A Ana le había hecho mucho efecto la pócima de adormidera. A medida que iba transcurriendo el día, se sumía una y otra vez en un sueño intranquilo, con la cabeza apoyada incómodamente en el fardo mojado, y luego se despertaba sobresaltada y con la mirada confusa. Con cada nuevo amanecer de la conciencia parecía menos dispuesta a hablar. Faolan la velaba con una creciente tensión que lo carcomía por dentro. Deord no había regresado y él no quería tener la muerte de un superviviente de la Sima en su conciencia; ya llevaba suficiente carga. La necesidad de salir a buscarlo era cada vez más acuciante mientras que, fuera de su escondite, el sol caminaba hacia el oeste y, en algún lugar, un hombre valiente se jugaba la vida por un par de personas prácticamente desconocidas. No importaba que lo último que hubiera querido Deord era que fuera en su busca. Sabía que si no hacía algo iba a lamentarlo el resto de su vida.
—Si quieres ir, ve —le dijo Ana con desacostumbrado enojo cuando él salió y volvió a entrar por vigésima vez. Estaba tumbada en el suelo con el antebrazo levantado para protegerse los ojos, como si incluso la luz que se filtraba en la cueva los hiriera.
—No puedo —repuso él con rotundidad—. Vuelve a dormirte. Vas a necesitar todas tus fuerzas por la mañana.
Se hizo un breve silencio.
—Soy un incordio, ¿verdad? —su tono había cambiado—. Te estoy reteniendo.
No pudo contradecirla, aunque el aprieto en el que se encontraban no era culpa suya, ni mucho menos.
—Vete, Faolan, por lo que más quieras. Haces que todavía me sienta peor.
—Mi trabajo es protegerte. No puedo irme. —Estaba tenso como la cuerda de un arpa, con los nervios a flor de piel. En su imaginación no había más que sangre y muerte. Deord no iba a regresar. Lo sabía. No volvería a menos que alguien saliera a buscarlo y lo encontrara enseguida, antes de que Alpin acabara con él. Faolan intentó permanecer tranquilo, concentrando su atención en hacer que Ana estuviese cómoda. Al cabo de poco volvió a levantarse, obligado a mirar fuera una vez más.
El rocío de la cascada no le permitía ver con claridad, pero hizo todo lo que pudo para escudriñar las laderas, el bosque, el lago, buscando alguna señal. Sólo vio el verde de los pinos, la pálida cortina de agua y los imponentes picos que se alzaban al norte y al este. Por la posición del sol, calculó que el día ya estaba muy avanzado. Si Alpin seguía allí afuera, buscándolos, no tardaría en tener que retirarse y volver a casa con sus hombres antes de que se hiciera de noche. Quedaba tiempo suficiente para un rescate, pero muy justo. Y no podía ir. ¿Cómo iba a dejar sola a Ana?
Faolan se sobresaltó al oír un repentino sonido áspero a sus espaldas, por encima de él. El pie le resbaló en el saliente de la roca y se agarró a una enredadera con el corazón palpitante. Oyó otro graznido y vio a la corneja cenicienta posada en la delgada rama de un diminuto y raquítico sauce que había echado raíces en un trozo de tierra increíblemente diminuto. La humedad teñía de plata las finas hojas del pequeño árbol. Por encima de la corneja, en un saliente, había otro pájaro más grande, de un plumaje castaño dorado, ojos brillantes y un formidable pico curvo. El animal miraba fijamente a Faolan.
—¡Por fin! —exclamó entre dientes, y experimentó un gran alivio, a pesar de todas sus reservas—. ¡En nombre de todo lo sagrado! ¿Dónde has estado? Bueno, no importa. Ana está en la cueva… ¡Dioses! Será mejor que no me haya equivocado contigo y no le esté hablando a algún pájaro silvestre que haya decidido hacernos una visita. Tengo que ir a buscar a Deord. Tú debes vigilar y proteger a Ana.
El halcón no se movió. Su mirada fija resultaba desconcertante.
—No se lo he dicho —añadió Faolan—. Me refiero a tu secreto. Tendré que convencerla de que los pájaros son una salvaguarda adecuada. A menos que tengas intención de honrarla con la verdad.
No obtuvo respuesta, pero cuando agachó la cabeza y volvió a meterse en la pequeña cueva, tanto el halcón como la corneja entraron volando tras él y se posaron uno a cada lado de la caverna, allí donde la roca les proporcionaba una precaria percha. Ana tenía al piquituerto en las manos; incluso durmiendo sostenía a la criatura en sus palmas ahuecadas.
—Ana —la llamó Faolan, que se acuclilló a su lado—. Me voy. Aquí hay tres pájaros, ¿los ves? Estarás a salvo. Tengo que encontrar a Deord.
Ella lo miró perpleja.
—Tres… Pero…
—Piquituerto, corneja, halcón —le dijo Faolan, que vio que la muchacha dirigía la mirada hacia el pájaro más grande y abría desmesuradamente los ojos—. Parece que son las criaturas de Drustan. ¿Qué pájaro silvestre iba a querer entrar aquí para hacernos compañía? Ese animal tiene un pico mortífero y un buen par de garras. Puede defenderte si es necesario —esperaba que fuera cierto—. Quédate en la cueva y espérame. Volveré antes de que anochezca. No te acerques al borde —la miró con más detenimiento—. Lo siento —dijo—. Lo siento de verdad.
—Vete.
Su voz quedó ahogada por el agua que caía. Faolan se acordó del Vado del Rompiente, donde Ana debía haberse creído sola en medio de aquel vertiginoso torrente de agua, sola en un mundo que se había vuelto loco.
—Vete, Faolan —repitió—. Espero que lo encuentres a tiempo.
Lo cierto es que Faolan continuó siguiendo el rastro mucho después del momento en que tendría que haberse dado la vuelta para completar su excursión con la luz del día. Finalmente encontró a Deord en un pequeño claro, tumbado al pie de un venerable roble. Parecía estar muerto. La sangre le había empapado la ropa y formaba un amplio círculo que manchaba la tierra a su alrededor. Sus miembros desmadejados estaban apoyados en una maraña de raíces. Faolan se acercó para arrodillarse junto a la yerta figura, oyó el débil y áspero sonido de la respiración superficial de Deord y, entre las rendijas de sus párpados, reconoció la mirada de sus ojos serenos.
—Tú… ¿Estás aquí? —susurró Deord—. Vete… Tienes… que irte —y cuando Faolan lo puso en mejor posición añadió—: No… es inútil…
Faolan maldijo entre dientes mientras recorría con ojo experto las heridas que podía ver entre los restos de la ropa hecha jirones. Deord había recibido muchos golpes. Tenía una flecha alojada en el brazo, con el asta toscamente quebrada, y vio más saetas rotas en el suelo, junto a sus piernas. Había señales de una lucha monumental: arbustos aplastados, maleza pisoteada, el suelo levantado por el movimiento de pies calzados con botas y cascos de caballos. Había una lanza partida en dos y una espada rota arrojada entre los arbustos. También distinguió las formas inertes de varios perros entre la maleza.
Cogió el frasco con agua que llevaba, le pasó el brazo por los hombros y lo levantó un poco. Tenía la piel pegajosa y olía a sangre y sudor. La respiración se detuvo en su garganta cuando Faolan lo tocó.
—Bebe —dijo—, sólo un sorbo. Bien —añadió, aunque se dio cuenta de que no había bebido nada; Deord ya no podía tragar—. Bueno, ¿dónde está tu fardo? —lo encontró y sacó de él una prenda con la que le tapó el pecho y los hombros.
—¿Ana…? —preguntó Deord con apenas un hilo de voz.
—Drustan está con ella. Vine en cuanto él llegó. ¡Por todos los dioses! ¡No hay duda de que los hiciste correr de lo lindo! —Faolan adoptó un tono distendido, no tenía sentido hacer que Deord cargara con su propio arrepentimiento amargo. La cruda realidad era que había llegado demasiado tarde.
—Drustan… bien. ¿Faolan…?
—Dime.
—Drustan… podría llegar… a ser alguien. Llévatelo… lejos… a salvo.
—A partir de hoy —repuso Faolan—, mi espada lleva grabado el nombre de Alpin. Primero completaré esta misión, luego pasaré de cazado a cazador. No se puede permitir que esa escoria siga con vida.
—Drustan… es importante, Faolan… Cuida de él… y de ella.
Faolan no pudo evitar fruncir el ceño.
—Dame tu palabra…
—Está bien, te lo prometo. Los sacaré a los dos de aquí, aunque eso me mate. ¡Mal rayo parta a los dioses de Fortriu! Son crueles e injustos. Un hombre de la Sima debería tener la oportunidad de hacer algo con su libertad. Te mereces tener más tiempo. ¿Por qué lo hiciste?
En aquellos momentos Deord temblaba convulsivamente. Su sonrisa fue un rictus de muerte.
—Quise… hacer que algo… terminara… bien.
—Por nosotros. Por unos desconocidos.
—Tú… ahora… sigue adelante… Haz algo… con tu vida.
—¿Yo? Desperdicie mi oportunidad de lograr algo mucho antes de entrar en la Sima. Soy yo el que tendría que haber hecho de señuelo.
—Tonterías… ¿Faolan?
—Te escucho.
—Lleva un mensaje… a casa…
—¿Dónde está tu casa?
—Díselo… a mi familia.
—¿Dónde viven, Deord?
—Colina… Nubosa… Cerca de un lugar de reyes…
—¿En Laigin? —Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Qué estaba prometiendo?—. Pero…
—Mi hermana… se casó con uno de los tuyos… Díselo primero a ella…
—¿Se casó con un escoto?
—Diles… que lo siento… Di… que todo terminó… bien…
Faolan asintió con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta. Le costaba hablar.
—Faolan…
—¿Qué, Deord?
Tenía la cabeza apoyada en el hombro de Faolan y alzó una mano para tocarle la manga.
—Canta —susurró—. Canta…
Y Faolan cantó. Cantó mientras el sol descendía lentamente hasta que los árboles lo ocultaron y la luz del claro pasó del rosa al violeta y al oscuro gris pálido de la noche estival. Cantó y una multitud de pájaros cantaron con él, despidiéndose de aquel día en el que el guerrero Deord había luchado su última y más valiente batalla. Cantó una conmovedora historia bélica cuyas palabras hablaban de las magníficas hazañas de los hombres, de su coraje y nobleza, de sus sacrificios desinteresados para un bien mayor. Deord se apoyaba en él, pesado y laxo, moviendo levemente los dedos alguna que otra vez, cuando un acceso de dolor recorría su cuerpo. Era, junto a sus ojos que miraban fijamente el rostro de Faolan por entre los párpados entornados, la única señal de que seguía aferrado a la vida mientras el bardo entonaba su canto con lágrimas que surcaban sus mejillas sin cesar. No lloraba sólo porque moría un hombre magnífico, sino por todos los presos de la Sima, los que habían sido destruidos allí de un modo u otro y los que habían sobrevivido para recorrer sus dañados senderos por el mundo. Y como él también era un hombre de la Sima, algunas de esas lágrimas eran por él.
Hacia el final de la canción, la respiración de Deord empezó a ser más penosa, como si la sangre le llenara los pulmones y la tráquea. Además, el dolor hacía que su cuerpo se tensara y se estremeciera. Faolan lo sostuvo como si fuera un niño, con mano firme y suave. Otro hombre que no fuera Deord, llegado a tal extremo, hubiera suplicado que lo sumieran en el olvido con un cuchillo, pero él aguantaba con los dientes apretados, los puños cerrados y, salvo por su fatigosa respiración, en silencio.
De algún rincón de su memoria, Faolan rescató algunos versos de una canción de cuna. Su dulce y sencilla melodía hizo que reinara la tranquilidad en aquel claro, e incluso los pájaros acallaron su canto mientras caía la noche y la Diosa Madre extendía los brazos para llevarse al fin a casa a su guerrero solitario.
Duerme mi niño, valiente y dichoso.
La noche te envuelve en un sueño hermoso.
Un búho solitario ululó en lo más profundo del bosque. Deord movió un poco la cabeza y la apoyó en el brazo de Faolan.
Los pájaros nocturnos te arrullan con su canto
mientras el cielo te cubre con su manto.
Los nudillos blancos de Deord se relajaron y su respiración se hizo más lenta. En algún lugar más allá de los robles, la pálida luz de la luna naciente tiñó de plata el borde del cielo.
Danu te coge de la mano y te guía
hacia una tierra umbría.
Que tus miembros y ojos fatigados obtengan reposo
y despiertes a un nuevo día claro y luminoso.
A Faolan se le quebró la voz. Bajó la mirada. Deord sonreía. Al cabo de unos instantes sus ojos serenos dejaron de ver, sus facciones se relajaron, y se fue.
Faolan siguió sujetándolo y cantando durante un rato. Luego permaneció allí sentado en silencio mucho tiempo. Le parecía apropiado velarlo de alguna manera: ¿quién iba a reconocer el heroico tránsito de aquel hombre si no él mismo, el espía renegado que se ganaba la vida degollando a la gente? Más tarde, cuando la luna se hubo elevado más en el cielo, hizo todo lo que pudo para preparar a Deord para el entierro. Le limpió la cara y le arregló los restos de su ropa, con lo que hizo un horrorizado recuento del daño que los hombres de Alpin le habían infligido. A continuación cavó una tumba poco profunda, utilizando la espada rota a modo de pala. Colocó al guerrero en la fosa con los brazos cruzados sobre el pecho y los cuchillos a su lado, y lo cubrió con su propia capa corta. No entonó ninguna plegaria, pues Faolan no creía en los dioses, ni sabía a cuál había honrado Deord. Si la Sima no convencía a un hombre de que, o bien las deidades no existían o nada les importaba, tendía a hacer lo contrario: hacer que un prisionero creyera en ellas hasta un punto que rayaba la obsesión. Los hombres morían allí dentro y seguían pidiendo a gritos la intervención divina; Faolan los había oído. Suponía que Deord era de los primeros, un hombre no muy distinto de él mismo, aunque él nunca hubiese hecho lo que Deord había hecho aquel día. Él estaría dispuesto a morir por Bridei. Se jugaría la vida por Ana. Pero nunca se sacrificaría por unos desconocidos.
Y eso era extraño. No hacía mucho tiempo, había considerado que su vida no tenía ningún valor en absoluto. Simplemente había seguido adelante porque le parecía una debilidad tomar la otra alternativa. Algo había cambiado. Quizá llevaba un tiempo cambiando. Todos habían contribuido a ello: Bridei, Ana, Deord. Y ahora Faolan tenía más misiones que cumplir de las que nunca había querido. Mantener a salvo al condenado de Drustan, llevar a Ana a casa, terminar con Alpin e informar a Bridei, o a su representante en la Colina Blanca. Después debía volver a Laigin para decirle a una mujer que su hermano había muerto despedazado para que un par de desconocidos pudieran vivir y ser libres.
En medio de las sombras de medianoche del Brezal, cubrió la inerte forma de Deord con tierra, buscó piedras bajo la luz de la luna y las colocó formando un tosco mojón para impedir que los carroñeros llegaran al cuerpo. Montó guardia junto a la improvisada tumba, esperando las primeras luces del día para poder iniciar el largo camino de vuelta a la cascada; de vuelta a Ana, a la que había encomendado, toda la noche, al voluble Drustan. Durante el largo espacio de tiempo que transcurrió desde lo más profundo de la noche hasta el primer susurro del alba, Faolan pensó en la lealtad y el honor, en decisiones tomadas y oportunidades aprovechadas, en sangre y traición. Con auténtico terror en su corazón, pensó en su casa.
Fola había regresado a la casa de las mujeres sabias en Banmerren. Bridei estaba fuera de su alcance. Uist ya no deambulaba por el mismo mundo que sus viejos amigos, sino que había ido antes que ellos al lugar del otro lado de los márgenes. Aniel, por muy astuto que fuera en cuestiones de estrategia, no tenía conocimientos sobre visiones y presagios. No había nadie con quien Broichan pudiera hablar. No había nadie a quien pudiera contárselo. Tenía una gran necesidad de compartir lo que había visto. De hecho, era su obligación hacerlo, si es que esas imágenes de un hombre que soportaba una muerte atroz con un coraje divino podían resultar útiles de algún modo para los futuros esfuerzos del rey de Bridei y de su ejército. Pero no podía contarlo, no hasta que tuviera clara su interpretación. No auguraba nada bueno para la alianza con Alpin del Brezal, que parecía desastrosa para la rehén real, y también para el hombre que era la mano derecha de Bridei. Pero Broichan conocía perfectamente la naturaleza engañosa de aquellas visiones, su divergencia en el tiempo y el espacio, su mezcolanza de lo real y lo simbólico.
¡Maldita fuera su enfermedad! La incertidumbre empañaba su cabeza y le dolían las extremidades de haber estado tanto rato sin moverse, reteniendo la visión. Hubo un tiempo en el que había sido capaz de pasarse la noche arrodillado, con los brazos extendidos en pose de meditación, y levantarse al amanecer sin un solo calambre. Hubo un tiempo… Eso fue antes de que la enfermedad acometiera de nuevo. La Brillante lo ayudó, se sentía como un viejo débil, dolorido y confuso. No podía soportarlo. ¿Acaso le habían enviado aquella visión únicamente para decirle que debía aceptar la muerte de buen grado?, ¿que debía afrontarla sin pesar, como por lo visto había hecho aquel guerrero solitario?
De pronto le entró una necesidad apremiante de respirar aire fresco y abrió la puerta para salir al jardín. Le impresionó encontrarse con que el sol brillaba, ver su luz rozando las ordenadas hileras de verduras, hierbas y flores medicinales con cálida benevolencia. Derelei estaba sentado en la hierba junto al arriate de lavanda, jugando con su caballito de piedra, con una expresión seria en sus rasgos infantiles, fruto de la concentración. Frente a él se hallaba su madre, sentada con las piernas cruzadas y la espalda erguida, observando al niño con unos ojos grandes y misteriosos como los de un búho. Broichan pensó que, por su aspecto joven y esbelto, podría haber sido la hermana de Derelei. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, un desagradable escalofrío que era en parte recuerdo y en parte premonición. Lo que Fola había dicho sobre el niño era una tontería; nadie en su sano juicio podía dar crédito a una idea semejante. La paternidad de Derelei era evidente en su rizado cabello castaño y sus cándidos ojos azules —ambos de Bridei—, y en algo que tenía sus pros y sus contras: la palidez y los inusuales talentos que había heredado de su madre. Y si lo que se cuestionaba era el origen del propio Bridei, eso también era indiscutible. Cualquiera que hubiese conocido a Maelchon de Gwynedd vería su impronta en la fuerte osamenta de los rasgos y en la postura erguida de Bridei, y vería algo de su poderosa presencia en el dominio que su hijo ejercía sobre las personas. El rey de Gwynedd había sido un líder nato; Bridei también lo era, e incluso superaba a su padre en carisma. Además, Anfreda no era la clase de mujer que traicionaría a su marido. De todas formas… de todas formas Broichan sintió una profunda desazón cuando se acercó a Tuala y a su hijo y vio que ambos rostros se alteraban al volverse hacia él. Los rasgos de la joven se volvieron cautelosos, precavidos, pero Derelei levantó los brazos con expresión radiante.
—¿Puedo quedarme con vosotros? —Broichan se acomodó sobre la hierba con sus negras vestiduras extendidas en torno a él. Y entonces, como respondiendo a un repentino e insólito impulso, dijo—: Tuala, tengo que pedirte un favor.
—¿A mí? —preguntó ella, claramente sorprendida—. Por supuesto, si puedo ayudar.
Sin detenerse a pensárselo demasiado, el druida le describió lo que los dioses le habían mostrado. Ella permaneció sentada en silencio, con sus serios ojos fijos en él mientras hablaba del hombre que corría, de la persecución, de la última batalla imposible. Derelei estaba haciendo saltar al caballito por encima de su brazo extendido.
Tuala no dijo nada hasta que el relato finalizó con el guerrero tumbado, agonizando solo en el bosque. Entonces dijo:
—Una cruda visión, desde luego. No me extraña que estés tan pálido. Había creído que estabas enfermo. Esto es muy inquietante. ¿Alpin, dijiste? Y habló de Ana. Este cruel cazador que mutila a hombres moribundos es el jefe de clan con quien la mandamos para casarse. ¿Crees que puede ser una visión del presente? ¿O quizá muestra lo que podría ser si no tomamos las medidas adecuadas para impedirlo?
—Te agradecería tu propia interpretación.
—Yo… Si lo deseas… —El motivo de la vacilación de Tuala era obvio. Durante todos los años desde que la habían dejado en su casa siendo un bebé recién nacido, Broichan nunca le había preguntado su opinión sobre un asunto semejante, aunque conocía perfectamente las habilidades que poseía—. Bien —dijo ella—, como yo no he visto esas imágenes debo interpretarlas basándome en tus palabras, viendo a través de tus ojos. Si hubiera estado contigo, utilizando tu mismo instrumento de catoptromancia, mis ojos tal vez me hubieran dado la misma visión, pero de la forma en que los dioses quisieran que la viera. Eso sería más útil.
—Dime de todas formas qué piensas. —Broichan chasqueó los dedos y el caballo de piedra volvió la cabeza hacia él. Tuala siguió dudando.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
—Debo decirte una cosa, aunque te ofendas. Si hablo, ¿no irás a…?, ¿no utilizarás mis palabras en mi contra? Hay gente aquí en la corte, y fuera de ella, que aprovecharían cualquier medio a su alcance para socavar el poder de Bridei, sobre todo ahora que está ausente. Tengo que tener cuidado, Broichan.
—Te lo pregunto porque quiero saber tu opinión, Tuala.
—Fola lo haría mejor.
—Tú estás aquí, ella no.
Tuala carraspeó nerviosamente. ¿Cómo podía ser que, siendo una mujer adulta y reina, siguiera teniéndole miedo? Derelei se había acercado a Broichan y el caballito lo había seguido, alzando sus cascos de piedra en ordenada secuencia.
—Parece muy… inmediato —dijo Tuala—. El bosque, la luz, parecen similares al lugar al que se dirigía Ana y a la presente estación. No sé quién era este guerrero. Quizá no se trate de una persona real y sea más bien una personificación del ideal de la valentía masculina. Al fin y al cabo, los priteni cabalgan hacia la guerra este verano. Puede que los dioses nos estén diciendo que muchos deberán caer antes de que consigamos nuestra victoria. Pero… oíste a este jefe de clan, a Alpin, hablar de Ana, de que había huido o la habían raptado… También dijo que ella lo había traicionado con su propio hermano… Eso no puede ser cierto. Conozco a Ana. Para ella, el deber y el decoro están por encima de todo. Es la última persona que actuaría de un modo tan impulsivo y sin tener en consideración las convenciones sociales. Alpin mencionó a un escoto. Ese podría ser Faolan, aunque seguramente la escolta ya tendría que estar de camino hacia aquí a estas alturas…
—Dijo que el escoto era un bardo —musitó Broichan.
—Entonces no puede ser Faolan. Si se trataba de una imagen real del presente o del casi presente, algo le ha salido terriblemente mal a Ana. Tengo miedo por ella; por todos ellos. Y… si el matrimonio no se ha llegado a celebrar, eso significa que el tratado de Bridei no se ha firmado, que Alpin del Brezal no lo aceptó. Son unas noticias peligrosas para Bridei.
—Así pues, ¿tú no consideras la visión como puramente simbólica? —Broichan notó cómo todo su cuerpo se ponía en tensión y se obligó a respirar más despacio—. ¿Un mensaje sobre, digamos, la naturaleza de la muerte y la agonía?
Hubo un prolongado silencio mientras Tuala lo contemplaba solemnemente, con sus ojos grandes y extraños.
—¿Por qué la Brillante iba a mandarte un mensaje como ese? —preguntó al fin.
Broichan respondió sabiendo que era un error hacerlo.
—Para informarme de que debería aceptar lo que me espera —dijo—. Que no debería seguir suplicándole más tiempo. Puedo soportar el dolor; he aprendido a no prestarle atención. Pero es demasiado pronto. Tengo muchas más cosas que hacer… —Derelei se había subido a su regazo y estaba jugando con los largos mechones del cabello del druida, retorciéndolos y anudándolos unos con otros. Broichan rodeó con el brazo la forma menuda del niño y miró a Tuala. Lo que vio en su rostro no fue asombro ni dolor, ni siquiera la satisfacción de ver la debilidad en un viejo enemigo. Sus ojos ardían entonces con determinación y su delicada mandíbula estaba firme como la de un guerrero.
—Es una visión de cosas ciertas —le dijo—, y lo más probable es que estén ocurriendo ahora mismo, lo cual es una mala noticia para el guerrero caído, pero buena para ti. La Brillante te confió la educación de Bridei y, en cierto sentido, la mía. La diosa te considera un hijo predilecto y un conducto de su sabiduría. No deberías olvidar que, como druida, eres el sirviente de los dioses. Y puesto que estamos hablando de confianza, yo te he confiado mi tesoro más preciado: mi hijo. Le debes a los dioses y a mí sobrevivir hasta que le hayas enseñado a Derelei todo lo que necesita saber. Sin este aprendizaje, su camino en la vida será indudablemente peligroso. Me resultó muy difícil brindarte esa confianza. Tienes que cumplir tu parte del trato.
Lo había sorprendido; era más fuerte de lo que él creía. Podría haber sido Fola la que hablaba.
—Por desgracia —repuso él cuando Derelei le rodeó el cuello con los brazos y se acurrucó apoyando la cabeza en su hombro—, no puedo contener los efectos de un veneno que me administraron hace años, y que me ha dañado. Ahora me está haciendo efecto; mis días están contados, no hay duda.
—¿Y cuál es la ayuda que has buscado para este mal? —le preguntó Tuala—. Sé que estás enfermo y que sufres dolor. Lo he ido viendo cada vez más claro a medida que transcurría la estación. Querías ir con Bridei, ya me di cuenta. Procuré que él no supiera la verdad, puesto que eso lo hubiese abrumado enormemente durante la campaña. A él le hubiera gustado que fueras.
Broichan abrazó al niño y no dijo nada.
—¿Fola o los druidas del bosque te han ofrecido ayuda?
Él no respondió.
—Está bien. Me has pedido que te ayude y lo voy a hacer. Pero tú debes aceptar que, en este caso, puede que no seas tú mejor físico.
—Te he pedido ayuda para interpretar una visión. No para esto.
—Eres el druida del rey. ¿Por qué ibas a necesitar que te explicara los mensajes del cuenco de hidromancia? —su tono era suave y, en él, Broichan supo que Tuala ya sabía la respuesta. De repente se hizo posible hablar con franqueza y salió todo a raudales: los dolores de cabeza, la ceguera temporal, el gradual embotamiento de sus poderes hasta el punto que, en ocasiones, incluso la tarea más simple de su oficio parecía superarlo. El terror que le provocaba el hecho de que, muy pronto, perdería completamente su don.
Tuala escuchó sin decir nada; él se dio cuenta de lo bien que se le daba escuchar. Su mirada no lo juzgaba. Cuando hubo terminado, ella respiró profundamente y dijo:
—Habrá sido espantoso para ti. Debes haberte sentido muy solo.
—Estoy acostumbrado a estar solo.
—Da igual. Ahora, ¿dejarás que te ayudemos?
—¿Ayudemos? No quiero que esto se convierta en un tema de dominio público, Tuala. Eso sólo serviría para alertar a los enemigos de Bridei de que hay un punto débil en su corte. Hay que hacer creer que todavía soy capaz de ejercer plenamente mi papel aquí.
—Sólo hace falta que lo sepan las personas en las que confías. Fola, sin duda, y sus expertas sanadoras. Quizá también Aniel, puesto que él puede representarte en muchas ausencias. Y yo. Sé que nunca has confiado en mí, pero ahora lo has hecho y Bridei querría que te ayudara.
Broichan escudriñó su rostro menudo, acorazonado, de tez blanca como la nieve y ojos grandes y luminosos.
—¿Me lo ofreces en nombre de Bridei?
—Y en el mío propio —respondió ella—. Le salvaste la vida a Derelei. Él te necesita. Todos nosotros te necesitamos, Broichan. Si hacemos frente a este mal todos juntos, con todas nuestras fuerzas, quizá podamos vencerlo. La visión de hoy es una buena señal, seguro. Tu descripción fue lúcida y detallada.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me visitaron imágenes semejantes, y más tiempo aún desde que la interpretación acudió a mi mente con prontitud y certeza. Soy el sanador más hábil de todos los territorios de los priteni, Tuala. Si no he sido capaz de contener el avance de esta enfermedad, ¿quién puede hacerlo?
—No lo sé —le contestó—. Quizá lo que necesitas se escapa a los esfuerzos de una sola persona, tanto si se trata del druida del rey como si no. Lo único que sé es que vale la pena salvarte y que, si podemos, lo vamos a hacer. Quizá la visión nos estuviera diciendo simplemente eso: sed fuertes, sed valientes, sed lo mejor que podáis ser. Y no perdáis la esperanza, ni siquiera en el momento más aciago.
Broichan notó que el corazón le latía con fuerza y tuvo la sensación de haber saltado de un alto precipicio y haber aterrizado, para su asombro, en unas manos seguras. Notaba la sangre circulando por sus venas. Al otro lado del césped en el que se hallaban sentados el druida, la mujer y el niño, las flores del jardín de la Colina Blanca se abrían con un colorido que, de repente, le pareció más brillante y real que nunca.
—De todos modos —añadió Tuala con seriedad—, tendríamos que mandarle un mensaje a Bridei. Hay que advertirle de que no todo va bien por el norte.
—Piensas en todo.
—No, en todo no —dijo ella—. Como esposa del rey todavía estoy aprendiendo. Ahora voy a mandar a alguien a buscar a Fola. O, mejor aún, creo que nos iremos a Banmerren a hacerle una visita.
Ana había estado sumida en un sueño maravilloso, un sueño en el que había yacido en brazos de Drustan, cuyo cuerpo calentaba el suyo y cuyas manos se movían sobre su piel con una pasión y ternura que despertaron sensaciones de sorpresa y placer a las que pronto siguió un apremiante deseo. La dolorosa insatisfacción de dicho deseo permanecía con ella cuando se despertó con la primera luz del día en la pequeña cueva cuya entrada cerraba una cortina de agua. La intensidad de sus sensaciones físicas la dejó asombrada. Pensó que el deseo que la dominaba debía reflejarse sin duda en su rostro, en sus ojos o en el rubor de sus mejillas. Gracias a los Dioses que Faolan no estaba allí para leerle el pensamiento. En la cueva sólo se encontraban los tres pájaros, posados en los salientes de roca: el piquituerto, que se arreglaba el plumaje escarlata; la corneja, que con el pico intentaba sacar a alguna pequeña criatura de una grieta, y el que era una especie de halcón, aunque distinto a cualquier especie que Ana hubiese visto antes. Este se limitaba a mirarla con ojos brillantes.
El sueño se desvaneció y la realidad volvió atropelladamente. Había luz. Era de día y Faolan no había regresado. Eso sólo podía significar una cosa: Alpin lo había encontrado antes de que él hallara a Deord. Los habría capturado y ambos estarían heridos o muertos. Ella estaba sola en el bosque, rodeada de kilómetros de territorio desconocido, ataviada con un vestido de novia húmedo y en posesión únicamente del pequeño cuchillo de Deord. Estaban los pájaros, por supuesto, pero a Ana no le parecía probable que pudieran serle de mucha ayuda si Drustan no estaba cerca. Su papel principal siempre había sido el de mensajeros del desdichado prisionero. Sin él, ¿qué podrían hacer para ayudarla?
Se estremeció, se arrebujó en la manta e intentó ordenar sus pensamientos. Podía tratar de volver a la fortaleza de Alpin. Si seguía el curso de un riachuelo, al final llegaría al lago próximo a los muros de piedra. Podía abandonarse a la merced del jefe de clan. Al menos allí estaría caliente y resguardada. Pero… Alpin había sido quien había obligado a Faolan a contarle, con expresión mortificada, una verdad a medias que creía que iba a ponerla en contra de su leal amigo. Además, ya la había pegado una vez, y estaba segura de que ahora estaría muy enojado con ella. Por otra parte, al parecer no tenía intención de cumplir el tratado de Bridei, pero aun así pensaba engendrar hijos con ella. Repasó las opciones que tenía mientras la luz se iba haciendo más brillante en el exterior, presagiando la salida del sol y un día en el que, de un modo u otro, tendría que abandonar aquel refugio temporal, porque una cosa sí era segura: no tenía intención de morirse de hambre allí, atrapada como una rata en un agujero.
—Drustan se ha ido, ¿verdad? —les dirigió la pregunta a los tres pájaros, puesto que eran los únicos que podían escucharla—. Ha regresado al oeste. Él ama ese lugar, el Valle de la Ensoñación, su único verdadero hogar. Allí la gente no lo rechazaba. Se ha ido a su casa, por supuesto…
Resultaba una verdad muy cruel después del vívido sueño que había tenido. ¿Había sido una idiota y una ingenua, engañada por su idea de lo que era el amor? Se había creído las dulces palabras de pasión y deseo de Drustan. Recordó el seco comentario de Deord, «Es un hombre muy apuesto», y la muda perplejidad de Faolan cuando intentó preguntarle cómo se había enamorado del joven prisionero.
—Creí que me amaba —les susurró a los pájaros—. Pensé que lo decía en serio. Pero no va a venir… —se tragó las lágrimas que amenazaban con desbordarla. Tenía que enfrentarse al día y a todas las otras noches y días de un viaje imposible de vuelta a la Colina Blanca. De un modo u otro, iba a tener que hacerlo sola.
—¿Ana?
Faolan se hallaba en la entrada de la cueva, con la ropa manchada de sangre y el semblante pálido y exhausto. Ella sintió un gran alivio y un terrible recelo a la vez.
—¡Faolan! ¿Estás herido? ¿Y Deord? ¿Y… Drustan?
Él dirigió una rápida mirada a los pájaros y luego la volvió a mirar a ella.
—Es imposible decirlo con suavidad. Deord está muerto. Los hombres de Alpin acabaron con él —y cuando Ana emitió un murmullo de horror, añadió—: Cuando lo encontré, ya era demasiado tarde para ayudarle. Lo único que pude hacer fue sentarme con él mientras moría.
—¿Cómo…?
—No quieras saberlo, créeme. Murió con valentía. Se llevó a unos cuantos hombres de Alpin con él. ¿Estás bien? No pude regresar anoche, estaba muy lejos…
—Estoy sana y salva. Debías quedarte con Deord. Hiciste bien. Es terrible y muy triste. Era un buen hombre —recordó la rapidez con la que el guardián la había protegido cuando Alpin levantó su puño para golpearla con violencia, o cuando lo vio entrenándose con Drustan en el bosque, una maravillosa imagen de fuerza y gracilidad—. Me he preguntado con frecuencia sobre su pasado y sobre cómo llegó al Brezal. Supongo que ahora nunca lo sabremos.
Faolan no dijo nada. Rebuscaba en un pequeño fardo que había traído consigo, seguramente el de Deord, e iba disponiendo en el suelo lo que iba encontrando: un pedernal, un rollo de tela para vendajes, una bolsa engrasada que podría contener yesca comprimida, tiras de carne seca, un odre de agua y un guante de cuero, grueso y fuerte.
—¿Has visto a Drustan? —Ana tuvo que obligarse a preguntárselo. Le haría mucho daño oírle decir que no.
—Deord estaba convencido de que había abandonado la fortaleza —dijo él, mirándola con socarronería—. Me pidió que le ayudara a escapar sin ningún percance. Y que cuidara de ti. Pensó en todo el mundo menos en sí mismo. Murió por nosotros, Ana. Fue un final cruel e inútil. Alpin pagará por esto.
Ana nunca había visto así a Faolan. Había algo en sus ojos que daba miedo.
—No será inútil en absoluto —le dijo ella— si hacemos todo lo posible por aprovechar la oportunidad que Deord nos ha proporcionado. Escapar a un lugar seguro y vivir nuestras vidas con coraje y bondad. Vivirlas por él además de por nosotros.
—Quizá, con el tiempo, aprenderé a ver el lado filosófico de la vida —repuso Faolan en tono tenso—. Tú no viste lo que Alpin le hizo… Bueno, venga, nos vamos. No me cabe duda de que esta mañana el jefe del Brezal volverá a seguirnos la pista con sus esbirros, y quiero estar muy lejos cuando él llegue aquí. Sugiero que te remetas la falda, o mejor aún, que la rasgues para dejarla más corta y así poder trepar. Ascenderemos por el precipicio y luego cruzaremos esas montañas de allí.
Ana, sin decir nada, sacó el pequeño cuchillo y cortó la falda delicadamente bordada de su vestido dos palmos por encima de los tobillos. Enrolló la húmeda tira de tela y la metió en el fardo. No fue necesario que Faolan le dijera que no podían dejar ninguna prueba de su presencia ahí. A continuación lo siguió en silencio al exterior de la cueva.
—Tú lleva este fardo —dijo Faolan—. Pesa menos. He puesto casi todo lo que necesitamos en el mío. Será mejor que vayas delante, así podré agarrarte si te caes. No vayas deprisa. Las rocas resbalan.
—¿Cómo sabremos hacia adonde ir sin Deord? —Ana miraba hacia arriba. La escarpada pared del precipicio se alzaba imponente por encima de ella y su resbaladiza superficie quedaba suavizada aquí y allá por unas diminutas bolsas de vegetación. El rocío del agua llenaba el aire.
—Espero que ya tengamos quien nos guíe —dijo Faolan mientras el piquituerto, la corneja y el halcón salieron volando de la cueva y se alzaron por los aires describiendo una espiral frente a ellos antes de encabezar la marcha—. En nuestra circunstancia no podemos hacer otra cosa más que confiar… Bueno, sube. Yo iré detrás de ti.
Durante el resto del día estuvieron escalando y gateando, manteniendo el equilibrio y saltando, corriendo sobre roca y pedregal, descendiendo por embarrados senderos forestales y cruzando oscuras ciénagas. Cuando Ana creía que ya no podía más y notó que el pecho le dolía con cada respiración y las rodillas le temblaban a cada paso, Faolan buscó un lugar en el que ocultarse y le permitió un breve descanso, un trago de agua y un pedazo de la aborrecida carne salada que tan familiar le resultaba de su último viaje. A pesar de que la miraba preocupado, él encontró palabras amables, palabras de ánimo y halago. Sin ellas, Ana sabía que le hubiera sido imposible seguir adelante a semejante ritmo. Seguramente ya debían haber dejado a Alpin y a sus hombres muy atrás y aquella noche podrían acampar sin temor a un ataque.
El halcón volaba por delante de ellos. Faolan siguió los senderos que el ave escogía, incluso cuando parecían poco prometedores. Viajaban por terreno elevado. Las zonas de bosque se hallaban entonces muy por debajo de ellos y su avance quedaba expuesto a la vista, así como al viento frío que soplaba en las laderas aun en aquellos días de verano. Unas flores diminutas se abrían en las grietas de las rocas y dirigían sus rostros hacia el sol, brillantes como piedras preciosas. Las sombras de las altas nubes bailaban por los flancos desnudos de las montañas y la pálida hierba de los pastos se combaba con la brisa. Unos picos sobrecogedores se alzaban hacia el cielo en la distancia, de color púrpura, gris y azul muy intenso. No había señales de ningún asentamiento humano, pero los ciervos y las liebres habían dejado su rastro en la ladera. Por la noche tal vez hubiera lobos.
Cuando el sol pasaba por encima de ellos hacia el oeste y las sombras se alargaban, el halcón los condujo de nuevo ladera abajo hacia una extensión de pinar. Por primera vez, Ana vio que Faolan dudaba cuando tanto la corneja como el piquituerto seguían al pájaro más grande hacia la sombra aún más profunda de los altos árboles.
—¿Hemos traspasado los límites del Brezal? —preguntó Ana, jadeante, que aprovechó la breve pausa para recuperar el aliento.
—No lo sé —respondió Faolan—. Preferiría no volver a esos agrestes bosques. Puede que proporcionen refugio, pero se parecen de un modo inquietante a los del territorio de Alpin y es evidente que puede atravesar con rapidez este terreno con sus hombres y que sabe moverse por aquí. —Por delante de ellos, la corneja profirió un graznido y el piquituerto fue de un arbusto a otro como una flecha. Al halcón no se le veía—. Supongo que tendremos que confiar en él. ¿Estás lista para seguir adelante?
—¿A quién te refieres? —inquirió Ana.
—A ese halcón. Es lo único que tenemos. Vamos, dame la mano. Lo estás haciendo muy bien. Ahora corre.
Aquella noche no iban a hacer fuego. Se sentaron juntos pero sin tocarse. Durmieron poco y escucharon los sonidos del bosque: susurros en la maleza, crujidos en el follaje, las apagadas y misteriosas voces de los búhos y, en una ocasión, un escalofriante aullido en la distancia. Ninguno de los dos trató de adivinar qué bestia podría ser aquella.
Los tres pájaros guardianes permanecieron cerca. El piquituerto estaba normalmente en el hombro de Ana, la corneja posada en la rama de un serbal, y al pájaro más grande se le veía entre la pinocha de la copa de un oscuro pino. Siempre que Ana levantaba la vista se encontraba con su mirada vivaracha y desconcertante. Era un extraño sustituto del pájaro que Drustan había perdido, el diminuto carrizo de suave plumón. Se preguntó de dónde venían, si Drustan era capaz de hacerlos aparecer cuando los necesitaba o si ejercía su encanto sobre las criaturas silvestres del bosque para hechizarlas. Como había hecho con ella misma… Quizá sólo había estado jugando con ella de algún modo. Eso parecía divertir a los hombres, no tenía más que pensar en Alpin. Quizá Drustan nunca había considerado seriamente que los dos pudieran tener un futuro juntos.
—¿Estás llorando? —le preguntó Faolan tímidamente.
—Por supuesto que no. —Ana se sorbió la nariz y, a falta de algo mejor, se la limpió en la manga—. ¿Por qué iba a estar llorando?
—Podría enumerarte cinco o seis motivos.
—Es que… es que no entiendo por qué Drustan no ha venido con nosotros —espetó, incapaz de contenerse, pues no podía dejar de pensar en ello—. Sé que él pensaba que podría hacer daño a alguien si salía… Pero si Deord tenía razón, si Drustan abandonó el Brezal libremente, ¿por qué no nos ha alcanzado todavía? Pensé que querría… Creía que yo le importaba… —sonaba patético. Ana se abstuvo de decir más, pero no pudo contener las lágrimas—. Espero que haya logrado escapar —dijo con voz temblorosa—. ¿Y si Alpin lo atrapó a él también? ¿Y si está…?
—Déjalo ya, Ana. —Faolan no parecía estar enfadado, sólo muy cansado—. Únicamente debes pensar en regresar a casa y empezar de nuevo. Y alégrate de seguir aún con vida. Ya se han producido demasiadas pérdidas en esta malhadada misión nuestra, y no creo que tu queridísimo Drustan sea una de ellas —miró al halcón, que le devolvió la mirada con ojos penetrantes—. Mi instinto me dice que ha sobrevivido y que salió del Brezal. Lo que decidió hacer a partir de entonces no es asunto mío.
Hubo un silencio. Había hecho un esfuerzo para dominar su rabia mientras hablaba.
—Sí que lo es, Faolan —dijo al fin Ana—. Y también mío. ¿Acaso no te pidió Deord que cuidaras de Drustan? Te traspasó su propia responsabilidad. Nos la traspasó a ambos.
—¿Y qué sugieres que hagamos? —dijo él enojado—. ¿Que regresemos al Brezal para ver si está allí? ¿Qué corramos a arrojarnos a los acogedores brazos de Alpin?
—¿Qué te ocurre, Faolan? Drustan es un hombre excelente, un buen hombre. Nunca he creído que fuera culpable del delito del que se le acusa. Sé que nunca haría algo parecido. Estuviste muy dispuesto a ir a buscar a Deord, a quien no conocías mejor que a él. Drustan corre un verdadero peligro. Podría estar vagando solo por el bosque, con Alpin pisándole los talones.
—Igual que nosotros —señaló Faolan—. Y si tiene un poco de sentido común, se pondrá fuera del alcance de su hermano lo más rápido que pueda, como estamos haciendo nosotros. Estoy seguro de que está a salvo, Ana. Creo que sabe cuidar de sí mismo. Es probable que sea más capaz de lo que imaginas.
—Faolan, cuando Deord y tú abandonasteis la fortaleza, ¿Drustan te dijo algo? Algo sobre adonde iría, o… ¿Dijo algo sobre mí? —imaginó que Faolan pensaría que estaba obsesionada, loca por él, pero no podía evitar preguntárselo.
Él se tomó su tiempo antes de responder.
—Será mejor que te olvides de él —dijo al final.
—Responde a mi pregunta. Quiero saber si dijo algo sobre mí.
Ana oyó que suspiraba.
—Sólo pensaba en ti. No quería dejarte ir, pero lo hizo, porque quería que estuvieras a salvo. Prácticamente le ordenó a Deord que viniera con nosotros. Yo no pensé que Drustan pudiera salir del Brezal. Me dio la sensación de que casi tenía miedo de abandonar su confinamiento. El encarcelamiento prolongado tiene ese efecto en algunas personas. Pero Deord estaba convencido de que Drustan escaparía, y él lo conocía mejor que ninguno de nosotros dos. —Parecía incómodo, daba la sensación de que le costaba contarle todo eso, y de vez en cuando miraba a los pájaros.
—¿Te preocupa que te oiga? —le preguntó ella.
Faolan la miró fijamente con los ojos entrecerrados.
—En alguna ocasión —dijo Ana—, él enviaba afuera a sus criaturas y ellas, al volver, le informaban sobre lo que habían visto. No sabía que lo supieras.
—Lo sé —dijo él—. Es un extraño don.
—No te gusta Drustan, ¿verdad?
—No lo conozco —contestó Faolan entre dientes—. Sé que Deord está muerto y que tú eres amargamente desdichada. Drustan ha jugado su parte en ambas cosas. ¿Qué motivos tengo para que ese hombre me caiga bien?
—No debes echar la culpa a Drustan de lo que nos ha ocurrido. Alpin es el único culpable. Tendría que haber rechazado el tratado y habernos enviado de vuelta a casa. Si estás en lo cierto y se ha aliado con los escotos, esa habría sido la actuación más honorable.
—Dime —empezó Faolan—, si Drustan apareciera ahora, ¿cómo esperarías que se desarrollara tu futuro teniendo en cuenta, claro está, que hemos escapado de la fortaleza de su hermano en circunstancias dudosas, que Alpin traicionó la confianza de Bridei y que no hay duda de que nos hemos ganado la eterna enemistad de este poderoso jefe de clan? Y, por último, aunque no por ello menos importante, está el detalle de que Drustan es… distinto. Muy diferente a otros hombres. ¿Te das cuenta de que cuando volvamos a la Colina Blanca Bridei te buscará otro jefe de clan u otro rey a quien ofrecerte? Claro que la próxima vez irá con más cuidado. Pero seguro que será algún valioso líder que posea territorios estratégicos y busque una novia real, aunque ahora esta tenga fama de meterse en problemas.
Ana inspiró profundamente y soltó el aire antes de responder.
—No puedo evitar lo que ocurrió entre Drustan y yo, Faolan. Se diría que me desprecias. Lo único que hice fue enamorarme.
Sus palabras parecieron silenciarlo.
—En cuanto a lo que me preguntaste —prosiguió Ana—, si Drustan apareciera ahora me sentiría tan feliz que no podría pensar en nada. No obstante, aunque decida dejarme e irse al oeste, nunca aceptaré otro matrimonio concertado. Ahora no. Ya no es posible. Tendré que decirle a Bridei que no podré hacer lo que quiere.
—¿Crees que él accedería a tu unión con un… un…?
—¿Un qué, Faolan? ¿Un loco? ¿Un asesino? Drustan no es ninguna de esas dos cosas. Estoy segura de que todo eran mentiras, o un malentendido.
—¿Recuerdas lo que me dijiste de camino al Brezal? —le preguntó él—. Me dijiste que querías volver a casa, pero que tu deber siempre era lo primero, porque llevabas la sangre real de Fortriu.
—Estaba equivocada —replicó, preguntándose por qué se mostraba tan cruel aquella noche—. Entonces yo no sabía lo que era el amor, no comprendía que lo cambiaba todo. Pensaba que lo de encontrar a la única persona en el mundo que es tu complemento perfecto y te convierte en un ser completo sólo ocurría en las historias. Pero es cierto. ¿Cómo podría rechazar algo así si fuera afortunada y Drustan viniera a mi encuentro? No espero que lo entiendas. Sólo espero que algún día tengas la suerte de conocer a alguien que te haga sentir así.
—¿Desdichado y lloroso?
—Es difícil de explicar. Sí, ahora mismo me siento muy mal, como si me hubieran destrozado el corazón. Pero nunca lamentaré haber conocido a Drustan. No podría desear que no hubiera pasado. Aunque lo único que tuviéramos fueran esas conversaciones susurradas, valió la pena.
Él no dijo nada.
—Faolan, ¿seguimos siendo amigos?
Al cabo de unos instantes, él extendió la mano y la cerró sobre la de Ana, cálida y fuerte.
—Siempre —dijo. Por encima de ellos, en el árbol, el halcón se movió y alzó sus alas leonadas nerviosamente en la oscuridad.
—¿De verdad fuiste un bardo en el pasado?
—Sí.
—Me sorprendiste.
—No habrá nuevas actuaciones. Hice lo que tenía que hacer. Pero no se repetirá.
—¿Por qué? ¿Tan doloroso te resulta mostrar tus sentimientos? Tu canto es muy hermoso. Y el arpa… Nunca había oído tocar así. Es una pena que no compartas tu don de la música con la gente. Seguro que para un hombre es una profesión mejor que…
—¿Que la de espía y asesino? —su tono era amargo—. Lo que hago me va bien. Le va bien al hombre que soy ahora.
—Pero tú me has demostrado que también eres ese otro hombre, el que hace magia con los dedos y tiene una voz que hace llorar a curtidos guerreros.
—Ese hombre se ha ido. Interpreté un papel durante un tiempo porque era necesario. No tengo ninguna intención de volver a hacerlo. Y sí, me resulta doloroso. Me debilita. No puedo permitírmelo.
Permanecieron sentados un rato en silencio y entonces él dijo:
—Ana, deberías intentar dormir un poco. Tenemos que seguir adelante al alba y estás exhausta.
—No quiero dormir. Hace frío, está oscuro y… y no quiero soñar.
—¿Tuviste pesadillas? Puede que la droga aún te esté afectando…
—Fueron sueños agradables. Es el despertar lo que no me gusta. No te preocupes por mañana. Haré lo que tenga que hacer, pero ahora mismo prefiero conversar que descansar. Aunque soy injusta, tú también debes estar agotado. Supongo que no dormiste mucho anoche.
—Estoy acostumbrado a pasar las noches sin dormir, ¿recuerdas? —ella percibió su sonrisa en la oscuridad y eso la tranquilizó—. Habla si quieres. Ayuda a matar el tiempo.
—Una vez Deord me dijo que debería preguntarte sobre las prisiones. —Ana intentó ponerse más cómoda en el duro suelo y metió las piernas bajo su falda deplorablemente acortada. Cualquier intento por mantener el decoro resultaba ridículo. Se alegró de que la oscuridad ocultara, de momento, el trozo de pantorrilla que se le veía por encima de la bota—. ¿A qué se refería?
—Es algo sobre lo que no hablo. Él y yo estuvimos encarcelados en un lugar llamado la Sima Pedregosa, en Ulaid, aunque no al mismo tiempo. Digamos que es muy poco habitual salir de esa prisión sano y salvo. Deord ha sido el único superviviente que he conocido. Nos gustara o no, existía un vínculo entre nosotros, una obligación de ayudarnos el uno al otro. Él llegó al extremo de dar su vida por ello. Yo no le pedí que muriera por mí —su voz tenía un tono sombrío.
—¿Por qué te encarcelaron?
—Tuve problemas con cierta familia influyente. Las dos ramas de ese clan se hallan en una situación de enemistad más o menos constante; me vi atrapado en medio. Me negué a llevar a cabo una tarea y me mandaron adonde creían que ya no supondría una amenaza para ellos.
Ana vaciló.
—Una vez me dijiste que te había ocurrido algo… terrible que cambió tu vida para siempre. ¿Te referías a tu encierro en la Sima?
—No —se revolvió inquieto. Ana hubiera querido que Faolan se acercara más a ella y le pasara el brazo por los hombros, pues hacía frío y todavía tenía la ropa mojada. Se arrebujó más en la manta. Él había rechazado su ofrecimiento a compartirla.
—¿Entonces hay otra historia? ¿Ocurrió cuando eras bardo?
—Es una parte de mi vida que he decidido no volver a rememorar —contestó Faolan—. No había tocado un arpa desde… antes de… No volveré a hacerlo, y te agradeceré que no menciones mis aptitudes musicales cuando volvamos a la Colina Blanca. Tocar y cantar despiertan en mí recuerdos que no me puedo permitir si quiero seguir en mi sano juicio.
—¿Me contarás qué ocurrió? No puede hacerte ningún bien que te lo guardes todo…
—Accedí a conversar, no a poner al descubierto mis secretos más oscuros. No es apropiado para tus oídos; te asquearía. A pesar de tu condición de rehén, tú has tenido una vida de privilegios y protección. Aquello fue… atroz.
—Privilegios y protección —repitió ella. Aquellas palabras la habían herido en lo más profundo. Era como si ahora que habían abandonado el Brezal Faolan volviera a consideraría una princesa consentida. Ana había creído que la conocía mejor—. Tal vez sea cierto. No puedo evitar el hecho de que mi madre llevaba la sangre real de Fortriu. Tampoco pude evitar que mis padres murieran antes de que yo cumpliera cinco años, ni que se me llevaran de casa antes de los once. Hace nueve años que no veo a mi hermana. Breda ya podría estar casada y tener hijos. Ahora tal vez sea la próxima rehén. Ella sólo me tenía a mí, yo era como una madre y un padre para ella. Y luego esto: Alpin, Drustan… —¡Dioses! Iba a ponerse a llorar otra vez y a demostrarle lo débil que era en realidad—. No me gusta hablar de esas cosas. Supongo que podría intentar olvidarlas, porque me entristecen y me hacen sentir culpable y enojada. Pero forman parte de mí, me han convertido en quien soy.
Faolan guardó silencio unos instantes. Todavía le sostenía la mano, y Ana se sintió agradecida por ello.
—Yo… —titubeó él. Lo intentó de nuevo—: La primera noche que toqué el arpa, volví a revivirlo todo. Los sonidos, los olores, el espanto de cada momento… Absolutamente todo. Después de que tú y Alpin os retirarais, los hombres quisieron seguir con la fiesta. Me hubieran tenido tocando toda la noche. ¿Quieres saber dónde acabé yo?
Ana aguardó.
—Me refugié en la oscuridad, hecho un ovillo como un niño asustado. Estuve llorando hasta quedar exhausto, empapado y jadeante. Un hombre con un trabajo como el mío no puede permitirse semejante debilidad. Eso me hace demasiado vulnerable ante mis enemigos.
—Yo no soy tu enemigo. Estamos solos en el bosque y sólo los pájaros y los insectos escuchan lo que decimos. Quizá, si lo contaras, esos recuerdos no te supondrían una carga tan pesada.
—Sería…, sería desagradable para una dama. Son hechos espeluznantes, angustiosos… No puedo.
—¿Acaso una dama llevaría la falda tan corta como yo? ¿Y qué me dices de mi pelo? Piensa en mí como en tu amiga, una buena amiga a la que puedes confiar tus secretos. Cuéntamelo como si fuera una historia, si eso te resulta más fácil. Como si fuera la historia de otra persona y hubieras compuesto una canción.
—Sería la más espantosa de las canciones.
—Tal vez. Quizá sólo te haga falta contar la historia una sola vez. Eres una buena persona, Faolan, no importa lo que haya en tu pasado. Nos hemos apoyado el uno al otro en momentos espantosos. Si quieres liberarte de tu pena alguna vez, ahora es el momento. Vamos, inténtalo —le puso la otra mano en la rodilla y él se sobresaltó violentamente cuando lo tocó. Aquella noche estaba muy tenso, Ana no creía que pudiera acercarse más a él. Entonces, en voz baja, Faolan empezó a narrar la historia.
—En mi tierra natal existe un poderoso clan conocido como los Uí Néill. Es probable que hayas oído hablar de ellos. Tanto los altos reyes de Tara como los monarcas de los escotos en este territorio provienen de esa familia. Tiene dos ramas, una en el noroeste y otra concentrada en el este. Hay muchos jefes de clan y muchas contiendas sobre territorios y dominio. La historia tiene que ver con una… subdivisión de la familia, estrechamente relacionada con un belicoso jefe de clan llamado Echen, pero encabezada por un hombre cuyo principal deseo era mantener a sus familiares y a la comunidad a salvo y en paz. No quería participar de ningún modo en las guerras territoriales. Era lo que nosotros llamamos un brithem, un legislador y juez; era uno de los patriarcas de su poblado, un hombre muy respetado. Tenía una gran familia: su esposa, sus ancianos padres, dos hijos y… tres hijas. Era una familia muy próspera. Su región se las había arreglado para evitar implicarse en las disputas de los Uí Néill durante tanto tiempo que se volvieron confiados. Los niños jugaban al aire libre, las jóvenes recogían bayas y ordeñaban las vacas sin necesidad de que las vigilaran guardias armados y los jóvenes aprendían artes y profesiones que nada tenían que ver con la guerra.
—¿Como, por ejemplo, la música? —se aventuró a comentar Ana en voz baja.
Él la miró.
—El hijo menor del brithem poseía talento para la música. Cuando llegó a cierta edad, su padre encontró a un maestro bardo que necesitaba a un muchacho a quien enseñar el oficio, por lo que el chico se fue con él para perfeccionar sus habilidades porque, por supuesto, viajar forma parte de la naturaleza de un bardo. Estuvo fuera unos cuantos años, y cuando regresó a casa de visita, ya no era un chico sino un joven. Y las cosas en el poblado habían cambiado.
En aquella oscuridad débilmente iluminada por la luna que flotaba a poca altura por detrás de los árboles, Ana vio el rostro de Faolan como una máscara de sombra y hueso, sus ojos parecían cuencas oscuras. Le agarró la mano con más fuerza, pero no dijo nada.
—El… padre había dictado una sentencia que iba en contra de Echen Uí Néill —dijo Faolan—. Uno de los esbirros de ese jefe de clan fue encontrado culpable de varios delitos, cuya naturaleza no viene al caso, y como resultado de ello, Echen creía que había perdido posición social en la región. Desterraron al culpable. El hombre le había resultado útil a Echen y le contrarió su expulsión. Los Uí Néill practican la venganza rápida. Empezaron a ocurrir cosas muy crueles. Se incendió una casa. Robaron ganado, sacrificaron a las ovejas y las dejaron tiradas en los campos. La esposa del legislador perdió cinco de sus preciadas vacas reproductoras. Luego encontraron al marido de la hija mayor colgado en el granero. Algunas personas dijeron que se había ahorcado, pero él no hubiera hecho nada semejante. Ella estaba embarazada de su primer hijo. Perdió el bebé; no pudo soportar el golpe.
—Pero… ¿no has dicho que estas personas pertenecían a la misma familia que los Uí Néill? ¿Cómo pudo…?
—Eso sólo sirvió para empeorar las cosas. Echen no podía creer que mi…, que el brithem dictara una sentencia desfavorable a los suyos. Hay personas que no entienden los principios de la ley; del honor y la justicia. Mi… El brithem era muy escrupuloso en ese aspecto. Eso fue lo que provocó… —se le quebró la voz.
—¿La familia no hizo nada contra Echen después de esos actos violentos? ¿La comunidad no les apoyó? —preguntó Ana intentando ayudarle.
—Imagínate a Echen como un hombre igual que Alpin, un hombre que utiliza el miedo como su herramienta principal. Tiene un control absoluto dentro de su propio territorio. Si alguien se opone a Alpin, él lo corta en pedazos y lo cuelga para disuadir a cualquiera que sea lo bastante idiota como para desafiarlo. Echen era igual. Pero el territorio que él dirigía era mucho mayor que el de Alpin. ¿Qué posibilidades tenía un brithem local frente a semejante poder? No obstante, la familia no permaneció sin hacer nada y aceptó lo inevitable. Opusieron resistencia.
—¿Cómo?
—Él…, él… No creo que pueda continuar con esto —estaba temblando.
Ana se quitó la manta y se la puso a él sobre los hombros.
—No —protestó Faolan—. Vas a coger frío…
—Entonces compártela conmigo. Es lo más sensato. —Él levantó la vista entonces hacia el halcón, que seguía posado impasible en las ramas del árbol—. ¿Te incomoda contarme esto en presencia de los pájaros?
Faolan se mordió los labios.
—Curiosamente, las únicas personas que me han oído hacer referencia a lo ocurrido son Deord y Drustan. Debo esperar que Drustan no me juzgue, si es que puede oírme.
—Cuéntame el resto de la historia. ¿Qué hizo esa familia?
—Cuando el hijo pequeño llegó a casa, los hombres de la región ya habían formado un variopinto ejército para proteger sus tierras, sus posesiones y a sus seres queridos. Sus armas eran guadañas y horcas. Sus dotes combativas eran las que habían adquirido con los enfrentamientos amistosos que celebraban cuando hacía buen tiempo. El hijo mayor del brithem era su líder. Era inteligente y estaba enfadado. Había visto la desesperación que se estaba apoderando de su padre tras la pérdida del que hubiera sido su primer nieto. Este joven… Él…
—¿Cómo se llamaba, Faolan?
—Dubhán —le costó decir su nombre, que sonó discordante debido al dolor—. Llevó a cabo un golpe maestro. Se enteraron de que Echen iba a visitar la región para cobrarles el arriendo a los campesinos que trabajaban sus tierras. Mientras el jefe cenaba invitado por uno de los más ricos hacendados locales, los jóvenes robaron diez magníficos caballos de monta de su campamento, así como algunas armas. Mataron a uno de los guardias y al otro lo ataron y lo dejaron para que lo encontrara su señor. Dubhán era digno hijo de su padre; a cambio de una vida, la de su cuñado, tomó una vida. Una sutileza que, por desgracia, Echen no supo apreciar. Cuando los hombres de los Uí Néill salieron a buscarlos, los caballos habían desaparecido misteriosamente de la región. Fue un triunfo, audaz, inteligente, propio de Dubhán. Él siempre fue… Él era…
—¿Su hermano menor lo admiraba?
Él movió la cabeza en señal de asentimiento, incapaz de hablar.
—Sé que esto ha de terminar en tragedia, Faolan. ¿Vas a contarme el resto?
Su voz adquirió una vacilante monotonía.
—Echen detuvo a algunos jóvenes de la comunidad de los que sospechaba que podrían haber participado en el robo de los caballos y el asesinato del guardia. Sus métodos eran brutales. Al final uno de ellos se vino abajo y dio el nombre de Dubhán como el del cabecilla. Aquella noche… la familia se hallaba reunida en torno al hogar, como tenían por costumbre, para cantar y relatar historias. La madre, el padre, los hermanos y hermanas, los ancianos. Echen acudió con una gran cantidad de hombres armados. Apresaron al brithem y a su hijo mayor, y cuando lo acusaron del delito, Dubhán no negó su responsabilidad. Mantuvo la cabeza alta e intentó exponer los delitos que el propio Echen había cometido contra su padre; trató de utilizar la lógica contra la furia vengativa. Su padre, al que sujetaban un par de matones, lo observó con lágrimas de orgullo en los ojos. El hermano pequeño, cuyas manos eran más apropiadas para puntear las cuerdas de un arpa que para utilizar una espada, cuya voz se alzaba para entonar una canción antes que para proferir un valiente desafío, en aquellos momentos deseó ser Dubhán, que había demostrado ser un hombre con gran coraje. Entonces, los esbirros de Echen le dieron una paliza delante de su familia: de su madre, que lloraba; de su hermana pequeña, que protestaba a gritos, y de su padre, que tenía la tez cenicienta y no dijo ni una palabra. El hermano menor no sabía si lo que le dominaba era el miedo, el odio o el orgullo.
Ana le apretó la mano y no dijo nada.
—Dubhán no se humilló. Magullado y ensangrentado, respirando con dificultad, no le dio a Echen la disculpa que le pedía. Al jefe de clan debió resultarle evidente que su táctica no estaba funcionando, de modo que empezó a amenazar a los demás.
Ana sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.
—No creas que se limitó a amedrentarlos diciendo que heriría al padre o a otro miembro de la familia si Dubhán no pedía perdón —dijo Faolan—. Quizá vio en las miradas de todos ellos que la integridad había sido la base de la educación que el padre les había dado, lo que hacía tan fuerte a aquella pacífica familia. Y quizá viera un… punto débil. Los seguidores de Echen intervinieron. De pronto se colocó un hombre armado junto a cada uno de ellos —de la abuela, de la joven viuda, de la hermana pequeña—, sosteniendo los cuchillos contra sus gargantas y las dagas cerca de sus corazones. No había ningún arma que apuntara a Dubhán, que se hallaba de rodillas en el centro de la estancia con las manos atadas a la espalda. Tampoco había ningún arma apuntando al hermano pequeño, el que se había marchado para ser un bardo y había regresado a una pesadilla. Entonces… Echen avanzó un paso para dirigirse al músico. Le puso un cuchillo en la mano. Él… le ofreció una elección. Le dijo que Dubhán iba a morir, había que dar ejemplo para que a nadie más se le ocurriera desafiar a los Uí Néill creyendo que podría salirse con la suya. Por lo tanto, la cuestión no era si el bellaco moriría o no, sino a cuántos se llevaría con él. Echen recorrió la habitación con la mirada mientras decía esto y el joven bardo la siguió con la suya, y vio el rostro lívido de su madre, y a su abuela con su pulcra ropa arrugada y el cabello cano despeinado mientras uno de los hombres la agarraba cruelmente por el hombro. Su hermana mayor se tapaba la cara con las manos y un tipo rubicundo sujetaba a la hermana pequeña, de catorce años, que temblaba de ira y vergüenza mientras las manos de ese desgraciado la manoseaban por encima de su recatado vestido. El abuelo intentaba mantener la cabeza bien alta y miraba fijamente a su afligida esposa. El padre, que presentía el horror, tenía la mandíbula tensa y una mirada sombría. Se había dado cuenta de lo que se avecinaba antes que todos los demás.
»—No voy a decidirlo yo, muchacho —le dijo Echen al hijo pequeño—, sino tú. Córtale el cuello a tu hermano y ordenaré a mis hombres que suelten a todas las personas que hay en esta estancia y que no les hagan más daño, siempre y cuando tu familia no vuelva a inmiscuirse nunca más en mis asuntos. Si te niegas, yo haré el trabajo por ti, y mis hombres acabarán con todos los demás.
»La madre profirió un terrible grito, un gemido que salió de lo más profundo de sus entrañas; el abuelo soltó una maldición y fue recompensado con un fuerte golpe en la mandíbula que lo hizo caer de rodillas.
»—Quizá con todos no —añadió Echen con la mirada puesta en la hermana pequeña, dulce y sonrosada como una manzana de la nueva estación—. A ella nos la llevaremos para que nos haga compañía esta noche. Es una lástima desperdiciar una promesa tan evidente. Y a ti te dejaremos con vida, por supuesto —dijo con la mirada puesta en el joven bardo que estaba temblando junto a su hermano mientras que el cuchillo se le agitaba con tanta violencia en la mano que a duras penas podría haberlo utilizado aunque hubiese querido—. Mátalo y salvarás sus vidas. Si te niegas, los verás morir a todos, uno a uno. Tú vivirás para verlo cada noche en tus sueños, una y otra vez. Demuéstranos de qué pasta estás hecho, muchacho.
»El bardo miró a su padre asustado, buscando consejo, pero el hombre había cerrado los ojos. El brithem más sabio no podía pronunciar una sentencia semejante. Las lágrimas caían por las pálidas mejillas del legislador. Sus labios se movieron musitando una plegaria.
»—¡No lo hagas, Faolan! —gritó la hermana pequeña—. ¡No les des esa satisfacción a esta escoria! —entonces a ella también la hicieron callar con un golpe.
»El muchacho miró el cuchillo. No podía mantenerlo quieto. Se sacudía y temblaba en su mano al tiempo que una oleada de náusea le recorría el cuerpo.
»Entonces habló su hermano:
»—Colócate detrás de mí. Pon la punta del cuchillo detrás de mi oreja izquierda y llévala hacia el otro lado con un solo movimiento firme y asegúrate de apretar con fuerza. Eres fuerte, Faolan. Puedes hacerlo.
»—Pero… —el chico sólo pudo emitir un graznido ahogado. Tenía un nudo en la garganta y la cabeza a punto de estallar. Las palmas de las manos le sudaban. Trataba de encontrar soluciones desesperadamente: atacar a Echen en lugar de a su hermano, intentar escapar, volver el cuchillo hacia sí mismo… Era evidente que ninguna de esas cosas salvaría a su familia. Pero aquel…, aquel era Dubhán.
»—Date prisa —le instigó Echen, que hizo un ligero gesto con la cabeza hacia uno de sus hombres. Al cabo de un momento la abuela se desplomó en el suelo con un cuchillo saliéndole de las costillas.
»—Eres un hombre, Faolan —susurró Dubhán—. Hazlo ahora.
Ana apretaba los dientes con tanta fuerza que le dolía la cabeza.
—El muchacho, al mirar a su hermano, vio brillar el coraje en sus ojos. Dubhán era su héroe. Lo habría seguido hasta las puertas del infierno. Él siempre había hecho lo que su hermano le pedía. Así pues, afirmó su endeble mano sobre el cuchillo y cruzó la garganta de Dubhán con su hoja. La sangre fluyó a borbotones por sus manos, roja y caliente. Oyó gritar a su hermana, y a su madre. Su padre se mantuvo en silencio. El joven permaneció inmóvil, con el cuerpo de su hermano a sus pies, esperando que Echen y sus hombres se marcharan.
»Pero el jefe de clan no había terminado su venganza. Sus hombres soltaron a la familia cuando él lo ordenó y se quedaron allí con las armas desenvainadas mientras las mujeres atendían a la abuela moribunda. Para Dubhán ya era demasiado tarde.
»—Registrad la casa —dijo con despreocupación, como si se le hubiese ocurrido en el último momento—. Buscad los cuchillos y arcos que nos faltan y traed cualquier otra cosa que sea de interés. ¡Vamos!
»La familia se quedó petrificada, en silencio. Esperaron. La sangre de la abuela empapaba los trapos que mantenían apretados contra su pecho. El abuelo le tomó la mano y se la llevó a la mejilla. Al cabo de poco, los hombres de Echen regresaron sujetando entre ellos a la tercera hermana, que aquella noche se había ido a la cama temprano… Aine, la más pequeña, una niña con su largo camisón, unos ojos oscuros y asustados y el cabello cayéndole sobre los hombros.
»—Vaya —dijo Echen con una sonrisa cruel—, un tesoro escondido. Nos la llevaremos; recuerdo haber prometido perdonarles la vida a todos los de esta habitación, no dije nada sobre los que había en el resto de la casa. Una pequeña perla. ¿Cuántos años tiene?, ¿doce? Es fresca y tentadora. Tráele una capa a este encanto, Conor, no podemos tolerar que coja frío. Adiós, brithem. Creo que tu hijo pequeño tiene futuro, y no precisamente como músico. —Su expresión cuando miró al bardo era de sorpresa, casi de admiración; estaba claro que el resultado de su experimento no había sido el que se esperaba. Se volvió hacia el padre—. No quiero volver a saber nada de ti. La próxima vez no seré tan magnánimo.
»Cuando se marcharon, arrastrando a la niña consigo, el joven se lanzó tras ellos, desesperado por arreglar las cosas de algún modo, por salvar al menos a su hermana, aunque, en efecto, la pesadilla iba a estar con él para siempre. Echen se rio. Me parece estar oyéndolo ahora mismo. Entonces alguien propinó un fuerte golpe en la cabeza al muchacho y durante un rato tuvo el alivio de la inconsciencia.
Ana no podía decir nada. Permaneció unos momentos sentada, paralizada, y luego rodeó a Faolan con el brazo y apoyó la cabeza en su hombro.
—Es horrible… Nadie debería nunca… Nadie… —y al cabo de unos instantes, añadió—: ¿Qué ocurrió después? ¿Qué hiciste?
—El odio se apoderó de mí —había dejado de fingir que contaba la historia de otra persona—. Cuando recuperé el sentido, sólo pensaba en rescatar a mi hermana y hundir un cuchillo en el corazón de Echen. Pero no se me permitió hacerlo. Al salir del dormitorio encontré a mis padres esperándome. Mi madre había preparado un pequeño fardo con comida y bebida para el camino. Mi padre me dio un anillo que había recibido de su abuelo. Era de plata y tenía una piedra encastrada. Mi arpa estaba lista en su bolsa. Tenía que marcharme de allí y no volver nunca más. No me dijeron mucho. En el rostro de mi madre vi que no me querían en casa después de lo que había hecho. De repente mi padre era un viejo. Protesté. ¿Quién salvaría a Aine si no lo hacía yo? Mi padre me prohibió intentarlo. Dijo que la violencia tenía que acabar. Dijo que ya sería demasiado tarde para ella. Su tono era el de un hombre derrotado. Mis otras hermanas no salieron cuando me marché. Antes de la puesta de sol había cruzado los límites del territorio de Echen. Le di el pan y el queso de mi madre a un mendigo que encontré al borde del camino y até el trapo a un tejo, aunque no se trataba de una ofrenda a los dioses. Desde aquella noche aciaga nunca confié en los dioses ni en las personas. Cambié el anillo que me dio mi padre por la travesía hasta Fortriu. Los dejé a todos atrás. No he sabido nada de ellos desde entonces. Pero nunca están lejos. Cuando toco el arpa, veo a mi hermana pequeña en manos de aquellos hombres. Oigo gritar a mi madre. Cuando me voy a dormir por las noches, siento la sangre de Dubhán en mis manos y oigo a mi padre hablándome como si yo fuera un desconocido.
—¡Oh, Faolan…! Lo siento muchísimo… No sé qué puedo decir…
—No hay nada que decir. Lo que hice fue imperdonable. Tomé la decisión equivocada. Destruí a mi familia con tanta eficacia como lo hubiera hecho Echen Uí Néill y su banda de hombres armados.
—¿Por qué no regresaste nunca? ¿No has pensado en hacer las paces con tu gente y averiguar qué había sido de ellos?
El tono de voz de Faolan denotaba amargura.
—Yo adoraba a Dubhán. Era mi hermano mayor. Lo obedecí hasta el último momento. Y también a mi padre cuando me dijo que me marchara y no volviera. Desde entonces no me he ganado la vida con la música, sino haciendo las dos cosas que aquel día demostré poder hacer: obedecer órdenes y cortar cuellos.
Ana percibió en su voz el odio que Faolan sentía hacia sí mismo.
—Regresé —dijo Faolan—. No a mi casa, pero sí a Laigin. Los esbirros de Echen intentaron reclutarme. Tal vez se había enterado de que había desarrollado ciertas habilidades útiles. Me negué ser uno de los suyos y acabé en la Sima Pedregosa. Los hombres mueren de desesperación en ese lugar. Yo sobreviví. Había perdido la capacidad de desesperarme, de sentir, lo que me convirtió en peor bardo, pero en mejor asesino. No trabajé para Echen, pero sí para otros: los jefes de clan de los Uí Néill, tanto los del norte como los del sur, la princesa de Ulaid, el rey de Dalriada, y ahora Bridei.
—No has perdido la capacidad de sentir —dijo Ana—. Ni de despertar sentimientos en los demás. ¿Qué me dices de tu música? Hasta los cazadores de Alpin tenían lágrimas en los ojos.
—La había perdido hasta que te conocí —repuso él en voz baja—. No voy a volver a tocar. No está bien que mis manos hagan música cuando están manchadas con la sangre de mi propio hermano.
—¡Sabes que eso es injusto! —le espetó ella—. Antes has dicho que tomaste la decisión equivocada, pero no había ninguna decisión correcta, Faolan. Siendo un legislador, tu padre lo sabía. Hicieras lo que hicieras, el final sólo podía suponer dolor y muerte. Eras muy joven. Echen fue muy cruel imponiéndote semejante carga.
—No tendría que habértelo contado. Ahora tú también tendrás pesadillas.
—Yo ya tengo mis propios sueños perturbadores. Me alegro de que me lo hayas contado. Hace falta coraje para expresar en palabras tanto dolor. Eres el hombre más valiente que conozco.
Él no dijo nada.
—¿Faolan?
Un movimiento de la cabeza.
—Tienes que volver a tu casa y lo sabes. Si quieres vivir en paz, debes reconciliarte con los tuyos.
—Esto no es un cuento de hadas.
—Yo no estoy diciendo que vayan a desaparecer los recuerdos o que todo el dolor causado se repare al instante. Comprendo que es demasiado complicado para que sea así. Pero estoy segura de que tu padre, tu madre y tus hermanas querrán verte. Ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste. Por lo que has dicho, todos ellos son personas buenas, fuertes y justas. A estas alturas habrán comprendido la imposible elección a la que te enfrentaste y por qué hiciste lo que hiciste. El amor te obligó a ello. Tienes que volver. Tu larga ausencia les habrá hecho daño, especialmente a tu padre.
—Nunca volveré.
—Entonces eres menos valiente de lo que yo pensaba. Para lo que se necesita mayor coraje es para seguir adelante y hacer lo que es debido, incluso cuando esa perspectiva hace que se te encoja el estómago.
—¿Fue así como te sentiste cuando me sacaste del agua en el Vado del Rompiente?
Ana se estremeció al recordarlo.
—Durante un rato, sí, pero en cuanto te vi, para mí ya no había otra opción. Tenía que rescatarte. Eras lo único que me quedaba. Si fuera una mujer más cruel, diría que tanto a Deord como a mí nos debes poner en orden tu pasado y darte un futuro.
—Ya tengo un futuro. Todavía sigo al servicio de Bridei.
—Si no lo haces, nunca serás consecuente contigo mismo.
—Cuando decidí contarte mi historia, no esperaba que acabaras dándome instrucciones sobre cómo vivir mi vida —se fue apartando de ella poco a poco y le soltó la mano.
—Somos amigos, Faolan —le dijo Ana en voz baja—. Amigos de verdad. No pretendo darte instrucciones. Pero hay un camino que quiero verte tomar, para que no te consuma el odio hacia ti mismo. Yo puedo ver al hombre que hay bajo la armadura de indiferencia. Quiero que el mundo también lo vea. Quiero que estés satisfecho y seas feliz.
Bajo la luz de la luna, Ana vio la torcida mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Pides lo imposible —le dijo.
—Pensaba —susurró ella— que tal vez fueras la clase de hombre para quien no hay nada imposible. Espero que, con el tiempo, demuestres que tengo razón.
Al término de un tercer día de búsqueda, Alpin ordenó a sus hombres que se retiraran y emprendieron el camino de vuelta a casa. Allí, preparó un fardo con las provisiones necesarias para un hombre que iba a viajar solo una distancia considerable y puso los asuntos domésticos en manos de la capaz Orna. Le dejó ciertas instrucciones a Dregard y otras a Mordec, que estaba al mando de sus hombres de armas. Tomó su espada, sus cuchillos y su ballesta y, al amanecer del día siguiente, se encaminó de nuevo hacia el bosque, solo. Allí donde una partida de caza con perros y caballos no podía llegar fácilmente, un hombre diestro a pie podría viajar con más rapidez y discreción siguiendo el rastro de otro. El escoto y la novia real tal vez se hubieran esfumado más allá de sus fronteras, y su hermano quizá hubiese desaparecido ocultándose en el bosque agreste. Pero Alpin aún no estaba derrotado. Quería a Ana, aunque lo más probable era que para entonces ya fuera una mercancía usada. Era suya; se la habían enviado para que fuera su esposa e iba a tenerla costara lo que costara. Se debía a sí mismo vengarse de ese bicho raro de Drustan, y del maldito renegado escoto y, en última instancia, del advenedizo rey de Fortriu que había provocado todo aquello con su poco meditado intento de conseguir una alianza con el Brezal.
Bueno, la alianza podía esperar, pensó Alpin mientras avanzaba a buen ritmo por las sendas traicioneras de lo más profundo del bosque, volviendo sobre sus pasos hasta el lugar donde había matado a Deord. Observó un tanto divertido el cuidado con el que le habían dado sepultura y luego tomó un nuevo sendero que conducía hacia la elevada laguna de montaña bajo la cascada, un lugar que su partida de caza había descartado al considerar que ninguna mujer podría llegar hasta allí. Los tenía; ya andaba tras ellos.
Le llevaría tiempo localizar el paradero de los fugitivos y caer sobre ellos furtivamente. No importaba. Podía permitirse estar lejos de casa durante una temporada. Ya no había necesidad de movilizar a su ejército, a su flota, a sus considerables fuerzas; todavía no. Quizá no hiciera falta hacerlo nunca. Tenía la sensación de que la respuesta a ese problema no radicaba en un ataque armado sino en su plan alternativo, el que había concebido hacía algún tiempo: la utilización del arma secreta cuya existencia no conocía nadie más que él mismo, Dregard y sus hombres de armas de más confianza. Y, por supuesto, el hijo que, contra todo pronóstico, finalmente había resultado serle de alguna utilidad.
Se había ido haciendo cada vez más evidente cuando primero Ana y luego Faolan habían hablado de la poderosa presencia de Bridei, de sus dotes de liderazgo y de su condición de icono para su pueblo, de que el éxito de cualquier empresa de los priteni contra Dalriada dependía muchísimo de él, a quien llamaban Gallardo de Fortriu. Una dependencia que, a juicio de Alpin, era excesiva. Si se eliminaba a Bridei, los planos que había concebido para su pueblo se vendrían abajo, estaba seguro de ello.
Así pues, le había mandado al rey un pequeño regalo. Resultó muy conveniente que el muchacho ya se hubiera unido a las fuerzas de Umbrig. Hargest se había mostrado muy dispuesto a complacerlo; el chico estaba desesperado por conseguir la aprobación de Alpin. Probablemente se considerara el legítimo heredero del Brezal. Tal y como habían salido las cosas con Ana, de momento era el único heredero. Eso iba a cambiar muy pronto, pensó Alpin con gravedad. Tendría a su novia real y la mantendría a su lado. Ella le daría cuantos hijos quisiera y, gracias a esos hijos, ejercería un poder inigualable en todos los territorios del norte.