Capítulo 15

—¡Menudo séquito! —comentó Fola cuando el grupo de Tuala desmontó frente a las puertas de Banmerren.

La reina no tan sólo iba acompañada de un Broichan de rostro céreo, sino también del guardaespaldas Garth, su esposa Elda y sus hijos gemelos, así como de una joven sirviente. Y, por supuesto, de Derelei, a quien en aquellos momentos ayudaban a bajar de la carreta que había transportado a la niñera y a los niños.

—Espero que no habrás olvidado que los druidas son los únicos hombres que tienen permitida la entrada a nuestro santuario. Tuala sonrió a su antigua maestra.

—¿Cómo iba a olvidarlo? —dijo, recordando una vez que Bridei había escalado el muro con una cuerda para visitarla. ¿De verdad habían pasado tan sólo cinco años desde entonces? Parecía haber transcurrido muchísimo más tiempo: los dos solos, encaramados al alto roble, lejos del suelo, y aquel primer beso…—. Había pensado que el resto podríamos alojarnos en casa de Ferada. Iré a hablar con ella mientras Garth y Elda descargan el equipaje —al darse la vuelta para enfilar hacia el pequeño sendero que bordeaba los altos muros de piedra, vio que Fola tomaba a Broichan por el brazo y lo conducía, una vez franqueada la verja, hacia el santuario de las mujeres sabias.

Siguiendo el sendero, el muro se había prolongado para resguardar un nuevo recinto en el que había una vivienda alargada en medio de un jardín en ciernes. La verja de hierro instalada en el muro se abrió cuando Tuala la empujó; al otro lado de una extensión cubierta de hierba, un arco en la pared lateral daba a los terrenos de la escuela de Ferada. Tuala entró en el nuevo jardín andando tranquilamente. Su amiga no estaba sola, estaba sentada en un banco con un pequeño libro abierto entre sus manos y junto al arco de entrada podía verse la figura musculosa de Garvan, el picapedrero real, que mantenía el equilibrio sobre una plataforma de madera junto a un enorme bloque de piedra mientras hacía algún trabajo delicado con un cincel. Un joven, al parecer su ayudante, ordenaba unas herramientas sobre un banco. Hacía un día magnífico, la cálida luz del sol bañaba aquella tranquila y laboriosa escena. Unas pequeñas flores punteaban la hierba de rosa y azul. Ferada iba descalza, tenía una pierna doblada sobre el banco y el otro pie colgando. Su cabello descendía por la espalda como un río ardiente. Garvan, un hombre cuyos rasgos recordaban a un pedazo de piedra intacta silbaba para sus adentros mientras trabajaba.

—Lamento perturbar vuestra tranquilidad —dijo Tuala al tiempo que avanzaba por la hierba con una sonrisa—. Me temo que tenéis visita, cuatro adultos y tres niños bastante inquietos. Intentaremos mantenerlos alejados de las herramientas.

Desde el Brezal a la Colina Blanca no había ningún camino que fuera fácil. Cuando no eran bosques inexplorados, eran páramos altos que recibían constantemente el azote de unos vientos helados, incluso en verano. Donde no había que cruzar anchos ríos y fuertes saltos de agua, había precipicios, barrancos y escarpaduras que se desmenuzaban. Había ciénagas. Había jabalíes. De noche había lobos.

Cuando Faolan tuvo la seguridad de que Alpin les había perdido el rastro, accedió a hacer una pequeña fogata por la noche. Apenas había terminado de preparar y encender la primera que hicieron, mientras Ana utilizaba el cuchillo para cortar una tira del añojo seco que constituía su único alimento, cuando el halcón se alejó durante un rato y volvió al ponerse el sol con un conejo rollizo colgando de sus garras. Faolan se preguntó hasta qué punto comprendía Drustan las cosas cuando tenía aquella forma; si entendía bien el habla humana, si se formaba opiniones, si sentía alegría o pena, planeaba, ideaba estrategias y soñaba del mismo modo que cuando era hombre. Se preguntó qué recordaría Drustan cuando volviera a cambiar de forma. En aquellos momentos les resultaba de más utilidad en forma de pájaro, capaz de volar por las alturas y buscar caminos que un hombre no hallaría, capaz de cazar sin más armas que el pico y las zarpas. ¿Cuándo decidiría Drustan que había llegado el momento de mostrarse ante Ana? ¿De revelarle toda la verdad sobre su persona? ¿Tanto temía su rechazo que se lo ocultaría durante todo el camino a la Colina Blanca? A Faolan le parecía que un amante que no pudiera confiar carecía de algo esencial. No obstante, se trataba de algo singular, una cosa extraña. Era imposible saber cómo podía reaccionar ella al enterarse de la verdad.

Ana asó el conejo en el fuego con la habilidad de una experta. Dejó un trozo crudo sobre un árbol caído, para que el ave pudiera alcanzarlo con facilidad. El halcón comió sujetando la pierna de conejo con una pata mientras que con su temible pico desgarraba la carne a tiras. La corneja y el piquituerto observaban desde la distancia; el hambre no parecía suponer un problema para ellos. Faolan supuso que el lento ritmo de los pies humanos les proporcionaba a ambos muchas oportunidades de buscar comida por el camino.

Hubo una o dos ocasiones, mientras seguían adelante y los días empezaban a fundirse unos con otros, en las que Faolan estuvo tentado de quedarse a solas con el pájaro, confiar en que entendiera sus palabras y sugerirle a Drustan que le dijera la verdad a Ana para que no siguiera torturándose. Llegó alguna vez a sacar incluso el guante desparejado que Deord llevaba en su fardo y a ponérselo en la mano derecha. Pero no puso la idea en práctica. ¿Para qué precipitar los acontecimientos? Cuanto más lo demorara Drustan, más probabilidades había de que Ana se diera cuenta de que sus sentimientos hacia él eran un capricho pasajero más que amor; la impulsiva generosidad de una mujer que se compadece con demasiada facilidad de los que son injustamente tratados. Cuanto más tardara Drustan en revelarle su secreto —si es que lo hacía alguna vez—, más tiempo tenía Faolan para estar a solas con ella. Porque, aunque sabía bien que entre ellos nunca podría haber nada más que una amistad, su corazón acariciaba aquellos valiosos días como una flor agradece el calor del sol. No importaba que ambos estuvieran sucios, agotados y tuvieran frío, que el hogar nunca hubiera parecido tan lejano. De momento, durante aquel breve espacio de tiempo, la tenía toda para él. Ahora era más precavido y procuraba no tumbarse junto a ella por las noches —no se fiaba de sí mismo—, pero podía mirarla, hablar con ella, acumular todos esos momentos para un futuro en el cual, tan seguro como el sol se pone por la noche, sus caminos se separarían. Le había abierto la parte más oscura de su ser, la parte que pensaba que permanecería cerrada para siempre. Ella había aceptado su ofrecimiento; incluso sabiendo las cosas terribles que había hecho, había seguido siendo su amiga leal. Si el retorno de Drustan tenía que hacer pedazos aquella frágil felicidad, que no volviera todavía.

Ana lo hacía muy bien, mantenía el ritmo, no se quejó ni siquiera cuando le dolían los pies. Cuando se quitó las botas y Faolan vio las ampollas, ordenó un día de descanso. Ella protestó; él insistió. Faolan tenía claro que no llegarían a la Colina Blanca antes del fin del verano. Esperaba que Drustan supiera lo que estaba haciendo. Quizá se tratara de algún juego que se traía entre manos.

El tiempo lluvioso había frenado su avance y la estación transcurría rápidamente. No resultaba de mucha ayuda que su guía tuviera la desconcertante costumbre de desaparecer sin previo aviso, dejándolos allí esperando durante un día o dos hasta que regresaba y retomaban el viaje.

Habían pasado dos noches en una cabaña de pastor abandonada situada en un alto risco esperando a que el halcón regresara de una de sus ausencias. Faolan no tenía idea de qué camino seguir y el terreno era peligroso. No obstante, estaba a punto de perder del todo la paciencia y de asumir él mismo el papel de guía a partir de entonces. Ana se mostraba cada vez más retraída y él había notado el cansancio en sus rasgos y un cambio en su mirada que lo llenaron de inquietud. Había adelgazado, lo cual no era de extrañar con tan sólo una comida de carne al día. En aquella ocasión el halcón les había dejado un par de liebres antes de desaparecer, como si supiera que iba a tardar en regresar.

—Esperaremos una noche más —le dijo Faolan a Ana mientras se hallaban sentados a cubierto bajo el saliente de una roca, contemplando la ladera bajo el extraño claroscuro del cielo de la noche estival—. Si para entonces no ha vuelto, ya encontraré yo el camino. Si nos dirigimos aproximadamente hacia el sudeste, al final llegaremos a la costa cercana a Abertornie.

—Tardaremos mucho tiempo en llegar a casa, ¿verdad?

Faolan consideró todas las cosas que no le había dicho: la dificultad de conseguir comida sin un arco o una lanza; el hecho de que la carne seca duraría, como mucho, otros siete días; la innegable realidad de que, incluso en verano, habría que cruzar anchos ríos.

—Tardaremos más que si fuéramos a caballo, por supuesto —dijo él—. Pero nos las arreglaremos. ¿Qué tal tus botas?

Ana se las enseñó. La izquierda tenía un agujero en la suela, la derecha se estaba rompiendo allí donde la parte superior se unía con el tacón. No era de extrañar que tuviera los pies doloridos. El vestido de novia estaba manchado y hecho jirones. La ropa que llevaba Faolan tampoco estaba en mejores condiciones.

—¡No sé qué van a decir de nosotros cuando entremos en la Colina Blanca con estas pintas! —bromeó él.

Se hizo un silencio y luego se oyó el sonido inconfundible del llanto contenido.

—Lo siento —murmuró Ana.

—Es por Drustan, ¿verdad? —le preguntó Faolan sin rodeos—. Todavía lloras por él. ¡Mal rayo lo parta!

—No puedo evitarlo. Me gustaría que estuviera aquí, con nosotros. Conmigo. Esperaba… había tenido la esperanza…

Faolan se fijó en que el cinturón le quedaba tan flojo que tenía que enrollárselo varias veces para ajustárselo a la cintura. Su hermosa cabellera le caía sobre los hombros en forma de mechones lacios y sin vida; ya no mantenía una postura erguida como la de una reina. Él se moría por rodearla con sus brazos y estrecharla con fuerza.

—Estoy preocupada por él —dijo Ana en un hilo de voz—. ¡Es tan vulnerable! Si se ha ido a su casa, al Valle de la Ensoñación, pueden volver a hacerlo prisionero, incluso pueden matarlo. Ahora son los hombres de Alpin los que controlan el lugar. ¿Y si…?

—No podemos hacer nada al respecto, Ana —dijo él—. Confía en Drustan, él puede solucionar sus propios problemas —en su fuero interno, estaba empezando a dudarlo. No tenía ni idea de dónde podía estar en esos momentos, ni de a qué estaba jugando.

—Yo quería ayudarle. —Ana miraba hacia el cielo nocturno como si este pudiera proporcionarle alguna respuesta—. Todavía quiero hacerlo. Está terriblemente solo. Fuera a donde fuera, hiciera lo que hiciera, yo quería estar con él, a su lado, para que no tuviera que estar solo nunca más. Haber nacido diferente debe ser tanto una bendición como una maldición. Aparte de su abuelo, parece que nadie más lo ha entendido. Deord, tal vez.

—¿Diferente? —Faolan se preguntaba qué le habría contado Drustan exactamente.

—Como un vidente, creo. Parece ser que cuando se apoderan de él esos accesos que sufre, lo que Alpin llama arrebatos o ataques, Drustan tiene algo parecido a una visión, camina en un mundo diferente durante un tiempo. Le ocurre desde que era niño. Hay gente que no tolera semejante singularidad.

—Ya lo creo —repuso Faolan, pensando que Ana no tenía ni idea de lo singular que llegaba a ser en realidad aquel hombre. ¿Qué pensaría sobre la perspectiva de dar a luz a unos niños a los que en cualquier momento pudieran salirles pico y plumas?

—¿Faolan?

Él aguardó.

—Con cada día de viaje, con cada paso que damos hacia el este, siento como si el corazón se me desgarrara un poco más. Pensé que con el tiempo empezaría a calmarse, a no doler tanto. Pero cada vez es peor. ¿Cómo pude dejarlo atrás? Algo va mal. Él no se habría marchado sin mí. Hablaba en serio cuando decía que me amaba, lo supe por su voz. ¿Por qué iba a mentir sobre algo así?

—Los hombres mienten —repuso él—. Lo hacen constantemente.

—Drustan no.

—Él no tiene parangón —dijo Faolan sin poder ocultar su amargura.

—Basta. Cualquiera diría que estás celoso.

Se hizo el silencio. A medida que se alargaba la pausa, Ana escrutaba su rostro cada vez con más intensidad hasta que él tuvo que mirar hacia otro lado para evitar darle una respuesta estúpida, negarlo con una mentira, declararle sus sentimientos o soltar una réplica mordaz que la hiriera. No tenía sentido decir nada. Era evidente que, al fin, Ana comprendía lo que albergaba su corazón.

—Lo siento —dijo en un susurro lleno de cariño—. Lo siento mucho, Faolan.

—¡Oh, bueno! —intentó sonreír—. Al fin y al cabo no soy más que un guardia a sueldo. A mí no me corresponde abrigar sentimientos de ese tipo. Olvídalo. Tu vida ya es bastante complicada.

—Tú eres un amigo muy querido para mí —dijo Ana— y mi leal protector durante el viaje. Tendría que haberme dado cuenta antes, no entiendo cómo se me ha podido pasar por alto. Ya sabes que confío en ti, que te respeto y que dependo de ti… Nunca me imaginé que encontraría a un amigo como tú y doy gracias a los dioses por haberte tenido a mi lado en estos últimos tiempos. Pero… lo que siento por Drustan es muy distinto. Es demasiado fuerte para negarlo. Es como… una ola, una corriente…

—¿Destructiva?

—Tal vez. Él no está y siento que me estoy rompiendo en pedazos. Lamento que esto te dificulte las cosas. Estos días, cuando hablaba de él y de cómo me sentía yo… he debido causarte mucho dolor.

El humor de Faolan se suavizó con sus palabras. Hasta en una situación como aquella, ella seguía siendo una dama.

—Quiero que intentes una cosa por mí —le dijo.

—¿De qué se trata?

Faolan alargó la mano para coger su bolsa y sacó de ella el pesado guante de cuero.

—Póntelo y levántate.

—¿Por qué? —Ana hizo lo que le pedía, con cara de perplejidad.

—Ahora llama al halcón para que se pose en tu mano.

—No sé cómo debo llamarlo.

—¿Sabes silbar?

—No muy fuerte. Puedo intentarlo, pero no me mires o no me saldrá.

Emitió un sonido minúsculo en la inmensidad de los pliegues montañosos que se extendían frente a ellos, una breve tonada de dos notas que cayeron al vacío. Era la clase de llamada que una dama dirigiría a su gato o a un perrito faldero bien adiestrado. Ana hizo una pausa, escuchó y volvió a intentarlo. Fue como si la noche se callara en torno a ella, conteniendo el aliento.

Entonces hubo un aleteo en la penumbra, un sutil movimiento del aire, y el pájaro salió volando de la noche para posarse en su mano, sus zarpas se aferraron al guante y sus ojos salvajes, brillantes e inescrutables, la miraron. Ana mantenía el brazo en alto firme para poder soportar el peso del halcón. Su mirada estaba llena de asombro.

—Ha regresado —musitó—. ¿Cómo sabías que haría esto?

—Llámalo un presentimiento —dijo Faolan, que notó el cambio en la voz de Ana. ¿Acaso intuía la verdad?—. Fue una intuición.

Ella levantó los dedos para acariciar las largas y fuertes plumas de las alas del halcón y el aterciopelado plumaje que cubría su pecho. Tenía la mano peligrosamente cerca de aquel pico desgarrador; no se le había ocurrido pensar que la criatura podía destrozársela. Faolan no dijo nada. Él no iba a acercar los dedos si podía evitarlo, pero sabía que aquel pájaro nunca le haría daño a Ana.

—Esto significa que podemos seguir adelante —dijo ella—. Nos estábamos quedando sin comida, ¿verdad?

—Yo te la hubiera conseguido, de un modo u otro —repuso él sin mirar al pájaro, no fuera que su desagrado resultara demasiado evidente a ojos del animal. Ana estaba en lo cierto, por supuesto; era la presencia de Drustan la que los llevaría a casa sanos y salvos.

—Me siento un poco mejor —comentó ella, y acercó su mejilla a las plumas de la criatura—. Si las tres aves están con nosotros significa que Drustan no me ha olvidado del todo, aunque no pueda estar aquí. Creo que el que permanezcan juntas debe significar que él sigue aún con vida y está a salvo. Ahora voy a intentar dormir, Faolan.

—Buenas noches.

—Que la Brillante te conceda dulces sueños.

—Me deseas lo imposible. Supongo que tú soñarás sólo con una cosa.

Ana se acomodó en el suelo del rudimentario refugio que les proporcionaba aquel pequeño saliente, con la manta sobre los hombros. Los tres pájaros permanecieron cerca de ella, posados en las rocas, un trío de pequeños guardianes que invocaban las visiones de algún mítico cuento de magia. Se hizo el silencio durante un rato, y cuando Faolan la creía ya dormida, ella volvió a hablar.

—No te burles de mis sueños —dijo—. Aparte de los pájaros, son lo único que me queda de él.

—Lo siento —le respondió, pero Ana no contestó.

Mucho más tarde, cuando ya sabía que la muchacha se había quedado dormida, Faolan cogió una piedra y la sopesó en la mano. Escuchó la respiración de Ana, lenta y regular. La corneja y el piquituerto estaban acurrucados junto a ella, inmóviles, con la cabeza metida bajo el ala. El halcón montaba guardia, posado a un palmo de distancia del hombro de la muchacha. Si era rápido, todo podría terminar en un instante. No tendría que verlos juntos; no tendría que ver cómo Drustan le ponía las manos encima y quedarse sin hacer nada como si no fuera asunto suyo. Las tinieblas invadieron su corazón y sus dedos se cerraron en torno a la piedra.

Ana suspiró y se dio la vuelta en sueños.

—Cuéntaselo —dijo Faolan, que dejó caer la piedra al suelo—. Explícale la verdad. Deja que lo decida ella. No puedes dejar las cosas así. Le romperás el corazón.

El halcón lo contemplaba con una mirada inescrutable.

—Cambia otra vez. Muéstrale lo que eres. Si no tienes valor para hacerlo, es que no te la mereces. En tal caso, sería mejor que te marcharas volando y nos dejaras. Nos las arreglaremos. Ya lo hemos hecho antes y podemos volver a hacerlo.

El pájaro se limitó a mirarlo de una forma que a Faolan le pareció sumamente peligrosa. Aquel hombre era una criatura salvaje. Llevaba el peligro en su propia naturaleza.

—¿A qué estás esperando? —lo desafió Faolan—. Ella está aquí, te ama, es la mujer perfecta con la que cualquier hombre sueña. ¿Qué es lo que te contiene?

No hubo ninguna reacción, ningún repentino sobresalto de sorpresa, ninguna transformación. El pájaro volvió la cabeza hacia otro lado.

—Tienes miedo, ¿no es cierto? —continuó Faolan—. Temes que en cuanto lo sepa te vuelva la espalda. De modo que la castigas, haces que se torture preocupándose por tu seguridad, por tu futuro, preguntándose por qué has abandonado. Dejas que se agote caminando y que se quede en la piel y los huesos al no comer lo suficiente. Si de verdad eres un hombre, compórtate como tal. Confíale la verdad.

Alpin tenía una complexión de oso. Aun así, por el hecho de crecer en el Brezal había adquirido una serie de habilidades que no eran habituales en un hombre robusto como él. El bosque proporcionaba buena caza y él no había tardado en aprender a moverse en silencio y a recorrer el terreno difícil con rapidez. Había aprendido a encontrar un rastro y a no perderlo, aunque la escapada en solitario de Deord por el bosque lo había desviado un poco de su verdadero objetivo. Ahora había recuperado el rastro de los fugitivos y avanzaba tras ellos con sigilo y con un propósito mortífero. Mientras corría, trepaba y vadeaba en dirección nordeste, aunque no dejaba de prestar atención al terreno, al tiempo que hacía y a las señales que sus perseguidos dejaban a su paso, lo que dominaba su voluntad era una violenta y feroz ansia de venganza, así como el odio, la lujuria y el deseo de atormentar y destruir. Veía a Ana con los brazos y piernas extendidos y a su hermano encima de ella, y luego al escoto, y luego el desgraciado de Drustan otra vez. Si cuando volviera a casa con ella llevaba un hijo en su vientre, tendría que sacrificarlo. Su heredero debía llevar su misma sangre, eso era indiscutible. ¡Por todos los dioses! Mejor sería que le diera hijos después de todos aquellos problemas. Muy pronto le iba a quitar la rebeldía a golpes. Se aseguraría de que… Por otra parte, tendría que contenerse un tiempo. Tendría que moderar su ira después del castigo inicial que Ana soportaría a su regreso a la fortaleza. Con Erisa había perdido los nervios muchas veces, y mira lo que había pasado. Esa estúpida había intentado escapar de él y al caerse se había matado y había acabado con la vida de su hijo. Si ese bicho raro que tenía por hermano no hubiera estado entonces en el Brezal para proporcionarle una coartada perfecta, podría haberlo perdido todo. Drustan… Dioses, ¿por qué habría sido tan generoso con él? Tendría que haberse deshecho de su hermano enseguida y no dejar que los lazos de sangre lo frenaran. Ahora Drustan había escapado, y si recordaba, si contaba… No, eso era descabellado. La gente tenía a Drustan por loco; nadie le creería. En el Brezal no quedaba nadie que pudiera darle apoyo, nadie que recordara la época en la que no había perdido la razón. La vieja Bela había huido tras la muerte de Erisa. Lo más probable era que ya estuviera muerta, y el resto se habían ido, todos menos Orna, que sabía mantener la boca cerrada. Alpin había sido muy concienzudo. De todos modos, no quedaría satisfecho hasta que rodeara el cuello de su hermano con las manos y oyera su último aliento sofocado. En cuanto al escoto… No podía fiarse de él. Podría haber resultado útil como espía. De todas formas, ahora sería necesario deshacerse de él. Alpin reflexionó sobre cómo lo haría exactamente mientras se abría camino por un expuesto páramo alto y se detenía para examinar una choza en ruinas en busca de alguna señal de ocupación reciente. Las cenizas de una pequeña fogata, unos cabellos rubios, los huesos limpios de una pequeña criatura. Habían estado allí. No hacía mucho. En sus manos notaba el ansia por infligir el castigo. Primero se encargaría de los dos hombres. Luego poseería a Ana allí donde la encontrara. Había otra parte de su cuerpo que tenía ansias, y sólo había una manera de satisfacerlas.

Bridei había aprendido a ser cauteloso a muy temprana edad. El primer atentado contra su vida había tenido lugar siendo él muy pequeño, y Donal lo había frustrado. Años después, cuando aquellos que se oponían a su subida al trono volvieron a intentarlo, Donal había muerto en su lugar. La tercera vez había sido Faolan quien lo había apartado del borde de la muerte. Había aprendido a no confiar demasiado pronto, incluso cuando su instinto lo predisponía hacia la amistad.

Hargest le caía bien. Veía algo de sí mismo en la inseguridad de aquel muchacho y en su constante esfuerzo por distinguirse. Atrapado entre un padre biológico que había procurado tenerlo lejos de él y un padre adoptivo que tal vez lo había tratado con demasiada cautela, a Bridei le parecía que Hargest mantenía el equilibrio en un pequeño puente que llevaba a la madurez y la edad adulta. El muchacho era un cúmulo de contradicciones: el deseo de agradar, el terror de parecer débil o inepto, la voluntad de demostrar su superioridad. Bajo todo aquello subyacía una necesidad desesperada de amor: el amor de un padre.

Bridei hizo que Breth y los demás incluyeran al joven en sus prácticas de combate diarias y que se lo llevaran en sus salidas hacia los límites del territorio de Dalriada. Vigilaban de cerca a Hargest en todo momento, aunque no dejaron que él lo supiera. Nunca se quedaba a solas con Bridei, pero el rey tomó por costumbre incluirlo en las conversaciones y con frecuencia se interesaba por sus progresos. Durante el tiempo que permanecieron en el Pozo del Cuervo, Hargest fue aceptado paulatinamente entre los hombres, que dejaron de hablar de él como si fuera un intruso. Uno o dos de ellos observaron que si Hargest los acompañara a la guerra resultaría muy valioso. Para empezar, su tamaño doblaría el de cualquier escoto del campo de batalla. Y el brazo con el que manejaba la espada debía tenerse en cuenta.

Bridei había mandado un mensaje por mediación de Orbenn, en el que preguntaba la opinión del padre adoptivo de Hargest en cuanto a la disposición del muchacho para ir a la guerra. La respuesta de Umbrig, cuando al fin llegó, dejaba la decisión en manos de Bridei. Si creía que el muchacho sería útil, debía llevárselo. Si no, podía mandar a Hargest de vuelta al Risco Tormentoso para que esperara allí. No se hizo mención a la vuelta de Hargest con su padre al Brezal, aunque para entonces ya era un hombre joven.

Ocurrió que, cuando el verano se acercaba a su fin y emprendieron la marcha desde el Pozo del Cuervo en la primera etapa del largo avance, Hargest ocupó su lugar en el pequeño ejército personal del rey de Fortriu, una figura orgullosa, de hombros rectos, que les sacaba una cabeza a la mayoría de los hombres y que llevaba su lanza, su espada, su arco y aljaba como si fuera algo que hiciera a diario y con lo que estuviera totalmente cómodo. Breth, que cabalgaba al lado del rey, estaba tenso. Nunca había confiado del todo en el chico y no ocultaba su malestar ante la rápida aceptación de Hargest entre las filas de hombres de armas de Bridei. Corrían rumores de que el guardaespaldas del rey se sentía amenazado. Había gente que decía que Hargest era la elección obvia —joven, sano, entusiasta, fuerte— para asumir el papel del guardia de más confianza de Bridei.

El rey había oído esos rumores y los consideraba una estupidez. Breth sabía que su puesto estaba asegurado, tanto como podía estarlo el de cualquier hombre que se encaminara hacia una guerra. En cuanto a Hargest, Bridei lo tenía más a raya de lo que todos creían. El desesperado deseo del chico por complacerle suponía el control más efectivo que el rey tenía sobre él; lo utilizaría para evitar que mataran al muchacho antes de tener la oportunidad de crecer y aprender de qué pasta estaba hecho.

Así pues, por fin se habían puesto en marcha y atravesaban el mismo territorio por el que había marchado Bridei, como modesto soldado de a pie del ejército de Talorgen, de camino a su primera experiencia de lo que la guerra les hacía a los hombres. A pesar de todas sus bravatas, era de esperar que Hargest se viera profundamente afectado. Bridei esperaba tener tiempo para hablar con él después y escucharlo mientras recordaba lo que había visto, lo que había hecho y lo que se había visto obligado a hacer. La guerra podía sacar lo mejor de un hombre. Por desgracia, en algunos despertaba la crueldad, y había otros que sencillamente se derrumbaban bajo el terror que comportaba. Si aquella gran empresa salía tal y como ellos habían planeado, quizá no sería necesario que los hombres de Fortriu volvieran a tener que luchar durante un tiempo. Quizá hubiera largos años de paz, con los escotos expulsados de las costas de los priteni y Circinn dispuesta a hablar con sensatez. Tal vez los hombres pudieran volver a cuidar ganado, plantar cosechas y utilizar el punzón, las tenazas y el martillo para el ejercicio de sus oficios sin esperar a oír un golpe en la puerta y el llamamiento a las armas. Rezó para que así fuera, no por él, no por su triunfo, sino por el bien de su pueblo. Si derrotaba a los escotos, podría concentrarse en la otra gran tarea para la que los dioses lo habían llamado: unir Circinn y Fortriu en la práctica de la antigua fe.

A medida que las fuerzas avanzaban hacia el oeste para dirigirse a los límites del territorio de Gabhran, otros grupos de guerreros priteni cercaban a los escotos por todos los flancos de Dalriada. Gabhran y sus jefes de clan nunca podrían haberse imaginado un ataque tan masivo y complejo como aquel, ni semejante unidad de propósito y semejante precisión en el momento escogido.

Bridei y sus jefes de guerra habían tomado medidas para incrementar las posibilidades de pasar desapercibidos hasta el último momento. Habían tenido en cuenta posibles retrasos: una enfermedad, un tiempo inclemente, una emboscada. Cada uno de los jefes contaba con otro hombre que podía pasar a ocupar su puesto de líder en caso de que lo mataran o lo hicieran prisionero. La trampa con la que pensaban atrapar al rey escoto era como una garra que se iba cerrando sobre Dalriada. Cada uno de sus dedos debía estar en su lugar; todos ellos contando con los demás para que no quedara ningún hueco, ningún punto débil que permitiera que Gabhran y sus jefes de clan pudieran escapar. Los jefes de Bridei y sus fuerzas se hallaban a días de viaje unos de otros; sin embargo, al final, cada uno de ellos dependía de los demás para cerrar la trampa con éxito. Bridei llevaba cinco años fomentando sus lazos de amistad. Se conocían bien los unos a los otros y formaban un grupo de hermanos en el que siendo orgullosamente independientes y muy diferentes entre sí, desde el desenfrenado Fokel de Galany hasta el sensato Talorgen, desde el extravagante Ged al reservado Morleo, se sentían parte de un equipo dedicado al futuro de Fortriu y al gran propósito de su rey. Ya habían sido derrotados por Dalriada en otras ocasiones —los jefes de clan de más edad, Talorgen y Ged, habían visto muchas batallas a lo largo de los años— pero aquella vez parecía ser distinto. Aun cuando hablaran de retiradas y contingencias, sus ojos tenían la luz de una victoria certera.

Bridei se estremeció. En ocasiones le resultaba sobrecogedor ver juntos a todos esos hombres y saber que en buena parte él era el causante de ello. Él era el rey; los dioses y los hombres lo habían elegido para que guiara a Fortriu hacia la victoria. Aquellos hombres, avezados y cautos jefes, creían que podía hacerlo. Creían que Bridei era la diferencia entre otra derrota aplastante y el tan anhelado derrocamiento del invasor. Él había intentado darles lo que esperaban. El plan que había ideado no podía ser más infalible. Cuando rogaba al Guardián de las Llamas al alba o a la Brillante al anochecer, creía que los dioses seguían sonriéndole. De todos modos, era una carga muy pesada y había momentos en los que el deseo de estar en casa era tan intenso que le dolía el corazón. Quería sentarse junto al fuego con Tuala, contemplarla mientras se cepillaba el pelo con movimientos largos y acompasados. Quería sostener a su hijo en brazos y ver su extraña sonrisa y sus ojos llenos de secretos. Quería tener cerca a Broichan, cuyos graves consejos tantas veces lo habían ayudado a solucionar algunos desconcertantes dilemas. Pero él era el rey, cabalgaba hacia la guerra y pasaría mucho tiempo antes de que volviera a ver su hogar y a sus seres queridos. Aunque las cosas fueran bien, eso no ocurriría hasta mucho después de la fiesta del Equilibrio. Se preguntaba si su hijo se acordaría de él.

Una noche acamparon en el bosque, por encima de la Cascada del Zorro, a la espera de que Fokel de Galany se reuniera con ellos. Después de comer —una especie de caldo que incluía liebre, paloma torcaz y erizo—, Bridei dio un paseo por el campamento con Breth y habló con todos los hombres que pudo. En aquellos momentos no necesitaban discursos conmovedores; si se sentían igual que se sentía él, querrían palabras amistosas y tranquilizadoras. Escuchó sus preocupaciones con educada atención, dedicándole a cada uno de ellos el tiempo necesario y dejándolos, esperaba, con la conciencia de que contaban con la confianza del rey. Se hacía tarde y la mayoría de los guerreros se durmieron enrollados en sus capas o mantas. Los que estaban de guardia permanecían en el perímetro del campamento; unas sombras silenciosas bajo una luna creciente. Bridei y Breth regresaron al pequeño refugio que habían levantado para el rey, donde montaba guardia Uven, uno de los hombres de Pitnochie.

—Vete a dormir, Breth —dijo Bridei—. Deja que Uven haga la primera guardia aquí. Debo hacer las paces con los dioses antes de acostarme. No me alejaré.

—Si estás seguro. —Breth había estado reprimiendo un bostezo.

—Lo estoy. Vamos, ve. Cuando llegue Fokel, que bien podría ser mañana, todavía podremos descansar menos. Despiértalo cuando sea hora de cambiar el turno, Uven.

—Sí, mi señor. —Todos los hombres de Pitnochie conocían a Bridei desde que tenía cuatro años. Su actitud hacia él era casi autoritaria, pero nunca carente de respeto. Él se había ganado la lealtad que le demostraban.

Bridei fue andando hasta un pequeño altozano que había no muy lejos del campamento, un lugar donde la luz de la Brillante se filtraba a través de las anchas ramas extendidas de los robles e iluminaba débilmente una zona de piedras musgosas y las hojas acorazonadas de una planta baja que se emparraba por las grietas de la roca. Allí se arrodilló para orar y Uven, respetuoso del vínculo existente entre el rey y la divinidad, permaneció por detrás de la luz, lanza en mano y ojos alerta.

Para tratarse de un hombre educado por un druida y destetado, por así decirlo, con las antiguas enseñanzas, Bridei rezó una oración muy simple. Al día siguiente, y al otro, y durante muchos días después, en todas partes de Dalriada los hombres morirían porque él había decidido que era el momento de la guerra, hombres como aquellos buenos muchachos con los que había estado hablando esa noche. Al ser el rey, era su confianza la que los arrastraba hacia el oeste con la luz de una misión en sus rostros corrientes y honestos. Habría muchos que no volverían. Habría esposas, madres e hijos cuya espera duraría toda una vida. Habría quienes tan sólo recibirían de vuelta a una destrozada ruina de hombre. Sería así aunque las fuerzas de los priteni lograran una gran y noble victoria, pues la guerra es cruel e imparcial. En el fragor de la batalla, en el campo, no hay hombres buenos y malos, sino simplemente dos ejércitos de padres, hijos y hermanos que arriesgan sus vidas porque su adalid los convence de que es lo adecuado. Él, Bridei, era ese adalid.

No le pidió a la Brillante que lo despojara del peso que llevaba a cuestas, una carga que se iría haciendo más pesada con cada día de conflicto. Sólo le pidió que lo hiciera lo bastante fuerte para poder soportarla. No le pidió que les salvara la vida a sus amigos más queridos —Breth, Talorgen, los hombres de Pitnochie—, sólo que, si morían, su muerte fuera limpia y no resultara inútil. En cuanto a él, esperaba regresar a su casa en la Colina Blanca y volver a abrazar a su esposa y a su hijo. Pero eso no lo incluyó en su plegaria. No iba a pedir para sí algo que sabía que no podía ser concedido a todos los miembros de su ejército. Rogó que el camino que había elegido fuera bueno. Encomendó a Tuala al cuidado de la diosa y le pidió a la Brillante que le mandara dulces sueños a su hijito. Luego permaneció un rato arrodillado en silencio, con los brazos extendidos, respirando con calma.

Algo se movió justo detrás de él. Bridei se puso de pie en un instante y se llevó la mano a su cuchillo. Al cabo de un momento, Uven se abalanzó hacia el claro, lanza en ristre.

—No pasa nada, Uven. —Bridei mantuvo la voz firme, no sin esfuerzo—. Sólo es Hargest. ¡Por todos los dioses, muchacho! Para ser tan grande tu paso es muy suave.

—¿A qué crees que estás jugando apareciendo así de repente? —Uven se dirigió al joven con un gruñido furioso—. ¡Un instante más y te hubiera atravesado!

—Basta un instante para que un asesino ataque —observó Hargest, señalando el cuchillo que llevaba en el cinturón—. Mi señor rey, tus guardaespaldas no tienen las condiciones necesarias para este trabajo.

—¡Tú, pequeño…!

—Tranquilo, Uven —dijo Bridei—. Tendré una conversación con Hargest sobre modales. No ha pasado nada. Si no lo oí yo, que me educó Broichan, ¿cómo ibas a poder hacerlo tú? Esta noche se avergonzaría de mí. Vamos, Hargest, ya he terminado. Volvamos al campamento y habla conmigo un rato.

Estaban junto a la pequeña hoguera que ardía cerca de la tienda de Bridei, y era evidente que Uven estaba enojado e incómodo, mientras que Hargest tenía los brazos cruzados y una expresión agresiva y Bridei mantenía la calma tal como había aprendido junto a Broichan. Hargest no ofreció una disculpa. El rey pensó que no era consciente de lo cerca que había estado de encontrarse con un cuchillo clavado en el corazón, y que, de ser así, había aprendido menos de lo que debería durante el tiempo que había pasado con los hombres de armas.

—Hargest —le dijo en voz baja—, no es prudente poner a prueba las reacciones de mis guardias acercándote a mí a hurtadillas. No sólo tienen orden de matar, sino que además me han adiestrado para defenderme por mí mismo. Mi padre adoptivo me enseñó a utilizar el oído como hace una criatura salvaje. De no haber estado sumido en la meditación te habría clavado mi puñal en el corazón antes de tener la oportunidad de identificarte.

—En ese caso, cuando estás orando, tus guardaespaldas deberían estar doblemente alerta.

—No le eches la culpa a Uven —repuso Bridei con un suspiro—. Él estaba haciendo todo lo posible para mantener un equilibrio entre la discreción y la vigilancia. Mis hombres me conocen muy bien, Hargest. Hay momentos en los que necesito mantener la ilusión de la soledad, aunque sólo sea para conservar mi propia serenidad.

—Dicen que amas a los dioses. Que el Guardián de las Llamas te considera su hijo predilecto.

—Espero que todos los que están aquí amen a los dioses. Por lo que respecta a los hijos predilectos, sólo puedo confiar en que el Guardián de las Llamas apoye nuestra empresa y me considere digno de dirigirla. Y ahora dime, ¿por qué estás aquí y no estás durmiendo con el grupo que se te ha asignado? ¿Por qué me abordaste de ese modo? Supongo que no fue únicamente para hacer notar un punto débil en mi defensa personal.

—Quiero hablar contigo a solas —la voz de Hargest sonó como un gruñido. Lanzó una mirada fulminante en dirección a Uven—. Asuntos privados.

—De ninguna manera —dijo Uven con brusquedad.

—Tiene razón —dijo Bridei, que observó los puños apretados y la mandíbula tensa del joven—. En vistas de lo que nos acabas de decir, debes creer que tu rey es idiota si piensas que despacharía a su único guardaespaldas para entablar una conversación privada en el bosque por la noche con un hombre al que sólo conoce… ¿hace cuánto?, ¿un cambio de luna? Ni siquiera tanto, creo.

Hubo un silencio incómodo.

—Por favor, mi señor —la voz de Hargest sonó un poco más tranquila. Tenía la mirada puesta en sus botas.

—Aléjate unos cuantos pasos, Uven. Bueno, Hargest, ¿qué pasa? ¿Estás preocupado por la batalla? ¿Me he equivocado al permitir que te unas a mi fuerza de combate?

—No, mi señor —el joven enderezó los hombros—. Estoy en condiciones de servir; ocuparé mi puesto. Yo quería hablar de lo que ocurrirá después.

—¿Después? Después hay otra batalla, Hargest, y otra marcha, y después otra batalla más. De eso se trata en la guerra. Es algo sangriento y horrible. Lo hacemos porque debemos hacerlo. Créeme, con dioses o sin ellos, esto no es en absoluto de mi gusto. Cuando todo termine, sí tienes la suerte de sobrevivir, volverás al Risco Tormentoso y te darás cuenta de que cada día de paz que te conceden los dioses es un valioso regalo.

—Yo podría… ¿Y si…?

—Sea lo que sea, dilo ya. Es tarde y esta noche tengo que intentar descansar o Breth se disgustará conmigo.

—Existe el riesgo de que alguno de tus guardias personales resulte muerto o herido en la batalla. Si eso ocurre, ¿hay alguna posibilidad de que pudieras…?

Bridei no pudo contener una sonrisa.

—Hemos perfeccionado tus habilidades de combate en el Pozo del Cuervo; los hombres no tienen más que elogios para ti. Por lo visto no te hemos enseñado diplomacia. ¿Tan ansioso estás de asumir las funciones de un guardaespaldas? Por lo que dicen es un trabajo ingrato: pocas horas de sueño, preocupación constante y sin tiempo para ellos mismos, Y la paga no es mejor que la de los demás, a menos que tengas algo especial que ofrecer. Mi guardaespaldas principal, el que ahora mismo se encuentra en el norte, es un traductor experto y posee varias habilidades más. En cuanto a Breth, no voy a desafiar a los dioses prediciendo su sino en la batalla. Hay unos cuantos hombres más con los que puedo contar, como Uven, aquí presente. Hombres de confianza.

—Puedes confiar en mí, mi señor —el entusiasmo le enronqueció la voz. Pareció muy joven—. He visto lo que eres para estos hombres: un rey, un jefe y un amigo. Ellos te ven como a un hermano, como a un padre. Te miran a los ojos y ven la mirada del Guardián de las Llamas. Sabes que soy un buen luchador, mi señor. Estoy en forma. Soy rápido. No tengo miedo. Si me das una oportunidad, demostraré lo bueno que puedo ser como guardaespaldas. Seré mejor que cualquiera de ellos.

—Eso no me hace falta —repuso Bridei con ecuanimidad—. Estoy más que satisfecho con los hombres que tengo. Han demostrado su valía durante un largo período de tiempo. En el caso de Uven, casi toda una vida.

—Todo el mundo tiene que empezar en algún momento, mi señor. Ponme a prueba, por favor. No te arrepentirás —al muchacho le temblaba la voz de emoción. ¡Qué joven era! ¡Y qué apasionado!

—Uno de los atributos requeridos es la capacidad de mantener una fría calma en las más arduas condiciones —dijo Bridei.

—Pues ponme a prueba.

—Lo que sí está claro es que eres audaz. Demasiado audaz, me dirían mis consejeros.

—Por favor, mi señor rey. Demostraré mi valía. Lo juro por la hombría del Guardián de las Llamas.

—Deja que primero tomemos los Confines de Galany —decidió Bridei, que se preguntaba si aquella explosiva mezcla de juventud, ambición y adoración vería su fin el día de su primera batalla real, o sobreviviría para ganarse el futuro que tanto ansiaba—. Deja que vea cómo te desenvuelves allí y quizá considere ponerte a prueba. Tendrás que vértelas con la desaprobación de Breth.

—Sí, mi señor —la esperanza iluminó los ojos del joven y una sonrisa de puro gozo curvó su boca, reemplazando por un momento su acostumbrado porte de hosca agresividad—. Gracias, mi señor. Te juro que no lo lamentarás…

—Sobrevivamos a Galany. —Bridei se sintió cansado de pronto—. No subestimo lo que me ofreces, Hargest, en absoluto. Quiero que eso quede claro. Admiro tu valor y tu sinceridad, y espero que el Guardián de las Llamas te sostenga en su mano cuando entremos en combate. Lo que sí tienes que aprender es a tener un mínimo de tacto cuando trates con mis hombres. También deberías recordar que soy el rey de Fortriu. Breth, Uven y los demás hacen uso de cierta confianza cuando hablan conmigo en privado. Se han ganado el derecho a hacerlo tras muchos años de leal servicio. Con el tiempo, quizá tú también puedas ganarte ese derecho. Y ahora, buenas noches. Que la Brillante te conceda dulces sueños.

—Buenas noches, mi señor rey. —Hargest hizo un amago de reverencia. Al enderezarse, la mueca de su rostro era como la de un hijo travieso disfrutando con una broma privada con un severo aunque afectuoso padre. Ante aquella actitud, Bridei no pudo evitar devolverle la sonrisa.

En el largo anochecer de una noche de verano, Faolan y Ana acamparon al borde de un pinar, en lo alto de la cañada de un largo lago solitario. Aquel mismo día habían visto un par de águilas que pasaban volando en dirección a los picos pelados que se alzaban al otro lado de los páramos altos y Ana le había dicho a Faolan que era una señal de auspicio.

—El águila es el símbolo del reinado de Bridei, así que ver a dos de ellas constituye un mensaje de los dioses especialmente poderoso —explicó mientras recogían leña para su pequeña fogata y cocinaban lo que aquella noche les había ofrecido el halcón: un ave de gran tamaño de una especie desconocida para ellos. La corneja y el piquituerto miraban impasibles cómo Ana desplumaba y limpiaba la presa; otro indicio, pensó ella, de sus profundas diferencias.

—Me quedaría más tranquilo —dijo Faolan mientras hacía saltar una chispa del pedernal con el cuchillo— si supiera dónde estamos exactamente y cuánto camino nos queda todavía por recorrer. Si los dioses quieren ayudarnos, podrían decírnoslo. Nuestro alado guía no hace más que llevarnos de un lado a otro; da la impresión de que no quiere que lleguemos a casa. Tal vez haya llegado el momento de prescindir de sus servicios.

—Eso no sería muy buena idea, ya que no sabes dónde estamos, Faolan. Además… —Ana se detuvo. Él no estaba de muy buen humor y sabía que se molestaba cuando le hablaba de Drustan, cuya ausencia le dolía más y más con cada paso que la llevaba lejos del Brezal. El tiempo no iba a curar aquella herida de su corazón.

—Además, los pájaros son lo único que te queda de él. Lo sé, lo sé. —Faolan sopló la llama de la yesca y empezó a colocar ramitas encima—. Pero no pueden quedarse con nosotros para siempre, y tampoco están resultando de mucha ayuda. Seguramente nos encontramos demasiado al norte, y es probable que nos perdamos si atravesamos este bosque de camino a la costa. Creo que sería mejor que buscara yo mismo el camino y que dejáramos que se fueran.

—¿Cómo vas a hacer que se vayan? Seguro que sólo obedecen a Drustan.

—Les puedo decir que se marchen. O, mejor todavía, se lo puedes decir tú. Ya has visto cómo acude a tu guante el halcón, obediente como un ave de presa bien adiestrada. Apuesto lo que quieras a que si le ordenas que se vaya se marcharán los tres el mismo día.

Ana no dijo nada. La pieza que había cobrado el halcón estaba ensartada en un palo, lista para asar; ella tenía las manos sucias de sangre, entrañas y plumas. Si algún día regresaba a la Colina Blanca, lo haría con algunas habilidades que nunca hubiera esperado desarrollar. En cuanto a sus tres guardianes, se había acostumbrado a su presencia y Ana sabía que su vida estaría incompleta sin ellos, pues el elegante vuelo del halcón desde el guante hacia el cielo, el suave tacto del plumaje aterciopelado en sus dedos y mejillas, los quedos sonidos que hacían por las noches y la misteriosa sabiduría de sus ojos vivarachos y brillantes se habían convertido en elementos determinantes de su día a día. Eran sus compañeros y amigos. Si el halcón les hacía dar un rodeo, debía haber un motivo para ello. Quizá un camino más recto era peligroso, quizá no hubiera otro camino más corto aparte del que no podían tomar, el que cruzaba el Vado del Rompiente. El territorio de los caitt era tan difícil como contaban las historias, lleno de valles profundos y montañas imponentes, bosques espesos y oscuros y anchos lagos azotados por el viento. Era un territorio magnífico, vasto y, en su mayor parte, desprovisto de asentamientos humanos. Allí, el eco de un grito pidiendo ayuda podría resonar para siempre sin obtener respuesta. Allí, el ciervo, el jabalí y el lobo vivían y morían sin conocer nunca el miedo al cazador. Si sobre aquel espléndido y agreste lugar se extendía la mano de alguna deidad, Ana creía que sin duda era la de la Diosa Madre, diosa de los sueños, guardiana de la antigua tierra. Se estremeció y se acercó más al fuego. La Diosa Madre gobernaba el portal entre este mundo y el de más allá; sus decisiones determinaban el período que duraba una vida. En la vasta y solitaria extensión de aquel territorio septentrional, la diosa podría extinguir sus vidas con la misma facilidad con la que apagaría un par de velas junto a la cama. Sencillamente desaparecerían, su tránsito pasaría desapercibido, no se encontrarían nunca sus cuerpos. Su carne se oscurecería, se desintegraría y se convertiría en tierra bajo aquellos árboles, y sus huesos desperdigados serían las sobras de los cuervos.

—¿Qué pasa? —le preguntó Faolan, que la miraba mientras colocaba el pájaro en equilibrio sobre el fuego.

—Nada —masculló Ana. Un grito resonó en la distancia por encima del bosque, un saludo y un desafío: la extraña música de los lobos. Durante los últimos días, Ana había tenido a veces la sensación de que la seguían, de que la observaban, a pesar de no haber oído el ruido de un paso, ni un chasquido entre la maleza. Esperaba que Faolan hiciera alguno de sus comentarios tranquilizadores, como: «Están más lejos de lo que parece», pero no dijo nada.

En aquellas noches de verano una luz pálida y fría bañaba las colinas hasta casi medianoche y el período de oscuridad era breve. Al término de la caminata del día, Ana estaba tan agotada que no tardaba en quedarse dormida tras encender el fuego y comer algo. La incomodidad de una cama hecha en la roca, en la tierra o en el suelo del bosque ya no bastaba para frenar su zambullida en el oscuro pozo del sueño. Ana sabía que estaba mucho más delgada; sentía la presión de su dura cama en las rodillas y los codos, en las caderas y en los hombros, que habían perdido el acolchado protector de su carne sana, y se alegró de que allí no hubiera espejos. Veía algo parecido en Faolan, que tenía las mejillas hundidas, la barba oscura y había adquirido una mirada tensa y peligrosa, la mirada de quien teme estar perdiendo el control de la situación.

Aquella noche no iban a conciliar el sueño. Tras dejar limpios los huesos de su exigua cena, se sentaron cerca del fuego y escucharon los aullidos, que seguían una pauta: una llamada, una respuesta. Una petición, un consentimiento. La manada se estaba acercando. La luna estaba baja en el cielo, casi llena. Era una pálida presencia que, más que verse, se adivinaba en el frío gris azulado de la noche estival. Los pinos parecían más oscuros, más altos, más ominosos que cualquiera de los que Ana había visto antes. Los espacios que quedaban por debajo de ellos eran cavidades secretas, bocas abiertas habitadas por presencias desconocidas dispuestas a tragarse a cualquier intruso. Levantó la vista hacia los pájaros. El halcón estaba posado en lo alto. Aquella noche estaba inquieto, lo notaba en sus ojos y en que no dejaba de moverse por la rama. La corneja y el piquituerto se habían acurrucado juntos, como un par de polluelos. Desde lo profundo del bosque Ana creyó oír rumores, gruñidos, el paso suave de muchas patas.

—Deberíamos avivar la llama —el tono de voz de Faolan era firme, lo cual era digno de elogio—. Necesitamos más leña para mantener el fuego ardiendo hasta el alba. Tendrás que quedarte despierta y ayudarme a montar guardia.

Sin mediar palabra, Ana se levantó para ayudarlo a recoger más ramas sin acercarse demasiado a la linde del bosque. Mientras ellos iban de un lado a otro, haciendo crujir las ramitas y susurrar la maleza con sus botas, el bosque pareció acallarse y los lobos guardaron silencio. Cuando Ana y Faolan volvieron junto al fuego tras haber completado su tarea, las criaturas retomaron su canción de caza, que entonces sonó más cercana.

—¿Y si…? —A Ana le castañeteaban los dientes y apretó la mandíbula para evitarlo.

—El fuego los mantendrá alejados.

—Pero ¿y si vienen? ¿Y si atacan?

—El cuchillo en una mano y el fuego en otra. Coges una tea, así… —agarró una rama encendida sujetándola por el extremo que no ardía. Ana se dio cuenta de que Faolan había dispuesto la fogata de manera que les proporcionara un buen suministro de antorchas. Así pues, a pesar de su calmada actitud, él también estaba preocupado. Él también creía que aquella noche los lobos les atacarían.

—Supongo que podríamos subirnos a un árbol —comentó Ana, que no lo dijo del todo en broma.

Faolan miró los altos pinos, cuyos troncos carecían de ramas por las que poder trepar hasta un punto situado muy por encima de su cabeza.

—Por el aspecto de este bosque —dijo él—, creo que prefiero arriesgarme con los lobos. ¿Ana?

—¿Qué?

—Algo se está acercando por debajo de los árboles, detrás de ti. Conserva la calma. Coge una tea, y cuando te des la vuelta, sostenla delante de ti. Recuerda: es la barrera entre el lobo y tú. No cedas a la tentación de echar a correr. Mantén el fuego a tu espalda. No utilices el cuchillo a menos que no haya otro remedio. ¿Estás preparada?

¿Preparada? ¿Cómo se podía estar preparado para una cosa así?

—Sí —respondió, se dio la vuelta y los vio. Se movían con cautela por debajo de los árboles, a menos de veinte pasos de distancia, y se les podía distinguir cuando la luz del fuego convertía sus ojos en puntos brillantes: unas formas que se mezclaban con las capas de oscuridad del bosque nocturno, centenares de tonos de gris. Intentó contarlos y, muerta de terror, se dio cuenta de que había demasiados. Se movían, pasaban, se agrupaban y se separaban como bailarines en un elegante desfile de gráciles miembros largos y dientes afilados. El halcón profirió un chillido áspero desde las ramas más altas y los lobos retrocedieron algunos pasos, pero luego volvieron a avanzar todos juntos en un expectante silencio. El halcón descendió en picado con un repentino movimiento que se hizo borroso y pasó rápidamente con las garras extendidas a un palmo de los sobresaltados ojos del jefe de la manada. El lobo cerró las mandíbulas de golpe y unas cuantas plumas quedaron flotando en el aire. El pájaro ascendió, se puso fuera de su alcance y, a continuación, volvió a lanzarse en picado.

—Se están moviendo para ponerse detrás de nosotros. —Faolan estaba al lado de Ana con otra rama ardiendo en la mano—. Recuerda…

—Tengo que mantener el fuego a mi espalda —dijo ella entre dientes, muerta de miedo. Al cabo de un instante, una de las largas formas grises corrió hacia ella en un amago de ataque y Ana esgrimió su tea ardiendo, sabiendo que, en efecto, iba a tener que luchar por su vida, aunque aquella situación le pareciera irreal y más propia de una pesadilla. El ave volvió a lanzarse sobre los lobos y en aquella ocasión sus garras alcanzaron a su presa. Se oyó un grito de dolor y el lobo que había iniciado el ataque contra Ana retrocedió.

No veía a Faolan. Lo oyó tropezar y maldecir por detrás de ella, al otro lado del fuego, y entonces empezó a gritar, como si con su voz pudiera mantener a raya a esas criaturas. Otro de los lobos se abalanzó sobre Ana, cerrando bruscamente las mandíbulas, y ella interpuso rápidamente la tea, esforzándose para no perder el equilibrio y mantener su posición de manera que los animales no se metieran entre ella y el fuego. El halcón había levantado el vuelo y se había perdido de vista. A la corneja y al piquituerto no se les veía por ninguna parte.

Ana gritaba al tiempo que arremetía contra los lobos con el palo ardiendo. Sus gritos ahogados le parecieron tan inútiles como el leve chillido de un ratón antes de que se lo trague el búho, como el grito de un conejo cuando las quijadas del perro de caza se cierran sobre su frágil cráneo. Dar la vuelta, acometer, gritar; esquivar, atacar, chillar. Primero fue un lobo, luego dos y, finalmente, tres los que se turnaron para atacarla, cada vez con más rapidez. Un mordisco, una carrera, una dentellada, un salto… ¡Dioses! Si uno de ellos se le arrojaba al cuello, todo terminaría en un instante. La envolvía el olor fétido y salvaje de las criaturas y sus gruñidos le inundaban los oídos. Sentía los atronadores latidos de su corazón en todas las partes de su cuerpo y notaba sus rodillas débiles como si fueran de agua. Eludir, darse la vuelta, arremeter, gritar…

Se oyó un enorme rugido y vio que Faolan, a su lado, movía rápidamente su tea encendida y hacía retroceder a tres lobos, que se encogieron cuando el rastro de la llama los chamuscó. Entonces Faolan se fue y ella oyó los sonidos de su propio juego de ataque y defensa a sus espaldas. Ana tomó aire con un jadeo entrecortado y cambió la forma en que agarraba el palo, que ardía con rapidez. Pronto tendría que encontrar la manera de coger otro. Los tres lobos ya volvían a acercársele otra vez, lentamente, dispuestos a hacerse con su presa en cualquier momento. Sus voces se unieron en un estremecedor gruñido.

Faolan profirió una maldición ahogada, y Ana supo de inmediato que lo habían herido. No podía darse la vuelta; ni siquiera podía mirar, ni mucho menos ayudarlo. Arremetió con la tea contra uno de los animales, luego contra otro, y hendió el aire a diestro y siniestro con el cuchillo. En aquellos momentos los lobos corrían alrededor del círculo, y eran muy numerosos; la trampa se estaba cerrando. Ana percibió el sonido de su propia respiración, áspera y superficial, sin fuerza suficiente para proferir un grito de desafío, o para pronunciar siquiera una última y desesperada plegaria. Apoyó una rodilla en el suelo mientras sostenía el cuchillo con la punta hacia fuera y agarró otra rama del fuego. El jefe de la manada hundió los cuartos traseros, dispuesto a saltar.

—¡Drustan! ¡Sal de ahí y ayúdanos! —bramó Faolan, que volvió a situarse a la vista de Ana y arrojó algo, tal vez una piedra, en la dirección por la que la estaban atacando—. ¡Sé un hombre!

No había tiempo para considerar la extrañeza de sus palabras. Le había proporcionado el momento que necesitaba para levantarse y enfrentarse a los lobos con una nueva tea ardiendo, Ana esperó, con la rama frente a ella, mientras los animales se empujaban, se esquivaban y volvían a situarse en posición de ataque.

—¡Drustan! —gritó Faolan con todas sus fuerzas—. ¡Hazlo! ¡Hazlo ahora! ¡Ven a ayudarnos o moriremos los dos! ¿De qué te servirán entonces tus escrúpulos, idiota?

Y entonces… apareció de ninguna parte una tercera figura que corría, zigzagueaba, se daba la vuelta con una tea ardiendo en cada mano y, con su fluida secuencia de movimientos, deslumbraba a los lobos, que permanecieron inmóviles y con los ojos muy abiertos. Era un hombre alto, de hombros anchos, con una mata de pelo tan roja y viva como el fuego que llevaba en las manos. Las palabras de Faolan lo habían hecho aparecer de la nada. A Ana le dio un vuelco el corazón y se quedó sin aliento. Drustan estaba allí. Había vuelto, y el mundo volvió a tener sentido para ella.

Drustan no detuvo a las criaturas durante mucho tiempo. Los lobos retomaron su ritual de moverse en círculo, enseñando los dientes; sus gruñidos resonaban amenazadores. No obstante, con tres personas cerca del fuego, a los lobos les resultaba mucho más difícil elegir un objetivo, hacer un amago y atacar. Ante aquella arremetida de fuego arremolinado, de formas cambiantes bajo la titilante luz, los cazadores se replegaron. Algunos de ellos se escabulleron ladera arriba y se agazaparon junto a un oscuro afloramiento rocoso, otros descendieron hasta el primer refugio entre los pinos, donde se desplegaron en línea a esperar.

—Coged otra rama. —La voz de Faolan era tensa. Al parecer lo habían herido en la pierna y en el hombro—. Volverán pronto —miró a Drustan, que, a cierta distancia, estaba doblado en dos mientras recuperaba el aliento—. Te ha costado decidirte —le dijo.

Ana se sentía tan feliz que en su corazón no le quedaba espacio para el miedo. No había tiempo de hacer preguntas: ¿Dónde había estado? ¿Cómo sabía Faolan que se encontraba tan cerca? Drustan estaba vivo y estaba allí. Ya no importaba nada más. Ana se acercó a él y Drustan se enderezó. Ella alargó la mano, presa de una curiosa timidez, y le rozó la mejilla. Drustan se llevó sus dedos a los labios, sólo un instante, y luego la soltó y retrocedió. Bajo la temblorosa luz de la fogata, Ana no pudo confirmar su sospecha de que se había ruborizado.

—Más leña —ordenó Faolan con brusquedad—. Hay que avivar el fuego. Si encuentras alguna otra cosa que arda, tráela. Ana, quédate junto al fuego, no les proporciones un objetivo.

—Quiero ayudar.

—Descansa mientras puedas, Ana —dijo Drustan. Oír su nombre de sus labios era el más dulce de los bálsamos para el corazón. Lo miró y sonrió. Él torció la boca en un extraño intento de responder antes de darse la vuelta para ayudar a Faolan a buscar ramas secas. Los dos juntos pudieron arrastrar una pesada rama de pino hasta el fuego; ardería durante bastante tiempo. Dispusieron otras ramas para utilizarlas como antorchas; despejaron el terreno cercano de obstáculos que pudieran hacerles tropezar y ser vulnerables. Los lobos elegían a la presa más débil; en opinión de Ana, no había duda de que dicha presa era ella.

—Ahora esperaremos —dijo Faolan, que volvió a su lado. Se agarraba el hombro con una mano e intentaba disimular su cojera.

—¡Faolan, estás herido! Déjame ver…

—Es un rasguño. No me voy a morir por esto. Pero han olido la sangre, y ello los mantendrá aquí, con fuego o sin fuego, hasta que empiece a clarear. Tú no pierdas la calma y estate alerta. Ahora que nuestro amigo ha decidido honrarnos con su presencia, tenemos alguna posibilidad de sobrevivir hasta que se haga de día.

Su actitud era rara, casi ofensiva.

—Fuiste tú quien lo llamaste —dijo Ana.

—Los veo moverse —murmuró Drustan—. Ana, no quiero que intentes luchar. Quédate detrás de mí; me aseguraré de que no te hagan daño…

—No le des órdenes —la voz de Faolan era fría como la piedra—. Ella puede ayudarnos; deja que lo haga.

Hubo un breve silencio. Ana miró ladera abajo escudriñando la penumbra. Aquellas formas sombrías habían acortado distancias, podía distinguir el rojo brillo de la llama en sus ojos. Volvió a embargarla el miedo. Faltaba mucho para que amaneciera.

—Por favor, no discutáis —dijo en un hilo de voz, y se agachó para coger otra rama del fuego.

El jefe de la manada se abalanzó con un aullido y todo empezó de nuevo. Ana perdió la noción del tiempo. Aquello parecía interminable: una cacofonía de gruñidos y gañidos, las maldiciones y gritos de los dos hombres, su propio intento patético de detener a los atacantes con una voz cada vez más ronca y entrecortada. La sensación de la pesada rama astillada en su mano; el calor quemándole el rostro; la visión de Drustan, no muy lejos de ella, con una tea en cada mano, arrojándolas hacia arriba y atrapándolas de nuevo en un remolino que, al parecer, hacía que los animales se movieran aturdidos en torno a él. De los tres, él era el que parecía correr menos peligro de que lo atacaran. Ana se fue dirigiendo poco a poco al lado de la fogata en el que se hallaba Faolan. Se enfrentaba a tres lobos de hocico alargado, dientes descubiertos, lengua babosa y cuerpo tenso y expectante. Faolan se movía torpemente, intentando no forzar la pierna al tiempo que blandía la rama ardiendo con las dos manos frente a él. Los lobos la observaban con detenimiento; parecían estar calculando el momento de lanzarse al ataque. Ana arremetió con su antorcha y entrecerró los ojos para protegerse de una lluvia de chispas. Le dolía la nariz, le escocían los ojos y tenía la visión borrosa.

—¡Dejadlo en paz! —les gritó a los atacantes—. ¡Marchaos! ¡Largo! ¡Largo! —y agitaba la rama hacia uno y otro lado. Los lobos concentraron la mirada en ella con sus ojos penetrantes, reflexivos y sin un atisbo de compasión.

—Será mejor que hagas lo que te dijo Drustan —la voz de Faolan fue un jadeo—. Deja que él te defienda… Tendrás más posibilidades…

—Estás herido —masculló Ana—. Apenas te tienes en pie.

—Ve… al otro lado… Drustan…

—¡Ya basta! —gritó ella con brusquedad—. Somos amigos, ¿no? Estamos juntos en esto desde el principio. Sigamos. En algún momento tiene que salir el sol.

Durante un rato pareció que tal vez tendrían que hacer precisamente eso: seguir luchando hasta que el amanecer viniera a rescatarlos. De vez en cuando los lobos retrocedían y ellos tenían la oportunidad de recuperar el aliento, de empujar el tronco hacia el fuego, de coger otra tea. Pero esos breves respiros eran cada vez más cortos y menos frecuentes. Faolan tenía cada vez más dificultades, su respiración era áspera y fatigosa y su pierna herida menos firme con cada oleada de asaltantes que acometía contra ellos. Drustan parecía agotado. A la luz de la luna su rostro se veía blanco como la leche y sus ojos ensombrecidos. Ana sentía que el agotamiento le recorría todo el cuerpo. Respirar le suponía un esfuerzo, le costaba mantenerse en pie e incluso reunir fuerzas suficientes para levantar un palo de la hoguera resultaba una dura prueba. Cada vez que miraba más allá del círculo de luz que proyectaba la pequeña fogata, los lobos parecían haber aumentado en número. ¿Empezaba a iluminarse el cielo? Se dijo que el color gris pizarra de aquella noche de verano había adquirido un matiz más cálido. Sabía que no era cierto.

Se habían preparado para otra arremetida cuando empezó a llover. Incluso en verano, la lluvia bañaba aquellas colinas una o dos veces casi todos los días. La hoguera empezó a debilitarse. En el interior del bosque, los pájaros emitían sonidos inquietos desde sus millares de perchas. Los lobos comenzaron a acercarse de nuevo, sin hacer ruido y por todos lados, como una hambrienta marea gris. Sería muy cruel morir de esa forma. Los dioses estaban jugando a un juego muy extraño con ellos. ¿Por qué Faolan y ella habían sobrevivido al Vado del Rompiente, por qué Drustan había escapado de las garras de su hermano, por qué habían permitido que ellos dos se amaran si estaban destinados a morir sangrienta y decorosamente con el único fin de servir de cena a unas criaturas hambrientas?

—Hemos de pensar en algo —masculló Drustan al tiempo que cogía otra rama del fuego—. Tiene que haber otra forma.

—Si los tres pudiéramos volar —terció Faolan con resentimiento mientras la lluvia arreciaba—, sin duda que la habría. Como este no es el caso, debemos seguir luchando lo mejor que podamos.

Drustan lo miró.

—No podremos seguir luchando si el fuego se apaga —replicó—. Voy a intentar otra cosa. Dame tu antorcha.

—¿Qué…?

Antes de que Faolan pudiera decir nada más, Drustan le había arrebatado la rama ardiendo de la mano y se alejaba solo dando grandes zancadas en dirección al bosque, directo al círculo de lobos.

—¡No! —gritó Ana, que se lanzó tras él, pero Faolan la agarró del brazo y la detuvo.

—No lo hagas —le dijo entre dientes—. Si quiere que lo maten, estupendo, pero no va a llevarte con él.

Entonces Ana oyó sus propios sollozos sin palabras mientras sentía la fuerza de la mano de Faolan en torno a su brazo y los lobos empezaron a moverse por todas partes. Salieron en tropel detrás del hombre pelirrojo que se abría camino hacia los árboles mientras sus gráciles manos hacían malabarismos con el fuego. ¿Qué pretendía? ¡No iría a sacrificar su propia vida, igual que había hecho Deord, para que ella y Faolan se salvaran! ¿Qué podía incitar a un hombre a semejante temeridad?

Ambos se quedaron mirando hasta que la alta figura de Drustan se fundió con la sombra de los pinos. A pesar de la lluvia que apagaba la hoguera, las ramas que llevaba Drustan seguían ardiendo mientras subían y bajaban, deslumbrantes y extrañas, dibujando en el aire ahora una rueda, ahora una telaraña, ahora una flor. Los lobos se hallaban todos agrupados en torno a él; Ana oía sus gruñidos. Pronto saltaría el primer animal sobre él y los demás lo imitarían. Pronto destrozarían al hombre que amaba delante de sus propios ojos. Cuando acabaran con él, podían ir a por ella; ya no le importaría.

Los lobos presintieron lo que se les avecinaba antes de que Ana oyera o viera nada. Los gruñidos se convirtieron en unos débiles gañidos y los animales pegaron el vientre al suelo y agacharon las orejas. Se oyó un inquietante sonido proveniente del bosque, una agitación y un rumor inmensos, como si los mismísimos árboles estuvieran a punto de sacar las raíces del suelo y echar a andar. Al cabo de un momento unos pájaros salieron volando de los oscuros pinos. Ana nunca había visto una bandada de aves tan densa y tan grande, ni siquiera con la llegada de los gansos a los pantanos de Banmerren en primavera. Formaban una nube arremolinada, un coro de voces estridentes, el peligroso ondear de la capa de un hechicero. Descendieron en picado y se abatieron sobre las cabezas de los acobardados lobos formando un fluido círculo cuyo centro era el hombre que tenía el fuego en las manos, el hombre que, de algún modo, había invocado a aquel extraño ejército de búhos y golondrinas, acentores y luganos, tordos y colirrojos para que acudieran en su ayuda.

Faolan aflojó la mano con la que sujetaba firmemente a Ana y le pasó el brazo por los hombros, quizá para tranquilizarla o quizá simplemente para poder mantener el equilibrio. Mientras ella miraba muda de asombro, los pájaros volvieron a formar un círculo y desaparecieron a continuación en las profundidades del bosque. En la oscuridad que reinaba ladera abajo, vio que Drustan regresaba con las ramas humeantes bajo la lluvia. No había ni rastro de los lobos. Ana volvió la mirada hacia el otro lado, montaña arriba, hacia los afloramientos rocosos en los que se habían refugiado más de aquellas criaturas, listas para atacar. Allí no había ni un solo movimiento; el silencio era absoluto.

Entonces, en el momento en que el sol asomó entre las nubes que se abrían, dos pequeñas formas salieron volando de la noche para posarse en los hombros de Ana: el piquituerto en el derecho y la corneja en el izquierdo. Ella esperó también al halcón, pero este no apareció, tan sólo vio a Drustan, que caminaba en dirección al fuego mortecino con sus cabellos rojizos cubiertos de gotas de lluvia y los hombros encorvados a causa del agotamiento.

—Se han ido —murmuró, y a continuación cayó de rodillas al suelo con la cabeza entre las manos.

—¡Drustan! ¿Estás herido?

—No, Ana. Necesito un poco de tiempo, nada más.

La lluvia estaba cesando y el tronco de pino seguía ardiendo lentamente. Ana no sabía qué hacer primero, si ocuparse de la herida de Faolan, intentar avivar la llama, quedarse vigilando por si regresaban los lobos, preguntarle a Drustan todas las cosas que le daban vueltas en la cabeza o, sencillamente, rodearlo con los brazos y agradecerle que les hubiera salvado la vida.

—El fuego —dijo Faolan entre dientes, como si le leyera el pensamiento. Le quitó el brazo de los hombros y fue a levantar el tronco y a atizar los rescoldos que crepitaban bajo la lluvia. Ana oyó el grito ahogado de dolor que Faolan profirió al agacharse. La luz del fuego iluminó las manchas de sangre de su ropa hecha jirones.

—¿Te han mordido? ¿Es grave? Tendríamos que intentar limpiar las heridas, vendarlas…

—No es nada.

—Déjame ver.

—Primero el fuego —dijo él—. Si se apaga, seguramente volverán.

Trataron de proteger de la lluvia el corazón de la fogata, cada vez más reducida. Al cabo de poco, Drustan se levantó y se fue ladera abajo a buscar más leña, cerca de la linde del bosque, donde podría ser que estuviera más seca. En aquella ocasión Ana no hizo nada por detenerlo, sólo lo observó maravillada mientras se alejaba.

—Ni siquiera intentaron herirle —comentó.

—Tiene buena mano con el fuego, hay que reconocerlo —el tono de Faolan tenía un dejo adusto que Ana no pudo atribuir únicamente al hecho de que sintiera dolor.

—Lo llamaste —dijo Ana—. Te oí. Tú lo llamaste y él apareció de repente. ¿Cómo pudo ser? ¿De dónde vino?

—No soy yo el que debe responder a esas preguntas. —Faolan se había remangado la pernera del pantalón y estaba examinando la herida bajo la luz irregular. Una oscura magulladura manchaba la carne de la parte interior del muslo, junto con un revoltijo de sangre que se estaba secando. Ana sintió náuseas. Los mordiscos de perro eran difíciles de tratar aun teniendo a mano agua limpia y hierbas curativas. Normalmente, los malos humores penetraban en ese tipo de heridas y la fiebre que los acompañaba era, por norma general, mortal.

Faolan debía haber visto su expresión.

—Las he sufrido peores en otros tiempos —le dijo—. Olvídalo. Ya no sangra. Todavía puedo andar. Alégrate de que estemos vivos. Hemos estado peligrosamente cerca de…

—Faolan, ¿qué quieres decir con que no eres tú el que debe responder a mis preguntas? Tú sabías que Drustan estaba cerca, por eso lo llamaste. ¿Me has estado ocultando algo?

—Pregúntaselo a tu querido Drustan. Creo que descubrirás que no ha sido del todo sincero contigo. Ahora que está aquí, tú ya tienes lo que quieres y ya es hora de que te explique toda la historia.

Sus palabras le resultaron extrañas, pero estaba claro que Faolan sabía algo sobre Drustan que le había ocultado. Esta sospecha, sorprendente y maravillosa a la vez, explicaba muchas cosas.

Hubo un breve silencio y ambos dirigieron sus miradas a Drustan, que se acercaba bajo la lluvia, cada vez menos intensa, mientras la luna teñía de plata sus rizos húmedos. Iba cargado con una pesada brazada de ramas caídas.

—Es fuerte —comentó Faolan—. Eso nos vendrá bien.

—Estás muy enfadado, es evidente, pero él nos ha salvado la vida.

—Pídele que te cuente la verdad. Pregúntale dónde ha estado todo este tiempo y por qué hemos tenido que estar a un paso de la muerte para que él apareciera. Pregúntale si es por eso por lo que un hombre hace pasar a una mujer si de verdad la ama.

Drustan se acercó a ellos, soltó su carga y se agachó para ayudar con el fuego.

—No debemos dejar que se apague —dijo—. No creo que vuelvan, pero tú no tienes ropa de abrigo, Ana, y los dos parecéis estar agotados y medio muertos de hambre. Toma —se quitó la túnica y luego la camisa de magnífica lana que llevaba debajo; le entregó la camisa a una enmudecida Ana y volvió a pasarse la túnica por la cabeza—. Póntela, por favor. Llevas el vestido destrozado. Debes estar helada. Me temo que todavía queda un largo camino por recorrer.

—¿Sabes el camino? —le preguntó ella, que volvía a sentir aquella curiosa tensión que había entre ellos y que era en parte los indicios del deseo físico que el hambre, el frío y la impresión no habían apagado del todo, y en parte una especie de reticencia, una timidez que contenía las palabras que tanto había ansiado pronunciar. Expresar lo que albergaba su corazón, lo que a cada momento despertaba en su cuerpo, parecía peligroso en cierto modo. Era demasiado pronto.

—Puedo guiaros hasta la costa este —dijo él—, hasta la confluencia de dos ríos, desde donde os será fácil encontrar el camino hacia el sur hasta la corte de Bridei. Yo no tardaré en encontrar refugio, buena comida y ropa de abrigo. Por estos lares no hay nada de eso. Lo siento.

Ana se arrebujó con la camisa de lana, que todavía mantenía el calor del cuerpo de Drustan y que era lo bastante larga como para cubrirla casi hasta el deshilachado borde cortado de su vestido hecho jirones. Levantó la vista hacia él, cuyos ojos brillantes la contemplaron con seriedad y cierta cautela.

—Gracias —dijo ella—. Esto es una maravilla. Y gracias por salvarnos. No sé cómo lo hiciste, pero fue… fue como magia. Hermoso y misterioso.

—Tienes algo que contarle a la dama. —Faolan miró al otro hombre—. Le debes una explicación.

Drustan tenía entonces la mirada fija en el fuego.

—Eso será mañana —repuso en voz baja—. No es apropiado contarlo en un lugar como este, prefiero hacerlo en un lugar seguro, bajo la luz del sol, cuando Ana haya descansado y comido. Se lo contaré, pero no esta noche. Todavía no. —Alargó el brazo, le agarró la mano a Ana con fuerza y la atrajo hacia él para que se sentara a su lado, junto al fuego.

La lluvia había amainado y la llama arrojó un grato calor sobre las manos y el rostro helados de Ana. Faolan se hallaba incómodamente sentado frente a ellos, con la pierna herida estirada. Drustan puso el brazo en torno a los hombros de la joven y ella, que llevaba tanto tiempo demasiado cansada, triste y hambrienta como para desear otra cosa que no fuera la escasa cena del día siguiente o el incómodo sueño de la próxima noche, sintió el efecto de su contacto por todo el cuerpo y notó cómo se sonrojaba. Apoyó entonces la cabeza en el hombro de Drustan y cerró los ojos.

—Drustan —dijo Faolan—. Debo decirte que Deord ha muerto. Alpin lo mató. Murió con valentía.

El joven movió la cabeza en señal de asentimiento, como si ya lo supiera.

—Es una dolorosa pérdida —repuso—. Se merecía tener una vida; se merecía la libertad que ganó para nosotros.

Al cabo de unos momentos, Faolan dijo:

—Has dicho que nos guiarás hasta la costa. ¿Eso significa que no tienes intención de venir con nosotros a la Colina Blanca?

—Depende —respondió Drustan en voz muy baja.

—¿De qué?

—De lo que quiera Ana. Depende de mañana.

Ella respiró profundamente. Los dos hombres parecían sumidos en alguna clase de juego críptico que ella no comprendía. No tenía más remedio que hablar con absoluta sinceridad:

—Yo quiero que vengas con nosotros, Drustan —declaró Ana—. No quiero que vuelvas a marcharte nunca.

Él sintió que una oleada de sensaciones recorría su cuerpo y se sobresaltó por su intensidad. Entonces dijo:

—Si mañana, mientras estamos sentados junto a nuestra hoguera al anochecer viendo a los pájaros posarse para pasar la noche, puedes decir lo mismo, entonces te diré que sí, que nunca te abandonaré, en todos los días y noches de mi vida. Si no es así, te guiaré hasta el camino hacia el sur y luego me iré a casa al Valle de la Ensoñación y me ocuparé de mis tierras yo solo. —Ella hizo ademán de protestar, pero él la interrumpió—. No, ahora no digas nada más. Los tres estamos agotados. Aguardemos a que salga el sol. Entonces podremos dirigirnos a algún lugar resguardado. Un lugar donde los lobos no puedan alcanzarnos.

Al amanecer apagaron el fuego y siguieron adelante. El piquituerto y la corneja los acompañaron, alzando el vuelo y alejándose rápidamente de vez en cuando, como tenían por costumbre. Ana no preguntó dónde estaba el halcón. Se había quedado muy callada. Faolan hubiera querido saber qué estaba pensando, cuánto había adivinado.

No fueron muy lejos. Después de la noche que habían pasado sin dormir estaban agotados. A Faolan se le había agarrotado la pierna herida de un modo preocupante y le resultaba difícil andar. Ana avanzaba a trompicones; estaba muerta de cansancio.

Siguieron un riachuelo que borbotaba a través del bosque y se detuvieron para descansar en un claro donde la luz del sol se filtraba por entre los alisos y sauces entrelazados, Faolan no podía doblar la rodilla y cuando se sentó en el suelo con cuidado se dio cuenta de que Ana y Drustan lo estaban mirando con preocupación.

—No es nada —les espetó.

—De todos modos —replicó Drustan—, una cataplasma de hierbas curativas podría aliviarte. Todavía nos queda mucho camino por delante. Es probable que siguiendo el curso del río puedan encontrarse varias plantas útiles, incluyendo algunas que mitiguen la fiebre.

—No hay prisa. —Faolan hizo un gesto de dolor cuando fue a quitarse el fardo de la espalda; le dolía muchísimo el hombro.

—Claro que la hay —dijo Ana—. No cometas la insensatez de hacerte el valiente. Deja que Drustan te ayude.

—¿Acaso sabes algo sobre hierbas? —Faolan miró a Drustan con escepticismo.

—Poseo conocimientos suficientes para ayudarte, sí —repuso el joven con una sonrisa—. Ahora descansa; no tardaré. Cuando vuelva montaré guardia un rato. Soy el que menos necesita dormir de los tres.

Drustan se adentró en el bosque caminando con pasos silenciosos. Ana y Faolan se acomodaron lo mejor que pudieron. Él pensó que no le costaría demasiado mantenerse despierto hasta que volviera el hombre pájaro. El dolor que sentía bastaba para que el más plácido de los hombres tuviera los nervios de punta. Escuchó la suave respiración de Ana y se volvió a mirarla. Parecía tranquila, con la cabeza apoyada en las manos, los ojos cerrados y tapada con la pequeña manta. Levantó la mirada hacia el dosel que formaban las hojas de los árboles y vio a la corneja y al piquituerto posados juntos, absolutamente inmóviles. Al cabo de un momento ya se había dormido.

Faolan se despertó sintiendo unas manos que le apretaban la garganta y el peso de un hombre sentado a horcajadas sobre él y susurrándole con voz áspera:

—¡Muere, escoto!

En medio de la mortífera pesadez del sueño, sintió un intenso impulso de seguir con vida. Se retorció. El corazón le palpitaba con fuerza y la rodilla le dolía horriblemente. Se sacudió y pataleó mientras el furioso rostro de Alpin se enfocaba y desenfocaba dando vueltas sobre él. Estaba al borde de la inconsciencia; había tardado demasiado en despertarse. Más allá de aquellos ojos de loco y de aquella boca crispada, percibió movimiento. Vio que Ana caminaba en silencio, se arrodillaba —se la veía realmente asustada—, agarraba un trozo de madera del suelo y lo alzaba para golpear…

Faolan dejó que su cuerpo se aflojara de pronto, puso los ojos en blanco y cerró los párpados. Al cabo de un momento su atacante lo soltó, se puso de pie de un salto y se apartó de la improvisada arma de Ana.

—¡Vaya! ¿Así que ahora tengo que luchar contigo? —dijo Alpin con desdén, volviéndose hacia ella—. Bueno, el escoto ya está acabado y no veo a mi hermano por ninguna parte, de modo que sólo estamos tú y yo, querida. ¡Por todos los dioses! He esperado demasiado tiempo para esto… —Y cuando Ana volvió a arremeter con la rama, él la agarró por el otro extremo y se la arrancó de las manos.

Detrás de él, Faolan alargó el brazo para coger el cuchillo. La rodilla no aguantaría su peso; no podría levantarse y no iba a ser capaz de pelear. En cuanto Alpin se diera la vuelta y lo viera sería hombre muerto. El cuchillo estaba en su fardo, cerca, muy cerca… No podría alcanzarlo si no se deslizaba por el suelo, y entonces haría ruido… Si Alpin lo oía, si lo mataba, Ana estaría perdida. «Corre —le ordenó en silencio—. No trates de enfrentarte a él, corre. Busca a Drustan. Vete de aquí».

Ana echó a correr. Se había despertado de un sueño demasiado breve a un repentino terror y tropezó. Por un momento Alpin se quedó de pie con las manos en las caderas, riéndose de ella, y luego corrió tras ella. Faolan rodó de lado y alargó el brazo. Sólo un poco más…

—¡Tú! —era Drustan, totalmente desconcertado. Faolan, que por fin había logrado cerrar los dedos en torno a su arma, lo vio salir de entre los árboles con una gavilla de follaje en las manos y un pájaro en cada hombro. El hombre pájaro se quedó mirando fijamente a su hermano como presa de una aciaga revelación, como si estuviera mirando a un abismo.

Alpin alcanzó a Ana en medio del claro y la agarró por detrás, rodeándole la cintura con un brazo y el cuello con el otro.

—Un solo movimiento —le dijo— y la partiré por la mitad.

—Tú… —Drustan se quedó petrificado. Su expresión era como la de un vidente en trance—. Es como en la Cascada del Ventisquero —musitó—. Gritos, Erisa corriendo, tú detrás de ella… Yo te vi… —De repente volvió a enfocar su mirada, su expresión se volvió feroz y su tono se convirtió en un grito de guerra—. ¡Por todo lo sagrado, todo era una mentira! Tú la mataste. Yo te vi. ¡Suelta a Ana! ¡Suéltala ahora mismo o te estrangularé con mis propias manos sin importarme que seas mi hermano!

—No, no lo harás —dijo Alpin, que retrocedió con Ana todavía prisionera en sus brazos—. No me matarás porque, si yo muero, me la llevaré conmigo. En cuanto a la muerte de Erisa, nunca podrás demostrar lo que dices. ¿Quién va a creer en la palabra de un chiflado como tú antes que en la mía? Deliras, no es más que eso.

Drustan dio un paso lento hacia él, y luego otro. Sus ojos poseían entonces una calma mortal. «Hazlo retroceder hacia mí —le dijo mentalmente Faolan—, dame un objetivo claro».

—¿Crees que no lo haría? —dijo Alpin—. No la quiero tanto como para no hacerlo cuando vosotros dos tenéis ventaja sobre mí, hermanito. Si te acercas más, la apretaré así…

Drustan se abalanzó sobre él con las manos extendidas como garras.

Un hermano no debería matar a su hermano. Es una mancha que pesa demasiado en el espíritu de una persona. Faolan arrojó el cuchillo. Antes de que Drustan pudiera tocarlo siquiera, Alpin cayó al suelo con el arma sobresaliéndole por la espalda y Ana quedó atrapada bajo su cuerpo. Por un horrible instante, Faolan pensó que el cuchillo también había atravesado a la muchacha. Entonces Drustan hizo rodar la inerte forma de su hermano y Ana, temblorosa, se puso de pie. Tenía una mancha roja en el vestido.

—Estoy bien —dijo antes de que cualquiera de los dos hombres pudiera decir nada—. ¡Dioses!… ¿Cómo pudo…? Apareció de la nada… —y entonces se tapó la boca con la mano, fue tambaleándose hacia el borde del claro y vomitó en la maleza.

—Una muerte limpia —comentó Faolan, que logró ponerse de pie y avanzar renqueando, con la rodilla que le ardía—. Mejor que la que se merecía. Más clemente que la que le causó a Deord. Os debo una disculpa a los dos. Me quedé dormido estando de guardia. No tengo excusa.

Alpin tenía los ojos abiertos. Incluso muerto, su torva mirada resultaba perturbadora. Drustan se arrodilló y le cerró los párpados con bastante suavidad.

—Cualquiera de nosotros lo hubiera matado —dijo—. Por Deord, por Ana, por Erisa…

—¿A qué te referías antes —Ana había regresado y se limpiaba la boca con la manga. Tenía un aspecto horrible, estaba blanca como la leche y ojos asustados—, cuando hablaste de la Cascada del Ventisquero y de Erisa? ¿Recordaste al fin lo que pasó? Dijiste que él fue quien causó su muerte…

—Me mintió. —Drustan seguía arrodillado junto a su hermano, como si no estuviera seguro de lo que debía hacer a continuación—. Me ha estado mintiendo todos estos años para salvarse. Cuando me llamaron —miró a los dos pájaros—, cuando regresé y lo vi corriendo detrás de ti… recordé. Era la misma escena… Discutieron y ella se fue corriendo, Alpin la persiguió… y entonces ella se cayó. Él no tenía intención de matarla. Nunca hubiera querido perder al hijo que esperaban. Fue un accidente. Pero él fue el culpable. Él, no yo… ¡Dioses! Recordarlo ahora, después de todos estos años… Pero tenía razón. ¿Quién va a creerme? No hay modo de demostrar mi inocencia.

—¡Oh, sí! Sí que lo hay —dijo Ana—. Si encontráramos a la anciana Bela y pudiéramos escuchar su versión… Ahora que Alpin ha muerto puede que esté dispuesta a contar la verdad. Si pudiéramos dar con Bela, la gente al menos te escucharía.

—Es una historia increíble —dijo Faolan—. Me entristece que Deord no pueda oírla; él creía en ti, Drustan. Dijo que podrías llegar a ser alguien. Esta muerte —rozó el cadáver con la punta de su bota— te complicará todavía más las cosas.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Ana con voz temblorosa—. ¿Seguimos? ¿Regresamos?

Los dos hombres la miraron.

—Lo enterraremos —respondió Faolan— y luego seguiremos adelante. En todo caso, seguiremos tú y yo. Ni los caballos salvajes podrían arrastrarme de nuevo al Brezal. Drustan tendrá que decidir qué quiere hacer él.

—Os acompañaré hasta la costa —dijo el joven—. Esto no cambia nada de momento, aunque lo cambie todo de cara al futuro. Han ocurrido demasiadas cosas… —Había tomado la mano sin vida de su hermano en la suya. En ese gesto Faolan advirtió tanto amor como repugnancia, tanto alivio como angustia.

—En momentos así —dijo Faolan— resulta útil hacer algo para distraer la mente. Me siguen haciendo falta esas hierbas; tengo la sensación de que la rodilla se me va a partir en dos. Probablemente Ana sabe preparar una cataplasma. Al fin y al cabo fue educada por las mujeres sabias. Tú y yo tendríamos que cavar una fosa. Y Ana debe descansar antes de seguir adelante; de hecho, todos tendríamos que hacerlo. Tal vez desees decir unas plegarias o pronunciar unas palabras formales de despedida. No lo sé. No sé si eres hombre de fe.

—Lo hubiera matado —dijo Drustan al tiempo que se ponía de pie—. Si tú no hubieses actuado, ahora tendría las manos manchadas con la sangre de mi hermano —sus ojos extraños y brillantes miraron fijamente a Faolan.

—En efecto. Alégrate de que uno de mis oficios sea el de asesino —comentó.

—Yo también lo hubiera matado. —En la voz de Ana había una mezcla de orgullo y horror—. Si hubiese sido un poco más fuerte… Todos somos responsables de su muerte. Creo que deberíamos enterrarlo, rezar una oración y seguir nuestro camino. Más adelante se podría explicar en el Brezal que descubrimos su cuerpo en el bosque. La gente sufre contratiempos continuamente por estos lares.

Faolan se sorprendió de su frialdad, de su presencia de ánimo.

—No hay duda de que este viaje te ha cambiado —dijo—. ¿Estás sugiriendo que Drustan mienta sobre la muerte de su hermano?

—No exactamente —repuso ella, poniendo una mano en el hombro de Drustan—. Hay ocasiones en las que no es necesario decir toda la verdad. Hay veces en las que es mejor seguir adelante y dejar pasar ciertas cosas. Si Alpin hubiese seguido este consejo todavía estaría vivo. —Se estremeció—. ¿Crees que venía con más gente, que viajaba con una partida de caza, a pesar de estar tan lejos del Brezal?

—Hubiera sido lo más lógico —contestó Faolan—, pero parece ser que no, o estarían aquí, seguro. De todos modos, tu consejo es sensato. Será mejor que acabemos con esto y sigamos adelante.

No hablaron demasiado después de aquello. Drustan cavó una tumba poco profunda y Ana y Faolan recogieron unas piedras. Si se pronunciaron unas plegarias sobre el cuerpo del fallecido, se dijeron en silencio. Luego Faolan se sometió a la aplicación de emplastes de hierbas en la rodilla y en el hombro. Drustan dijo que más tarde prepararía también un bebedizo para mitigar la fiebre y que Faolan pudiera descansar. No iba a hacerlo entonces. No querían permanecer más tiempo en ese lugar.

Aquel día no avanzaron mucho más. A Faolan le resultaba evidente que los estaba retrasando, de modo que apretó los dientes e hizo todo lo posible por mantener un ritmo constante, con limitado éxito. Se detuvieron al llegar al otro extremo del bosque, donde un valle abierto se extendía ante ellos y las rocas los protegían del viento. Drustan hizo una fogata y, fiel a sus palabras, preparó un brebaje de hierbas de sabor amargo y aspecto turbio. Se quedó junto a Faolan hasta que este se lo hubo bebido todo.

Mientras lo iba invadiendo el sopor, mezclado con una sensación de calor y mareo, se preguntó qué haría Drustan: dejar que Ana pasara hambre o revelar su otra forma para poder cazar y proporcionarle alimento. Antes de tener ocasión de averiguarlo, el que era mano derecha de Bridei se sumió en el sueño.

Al día siguiente brillaba el sol, las nubes habían desaparecido y los viajeros descendieron al valle. Drustan parecía incansable. Los remedios de hierbas habían aliviado a Faolan, que podía caminar con más facilidad. De todos modos, aquel día habría agradecido el dolor; cualquier cosa que lo distrajera de la visión de Drustan y Ana juntos. Los observó a medida que iba transcurriendo el día y llegaron a un abrigado tramo a la orilla de un lago donde la luz del sol bañaba los pálidos troncos y el brillante follaje de los abedules y extendía su calor como una bendición sobre el agua plateada. Faolan tenía la sensación de que, con cada paso que daban, la distancia entre él y los otros dos aumentaba, una distancia que no podía medirse con zancadas ni pasos, sino con algo mucho menos tangible. Drustan y Ana caminaban por un mundo distinto al suyo, un mundo en el que todo era bueno, placentero y de fácil comprensión. No hablaban mucho, no andaban cogidos de la mano, no se abrazaban. Eran los más pequeños detalles los que a Faolan le resultaban reveladores: el roce de los dedos no del todo accidental, el breve contacto de los cuerpos al pasar, el modo en que las manos de Drustan se detenían en la cintura de Ana cuando la ayudaba a bajar por algún sitio escarpado. El color que ambos tenían en las mejillas y el brillo de sus ojos. Las miradas en las que se sumergían.

Hubo alguna ocasión en la que sí se le adelantaron, pues la pierna seguía obligándolo a ir más despacio. La corneja y el piquituerto no se alejaban de Faolan, quien se preguntó si, cuando Drustan no lo vigilaba, eran ellos dos los que tenían la obligación de realizar esa tarea. Eso estaba bien, admitió Faolan. A pesar de los celos sombríos que Drustan despertaba en él, era mucho mejor aceptar su ayuda que no que lo dejaran atrás para que fuera pasto de los lobos.

A media tarde Drustan y Ana se adelantaron siguiendo la orilla en busca de un lugar donde acampar, pues él había sugerido que terminaran pronto su marcha y descansaran. Era evidente que tenía claro que Faolan no podría caminar mucho más. A Faolan le producía una amarga sensación convertirse en el punto débil del grupo. Tenía la esperanza de que sus heridas se curaran pronto. Seguía siendo el emisario de Bridei. Ya era bastante malo regresar a la Colina Blanca con la noticia de que la misión había resultado un desastre. Preferiría que no lo tuvieran que llevar ardiendo de fiebre y debiéndole la vida a ese extraño hombre pájaro, a la criatura que en aquel preciso instante se estaba llevando a Ana lejos de él, paso a paso, inevitablemente. No, eso era una estupidez. Ella nunca podría haber sido suya. Él era un escoto, un asesino, un hombre cuya propia existencia dependía de su oscuridad personal. Había destruido a su familia, había destrozado todo aquello que amaba. Y, además, era pariente del rey de Dalriada. Tanto si le gustaba como si no, era un Uí Néill. La lista de motivos para no pensar en ella de la forma en que lo hacía era impresionante. Por desgracia, el corazón no tomaba en cuenta la lógica. El corazón le susurraba que debería haber lanzado aquella piedra cuando tuvo la oportunidad.

Faolan rodeó un grupo de abedules y los vio a los dos junto al agua, pero sin tocarse. Ambos se habían quitado las botas y estaban de pie con el agua hasta los tobillos, remojando sus pies cansados. Estaban hablando, pero se callaron al ver que él se acercaba. Faolan intentó disimular su cojera.

—Mira —le dijo Ana con una sonrisa—, allí, siguiendo el lago, se ve humo alzándose en el cielo. Drustan cree que hay un pequeño poblado. Podremos lavar tus heridas y dormir bajo un techo apropiado. Hace tanto tiempo que no lo hago que casi no me acuerdo de lo que se siente. ¿Te encuentras bien? ¿Te duele mucho?

Él dijo que no con la cabeza mientras observaba con asombro el cambio que Ana había experimentado. Aunque estaba delgada y agotada, su rostro estaba teñido de felicidad y sus ojos habían recuperado toda su calma anterior. Hasta su postura era distinta; tenía la espalda recta y los hombros orgullosamente erguidos. Era Drustan el artífice de esa magia; Drustan, que en aquellos momentos se hallaba junto a ella, ruborizado, y cuyo porte transmitía también un poco de aquel mismo acallado resplandor.

—Descansemos aquí un poco —dijo el joven—. Tendrías que reposar esa pierna. Creo que he visto unas cuantas avellanas más arriba; podrían servirnos de comida, si es que se puede llamar así.

—Siempre y cuando sean adecuadas para los humanos y no tan sólo para los pájaros.

—Son adecuadas para los humanos, Faolan. ¿Acaso iba a intentar envenenarte? Tú has sido el amigo de Ana, su guardián, su cuerda de salvamento. De no ser por ti, ella y yo no estaríamos juntos. Te venero como a un hermano.

Faolan se quedó sin saber qué decir. El peso de la muerte de Deord, la de Alpin, y toda una vida de «podría haber sido» flotando en el aire entre ellas, lo dejaron sin habla. Miró a Ana, que se había sentado en la hierba de la orilla del lago con el piquituerto de plumaje escarlata posado en su mano. Ella le estaba acariciando la cabeza con el dedo y silbaba suavemente. A pesar de la falta de cuidados, sus cabellos, ahora más cortos, brillaban como oro oscuro con el sol de la tarde. Tenía las piernas cruzadas y sus pálidos pies desnudos asomaban bajo la larga camisa que Drustan le había dado. Sus mejillas tenían un tono rosado y las pestañas ocultaron sus ojos cuando centró su atención en el pequeño pájaro.

Algo cambió dentro de Faolan. Reconoció que la felicidad de Ana tenía más peso que cualquier otra cosa. Ella amaba a Drustan, o al menos amaba al hombre que creía que era. La esperanza de un brillante porvenir había hecho que volviera a ser ella misma: la mujer valiente, serena y encantadora que le había robado el corazón mucho antes de que llegaran al Brezal y se vieran envueltos en aquella extraña historia de hermano contra hermano. Había estado a punto de desafiar nuevamente a Drustan, pues el día estaba ya avanzado, el sol brillaba y no tardarían en encontrar un refugio. Había tenido las palabras en sus labios —«Dile la verdad ahora»—, pero no pudo pronunciarlas. No podía hacer pedazos la recién descubierta dicha de Ana. ¿Cómo iba a soportar ver cómo se desvanecía aquella pequeña sonrisa, cómo palidecían las sonrosadas mejillas, cómo se hundían de desesperación los hombros orgullosos?

—Iré a buscar frutos secos —dijo Drustan con aire ausente.

La corneja voló hasta su hombro cuando se alejó bajo los árboles. Ana tenía el corazón en los ojos que lo veían marchar. Durante un rato no se oyó nada más que el reclamo de los pájaros por encima de sus cabezas y el lejano bramido desafiante de un ciervo en lo alto de la ladera, al otro lado del agua. Fue un inquietante recordatorio de lo avanzada que estaba la estación. ¿De verdad habían pasado lo que quedaba de verano caminando por aquellas montañas infinitas?

—Faolan —dijo Ana en voz baja—, me lo ha contado.

Él se la quedó mirando fijamente.

—Me contó la verdad. Sobre… los cambios… Me ha explicado que ha estado con nosotros todo el tiempo, desde la cascada, y que puede cambiar de forma. Lo cierto es que yo ya lo sabía. El halcón tenía sus ojos. Hace tiempo que había empezado a darme cuenta de la verdad —miró al pequeño pájaro que tenía en la mano y frunció el ceño—. Me parece increíble que Alpin hiciera lo que hizo; fue algo muy cruel y malvado. Encerrar a su hermano por el mal que había hecho él, continuar con la mentira, dejar que Drustan se creyera culpable… Y lo peor de todo, llamar locura a esa habilidad divina… No lo entiendo. En la Colina Blanca seguro que se consideraría algo singular y maravilloso, como las transformaciones que los druidas pasan años y años aprendiendo a realizar, pero mucho más poderoso, y tan natural… En su familia hubo otras personas con talentos similares, hace mucho tiempo; eso me ha dicho… ¿Sabías que la primera vez que lo hizo sólo tenía siete años?

—¿Y lo aceptas así, tan fácilmente? No estás… —se le fue apagando la voz. Era del todo evidente que Ana no estaba atónita ni asustada. Estaba claro que no le importaba en absoluto que sus hijos fueran una extraña mezcla de pájaro y ser humano, con las mismas probabilidades de salir volando en busca de un rollizo ratón para comer que de prestar atención a sus niñeras y tutores. Ana nunca dejaría de sorprenderlo.

—¿Por qué sonríes, Faolan?

—En todo esto hay una canción, puedes estar segura.

—No me pongas en ninguna canción hasta que tenga un peine, un poco de agua caliente y otra cosa que no sean harapos para vestirme —repuso ella con una sonrisa.

—Estás perfecta aun así —le dijo él en voz baja—. Pero no voy a hacer ninguna canción, mi época de bardo quedó atrás. —En lo más profundo de su ser, en los ocultos recovecos de su corazón, aquella canción le produciría una dicha inmensa a la vez que el más intenso dolor. Nadie más que él oiría nunca su dulce letra de amor. Nadie más que él lloraría cuando esta narrara su historia de necesidad, silencio y pérdida. Y así debía ser exactamente—. Te deseo toda la felicidad del mundo, Ana —le dijo.

Ella no respondió y, poco después, Drustan volvió con una ancha hoja en la que había amontonado una pequeña cosecha de frutos secos. A Faolan se le ocurrió que los había dejado solos para que pudieran hablar como lo hicieron. Se tragó el resentimiento y admitió que debía añadir el tacto a todas las demás virtudes de Drustan.

—¿Por qué te ibas volando siempre? —Era una pregunta que debía hacerse, ahora que se había revelado el secreto—. ¿Por qué nos abandonabas sin avisar? ¿Y por qué tardaste tanto en alcanzarnos cuando huimos del Brezal? Deord tuvo que enfrentarse solo a toda una partida de caza.

—¿Acaso se hubiera impuesto si yo hubiese estado con él? —preguntó Drustan en tono sombrío.

Faolan se vio obligado a responder sinceramente:

—No lo creo. Os habrían matado a los dos. Él no hubiera querido que ninguno de nosotros estuviera allí. Pero he pensado que habrías querido ayudarle.

—No pude. El cambio no siempre me resulta fácil. Estaba consternado y confuso, quería marcharme y tenía miedo de hacerlo. Quería estar con Ana, pero me aterrorizaba pensar lo que podría hacer si quedaba libre. Mi mente es distinta cuando cambio de forma. No veo, ni oigo ni pienso igual que una persona. En ocasiones ni siquiera recuerdo lo que he vivido, tal como sucedió cuando murió Erisa. Yo los vi mientras tenía la forma de ave, y cuando volví a ser yo mismo, el recuerdo desapareció. Hasta ayer. Así pues, después de que os marcharais, tomé una decisión: Ana en lugar de Deord. Es lo que él hubiese querido. Al final, yo provoqué su muerte.

—Todos lo hicimos de alguna manera —repuso Faolan tristemente—. ¿Y las otras veces?

Drustan se aclaró la garganta; parecía nervioso. Extrañamente, Faolan se sorprendió sintiendo lástima por él.

—No puedo mantener demasiado tiempo ninguna de las dos formas sin… sin sentirme inquieto. Angustiado. La necesidad de cambiar va aumentando en mi interior y tengo que ceder.

—¿Te vuelves violento?

—Faolan… —protestó Ana.

—No pasa nada, es necesario que lo sepáis —dijo Drustan—. Tenéis que saberlo todo. Violento… Sólo si estoy encerrado sin poder hacer lo que el cuerpo y la mente me piden. El recinto con barrotes de Alpin era una forma muy particular de tortura para mí; él sabía lo mucho que me atormentaba semejante encierro. Deord me salvó. Comprendió la necesidad de dejarme volar con libertad. Pero hubo largas temporadas en las que no podíamos salir. Deord compartía conmigo sus propias habilidades, me mantenía ocupado, me obligaba a moverme. En ocasiones eso no bastaba.

—¿Alguna vez lo atacaste a él o a alguna otra persona?

—Estuve a punto de hacerlo una o dos veces con mi hermano. De ahí los grilletes. Si en dichas ocasiones me retienen, me hago daño a mí mismo, a nadie más.

—¿Y antes? —el tono de Ana era suave—. ¿Antes de que Alpin te encerrara?

—En el Valle de la Ensoñación iba y venía a mi antojo. Aquel es mi hogar; mi gente me conoce. Pasaba de una forma a otra con total libertad y comodidad. Aprendí a conservar la comprensión del habla humana incluso cuando pasaba al otro mundo. Perdí ciertas habilidades durante mi cautiverio, pero las estoy recuperando. Me daba miedo confiarte la verdad, Ana —le dirigió una tímida sonrisa—. Te juzgué mal. De modo que cuando llegaba el momento de volver a ser un hombre me alejaba volando para esconderme. No tenía forma de tranquilizaros; de haceros saber que volvería.

Ana deslizó la mano entre las de Drustan y dijo:

—Creo que necesitaremos todos los días que quedan hasta llegar a la Colina Blanca para encontrar el modo adecuado de presentar esta historia en la corte.