Entre los pocos que tenían conocimiento de su existencia, se decía que quien sobrevivía al encarcelamiento en la Sima Pedregosa perdía la capacidad de tener miedo, pues era tal la naturaleza de aquel lugar que, en comparación, los horrores a los que te enfrentabas posteriormente parecían nimios. Alguien que quisiera ser un superviviente de la Sima debía ser fuerte de cuerpo y mente si no quería acabar muerto o volverse loco antes de poder salir nuevamente a la luz del sol luciendo su marca de fraternidad.
No obstante, era el miedo lo que aquel día aceleraba la huida de Faolan a través del bosque, y no sólo temía por su propia seguridad, sino sobre todo por la de Ana. No hacía falta tener mucha imaginación para adivinar cómo la trataría Alpin si los cogían. En cuanto a su propia supervivencia, puesto que era fundamental para que ella regresara ilesa a la Colina Blanca, debía asegurarse de evitar que los capturaran y de conservar su habilidad para protegerla. No había tiempo para pensar en nada más. Se trataba de poner un pie detrás de otro, de correr por senderos desiguales, de trepar por cuestas rocosas, de agacharse detrás de las rocas o los arbustos antes de echar a correr por terreno abierto. Deord llevaba a Ana, aunque a veces era Faolan quien se la cargaba a los hombros, pues se sentía obligado a ello.
La pócima de Deord debía ser fuerte. Seguían corriendo y avanzando con todas sus fuerzas mientras se agotaba rápidamente el tiempo que tenían antes de que Alpin descubriera que su novia había huido. Ana continuaba lánguida y con los párpados caídos, incapaz de ayudarlos ni de poder valerse, y gracias a los dioses, incapaz de protestar, pensó Faolan con tristeza, mirando la incansable figura de Deord mientras se abrían camino ladera abajo por un robledal. De todos modos, se sentiría aliviado cuando ella abriera los ojos, aunque sus primeras palabras fueran de enojo.
Por lo que al misterioso Drustan concernía, no había aparecido. Faolan pensó en ciertos hombres que había visto en la prisión de los Uí Néill, que, aun estando tan desesperados como él por conseguir la libertad, no contemplaban la posibilidad de escapar. Para ellos la crueldad y la degradación, la agotadora rutina diaria, se habían convertido, de algún modo, en una perspectiva más segura que el aterrador sueño del mundo exterior con su multiplicidad de opciones. La prisión podía hacerle eso a un hombre. Si se permanecía encerrado el tiempo suficiente, la prisión podía privarlo de criterio, de modo que la libertad podía aparecérsele como algo temible, demasiado maravilloso y demasiado difícil para darle crédito aun cuando el camino estuviera abierto. Los hombres como aquellos se quedaban en la puerta contemplando el sol, los campos verdes y las montañas agrestes y luego se retiraban a su oscura cueva. Faolan había reconocido el pánico en los ojos de Drustan cuando se había visto frente a la posibilidad de abandonar su encierro, de marcharse del Brezal para siempre. Siete años eran mucho tiempo.
Mejor sería que no se lo pensara demasiado. Lo más probable era que ya hubieran dado la voz de alarma. No había duda de que Alpin registraría hasta el último rincón cuando se encontrara con que los aposentos de Ana estaban vacíos. Faolan y Deord estarían sentenciados.
Y Drustan, si se quedaba, sería el más afectado por la furia de su hermano. A pesar de todo, Faolan era incapaz de desear que el hombre pájaro se uniera a ellos. Mientras seguía a Deord cuesta abajo hacia un riachuelo poco profundo y se metía en el agua con denuedo para seguir sus pasos —de esta forma los perros perderían el rastro—, recordaba las manos de Drustan en el cuerpo de Ana, los labios de Drustan besando sus cabellos dorados, y oía la voz desafiante de Ana: «Yo no voy». Aquello era ridículo, imposible. Tal vez el tipo no estuviera loco, pero era… era lo que era, una especie de bicho raro, y cuanto más se alejaran de él, más contento se sentiría. No es que le deseara ningún mal. Sólo esperaba que saliera volando en dirección contraria, rumbo a su hogar en sus territorios del oeste, Faolan alzó la vista al cielo, a través del verde dosel que formaba la extensión de robles.
—No hay señales de Drustan —dijo Deord, que se detuvo para cambiar el peso de Ana en sus anchos hombros. Habían escondido su cabello bajo la capa, pero algunos largos mechones, pálidos como el trigo en verano, se habían liberado y se hundieron en el agua. El guardián estaba más sereno que nunca, pero había cierta lobreguez en su mirada.
—La decisión es suya. —Faolan se situó al lado de Deord y alargó la mano para ayudarlo. Recogió el pelo de Ana y metió los mechones bajo el cierre de la capa lo mejor que pudo—. Él quería que lo hicieras. Y es un hombre adulto.
—Lo necesitamos —dijo Deord—. Alpin puede dar con nosotros si no encontramos senderos que él no conozca. Reza para que Drustan nos alcance antes de que lo haga su hermano. ¿Ya está?
Faolan gruñó. Ya era mala suerte, pensó mientras seguía caminando corriente arriba, que allí donde las manos de Drustan habían acariciado aquellos mechones sedosos las suyas debieran limitarse a apartarlos con torpe rapidez. Ana no iba adecuadamente vestida para aquella empresa, la túnica y los pantalones que Faolan le había prestado en el viaje de ida habrían sido mucho más apropiados. Debía conseguir ropa más adecuada para ella. La tomaría prestada o la robaría de alguna granja o asentamiento. Ana no podría correr llevando puesto un vestido de boda. Y las noches eran frías. Entonces parecía impensable ofrecerse a darle calor con su propio cuerpo como hizo en el viaje hacia el Brezal.
Deord había salido del agua y empezó a subir por una cuesta boscosa en la que los robles daban paso a los plateados abedules. Unos pájaros pequeños iban rápidamente de un lado para otro en lo alto, llamándose unos a otros con su gorjeo. Su actividad desprendía fragmentos de corteza o ramitas que caían al bosque a los pies de los dos hombres. Algo hizo susurrar la maleza: sólo era una criatura en busca de comida. Entonces, desde cierta distancia, les llegó un nuevo sonido: los aullidos de unos perros de caza. Deord se detuvo y se volvió a mirar a Faolan.
—Puede que tengamos que volver a meternos en el agua —dijo—. ¿Sabes nadar?
—Si tengo que hacerlo… Pero no puedo hablar por Ana.
—¿Dónde está Drustan cuando lo necesitamos? —masculló Deord mientras avanzaban por la pendiente para encontrar un lugar por el que pudieran ascender sosteniendo a Ana entre los dos. Cuando llegaron arriba, el color del vestido de boda se aproximaba más al marrón del barro que al crema original. El cabello de la muchacha había vuelto a soltarse y se enredaba con la vegetación del sotobosque. Deord se sacó el cuchillo del cinturón y, con tres rápidos y expertos tajos, le cortó los rubios mechones a la altura de los hombros. Faolan enmudeció.
—Mete esto en tu fardo —dijo Deord—. Puede que no podamos dejar atrás a los perros, pero al menos podemos evitar que sigan nuestro rastro. No te quedes ahí parado, hazlo. Y ahora vamos. Aceleremos el paso.
Corrieron. Deord encontraba caminos que Faolan apenas podía ver, cauces enlodados cubiertos de follaje que se te pegaba al cuerpo, estrechas divisorias de aguas entre grandes rocas, senderos escarpados más apropiados para las cabras que para las personas. Se abrieron camino por las pasaderas y, allí donde no había, se hundían hasta las rodillas para vadear la borboteante corriente. Chapotearon por cenagosas hondonadas y mantuvieron el equilibrio por endebles puentes de troncos. Deord no bromeaba cuando había ordenado que fueran más deprisa: incluso con Ana a los hombros, su velocidad y resistencia eran formidables. Faolan cerró el paso a las distracciones y se concentró en mantener el ritmo.
Llegaron a orillas de un lago aislado tras el cual unas pendientes escarpadas se alzaban hacia una imponente hilera de picos. Sus cimas eran de piedra desnuda y pálida; parecían tan implacables como una hermandad de antiguos dioses. En el lado más próximo a ellos, el lago estaba bordeado de pinos. El agua destellaba bajo la luz del sol. A poca distancia del lugar por el que los dos hombres habían salido de entre los árboles había una gran cascada que caía formando una grácil cinta blanca que se derramaba por las piedras para caer al lago. El rugido del salto de agua no ahogó del todo las insistentes voces de los perros de Alpin; se estaban acercando con rapidez, sin duda seguidos por hombres a caballo.
Si se abrían camino por la pedregosa orilla irían muy despacio. Allí donde un hombre podía ir, un perro podía seguirlo; además, todos los caminos que rodearan aquella extensión de agua estaban destinados a terminar en una pendiente demasiado escarpada para poder trepar por ella. El lago ocupaba una profunda cavidad de roca y sólo había un modo de acceder a él: por el sendero por el que ellos habían llegado, el mismo camino por el que se acercaba Alpin.
—Bueno, ¿a qué lugar puede ir un hombre que un perro no pueda seguirlo? —dijo Deord entre dientes.
Hubo un momento de pausa, interrumpido por un quejido de Ana. Los dos hombres cruzaron una mirada y se volvieron hacia la cascada al mismo tiempo.
—A lo alto de un precipicio —dijo Faolan mientras el estruendo de un cuerno de caza sonaba en el bosque tras ellos—. O mejor aún, a un precipicio que se encuentre tras una cortina de agua. —Los dos echaron a correr—. Por lo más sagrado, si alguien cuenta esta historia alguna vez, habrá dos locos en ella, y ninguno de los dos será Drustan…
—No malgastes el aliento —gruñó Deord.
Ana estaba recuperando la conciencia; se resistía débilmente y gemía como si le ardiera la cabeza. Deord afirmó los brazos con fuerza en torno a las rodillas y la espalda de la muchacha, tumbada sobre su espalda. Faolan pensó que muy pronto ya no importaría el ruido que hiciera. A juzgar por los ladridos, los perros los tendrían a la vista antes de poder contar cinco veces cincuenta.
Se abrieron camino con dificultad por encima de las piedras y a través de la espesa vegetación. El ruido de la cascada era ensordecedor; su voz entonaba un poderoso desafío: «¡Atácame y atente a las consecuencias!». En la base había una charca y, a pesar de lo remoto del lugar, había ofrendas atadas en los arbustos: tiras de tela, cintas hechas jirones, trozos de lana deshilachados. ¿Quién no querría aplacar a la salvaje deidad, fuera cual fuera, que reclamaba como suya aquella violenta corriente de agua? Faolan se estremeció. El recuerdo del Vado del Rompiente se despertó en su interior. Por el bien de Ana, rezó para que permaneciera ajena a todo durante un poco más de tiempo.
—Subamos —dijo Deord—. Subamos y pongámonos a cubierto antes de que aparezcan. Toma, cógela.
Faolan miró hacia arriba. En lo alto del precipicio, parcialmente oscurecido por una arremolinada bruma de gotas de agua, vio que los pájaros entraban y salían. Quizá hubiera una cueva o concavidad detrás de aquel torrente que caía. El ascenso era muy escarpado, las rocas resbalaban y estaban cubiertas de musgo. No podía negarse a llevar a Ana cuando le tocaba, ni mucho menos, pero ¿subir ahí arriba? ¿Acaso Deord creía que era una ardilla?
—¡Rápido! ¡Vamos!
El corpulento guardián puso con cuidado el cuerpo de Ana sobre la espalda de su compañero. Faolan levantó los brazos para sujetarla firmemente. ¿Cómo iba a subir por ahí?
—Te ayudaré con el primer trecho —dijo Deord—. Sujétala con una mano y trepa con la otra. Puedes hacerlo.
Parecía imposible. Faolan apretó los dientes, acomodó la inerte forma de Ana para que quedara tumbada sobre un hombro con la cabeza colgando detrás, y empezó un lento ascenso. Era una locura. Todo aquel día estaba siendo de locos. Hubo un momento en que le resbaló un pie y su peso y el de la muchacha se desequilibraron, dejándolo al borde del precipicio, con el agua corriendo a borbotones y el corazón palpitante. La mano de Deord le llegó desde detrás, equilibró el peso de Ana y corrigió la posición de Faolan con un único y seguro empujón. Llegaron a un saliente y Faolan tomó aire.
—Sigamos —le gritó Deord por encima del rugido de la cascada—. Ahí arriba tendría que haber una cueva. Nos esconderemos y aguardaremos.
—¿Y que esperen a que el hambre nos obligue a salir? —bromeó Faolan en tono grave, al tiempo que echaba un vistazo hacia arriba e intentaba convencerse de que veía una cueva en alguna parte detrás de aquella masa de agua voladora.
—No será necesario. —Deord ya lo había soltado y empezó a bajar de nuevo—. Los llevaré por otro camino, haré que los perros sigan un rastro equivocado. Si no he regresado con la puesta de sol, sigue adelante sin mí. Te aconsejo que continúes subiendo y busques un camino que cruce esas montañas.
—¿Cómo…? —era un suicidio. Aquel hombre estaba completamente loco.
—Sigue adelante, Faolan. —Deord volvió la vista hacia él, con una mirada firme y una expresión serena—. Si no hago esto, nos quedaremos aquí atrapados como ratas mientras ellos esperan a que nos rindamos. Y ahora sube antes de que te vean. Puedes hacerlo. Cuídala bien, bardo. Saluda a Drustan de mi parte, si es que viene.
Faolan se quedó estupefacto. Antes de que pudiera responder, Deord ya había desaparecido precipicio abajo y ya era demasiado tarde para decir gracias o adiós.
Subió el trecho que le quedaba casi sin darse cuenta de lo que hacía. Se olvidó del miedo a caerse y se concentró en mantener el equilibrio, agarrarse bien a las rocas y continuar subiendo sin que Ana se cayera o él se resbalara. No miró hacia abajo. No miró para ver qué estaba haciendo Deord, ni escuchó a los perros, los caballos o los hombres que habían salido en su busca. Bastante más arriba había un punto en el que una cornisa más ancha describía una curva hacia un profundo hueco situado debajo de un agudo saliente. El agua caía sobre la roca prominente y la cueva de abajo se llenaba de su estruendoso rugido. El suelo de aquel espacio era de piedra y no estaba totalmente mojado. Una vez dentro, Faolan miró hacia la blanca sábana de agua que descendía y que el sol iluminaba desde el otro lado. La voz de las cascadas era ensordecedora. Dejó a Ana en el suelo, estremeciéndose a causa del dolor que sentía en la espalda, las rodillas, las manos escoriadas. En el interior de la cueva la luz era fantasmagórica, un brillo apagado que atravesaba la cortina de agua y que teñía el lánguido semblante de Ana de una palidez enfermiza. La muchacha se revolvía y temblaba. Tenía el vestido empapado, aunque la ropa de Faolan tampoco estaba mucho más seca. Decidió hacer algo práctico: deshizo el fardo, buscó algo seco y de abrigo. —«¿Qué habría puesto Deord dentro?, ¿una capa? Ah, una manta bien doblada»— y la tapó. Se aseguró de situarla en un lugar seguro, para que no cayera por el borde del precipicio si se despertaba confusa y temerosa. Durante todo aquel tiempo no se quitó de la cabeza a Deord. Lo imaginó descendiendo de nuevo, perseguido a través del bosque y entregándose finalmente para que ellos pudieran salvarse. ¿Por qué? Aquel hombre apenas los conocía. El vínculo de la Sima no exigía un sacrificio semejante. No tendría que haber dejado que se marchara; debería haber insistido… Pero, claro, entonces los habrían atrapado a todos, incluso a Ana. Quizá Deord supiera bien lo que estaba haciendo. Había dicho que esperara hasta la puesta de sol. Todavía faltaba bastante para que el sol se pusiera. No les habría ido nada mal un poco de ayuda. Por todos los dioses, ¿dónde estaría Drustan?
En respuesta a su pregunta no formulada, apareció una forma pequeña y pulcra que cruzó la cortina de agua volando y se posó en una piedra prominente mientras se sacudía las gotas de su rojo plumaje. No era la criatura falcónida que necesitaban; tan sólo era el piquituerto. Faolan lo miró con desagrado.
—¿Faolan? —la voz de Ana era débil, pero él la oyó a pesar de la poderosa música del agua—. ¿Dónde estamos?
En tanto que ella permanecía sentada con mala cara y ojerosa, arrebujada en la manta, él se lo explicó con toda la sencillez y claridad que pudo. No le dijo lo mucho que le había dolido que ella hubiese pensado que era capaz de traicionar a Bridei. No habló en absoluto de ello, sólo del tratado despreciado y de la necesidad de marcharse del Brezal antes de que ella se viera obligada a protagonizar esa farsa de matrimonio. Le pidió disculpas por dejarla inconsciente. Le explicó que Deord los había ayudado, y que se había ido.
—¿Por qué pones esa cara, Faolan?
—¿Qué cara? —él se hallaba acuclillado a su lado, vigilándola, pues la sombra del sueño pesado todavía rondaba sus ojos y temía que intentara escapar de repente. Allí no había ningún lugar seguro; el único refugio que tenían era esa cueva. Frente a ellos, allí donde el agua los ocultaba, había una caída hacia una muerte segura. Si salían de allí, los hombres de Alpin los verían en cuanto asomaran por entre los árboles y estarían al alcance de sus flechas.
—Como si notaras el frío aliento de la Diosa Madre —dijo ella.
—Yo… —vaciló, pues el hecho de que la muchacha pudiera interpretar sus pensamientos con tanta facilidad lo perturbaba—. Temo que Deord no haya sobrevivido —dijo, consciente de que ella querría que le dijera la verdad—. Alpin está ahí afuera con perros de caza. Un hombre, por muy capaz que sea, no puede dejar atrás a sus perros y a sus guerreros a caballo. Al final lo atraparán. Entonces lo matarán o intentarán sacarle información, lo cual, a la larga, es lo mismo. ¿Por qué lo haría?
No esperaba ninguna respuesta y Ana no se la dio. En aquellos momentos ella tenía la cabeza inclinada y los hombros hundidos con aire derrotado. El piquituerto alzó el vuelo, fue a posarse sobre su hombro y ella se sobresaltó.
—¡Oh! —recorrió la cueva con la mirada, como si hubiera fantasmas en los rincones. Soltó una mano de la manta y acarició al pájaro; aquello pareció calmarla. De todas formas, Faolan siguió pendiente de ella. Tenía la sensación de que, en aquel estado, podría hacer cualquier cosa.
—Lamento lo de tu pelo —le dijo—. Deord te lo cortó. No pude impedírselo.
Ana apartó los dedos del pájaro y los llevó a las puntas desiguales de su trasquilado cabello. Apenas pareció importarle.
—Faolan, tengo que volver —le dijo, mirando fijamente la cortina de agua que caía con fuerza como si, en efecto, estuviera dispuesta a saltar por allí si no le quedaba más remedio—. Tuve unos sueños… unos sueños muy crueles… Cuando me desperté y vi que estábamos aquí, pensé que tal vez…
—¿Qué? —le preguntó él en voz baja.
—Pensé… Creí que quizá todo había sido un sueño, que estábamos todavía en aquellos días tras la riada…, cuando nos refugiábamos donde podíamos y todo estaba mojado… ¡Vi tanta muerte! Muerte, sangre y crueldad… Por lo visto ya no sé distinguir entre sueño y realidad, Faolan. Estoy asustada.
—Es la pócima que te dio Deord. La confusión desaparecerá a medida que remitan los efectos.
—¿Por qué Deord…? ¡Ah, sí, ya recuerdo! Yo no quería… y tú mataste a un guardia… ¿Faolan?
—¿Qué? —Ahora se lo preguntaría y él tendría que tragarse el dolor y encontrar una respuesta.
—No puedo ir contigo —le dijo sin más rodeos.
—¿Por qué no? ¿Porque crees que apuñalaría por la espalda al rey de Fortriu?
—No, yo… Tal vez me lo creí por un momento. Dijiste que era cierto.
—Debes tener una opinión muy pobre de mí si estás tan dispuesta a considerarme un traidor —dijo consciente de la tensión que dominaba su voz.
Hubo un silencio.
—Rechacé la idea al momento —explicó Ana—. Estoy segura de que existe una buena razón para que dijeras lo que dijiste. —Tenía al piquituerto en las manos. Faolan se preguntó si Drustan podía sentir los dedos de la muchacha cuando acariciaba de aquel modo a sus criaturas. Ana no había preguntado nada sobre él.
—Bridei tiene toda la información sobre el trabajo que hago para Gabhran de Dalriada —dijo—. Este, en cambio, no sabe que trabajo para Bridei. Rechazar el pago de Gabhran levantaría sus sospechas. Ha supuesto una solución útil para Fortriu. Ahora que Alpin me ha descubierto, eso tendrá que acabar.
Ana lo contempló con seriedad. Su mirada lo tranquilizó.
—Lo comprendo —le dijo—. Es lamentable que haya necesidad de semejantes subterfugios y deshonestidad, pero mi propia posición me ha hecho muy consciente de los juegos que deben llevar a cabo los reyes y sus poderosos consejeros. No querría una ocupación como la tuya, Faolan. Bridei te exige mucho.
Lo había vuelto a sorprender.
—Y a ti también —repuso él—. ¿Qué quieres decir con eso de que tienes que regresar? ¿No me estarás diciendo que sigues pensando en casarte con Alpin?
—Podría volver sola… Puedo decirle que me secuestraste. Es la verdad. Tú puedes volver a la Colina Blanca. Necesito quedarme en el Brezal, Faolan. Ya te lo dije. Lo decía en serio. —Un estremecimiento recorrió su cuerpo. La falda del vestido que llevaba estaba oscurecida por el agua. Debía estar muerta de frío. La manta con la que se cubría era la única cosa seca que le había podido dar. Si no hacía algo, Ana iba a morirse de frío antes de que llegaran siquiera a los límites del territorio de Alpin. Malditos fueran los caitt. Maldito fuera ese lugar.
Se le ocurrió algo terrible. Si le mentía, podría convencerla para que abandonara la descabellada idea de volver al Brezal. Tan sólo tenía que decirle que Drustan había decidido no unirse a ellos, que le había pedido que llevara a Ana a casa y que había optado por marcharse volando a sus tierras del oeste donde se le ofrecía la libertad. No, volando no, no podía decir eso. Drustan le había hecho prometer que no le contaría a Ana su secreto y él iba a cumplir su promesa. Pero si podía convencerla de que el hombre pájaro prefería disfrutar de su nueva libertad solo, ella no tendría ningún motivo para salir corriendo en una misión de rescate mal concebida. Puede que incluso fuera cierto. Si Drustan tenía intención de seguirlos, ¿por qué no estaba allí? Sí que parecía que le hubiera dado la espalda a la muchacha. Si se hubiera tratado de otra mujer, Faolan le hubiera dicho eso mismo.
—¿Faolan? —Ana lo estaba observando con detenimiento—. Lo comprendes, ¿verdad? No puedo dejar a Drustan. Deord lo ha abandonado, y ahora está solo. Drustan no se marchará del Brezal. Está convencido de que hará daño a alguien si lo dejan en libertad. No tiene a nadie. ¿Puedes imaginarte lo que es eso?
Él percibió el cambio en la voz de Ana cuando pronunció el nombre de Drustan; vio cómo alzaba el pájaro para rozar con la mejilla su brillante plumaje. En aquel momento sintió un odio asesino hacia el joven pelirrojo. Pero no podía odiarla a ella.
—Deord se marchó porque Drustan le dijo que debía hacerlo —le explicó—. Tanto Deord como yo intentamos que viniera con nosotros. Parecía que le costaba mucho decidirse. Dijo que vendría más tarde. No es tan tonto como para quedarse y enfrentarse solo a la ira de su hermano, sin duda. Si regresaras, caerías en los brazos de Alpin. En la cama de Alpin. Si eso es lo que quieres, creo entonces que te he juzgado muy mal —quizá fuera una grosería, pero tenía que decirle algo que la hiciera cambiar de opinión—. Y si Drustan ya se ha ido, no tiene sentido que vuelvas. —No hacía falta enumerar los otros motivos por los que su plan era estúpido y ridículo: que llevaba la ropa mojada, que no conocía el camino, que se estaba haciendo tarde, que el terreno suponía un desafío incluso para un hombre como Deord. Sabía que ella haría caso omiso de semejantes argumentos.
—Aun así puede que no se vaya del Brezal —dijo Ana lentamente—. Él cree en su culpabilidad. Le da miedo hacer daño de nuevo. Carece de confianza en sí mismo.
—Pero tú no.
—No te entiendo.
—Tu confianza en él es asombrosa. Es evidente que has decidido que es inocente a pesar de sus propias dudas sobre la cuestión.
Silencio.
—Ahora ya tendría que estar aquí, ¿no es cierto? —dijo Ana en un hilo de voz—. Si hubiera decidido escapar, ya estaría aquí.
—¿Quién sabe? La decisión no es nuestra, sino suya. Nosotros dejamos la puerta abierta.
—Y si no está aquí, es porque no quiso venir con nosotros.
Faolan no dijo nada. Observó cómo sus lágrimas empezaban a caer y se deslizaban por sus pálidas mejillas mojando la manta. Recordó la boca de Drustan besando su cabello y se hizo fuerte.
—No lo sé. Apenas lo conozco. Sé que, si yo hubiera estado en su situación, me habría escapado, me habría marchado en cuanto hubiese tenido oportunidad. No tengo ni idea de cómo funciona la mente de Drustan. Dicen que está loco. Quizá sea cierto. Quizá prefiera estar encerrado.
—No —replicó Ana, sollozando—. Ama el sol. Ama el bosque y los espacios abiertos. Nadie podría preferir un lugar oscuro y húmedo como ese. ¿Por qué no ha venido?
—Quizá pensó que bastaba con mandar a su criatura.
Ella no respondió. Su mirada era de desolación.
—¿Ana?
Ella lo miró.
—¿Cómo ocurrió? ¿Cómo tú y él…? Deord me dijo que te encontraste con ellos dos. Pero eso sólo fue una vez. No entiendo…
—Hay un lugar donde puedes susurrar y oír al otro. Solía hablar con él allí. Ludha y yo lo encontramos por casualidad. Ludha… ¡Tenemos que regresar, Faolan! Alpin la castigó. ¡Está en peligro y es por mi culpa!
Él pensó en Dovard, inconsciente en la perrera, otra víctima inocente que probablemente recibiría una paliza o algo peor por haber dejado escapar a un prisionero.
—Nosotros no podemos hacer nada —le dijo—. Están bajo el dominio de Alpin. Si intentas intervenir ahora, sólo conseguirás que te añada a la lista de bellacos de los que tiene que ocuparse. Lo siento.
—Pero…
—Utiliza la cabeza, Ana. No puedes volver. Lo que ahora tenemos que hacer es esperar a Deord y después intentar ir a casa, a Fortriu. Deord puede ayudarnos; es fuerte y capaz. En cuanto estemos fuera del alcance de Alpin, será más fácil obtener provisiones. Es hora de irse a casa —pensó en Bridei, que para entonces debía estar de camino a Dalriada. El rey de Fortriu no sabía que Alpin ya se había aliado con los escotos.
—¿A pie? —preguntó Ana. Tomó al piquituerto en una mano y con la otra se limpió las lágrimas de las mejillas como haría una niña.
—Ahora ya sabes por qué insistí en lo de las botas —dijo Faolan—. Será más lento, pero en cierto modo más seguro. Podemos utilizar caminos en los que Alpin no cree posible que nos adentremos.
Ella no respondió. Tal vez advirtiera la verdad que se escondía tras sus resolutivas palabras: que era un largo camino por un terreno difícil y que el único camino que él conocía era el que no podían tomar, que el hombre que podía serles de más ayuda era el que él esperaba que nunca regresara.
—¿Ana? —no podía contener su estúpida lengua, tenía que preguntárselo.
—¿Qué?
—Drustan y tú… ¿Qué hizo…? ¿Cómo es que…?
¡Dioses! Tartamudeaba como un quinceañero que ha perdido el juicio por una novia de la aldea. Deseó no haberla visto nunca. Le había hecho sentir afecto por ella, había hecho que volviera a sentir. Lo había dejado vulnerable y desdichado, había abierto una grieta en su corazón que lo había debilitado. Había despertado sus recuerdos más aciagos y lo había hecho llorar, y odiar, y amar. Él quería volver a ser el Faolan de antes, aquel hombre al que describían como duro y cruel, un hombre incapaz de tener sentimientos.
—Olvídalo —dijo—. Será mejor que eche un vistazo afuera. Si alguien decidiera subir no lo oiríamos con el ruido del agua. Lo más probable es que Deord no haya engañado a todo el grupo de Faolan. Si se han separado, no les resultará difícil seguirnos el rastro. Supongo que ya no tienes el cuchillo que te di, ¿verdad? Ana hizo una mueca.
—No tenía previsto utilizarlo el día de mi boda. Él se encontró sonriendo a pesar de todo.
—Se me ocurren unas cuantas cosas para las que podrías haberlo utilizado. Aquí hay otro más pequeño. Cógelo. Con suerte no habrá nadie ahí afuera. Pero tienes que estar preparada.
Ana miró el pequeño cuchillo en su funda de cuero, que retiró para dejar al descubierto una hoja inmaculada cuyo filo parecía mortal.
—Es de Deord —le explicó él—. Y ahora no hagas ninguna estupidez, necesito que me ayudes.
—¿Estupidez? —repitió ella—. ¿Cómo cortarme las venas, quieres decir? —Se hizo el silencio, sólo se oía el agua. Entonces añadió—: No me conoces muy bien, ¿verdad, Faolan? Yo honro la vida, incluso cuando esta acarrea crueldad y tristeza. Vamos, adelante. Si tienes que mirar fuera, mira. E intenta que no te maten. Por lo visto eres el único amigo que me queda.
Broichan tenía la sensación de que un veneno estaba abriéndose paso a través de su cuerpo, devorándolo como el cancro hace con una rosa o el gusano con una manzana, de dentro a fuera. Había pasado mucho tiempo desde que un enemigo lo había atacado con una ingeniosa dosis de ingredientes tóxicos, un brebaje que ni siquiera el druida real había detectado hasta que empezaron los síntomas: jaquecas espantosas, acuosas evacuaciones de los intestinos y un dolor atroz en las articulaciones. Había soportado aquellas molestias sin quejarse, pues poseía una fuerte autodisciplina. Lo que le resultaba más duro era que se le nublaba la razón. Durante los primeros días después de aquel atentado contra su vida de hacía mucho tiempo, su mente había sido incapaz de concentrarse más que unos momentos. En cuanto captaba un pensamiento, una idea, esta desaparecía. Se había esforzado por recordar incluso los conocimientos que tenía más interiorizados y que había adquirido con esfuerzo a lo largo de los diecinueve años de noviciado: las enseñanzas druídicas, las historias, las plegarias y los rituales. Hasta la ciencia arbórea lo había abandonado durante aquella aciaga estación en la que había combatido las sustancias extrañas de su cuerpo y había rogado a la Diosa Madre que no se lo llevara todavía, no cuando la educación de Bridei apenas había empezado y cuando el mismísimo futuro de Fortriu dependía de ella. La diosa lo había escuchado, lo había salvado para que regresara a Pitnochie con su pequeño hijo adoptivo. Ahora Bridei ya era un hombre que tenía su propio hijo. Era el rey de Fortriu, y Broichan sabía que la Diosa Madre no había revocado su sentencia de muerte todos esos años atrás, simplemente la había retrasado.
No había que temer a la muerte, por supuesto, sino esperarla un tanto maravillados. Morir era cruzar un umbral hacia un nuevo mundo, desconocido, inimaginable. La experiencia podía proporcionar todo un reino de sabiduría. Había que emprender aquel viaje con esperanza y expectación, sobre todo un druida. Broichan recordó al anciano Erip, que había sido profesor de Bridei en asuntos más mundanos que los tratados en las sesiones druídicas. Había estado preparado para morir, había dado la impresión de que cruzaba la puerta incluso antes de que su cuerpo exhalara el último aliento. Y Erip, aunque era un estudioso de cierta erudición, no era un druida. Él había afrontado a la Diosa Madre sin miedo; ella se lo había llevado con amabilidad. Su tránsito había sido delicado.
Broichan no veía el mismo final para él. Los dolores atroces que sufría tal vez pudieran aliviarse con pociones soporíferas. Pero temía la niebla que se alzaba para envolver su mente, para negarle al intelecto su verdadero ejercicio y para inutilizar su control del arte de la magia. Aquellos síntomas le resultaban familiares. Al parecer, el veneno que le habían administrado hacía tiempo no había abandonado su cuerpo, sino que había permanecido latente durante todos aquellos años, aguardando el momento oportuno para atacar de nuevo. Así lo creía Broichan; no se le ocurría ninguna otra causa posible para su mal, y él era versado en el arte de la curación. No iba a tomar ninguna pócima. Le había ordenado bruscamente a Fola que dejara de intentar ayudarle. Debía mantener viva la última chispa. Tenía que enseñar a un niño. Y también estaba Bridei, que en aquellos momentos se hallaba lejos, Cañada abajo, sin ningún vidente a su lado que le aconsejara.
Aquello había sido lo más duro de todo: ver cómo su hijo adoptivo, el joven rey que él había creado, cabalgaba hacia la guerra y él no estaba a su lado, dispuesto a protegerlo de una manera en que no podría hacerlo ni el más capaz de los guardaespaldas. ¿Quién sino el druida del rey podía consultar los augurios la víspera de la batalla para determinar si debían avanzar o contenerse? ¿Quién sino él podía emplear las herramientas de la adivinación mientras viajaban y transmitir la sabiduría de los dioses? Sin esa orientación, la gran victoria sobre las fuerzas de Dalriada dependía enteramente del criterio de los hombres, que era poco fiable incluso cuando los hombres eran buenos, inteligentes y valientes y estaban empapados de las enseñanzas, como sin duda era el caso de Bridei.
Fue por orgullo que Broichan se abstuvo de llamar a algún otro druida del bosque para que ocupara su lugar al lado de Bridei, orgullo y una patética esperanza, pues hasta el mismo día de la partida del rey había rogado para volver a encontrarse bien y recuperar las fuerzas suficientes para ir con ellos. Fue por ese motivo por lo que Broichan había mandado al hombre al que quería como a un hijo a enfrentarse a los escotos sin las salvaguardas necesarias. Se había comprometido a observar desde lejos, utilizando las herramientas de la adivinación. No le había dicho a Bridei, ni a Fola, ni a nadie que, en aquellos momentos, hasta eso parecía estar fuera de su alcance.
Cerró por dentro la puerta de su aposento, encendió una lámpara con la vela que llevaba y fue a buscar su espejo de catoptromancia que estaba en el arcón de roble. Era una pieza magnífica, un regalo de su antiguo profesor: un disco de obsidiana pulida, con una orla de criaturas labradas en plata: búho, marta, rana, nutria, libélula. Era un objeto precioso. Tenía planeado mostrárselo a Derelei pronto y ver lo que el niño hacía con él. Si el pequeño poseía el mismo talento adivinatorio en bruto que Tuala, había que orientarlo enseguida en los rudimentos de este arte para que su desarrollo fuera gradual y controlado. Era tan pequeño… «¿Cuánto tiempo? —pensó el druida—. Dime tan sólo de cuánto tiempo dispongo, para que así pueda hacer planes para él. ¿Un año? ¿Dos? ¿Solamente una estación?». Era inconcebible. No ver cómo Bridei lograba su gran victoria, no ver restablecida la verdadera fe en todos los territorios de los priteni, no ver cómo el pequeño que tenía a su cargo crecía sano y saludable y aprendía… ¿Cómo iba a soportarlo? Pero debía hacerlo, si esa era la voluntad de los dioses. Broichan había sido educado en la obediencia. Por ello había visto llevar a cabo el sacrificio del Umbral año tras año, dolorosamente, hasta que Bridei declaró el fin de esa práctica. La obediencia lo postraba de rodillas, noche tras noche, escuchando las voces de los dioses mientras el frío y el dolor convertían su cuerpo en un infierno. Era la obediencia lo que le impedía buscar ayuda… o tal vez no. Oyó la voz seca de Fola diciendo algo sobre el orgullo, sobre la arrogancia, sobre pensar que lo sabía todo. Pedir ayuda era descubrir, quizá, que ya nadie podía ayudarle. Aquello era lo que más temía.
Broichan retiró la suave tela de lana que cubría el espejo y lo sostuvo en sus manos, sin tocar la superficie pulida. Respiró más lentamente, esperando no atragantarse. Sus pulmones ardían como el fuego de un herrero con las respiraciones más profundas. Trató que su cuerpo se relajara a pesar del dolor, dejó que el tormento fluyera a través de él sin hacerle caso. Miró la oscura obsidiana con ojos desenfocados —aquel día, al menos, no le costó— y dejó vagar su mente. Uno a uno, desterró los pensamientos e imágenes que se enredaban y retorcían en su cabeza: Bridei; la inminente batalla; Derelei creciendo en la corte sin él, tan vulnerable, tan fácilmente explotable. Todas las cosas que no había hecho y que ahora no tendría tiempo de hacer… Las relegó al olvido ayudándose de su respiración, las echó fuera de aquella cámara sombría en la que la luz de la lámpara apenas proyectaba un débil brillo sobre los instrumentos de su oficio, colocados cuidadosamente en los estantes de piedra: sus hierbas y remedios, sus tintas y pergaminos, su báculo de roble de pie en un rincón. Y los objetos más secretos, aquellos, recordó, que Bridei, siendo niño, se quedó mirando maravillado la primera vez que su padre adoptivo lo dejó entrar en su aposento privado en Pitnochie. Parte de Broichan quería recogerlo todo y regresar allí enseguida. En Pitnochie podría dejar de fingir y permitir que ocurriera. Mara cuidaría de él; su cocinero, Ferat, intentaría tentar su menguante apetito; Fidich y los demás aceptarían su presencia con calma y seguirían encargándose del buen funcionamiento de la casa y la granja. En Pitnochie podría morir en su casa, rodeado de los suyos.
La lámpara titiló e hizo parpadear a Broichan. Era un recordatorio. Tenía que dejar de pensar en Pitnochie. No pensar en nada… Flotar… Abandonar el pensamiento consciente… Dejar que la visión se emborronara… Olvidar el eterno miedo de que aquel día, una vez más, sus poderes le fallaran…
Permaneció mucho rato allí sentado. En los rincones más altos de la estancia las arañas tejían sus telas, y en los más bajos los escarabajos minaban el suelo. Los ratones correteaban por el interior de las paredes, atareados en sus cosas. Al final le llegó una visión, no la vio en la oscura superficie del espejo, sino en su mente, la visión más clara de todas las que se le habían concedido en muchas lunas. Había esperado ver a Bridei o a los demás jefes de los priteni, o a los escotos, o bien observar sucesos u objetos que pudiera interpretar de un modo que resultara útil. Lo que le sobrevino fue inesperado.
Un hombre corría a través de un espeso bosque. Iba muy deprisa, a una velocidad extraordinaria para una persona de complexión tan robusta como la suya. El corredor tenía un pecho y unos hombros anchos y era calvo como un huevo. Una jauría de perros de caza le seguía el rastro y, tras ellos, un grupo de jinetes armados con arcos, lanzas y cuchillos. Todos ellos eran fornidos, con cabezas y barbas greñudas, llevaban capas de piel y sus rostros amplios tenían unos intrincados tatuajes. Guerreros de los caitt. El fugitivo tenía marcas de recuento de batallas en una mejilla que eran del mismo estilo que las de los demás. Era uno de los suyos. El hombre llevaba unos cuchillos en el cinturón, pero ninguna otra arma. Sus rasgos no mostraban el terror del perseguido: tenía un aspecto calmado y contenido. Broichan se dio cuenta de que el hombre estaba regulando su respiración, dosificando sus fuerzas para la inminente confrontación. Alguien lo había entrenado de un modo extraordinario.
La visión cambió y volvió a cambiar. Siempre el corredor: cruzando un profundo desfiladero en equilibrio sobre un tronco, precipitándose por una pendiente escarpada y rocosa a un ritmo tal que corría peligro de romperse algún miembro y que provocaba una lluvia de piedras a su paso. No parecía demasiado cauteloso con el ruido; casi daba la impresión de que quería atraer a los que lo perseguían.
Los perros y los jinetes se fueron acercando a él. El jefe del grupo encontró otro camino rodeando el desfiladero y un sendero que circunvalaba la empinada pendiente. Los perros divisaron al corredor y lo manifestaron. El jefe se llevó un cuerno a los labios. En la mirada de aquel hombre Broichan vio sed de venganza, y aunque no podía oír nada, la mente del druida adivinaba lo que aquel jefe de clan gritaba; sus hombres: «¡Contened a los perros! ¡Es mío!».
Acorralaron contra una pared de roca al hombre calvo, que había agarrado una rama caída y la agitaba frente a él a la altura de la cintura, de un lado a otro, describiendo un arco salvaje. Los perros no podían acercársele y, a una orden del jefe de clan, sus cuidadores intervinieron, sujetaron unas cuerdas a los collares de los animales, que aullaban babeando y tiraron de ellos para desasirse. Los guerreros formaron un amplio semicírculo en torno al hombre atrapado, manteniéndose a distancia de la rama que agitaba. Los brazos de ese individuo eran puro músculo. Broichan pensó que se necesitaba una fuerza increíble para sostener y mover de ese modo una rama tan gruesa y mojada a esa altura. Vio que el jefe daba otra orden y cuatro de sus hombres colocaron las flechas en sus arcos.
El druida se abrió a las voces de aquella visión. En la tranquila estancia en la que estaba sentado con su espejo no se oyó nada, puesto que se trataba de una imagen que sólo estaba en su mente y que podía contemplar gracias a su gran disposición a aceptar lo que los dioses le ofrecían en aquel preciso momento. El espejo lo utilizaba como instrumento para distanciarse de la miríada de pensamientos que poblaban su cabeza, para despejarla de distracciones, la mejor manera de dejar espacio para las visiones que se le pudieran conceder. Para oír además de ver se requería un nivel más profundo de concentración. Broichan respiró aún más lentamente y se dispuso a escuchar.
—¿Dónde está? —quiso saber el jefe de la partida de caza con voz áspera—. ¿Adónde la has llevado?
Estaba claro que el hombre acorralado no tenía intención de responder. Se limitó a seguir rechazando a los atacantes con la rama sin perder de vista a los arqueros.
—¡Esperad! —les espetó el jefe a sus hombres, y los arcos descendieron ligeramente—. Primero necesito que me conteste, luego podréis divertiros. ¡Baja esa rama, escoria, y habla conmigo! ¿Dónde está Ana? ¿Dónde está ese maldito escoto y dónde está mi hermano? ¡Por todos los dioses! ¿Cómo pudiste dejar libre a Drustan? ¿Acaso no te he proporcionado comida, refugio y un constante estipendio de monedas de plata durante estos últimos años? ¡Yo confié en ti y tú has dejado escapar a ese asesino!
La rama continuó su rápido movimiento; era lo único que separaba al fugitivo de sus atacantes. Entonces el hombre habló, desapasionadamente, como si no hubiera acabado de hacer la carrera de su vida:
—Estoy dispuesto a luchar. Manda a tus hombres contra mí de uno en uno, o de dos en dos. Si quieres terminar conmigo, deja que sea en justa lid. ¿Serías capaz de dar caza a un hombre como si fuera una alimaña?
—Una alimaña es lo que eres, y seré yo quien elija cómo morirás. Responde a mis preguntas y luego podrás luchar. Me temo que tendrán que ser tres a la vez; los hombres ya conocen tu reputación. Si no me respondes, tu final será más lento. Y más doloroso. ¡Y ahora habla! ¿Dónde está Ana? ¿Dónde está ese condenado escoto renegado? ¿Y dónde está mi hermano? ¡Contesta, traidora farsa de sirviente! ¿Adónde ha volado?
Como no hubo respuesta, el jefe hizo un gesto con la cabeza a sus arqueros. Una flecha con pluma roja dejó el arco, salió zumbando y casi le rozó el hombro al hombre atrapado, que se había agachado justo a tiempo. Otro gesto. Una segunda flecha, esta apuntada con más certeza en previsión de un movimiento, alcanzó al sujeto en el brazo izquierdo y quedó alojada profundamente en el desarrollado músculo. El fugitivo lanzó un gruñido; no podía sacarse la saeta sin soltar su improvisada arma.
—¿Dónde están? ¿Dónde los has escondido? Habla, se me agota la paciencia.
—En un lugar del bosque —respondió el fugitivo con calma—. Si los buscas lo suficiente puede que los encuentres. Aunque también es posible que logren zafarse de ti, Alpin. Ninguno de ellos me preocupa lo más mínimo. Bardos alfeñiques, mujeres de cabellos dorados, ¿qué tienen que ver ellos con la gente como yo? En cuanto a tu hermano, ese pobre desgraciado ya ha recibido su castigo. Dudo que vuelvas a verlo.
—Mientes. Tú los ayudaste a escapar. Encontramos tu astuto túnel y tu ingenioso escondite. Ayudaste al escoto a escapar y a robarme a mi esposa. La quiere para él, lo vi en sus ojos desde el principio. Probablemente ahora mismo esté poseyéndola en algún lugar de este bosque con Drustan mirando a la espera de las sobras. Cuando encuentre al bardo, tengo intención de hacerlo pedazos. Miembro a miembro. ¡Desembucha, Deord! Dime dónde están y te dejaré morir como un luchador y no como una rata en un agujero.
El hombre llamado Deord miró al jefe de partida con expresión tranquila. Dejó de mover la rama que sostenía y poco a poco hizo descender el extremo libre hacia el suelo.
—Haga lo que haga desde ahora hasta el momento de mi muerte —dijo mientras la sangre que manaba de su herida se extendía por la manga de la camisa—, no voy a traicionar la confianza de nadie. No creo que puedas convencerme con amenazas, Alpin. Ya he visto muchas veces tu táctica. Tu hermano se ha ido. Es libre. En cuanto a los otros dos, no son de mi incumbencia. —Cuando el jefe desenvainó un largo cuchillo que llevaba en el cinturón y dio un paso adelante, Deord añadió—: Muchas veces he pensado que el carácter de un hombre puede juzgarse por su manera de morir. Tengo intención de hacer que mi final sea un indicador de qué clase de hombre soy.
—Un hombre no grita, no gimotea ni suplica que lo suelten —repuso Alpin— y cuando haya terminado contigo, tú estarás haciendo esas tres cosas, créeme, aparte de ensuciarte los pantalones.
Deord no respondió, pero, cuando Alpin se acercó a él, se dio la vuelta rápida y repentinamente levantando la pierna izquierda y propinó una fuerte patada a uno de los hombres, que cayó al suelo cuan largo era, al tiempo que descargaba un duro golpe con el brazo derecho ileso en el pecho de otro sujeto, al que dejó sin respiración. Alpin, que había retrocedido para ponerse fuera de su alcance, chasqueó los dedos. Las flechas zumbaron en el aire, se clavaron con un sonido sordo y Deord, que se estaba levantando tras su giro, las recibió en el hombro y el muslo, donde las astas se hundieron profundamente. Se tambaleó antes de volver a recuperar el equilibrio. Apareció un cuchillo en cada una de sus manos.
—¡Dime la verdad! —gruñó Alpin—. ¡Dímelo ahora o lo pagarás caro! ¿Adónde has llevado a mi esposa?
Deord no dio muestras de haberlo oído. Su postura, con las piernas separadas y las rodillas ligeramente dobladas, preparado para cualquier movimiento necesario, era la de un avezado luchador. Las puntas de flecha clavadas en su cuerpo no parecían preocuparle en absoluto. Su mirada seguía siendo serena. El semicírculo de guerreros se estrechó en torno a él, pero había cierto límite que ninguno de ellos traspasaría, ni siquiera su jefe. A Broichan, que miraba con los ojos de un experto vidente, le parecía que la mano del mismísimo Guardián de las Llamas se extendía sobre aquel luchador solitario, imbuyéndolo de una especie de pureza que lo despojaba de cualquier asomo de miedo y lo convertía en un instrumento de una fuerza mortífera. ¿Qué hombre que se viera tan superado en número como él lo estaba podría enfrentarse a su enemigo con una serenidad tan admirable como la suya si no estaba favorecido por el propio dios? El Guardián de las Llamas honraba los actos de valor, amaba el fuego que ardía en los corazones de sus hijos intrépidos. Quizá hubiese elegido a aquel para que ocupara un lugar a su derecha. La escena que se desarrollaba en la mente de Broichan no podía estar destinada a terminar en triunfo para aquel luchador, no con las probabilidades que contaba. El druida se encontró conteniendo el aliento, deseando con todas sus fuerzas que ocurriera lo que no podía suceder. Se obligó a relajarse y a recuperar el ritmo de la respiración, pues si perdía el control de esa forma se arriesgaba a perder del todo la visión. Le había sido enviada con algún propósito. Debía ver el final, el inevitable y sangriento final, y luego esperar poder interpretarla.
Alpin llamó a los que sostenían a los perros, que tiraban de las sogas, y ordenó a los que iban armados con lanzas que se acercaran. Los arqueros colocaron nuevas flechas en las cuerdas de sus arcos: una, dos, tres y cuatro. Deord permaneció en posición mientras la sangre fresca le manchaba la ropa en el hombro, el brazo y el muslo.
—Última oportunidad —le gritó Alpin por encima de las voces de los perros que anticipaban lo que iba a ocurrir—. Dame lo que necesito y yo te daré el final que quiere un luchador. Dime sólo en qué dirección, qué camino tomaron. Han encontrado un refugio en alguna parte, sin duda. Ana no está en condiciones de recorrer mucho trecho por este terreno. Dímelo y no hará falta que tu muerte sea prolongada y dolorosa. No es necesario que sea vergonzosa. ¿Al norte? ¿Al sur? ¿En qué dirección se fueron?
—Lánzame a tus perros —dijo Deord—. Deja que me ataquen tus lanceros. Estoy listo.
Broichan se encontró rezando para que el final fuera rápido. Poco importaba que las visiones que precipitaba el espejo de catoptromancia pudieran mostrar asuntos del pasado, del presente o del futuro, o pudieran ser simplemente una representación simbólica de alguna verdad más íntima. La inmediatez de aquella imagen era absorbente. Permaneció sentado sin moverse, deseando que los dioses otorgaran un rápido y clemente final a aquel guerrero.
No iba a ser así. No tenía ninguna posibilidad; el hombre ya debía saberlo. Sin embargo, hizo de su última batalla algo bello, un poema de control y gracilidad. Su cuerpo se movía impecablemente en respuesta a sus órdenes de bloqueo, acometida y giro, utilizando tanto el miembro dañado como el ileso de la forma que calculaba más ventajosa para él. Era como un inmenso grito de valentía; una celebración de lo que era ser un hombre. Hizo que a Broichan se le detuviera el corazón.
Finalmente, por supuesto, Deord no pudo imponerse a tan numerosos contrincantes. Al no poder acabar con él con sus ataques con espada, lanza y cuchillo, y al ver que tanto perros como hombres caían desparramados en un sangriento y desgarrado círculo en torno a la figura furiosa y casi mágica del guerrero solitario, los hombres de Alpin volvieron a hacer uso de las flechas y tantas astas clavaron en él que al final empezó a moverse más lentamente, a tambalearse, debilitado por la pérdida de sangre. Ningún proyectil lo había alcanzado en el corazón o en un ojo; ninguno había infligido un golpe mortal. Deord vestía con cuero bajo su camisa y era un experto en esquivar y agacharse con rapidez, incluso atrapado como estaba.
Aquello duró mucho tiempo; demasiado. Broichan vio que el rostro del luchador palidecía. En aquellos momentos Deord tenía la tez de un blanco grisáceo, el sudor le caía por todo el cuerpo y sus manos apenas podían empuñar sus armas. El druida vio que las tres heridas se convertían en siete, diez, doce; vio correr la sangre hasta que toda la ropa de Deord se tiñó de escarlata. Deord, al fin, apoyó una rodilla en el suelo, sin aliento, pero su mirada era serena, inquietantemente serena, y en aquel control de sí mismo Broichan reconoció algo de la habilidad que él mismo se había esforzado por conseguir durante los primeros años de su adiestramiento druídico. ¡Qué disciplina! ¡Qué maravilla! El dios tenía que llamar pronto a aquel hijo favorito a su lado, debía recompensarle con los máximos honores más allá de la muerte. Era como si aquel hombre fuera a arder con la llama de su inaudito coraje.
Al final Broichan casi no podía soportar seguir mirando, pues la visión era a la vez hermosa e increíblemente desgarradora. Deord había caído. Estaba agotado, pero seguía con vida. La luz de una implacable fuerza de voluntad brillaba en sus tranquilos ojos. En aquel momento cualquiera de los hombres de Alpin hubiera podido acabar con él, pero, curiosamente, todos se quedaron inmóviles; era evidente que ninguno de ellos se decidía a ser el responsable del último golpe fatal. Fue su líder, el jefe de clan llamado Alpin, quien se acercó al hombre caído tras unos momentos en los que Broichan percibió un incómodo silencio que únicamente quedaba roto por el débil e irregular resuello de Deord. Entonces, en lo alto, los pájaros iniciaron una conversación, un intercambio de gorjeos y silbidos, y Alpin sacó un cuchillo pequeño de hoja estrecha.
—Te dije que antes de morir suplicarías —su tono era gélido—. El final no ha llegado todavía. ¿Qué parte de tu carne está todavía intacta? Me hace falta un recuerdo, una bagatela para llevarme conmigo, por si acaso algún otro miembro de mi casa decide que es indicado desobedecer. Goban, Mordec, levantadlo. Vamos, ahora ya no puede haceros daño, está acabado. Erdig, Lutrin, ocupaos de nuestros muertos. Ponedlos en los caballos y preparaos para partir.
Dos fornidos hombres de armas agarraron a Deord por los costados y tiraron de él para ponerlo en pie. Él realizó un valiente esfuerzo por zafarse, pero ellos lo sujetaron con firmeza y sus manos y brazos no tardaron en volverse oscuros y resbaladizos con la sangre del herido.
—Así pues, no hay respuestas —dijo Alpin en voz baja con la mirada clavada en Deord—. No tan sólo eres un traidor; también eres un idiota. Debe habérsete contagiado un poco el mal de mi hermano. Bueno, da igual. Se me han quitado las ganas de seguir con esto. Simplemente haré un cortecito aquí —sus manos estaban en la entrepierna de Deord, y Broichan hizo un gesto de dolor— y otro aquí. Me llevaré un pequeño trofeo y nos iremos. Gracias a ti, un loco peligroso anda suelto por estos bosques. Gracias a ti, un espía se me ha escurrido entre los dedos. Gracias a ti, pasaré mi noche de bodas solo. Pero mañana —alzó su truculento botín y lo sostuvo delante del pálido rostro de Deord—, mañana les daré caza. Mañana el escoto se balanceará colgado a las puertas de mi fortaleza. Mañana le haré un hijo a la mujer que me traicionó con mi propio hermano. Y mañana, cuando encuentre a ese asesino de Drustan, lo castigaré como debería haberlo hecho hace siete años: con la muerte.
Deord había soportado la mutilación sin proferir ni un solo sonido. Tenía un semblante cadavérico, todo sombra y hueso. Broichan oyó su áspero susurro:
—Nunca lo encontrarás. Te dejará atrás, volará más alto que tú, te burlará. Lo único que lamento es que no aprovechara antes la oportunidad.
—¡Eres un pobre diablo! —Alpin alzó el puño y le asestó un golpe en la mandíbula. A Deord se le fue la cabeza a un lado—. ¿Qué debo hacer antes de que tu lengua arrogante suplique un piadoso final? Dime —le propinó otro golpe en el otro lado. La sangre resbaló por su barbilla; rojo sobre blanco.
—¿Piadoso? —musitó Deord mirando fijamente a Alpin a los ojos—. Tú no sabes… lo que significa… la piedad. Te es tan ajena como… el amor… el deber… el coraje…
Alpin alzó la rodilla y golpeó al cautivo entre las piernas, donde la sangre ya manaba a borbotones tras la extirpación sufrida. Deord no pudo contener una súbita y angustiada exhalación.
—¡Suplica! —gritó Alpin—. ¡Humíllate, desgraciado! ¡Eres de carne y hueso como el resto de nosotros! —Otro golpe, en aquella ocasión con una bota. Deord contuvo un grito—. ¡Grita! ¡Vamos, suéltalo! ¿Te duele esto…? ¿Y esto…? ¿Y esto…?
Broichan deseó con toda la fuerza de su ser la intervención de le dioses. Con cada respiración instaba a la Diosa Madre a que envolviese al guerrero en su oscuro manto de dulce olvido y se llevara su espíritu. El druida rogó para que el Guardián de las Llamas anunciara: «Ya es la hora. Traed a mi hijo a casa conmigo».
Los golpes continuaron cayendo sobre Deord, pero él ya no profería ningún sonido y, al cabo de unos momentos, Alpin pareció cansarse de su pasatiempo y retrocedió con la ropa salpicada de sangre. Uno de los otros hombres habló, quizá para preguntar si debía administrar el golpe de gracia. Pero Alpin ya había montado en su caballo; en torno a él, los guerreros que habían sobrevivido a aquel combate desigual ya habían cargado los cuerpos de sus compañeros caídos en sus sillas y estaban listos para una triste partida.
Los dos hombres que sujetaban a Deord para que se mantuviera en pie lo soltaron. Él se desplomó en el suelo y se quedó hecho un ovillo tumbado de costado, como un inmóvil montón de harapos ensangrentados. Broichan soltó aire. Los dioses, al fin, habían creído apropiado apiadarse de él. A una palabra de su jefe, los jinetes picaron a sus monturas con los talones y desaparecieron entre la vegetación del bosque. El sol se hallaba bajo sobre las copas de los pinos oscuros y los abedules de corteza plateada. Los pájaros cantaban en lo alto unas ondulantes melodías mientras se posaban en las ramas para descansar.
Broichan sabía que la visión se acercaba a su fin natural. Lo notaba en los dedos de las manos y de los pies, en la espalda y en el cuello, en el gradual retorno de su cuerpo a la figura de arcilla de cada día. No podría mantenerla mucho más tiempo. Cuando las imágenes empezaron a emborronarse y oscurecerse en su mente, vio un movimiento allí donde pensaba que se había extinguido la vida. La mano del hombre caído se extendió y se clavó en el oscuro mantillo del suelo del bosque. Los ojos de Deord, medio cegados por el dolor, se alzaron para mirar más allá del verde dosel hacia el cielo abierto. Se dio la vuelta y avanzó como pudo por el suelo hasta que consiguió recostarse en un nudo de raíces que formaban un bajo arco. Permaneció allí tumbado como una muñeca abandonada. La sangre manaba y fluía de una miríada de heridas, empapándolo todo. La tierra la recibió en silencio. Los pájaros continuaron con su canto, un himno a la vida, a la belleza, a la libertad, y Deord, moribundo, escuchó con los ojos brillantes de dolor pero, aun así, con la mirada fija y serena. Cuando la visión se nubló y se desvaneció, a Broichan se le ocurrió que el guerrero estaba esperando, pero no sabía el qué. Puede que ni siquiera él, el más valiente, quisiera morir solo.