Capítulo 12

Ana pasó el resto de la tarde sola. Ludha no había acudido a su habitación y ella no estaba dispuesta a salir a buscar a la sirvienta, puesto que eso significaba que la vieran por la casa con la nariz goteándole y los ojos hinchados de tanto llorar. Había hecho lo correcto, se dijo a sí misma, de pie junto a la estrecha ventana mientras observaba a los grajos que andaban atareados en sus cosas en lo alto de los olmos del otro lado del muro. La lluvia seguía cayendo, suave y constante, y teñía el bosque de un gris neblinoso con matices plateados. No había tenido más remedio que acabar con sus reuniones secretas; decirle adiós. Su vestido de boda estaba dispuesto sobre la cama. Había un par de zapatillas de cabritilla muy bien colocadas junto al ribete bordado. Seguir hablando con Drustan, aferrarse a aquellos breves intercambios que suponían el centro de su existencia en aquel lugar, era poner en peligro al hombre que amaba. Eso no podía hacerlo.

Se estremeció, se acercó a la cama, se arrodilló y pasó la mano por el exquisito trabajo que había hecho su sirvienta en el vestido. Alrededor de la falda de cintura alta había una banda bordada, de estilo formal acorde con la ocasión, con unos dibujos regulares de frondas y hojas en tonos de verde y suave azul. De vez en cuando había una flor delicada, así como pequeñas criaturas de ojos redondos, pues, como les ocurre a todos los artistas, Ludha había sido incapaz de no transmitir su toque personal al trabajo: el ratón de campo, la marta y la salamandra, el lugano, la rana y la libélula, todos podían encontrarse medio ocultos entre los ordenados ramilletes de helechos y otras plantas. La tela era de una magnífica lana blanca hilada y tejida por Sorala, que era la más hábil de las mujeres del Brezal en esas artes. El vestido era de corte modesto —Ana había insistido en ello—, con mangas largas y estrechas y cuello redondo. La falda caía en delicados pliegues a partir de una banda de lana teñida de azul que tenía justo debajo del busto. Sabía que era precioso y que le quedaba muy bien. Aun así sintió un escalofrío de repugnancia cuando lo recogió, lo dobló cuidadosamente y lo metió en el arcón. El vestido representaba a Alpin. No podía mirarlo sin pensar en él desabrochándoselo, quitándoselo de los hombros y haciéndole lo que tenía que hacerle la noche del día siguiente. ¿Cómo podría soportarlo? ¿Cómo podría fingir? ¿Y cómo podía detener aquel mar de lágrimas que parecía estar a punto de ahogarla allí mismo?

Se tumbó un rato en la cama e intentó concentrarse en cosas agradables. Medio dormida, se dejó llevar hacia un reino que no era exactamente el hogar de su niñez ni tampoco el jardín de la Colina Blanca, sino una mezcla de los dos en el que ella caminaba, jugaba y reía con dos niñas pequeñas. Formaba parte de aquella escena y al mismo tiempo se hallaba alejada, como suele ocurrir con los ensueños: Ana era una de las niñas y, sin embargo, las estaba observando a cierta distancia al mismo tiempo. Su juego era elaborado y en él aparecían un par de muñecas de trapo muy queridas, sucias tras muchas aventuras, que tenían que escalar un muro de mampostería para emprender una osada incursión por un prado lleno de vacas. Las faldas de las niñas estaban más sucias de barro que las muñecas.

Me toca a mí, Ana.

No, me toca a mí.

Yo estaba primero.

Yo soy la mayor, tienes que hacer lo que yo diga.

¡No quiero!

Entonces la niña que era Ana le dio un empujón a su hermana y esta se cayó y la túnica y los brazos le quedaron cubiertos del oscuro y pesado barro del prado de vacas. Breda rompió a llorar. De vuelta a casa, su tía saca la vara de sauce y Ana está encogida contra una pared. «Extiende la mano». Siente la necesidad de decir «No fue culpa mía, ella me obligó», mientras oye a Breda sollozando y sorbiéndose la nariz en la cocina donde están intentando calmarla con pastelillos de miel. Decide no decir nada. Mantiene la espalda recta, la cabeza alta, la mano extendida con firmeza, sin temblar en absoluto. «Soy una princesa». Y luego el golpe…

Ana se incorporó sobresaltada, parpadeando. Fuera empezaba a oscurecer. Se había quedado dormida. Casi era la hora de la cena y Ludha seguía sin dar señales de vida. Tendría que lavarse y vestirse ella sola, arreglarse para la cena a solas con Alpin. Con los dientes apretados, se dirigió al excusado que daba servicio a las dependencias familiares y se fijó en que había un guardia en la puerta de Alpin y otro en lo alto de las escaleras. Aquello no la inquietó. Ya se había acostumbrado a la presencia cercana de guardaespaldas armados durante los primeros años que pasó siendo una rehén real. Normalmente, en sus excursiones a Banmerren siempre había ido acompañada de cuatro hombres robustos, lo cual había resultado ser una pérdida de tiempo puesto que su primo, el rey de las Islas Luminosas, no había hecho ni un solo esfuerzo para obtener su libertad, ni mediante la fuerza de las armas ni con la diplomacia. Y ahora se veía reducida a aquello: a atarse a un esposo al que despreciaba y a vivir a un paso del hombre que amaba y que nunca podría tener.

Cuando regresó a su habitación, la alta figura de Orna se hallaba esperando en la puerta.

—Necesitarás ayuda para vestirte para la cena.

—¿Dónde está Ludha?

—No se encuentra muy bien. Esta noche no vendrá —el ama de llaves había entrado en los aposentos de Ana y, como si estuviera en su casa, abrió el arcón en busca de la ropa adecuada. Sacó el vestido de novia con cuidado y lo dejó a un lado—. ¿Cuál prefieres, mi señora? ¿El azul?

A Ana le entraron ganas de dar una patada en el suelo, como si fuera una niña, y decir que no quería ninguno.

—El gris, por favor —dijo con educación—. ¿Qué le pasa a Ludha? Esta mañana parecía estar perfectamente.

—Poca cosa. Achaques, nada más. ¿Seguro que quieres el gris? —Orna alzó la túnica con el ceño fruncido. Miró la falda a juego. De todos los conjuntos que le habían procurado a Ana, aquel era el más sencillo.

—Sí.

Una chica había traído agua caliente. Ana se lavó la cara y las manos en la jofaina, se secó, se volvió de espaldas al ama de llaves y se quitó la ropa. Se quedó quieta mientras Orna le pasaba la túnica gris por la cabeza, se metió en la falda y dejó que la otra mujer le sujetara el cinturón. Al terminar, Ana miró en el espejo de bronce que había en su estante y en su superficie llena de imperfecciones se vio débilmente reflejada. La inestable luz de las velas hacía aún más vaga y fantasmal su imagen.

—Ya te peino yo, mi señora.

—No, ya lo haré yo, Orna.

No sabía por qué, pero no le parecía bien que aquella adusta sirviente, poco más que una portavoz de Alpin, realizara una tarea tan íntima. La mujer no dijo nada, pero empezó a resoplar y a doblar las prendas descartadas. Ana peinó su abundante cabello blondo, lo trenzó y lo introdujo con cruel disciplina en una redecilla galoneada sin que se escapara de ella ni un solo mechón. Los rasgos manchados y enrojecidos que le devolvían la mirada desde el bronce no eran los de una novia feliz ante la expectativa de pasar dulces momentos a solas en compañía de su amado. Ella parecía desgraciada.

—No puedes presentarte ante él de esta manera —le dijo Orna sin rodeos—. La ropa ya es bastante poco apropiada; vas más tapada con esa túnica que una mujer sabia con sus ropajes… Bueno, es cosa tuya. Pero sería mejor que al menos te dejaras el pelo suelto o se dará cuenta de que te has pasado la tarde llorando.

Tenía razón. Ana sacó las horquillas que había clavado en el apretado entramado de trenzas, se quitó la redecilla y dejó que su larga melena dorada le cayera por la espalda con un único mechón trenzado alrededor de la frente. Seguía teniendo los ojos enrojecidos, pero ya no serían lo primero que miraría Alpin.

—Sí, así está mejor —el tono de voz de la mujer no era desagradable—. Y un consejo, mi señora; espero que no te lo tomes a mal.

—Si tienes algo que decir, Orna, será mejor que lo digas. Ana no le preocupaba que la intimidaran, que era lo que parecía aquello. Además, estaba preocupada por Ludha, que antes nunca había mostrado signos de enfermedad.

—Todos nos damos cuenta de que no eres feliz —dijo la sirvienta— y de que todavía no te has adaptado. Hay una lección que todos aprendemos en el Brezal, mi señora, si queremos permanecer tranquilos y a salvo. Consiste en mantener la boca cerrada con respecto a ciertos temas. De ese modo podemos seguir adelante con nuestras vidas sin que pase nada.

—¿Qué me estás diciendo, Orna?

—Sólo eso. Dale las respuestas que quiere oír y lo harás feliz. Y si él es feliz, lo seremos todos. —La adusta expresión del ama de llaves no contribuyó a convencer a Ana de que aquel fuera un consejo sensato. En realidad, lo que hizo fue inquietarla profundamente.

—Orna —le dijo—, tú estabas aquí cuando la primera esposa de lord Alpin vivía todavía, ¿verdad?

—Sí. —La mujer se dirigió a la puerta y se dispuso a silbar para que viniera algún muchacho y se llevara la jofaina y la jarra.

—¿Qué crees que ocurrió aquel día? ¿El día en que ella murió? ¿Crees que…?

—¡Calla! —exclamó Orna en un tono que fue como un silbido agudo—. No lo empeores más, mi señora. Él ya te ha contado la historia, estoy segura, y eso significa que no es necesario que yo vuelva a explicártela. Eso pertenece al pasado, y el pasado es mejor olvidarlo.

—¿Incluso si eso significa que un hombre pueda ser acusado en falso y encarcelado injustamente? —A Ana le palpitaba el corazón con fuerza.

Orna cerró la puerta con un golpe recio.

—Sé que no eres tonta, mi señora. Lo que pasa es que todavía no te has hecho a nuestras costumbres. Este es un asunto del que no se habla. Nunca. Será mejor que sigas esa norma, por tu propio bien, al menos. Esta noche Alpin no está de muy buen humor, antes lo he oído gritar. Mi consejo es que hagas todo lo que tengas que hacer para ganarte su favor. Complácele si puedes. Ahora me voy, tengo otras cosas que hacer. Te espera en cuanto estés lista. Ten cuidado, no voy a decir nada más —y con estas palabras, se marchó.

El chico vino a llevarse los útiles de aseo. Nada impedía que Ana fuera a la puerta de al lado. Alpin la esperaba, quizá con impaciencia. No había habido ninguna razón para que Orna le diera aquel consejo gratuito. Ana iba a casarse con aquel hombre al día siguiente. Por supuesto que tendría que complacerlo. Debía irse en aquel mismo momento, enseguida, y empezar a hacerlo. Pero sus pies se negaban a moverse. Se entretuvo un rato junto a la ventana, con la frente apoyada en la fría piedra y los ojos cerrados. «Te quiero —dijo en silencio—. Más que al hogar y la familia, más que a la belleza, la sabiduría y la bondad, más que a la vida misma. Para siempre jamás».

Un leve aleteo. Abrió los ojos. El carrizo, al que había llamado Corazón, se había posado en el alféizar, junto a su mano. Cuando Ana musitó su nombre, la diminuta ave voló hasta su hombro. Con su plumaje castaño dorado, parecía encontrarse como en su casa protegido por la brillante cascada de cabello de la muchacha.

—No —murmuró, y alargó la mano para tomar en ella a la criatura. Esta no hizo ademán de evitarla—. Esta noche no; no puedo llevarte conmigo.

Sacó la mano por la ventana y dejó que el pájaro volara hacia la pálida luz del atardecer de verano. El carrizo revoloteó frente a la abertura y cuando Ana retrocedió volvió a entrar.

—Vete —le dijo ella—. Vete a casa, vuelve con él. Si de alguna manera oye tu voz, si puede ver a través de tus ojos, dile que le quiero, que lo querré siempre. Muéstrale mis lágrimas. Pero no te quedes conmigo. Alpin no debe verte.

Puso al pájaro en el alféizar. El animal se quedó allí, observándola, una frágil cosita emplumada que mostraba una asombrosa comprensión en el brillo de sus ojos.

—Díselo —susurró. Luego se dirigió a la puerta y salió antes de que el carrizo pudiera seguirla. A continuación levantó el mentón, irguió los hombros y mantuvo la espalda recta como una reina mientras se acercaba a la puerta de Alpin. El guardia la dejó pasar.

El valor sólo le duró hasta que miró a los ojos a su futuro marido. A pesar de la cena dispuesta sobre la mesa, de las velas en sus palmatorias de plata, de la cristalería fina y de las cucharas ornamentadas, aquella noche la expresión de Alpin tenía algo que la dejó helada hasta la médula.

—Sí que has tardado —le dijo—. Siéntate, te serviré aguamiel. Empiezo a estar hambriento.

—Mi sirvienta se ha puesto enferma. Me ha costado un poco más vestirme.

—¿Enferma, eh? —Alpin le pasó una copa y luego se reclinó en su asiento, con las piernas cruzadas y agarrando su bebida con ambas manos. Tenía los nudillos blancos—. Supongo que es una manera de decirlo.

El escalofrío se había intensificado.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué le pasa a Ludha? ¿Qué me estás diciendo?

—Fue necesario castigar una vez más a tu sirvienta. Desde que la dejamos bajo tu supervisión se ha vuelto bastante descuidada en algunos aspectos, tanto que creo que tendremos que prescindir de sus servicios. Es una pena, pues tengo entendido que la chica no tiene familia a la que acudir. Pero así son las cosas.

—¿Me estás diciendo que alguien le ha hecho daño? ¿Qué le han pegado? ¡No puedo tolerar algo así! Te dije que yo misma impondría cualquier castigo. ¿Qué se supone que ha hecho? Su comportamiento ha sido excelente en todos los sentidos. Se ha pasado días y noches trabajando en el vestido de boda…

—Si yo estuviera en tu lugar, tendría mucho cuidado —Alpin se puso de pie y su voz sonó peligrosamente calmada—. Mucho cuidado. Quizá tu sirvienta no haya cometido una de las infracciones más comunes, como el robo, la haraganería o la lascivia, pero es culpable de algo mucho peor. Ha infringido una de mis normas. Mis normas, aquellas por las que se rige toda esta casa. Si ello sólo le ha acarreado una paliza, esa chica puede considerarse afortunada.

—¿Qué norma? —Ana hizo todo lo posible para que su voz sonara firme.

—No discutamos sobre eso, todavía. Me apetece disfrutar de esta magnífica cena, aunque debo decir que esperaba poder deleitarme al mismo tiempo con la blanca piel de los hombros y brazos, y quizá de un atisbo del escote, de mi encantadora prometida, pues creí que llevarías un delicado vestido adecuado a la víspera de tu boda. El azul, quizá; ese te queda muy bien. Sin embargo, lo que veo frente a mí es la luna cubierta de nubes. Pareces una viuda de luto —al tiempo que hablaba le pasó una bandeja de pescado al horno y otra de cebollas y queso, como si no se tratara de nada especial.

Muda, Ana se sirvió de ambas y luego permaneció inmóvil mirándose las manos. No se sentía como la luna, ni como una viuda. Se sentía como una criatura que había caído en una trampa, sola y aterrorizada.

—Mi señor… —le salió la voz ronca. Se aclaró la garganta, dio un sorbo a su aguamiel y volvió a intentarlo—. Mi señor, me cuesta mucho disfrutar de una comida cuando acabo de saber que mi sirvienta ha recibido una paliza. Y… —dudó, consciente de que lo que iba a decir era muy poco meditado, pero luego se lanzó, pues de repente fue incapaz de contener sus palabras— me incomodan las normas que mantienes en la casa: los temas que uno no puede discutir, las restricciones respecto a ir más allá de estos muros. Si voy a ser la señora de esta casa, debo poder llegar a acuerdos viables con el servicio. Me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar alguna vez con Faolan, puesto que es la única persona de mi casa que está aquí. Alpin, yo… creo que es extraño que el crimen que cometió tu hermano esté tan rodeado de misterio. A mí eso me sugiere una… irregularidad.

—Continúa —dijo él. Se le había suavizado la voz.

—¿Y si Drustan ha estado encerrado todos estos años por un crimen que no cometió? Sería muy injusto.

Alpin enarcó las cejas.

—¿Qué teoría alternativa propones?

—No tengo ninguna teoría.

—¿Me estás acusando de mentir? ¿Es eso lo que quieres decir?

—No, mi señor —repuso Ana, que se encogió ante la fría fortaleza que había penetrado en los ojos de Alpin—. Como no estabas presente cuando lady Erisa murió, tu versión ha de basarse en la de los demás. Estoy segura de que crees que es cierta, igual que las otras personas con las que he hablado.

—¿Qué otras personas? Se trata de un terreno prohibido para los habitantes de esta casa. ¿Quién ha estado hablando?

Ana tragó saliva.

—Le pregunté a Orna. Ella no me contó la historia, sólo me dijo que era tu versión la que la gente considera fiable. Aquí no hay nadie más a quien pueda preguntar. Todos tus antiguos sirvientes parecen haberse marchado.

—Y eso te parece raro, ¿no? —para entonces, Alpin también había abandonado su cena.

—Poco corriente, desde luego.

—Cuantos menos recordatorios de ese aciago día tenga a mí alrededor, mejor.

—Pero a él lo mantienes aquí.

—¿A él?

—A tu hermano. Lo mantienes aquí en el Brezal.

La mirada de Alpin era intensa. Ana tuvo la sensación de que intentaba leerle el pensamiento, de que le arrancaría sus secretos si debía hacerlo.

—Me pregunto —dijo él en voz baja— cómo se te ha metido en la cabeza la idea de que tal vez haya otra versión de los hechos, de que ese loco podría no ser culpable de su delito. ¿Tan poco es lo que sientes por mí que tienes que agotar tu energía examinando mi tragedia personal y removiendo la angustia medio olvidada de mi pasado? ¿Se te ha escapado el detalle de que mañana vamos a contraer matrimonio?

—Ni mucho menos, mi señor. —Su comportamiento la estaba asustando, y percibió el temblor de su voz—. Ese es precisamente el motivo por el que ahora saco estos temas. Entre marido y mujer debe existir confianza. Confianza y honestidad. Estoy preocupada por el futuro…

—¡No digas tonterías! —Alpin pegó un puñetazo en la mesa; ya no estaba calmado y contenido—. A ti no te preocupa nada parecido. Es Drustan quien llena tus pensamientos y consume tu energía. ¿Qué otra explicación puede tener tu obsesión sobre su culpabilidad o inocencia aparte de que alguien te ha dado otra versión de la historia? La mayoría de las mujeres lo rehuiría, la mayoría de las novias se alegrarían de que estuviera encerrado allí donde no pudiera hacer más daño. Tú no. ¡Explícate!

Ana tomó aire de manera entrecortada.

—No tengo ni idea de lo que quieres decir, mi señor.

—Mientes. —Alpin se levantó, rodeó la mesa a grandes zancadas y se quedó de pie junto a ella con las manos en la cintura y las piernas separadas, fulminándola con la mirada—. Ha sido él quien te ha metido todo esto en la cabeza. Ese demente, ese loco… ha tejido una red de falsedades en la que has quedado atrapada. Es como si lo viera. Tú, con tus finos modales y tus delicadas maneras, te ablandarías ante cualquier perro extraviado, ante cualquier criatura herida o cualquier bellaco con una historia de injusticia. Él siempre ha sabido cautivar a la gente; tergiversa las palabras para que signifiquen lo que él quiere. Yo pienso y hablo con más sencillez. No me extraña que me rehúyas cuando intento tocarte.

Ana tuvo intención de protestar, pero la mirada que vio en el rostro de Alpin la dejó muda e inmóvil.

—No me extraña que pienses que no soy lo bastante bueno para una dama de sangre real. Todo es cosa suya, ¿verdad? Ese desgraciado te ha envenenado la mente y te ha vuelto contra mí. Te ha conquistado mediante halagos, quiere arruinar mi oportunidad de futuro una vez más. ¡Dímelo! ¡Dímelo! —la agarró por los brazos y la levantó. La aferraba con tanta fuerza que le hacía daño.

—Eso no es cierto —susurró Ana—. Suéltame, me haces daño.

Él apretó aún más y ella no pudo evitar soltar un grito de dolor.

—Sí que es cierto —gruñó Alpin con el rostro barbudo pegado al de Ana y la tez cubierta de motas de color púrpura provocadas por la ira—. Sé que lo es. Sé lo de tus tardes de costura, tus estadías privadas en el patio con esa sirvienta tuya, y las conversaciones que has mantenido con Drustan. Un defecto de construcción de su prisión, por lo visto. ¿Cómo se me pudo pasar por alto?

Ana pensó que nunca había estado más asustada. Entonces miró más allá de Alpin, mientras él hablaba, y vio un pájaro diminuto que se acercaba volando y se posaba en el alféizar de la ventana, una valiente y pequeña presencia de color castaño y crema. Apartó rápidamente la mirada.

—Siéntate, mi señor, por favor —dijo al recordar el consejo de Orna.

—No te atrevas a darme órdenes en mi propia casa. —Alpin la zarandeó; a ella le dio vueltas la cabeza—. Me llegó cierta información y hoy he mandado a un chico allí arriba para corroborarla. Te ha oído. ¡Eres una tramposa y una embustera, en ningún modo la princesa pura que finges ser! ¿Cómo te atreves a hacer el papel de una dama, haciéndome pasar un infierno con tus actitudes recatadas, cuando cada día has estado murmurando palabras de amor a mi hermano? ¡Respóndeme, por todos los dioses, o te lo sacaré de otra manera!

—Suéltame, por favor. Me estás asustando.

—¡Dímelo, maldita sea! —la zarandeó de nuevo. Ana tuvo la sensación de que los dientes se le movían dentro de la boca y a duras penas pudo pronunciar palabra.

—Sí, hablé con él. No sobre lo que tú dices. Sólo hablamos de frivolidades. Me daba lástima. Es mucho tiempo de soledad. Puesto que habla como una persona que no ha perdido la razón, pensé… Creí que… ¿Por esto has castigado a Ludha? ¿Te dijo ella…? ¿Hiciste que…?

—¡Basta! —Alpin volvió a arrojarla sobre la silla—. ¡Ese bellaco, ese despojo que no merece llamarse hombre! Tendría que haber terminado con él hace siete años. Debí haber tenido el valor de hacerlo. Los lazos familiares no son más que cadenas cuando se cometen atrocidades semejantes. Si no hubiera sido de mi misma sangre, me habría deshecho de él en menos de un día, habría expuesto su cabeza en mi puerta y habría arrojado su cadáver para que los cuervos se dieran un festín. ¿Cómo pudiste hacerle caso? ¿Cómo has podido ser tan estúpida?

Ana se puso de pie. Trató de hacer acopio de la regia dignidad que le había resultado tan útil en el pasado cuando estaba alterada o cuando tenía miedo. El frío terror no le soltaba el corazón.

—No tengo intención de quedarme aquí mientras me gritan y me maltratan —dijo con toda la altivez de la que fue capaz—. Antes de retirarme esta noche me gustaría ver a mi sirvienta, asegurarme de que no le han hecho daño. Y quiero ver a Faolan —le tembló la voz al pronunciar su nombre—. Deseo ver a mi bardo sin que estés presente. No tengo inconveniente en que asista otra persona, quizá el druida.

—No vayas tan deprisa —se plantó ante ella de nuevo. Ana calculó el número de pasos que había hasta la puerta y se preguntó si serviría de algo correr hasta su habitación y encerrarse dentro—. No estás en condiciones de empezar con exigencias. Lo que mi informante oyó allí arriba no era sólo una conversación para pasar el rato. Según él, era mucho más que eso. Lo que me contó me dejó muy contrariado, Ana. Muy contrariado, y más que enojado.

—¿Ya no deseas seguir adelante con este matrimonio? —la pregunta tembló entre el reconocimiento del fracaso estratégico y una descabellada e imposible esperanza.

—¿Cómo? ¿Y echar por tierra el tratado del rey Bridei? Imposible. Además, se desperdiciaría toda esa labor de costura. Es una pena que tu sirvienta no pueda estar aquí mañana para verte con la creación que hizo para ti. Pero yo sí la veré. Y te veré sonreír y pronunciar tus votos con tu vestido puesto, y observaré la mirada en tu rostro mientras te despojo de él y tomo lo que tú no quieres darme porque el hombre para el que has reservado tus palabras dulces, el hombre al que deseas, el hombre por el que suspiras ¡es ese maldito lunático de Drustan!

—¡Cómo te atreves! —la amarga injusticia de sus palabras le llenó el corazón y por un momento la furia ocupó el lugar de la cautela—. ¡Tu hermano es cien veces más hombre que tú!

El puño de Alpin se abatió sobre ella como un rayo, le dio en la mandíbula y Ana cayó sobre la mesa con la cabeza y el cuello convertidos en una bola de dolor roja y caliente. Mientras se ponía en pie tambaleándose, el carrizo fue volando a posarse en el hombro de Ana y su gorjeante vocecilla se mezcló extrañamente con el sonido discordante de la fatigosa respiración de Alpin.

—Te dije una vez —dijo Ana con voz entrecortada— que si me levantabas la mano no me casaría contigo, con tratado o sin él. Ve a buscar al druida y haz que traigan a Faolan. No voy a tolerar más todo esto. —El pájaro no hizo ningún intento de esconderse. Ella deseó con todas sus fuerzas que se marchara volando.

—Eres una puta, lo eres aunque sólo hayas podido traicionarme en tu imaginación —dijo Alpin en tono áspero—. Te oyeron, y el modo en que defiendes a mi hermano lo demuestra. No estás en situación de imponer tu voluntad.

—Te olvidas de que soy yo quien tiene que firmar el tratado en nombre de Bridei —le temblaba todo el cuerpo—. Quiero ver a Faolan. No voy a…

—Cállate ahora mismo. —Alpin tenía la mirada puesta en el pájaro. Ana retrocedió un paso—. No se te están permitidos los «no puedo» o los «no quiero». Has infringido las reglas. Has hablado con mi hermano, has dejado que se ganara tu corazón, y de no ser porque está a buen recaudo detrás de puertas cerradas con llave, seguro que también habrías dejado que se metiera en tu cama y recuperara todos estos años en que las mujeres sólo aparecían en sus sueños descabellados.

—No quiero escucharte. Si Faolan supiera que me has hecho daño…

—¡Cierra la boca! —volvió a alzar el puño y Ana se calló. Su valor no llegaba a tanto. Sería inútil intentar echar a correr, pues estaba claro que podría alcanzarla. Y él tenía a un guardia apostado al otro lado de la puerta. ¿Toda aquella gente sabía cómo era Alpin? Quizá su comportamiento fuera normal en el mundo de los caitt.

—Pronto comprobarás que Faolan no puede serte de mucha ayuda esta noche —dijo Alpin—. En cuanto a ti, querida, a estas alturas ya no puedes dar marcha atrás en lo que respecta al tratado ni al matrimonio. Aunque seas una desvergonzada, una mentirosa y una falsa, posees cierto linaje y me darás hijos. No me importa si eso es de tu gusto o no. Quizá puedas pensar en Drustan mientras te tomo; eso ayudará a que se liberen los fluidos. Y firmarás. Tu bardo se marchará pasado mañana para llevarle la noticia a Bridei. Está todo arreglado.

—No lo haré —dijo Ana con los dientes apretados. «Levanta el vuelo y márchate. Ahora. Vuelve con él».

—Sí que lo harás —replicó Alpin, y con un movimiento rápido y experto comparable al de un gato atrapando a su presa, alargó la mano y cogió al carrizo del hombro de Ana. El cuerpo del pájaro era invisible en su enorme puño. Ella sólo vio el pico delicado, los ojos brillantes y aterrorizados.

—Por favor… —la voz le salió en un susurro ahogado.

—Lo harás. Harás exactamente lo que yo te diga y no irás corriendo a contarle historias trágicas a ese escoto ni a nadie más. A partir de ahora te mantendrás alejada de mi hermano. Ni canciones, ni susurros, ni visitas de sus horribles criaturas —miró al pájaro atrapado. Ana vio que el ave movía la cabeza frenéticamente, buscando un modo de escapar, pero la mano seguía sujetándolo con fuerza—. Firmarás el tratado, cumplirás con los esponsales sin dar muestras de renuencia y te abrirás de piernas para mí cuando, dónde y cómo yo decida.

—No.

—Sí —repuso Alpin—. Porque si no haces todas esas cosas, le arrancaré la vida a Drustan, con la misma rapidez y certeza con que la que se la arranco a este pájaro —clavó en ella su mirada, que entonces era fría y serena, y apretó el puño.

El carrizo murió sin emitir sonido alguno. Fue el grito de Drustan el que resonó en ese momento por todos los rincones del Brezal, el grito desgarrador que lanza un hombre cuando le arrancan del cuerpo un trozo de corazón vivo.

Alpin arrojó el diminuto cadáver al fuego y se limpió la mano en la túnica. Un tenue fragmento de pluma flotó vaporosamente en el aire. Ana había enmudecido. En su interior, una niña repetía, susurrando entre sollozos: «Que esto sea un sueño, que me despierte ahora mismo».

—Siéntate —le ordenó él.

Ana se sentó. Tras aquel escalofriante grito de angustia, fuera sólo había silencio.

—Me parece que hay un cambio de planes. Podríamos firmar el tratado ahora, pero todas las partes deberían estar disponibles. He perdido el apetito por esta cena íntima y agradable. Y puedes ver a tu bardo. Considero apropiado que atestigüe la firma, puesto que ha de llevar el documento de vuelta al rey Bridei. Será una oportunidad para que os digáis un último adiós. El druida puede estar presente, tal como solicitaste. Pero yo también asistiré a tu reunión con él. No me fío de ti, Ana, y después de esto es muy probable que nunca lo haga.

—Eres un hombre malvado —dijo ella—. Bárbaro y cruel. ¿Por qué odias tanto a Drustan?

—Me lo preguntas únicamente porque te niegas a reconocer la verdad. Drustan mató lo que yo más quería. Por supuesto que lo odio. Su locura es evidente desde niño; debí haberlo ahogado al nacer. Nunca fue como nosotros. No debería haber vuelto aquí.

—Si no lo hubiera hecho —a Ana le temblaba la voz por la ira y la indignación, y por la gélida conciencia de la derrota—, tú no habrías podido controlar las vías navegables del Valle de la Ensoñación. Y él nunca hubiera estado encerrado.

—No vamos a discutir eso —su voz era neutra, su mirada fría—. Espero que a partir de ahora mantengas la boca cerrada por lo que respecta a los temas de la guerra, la estrategia y las alianzas. Estos son asuntos de hombres, y lo mejor es que queden limitados al ámbito de sus reuniones. Ya sabes lo que te espera si me desobedeces.

—Parece ser que tu esposa va a permanecer en silencio la mayor parte del tiempo y que su conversación se verá restringida a la expectativa de la ternera asada de la cena o a comentar el tiempo.

—Eso no me supone ningún problema, siempre y cuando me complazcas en la cama. —Alpin se dirigió a la puerta, llamó a su guardia y le hizo una apresurada petición en voz baja. Volvió a cerrar la puerta y se quedó de espaldas a ella, observando a Ana. En la habitación flotaba un olor a carne carbonizada. A Ana le entraron ganas de vomitar.

—Cuando Faolan vea la marca que tengo en la cara —dijo—, sabrá que me pegaste. ¿Te parece una buena noticia para llevar a la Colina Blanca?

Alpin enarcó las cejas.

—¿Es que en Fortriu no imponen disciplina a sus mujeres?

—Juraría que Bridei nunca le ha levantado la mano a su esposa; a él no le cabe en la cabeza una idea semejante.

—Ya. Por lo que he oído, ella es un poco extraña, ¿no? Es una de las habitantes del bosque. Eso podría suponer un punto débil en la armadura de un hombre.

—Tuala es distinta —dijo Ana en voz baja—. Es una de mis amigas más queridas.

—Tienes afición por lo exótico, ¿eh? No concibo que alguien pueda querer a mi hermano como amante; es una idea perversa. Su enfermedad ha sido una fuente de profunda vergüenza para nuestra familia desde que era pequeño, mucho antes de que decidiera dedicarse a asesinar. Y tú esperas que los miembros de la casa hablen de ello abiertamente. Eres idiota.

Ana no dijo nada. A partir de ese momento, pensó abatida, habría muchos silencios. Si eran necesarios para evitar otro sacrificio, se contendría y lloraría cuando nadie la viera.

Faolan entró con un guardia alto tras él y otro hombre fornido a su lado. Tenía unas marcas coloradas en las muñecas, como si hubiera estado atado, una herida encima de un ojo y un moretón en la mandíbula. Su semblante estaba pálido bajo aquellas señales de golpes. Tenía los párpados entrecerrados, como con tanta frecuencia lo habían estado en la Colina Blanca, y el aspecto indiferente y anodino de una persona que no desea llamar la atención. No dijo ni una palabra.

—Faolan —logró decir Ana—. ¿Estás bien? —la pregunta quedó flotando en el aire, y tras ella todas las cosas que no podía decir, las cosas que nunca diría.

—Sí, mi señora —respondió él con voz monótona y apagada. Sus ojos miraban a todas partes menos al rostro de Ana, donde sin duda estaba apareciendo un rubicundo moretón acorde con el intenso dolor que sentía en la mejilla y la mandíbula. Entonces, como si no pudiera evitarlo, añadió—: Te has hecho daño.

Se oyó un leve ruido metálico cuando Alpin agarró un cuchillo de la mesa.

—Fue un torpe accidente —dijo Ana mirando al suelo—. Mi sirvienta abrió un arcón en el preciso momento en que yo me inclinaba sobre él. Son cosas que pasan. —Faolan tenía las muñecas lívidas; también tenía marcas en las piernas, visibles por encima de los zapatos gastados que le habían dado para que se calzara. Ana se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente y se obligó a apartar la vista de él—. Mi señor me ha dicho que pasado mañana te marchas a la Colina Blanca. Es muy pronto —le temblaba la voz; debía intentar ser fuerte, pues si le habían hecho daño podían volvérselo a hacer. Podían hacerle daño a él y podían hacerle daño a Drustan. Tenía que dominar sus palabras, sus miradas, sus gestos.

—No hay necesidad de retrasar más mi partida —dijo Faolan—. Tengo entendido que el tratado se va a firmar esta noche y que los esponsales se celebrarán mañana. Me marcharé inmediatamente después, puesto que ya no se me requiere aquí.

—Debes hacer lo que creas más conveniente, por supuesto —comentó ella con tirantez—. ¿Qué sabré yo de estos asuntos? —Todos observaban y escuchaban: Alpin; Dregard, que estaba siempre a su derecha; los hombres de armas y el druida, que había entrado en la estancia con una péñola y un tintero. Anhelaba pasar unos momentos a solas con Faolan, aun cuando no pudiera decirle la verdad, pues la seguridad de Drustan pendía de un hilo. Si los demás no estuvieran presentes, al menos podría estrecharle la mano, desearle que le fuera bien y darle las gracias por su coraje y amistad. Podría decirle que había hecho un buen trabajo—. Buen viaje, Faolan —le dijo en voz baja—. Supongo que mañana no tendremos tiempo para hablar. Por favor, transmítele mis mejores y más calurosos deseos a Bridei. Y a Tuala —estaba al borde de las lágrimas; se las tragó—. Y dale un abrazo a Derelei de mi parte. Lo echo de menos.

—Sí, mi señora —continuó esforzándose en no mirarla a los ojos. ¿Acaso se hallaba sometido a la misma presión que ella? ¿Estaría representando un papel para no provocar la ira de Alpin?

—Bueno —terció el jefe de clan—, puesto que ya estamos todos, vamos al grano. Os pediría que tomarais asiento… Tú no, bardo, tú puedes quedarte donde estás… Y quizá Berguist tenga la gentileza de leer los términos del tratado, para que todos estemos seguros de lo que estamos acordando —le dirigió una sonrisa condescendiente a Ana; ella irguió la espalda y le respondió con un educado movimiento de la cabeza. Se sentó y esperó. Junto a su mano, sobre la mesa, una pluma de color castaño se movía con la corriente.

Berguist, el druida, expuso las condiciones del tratado con claridad y sencillez. Para él, al menos, no había razón para no estar calmado. Se había traducido todo al latín y se había escrito en el pergamino que el druida le tendió a Ana para que lo leyera, por si acaso había cometido algún error. Ella lo recorrió con la vista, pero tanto era el desconsuelo que la abrumaba que, por lo poco que asimiló, bien podía haberse tratado de un inventario o una plegaria cristiana.

—Mi futura esposa tiene algo de erudita —decía Alpin—. Inteligente además de hermosa; todos los hombres deberían ser tan afortunados de encontrar semejante dechado de virtudes, ¿eh? ¿Has terminado, querida?

—Parece que se ha hecho constar todo lo acordado, mi señor —repuso ella—. Incluso la referencia al Valle de la Ensoñación que Faolan y yo solicitamos. Has sido concienzudo.

Alpin entrecerró los ojos.

—Pues firma —dijo.

Ana cogió la pluma y, en el lugar donde le indicó el druida, escribió: «Ana, hija de Nechtan, princesa de las Islas Luminosas». Y debajo: «En nombre de Bridei, hijo de Maelchon, rey de Fortriu». Alpin, impaciente, le arrebató la pluma de entre los dedos antes de que la tinta se secara y puso su marca junto a la de ella. El druida volvió a coger el pergamino para anotar el nombre completo de Alpin encima de la cruz que este había hecho y para añadir sus propios detalles como testigo. Ya estaba hecho.

—¡Bien! —exclamó Alpin cuando el druida espolvoreó el documento con arena que llevaba en una bolsita para que la tinta se secara más rápidamente—, un final sumamente satisfactorio para un día particularmente agotador. El rey Bridei estará satisfecho, ¿verdad? Esto podría cambiar mucho sus planes futuros.

—Un gran logro, mi señor —comentó Dregard.

—¿Le proporcionarás un guía a Faolan hasta los límites de tu territorio, o tal vez más allá? —le preguntó Ana a Alpin—. Me imagino que el Vado del Rompiente seguirá siendo infranqueable. Y están tus belicosos vecinos…

—Eso no debe preocuparte —replicó él con brusquedad y el humor repentinamente alterado—. Son…

—Cosas de hombres, ya lo sé. —Cuidado, cuidado; vigila cada paso—. Sólo quería recordarte lo importante que es que la noticia llegue a Bridei. Ten en cuenta que, aunque llevamos aquí dos cambios de luna, todavía no hemos enviado a nadie que le informe de que perdimos a nuestra escolta. Y de que su emisario se ahogó —añadió a toda prisa sin tener la seguridad de si aquella mentira anterior tenía alguna importancia después de lo que había acontecido aquel día, pero deseosa de contribuir a que Faolan volviera a casa sin ningún percance. Su comportamiento la preocupaba. Aquella noche no parecía él.

—Nos encargaremos de que tu mascota escota salga de aquí sano y salvo, no te preocupes —dijo Alpin—. Tenemos motivos suficientes para querer que se vaya. Claro que tal vez no sea por mucho tiempo.

La atmósfera cambió sutilmente; la habitación se enfrió.

—¿A qué te refieres, mi señor? —preguntó Ana.

Alpin parecía estar saboreando de antemano lo que iba a seguir; volvía a tener ese aire, ese acopio de tensión de un gato montés a punto de saltar.

—Podría decírtelo —contestó—, pero creo que dejaremos que lo haga el propio bardo. Has estado muy pendiente de su bienestar desde el principio. Quizá esté bien que sepas de sus propios labios la clase de escoria farsante que metiste en mis murallas. El relato sobre sí mismo supondrá un cambio de esas empalagosas canciones de amor con las que le gusta entretenernos. ¡Vamos, bardo! ¡Cuéntaselo!

—¿Faolan? —preguntó Ana—. ¿Qué es todo esto? ¿Qué está diciendo?

—Mi señor… —Faolan se volvió a Alpin, para protestar.

—¡Cuéntaselo! —bramó el jefe de clan.

Faolan carraspeó.

—¡Vamos!

—Yo… —parecía incapaz de seguir adelante. Se quedó mirando al suelo. En la estancia reinó el silencio; estaba claro que nadie iba a ayudarle. Alpin cruzó una mirada con sus hombres de armas, una mirada que decía claramente: «Si hace falta, pegadle».

—Faolan —dijo Ana—, por favor, cuéntame lo que ocurre. ¿Por qué Alpin te llama farsante? —ya había visto al hombre de confianza de Bridei sin fuerzas tras los acontecimientos de la riada, pero ni siquiera; entonces le había parecido tan hundido—. Cuéntamelo —insistió, tratando de combatir el creciente miedo que sentía.

Él levantó en ese momento la cabeza y la mirada que se cruzó con la de Ana fue como la de antaño: fría, indiferente, como si nada le importara demasiado. Ana lo oyó respirar profundamente dos veces antes de hablar.

—Lord Alpin recibió información —dijo Faolan. Volvió a inspirar muy despacio—. Un hombre me vio en la corte de Dunadd la pasada primavera. Lo que vio le indujo a creer que estoy al servicio tanto de Bridei de Fortriu como de Gabhran de Dalriada.

Ana permaneció callada, esperando más. Era una mentira; tenía que ser uno de los trucos de Alpin.

—La conclusión es que trabajo para Bridei sólo hasta el punto que me conviene —continuó Faolan sin alterarse—. Como mis orígenes son escotos le debo cierta lealtad a Dalriada y a mi gente, por supuesto. No obstante, lord Alpin, generosamente, va a permitir que regrese a la Colina Blanca con un informe sobre nuestro viaje y su exitosa conclusión —miró al jefe de clan—. ¿Es esto lo que deseabas que dijera, mi señor?

—No es cierto. —Ana temblaba presa del enojo—. ¡Debe tratarse de un error!

¿Faolan, que había sido la mano derecha de Bridei, su guardaespaldas de confianza y su caja de resonancia durante los últimos cinco años… espía de Dalriada? Era absurdo. Ella ya sabía que había estado en Dunadd, ¿dónde si no podría haber recabado la información que la había llevado a ella hasta el Brezal? Pero que estuviera al servicio de Gabhran, eso era imposible, y la ofendió oírlo.

—No puedo creerlo, mi señor —le dijo a Alpin, que sonreía divertido—. No puedes sacar conclusiones precipitadas sólo porque Faolan sea de origen escoto…

—Es cierto, Ana —afirmó este sin mostrar la menor emoción en su voz.

—¿Cómo dices? —susurró ella.

—Lo que he dicho es cierto. He estado trabajando para Gabhran desde antes de que fuera a la corte de Fortriu. Informo tanto a Bridei como al jefe de los escotos —la miró directamente a los ojos. Ella hubiera jurado que le decía la verdad—. Paga bien.

Ana intentó encontrar palabras.

—No puede ser… Bridei… Él confiaba en ti… No lo entiendo…

A Ana le vinieron a la cabeza todas las cosas que Faolan había dicho, tanto en la Colina Blanca como durante el terrible viaje. Su fuerza, su reacia amabilidad, su habilidad para capear una crisis tras otra. La forma en que hablaba a Bridei y cómo velaba incansablemente tanto por él como por Tuala; su desdicha en el vado al creer que había fracasado en su misión. Aquello debía ser una farsa, parte de algún plan estratégico de Faolan que le exigía mentir de ese modo ante Alpin. O…

—Faolan —se obligó a preguntar a pesar de la amedrentadora mirada de Alpin—, ¿te han torturado para obligarte a mentir? ¿Te han sacado esta confesión falsa por la fuerza?

—¿Acaso me permitiría tratar así a un invitado en mi casa? —preguntó el jefe de clan quitándole importancia—. ¿Después de esas baladas? La información nos la dio voluntariamente el escoto cuando supo que estaba acorralado.

A Ana todavía le dolía la mandíbula del golpe que le había dado su prometido. Seguía viendo su puño apretado exprimiendo el último retazo de vida del diminuto cautivo.

—No te creo —dijo mientras el corazón le palpitaba de miedo.

—¿Ah, no? —Alpin no parecía perturbado—. Pues menos mal que tenemos un testigo. Berguist, por favor, confirma a la dama que lo que dice este hombre sobre sí mismo es cierto.

El druida tenía aspecto de encontrarse de lo más incómodo. Al fin y al cabo había acudido al Brezal sólo para hacer de escribano e invocar la bendición de los dioses en una boda.

—Mi señora —dijo en voz baja—, lamento informarte de que el escoto confesó inmediatamente cuando la historia del informante salió a la luz. Faolan aquí presente no sufrió ninguna coacción. Aunque sus obras pasadas no sean dignas de aprobación, dice mucho en su favor el hecho de que, al final, optara por decir la verdad.

—Esto va a ser todo —anunció Alpin resueltamente.

Faolan inclinó la cabeza sin dirigir ni una sola mirada a Ana y entonces, flanqueado por los hombres de armas, se dio la vuelta y abandonó la estancia.

—Es una lástima —siguió diciendo el jefe de clan, que alargó la mano para coger la jarra de aguamiel—. Un arpista magnífico, sí señor. En cuanto se corra la voz, me imagino que le resultará difícil conseguir un mecenas.

—Discúlpame. —Ana no estaba segura de si las piernas la llevarían ni siquiera hasta la puerta—. Ahora voy a retirarme. Mañana es un día atareado.

Alpin se levantó cortésmente.

—Buenas noches, querida. Tienes que acostarte temprano para estar guapa y fresca, claro. ¿Vas a necesitar ayuda para desvestirte? —le rodeó la nuca con la mano y le dio un beso en la mejilla, una prolongada presión con los labios.

Ella lo rehuyó; tuvo la sensación de que se le helaba todo el cuerpo.

—No es que yo me esté ofreciendo a ayudarte personalmente, aunque ya me gustaría —su tono había perdido la afabilidad—. Pero, como tu sirvienta se encuentra indispuesta, quizá necesites a otra…

—No, gracias. —Mentón levantado, espalda recta… Nunca le había resultado tan difícil recordar quién era. Tenía ganas de gritar, de correr, de esconderse, de estar en cualquier otro sitio menos allí—. Os deseo a todos buenas noches. Que la Brillante os conceda hermosos sueños.

—Que el Guardián de las Llamas ilumine tu despertar —el druida murmuró la réplica formal. En su frente había aparecido una pequeña arruga.

En cuanto estuvo de nuevo en sus aposentos con la puerta bien cerrada, Ana se puso un camisón, se tumbó en la cama y se quedó mirando fijamente las telarañas del techo. Se sentía hueca, vacía. El futuro se extendía ante ella como un sendero sombrío e interminable sin una sola luz que iluminara el camino; un futuro de acoso, golpes y mentiras desesperadas. Un futuro en el que los amigos se convertían en enemigos y las vidas inocentes se sofocaban caprichosamente. Aquel era el hombre a quien tenía que darle hijos. Y Faolan… Faolan, en quien había llegado a confiar, en cuyos brazos se había resguardado en la intensa oscuridad del bosque agreste, cuyas canciones estaban tan llenas de sufrimiento, anhelo y esperanza que traían lágrimas a los ojos de endurecidos guerreros…, ¿podía haber traicionado realmente a Bridei de ese modo? ¿Cómo podía haberse convertido su vida en semejante infortunio en el que no quedaba un solo ápice de verdad? En el pasado se había preguntado cómo había gente que podía decidir acabar con su vida, puesto que la vida era el valioso regalo que los dioses le hacían a todo hombre y mujer; a cada uno le correspondía recorrer el camino con coraje y bondad y seguirlo por el espacio que tenía asignado, hasta que la Diosa Madre tomaba en sus brazos al cansado viajero para llevárselo a casa. Aquella noche, en medio de la oscuridad, la perspectiva de un cuchillo afilado, de un rápido y sangriento final, casi tenía sentido.

La pálida y fría luz de la noche estival se fue introduciendo por la estrecha ventana. Los dedos plateados de la Brillante rozaban las piedras y dos pequeñas formas aparecieron en el alféizar, como si la gentil mano de la diosa las hubiera llevado hasta allí. Fueron a posarse en el arcón que había junto a la cama de Ana con un susurrante aleteo. Entonces, cuando ella se incorporó, volaron, primero uno y luego el otro, hasta sus hombros; el piquituerto en el izquierdo y sobre el derecho la más pesada corneja.

No podía irse. Drustan la necesitaba. Y ella lo necesitaba a él, aunque no pudiera verlo, aunque nunca volviera a oír su voz. Estaba unida a él como lo estaban aquellas criaturas, y si lo abandonaba, ya fuera para viajar en este mundo o en el otro, ella quedaría dividida en dos, desgarrada sin remedio. Sabía que era cierto, su corazón no la engañaba, y esta verdad era una brillante luz en medio de aquella red de sombras y engaños. Mientras Drustan viviera, ella debía permanecer en el Brezal, sin importar lo que tuviera que soportar. Descubriría la verdad, tardara lo que tardara. De algún modo u otro lo liberaría.

El suelo de la perrera era un duro lecho, aunque Faolan había dormido en otros peores. En cualquier caso, sus pensamientos no le dejaban conciliar el sueño. Consciente de que no podía permitirse ninguna distracción, arrancó de su mente la mirada de Ana al escuchar su confesión —herida, traicionada— y se concentró en su plan, si es que se podía llamar así. Sólo tenía una cosa a su favor: la costumbre de los caitt de pasarse la mayor parte de la mañana de una boda celebrándolo por todo lo grande. Gerdic le había contado que la cerveza circulaba en abundancia y le había hablado de los juegos y pruebas de fuerza y habilidad, las peleas de perros, las persecuciones de jabalíes y otras actividades que acompañaban al evento. Cuando los juegos terminaran, lo cual sería alrededor del mediodía, se celebrarían los esponsales en el patio. Los druidas preferían llevar a cabo la ceremonia en el exterior, para que los ojos de la Brillante y del Guardián de las Llamas pudieran ver la celebración y asegurarse de que los votos se pronunciaban con buena voluntad.

Faolan estudió todos los posibles obstáculos. Debía actuar cuando la mayoría de los hombres del Brezal estuvieran en el patio concentrados en los juegos matutinos. No tenía las manos atadas, lo cual ya era algo. Debía abrir una reja de hierro con el cerrojo echado, y también estaba Dovard, que dormía con su chucho en una esquina, y un hombre que vigilaba junto a la pequeña entrada trasera de la fortaleza. Tendría que pasar cerca del campo de visión de ese guardia. Luego tendría que cruzar el patio abarrotado, pasar junto a más guardias en las dependencias familiares y enfrentarse a la posibilidad de que, aunque Ana estuviera en sus aposentos, tuviera la puerta cerrada. Si las predicciones de Gerdic eran acertadas, se estaría vistiendo para los esponsales. Puede que hubiera otras mujeres ayudándola: ¿qué haría con ellas? Derribar a un hombre armado era una cosa, y otra muy distinta despachar a una desventurada criada con un golpecito certero en la cabeza. A juzgar por la reacción de Ana cuando escuchó su confesión antes, probablemente no se sorprendería de verlo dejar una estela de sangre y muerte, lo cual era comprensible; ciertas misiones en su pasado habían requerido exactamente eso.

Por el momento todo iba bien. En su imaginación había llegado a los aposentos de Alpin y a la pequeña puerta cerrada con llave. No había tenido noticias de Deord. Posiblemente el guardián no supiera dónde se encontraba él ahora. ¿Qué habría logrado oír Deord y hasta qué punto llegaría el vínculo que unía a los hombres de la Sima Pedregosa? ¿Podría ayudarles a llegar hasta las dependencias de ese joven loco y al otro lado de la muralla? Si no era así, Ana y él tendrían un problema. Y en cuanto a lo que harían una vez fuera, si pensaba en ello con demasiado detenimiento, podría correr el peligro de dejar pasar aquella oportunidad: la única oportunidad. No podía hacerlo. La sacaría de allí y la llevaría a casa sana y salva aunque muriera en el intento.

Antes se cortaría la mano derecha que ver cómo ella se casaba con ese sinvergüenza. El hecho de que Alpin fuera un tramposo y un embustero que no tuviera ninguna intención de acatar el tratado de Bridei parecía casi secundario.

Faolan se obligó a descansar un poco. No le sería útil a nadie si por culpa del cansancio cometía algún fallo. Era verano y amanecía pronto, así que con las primeras luces del alba los perros se despertaron y empezaron a caminar impacientes de un lado a otro, ansiosos porque los dejaran salir. Sus ladridos y riñas despertaron a Dovard, que fue a mojarse la cabeza bajo la bomba de agua antes de volver y acercarse a la reja de la pequeña celda reservada para los perros peligrosos, los que se volvían salvajes.

—¿Tienes hambre? —le preguntó el chico de la perrera—. Voy a prepararles la comida y pondré una olla de gachas al fuego. Estaré encantado de compartirla contigo. Lamento no poder dejarte salir. Tendría problemas.

Dovard había empezado a rebuscar en sus cubos y sacos lo necesario para hacer una fogata; cogió una olla cubierta de una costra negra y la limpió con desgana. La algarabía de los perros se intensificó.

—Gracias —respondió Faolan al tiempo que miraba la anilla llena de llaves colgada de una estaquilla junto a la puerta exterior intentando averiguar cuál era la que él necesitaba—. Ahora mismo parece que el que tiene problemas soy yo.

El chico estaba poniendo ramitas y briznas de paja en la pila de leña que había dispuesto en el fogón principal.

—¿Qué hiciste? —le preguntó sin mucho interés.

—Fue un malentendido. Hice que lord Alpin perdiera los estribos. Me va a dejar salir después; no hay nadie más que pueda tocar y cantar en la celebración… Y no voy a decirte que no a ese desayuno que estás preparando.

Faolan se frotó las manos y se las sopló para entrar en calor. Le dolían las muñecas y los tobillos de las ataduras de la noche anterior.

—Primero tengo que sacar un poco a los perros —dijo Dovard, y abrió la verja del recinto principal.

Un torrente de canes salió empujándose unos a otros y atropellándose, algunos se caían debido al nerviosismo que les producía la perspectiva de poder correr y disfrutar del sol. Un cuenco de agua salió volando.

—Volveré enseguida; sólo vamos a correr por el patio. Será mejor que lo haga antes de que se despierte demasiada gente.

En la perrera volvió a reinar el silencio. Faolan clavó la mirada en las llaves. ¿Cómo iba a hacerlo sin herir al muchacho o provocar que Alpin descargara su ira contra él? No, era una estupidez. Estaba pensando como una mujer, todas buenas acciones y compasión. Aquel día no podía permitirse tener escrúpulos, era mucho lo que había en juego. Lo único que importaba era llevarse a Ana de allí.

Cuando el pájaro entró volando, él tardó un momento en reaccionar. El ave se posó en la barra por encima del recinto de los perros, lo miró y luego, con dos magníficos aletazos de sus oscuras extremidades, fue a situarse en la estaquilla de la que colgaban las llaves. Faolan se quedó mirando de hito en hito a la corneja que, con unos movimientos delicados y controlados de su fuerte pico, se dispuso a sacar una de las llaves de la anilla. Se recordó que en aquel lugar había visto a un pájaro convertirse en un hombre, aunque en aquellos momentos casi le parecía un sueño, algo que tan sólo había imaginado. La anilla de hierro de la que colgaban las llaves tenía una pequeña abertura por la que podían añadirse más. El pájaro tiraba de la llave escogida para llevarla hacia la abertura, una tarea difícil debido al peso de las otras llaves, que la corneja debía apartar. Faolan se encontró conteniendo la respiración mientras deseaba con todas sus fuerzas que la criatura consiguiera su propósito antes de que Dovard regresara con su eufórica jauría. «Vamos, vamos, ya casi la tienes…». Las llaves cayeron a la parte inferior del aro con un sonido metálico. A Faolan se le cayó el alma al suelo; no había tiempo de volver a empezar. Entonces oyó un batir de alas y vio a la corneja en la puerta de su celda llevando la llave orgullosamente en el pico. Mudo de asombro, levantó la mano y el pájaro se la puso en la palma. Al cabo de un momento la corneja ya se había ido y Faolan se guardó su libertad en la bolsa que llevaba en el cinturón.

Se comió las gachas. Las dotes culinarias de Dovard dejaban mucho que desear, pero al menos ese mejunje aguado estaba caliente. Luego tuvo que esperar lo que le parecieron días, tiempo durante el cual su mente se llenó de pensamientos desagradables: el riesgo que corría, no sólo él, sino sobre todo Ana; las demás personas que podrían verse abocadas al peligro por culpa de su decisión, personas inocentes como Dovard; Deord, a quien había obligado a ayudarle; el inescrutable Drustan, a quien todavía no había identificado claramente como amigo o enemigo. El futuro: un futuro en el que, ocurriera lo que ocurriera, sin duda Ana se casaría con un hombre que no era él. No había nada más certero. ¿Acaso era un idiota? Tenía la oportunidad de irse y ser libre, de dejar atrás aquel lugar lamentable y cabalgar sin obstáculos de vuelta a la Colina Blanca. De esta forma, gracias a él, por una vez Alpin haría lo que había prometido. Podría marcharse, ponerse a salvo y seguir adelante con su vida, si es que se podía calificar de vida. Lo que estaba planeando podía suponer la muerte de mucha gente, y para no obtener nada a cambio. Si tenía éxito y le arrebataba la novia a Alpin delante de sus narices, pasaría el resto de su vida esperando que le clavaran un cuchillo por la espalda. Todas las noches vería en sueños el malvado rostro de aquel tipo. Empezó a lamentar que Bridei lo hubiera autorizado solamente como emisario y espía, y no también como asesino.

Al final, los ruidos de actividad provenientes del exterior se fueron incrementando y Faolan dedujo que los hombres se estaban reuniendo en el patio para disfrutar de las diversiones matutinas. Era evidente que Dovard estaba tentado de unirse a ellos, pues se acercó varias veces a la puerta, pero no salió.

—Los juegos están bien, pero no me gustan las peleas de perros —dijo entre dientes—. No dejaría que ese tipo, Cradig, dejara a sus criaturas aquí dentro, ni siquiera en ese rincón en el que estás tú. Sus animales son una porquería. Los ha adiestrado para odiar, y eso es algo que un perro no hace por naturaleza, no llevan el odio dentro. Cada vez que sus bestias asoman el hocico por aquí, mis perros se ponen nerviosos y tienen pesadillas.

—Seguro. —Faolan escuchaba atentamente, no al muchacho de la perrera, sino los ruidos que llegaban de fuera. Estaba esperando el momento. Un torrente de individuos seguía pasando por delante de la entrada a la perrera. No debía actuar hasta que hubiera algo que concentrara la atención de todos ellos. Recordó cierta cena e imaginó que eso ocurriría con las peleas de perros.

El momento llegó de manera inconfundible, pues la multitud empezó a gritar, aullar y silbar como poseídos por alguna locura. Por otro lado, los perros de Dovard se quedaron sorprendentemente tranquilos. El chico de la perrera se puso a limpiar los collares de la jauría de caza mientras le murmuraba en voz baja a su propio perro que, sentado a sus pies, temblaba con el ruido que llegaba desde el patio a oleadas; aquellos hombres habían percibido el olor de la sangre, que les había desatado unas ansias que debían satisfacer.

—Vamos, venga —decía Dovard en tono tranquilizador—, vamos, pequeña, después daremos un paseo los dos solos, cuando esto termine. Maldito Cradig —añadió, restregando la grasa en el cuero con cierta violencia. Al cabo de un momento se cayó del taburete con una expresión de sorpresa en el rostro antes de sumirse en la inconsciencia. No había oído ni la llave al girar en la cerradura, ni a Faolan que se le acercaba por detrás con un pedazo de leña en la mano. El perro, que en un primer momento estaba distraído con el ruido del exterior, empezó a ladrar frenéticamente cuando ya era demasiado tarde y los demás perros lo imitaron. En un día normal, las perreras no hubieran tardado en llenarse de guardias. Aquel día, el alboroto quedaba apagado por el estruendo que había fuera.

Faolan arrastró al chico hacia el pequeño recinto y lo encerró allí. El perro de Dovard le enseñó los dientes a Faolan, pero retrocedió cuando este le respondió con un gruñido, y mientras él se dirigía a la puerta exterior, el animal se apostó junto a la reja de hierro, observando a su inconsciente dueño y gimiendo de vez en cuando. Dovard se despertaría con tan sólo un fuerte dolor de cabeza. Con suerte no volvería en sí hasta dentro de un rato.

Faolan atisbo afuera con cautela. La multitud se hallaba congregada en el centro del patio. Los guardias que había en las murallas sólo tenían ojos para el sangriento espectáculo que tenía lugar abajo. Faolan miró en la otra dirección, hacia las viviendas. El hombre que vigilaba la pequeña entrada trasera, el que estaba junto a la perrera, había abandonado su solitario puesto y estaba mirando, estirando el cuello para poder ver algo por encima de aquella concentración de hombres. Estaba justo allí donde Faolan tenía que ir.

No había tiempo para pensar. Calculó la distancia, salió de la perrera corriendo y dio tres zancadas antes de lanzarse contra aquel individuo y tirarlo de espaldas por la estrecha abertura hacia la puerta, fuera de la vista. A ello siguió un breve pero difícil forcejeo. El guardia era más alto y pesado que él y llevaba dos dagas y un jubón de cuero. Faolan tenía a su lado el factor sorpresa, al menos de momento, además de experiencia y una cuerda de arpa lista en la mano. Llevó a cabo el asesinato con rapidez y, debido a su naturaleza, en silencio. Le costó más esfuerzo arrastrar el cadáver para esconderlo. Faolan lo dobló sobre sí mismo y lo metió en un rincón oscuro. Se hizo con las dagas y regresó sigilosamente al patio.

La pelea de perros ya casi había terminado. Ahora el tono de los gritos era aún más alto y las voces eran una combinación de vítores y abucheos. Había otros perros esperando, sujetos por unas tensas cuerdas que unos sirvientes sudorosos sostenían por el otro extremo. Si actuaba con rapidez, tendría tiempo.

No había nadie por los alrededores de las viviendas; todos estaban concentrados en la pelea. Cruzó corriendo el patio abierto, pasando de una sombra a otra. Ahora estaba dentro y cruzaba el pasillo que conducía al salón y las cocinas a la derecha y que en su extremo subía a los aposentos privados de Alpin por una ancha escalera de piedra. Había un guardia en lo alto. Faolan se pegó de espaldas a la pared. Al fondo había una mujer que llevaba un cuenco de alguna clase; ella no lo vio y se fue hacia las cocinas. El guardia se dio la vuelta y se dispuso a recorrer el pasillo superior de nuevo. Sin duda estaba aburrido y deseaba poder salir y participar de la diversión. ¡Por todos los dioses! ¿Quiénes sino los caitt elegirían un entretenimiento como aquel para celebrar una boda? Faolan cogió la piedra que se había escondido en la bolsa y empezó a ascender por las escaleras en silencio. Estaba a plena vista de cualquiera que pasara por el pasillo de abajo. En tal situación la suerte era un factor clave, y también una mano certera.

Llegó arriba de la escalera cuando el guardia finalizaba su corto paseo hasta el extremo más alejado del pasadizo, más allá de la puerta de los aposentos de Alpin. El hombre se dio la vuelta. La piedra le dio justo en mitad de la frente, justo cuando el tipo había hecho ademán de agarrar sus armas. El guardia cayó de rodillas, aturdido. Faolan se acercó y utilizó una daga para propinarle una rápida y certera cuchillada en el corazón; era más limpio que degollarlo. Cuanto más tardaran en ver su rastro mejor.

Cuando estaba frente a la puerta de Ana, vaciló y consideró las posibilidades: podría ser que estuviera cerrada, lo cual lo obligaría a hacer ruido y quizá alertara a las mujeres que estaban abajo o a otros hombres de armas. Podría ser que ella no estuviera. Podría haber todo un grupo de mujeres dentro, listas para gritar y salir corriendo en busca de ayuda. Existían distintos planes de acción para afrontar cada una de esas posibilidades, pero no le gustaba ninguno en especial. No era el momento de ser escrupuloso. Alargó la mano y empujó la puerta.

No estaba echado el cerrojo. La puerta se abrió parcialmente, estaba bien engrasada y no hizo ruido, y a través de la estrecha abertura vio a Ana de pie junto a una ventana, con la vista más allá de las murallas. El tiempo se detuvo durante unos instantes. Faolan supo que aquella imagen permanecería siempre con él; nunca perdería el poder de aprehenderle el corazón. Ana llevaba el pelo suelto, una cascada de cabellos rubios plateados que le caía por la espalda y que la luz del sol de la mañana teñía con una miríada de puntos brillantes. Llevaba puesto lo que debía ser el vestido de boda, cuyas líneas se curvaban en torno a sus hombros y aferraban sus pechos antes de caer en elegantes pliegues que dejaban entrever sutilmente la figura bien proporcionada que cubrían. El resplandor del sol iluminaba su rostro ceniciento. Los ojos de Faolan se empaparon de sus delicadas cejas, de su dulce boca, de las líneas perfectas de la mejilla y el mentón. El moretón que manchaba su piel no apagaba su belleza, pero provocó un sentimiento de rabia en él. Sus ojos grises, que antes eran tan serenos, ahora miraban el mundo con una tristeza desesperada. Y aun así ella mantenía la espalda recta. Fue precisamente eso lo que más le impresionó; aunque era una criatura delicada, poseía una férrea disciplina. Tal vez pareciera una princesa de alguna historia fantástica, pero en aquel momento Faolan vio las cualidades que le habían hecho amarla: su valentía y su honestidad. Pensó que no encontraría a otra mujer como ella en todo el mundo.

—Ana —dijo en voz baja.

Ella se dio la vuelta rápidamente; había estado muy lejos.

—Aguanta la puerta.

El miedo le infundió docilidad, y Ana hizo lo que Faolan le pedía. Lo miró sorprendida cuando lo vio arrastrar al muerto y dejarlo detrás de la puerta. No se podía ocultar el rastro de sangre sobre las losas del suelo.

—Nos vamos —le dijo—. Ahora, enseguida. No hay tiempo para hablar. Necesitas unas botas y una capa.

—¿Cómo dices? —Ana permanecía clavada en el sitio, mirando alternativamente el cadáver y luego a Faolan, que había abierto el arcón y rebuscaba dentro—. ¿Qué es todo esto? ¿Qué estás haciendo?

—¡Botas! —le espetó—. Cógelas, póntelas y ven conmigo. ¡Deprisa!

—¿Que vaya contigo? —Ana retrocedió hacia la ventana—. ¡No seas estúpido!

Él encontró una capa, vio las botas de Ana al pie de la cama y las cogió.

—Nos vamos a casa —dijo—. Confía en mí. Y ahora muévete, ¿quieres? —le tendió una mano. Ella se apretó contra la pared, como si le tuviera miedo—. Voy a llevarte de vuelta a la Colina Blanca. Pero debemos irnos ahora mismo o nunca podremos marcharnos de aquí.

—Yo no voy.

—¿Qué?

—He dicho que yo no voy. Es el día de mi boda. Y ahora sal de mi habitación antes de que vengan los guardias —ambos bajaron la vista hacia el hombre tumbado en el suelo.

—¡Es una locura! —Faolan tenía todo el cuerpo en tensión debido a la conciencia de que el tiempo pasaba, un tiempo que no podían permitirse el lujo de desperdiciar—. ¡No me estarás diciendo que de verdad quieres casarte con ese bruto de Alpin! Si lo que te preocupa es el tratado, olvídalo. Alpin no tiene intenciones de acatarlo. Vamos, ven. ¡Deprisa!

—No voy a ninguna parte. No puedo —su tono de voz era frío y su fuerza le hizo comprender a Faolan que no hablaba por hablar.

—Ana, no seas idiota… —fue a cogerla del brazo, para llevársela a rastras si hacía falta, pues de ninguna manera iba a dejar que se quedara allí; era un auténtico disparate.

—¡No me toques! —ella lo rehuyó y Faolan se quedó helado. ¿Qué estaba pasando? ¡No creería de verdad que era un traidor!—. Me quedo. ¡Ya te lo he dicho! ¡Debo permanecer aquí! ¡No puedo dejarle, no lo haré!

Él se obligó a respirar lenta y profundamente.

—Supongo que no te estás refiriendo a Alpin —le dijo mientras una extraña sensación lo invadía, la sensación de que todo estaba a punto de volverse del revés.

—Vete, Faolan.

—¿No vas a dejar —aunque el tiempo transcurría, no podía pasar aquello por alto— a quién?

—A Drustan —respondió ella con un susurro. Él vio algo en sus ojos que lo aterrorizó más que la idea de las salvajes amenazas de Alpin, más que un río crecido y que tener partidas de guardias armados persiguiéndolos: vio la implacable determinación de una mujer enamorada.

Un hombre experimentado en la profesión de asesino y espía está acostumbrado a realizar tareas que pueden resultarle personalmente desagradables, pero que son necesarias para la misión. Faolan pensó que resultaba irónico que, habiendo abrigado tantas veces, en sueños, la esperanza de tocar a Ana con pasión, la agarrara ahora por los hombros antes de que ella pudiera eludirlo, antes de que se le ocurriera gritar, le diera la vuelta y, rodeándole la garganta con el antebrazo, aplicara la presión justa durante el tiempo necesario para dejarla inconsciente. Se aseguró de tener la capa y las botas, luego se echó a la muchacha en el hombro como si fuera un saco de grano y se dirigió a la habitación de al lado: la de Alpin. No le sorprendió del todo encontrarse con que la puerta secundaria no estaba cerrada con llave. La franqueó, equilibrando el peso de Ana al agacharse bajo el dintel y se sirvió del pie para cerrar la puerta tras él. Algo se movió en la penumbra del almacén en el que se encontraba. Faolan se sobresaltó. Sabía que era más vulnerable yendo cargado de ese modo y era consciente de lo indefensa que estaba Ana y de que seguiría estándolo a menos que cejara en aquella estúpida determinación de no dejarse rescatar. ¿Cuánto esperaba avanzar si ella no quería? Había un largo camino hasta Fortriu y el terreno no era fácil. Él había contado con que Ana lo ayudaría.

Algo volvió a moverse, se adentró rápidamente aún más en las sombras y Faolan vio que se trataba de un gato. Lo siguió a través de un laberinto de corredores estrechos hasta que llegó a un sendero que se hundía entre los altos muros, donde la criatura se sentó y no siguió adelante.

Cuando había avanzado diez pasos por el sendero se encontró con Deord que se aproximaba en sentido contrario. El hombre calvo pareció captar la situación con una mirada. No dio muestras de estar sorprendido.

—¿Está herida?

—No. No quería venir conmigo. ¿Podemos salir por aquí?

—Sigue adelante. Yo cerraré con llave detrás de ti.

Al final del sendero, la verja del lúgubre recinto estaba abierta. Dentro podía verse la alta figura de Drustan dando vueltas con impaciencia. Aquel día parecía haberse abandonado incluso la pretensión de seguridad. Al ver a Faolan manchado de sangre con la inerte figura de Ana en el hombro, el joven se abalanzó sobre ellos de un salto y Faolan empezó a lamentar que Deord hubiera dejado aquel sitio tan generosamente abierto.

—¡Está herida! ¿Qué has hecho?

Entonces, antes de que Faolan pudiera respirar siquiera, el peso de Ana abandonó sus hombros, Drustan la cogió y se sentó en el banco, sujetando el cuerpo de la muchacha con un brazo mientras que con la otra mano le sostenía la cabeza contra su hombro.

—¡Ana! —la llamó preocupado—. ¡Ana, despierta! —Entonces, mirando a Faolan con ojos acusadores, preguntó—: ¿Qué ha pasado?

Aquella no era la reacción normal de alguien preocupado por otra persona. El tono feroz, la mirada intensa, la manera en que los dedos de Drustan se movían por la piel y el pelo de Ana eran propios de un hombre enamorado. Faolan se preguntó cómo podía haber ocurrido, cómo le había pasado inadvertido a él, el mejor espía de todo Fortriu, que algo así estaba pasando.

—No la despiertes —le dijo—. Se negó a venir conmigo. Necesito que siga inconsciente hasta que nos hayamos alejado y estemos a salvo.

—Le has hecho daño. ¿Qué es esta magulladura?

Faolan suspiró. ¿Dónde se habría metido Deord? Debían actuar deprisa. Pronto alguien encontraría las señales que había dejado.

—Se despertará con un ligero dolor de cabeza y estará enfadada. Tuve que hacerlo, Drustan. En cuanto a la magulladura, no se la he hecho yo. Además, ¿a ti qué más te da?

El joven hizo caso omiso de la pregunta. Había cesado en su intento de despertar a Ana y ahora la abrazaba con más fuerza, con los ojos cerrados y los labios apretados contra su cabello.

—Te la vas a llevar —murmuró.

Faolan lo odiaba. Detestaba las manos de Drustan, que acariciaban a Ana con la confianza de alguien que tuviera todo el derecho a hacerlo. No podía soportar que diera por supuesto que podía hacer lo que la costumbre y el deber nunca permitirían que él hiciera. Él había soñado con acariciarla de ese modo. Drustan lo hacía sin ni siquiera considerar si estaba mal.

—Puesto que para Ana la alternativa es casarse con tu hermano —repuso Faolan con dureza—, sí, me la voy a llevar. El tratado no tiene ningún valor, Alpin lo admitió. Y ella le tiene miedo. Él fue quien la golpeó. No voy a tolerarlo. Debemos irnos esta misma mañana. Esperaba que Deord…

—Ha empacado unas cuantas cosas para vosotros. —Drustan no había abierto los ojos. Mecía a Ana en sus brazos. Faolan oyó que la respiración de la muchacha cambiaba, señal de que estaba recuperando el conocimiento—. No esperábamos que te la llevaras. Es demasiado peligroso. Alpin os perseguirá con los perros. ¿Cómo podrás mantenerla a salvo?

—Cuanto más nos retrasemos, menos probabilidades hay de que pueda hacerlo —le espetó Faolan—. ¿Hay alguna forma de salir de aquí, algún sitio por el que pueda dar esquinazo a los guardias?

—Contéstame —dijo Drustan, y aunque sus ojos seguían cerrados, su tono exigía una respuesta.

—Ana tiene más recursos de lo que, por lo visto, tú crees —respondió Faolan—. Me salvó la vida de camino aquí a riesgo de perder la suya. Ayúdanos a salir; nosotros haremos el resto —se le ocurrió que era una oportunidad perfecta para que Drustan escapara también. Faolan observó las manos del cautivo, enredadas en el cabello dorado de Ana, y no dijo nada.

La verja de hierro rechinó y se cerró de golpe. Para gran alivio de Faolan, Deord apareció caminando a grandes zancadas, moviéndose con rapidez, pero con la misma calma de siempre.

—Puedo darte provisiones, un arma y un par de botas. No llegarás muy lejos con eso que llevas —comentó mirando los zapatos agrietados e inadecuados de Faolan—. No puedo ayudarte dándote un caballo. De todos modos, puede que vayas mejor a pie. Pero la dama… eso no lo había previsto.

—¿Qué pudiste oír ayer? —le preguntó Faolan a Deord mientras este iba a buscar un fardo pequeño y pulcramente atado al dormitorio y le pasaba un par de botas gastadas, pero que aun así le serían muy útiles.

—Suficiente. Alpin descubrió tu secreto; quizá te presionó para que traicionaras a Bridei. Por alguna razón decidió encerrarte un tiempo, sin saber si te largarías o harías lo que él quería. Siendo un hombre de la Sima, hiciste lo que yo hubiese hecho en tales circunstancias. Al fin y al cabo, sólo respondemos ante nosotros mismos.

—Tú, es evidente, sólo respondes ante Alpin, ¿no es así? —dijo Faolan, que echó un vistazo al sombrío recinto. Drustan permanecía sentado en el banco sin moverse. El brillante cabello de Ana formaba una resplandeciente capa sobre su hombro y su pecho. Él parecía desconsolado, como si estuviera a punto de perder la única cosa buena de su mundo.

—Alpin me ha ofrecido trabajo y un sitio para vivir —dijo Deord—. Nada más que eso. Si sigo aquí, no es por él. Faolan, no puedes llevártela contigo. No tienes ni la más mínima posibilidad de escapar.

—Me la llevo. Por eso precisamente me voy. No va a casarse con ese hombre; no voy a permitirlo.

—¿Tú no vas a permitirlo?

—No tenemos tiempo para discusiones. —Faolan se echó el fardo a la espalda—. ¿Dónde está la salida, el lugar por el que salís al bosque vosotros? Esta mañana he matado a dos hombres y aturdido a otro; tengo que marcharme. Trae —dijo al tiempo que se acercaba a Drustan—. Voy a llevármela.

Ana soltó un quejido y movió la cabeza de un lado a otro. Estaba volviendo en sí. Los dedos de Drustan se movieron de nuevo entre su cabello, acariciándolo suavemente. Le murmuró unas palabras tranquilizadoras.

—Tengo una pócima —dijo Deord con cierta renuencia—. La utilizamos en nuestros peores días. Con un poquito se mantendrá inconsciente durante un tiempo, el suficiente para que llegues a una zona del bosque más profunda.

—Por favor. —La idea de drogar a Ana repugnaba a Faolan, pero Deord tenía razón: las posibilidades de escapar eran como mucho escasas y debía aprovechar toda la ayuda disponible. Esperó mientras Deord traía un frasco que había ido a buscar dentro, lo descorchaba y administraba lo que, en efecto, parecía una dosis muy pequeña.

Drustan tensó el semblante.

—Te provoca un sueño prolongado —señaló—. Y sueños perturbadores. Se despertará confusa y asustada.

Faolan no respondió, se limitó a arrodillarse junto a Drustan, dispuesto a colocarse a Ana a la espalda una vez más. En aquellos momentos ella estaba en silencio, la droga ya parecía haber empezado a hacerle efecto.

Drustan levantó la mirada.

—Deord —dijo—, debes marcharte con ellos. ¿No estás obligado a ayudar a este hombre? ¿A asegurarte de que sigue libre? Se hizo el silencio.

—No puedo —respondió Deord cansinamente—. No puedo marcharme y dejarte aquí solo.

Drustan le dirigió una sonrisa falta de alegría.

—Mi hermano me encontrará otro guardián. Quiero que lo hagas. Faolan tiene razón, Ana debe volver a su casa. No debe casarse con mi hermano. Llévatela y corre. Los dos juntos podéis hacerlo. Vete, Deord. Quiero que te vayas.

—¿Sabes lo que estás diciendo? —Deord se acuclilló junto a Drustan y lo miró a los ojos—. Esto encolerizará a tu hermano. Saldrá en persecución de Faolan como un gato montés tras el rastro de un conejo. Si me voy yo también y le damos esquinazo, serás tú quien recibirá todo el peso de su ira. Soy responsable de ti, Drustan. Lo he sido durante estos siete años. No voy a abandonarte —a continuación, mirando a Faolan, añadió—: A menos que…

Este tuvo que obligarse a hablar para plantear la opción que sabía que era la más apropiada.

—¿Por qué no vienes tú también, Drustan? Libérate, deja atrás el Brezal.

Dos pares de ojos se volvieron hacia él. Se hizo un breve silencio.

—¿Por qué no? —dijo Deord en voz baja—. Vete volando y no regreses nunca más. Ese era el sueño de todos los hombres de la Sima. Huir volando y empezar una nueva vida. Fuimos pocos los que lo conseguimos.

—No puedo hacerlo —el tono de Drustan fue rotundo.

—Todos hemos matado, algunos de nosotros más de una vez —terció Faolan—. Ya has pagado por ello. Lo has pagado con creces. Tu hermano impone unos castigos muy severos. Serías idiota si te quedaras —y como ninguno de los dos respondía, añadió—: Debéis decidiros ahora, los dos.

—¿Y si me voy y vuelvo a matar? —Drustan miraba a Ana, que tenía los párpados cerrados pesadamente y en su rostro pálido destacaba el moretón en la mejilla y la mandíbula.

—En una ocasión dijiste —le recordó Deord— que a ella nunca le harías daño. ¿Es eso cierto?

—Nunca le haría daño a Ana. Ella es mi esperanza.

—Entonces ven con nosotros. Alpin nos perseguirá por los senderos conocidos, por difíciles que estos sean. Son los caminos que seguirán sus perros. Pero hay otras vías, rutas que conocen mejor el ciervo y el águila ratonera, la liebre y el zorro. Tú puedes guiarnos, tú puedes mostrarnos la manera de salir vivos de esto —y cuando el hombre pelirrojo levantó la mirada con algo nuevo en los ojos, Deord añadió—: Tú puedes salvarla, Drustan.

El joven echó un vistazo al recinto y pareció preso del pánico.

—Entonces ella sabrá lo que soy.

—No puedo perder el tiempo discutiendo sobre este tema —intervino Faolan resueltamente, y se colocó a Ana en el hombro—. Enséñame la salida —por un momento pensó que Drustan no la soltaría; su mano sostuvo la de ella hasta el último instante.

—No tiene por qué saberlo —repuso Deord en tono calmado—. Puedes huir en tu otra forma. Ahora ya puedes controlar tus cambios. No hay necesidad de mostrarte. Por aquí, Faolan —y se dirigió hacia el dormitorio. Deord miró atrás por encima del hombro.

—Vete tú, Deord —dijo Drustan—. Yo os seguiré si puedo.

—Asegúrate de hacerlo —le contestó el guardián—. No quiero llevar tu muerte en mi conciencia. No te retrases demasiado —cogió una bolsa suya de un estante y se la echó al hombro. Entonces, dirigiéndose a Faolan, añadió—: Será mejor que dejes que la lleve yo, tengo los hombros más anchos. Mira, allí está nuestra madriguera para salir al exterior. Sabíamos que vendrías, de modo que está abierta. Agacha la cabeza.

—¿Vendrá? —le preguntó Faolan, que miró hacia atrás antes de descender a aquel pasadizo subterráneo.

—Será mejor que lo haga —contestó Deord—. Si no, me convertirá en un desertor, un hombre que abandonó a un amigo. Si se queda, su hermano lo matará. Ahora guardemos silencio, hasta que nos hayamos adentrado en el bosque. Espera a que te dé la señal para echar a correr. Conozco las pautas que siguen los guardias. ¿Estás listo?

—Estoy listo —respondió Faolan.