasmo que tienen ahora para imponernos. Si atrapamos al propio Gabhran, tendremos la influencia necesaria para poner fin a la contienda. Creo que sus jefes de clan estarían dispuestos a negociar.
—¿Qué es lo que hay que negociar? —preguntó Ged en tono rotundo.
—La vida del rey de Dalriada tendrá algún valor, sin duda —intervino Morleo con su barba oscura—. ¿Qué tienes pensado, Bridei? ¿Acabarás con él si no muere en combate?
El rey de Fortriu tenía una idea de cómo iba a resultar todo; sus largas noches de profunda reflexión y sus silenciosas conversaciones con los dioses habían dado algún fruto. No estaba seguro de querer expresarlo con palabras, ni siquiera delante de sus adalides de más confianza.
—Veamos cómo se comporta —les dijo—. No dudéis de que, de ser necesario, ordenaré la muerte de Gabhran. No dudéis de que, si debo ejecutar dicha orden para conseguir la capitulación, se hará inmediatamente y sin vacilaciones. Quiero que se arrodille ante mí y renuncie al reino de Dalriada. Debe rendirse y retirar a sus guerreros más allá de nuestras fronteras. Si accede a ello, tomaré en consideración su futuro, así como el de los príncipes de los Uí Néill que lo apoyan. No habrá una matanza masiva de guerreros capturados a menos que no haya alternativa. Poseen una flota; dejaremos que vuelvan navegando a su costa natal y que no vuelvan a molestarnos nunca.
Talorgen carraspeó.
—En realidad —dijo Carnach—, dado que Uerb y Talorgen entablaron un pequeño combate naval por su cuenta, no queda gran cosa de la flota escota. De todos modos, todavía tienen unos cuantos barcos en el sur. Espero que puedan volver a casa en ellos si se les anima adecuadamente.
—¿Y si Gabhran decide poner pies en polvorosa y esconderse en Dunadd? —Preguntó Ged—. Podría ser un asedio muy largo, y estamos lejos de casa.
—Al menos podremos abastecernos sin problemas —terció Umbrig—. Hay buenos terrenos de cultivo por estos lares; a mí no me importaría poseer unas cuantas tierras. El ganado que hay por aquí dobla en tamaño al que tenemos en casa.
—Veamos cómo se desarrolla todo —dijo Bridei—. Primero me ocuparé de Gabhran y de sus jefes de clan, luego debemos establecer nuestra propia base aquí y encargarnos de que estas tierras sigan siendo estables y productivas. Lo cierto es que me harán falta jefes que posean tanto autoridad como buen criterio, pues necesito líderes fuertes aquí en el oeste. Hablaremos de ello cuando hayamos ganado la guerra. Talorgen, ¿cuál crees que será el momento y el lugar de este enfrentamiento?
—Pronto —respondió el aludido con adusta satisfacción—. Calculo que nos encontraremos con ellos en tres días a lo sumo. En cuanto al lugar, es probable que sea en algún sitio en el que Gabhran no pueda verse rodeado por nuestras fuerzas, mucho más numerosas. Hay un valle a un día de marcha al sudoeste de aquí. Antaño el lugar se conocía como Dovarben, pero seguramente ahora llevará un hombre de invención escota. Allí hay un río, ancho y de corriente lenta. No hay muchos sitios donde ponerse a cubierto salvo en los extremos más alejados del amplio valle. Si yo fuera el rey escoto, elegiría ese lugar. Tenemos que pasar por allí para llegar a Dunadd. Para llevar a cabo la estrategia que hemos acordado, tendremos que hallarnos en posición mucho antes de que aparezcan, y de algún modo tendremos que evitar que nos detecten los exploradores que Gabhran mande en avanzada, lo que con un ejército del tamaño del nuestro es casi imposible.
En la penumbra, junto a la pequeña fogata que les había preparado Gwrad, el guardaespaldas de Carnach, los jefes de clan de Bridei evitaron mirarse a los ojos y el silencio se prolongó mientras cada uno de ellos buscaba una solución. Una llanura abierta, cobertura limitada, los escotos advertidos entonces de su llegada y del tamaño y composición de sus fuerzas combinadas, suponiendo que los espías de Gabhran estuvieran haciendo su trabajo: todo ello constituía un reto importante.
—Oh, vaya —dijo Ged al cabo de unos instantes con un suspiro—, el Guardián de las Llamas se deleita poniéndonos una y otra vez a prueba, y estas cada vez son más duras. He oído que los arqueros escotos no son malos. Si están advertidos con suficiente antelación, nos eliminarán antes de que podamos tocarlos siquiera.
Fokel de Galany emitió una tosecilla. Los demás permanecieron en silencio. Todas las miradas se volvieron hacia él. A diferencia de Ged, Fokel rara vez hablaba en broma; en realidad, no hablaba nunca en aquellos consejos a menos que tuviera que ofrecer una contribución vital y, con frecuencia, sorprendente.
—Resulta que uno de mis hombres salió hacia allí hace un par de noches —dijo con toda tranquilidad—. Si todo va bien, regresará esta misma noche con información para nosotros: la ubicación de Gabhran y las posibilidades de acercarnos por detrás o, al menos, de encontrar una posición desde la que podamos lanzar un ataque por el flanco. Umbrig y yo, con vuestro consentimiento, haremos avanzar a nuestros hombres a cubierto de la oscuridad, nos esconderemos y estaremos preparados. Tengo a más gente ahí afuera con el propósito expreso de interceptar a los exploradores y centinelas escotos avanzados antes de que nos pongamos en movimiento. Puede que no me sea posible avisaros de nuestra posición exacta, pero estaremos en posición para ayudar en vuestro ataque frontal, os lo prometo.
Bridei lo miró con las cejas enarcadas. Una empresa como aquella era típica de Fokel; no se podía decir que no fuera un hombre audaz. Si bien no respetaba del todo las reglas del juego en equipo, su talento para la táctica era brillante. Umbrig sonreía satisfecho.
—Bien hecho —dijo Bridei—. No hace falta que os diga que no hay que permitir que el enemigo detecte vuestra presencia tan cerca de su posición final, puesto que ello pondría en peligro no solamente a vuestros hombres, sino también a los nuestros. De momento la sorpresa ha sido la clave de nuestro éxito. También sé que vuestros hombres son muy hábiles en lo que hacen, capaces de llevar a cabo esta misión por su cuenta y de soportar días y noches con escasos suministros y poco descanso. Os exigís mucho. El Guardián de las Llamas sonríe ante vuestro coraje. Cuando llegue el mensajero y estéis listos para marchar, hacédmelo saber. Si los dioses así lo disponen, esta será la última batalla de la campaña. Tus hombres deberían avanzar con la bendición de los dioses en el corazón y la exhortación de su rey fresca en la memoria.
Cuando llegó el momento, les habló como rey de Fortriu y como compañero de armas. Se agruparon en torno a él en la oscuridad, los enjutos luchadores con ojos de lince de las tropas de Fokel y los descomunales guerreros caitt con sus puntiagudas armas, sus barbas greñudas y sus capas de piel, y les habló como haría con un hermano: francamente y con pasión. Se había acostumbrado al aspecto salvaje de aquellos hombres durante las largas marchas, las tensas e incómodas noches y los días sangrientos y agotadores. Bridei había visto que los hombres de armas de Pitnochie, del Pozo del Cuervo y del Recodo del Espino estaban cada vez más demacrados y desastrados a medida que iba avanzando la campaña. Sabía que sí se detenía a examinar su reflejo en un río o en una laguna descubriría que él también tenía un aspecto parecido. Llevaba una barba descuidada, el cabello le llegaba a los hombros y no olía mejor que el resto de sus hombres. La disciplina mantenía las armas afiladas, las hojas limpias, las flechas en buen estado, las botas en buenas condiciones y el cuero flexible. Debían dejar de lado las sutilezas como peinarse, afeitarse y ponerse ropa interior limpia hasta que pudieran volver a cruzar el umbral de sus casas y abrazar a sus esposas, enamoradas o hijos.
Pronunció un discurso sencillo y los hombres lo agradecieron. Al terminar, rezó una plegaria pidiéndole la victoria al Guardián de las Llamas. Rezó también por los guerreros y por su supervivencia, y pidió una muerte honorable y clemente para aquellos que perecieran en la batalla. Después, a la luz del fuego, cada uno de los hombres avanzó hacia un lugar que Bridei había designado y colocó una pequeña piedra. Cuando todos los hombres de Fokel, así como los miembros de las fuerzas de Umbrig que tomarían parte en aquella salida secreta, lo hubieron hecho, quedó erigido un mojón en el claro donde estaban reunidos. Cuando el grueso principal se pusiera en marcha, los hombres también colocarían allí, uno a uno, una piedra. Después, en el viaje de vuelta a casa, cada uno de los supervivientes volvería a coger una de esas piedras. Todos sabían que, cuando lo hubieran hecho, allí seguiría habiendo un pequeño mojón. Cada una de las piedras que quedaran atrás representaría a un hijo de Fortriu. Aquel claro mantendría su recuerdo verano e invierno, hasta que los abedules jóvenes crecieran para dar sombra al monumento y el musgo y los helechos lo fueran cubriendo delicadamente con una suave manta verde. Cuando los hombres dejaran de hablar de aquellas pérdidas, cuando su historia se olvidara de esos hombres, los árboles se estremecerían al recordarlos. Las pequeñas piedras guardarían su recuerdo en su interior, cada una en su corazón.
Dos días después, la fuerza principal siguió su camino hacia la última batalla. Hacía buen tiempo y los indicios eran favorables. Uno de los hombres más rápidos de Fokel había vuelto a todo correr e informó que el ejército escoto había avanzado para situarse justo donde Talorgen había previsto y que los efectivos de Dalriada eran bastante más considerables de lo que Bridei y sus jefes de clan habían creído probable. ¿Acaso la información le había llegado a Gabhran de algún modo y con tiempo suficiente para que el rey escoto pidiera ayuda a sus parientes Uí Néill del otro lado del mar? Bridei habría jurado que Dalriada no supo cuándo tendría lugar el avance hasta hacía poco tiempo, con el primer ataque de los priteni contra un poblado escoto. Faolan había sido un experto difundiendo información falsa en la corte de Dunadd. ¿Cómo era posible que estuvieran informados?
Era demasiado tarde para considerar todo aquello con detenimiento. El ejército de Fortriu estaba entregado a la batalla, había penetrado en territorio enemigo con semejantes victorias tras ellos que ahora tenían que atreverse a todo y acabar aquella guerra de un modo u otro. Los hombres tenían la moral muy alta, la expectativa del triunfo les iluminaba los ojos aun cuando sus rostros revelaban el agotamiento de la larga y dura campaña. Habían descansado bien, acampados durante dos noches en el bosque de abedules. Estaban todo lo preparados que podían estar y, en el fondo, Bridei sabía que no había más alternativa que seguir adelante.
Cabalgó rodeado de los hombres de Pitnochie: Uven, con el brazo todavía vendado, y Enfret y Cinioch vigilantes. Hargest iba detrás, erguido y orgulloso en su silla. Bridei era consciente de que todos ellos sentían la presencia de Breth y Elpin como sombras cabalgando junto a ellos. Los supervivientes querían venganza. Querían cabezas escotas como pago por sus compañeros caídos. En momentos como aquellos, el lugar de un verdadero hijo de Fortriu estaba allí, en lo más reñido del enfrentamiento, rompiendo sus lanzas por el Guardián de las Llamas y por la recuperación de las tierras ancestrales. Bridei sabía que no tenía que negar a sus guardias personales aquella oportunidad en lo que podría ser el último conflicto. Dejaría que lucharan por turnos junto a los jinetes de Carnach. Sería una estupidez llevarse únicamente a Hargest consigo a la batalla, así que el muchacho debería compartir las funciones de guardaespaldas con Enfret o Cinioch. Había llegado el momento de darle una oportunidad.
El instinto le decía que el chico iba a sobrevivir; si había alguien lo bastante grande y feroz para asustar a uno o dos escotos, ese era aquel joven y formidable guerrero. Cuando todo aquello terminara, cuando estuvieran de vuelta en la Colina Blanca, Bridei tenía pensado poner el entrenamiento del chico en manos de Garth. Este añadiría autodisciplina a la fuerza y la habilidad que Hargest ya poseía. Él mismo intentaría educarlo en el arte del debate considerado y en los muchos tonos de gris que existían entre el blanco y el negro. Le pediría a Wid, su antiguo profesor, que lo ayudara.
—Mañana cabalgarás conmigo —le dijo entonces a Hargest cuando este se acercó a él montado en uno de los robustos ponis de Umbrig—. Enfret y Cinioch formarán parte de la carga montada. Necesitamos sus habilidades a caballo. Después se turnarán para apoyarte como mi guardaespaldas, dependiendo de cómo se desarrolle la batalla. Ya sabes lo que tienes que hacer: no alejarte de mí, avisarme de cualquier cosa inesperada y anteponer mi supervivencia a la oportunidad de conseguir cabezas escotas. No obstante, ambos participaremos en el combate. Ya he tomado parte en muchas batallas con Breth y mis otros dos guardaespaldas y entre todos hemos dado cuenta de un considerable número de oponentes. No soy de los que me mantengo alejado y dejo que mis hombres mueran por mí. No es una tarea fácil la tuya. Tendrás ganas de ir a la carga y olvidarte de mí. No puedes hacerlo, por muy fuerte que sea el impulso. La supervivencia del rey comporta una importancia simbólica.
—Sí, mi señor —la mirada en el ancho rostro de Hargest era deslumbrante. En sus ojos, que siempre llamaban la atención por su singular color claro, había entonces una extraña exaltación que parecía desproporcionada con la oportunidad que Bridei le ofrecía. ¿Qué joven guerrero no preferiría que lo dejaran libre en la batalla, para ponerse a prueba luchando contra los escotos, como iban a hacer Cinioch y Enfret? A Bridei lo impresionaron aquellos ojos, cuyo fervor casi parecía cegarlos, y la intensa determinación que denotaban su boca y su mandíbula. El muchacho ni siquiera era de Fortriu, sino que descendía de los caitt; su devoción casi daba miedo.
—Relájate, Hargest —dijo Cinioch—. Reserva tu aspecto feroz para los escotos, hará qué se retiren gritando antes de tener la oportunidad de desenvainar sus espadas.
—Haré lo que me han dicho que haga —el tono de voz de Hargest se correspondía con su mirada; daba la impresión de que podría arremeter contra Cinioch con su cuchillo igual que lo haría contra un escoto—. Atiende a tu propia misión y déjame a mí la mía.
Bridei no intervino. Los hombres tenían los nervios a flor de piel. El Guardián de las Llamas no simplemente llenaba sus venas con sangre que corría, sino con un exceso de violenta agresividad que los llevaría a la batalla con el nombre de Fortriu en sus labios y en sus corazones.
Sus propios pensamientos eran más complejos. ¿Acaso no había anhelado la llegada de un día como aquel desde la primera vez que el Espejo Oscuro le concedió su desgarradora visión de crueldad y coraje? Podría ser que al día siguiente Gabhran de Dalriada se arrodillara ante él en el campo de batalla y perdiera sus territorios del oeste. «Concéntrate en eso», se dijo Bridei mientras Nieveardiente lo llevaba con paso seguro hacia el sur y, en torno a él, sus hombres de más confianza, los que más tiempo llevaban a su servicio, y su más nuevo y joven guardaespaldas cabalgaban en formación con la mirada adusta. «Triunfo. Victoria. La voluntad de los dioses». Pero lo que veía era aquel mojón y una silenciosa hilera de guerreros, magullados y ensangrentados, que iban pasando en fila para coger cada uno una piedra en su mano; hombres cuyos ojos desbordaban el recuerdo de sus compañeros perdidos, de pequeñas escaramuzas desesperadas, de un centenar de instantes de miedo, horror e indefensión, un centenar de golpes en el corazón, la mente y el espíritu. Alargaban los dedos para tocar otras piedras: «Esta la colocó mi hermano, esta mi amigo; el hombre que puso esta ya nunca volverá a casa». Bridei cerró los ojos un momento y pensó en Tuala, que le había dicho que la muerte se cerniría sobre él hasta el punto que podría sentir el golpeteo de sus alas oscuras. Oyó su voz: «No pierdas la fe, querido. Los dioses te sonríen. Actúa con valentía y gana tu guerra para Fortriu. Hay una vela ardiendo por ti en la Colina Blanca. Cuando esto termine, vuelve a casa, derrama tus lágrimas y recibe consuelo».
Ya era otoño cuando Ana y sus compañeros llegaron a Abertornie. Eran un trío de caminantes cansados y despeinados, bronceados por el sol y extenuados después de pasar tanto tiempo viajando con escasas provisiones. Habían ido obteniendo algunas cosas por el camino. Ana iba vestida con las prácticas prendas tejidas a mano de la esposa de un granjero. Había sido un alivio desechar los raídos restos de lo que antes había sido un vestido de novia delicadamente bordado. Los miembros de la casa de Ged se habían quedado muy impresionados con su reaparición y con la historia que tenía que contar. Al menos no había tenido que hacer su entrada vestida con harapos.
En Abertornie, ante la insistencia de Loura, la esposa de Ged, le prestaron un vestido un poco mejor y accedió a que un par de enérgicas sirvientas la bañaran concienzudamente. Le había vuelto a crecer el pelo hasta debajo de los hombros. Tras un enjuague con agua de camomila y un vigoroso y doloroso cepillado, su cabello se convirtió en un indomable nimbo de hilos dorados. Contempló su reflejo en el espejo de bronce de Loura y no reconoció a la desconocida que le devolvía la mirada, una mujer de piel bronceada, de ojos cautos y burlones y tan delgada que los pliegues del vestido le colgaban. Aquella mujer de aspecto seguro no era la novia que había salido a caballo de la Colina Blanca en primavera. Ana les dio las gracias a las sirvientas y salió al jardín. Después de pasar tantos días viviendo a la intemperie, resultaba incómodo estar mucho tiempo bajo techo.
Los miembros de la casa quedaron con el ánimo apagado, pues había sido necesario darles la noticia de la pérdida de su escolta, entre cuyos miembros se contaba Creisa, y había una familia de duelo. Ged hacía tiempo que se había marchado, y sus combatientes con él. El ejército de Bridei ya debía encontrarse en pleno territorio de Dalriada, y si todo había salido según lo planeado, la guerra estaría casi ganada.
Ana no sentía muchos deseos de llegar al fin de su viaje, ahora que se hallaba tan cercano. En la Colina Blanca tendría que explicar lo que había ocurrido con todo detalle. Tendría que decirles a Broichan, Aniel y Tharan que la misión había fracasado y que no había ninguna alianza con Alpin. Tendría que enfrentarse a la posibilidad de que los agentes del poder de la corte de Bridei urdieran nuevos planes para ella, planes que tendrían que ver con otro jefe de clan, con otro matrimonio. Tal vez hubiera adquirido un poco de valentía durante el viaje; quizá hubiera aprendido a defenderse. De todos modos, la tentación de postergar el día en que tuviera que decirles que ya no iba a hacer lo que le pidieran era fuerte. Ansiaba quedarse allí unos días y descansar. Ansiaba pasar un tiempo a solas con Drustan.
Ana caminaba bajo la sombra de una hilera doble de perales, notando la blandura del césped bajo las zapatillas que le habían prestado. El día era cálido y el cielo estaba despejado; el canto de los pájaros inundaba el jardín y los insectos zumbaban y chirriaban en todos los rincones. Una corneja fisgoneaba en las raíces de un viejo árbol, buscando escarabajos. Un piquituerto de cuello escarlata estaba posado en las ramas y observaba a Ana con la cabeza ladeada. Faolan y Drustan habían acompañado a un anciano sirviente cuando a ella la condujeron a su baño; ya deberían de estar listos.
Sus pensamientos se desviaron hacia Drustan; estaba segura de que se sentiría cómodo en la Colina Blanca. Tendrían que quedarse allí hasta que Bridei volviera a casa. Probablemente más tiempo. Aparte de obtener el consentimiento del rey para contraer matrimonio, tenían otras decisiones que tomar. Muerto Alpin, no tardaría en ser imprescindible que Drustan volviera al norte y estableciera un nuevo orden para el Brezal y el Valle de la Ensoñación. Ana había pensado en la posibilidad de marcharse a casa, de irse derecha a las Islas Luminosas. Allí, los dos podrían establecerse entre los suyos y vivir su vida libres de la carga del delito de Alpin, libres de la duda y la sospecha que tendrían que afrontar en el Brezal. No se lo sugirió a Drustan. Más adelante podrían ir de visita y ella vería por fin a su hermana. Sabía que primero Drustan debía enfrentarse a sus demonios y dejar que descansaran. Encontrarían a Bela. Demostrarían la inocencia de Drustan delante de toda su gente.
La corte de Fortriu supondría un reto para él. Se había pasado la mayor parte de siete años recluido, con la única compañía de otra persona. Verse en medio de aquel círculo de hombres poderosos, de intrigas, cotilleos y estratagemas le causaría una gran impresión. Ana tendría que explicarse por él, contarle a Tuala y probablemente a Broichan lo de los cambios, hablarles del talento que hacía de Drustan el hombre excepcional que era, y explicarles que necesitaba moverse libremente entre los dos mundos. Tendría que decirles que una princesa de la sangre real de Fortriu tenía intención de contraer matrimonio con un hombre que cambiaba de forma.
—¿Ana?
El sobresalto la sacó de su ensueño y Ana se dio la vuelta rápidamente. No era Drustan el que se hallaba allí bajo los árboles, sino Faolan, bien afeitado, con el cabello oscuro peinado y atado detrás y una vestimenta prestada que mostraba lo delgado que se había quedado. La luz de la tarde intensificaba las líneas de enfermedad y agotamiento que surcaban su rostro. Era un experto disimulando sus sentimientos, pero Ana vio en su rostro tristeza y preocupación. Llevaba una bolsa a la espalda y los pies calzados con botas, listo para emprender de nuevo la marcha. Ana cruzó la mirada con él sin mediar palabra.
Faolan forzó una sonrisa mientras asimilaba, incrédulo, los cambios que había experimentado el aspecto de Ana.
—Esta no es la imagen que recordaré —le dijo.
—¿Qué quieres decir? —de repente la invadió el recelo—. Yo estaré en la Colina Blanca y tú también, Faolan.
Él bajó la vista a sus manos, pues ya no estaba preparado para mirarla a los ojos.
—Si tú estás allí con él —dijo—, entonces yo no puedo estar en la Colina Blanca. Me voy, salgo ahora mismo. Llevaré las noticias de lo ocurrido a Broichan y a Tuala. Tú quédate aquí unos días con Drustan. Él tiene que acostumbrarse otra vez a estar entre personas y aquí será más fácil que en la corte. Venid cuando estéis listos. Para entonces me aseguraré de haberme marchado.
Ana estaba consternada.
—Pero, Faolan, ¿y Bridei? No puedes marcharte, él te necesita. Comprendo lo incómodas que son las cosas, pero seguimos siendo amigos, ¿no es cierto? Hemos hecho un largo viaje juntos, los tres. No puedes marcharte de la Colina Blanca.
Él siguió empeñado en mirar a otra parte. Su expresión era adusta e impenetrable; llevaba la misma máscara que antaño, cuando ella lo consideraba un hombre incapaz de sentir.
—Tu intención, si puedes convencer a Bridei, es casarte con él, ¿no? —le preguntó—. Piensas quedarte en la corte hasta que Drustan esté listo para volver al oeste y reclamar su territorio. Eso significa que yo debo marcharme, Ana. Si ello implica dejar de estar al servicio de Bridei, eso es lo que haré. Soy como un arma de alquiler, por lo que, llegado el caso, puedo ganarme la vida en cualquier parte. Un señor no es distinto de otro, siempre y cuando te pague con buena plata.
Hubo un breve silencio y luego Ana dio un paso hacia él y lo cogió de las manos.
—Lo hemos hecho nosotros, ¿verdad? —le preguntó al tiempo que la invadía una amarga sensación de pérdida—. Drustan y yo te hemos echado. Esto es terrible, Faolan, cruel e injusto. Sé lo que Bridei significa para ti. No debes permitir que lo ocurrido destruya ese vínculo. Tu hermano murió, y su modo de morir se llevó un pedazo de tu espíritu. No dejes que tu ira te robe a un amigo que es tan próximo como podría serlo un hermano. Quizá tengas la sensación de haber fracasado en esta misión, pero no creo que Bridei piense lo mismo. Al menos espera en la Colina Blanca hasta que tenga la oportunidad de decírtelo él mismo.
Faolan soltó suavemente las manos que Ana le tenía agarradas, se subió un poco el fardo que llevaba a la espalda y se dio la vuelta para marcharse.
—Hay cosas que no deberían expresarse con palabras —dijo—. A veces es mejor guardar silencio. Ahora debo marcharme. Tengo una sensación de apremio, siento la necesidad de regresar rápidamente a la corte, aun cuando Bridei no esté allí. Eso me obliga casi más que…
—¿Casi más que el desagrado que sientes al vernos juntos a Drustan y a mí? —le preguntó ella directamente.
—¿A qué pareja de enamorados les gusta ser constantemente observados? —El tono de su voz denotaba amargura—. Te deseo lo mejor. Adiós, Ana.
Se alejó unos cuantos pasos por debajo de los árboles y desapareció de la vista antes de que ella pudiera tomar aire para darle una respuesta, aunque, en realidad, no sabía cuál podría ser.
Esperó a Drustan sentada en la hierba abrazándose las rodillas e intentando no afrontar la creciente convicción de que, a menos que tanto Drustan como Faolan estuvieran cerca, ella siempre sentiría que le faltaba una parte esencial de sí misma. De pronto, intentó alejar aquellos pensamientos: eso no podía estar bien, estaba en desacuerdo con todo lo que ella creía y con todo lo que ella esperaba de su futuro. Nunca había creído que tendría la buena suerte de encontrar a un hombre al que pudiera amar como amaba a Drustan, de una forma tan apasionada que le hacía olvidar todo lo demás. Casi todo lo demás. Estaba Faolan: su querido amigo, su fiel y fuerte compañero, su igual. Él la había sujetado cuando el camino se derrumbaba bajo sus pies. Su música la había hecho llorar. Sus brazos habían mantenido a raya la oscuridad. Sus ojos le habían dicho… Sus ojos le habían dicho que la amaba como Fionnbharr amaba a Aoife, el hada, con una pasión profunda e inquebrantable. Ella lo había sabido desde aquel día en el bosque cuando lo acusó de estar celoso. Era la fuerza de sus propios sentimientos lo que entonces le resultaba nuevo y aterrador. Algo se había ido apoderando de ella sin que se diera cuenta, algo de cuyo completo significado no había sido consciente hasta entonces, cuando él se había ido. La diosa le había gastado una broma. Le había dado a Ana no uno, sino dos hombres a los que amar. Y por doloroso que fuera reconocerlo, ella tenía la sensación de que los necesitaba a ambos. Estaba claro que una cosa así no podía ser. Faolan tenía razón. En aquel cruel juego de tres personas, una de ellas estaba predestinada a seguir caminando sola.
—¿Ana?
Aquella vez sí que era Drustan, que se acercaba por entre los perales, vestido con una túnica y unos pantalones que le habían prestado, unas prendas de magnífica lana teñida al colorido estilo de la casa de Ged. Llevaba la cascada de reluciente cabello atada, no con demasiado éxito, con un cordón detrás. Su sonrisa desterró las dudas del corazón de Ana en un instante; se levantó de un salto y corrió hacia él, que la rodeó con sus brazos fuertes y cálidos. Ana sintió el frenético palpitar del corazón de Drustan contra su pecho, como un eco del suyo.
—Te he echado de menos —le susurró él con la boca pegada a sus cabellos—. Hueles como las flores en primavera, y tu pelo tiene el mismo tacto que el vilano de cardo.
Ana saboreó el momento. Durante el viaje se habían mantenido circunspectos por respeto a la presencia de Faolan. El hecho de estar tan cerca en aquellos momentos desataba un sentimiento que era como un fuego que se encendía, un calor en el cuerpo que en un instante se haría tan intenso que sólo habría una manera de sofocarlo. Ana alzó el rostro hacia él y al cabo de un momento sus labios se encontraron, vacilantes al principio, rozándose ligeramente, como lo haría una suave pluma, y después volvieron a tocarse, esta vez con más intensidad. Él subió la mano al cuello de Ana y sus labios se separaron al tiempo que los de ella, y la sensación de la lengua de Drustan deslizándose por la suya le causó un emocionante estremecimiento que recorrió todo su cuerpo. Le temblaban las piernas y el corazón danzaba su propio baile frenético. Ana movió las manos hacia su ancha espalda y lo estrechó entre sus brazos.
La corneja graznó. Ana recordó, retiró los labios y puso las manos sobre el pecho de Drustan, a la altura de su corazón.
—¿Drustan?
—¿Sí?
Él le tomó la mano derecha e inclinó la cabeza para besarle la palma y hacer círculos en ella con la punta de la lengua. Ana se estremeció.
—Será mejor que pares. No puedo pensar con claridad si haces esto.
Él se quedó inmóvil de pronto.
—¿Qué pasa?
—Faolan se ha ido.
Drustan no dijo nada.
—Y me dijo que no se quedaría en la Colina Blanca si estamos nosotros. Abandonará la vida que se ha forjado allí, le dará la espalda a Bridei, su rey y su querido amigo, se marchará y se ganará la vida como mercenario, como asesino a sueldo. No debe hacerlo. Ahora no, ahora que había cantado sus canciones, contado su historia y empezado a cobrar vida de nuevo. Es… —se detuvo. No podía expresar con palabras lo que sentía.
—Estás llorando por él —el tono de voz de Drustan era tan suave como el dedo que alzó para limpiarle las lágrimas que le caían por la mejilla.
Ella asintió con la cabeza, pues todavía era incapaz de hablar.
—Él te ama, su pasión se ha vuelto tan intensa que ya no puede ocultártela. Hizo todo lo que pudo para disimularlo.
—¿Tú lo sabías?
—Desde la primera vez que lo vi; desde que vi la mirada en su rostro cuando pronunciaba tu nombre. Ven, deja que te abrace. Yo también soy capaz de guardar la compostura cuando debo hacerlo, aunque esta llama que arde en mi interior es una cruel delicia. Vamos, llora. ¿Qué podemos hacer? Tenía la esperanza de pasar unos días aquí. Creo que se ha marchado porque pensó que nosotros… Porque no quería estar aquí cuando… —de repente él también se quedó sin palabras.
—Te da vergüenza —dijo Ana. El espectáculo de ver cómo se ruborizaba bastó para provocar una sonrisa entre las lágrimas—. No pasa nada, Drustan, no me he escandalizado. Seguro que sabes que en mi interior también arde el mismo fuego, que se aviva cada vez que me tocas. Cierto, antes yo era una joven que seguía las normas: obediente, consciente de sus deberes y correcta en todos los sentidos. Nunca hubiera considerado anticipar mi noche de bodas, sobre todo sin haber obtenido el consentimiento del rey para el matrimonio. Hubiera sido incapaz de hablar de este modo sin ponerme tan colorada como lo estás tú ahora mismo.
Drustan sonrió.
—Tus mejillas tienen un tono rosado muy favorecedor, Ana. Pareces la primavera, la misma Diosa de las Flores disfrazada de mortal. Si me ruborizo como un jovencito nervioso es porque esto me resulta completamente nuevo y no puedo saber qué vas a responder.
—¿Responder? ¿Cuál es la pregunta?
No había duda de que Drustan se sentía un tanto avergonzado por lo que tenía que decir; se revolvió como un incómodo adolescente de dieciséis años y Ana se recordó a sí misma que se había pasado siete años encerrado y todavía no estaba acostumbrado a desenvolverse entre la gente.
—Tú quieres ir a buscar a Faolan, ¿verdad? —le preguntó.
—Estoy segura de que no es eso lo que ha hecho que te ruborizaras, Drustan, pero sí, quiero ir a buscarlo. No podemos dejar que se marche de la corte y desaparezca de nuestras vidas. Tenemos que ayudarlo a enfrentarse a su pasado y a aceptar un presente en el que cabe la amistad, el amor y el dolor; se lo debemos. Ya es hora de que admita que es un hombre, con las debilidades y la fortaleza propias de un hombre. Necesita aceptar que el amor duele, y que cura.
Drustan la contempló con expresión seria.
—Pues pediremos prestados unos caballos y saldremos tras él ahora mismo —dijo.
—Es lo que deberíamos hacer. —Ana percibió la duda en su propia voz. Drustan tenía la mano en su nuca y le acariciaba la piel bajo sus suaves cabellos cortados, una sensación tan deliciosa que resultaba difícil concentrarse—. Ahora mismo. No le hará ninguna gracia, pero…
—Entonces —murmuró Drustan, volviéndola a tomar entre sus brazos— no será esta noche, ¿verdad?
Ella no pudo responder. Todo su cuerpo se moría por estar con él, las ansias que sentía eran fuertes, amedrentadoras.
—Haré lo que tú quieras, Ana —dijo Drustan, y sus manos se deslizaron más abajo, una a la cintura y la otra hasta sus nalgas, y la apretó contra su pecho, su vientre, su entrepierna. La dura forma de su virilidad resultaba asombrosamente evidente, y más asombrosa le resultó todavía a Ana su propia reacción, un calor pulsátil que se despertó entre sus piernas y que la empujó a pegarse a él de un modo que, no mucho tiempo atrás, hubiera considerado terriblemente indecoroso.
—Esto no es justo —dijo ella con un jadeo—. Ya sabes lo que quiero de verdad, pero…
—Ana —dijo Drustan—. Si lo deseas, saldré cabalgando inmediatamente. Este viaje nos ha unido a los tres: a ti, a mí y a Faolan. No podremos escapar a ello jamás, hagamos lo que hagamos y vayamos donde vayamos. Debemos hacer lo que has sugerido. Tenemos que seguirle, encontrarle y disuadirle. No negaré que había contemplado dulces pensamientos de nuestra estancia aquí, en Abertornie. Pero puedo esperar. En siete años, al menos debería haber aprendido a saber esperar.
Ana se separó de él a regañadientes y volvió a sentarse en la hierba.
—¿Sabes?, la cuestión no es la llegada de Faolan a la Colina Blanca, sino su partida. Se ofreció a dar la noticia a Broichan por nosotros. Tendrá que quedarse en la corte tres o cuatro días para consultar con los consejeros de Bridei. Es lo menos que esperarán de él. Además, aunque Faolan nunca lo admitiría, está tan agotado que seguramente acampará bastante pronto para pasar esta noche y no cabalgará hasta mañana. Eso significa…
—Que podríamos retrasar nuestra partida hasta mañana y todavía podríamos alcanzarlo, mi princesa. Ana esbozó una sonrisa burlona.
—¿Princesa? No me sentía como una princesa precisamente vestida con aquellos andrajos y rodeada de lobos. Y tampoco me siento así ahora, aunque me haya bañado.
—Tanto para mí como para Faolan —afirmó Drustan con solemnidad— siempre has sido una princesa. ¿Te quedarás a pasar la noche?
Ella dijo que sí con la cabeza, con repentina timidez.
A Drustan le brillaban los ojos y tenía una expresión absolutamente seria.
—¿Querrás ser mi esposa? —le preguntó.
Ana se lo quedó mirando; la había sorprendido.
—Tampoco me esperaba esa pregunta —repuso ella.
—Dime cuál esperabas.
Ana carraspeó.
—¿Quieres… quieres dormir conmigo esta noche?
—Sí —dijo Drustan de inmediato.
—Mi respuesta también es sí. Loura va a escandalizarse.
—Lo dudo —se rio él—. Creo que ya piensa lo peor de nosotros; me mostraron los aposentos que nos han preparado y hay una puerta entre los dos. ¡Oh, Ana! Tanta felicidad es más de lo que me merezco. Tengo ganas de gritar, de cantar, de volar bien alto y anunciarlo a gritos para que todo el mundo pueda oírme. Estoy a punto de estallar de alegría —su rostro estaba radiante. Ana tenía la sensación de que las penas, los contratiempos y las crueldades de los últimos siete años se habían borrado de su vida en un instante. Y ella era la causante de tal milagro. Había vuelto el mundo de Drustan del revés y había vuelto a hacer de él un ser humano. Aquello había tenido un precio. Por la mañana pedirían prestados unos caballos y saldrían a buscar a Faolan. Por la mañana.
—Me siento muy honrada —le dijo ella algo turbada.
—Oh, no —repuso Drustan—. Si aceptas ser mi esposa, me concedes un presente que supera cualquier honor.
—Ya he aceptado.
Drustan la sobresaltó cayendo de rodillas, rodeándola con los brazos y apoyando la cabeza en ella como un niño. Ana notó una tensión en el cuerpo de Drustan que le resultó nueva.
—Quizá Bridei no apruebe nuestro matrimonio. Puede que no me considere apropiado. Tú eres mi princesa. También eres una princesa de los priteni, una novia de inmenso valor para el reino. ¿Y si…?
—Drustan…
Se hizo el silencio. Ella no podía ver su rostro.
—Drustan, mírame. Así está mejor. Yo te quiero, cariño —acarició la exuberante cascada de brillante cabello—. Más que al amanecer, más que a la luz de la luna, más que al canto de los pájaros, o que a la luz en el agua, o que a un cálido fuego tras un largo viaje. Te amo con todo mi corazón y te amaré siempre. Quiero que mis hijos sean tus hijos. Quiero que envejezcamos juntos y nos sintamos dichosos cada vez que nos miremos. Soñé con un niño, ¿te lo dije? Tenía tu misma mata de pelo, tus hermosos ojos. Era nuestro, Drustan. Sé que es así como ha de ser. Si Bridei no da su consentimiento, abandonaré la corte contigo. Los dioses comprenderán que el vínculo que existe entre nosotros es más profundo de lo que pueden hacerlo los esponsales de un druida.
—¿Y Faolan? —preguntó con un susurro.
Ana suspiró.
—Faolan significa mucho para mí. En otro mundo, si nunca te hubiera conocido, tal vez… No, no puedo decir eso. A él todavía le queda más camino que recorrer en su propio viaje. Creo que es una búsqueda que debe llevar a cabo y con la cual no podemos ayudarle. No negaré que preferiría tenerlo cerca. Pero creo que su destino se encuentra lejos de nosotros.
—Y eso te entristece, incluso en un momento de dicha como este.
—Un poco, sí; pero dejaré eso de lado hasta mañana. Cuando amanezca iremos a buscarlo e intentaremos hacerle entrar en razón. Hasta entonces…
Drustan se puso de pie.
—¿Cuánto crees que falta para la puesta de sol? —le preguntó a Ana con una sonrisa.
—No tanto como parece —respondió ella—. Supongo que, después de todo este tiempo, podemos esperar hasta entonces. Espero que te quites esa extravagante túnica antes de irte a la cama. Es bastante deslumbrante.
—¿Recuerdas que hace mucho tiempo te pregunté si querrías desnudarte delante de mí? —le dijo él en voz baja—. Creo que tu respuesta fue «sí». O quizá respondiste «tal vez».
—Muy pronto lo descubrirás —repuso Ana, que entrelazó su brazo con el de Drustan y se dio la vuelta hacia la casa—. Quizá tendrías que enseñarme esas habitaciones contiguas. No preguntaré dónde se suponía que iba a dormir Faolan, no quiero ni pensar lo que Loura tenía en mente. Debe ser más perspicaz y tolerante de lo que yo había creído. Pero, claro, es la esposa de Ged. Supongo que habrá visto de todo.