—El rey de Fortriu se hallaba en el Pozo del Cuervo, las tierras de Talorgen junto al Lago de la Doncella. La naturaleza de su misión hacía que ellos fueran la última pieza que había que encajar en su sitio en aquel gran juego de la guerra. Mientras que el propio Talorgen se unía a Uerb en un ataque naval a los asentamientos costeros de Dalriada, Ged combinaría sus fuerzas con las de Morleo y ambos se dirigirían al sur furtivamente para rodear y atacar a Gabhran en el interior. El grueso del ejército priteni, a las órdenes de Carnach, ya se había desplazado hacia el oeste y se había dividido en grupos más pequeños. Para entonces tendrían que estar acampados en las montañas, listos para lanzarse sobre los bastiones y asentamientos escotos más pequeños, situados entre la fortaleza de Gabhran en Dunadd y su frontera del norte. Bridei esperaría a que todos los demás estuvieran en posición. El día designado, contado desde el Solsticio de Verano, su grupo saldría hacia los Confines de Galany para unirse con los guerreros de Fokel y volver a tomar el campamento fortificado que había constituido el escenario de la primera experiencia de la batalla de un joven Bridei, más de cinco años atrás. Desde allí avanzarían hacia el sur para encontrarse primero con Talorgen y luego con Carnach. La dotación de guerreros caitt que había reunido Umbrig se encontraría con ellos por el camino. No habían acudido guerreros de las Islas Luminosas; el rey vasallo de Bridei había hecho caso omiso de su petición de ayuda. Haría falta otro rehén. No obstante, cuando el ejército de Fortriu marchara hacia Dunadd, constituiría una fuerza poderosa, sin duda.
Bridei estaba en el patio del Pozo del Cuervo mirando por entre los oscuros pinos hacia el frío resplandor del Lago de la Doncella. Un escalofrío recorrió su cuerpo: el reconocimiento de que el tiempo pasaba y la conciencia de que, dentro del gran círculo del nacimiento, la vida, la muerte y el renacimiento, había otros círculos, otras repeticiones. Si uno no aprendía algo de ellas, sin duda estaría condenado a desperdiciar su vida. Una vez había estado en aquel mismo sitio con un viejo y buen amigo, un amigo que, poco después, había muerto en lugar de Bridei. La culpabilidad que sentía por ello era algo de lo que no había podido librarse. Había enviado a Faolan a una misión; a Faolan, el único que había estado próximo a ocupar el lugar de Donal en su vida. Recordaba haberle dicho al escoto que esperaba que llegaran a ser amigos y que él le había respondido que él no era nada más que un hombre que hacía un trabajo y recibía un pago. Era Bridei quien había estado en lo cierto, aunque Faolan nunca lo había reconocido. Había aceptado la misión al Brezal como un criado acepta una orden; su desagrado había sido evidente. Bridei se preguntaba por qué había hecho ir a Faolan. Había querido ahorrarle tener que decidir entre luchar contra su propia gente y no proteger a su rey y jefe. Probablemente la verdadera razón de enviar lejos a Faolan había sido la de evitar su muerte. Dados los peligrosos acontecimientos a los que iban a enfrentarse los hombres de Fortriu aquel otoño, existía una posibilidad muy real de que la guardia personal del rey cayera sirviendo a su señor. Bridei pensaba que tal vez sus motivos habían sido egoístas. No quería añadir la carga del sacrificio de otro amigo a la que ya soportaba.
De todos modos, en aquellos momentos deseaba que Faolan estuviera allí. Breth era efectivo, fuerte, bueno en su trabajo. A su manera, él también era un amigo. Pero fue el escoto quien le había visto en sus momentos más débiles y vulnerables. Cuando estaban lejos de casa, en el mundo masculino de las campañas, no tenía a su lado a Tuala para que escuchara sus miedos y sus problemas y le ofreciera el consejo serio y sabio del que Bridei tanto dependía. En dichos momentos era a Faolan a quien le abría el corazón cuando lo invadían la duda y la incertidumbre. Puede que las respuestas del escoto fueran secas; a menudo parecía ser incapaz de tener emociones. Pero se podía confiar en que era absolutamente sincero. Resultaba irónico que su especialidad, como espía, fuera la ocultación y el subterfugio. Con él, Faolan era de una honestidad escrupulosa.
El fino oído de Bridei percibió un movimiento más abajo en la ladera: alguien se acercaba a pie, dos o tres hombres. Breth, consciente de que el rey quería estar solo, había permanecido montando guardia a una corta distancia. Bridei le hizo señas para que se acercara. Juntos miraron ladera abajo con la luz de la luna, pero casi no vieron nada.
—Es tarde para que venga nadie —murmuró el monarca.
Al cabo de un momento los perros empezaron a ladrar, los guardias dieron el alto y unas voces respondieron desde el camino, por debajo de los oscuros pinos.
—¡Mensajeros de Umbrig de los caitt! —gritó alguien—. Venimos en son de paz; los lobos retrasaron nuestra llegada. Yo soy Orbenn y mi compañero se llama Hargest, ambos pertenecemos a la casa de Umbrig. ¿Podéis darnos refugio aquí?
—¡Acercaos a la puerta! —ordenó el centinela—. Más cerca. Poneos a la luz de las antorchas. Ahora dejad las armas. Todas. Daos la vuelta. Arrodillaos y no os mováis hasta que se os diga.
Era el procedimiento habitual. El Pozo del Cuervo se hallaba a tan sólo un tiro de piedra, por así decirlo, de la frontera con el territorio de Dalriada, por lo que los espías frecuentaban la zona más occidental. A los que visitaban la fortaleza de Talorgen rara vez se les permitía la entrada sin darles el alto.
Bridei y Breth entraron y se dirigieron a la cámara de consejo. No pasó mucho tiempo hasta que los guardias llevaron hasta ella a dos hombres. Dos hombres muy jóvenes. Bridei los habría llamado niños, pero aquellos muchachos eran tan corpulentos y feroces que uno no se atrevería a insultar su hombría de ese modo. Iban ataviados con las capas de piel que solían llevar los caitt y sus rostros lozanos e imberbes ya estaban decorados con sus primeros tatuajes de guerrero, cuyo diseño de intrincados detalles los identificaba inmediatamente como los habitantes del norte que decían ser. Uno de los muchachos tenía el rostro y los hombros anchos y los músculos de un buey. El otro era de complexión algo más delgada. Ambos tenían una mirada fulminante.
Bridei no llevaba ningún símbolo de su posición, ni diadema, ni torques, ni broche de plata. No obstante, los dos jóvenes inclinaron respetuosamente la cabeza al verlo.
—Mi señor rey —farfullaron los dos a la vez. Lo habían ensayado bien.
—Por lo visto habéis tenido un viaje difícil —dijo Bridei—. ¿Habéis mencionado a los lobos?
—Sí, mi señor. —El joven ligeramente menos corpulento irguió los hombros y se puso bien la túnica de un tirón—. Soy Orbenn, de la casa de Umbrig. He venido a transmitirte su mensaje para luego regresar adonde está acampado. Mi señor dice que tú ya sabes dónde es.
Así pues, Umbrig ya se dirigía a su posición.
—¿Y tu amigo aquí presente? —preguntó Bridei—. ¿Tanto pesa el mensaje que hacen falta dos personas para traerlo? —lo dijo con la esperanza de dar un tono más distendido al ambiente, pues el más corpulento de los dos estaba tan tenso que parecía que podía partirse en dos si lo tocabas. El muchacho se sonrojó con aquel comentario y Bridei lamentó haberlo hecho.
—Soy Hargest —masculló—. He venido… He venido a… —tenía los puños apretados. Sus ojos, de un singular azul claro, estaban entrecerrados y tenían una mirada hostil.
—Vino sin que nadie lo invitara —intervino Orbenn.
Hargest le dirigió una furiosa y ceñuda mirada.
—Puedo hablar por mí mismo —le espetó Hargest. Entonces, respiró hondo y añadió—: Te pido disculpas, mi señor rey. Puedo explicarme.
—Pues hazlo —replicó Bridei con frialdad—. Es tarde y estamos ocupados. Seguro que comprendes que en los tiempos que corren una fortaleza no puede recibir con los brazos abiertos a cualquiera que aparezca en la puerta. ¿Para qué has venido?
—Yo quería… Es decir… —el joven fulminó a su compañero con la mirada. Luego miró a Breth, armado y peligroso junto al hombro derecho del rey, y echó un vistazo a los hombres de armas apostados estratégicamente por la cámara del consejo—. No quiero hablar delante de todos estos hombres —soltó Hargest, cuyas mejillas se sonrojaron aún más.
—¿Crees que el rey es idiota? —lo desafió Breth—. No concede audiencias privadas a los perfectos desconocidos, ni siquiera en época de paz. Ahora di qué asunto te trae por aquí o te echaremos para que vuelvas a probar suerte con los lobos. No malgastes más el tiempo del rey.
—Es mi guardia personal, Breth —le explicó Bridei al joven en tono suave—. Lo que dice es cierto. No obstante, creo que podemos arreglarlo para daros de comer mientras habláis con nosotros. Por imponente que sea vuestra presencia, estáis rodeados por los guerreros más cualificados de todo Fortriu, y estoy seguro de que os despojaron de todas vuestras armas antes de dejaros entrar. ¿Enfret? —Se dirigió a uno de sus propios guardias, un hombre de Pitnochie que había pasado a formar parte de su escolta personal—. Necesitamos un poco de comida para estos viajeros. Encárgate de ello, ¿quieres? Y haz que los hombres se aparten un poco; dejadles espacio para respirar.
Una vez estuvieron sentados en un banco con unos cuencos de gachas hechas con grasa de cordero en las manos y unas copas de cerveza frente a ellos, los dos jóvenes parecieron un poco más relajados. El mensaje de Orbenn no era secreto y lo transmitió rápidamente entre grandes bocados de comida.
—Mi señor Umbrig dice que se reunirá contigo de acuerdo con lo planeado, y dice que, si quieres una cifra, son trescientos veinte, pocos más o menos.
Bridei abrió desmesuradamente los ojos. Trescientos veinte guerreros constituían una fuerza de proporciones considerables que, con Umbrig al mando, debía tenerse en cuenta.
—Gracias —le respondió con calma—. ¿Algo más? ¿Mencionó a algún otro jefe de clan? —Había corrido la voz de que Umbrig se uniría a Fokel de Galany; ambos tenían experiencia en el transporte de hombres y suministros por terrenos aparentemente intransitables. Bridei había albergado la esperanza de que, para entonces, quizá Alpin del Brezal también formara parte del plan, aunque no lo dijo, no a ese joven del que no sabía nada.
—No, mi señor rey —contestó Orbenn, y tomó un largo trago de cerveza—. ¡Por la hombría del Guardián de las Llamas, esto sí que es una buena cerveza! Esas eran las únicas palabras del mensaje. ¿Te refieres a Fokel de Galany? ¿Esperas que se reúna contigo?
Se hizo un incómodo silencio.
—Para ser un joven que todavía carece de experiencia —dijo Breth—, pareces saber muchas cosas. ¿Quién eres tú para hacerle semejante pregunta al rey? —En alguna ocasión, cuando hablaba el guardaespaldas de Bridei, la gente decía poder oír en su voz el raspar de una espada al desenvainarse. Aquella era una de esas ocasiones. La mano de Orbenn se detuvo con la copa de cerveza a medio camino de sus labios.
—Comprenderás —terció Bridei— que este tipo de asuntos son para tratarlos en los consejos privados entre jefes de clan y druidas. Como mensajero, tu trabajo consiste en hacer llegar el mensaje y transmitirlo fielmente, nada más.
—Ya lo sé —masculló Orbenn, y dejó la copa.
—Es la primera vez que Umbrig te confía una tarea como esta, ¿verdad? —intervino Enfret con una sonrisa burlona.
No hubo respuesta. Decir que el mensajero se enfurruñó no sería del todo exacto; a pesar de su juventud, su figura era demasiado formidable para eso. Sencillamente pareció encerrarse en sí mismo.
Bridei esperó a que los dos muchachos hubieran comido hasta saciarse. Entonces mandó a Orbenn con Enfret para buscar un rincón en los dormitorios que pudiera acomodar a los viajeros. Retuvo a Hargest con un pequeño gesto de la mano.
—Bueno —dijo—, oigamos de qué va todo esto. Tendrás que hablar delante de Breth, aquí presente. Es mi protector personal y está conmigo siempre. A los demás no les interesa, créeme. ¿Quién eres y por qué has venido? No quisiera enojar a Umbrig sólo porque a ti se te haya metido en la cabeza correr una aventura. ¿Cuál es tu puesto en su casa?
—Soy un guerrero —lo dijo en tono desafiante, como si esperara recibir muestras de desdén y burla o, al menos, de desafío.
—Entiendo —comentó Bridei—. Tienes la constitución adecuada para ello, de eso no hay duda. Así pues, ¿eres uno de sus hombres de armas?
Hargest bajó la vista a sus botas.
—En cierto modo —respondió ininteligiblemente.
—¿Por qué viniste? ¿Para ofrecer protección a un amigo? ¿Por la seguridad de ir acompañados?
El chico no respondió.
—¡Habla! —Bridei se cruzó de brazos y frunció el ceño—. Si no puedes explicar tu presencia aquí, nos veremos obligados a encerrarte hasta que descubramos la verdad. Ahora mismo no se me ocurre ni un solo motivo para confiar en ti.
Hargest volvió a levantar la mirada. Había recuperado un poco la compostura, pero sus ojos denotaban enojo. Su actitud tenía cierto parecido con la de un toro joven, una mezcla de agresividad e incertidumbre.
—Quiero desempeñar un trabajo —declaró—. Un trabajo de verdad, uno que me ponga a prueba. Quiero un trabajo como el tuyo —miró a Breth, que le devolvió la mirada con auténtica sorpresa.
—¿En calidad de qué? —Bridei se debatía entre el regocijo que le causaba el atrevimiento del muchacho y una verdadera admiración por su valor. Como guerrero, seguro que Hargest era de los que atacaban primero, sin tener en cuenta su propia seguridad—. Si eres el luchador que dices ser, ¿no tienes ya un trabajo con Umbrig?
Un atisbo de emoción cruzó por los anchos rasgos del joven.
—Él no me deja luchar —se quejó Hargest—. Sólo permitió que participara en una pequeña escaramuza, después tuve que volver a mi trabajo anterior. Cuidar de los caballos.
—Así pues, ¿no eres un guerrero sino un mozo de cuadra? —terció Breth con una sonrisa.
—¿Crees que no sé luchar? —replicó Hargest con un gruñido—. ¡Ponme a prueba!
—No hay ninguna necesidad de hacerlo —dijo Bridei con serenidad—. Dime, Hargest, ¿cuántos años tienes? —se preguntaba si el chico mentiría, y si él se daría cuenta.
—Quince, mi señor rey. —Seguramente era cierto, aunque el muchacho fuera tan alto como Carnach y el doble de corpulento.
—¿Y qué lugar ocupas exactamente en la casa de Umbrig? Creo que no nos lo has dicho.
—Fui allí como ahijado, mi señor rey. Soy pariente de Umbrig. Una especie de pariente —el rubor volvió a teñir las mejillas de Hargest, lo que le hacía parecer más joven.
—Una especie de pariente. ¿Nacido fuera del matrimonio?
Ese tipo de asuntos eran delicados, aunque corrientes: los hombres reconocían a sus hijos naturales, pero rara vez les conferían tierras u otros privilegios. Un lugar en la casa se consideraba suficiente.
—Sí, mi señor. Mi padre es primo segundo de Umbrig. Me engendró cuando sólo tenía catorce años. Me mandaron al Risco Tormentoso cuando yo tenía siete. Se consideró que era lo más apropiado, puesto que él, mi padre, iba a casarse. Se me consideraba una vergüenza.
—Entiendo. —Bridei, a quien también habían ahijado, era perfectamente consciente de la soledad, la confusión y los sentimientos de pérdida que una decisión como aquella podía acarrear. El hecho de haber sido educado por Broichan, por mucho que el druida le hubiera instruido de un modo admirable, no había contribuido precisamente a que su niñez hubiera estado llena de afecto—. ¿Y ahora Umbrig te emplea como mozo de cuadra?
—Me gustan los caballos —respondió sencillamente Hargest. Por primera vez habló con naturalidad, como si hubiera olvidado por un momento su máscara protectora de agresividad—. Se me dan bien. De no ser así, no me hubiera traído en esta expedición. Pero soy mejor con una espada, con un garrote o con los puños, y eso es lo que quiero hacer, mi señor rey. Ser el mejor guerrero de todos los territorios del norte, demostrar que puedo salir indemne de cualquier batalla —el joven tenía una mirada furibunda y la espalda muy recta.
Bridei aguardó un momento, valoró el coraje que había tras aquellas combativas palabras y luego le preguntó en tono calmado:
—¿A quién quieres demostrárselo? ¿A tu padre?
Hargest pareció abatirse un poco.
—Tal vez —respondió entre dientes.
—No creo que mencionaras su nombre —comentó Bridei.
—Alpin —dijo Hargest—. Alpin del Brezal.
—Ah.
—¿Lo conoces?
—Sé alguna cosa sobre él —contestó Bridei—. ¿Vas a volver al Brezal ahora que eres lo bastante mayor como para dejar a tu padre adoptivo? ¿Ves a menudo a tu padre?
—No, mi señor. Umbrig dijo que podía quedarme en el Risco Tormentoso, que es lo que he decidido hacer. A mi padre le conviene que sea así. Prefiere que me mantenga alejado.
—¿En serio? ¿Un joven tan magnífico como tú? —el tono de Breth no era del todo burlón. La verdad era que cualquier padre se sentiría orgulloso de aquel muchacho, un espécimen comparable a un ternero de primera o a un verraco.
—Tiene sus motivos.
—Hargest —Bridei eligió sus palabras con cuidado—, has mencionado el matrimonio de Alpin cuando te fuiste con Umbrig al Risco Tormentoso. Tengo motivos para creer que podría ser que volviera a casarse, quizá este mismo verano. ¿Has oído algo al respecto? ¿Te han hecho llegar una invitación tal vez?
—¡Ja! —exclamó Hargest con desdén—. Soy la última persona que querría ver en su boda. Lo de una nueva esposa es cierto. Umbrig fue invitado, pero la ceremonia se retrasó y ahora no puede ir, puesto que está en campaña. Espero que mi padre tenga mejor suerte que la última vez.
—¿La última vez?
—A su primera esposa la asesinaron. La mató mi tío loco. El Brezal es un lugar maldito, eso es lo que dice mi madre. Allí todo sale mal. Nadie en su sano juicio querría quedarse.
Bridei sintió que se le helaba el corazón. Esperaba que el muchacho estuviera exagerando. Ya había resultado bastante difícil mandar a Ana con un marido desconocido. Siempre había sido consciente de que su honorable y dulce rehén se merecía algo mejor. Esperaba que aquel reino de locos y maldiciones fuera el producto de la imaginación excesivamente fecunda de un joven ofendido.
—¿Dónde está tu madre ahora? —le preguntó a Hargest—. ¿Sigue viviendo en la casa de Alpin?
—No, mi señor. Se marchó poco después de que a mí me mandaran fuera. Regresó a su asentamiento de origen, en el oeste, y contrajo matrimonio con un antiguo novio. A veces recibo mensajes suyos, y le mando mis respuestas. Sé que está bien.
—De acuerdo —dijo Bridei—. Ahora, dime, ¿qué opina Umbrig de esta deserción? Si tu amigo Orbenn vuelve solo con la noticia de que tú te has quedado aquí, ¿tu padre adoptivo no se enojará por este abandono? ¿Quién va a mantener a los caballos en excelentes condiciones durante la larga cabalgata hacia el sur?
—Hay otros mozos de cuadra, mi señor rey.
—Pero aun así se enfadará. Le debes más que eso; él te ha proporcionado un hogar y una seguridad.
—No se enfadará si Orbenn le dice que me has ofrecido un puesto entre tus hombres, mi señor rey.
Breth se quedó boquiabierto ante semejante descaro. Por unos instantes, Bridei no supo cómo reaccionar.
—¿Y qué puesto sería ese? —el tono de Breth era terminante—. ¡Por la hombría del Guardián de las Llamas, eres más…!
—Gracias, Breth —lo interrumpió Bridei—. Responde a su pregunta, Hargest. Está claro que estás cualificado como mozo de cuadra. Me imagino que ese trabajo no te atrae. Tienes que ser preciso.
—Deseo servirte, mi señor. —Hargest los sobresaltó a ambos cuando de pronto cayó de rodillas con gracilidad. Para ser un hombre tan grandote, mostraba una rapidez y soltura de movimientos asombrosa—. Entrenarme como guerrero; tal vez aprender de un hombre tan capaz como tu guardaespaldas, aquí presente.
—De manera que reconoces que puede que todavía tengas cosas que aprender. —Bridei se debatió nuevamente entre el regocijo y la admiración, puesto que, con quince años, aquel muchacho poseía una seguridad que le auguraba un brillante porvenir si se le ofrecían las oportunidades adecuadas.
—Soy un buen luchador, mi señor. Soy bueno, pero todavía tengo mucho que aprender; eso ya lo sé. Tus hombres podrían pulirme, proporcionarme el refinamiento que me hace falta y transmitirme los secretos del oficio. Deja que me quede. Deja que cabalgue hacia la batalla con tu ejército.
Bridei contempló aquel rostro colorado, aquellos ojos brillantes.
—Si Umbrig quisiera que entraras en batalla —dijo—, te habría asignado un puesto entre sus propios guerreros.
—Él no se da cuenta de que ahora soy un hombre…
—Me parece que te equivocas. Me imagino que tu padre adoptivo lo único que quiere es mantenerte a salvo. Asegurarse de que llegas a la edad adulta y haces algo positivo con tu vida. Los padres adoptivos se preocupan por sus hijos adoptivos, Hargest, aunque a veces no nos demos cuenta.
—¿Qué queréis decir, mi señor?
—Yo soy como tú, un hijo adoptivo. Sólo que el hombre que cuidó de mí fue un druida, lo cual todavía lo hizo más difícil. Yo tenía dieciocho años cuando marché hacia mi primera batalla.
—¿Puedo quedarme? ¿Me aceptarás?
Breth carraspeó ligeramente.
—Ya veremos —respondió Bridei con frialdad—. Orbenn y tú podéis alojaros aquí, en el Pozo del Cuervo, durante una o dos noches. Me hace falta tiempo para considerar tu petición. Debes entender que, al huir como lo has hecho, habrás causado gran preocupación a Umbrig. Por sí sólo, eso ya me dice que no has llegado a la edad de madurez masculina.
Hargest, que seguía de rodillas, hizo un ademán de protestar.
—Es cierto —continuó Bridei, impidiéndole hablar—, y con el tiempo te darás cuenta de lo que has hecho. Puede que no sea hasta que tengas tus propios hijos, pero la comprensión te llegará como un rayo, créeme. Ahora ponte de pie y vete a la cama. Uno de mis hombres te mostrará dónde puedes descansar. Aquí nos levantamos temprano. Asegúrate de estar listo para lo que traiga el nuevo día.
—Sí, mi señor —el rostro de Hargest estaba lleno de esperanza, su mirada sombría había desaparecido por completo—. Que la Brillante te conceda dulces sueños, mi señor rey. Y a ti también —añadió, saludando a Breth con una inclinación de la cabeza, lo cual resultó un tanto sorprendente.
—Que el Guardián de las Llamas ilumine tu despertar —repuso Bridei, y se quedó mirando al joven mientras los hombres de armas lo acompañaban fuera de allí.
—Es todo músculo, y también modales, cuando se acuerda de ellos —comentó Breth—. De todos modos, yo en tu lugar no me apresuraría a tomar una decisión. Ese muchacho no es lo que parece.
Acababan de traer una carretada de juncos frescos y Faolan encontró a Gerdic con dos de sus compañeros sirvientes quitando los restos sucios de los viejos antes de sustituirlos. En los tableros de las mesas había unos cuantos gatos —negros, blancos, rayados y moteados— que rondaban por allí o estaban agazapados o recostados, todos ellos fascinados con aquella agitación. En el extremo más alejado del salón vio una figura de largas vestiduras que le resultaba familiar y que ataba unos cuantos juncos recién cortados con un pedazo de cuerda.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Faolan a Gerdic, al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que ningún hombre de armas ni otra persona los observaba con el más mínimo interés.
Ya se habían acostumbrado a él. Había cultivado fama de excéntrico, acorde con su profesión de bardo, y la mayoría de los sirvientes aceptaban sin sorprenderse el hecho de que echara una mano gustosamente en tareas de ínfima importancia para matar el tiempo. Resultaba asombroso los retazos de información que se le escapaba a la gente mientras limpiaba pescado, cavaba los excusados o amasaba el pan.
Se fue abriendo camino poco a poco hacia Deord, horca en mano, al tiempo que se llevaba la maloliente capa de juncos manchados por delante. Se levantaban nubes de pequeños insectos y notaba un constante picor en los tobillos. A cierta distancia por detrás de él, Gerdic repasó de nuevo la zona con una escoba de mijo antes de que un tercer hombre extendiera los juncos limpios. El motivo que llamaba la atención de los gatos se hizo evidente enseguida: la horca de Faolan descubría aquí un ratón, allí una rata, allá una familia de escarabajos de caparazón oscuro que se escabullían para buscar refugio. Aquel era un día de festín para la población felina del Brezal.
Faolan se agachó junto a los pies de Deord para soltar un terrón de materia en descomposición que se había quedado atrapado entre los dientes de la horca y realizó su petición con el menor número de palabras posible.
—Hoy un escoto visita a Alpin. Necesito un informe. Deord se entretuvo toqueteando su haz de juncos.
—Juegas con fuego —masculló.
—Lo necesito —dijo Faolan entre dientes—. Esta noche, si puedes.
—Deberías marcharte a casa y no meterte en esto. —Deord levantó su enorme atado de juncos, se lo puso sobre sus anchos hombros y se dio la vuelta—. Haré lo que pueda.
Faolan reanudó el constante movimiento de la horca mientras el otro hombre se alejaba.
—Un tipo extraño ese Deord —comentó Gerdic, que había ido acortando distancias durante el intercambio de palabras—. El suyo debe ser el peor trabajo del mundo.
—Se me ocurren unos cuantos que podrían comparársele —dijo Faolan rascándose la pierna y mirando las marcas de mugre allí donde la alfombra de juncos tocaba las paredes de piedra encalada—. ¿Qué hacemos con esto? ¿Sacarlo fuera y quemarlo?
—Eso ya lo harán los muchachos cuando terminemos. Toma, coge un rato la escoba, así no forzarás tanto la espalda.
—¿Gerdic?
—¿Sí?
—Es sobre la boda. Se supone que tengo que proporcionar entretenimiento durante la cena, y ya tengo preparado un repertorio de canciones; pero ¿qué se hace durante el día? ¿Qué es lo normal? ¿El ritual, el banquete y un baile?
—Será mejor que se lo preguntes a Orna. Son las mujeres las que disfrutan con estas fiestas. Hace mucho tiempo que no teníamos nada parecido por aquí. Lord Alpin no es de los que gozan con la música, las flores y la ropa elegante. Sé que los hombres hacen su particular celebración por la mañana, con cerveza buena en abundancia y unas cuantas competiciones y juegos. Así las mujeres tienen tiempo de dar los últimos toques al festín y de arreglarse lo mejor posible. Por la tarde tienen lugar los esponsales. Si se parece a la boda de mi hermana, es entonces cuando vienen las oraciones y esas cosas. Y el baile es después. El baile y el banquete. Será entonces cuando te necesitarán, Faolan. Aunque ya debes saberlo. Seguro que has tocado en otras bodas.
Él siguió barriendo.
—Sí, claro —dijo—. Pero no entre los caitt. Aquí la gente tiene su propia manera de hacer las cosas.
Drustan?
—¿Ana?
—He venido sin Ludha. Quería hablar contigo a solas.
Él guardó silencio unos instantes. Había empezado a caer una ligera lluvia. Ana, agachada en las piedras del patio superior, se cubrió la cabeza con el mantón. Aquel día ni siquiera sacó las cosas del costurero.
—Hoy es el último día —dijo Drustan—. Mañana te casas con mi hermano.
A Ana se le hizo un nudo en la garganta que le dificultaba el habla.
—Sí —dijo—. Ya ha llegado el druida. No hay motivo para retrasarlo más. Está poniendo por escrito las condiciones del contrato, que se firmará por la mañana.
Él no dijo nada.
—Drustan, tenía la esperanza de… Quería localizar a esa anciana, Bela. Ludha dice que podría ser que todavía estuviera en algún lugar del bosque. Esperaba que ella pudiera contarme…
—¿Qué, Ana?
—Si pudiéramos encontrarla… Si sigue con vida… Pensé que podría contarme la verdad. Que tú no lo hiciste. No puedo creer que fueras capaz de un acto semejante, ni siquiera sufriendo algún…, algún estado mental que te impidiera ser consciente de lo que estabas haciendo. Pero nadie sabe dónde está, y es demasiado tarde. Y ahora tengo que casarme con Alpin a pesar de que… a pesar de que…
—Dímelo, Ana. ¿Qué pasa?
—A pesar de que me repugna que me toque —le salió con un hilo de voz. Se avergonzaba de estar diciéndolo en voz alta—. No puedo soportar que me ponga las manos encima. No sé cómo voy a poder… No sé si seré capaz de… —Había decidido no decírselo a nadie, y menos a Drustan, pero le había salido sin querer.
—No lo hagas, Ana —su tono de voz era furibundo.
—Tengo que hacerlo.
—Te hará daño. Y yo no podré ayudarte —susurró.
—¿Drustan?
No hubo respuesta.
—No puedo hablarte de lo que quiero en realidad. Pero si tengo que casarme con tu hermano, me gustaría que te marcharas la próxima vez que Deord te diera la oportunidad. Huye hacia el bosque, deja atrás el Brezal, busca una nueva vida en otra parte. Aunque… hicieras lo que dicen que has hecho, no deberías estar condenado a toda una vida de reclusión. ¿Cómo puedo vivir aquí sabiendo que estás al otro lado de la pared, encadenado? Al menos, si aprovechas la próxima oportunidad para escaparte, yo sabré que estás libre, feliz, aunque no vuelva a verte nunca más —se sorbió la nariz, intentando no llorar, y buscó a tientas un pañuelo. En sus mejillas, las lágrimas se mezclaron con la suave lluvia.
—Yo prefiero estar encadenado y cerca de ti, querida —dijo él—, que en el bosque, libre y lejos de donde tú estás. Además… —su voz adoptó un dejo sombrío que a Ana le produjo escalofríos.
—Deberías aprovechar para huir la próxima vez. ¿Cómo puedes optar por la cautividad? Es…, bueno, todo esto es horrible, y nadie ha logrado convencerme todavía de que estás loco, aunque la verdad es que lo han intentado.
—Si fui yo quien mató a la mujer de Alpin —era la primera vez que lo oía expresar la menor duda al respecto—, no puedo recuperar la libertad. Si maté a una persona inocente, podría matar a otra. Es un riesgo que no me atrevo a correr.
—Así pues, no sería el amor lo que te retendría cerca de mí después de todo —dijo ella—, sino el miedo. El miedo de ti mismo.
—No estoy diciendo que no te ame. Eres mi luna y mis estrellas, mi primavera y mi estío, Ana. Lo supe desde el primer momento en que te vi junto al vado, tan sola, tan valiente. Tú eres el equilibrio en mi mundo de arremolinado caos.
—¿Así es como ves tu vida? —susurró ella—. ¿Como un arremolinado caos? Sin embargo, cuando te pregunté cómo te sentías cuando sufrías un arrebato, me describiste una especie de viaje, casi el mismo que emprenden los druidas cuando entran en trance profundo, cuando viajan de un mundo al otro. ¿Tan desgraciado te sientes siempre? Perdona, es una pregunta estúpida. Cualquiera que estuviera encerrado como tú se volvería loco de frustración.
—Se requiere cierta fuerza de voluntad para permanecer cuerdo en estas condiciones. El hecho de tener a un guardia como Deord ayuda. No es fácil encontrar a hombres como él. ¿Ana?
—¿Sí?
—Aunque hubieses encontrado a Bela y te hubiera dicho que lo que dicen de mí es mentira, que soy inocente, seguirías estando obligada a casarte con mi hermano. El tratado no tiene nada que ver con si soy o no culpable, ¿no es cierto?
—Sí —respondió ella con abatimiento—. Pero…
—¿Pero qué? Dímelo. Deord no puede tardar en regresar, sólo ha ido a buscar unos juncos y agua limpia.
—No debería decirlo. Pero lo haré. Si creyera que existe la más mínima posibilidad de que tú y yo…, de que pudiera haber un futuro distinto para nosotros, algún día, entonces haría todo lo posible para evitar este matrimonio. Ya sabes que no quiero casarme con Alpin. Desde el primer momento me ha repelido su contacto y he recelado de su compañía. Tú ya sabes lo que quiero en realidad.
—Lo que querías —repuso él con voz suave— hasta que descubriste que lo que dicen de mí es cierto.
—¡No! —gritó más fuerte de lo que había sido su intención, y se llevó la mano a la boca. Por un momento había olvidado dónde se encontraba—. No, Drustan. Aunque sea verdad, aunque hayas hecho lo que dicen que hiciste, eso no cambia el hecho de que…
—Dilo.
—De que te quiero. De que, para mí, no existe otro hombre en el mundo.
Al final había pronunciado aquellas dulces y peligrosas palabras.
Drustan lanzó un suspiro que contenía más dolor que deleite.
—Quiero que mantengas la esperanza de que se puede demostrar tu inocencia. La esperanza de poder salir de nuevo al mundo. Confía en tu propia diosa; ella brilla en ti.
—Si te casas con mi hermano, ya nunca volveré a tener esperanza.
—Ya es demasiado tarde para cambiar eso. —La llovizna seguía cayendo, le mojaba el mantón, el pelo y empezaba a encharcarse junto a su falda—. No hay otra salida, no si el tratado de Bridei tiene que seguir en pie. Y no creo que pueda volver aquí a hablar contigo, Drustan. Me parece que esto es un adiós. Seguiré intentando descubrir la verdad de lo que ocurrió, lo juro…
—Ana, no…, no lo hagas…
—Adiós, amor mío. Mantén la esperanza, no la abandones. ¡Oh, dioses! No puedo hacer esto, es demasiado cruel…
—Ana…
—Siempre te llevaré en el corazón, a cada instante… Adiós…
Si contestó, Ana no lo oyó, pues se puso en pie a ciegas y se dirigió a trompicones hacia las escaleras, apartándose bruscamente el pelo de la cara. Una sombra se movió, un repentino parpadeo oscuro más abajo, como si una figura se escondiera con rapidez. Ana se quedó petrificada. Un sonido, quizá un paso furtivo sobre las piedras. ¿Había alguien allí?
—¿Ludha? —llamó mientras la lluvia arreciaba y la llovizna se convertía en un aguacero de lágrimas que bastarían para ahogar a una mujer—. ¿Hay alguien ahí?
La escalera estaba vacía. Mientras Ana se dirigía, apresuradamente entonces, al cuarto de costura, no vio señales de vida, aunque al llegar a la puerta esta estaba entornada y ella estaba segura de haberla cerrado al salir. Dentro, Orna, Sorala y otras dos mujeres estaban enfrascadas en su labor. Unos cuantos gatos dormitaban amontonados delante de la chimenea; el ambiente estaba tranquilo.
—No es el mejor día para estar fuera —comentó Orna mientras paseaba la mirada por el mantón empapado de Ana, su cabello despeinado y los bajos de su falda que la lluvia había oscurecido.
—Empezó de repente —dijo ella—. En la cabalgada de esta mañana nos ha hecho buen tiempo. Parece ser lo habitual por estos lares: sonrisas y luego lágrimas. Será mejor que vaya a cambiarme.
—Te has dejado el costurero —la voz de Orna tenía entonces un dejo crítico.
—¡Oh!… Cielos, es cierto, qué tonta…
—No te preocupes, mi señora, mandaré a un muchacho a por él. Aquí había un chico hace un momento, quizá lo hayas visto. Tú ve a quitarte esa ropa mojada. No estaría bien que te resfriaras el día antes de tu boda. Tendrás que estar en las mejores condiciones. Es lo que desea Alpin.
Las demás mujeres le dirigieron unas sonrisas de complicidad y Ana notó que el frío le recorría el cuerpo, una sensación profunda y gélida que no tenía nada que ver con la lluvia.
—Gracias —logró decir, y se fue corriendo.
Cuando el hermano de Drustan iba a visitarlo, todo tenía que estar según las normas. En cualquier otro momento no era habitual que Deord le pusiera los grilletes a su prisionero. Aquel día no tuvo elección. Deord reconoció con cierta renuencia que, como hombre de la Sima Pedregosa, se sentía obligado a proporcionarle a Faolan el informe que le había pedido, aunque no veía qué podía resultar de ello aparte de problemas. En un buen día podría haber dejado solo a Drustan el tiempo que necesitara para escuchar a escondidas una reunión privada e informar luego de lo esencial. Sospechaba que su prisionero había encontrado una nueva manera de distraerse por las tardes. En una o dos ocasiones había oído el sonido de una conversación susurrada que concluía apresuradamente cuando él se acercaba; otras veces, el hilo de una canción que se abría camino hacia las oscuras dependencias de ambos. A Deord le daba la impresión de que, en aquellos momentos, Drustan estaba más que contento de quedarse solo.
Aquel día, no. Antes, cuando había ido a por los juncos y otras provisiones, uno de los hombres de armas había entretenido a Deord porque quería que le diera su opinión sobre un nuevo arco y, al regresar, Drustan estaba de un humor de lo más salvaje, dando puñetazos en las piedras hasta que le salió sangre y gritando su necesidad de cambiar las cosas. Sus palabras eran confusas, pero el nombre de Ana estaba presente en ellas, y Deord volvió a maldecir la llegada de aquella novia de alcurnia y de su esbirro escoto, que avivó las vanas esperanzas de su cautivo. El hecho era que Drustan era su propio y peor enemigo. Después de siete años, a Deord no le importaba si el hombre que tenía a su cargo era culpable o inocente. Él sólo veía que, si su encarcelamiento duraba mucho más, llegaría un punto en el que ni siquiera sus cuidados, su prudente quebrantamiento de las reglas para permitirle breves momentos de luz solar y ejercicio, y las más raras oportunidades para que aquella criatura llevara a cabo su transformación, bastarían para evitar que Drustan cruzara la línea entre la talentosa singularidad y la completa locura. Debía dejarlo ir. Tenía que dejar que se marchara volando y asumir las consecuencias, que, siendo Alpin como era, sin duda serían espantosas.
Logró calmar a Drustan lo mejor que pudo, aunque no le resultó fácil. No podrían salir para que agotara un poco de aquella aterradora energía acumulada, ya fuera con la práctica del combate o volando. En el Brezal había visitas y al día siguiente se celebraría una boda; no era momento de arriesgarse a llamar la atención. Drustan ya no se golpeaba las manos contra la piedra, ni intentaba arrancar la verja de hierro, pero tenía la mirada sombría, la expresión perdida y las facciones desmejoradas. Un temblor rápido y constante recorría su cuerpo y una capa de sudor le cubría la piel. Deord había visto ese mismo aspecto en criaturas salvajes atrapadas que esperaban la muerte. Era la primera vez que iba a dejarlo solo sin que estuviera razonablemente calmado.
Le explicó el motivo por el que tenía que volver a salir y Drustan se sometió a los grilletes sin rechistar, extendiendo la muñeca a la vez que miraba en dirección contraria, como si estar encadenado no le importara.
—No me digas que creíste que podía haber sido para ti —le dijo Deord en tono quedo—. Eso es algo que nunca podría suceder.
Drustan se volvió hacia él con la misma velocidad con la que un depredador cae sobre su presa. La furia brillaba en sus ojos y los dedos de su mano libre, crispados como una zarpa, se lanzaron hacia el rostro de Deord. La mano se detuvo justo delante de sus ojos. Drustan bajó el brazo.
—A mí aún me queda algo de sentido común, cosa que a ti no, muchacho —dijo Deord, haciendo acopio de su calma habitual—. Yo me preocupo por ti. —Examinó el trozo de cadena que sujetaba la manilla de hierro del joven al banco de piedra—. Por desgracia, estoy obligado a realizar la tarea que voy a acometer ahora; lo que compartimos convierte a ese bardo en una especie de hermano de sangre, y debo satisfacer su petición. Son muy pocos los que salen de la Sima, un lugar que consume a los hombres. Los que sobrevivimos debemos ayudarnos siempre que podamos.
—Pues ve. —Drustan caminaba de un lado a otro, dando rítmicas sacudidas a la cadena—. No me consideras digno de ella. Te burlas incluso de que pueda pensar en ello. Tú y la mayor parte del mundo, sin duda. Ella me pide que tenga esperanza, tú me pides que tenga esperanza. Acto seguido, ambos me condenáis a la desesperación. Ve, no llegues tarde.
—Tengo que cambiar esto. —Deord fue a abrir la manilla de nuevo—. No quiero dejarte con toda la cadena entera, no durante tanto tiempo. ¿Quieres estar dentro o fuera? La lluvia empieza a arreciar.
—Me da igual. Haz lo que tienes que hacer. ¿Crees que me la enrollaría al cuello y pondría fin a todo de una vez?
—Ya me has dado algunos sustos con anterioridad —repuso Deord en tono grave mientras fijaba los grilletes de un modo distinto y su prisionero quedaba sujeto más cerca de la pared y con la cadena doblada para reducir su longitud.
Drustan podía sentarse en el banco de piedra y podía mirar a través de la pequeña ventana, pero no podía ir muy lejos, ni enrollarse la cadena en el cuello.
—Lo siento, muchacho.
Dejó a Drustan de pie y vuelto de espaldas, mirando a la pared. No le había resultado más fácil hacerlo la quincuagésima vez que la primera, ni la centésima vez que la quincuagésima, pero no podía arriesgarse a dejarlo suelto en el recinto, no en semejante disposición de ánimo. Los pájaros se habían escondido, y sus formas acurrucadas apenas se distinguían en la elevada cornisa.
La reunión de Alpin con el visitante escoto duró más de lo que Deord había previsto y lo dejó con tortícolis y una sensación de desastre inminente en las entrañas. Había problemas, en efecto: problemas para el bardo y problemas para la dama, unos problemas que, por lo que él sospechaba, afectarían a todo el mundo en el Brezal. Cuando le transmitiera la noticia a Faolan, seguro que este necesitaría otro favor, uno que sería mucho más difícil de hacer. Deord maldijo en silencio, con su paso suave, atravesaba los almacenes y volvía al recinto. El bardo corría peligro. Si no jugaba bien su baza, su vida valdría menos que una brizna de paja del estercolero. Claro que, si lo que aquel tipo le había dicho a Alpin era cierto, probablemente Faolan se merecía lo que le ocurriera. Pero Deord estaba obligado a ayudarlo. La lástima era que no había manera de advertirlo. Si Alpin hacía lo que Deord preveía, el bardo estaría encerrado a cal y canto antes de la hora de cenar.
Drustan todavía estaba de pie junto a la pared. La manilla de hierro se hallaba entonces bordeada por un ancho ribete sanguinolento. Había estado tirando de la cadena y el roce había desollado la carne de la muñeca. Había sangre por todas partes. Drustan tenía los ojos enrojecidos y el rostro manchado con lágrimas de furia. Los pájaros se hallaban posados en sus hombros y los leves sonidos que proferían sonaban inquietantes en las sombras silenciosas del lúgubre recinto. Deord le liberó de las sujeciones sin hacer ningún comentario.
—Creo que voy a necesitar tu ayuda —le dijo—. Necesito que seas tú mismo, Drustan, el hombre calmado, lúcido y con rapidez mental. Si te digo que tanto la dama como su bardo están en peligro, supongo que será más fácil que escuches lo que tengo que contarte.
—¿En peligro? ¿Ana en peligro? ¿Qué dices? —Drustan agarró del brazo a Deord, pero se le crispó el rostro de dolor y lo soltó.
—Ven adentro, será mejor que te vende esas heridas. Tienes que escuchar esta historia. No sé cómo podemos avisar a Faolan. Pero sé que el único lugar al que va a poder acudir en busca de ayuda es aquí.
Era probable que el arpa se usara más en los próximos dos días de lo que la habían usado durante años, pensó Faolan, que estaba sentado en una esquina del patio preparando el repertorio requerido para las celebraciones relacionadas con una boda: cinco o seis baladas, diez o doce canciones de taberna, un surtido de otras piezas narrativas y un amplio abanico de danzas, aunque sospechaba que la voz del instrumento apenas se oiría en una sala llena de guerreros caitt y sus mujeres divirtiéndose. Divirtiéndose. Difícilmente sería así para Ana. A menos que, en la misma víspera de la firma del tratado, Deord le trajera información que él pudiera utilizar para declarar que todo era una farsa, ella se casaría con aquel hombre al día siguiente y él tendría que pasarse el día tocando para celebrarlo, tocando canciones alegres y para enamorados. «¡Pobre arpa!», pensó mientras sus dedos rozaban las cuerdas, tener que contar unas mentiras tan amargas cuando la música debería ser para las verdades más profundas, para el dolor más intenso, para los más ejemplares actos de valentía y bondad. Bueno, muy pronto ese instrumento volvería a quedar en silencio y él se marcharía de ese lugar.
Lo más fácil, por supuesto, era que Deord regresara sin nada significativo. Entonces la boda y el tratado podrían sellarse inmediatamente y él partiría para llevar la noticia a la Colina Blanca. Podría decirse entonces que la misión había sido un éxito, aunque amargo para él. La alternativa estaba llena de dificultades. Si Deord sacaba a la luz una traición, ¿cuál sería su siguiente paso? Aquel jefe de clan quería a su novia real. La mirada que había en sus ojos y sus manos erráticas demostraban que, en parte, era por simple lujuria; la respetabilidad que ella le conferiría, sin duda, influía en mayor medida. Se hallaban en su fortaleza, vigilada por sus hombres, rodeada por un territorio boscoso cuyos caminos, si podían llamarse así, eran traicioneros y cuyos ríos todavía correrían crecidos y rápidos. Al otro lado de los muros no podían obtenerse ni caballos ni provisiones. Mientras Faolan tarareaba una repetitiva canción de taberna, su mente trabajaba muy deprisa. Estaba muy concentrado y no vio venir a los hombres de armas de Alpin hasta que estuvieron a su lado y le pusieron las manos en los hombros con muy poca delicadeza.
—¡Caray! —protestó cuando el arpa se le fue hacia un lado; instintivamente logró cogerla y volver a dejarla junto a él en el banco antes de que lo agarraran y lo hicieran levantarse—. No es necesario hacer daño a nadie…
—Resérvate las palabras, bardo. Lord Alpin quiere verte. Ahora.
—Pero… —le pareció apropiado seguir protestando, como haría un simple músico en tales circunstancias, mientras ellos lo hacían entrar en la casa a empujones y lo obligaban a subir por los estrechos escalones hacia los aposentos familiares. Sólo podía haber una explicación: habían descubierto a Deord escuchando y, cuando le interrogaron, él lo había implicado. ¿Qué otra cosa podía ser?
—¿Qué creéis que estáis…? —sus palabras quedaron interrumpidas por un resonante golpe en la boca que le propinó un puño cubierto con guantelete. Notó el sabor de la sangre y se quedó en silencio. Con la mejilla ardiendo, procuró preparar una explicación: insistir en que Deord estaba mintiendo… No, no podía traicionar a un hombre de la Sima, aunque el guardián se lo hubiera hecho a él. Podía decirles la verdad, quizá, o algo que se le pareciera, que Bridei le había pedido que se asegurara por todos los medios de que Alpin iba en serio; que Ana no sabía que él era algo más que un bardo. Al jefe de clan no iba a gustarle eso, pero cabía la posibilidad de que se lo creyera.
En la cámara de Alpin había cuatro personas: el propio jefe de clan, su consejero Dregard, un druida vestido de gris y otro hombre pálido, de aspecto común y corriente, ataviado con unas vestiduras con capucha. Faolan sintió la hostilidad que reinaba en la estancia. A una brusca orden por parte de Alpin, los guardias soltaron a su cautivo y se retiraron. Junto a la puerta interior ya había un hombre montando guardia, con las piernas separadas, la espada y la daga en el cinturón.
Faolan dio un paso hacia la mesa en la que estaban sentados los cuatro. En ella había un pergamino extendido con las esquinas sujetas mediante piedras. Una jarra y unas copas estaban dispuestas en una bandeja, pero nadie bebía. Todas las miradas recayeron sobre él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. La expresión de los rostros de aquellos hombres no auguraba nada bueno.
—Mi señor —dijo con frialdad, y juntó ligeramente las manos a la espalda haciendo todo lo posible por parecer tranquilo.
—No hables hasta que se dirijan a ti, bardo —le espetó Alpin, cuyos amplios rasgos estaban sonrojados—. Quiero que me des una explicación, y será mejor que tengas cuidado con ella. No toleraré más mentiras.
—¿Mentiras, mi señor?
—Cierra la boca. No me gusta tu palabrería. Tengo una historia que contarte y vas a permanecer en silencio hasta que la hayas oído. Pero tal vez puedas adivinar de qué se trata.
Faolan no dijo nada. Le había echado un vistazo al hombre encapuchado, un vistazo que lo había dejado con la inquietante impresión de que ya había visto a ese individuo en alguna parte. No volvió a mirarlo.
—¡Contéstame! —le exigió Alpin.
—No puedo adivinarlo, mi señor.
—Cuéntale lo que aquí nuestro invitado nos ha explicado antes, Dregard. No me apetece ser yo quien lo repita. El trabajo de los espías dobles me pone enfermo.
El consejero del jefe de clan se aclaró la garganta.
—Tenemos motivos para creer… —empezó a decir.
—Cuéntaselo y ya está, ¿quieres? —Alpin estaba impaciente, su voz sonaba tensa.
—Mi señor ha sido informado de que, lejos de ser el músico doméstico de la dama e ignorante en cuestiones de política y estrategia, en realidad estás muy versado en ambas cosas y altamente cualificado en otros temas que poco tienen que ver con la música —dijo Dregard.
—Poseo ciertas habilidades. —Faolan mantuvo un tono de voz calmado—. Lord Alpin ya sabe que sé afilar cuchillos y utilizarlos. Creo que también he demostrado que mi talento como músico es, como mínimo, pasable. Soy un bardo. La dama dijo la verdad.
—Nuestro amigo aquí presente nos dice que viajas bastante; quizá más que cualquier otro miembro de la corte de Bridei.
El escalofrío se aferró entonces a su corazón. No dejó que la preocupación se reflejara en su mirada.
—Es algo que forma parte de la naturaleza de la profesión de bardo —dijo—. A lo largo de los años he trabajado para muchos patrones, tanto en Fortriu como más allá de sus fronteras.
—Y ahora trabajas para la dama. —Alpin se puso de pie, cruzó los brazos y clavó una mirada penetrante en Faolan.
—Sí, mi señor. Por supuesto, después de la boda yo…
—¡Silencio! Déjame que te cuente una historia. Tiene que ver con un joven que parecía ser una cosa y en realidad era otra totalmente distinta. Un individuo cuyo talento como bardo le proporcionaba una conveniente excusa para entrar en los salones de reyes y princesas, jefes de clan y druidas. Un hombre que era pagado con generosidad por el patrón para el que trabajara, ya fuera este el joven rey de Fortriu o una encantadora dama a quien le gustaba la música y que era rehén en la Colina Blanca.
Faolan guardó silencio. Así pues, no había sido Deord; aquello provenía del hombre encapuchado, el mismo, suponía él, del que Dovard había dicho que era un escoto. Un espía. Un hombre como él, con la habilidad de pasar desapercibido. Quizá sólo una persona de su misma condición tenía la facilidad de poner al descubierto a otra. Pensó en cómo responder a eso.
—De modo que eres un escoto, un músico y un espía. Bridei te manda aquí con una serie de instrucciones. Hasta aquí, ningún problema. No es nada, dirás tú, quizá mentiste un poco, pero la dama está aquí, el tratado está listo para ser firmado —Alpin hizo un gesto hacia el pergamino— y después podrás ponerte en camino. Has hecho tu trabajo, yo tengo a mi novia, Bridei tiene su acuerdo y nadie sale perjudicado en absoluto.
En la estancia reinó un silencio expectante. Faolan carraspeó, pero no intentó hablar.
—Quizá has reunido un poco de información mientras disfrutabas de mi hospitalidad —dijo Alpin—. Tropas, armamento, planes… Un informante que se precie no podría dejar escapar semejante oportunidad.
Faolan mantuvo una expresión anodina, una habilidad que había perfeccionado hacía mucho tiempo.
—Sin embargo, aún hay otra parte en esta historia —siguió diciendo el jefe de clan. Su postura tenía entonces una serena intensidad que recordaba a un gato montés a punto de saltar—. Te vieron en Dunadd hace apenas una estación. He estado pensando que me recordabas a alguien, pero ha tenido que ser mi amigo aquí presente el que me señalara a quién. Hay cierto noble del clan de los Uí Néill que se te parece mucho. Este hombre —señaló con la cabeza al escoto encapuchado— os ha visto conversar a escondidas en más de una ocasión. El parecido es tal que podríais ser familia: primos quizá, o tío y sobrino. Esto me hace sospechar que has estado allí bastantes veces y que te has llevado generosos pagos por la información que le has proporcionado, información que probablemente sólo puede poseer un hombre próximo al rey Bridei. El hecho de estar emparentado con los Uí Néill te convierte en pariente del rey de Dalriada, bardo. Te convierte en enemigo acérrimo de Bridei. Aceptar la plata de los señores de los Uí Néill hace de ti un traidor.
Aquella palabra quedó flotando en el aire como el sonido de un latigazo. El hecho de que fuera mentira no hizo que la acusación fuera menos dolorosa. Disparatadamente, lo que primero pensó Faolan era que el encapuchado merecía que lo felicitaran, ni al espía más hábil del mundo hubiera creído capaz de descubrir esa información sobre él. Había ocultado su rastro meticulosamente.
—¡Ah! —dijo Alpin con una sonrisa salvaje—. Al fin no tienes nada que decir.
—No es así, mi señor —haciendo un gran esfuerzo consiguió que sus palabras sonaran corteses y que su tono fuera sereno—. Cuando abandoné mi costa natal, hace años, ya había roto los vínculos familiares. No poseo lealtades de sangre. Si este hombre te ha llevado a creer lo contrario, está equivocado.
—¿Niegas que estuviste en la corte de Dalriada en primavera? Mi amigo es una fuente de información muy fiable. Nunca me ha engañado.
—Pues sin duda eres muy afortunado, mi señor —repuso Faolan—. Transmitir información falsa forma parte del trabajo de cualquier informante. La habilidad con que la utilice es lo que denota su talento para la profesión.
Hubo un breve silencio.
—¿Puedo hacer una pregunta? —se aventuró a decir Faolan. Todos lo miraron.
—¿Por qué está este hombre presente? —señaló con un gesto de la cabeza al druida vestido de gris, que escuchaba con calma, volviéndose hacia uno y otro interlocutor con un interés que hacía brillar sus ancianos ojos.
—En calidad de testigo imparcial —respondió Dregard—. Deberías alegrarte de su presencia, bardo, pues significa que se puede divulgar una versión fidedigna de esta reunión.
—¿Divulgar? ¿A qué te refieres?
—¿Con quién podríamos empezar? —Alpin extendió las manos como si quisiera abarcar el mundo entero—. ¿Con Bridei tal vez?
«Piensa», se ordenó Faolan. ¿Qué podía hacer para convertir aquello en una oportunidad? ¿Cómo asumir el control para tener una posibilidad de llevarse a Ana de allí? ¿Cómo descubrir de qué iba todo aquello exactamente y emplearlo para sus propios fines? Era como mantener el equilibrio sobre un alambre. Debía actuar con tacto, debía utilizar toda su pericia puesto que Alpin estaba furioso y su mirada era como la de un jabalí peleando. Lo que había provocado su furia era otra cosa, sin duda, algo que no iban a discutir allí.
—Naturalmente —le dijo Faolan al jefe de clan—, todo líder que se precie cuenta con un informante experto en una época de agitación como la actual. El tuyo me ha dejado en una situación de desventaja, mi señor. Es interesante el hecho de que él también sea un escoto.
—¡Ah! —Dregard se apresuró a sacar partido de sus palabras—. De modo que lo conoces.
—Hasta el silencio puede hablarnos a aquellos que sabemos cómo interpretarlo.
El druida movió la cabeza en señal de asentimiento a las palabras de Faolan; parecía comprender lo que estas expresaban.
—Dime —dijo Alpin, que tomó asiento de nuevo—. ¿Por qué un hombre que ha cortado sus lazos familiares tiene tantas ansias de dinero que debe aceptar el pago de dos señores a la vez? Apostaría a que hay una pobre y anciana madre escondida en alguna parte, una o dos hermanas sin peculio que necesitan una dote. ¿O acaso también te has deshecho de ellas convenientemente?
Faolan fue presa de una furia que lo hizo enrojecer y no pudo evitar abalanzarse sobre él. Al cabo de un momento estaba en el suelo con dos de los hombres del Brezal de pie junto a él. La cabeza le zumbaba por el golpe que había recibido y las costillas le dolían por la patada de una bota. El dolor no era nada comparado con la conciencia de que, en todos los años que habían pasado desde que se marchó de su casa y se alejó de su familia, nunca había perdido el control de esa manera. No podía permitirse el lujo de cometer otro error. Había más vidas aparte de la suya que pendían de un hilo.
—He puesto el dedo en la llaga —dijo Alpin, que pareció sinceramente sorprendido—. Se supone que los mejores espías no las tienen. Puede que estés perdiendo facultades, escoto. Levántate y límpiate esa sangre, se te va a meter en el ojo. No podemos consentir que se afee el rostro de nuestro bardo, sobre todo cuando la boda es mañana. Ahora dame una buena razón por la que no debería encadenarte como a un perro y mandar un mensaje a la corte de Bridei contándole que la intachable novia que me envió iba acompañada de un asqueroso renegado a sueldo tanto de Fortriu como de Dalriada. ¿Por qué no debería hacerlo? Al fin y al cabo, voy a firmar un acuerdo para apoyar a este rey. Ahí lo tienes, delante de ti, todo anotado, a la espera de estampar en él mi marca y la de la señora.
Faolan pensó que, enojado o no, Alpin estaba empezando a divertirse. Debía estar sumamente seguro de su autoridad si podía utilizar aquel argumento mientras en su mesa de consejo había sentado un espía escoto.
—Sé lo que pretendes —dijo el jefe del Brezal frunciendo el labio-Te recuerdo que esta noche no hay un escoto entre nosotros, sino dos. Y uno de ellos sirve a dos señores. ¿No le debo advertir a Bridei de que eres un peligro y que habría que pararte los pies?
En alguna parte de la cabeza de Faolan un martillo golpeaba un yunque. Se le nubló la vista; las llamas de las velas bailaron.
—Tengo una respuesta, mi señor. Es una respuesta más adecuada para una conversación privada, tú y yo a solas.
—¡Ja! —Alpin enarcó las cejas, incrédulo, y Dregard soltó una risotada—. Me parece que no, mi buen amigo. Esos dedos bailarines que tienes son lo bastante rápidos con un cuchillo como para que eso resulte de lo más imprudente.
—Haz que tus hombres me aten si lo prefieres. Deja aquí a un guardia, si debes hacerlo, siempre y cuando se pueda confiar en que mantendrá la boca cerrada; puede que no quieras que tus hombres oigan lo que tengo que decir. No hablaré delante del escoto, ni de este druida, ni de tu consejero.
—No te corresponde a ti empezar a dictar términos… —protestó Dregard.
—Lord Alpin es sumamente astuto —dijo Faolan en voz baja—. Como cualquier líder capaz, comprende la importancia de la oportunidad. Y de aprovecharse de la ocasión cuando esta se presenta. Atadme las muñecas y los tobillos. Mis habilidades no son tan prodigiosas, no puedo echar a volar por la estancia y atacar a alguien con los dientes. —Había visto una chispa en los ojos de Alpin. Sabía que se le ofrecía una oportunidad que no podía permitirse dejar pasar.
—El druida se queda —declaró Alpin—. Él es mi salvaguarda por lo que a la dama se refiere. Los demás dejadnos solos. Sí, Mordec, tú también, después de que hayas atado bien a este tipo. Goban, quédate en la puerta y no dejes entrar a nadie.
Refunfuñando, Dregard acompañó al hombre encapuchado a la salida mientras los dos guerreros le ataban los brazos a la espalda a Faolan, más fuerte de lo que era necesario, y le enrollaban un trozo de cuerda en los tobillos. Él intentó bromear diciendo que esperaba que pudieran deshacer el nudo más tarde y se vio recompensado con un golpe en la rótula que hizo que se le saltaran las lágrimas. La puerta se cerró tras ellos. El druida permaneció sentado a la mesa con calma, con actitud de educada atención.
—Empieza de una vez —dijo Alpin—. No espero una confesión; creo que ambos sabemos que lo que me ha dicho mi informante es correcto en lo fundamental, y que como consecuencia de ello te encuentras en una posición bastante incómoda. ¿Lo sabe Ana? ¿Es cómplice de tu traición?
Faolan se quedó helado. Hubo algo en el tono de Alpin al pronunciar su nombre que resultó realmente aterrador. Si la ira que estaba a punto de estallar era hacia ella, aunque él no podía imaginarse por qué, la necesidad de sacarla de allí era más imperiosa de lo que se había imaginado.
—Ella no sabe nada —respondió con ecuanimidad—. Es totalmente inocente de cualquier mala obra. Esto es ofensivo…
—Contén tu lengua, bardo. Cíñete a los hechos. Resulta que la dama no es tan inocente como tú crees de un modo tan enternecedor, ni mucho menos. Ana me ha enojado mucho, mucho… Su comportamiento no tan sólo ha sido taimado y desconsiderado, sino que sospecho que ha rayado la desvergüenza. No es precisamente lo que quería descubrir la víspera de mi boda, como tampoco lo es enterarme de que he albergado en mi casa a un doble espía disfrazado de arpista. Pero la actitud de la muchacha es tan virginal que me tenía del todo convencido. ¿Se trataba sólo de una argucia pensada para distraerme y engañarme hasta que la noche de bodas descubriera que Bridei me ha entregado una mercancía dañada? ¿Eh? ¿Qué dices? Tú viajaste solo con ella. Quizá la impresión que tuve la primera vez que te vi no fue equivocada. Tal vez tú mismo probaras la mercadería.
Respira lentamente. Piensa en mañana.
—No, mi señor. Estoy seguro de que Ana está intacta. No eres justo con ella al sugerir lo contrario. —Faolan se las arregló para mantener calmado su tono de voz. No debía volver a perder el control.
—Ya veremos lo que ella tiene que decir al respecto. Está claro que es muy capaz de cierto engaño. No importa, se lo sacaré a golpes si hace falta. Un hombre incapaz de controlar a su esposa no puede llamarse hombre. Bueno, escoto. El tiempo pasa. ¿Qué es eso que tienes que decir que no puede ventilarse delante de mi consejero de más confianza? ¿Qué es lo que no quieres que oiga mi amigo de Dalriada?
Faolan se dio cuenta de que estaba temblando y se obligó a calmarse.
—Tú me has contado una historia —dijo—. Ahora yo quiero contarte otra. Tu amigo de Dalriada lo hizo muy bien descubriendo ciertos hechos sobre mí, pero yo puedo hacerlo mejor.
—Tendrás que hacerlo muy bien, escoto. Me resultaría muy sencillo hacerte desaparecer. Podría decirle a la dama que decidiste adelantar tu marcha a la Colina Blanca. Los caminos que hay por estos lares tienen muy mala fama. Los viajeros se pierden constantemente. Bueno, adelante.
—Mi historia trata de un hombre que tuvo la gran fortuna de controlar un par de territorios, ambos muy bien situados. A un lado, además de algunos otros vecinos, estaba Fortriu y al otro Dalriada. Las tierras de este hombre se encontraban entre los dos reinos e incluían un fondeadero muy útil, profundo y resguardado, que le permitía el libre acceso a las costas de este último territorio, el reino de los escotos. No era de extrañar que los líderes poderosos intentaran ganarse a ese hombre con regalos: plata, ganado, una mujer, y no una mujer cualquiera, sino una novia que le proporcionaría una magnífica oportunidad, pues gracias a ella podría convertirse en padre de reyes. Todo el mundo quería ser su amigo.
—Continúa —dijo Alpin, que estaba inclinado hacia delante, con los ojos entrecerrados, escuchando atentamente.
—El hombre tenía que tomar una decisión —prosiguió Faolan—. La guerra era inminente y debía unirse a los de uno u otro bando. Un informante puede aceptar el pago tanto de los priteni como de los escotos; uno de los requisitos de su trabajo es no tener conciencia. Un jefe de clan, tarde o temprano, debe buscar aliados. ¿Cómo iba nuestro hombre a elegir? Por un lado, le ofrecían una novia real; por el otro, le proporcionaban algo que deseaba casi tanto como lo anterior: la oportunidad de aliarse con aquellos que él creía que, con el tiempo, gobernarían no sólo Dalriada sino todos los territorios de los priteni. Querían el uso exclusivo de su fondeadero; querían el apoyo de su considerable capacidad ofensiva cuya excelencia le había dado renombre en el norte. Lo único que quería el otro líder era una firma en un trozo de pergamino —hizo una pausa. Era peligroso seguir por aquel camino basado en conjeturas y rumores y en su propia valoración de las preferencias de Alpin. ¿Por qué iba a confiar en él el jefe de clan?
—¿Eso es lo que piensas? —le preguntó el jefe de clan frotándose la barba con el ceño fruncido. Ahora parecía más interesado que enojado—. ¿Que los escotos están destinados a gobernar todo el norte? Nosotros los caitt nunca rendiríamos nuestros territorios. Una alianza es una cosa, y otra muy distinta es la abyecta cesión del control. —Tal vez hubiera estado hablando con Dregard u otro de sus consejeros. El druida se movió levemente como para recordarles su presencia.
—Lo he pensado mucho y considero —dijo Faolan en voz baja— que las ambiciones de Gabhran sólo se extienden a los límites septentrionales de Fortriu, no más allá. Me sorprendería que sus intentos de acercarse a ti y a tus compañeros jefes de clan fueran más allá de una petición de ayuda contra Bridei. Querrán utilizar las vías navegables del Valle de la Ensoñación, por supuesto. Si yo estuviera en tu lugar, me preocuparía por una posible amenaza a tus propias tierras. La reputación de los caitt lo hace poco probable. —No añadió que los territorios en sí mismos eran poco recomendables para un invasor, a menos que buscara páramos inexplorados en los que perderse—. En cuanto a la otra cuestión, con el tiempo Dalriada prevalecerá. Estoy convencido de ello.
Era un argumento que había oído muchas veces en la corte de Dunadd, y en una o dos ocasiones en alguna otra parte. En realidad, él no estaba de acuerdo, pero sabía cómo hacer que sonara convincente.
—El pueblo de Gabhran ya está bien asentado en el sudoeste de Fortriu —continuó—. Los jefes de clan locales más pragmáticos les han dado la bienvenida. Ellos cultivan esos territorios y engendran hijos con mujeres priteni. Si no se desplazan más al norte de la Cañada durante el reinado de Gabhran, no hay duda de que lo harán bajo su sucesor, o con el siguiente. Bridei no se da cuenta de esto. Al haber sido criado por un druida —aquí Faolan dirigió al druida un gesto conciliador con la cabeza—, posee una ferviente adhesión a los dioses. Él sólo piensa en el día en que todo Fortriu volverá a las costumbres de sus antepasados —las palabras resultaban amargas, como una traición, aun cuando estaba trabajando para Bridei.
—Interesante —comentó Alpin—. E incoherente. Estas opiniones no son convincentes viniendo de los labios de un hombre que, no hace mucho tiempo, cantaba magníficos elogios, al parecer sinceros, sobre ese adalid al que llaman… ¿Cómo es?
—El Gallardo de Fortriu, mi señor. Olvidas, quizá, que soy un bardo, y de los buenos. Una parte necesaria de mis habilidades consiste en ser capaz de convertir a cualquier patrón en un héroe.
—Eres un zorro detestable —dijo Alpin. Era difícil saber si en sus palabras había desagrado o admiración, tal vez ambas cosas.
—Sí, mi señor.
—Bueno, continúa. ¿Adónde nos lleva todo esto? Olvídate de la historia. Si tienes algo que ofrecer, dilo sin tapujos.
—Mi señor, estoy totalmente a tu merced. Me encuentro bajo tu custodia y atado como un pollo en el asador. Y por si eso no fuera suficiente desventaja, el secreto de que soy un informante doble ha quedado al descubierto delante de tu asesor y de este druida. Puede que mañana sean muchos más los que lo sepan. Como has dicho, podrías enviar un mensajero a la Colina Blanca para hacerle saber a Bridei que no sólo se ha firmado el tratado y la dama está casada, sino que, además, uno de los de su grupo pensaba clavarle un cuchillo por la espalda, por así decirlo. Está claro que, en esta confrontación, tú posees todas las armas.
—«Siente tu propio poder», le instó con todas sus fuerzas a Alpin. «Saborea mi sumisión. Convéncete de que tienes el control. Entonces te daré un buen motivo para dejarme marchar». El jefe de clan aguardó.
—Te he dado mi opinión informada sobre el futuro de la región —dijo Faolan, eligiendo las palabras con cuidado—. Claro que puede que ya lo hayas oído de otras fuentes. Mencionaste que te recordaba a alguien. ¿No podría ser que tú también hubieras sido un visitante en la corte escota de Dunadd? ¿Quién era el jefe de clan de los Uí Néill con el que te reuniste? ¿Conor el Negro? ¿Fionn, conocido como el Azote del norte? ¿Ruaridh, el Viejo de Tirconnell? Puede que goces de la confianza de cualquiera de estos poderosos jefes de clan. ¿O es posible que tenga en mi posesión cierta información que tu sumiso escoto no te ha transmitido?
Alpin se aclaró la garganta ruidosamente. Tenía el rostro colorado.
—Tu hombre lo hizo muy bien, mi señor. Pero yo soy el mejor entre los de mi misma condición. Permíteme que te lo demuestre.
—Creo —dijo el jefe de clan, que se puso de pie y apoyó una mano en el hombro del druida— que, después de todo, no es necesario que te retengamos más tiempo en esta reunión, Berguist. Has hecho un viaje agotador y mañana será un día ajetreado. ¡Goban! —La puerta se abrió y se asomó el guardia—. Acompaña a mi druídico amigo al salón para que coma y beba un poco, ¿quieres? —Y ante la expresión de protesta de Goban, añadió—: No correré ningún peligro, a menos que vosotros hayáis perdido facultades haciendo nudos. Cuando termines, regresa y espera en la puerta hasta que te llame. —Entonces, cuando se quedaron los dos solos, dijo—: No me lo puedo creer. Tienes la desfachatez de ofrecerme tus servicios después de venir aquí como miembro de la escolta de lady Ana.
—Sí, mi señor. —El pez estaba mordisqueando el anzuelo; debía atraerlo con sumo cuidado. Se obligó a respirar despacio. Las ataduras empezaban a hacerle daño; las habían hecho sin tener en cuenta la comodidad del prisionero. Faolan pensó fugazmente en Drustan y en sus grilletes de hierro—. Por extraño que parezca, sí que valoro en cierta medida seguir vivo.
Alpin había recobrado la compostura. Se sentó y tomó un trago de cerveza.
—Espero que a estas alturas ya tengas una considerable provisión de plata reservada. Tus dos patronos deben pagarte con generosidad sí eres tan bueno como dices ser. ¿Y si no puedo permitirme el lujo de comprar lo que ofreces?
—El precio no es demasiado alto. Quiero mi vida y mi libertad. Mándame de vuelta a la Colina Blanca como todo el mundo espera. Mándame con la información que quieres que oiga Bridei. Me comprometo a transmitirla fielmente. —No mencionó que lo más probable era que cuando llegara allí Bridei ya se hubiera marchado hacía tiempo.
—¿Por qué debería confiar en ti? ¿Qué razón podría haber para tener que hacerlo?
Faolan sonrió. Era algo que hacía muy pocas veces, y siempre de manera calculada.
—En cuanto te dé la información que tengo sabrás que no miento. Mi relación con Bridei es más estrecha de lo que imaginas. Gozo de su confianza y tengo conocimiento de todos sus planes. Me cuenta entre sus amigos más íntimos y así ha sido durante estos últimos cinco años. Puedes utilizarla como prefieras: para fortalecer tus lazos con Gabhran o simplemente guardártela para ti hasta el momento en que la necesites. Queda el tratado. Supongo que se firmará. Puesto que tienes a tu propio escoto domesticado, me pregunto si tienes intención de cumplirlo.
—¡Por las pelotas del Guardián de las Llamas! —Alpin se lo quedó mirando desafiante—. ¿Qué intentas hacer, bardo, que te ejecuten sumariamente?
—Sentirse cómodo con el riesgo es algo inherente a mi profesión, mi señor —repuso Faolan con frialdad.
—¿Y qué me dices de la dama? Hubiera jurado que tu devoción por ella era genuina. ¿Ahora te desentiendes de ella sin pensártelo dos veces?
—Lady Ana es un artículo comercial de gran valor. La he entregado aquí intacta. He completado mi trabajo. Bridei no puede pedirme que regrese cuando tú te hayas acostado con ella, mi señor. Las lealtades cambian; las fronteras cambian. Pase lo que pase entre Fortriu y tú, seguirás teniendo a tus hijos reales. Bien podría ser que cuando tus hijos hayan crecido, el poder de Bridei haya terminado —sus propias palabras le daban náuseas, pero mantuvo la mirada fija y el semblante calmado—. Por decirlo de un modo un tanto ordinario —añadió—, querrás a la novia sin su equipaje.
Alpin soltó un leve silbido.
—Me dejas estupefacto —dijo.
—Gracias, mi señor. Sí que lamento un poco que en este intercambio se la haya valorado poco, menos de lo que vale en realidad, pero, a fin de cuentas, no es más que una mujer. ¿No habremos llegado al punto, tal vez, en el que podrías desatarme los tobillos?
—No hasta que oiga la información que has mencionado. Quiero fechas, rutas y número de efectivos. Y lo quiero ahora. Cumple tus descabelladas promesas y tal vez considere lo que me pides, que supongo que será que me cerciore de que Bridei no sepa la verdad sobre su amigo que apuñala por la espalda. Si accedo a ello, lo cual está muy supeditado a la calidad de lo que me ofrezcas, habrá una cláusula adicional. Querría que recabaras cierta información del otro lado, tanto de la Colina Blanca como de Dunadd, y la trajeras aquí. Dijiste que eras un viajero.
—¿Quieres que trabaje para ti? —Faolan percibió un dejo de tembloroso triunfo en su propia voz y deseó que al jefe le hubiera pasado por alto—. Llegados a ese punto, tendremos que empezar a discutir los honorarios.
—No tan deprisa —dijo Alpin—. Corrobora tus insólitas afirmaciones o no dudaré en deshacerme de ti esta misma noche. Algunos de mis hombres disfrutarían llevando a cabo esa orden, muy despacio y con la misma maestría con que tú cantas tus conmovedoras baladas.
—Una verdadera poesía de la muerte —murmuró Faolan.
—Así pues, cuéntame. ¿Qué trama Bridei exactamente?
Como asesino y espía, Faolan, en efecto, estaba acostumbrado a correr riesgos, pero no recordaba ninguna otra ocasión en la que el riesgo le hubiera parecido tan grande como entonces. Debía proporcionar información que Alpin desconociera, información detallada y convincente. Debía conseguir que se aproximara todo lo posible a la verdad, dentro de lo razonable. Si lo hacía bien, sus mentiras lo sacarían del Brezal, y podría llevarse a Ana con él. Tenía que calcular con precisión el límite hasta el que podía llevar todo aquello sin poner en peligro a Bridei y a los ejércitos de Fortriu. Resultaba extraño que, mientras le contaba a Alpin el avance anticipado de las tropas, las rutas que iban a tomar y los efectivos, se sintiera como el más vil de los traidores. Tenía ganas de hacerse un ovillo, como hacen los erizos o de arrastrarse bajo una piedra como una babosa, y que lo olvidaran. Pero mantuvo un tono de voz distante y una mirada serena. Cuando dijo que era el mejor, había dicho la verdad.
Cuando Faolan terminó de hablar, Alpin juntó las manos con los dedos hacia arriba y suspiró.
—De modo que es verdad que está preparado para avanzar muy pronto —comentó en voz baja—. Se pondrá en marcha en Mesura, ¿eh? Lo sospeché en cuanto recibí el mensaje avisándome de la inminente llegada de esta novia. Pero no acabé de creerme que fuera posible. Se arriesga con la estación, ¿no? Quizá su druida tiene pensado recitar una plegaria para que haga buen tiempo.
Faolan no dijo nada. El pez había mordido el anzuelo.
—Mañana —dijo Alpin— será necesario que te vean, que te ocupes de tus cosas como espera la gente. Debes estar presente cuando se firme el tratado y por la noche debes procurar diversión. Quiero que mi gente crea que no eres más que lo que aparentas. Quiero que te vayas a la mañana siguiente, tal como estaba planeado, con las buenas noticias para Bridei. De ese modo puedes confirmarle al rey de Fortriu que el matrimonio se ha consumado. Hasta te dejaré echar un vistazo a las sábanas y todo.
Faolan tensó la mandíbula y apretó los puños aun cuando tenía las manos atadas. El hecho de que en aquella ocasión Alpin no lo hubiera dicho para provocar su ira, sino simplemente como una broma grosera, no alteró su furia. «Tú suéltame y tus sábanas seguirán puras y virginales, ella saldrá de este lugar y se alejará de tus sucias manos antes de que se ponga el sol el día de tu boda», pensó.
—Esta noche tendré que encerrarte —siguió diciendo Alpin—. Algunos de los muchachos oyeron tu anterior discusión y no están nada contentos. Me hace falta tiempo para ponerlos al corriente, eso si quieres seguir contando con tu dotación completa de dedos para tocar los bailes nupciales. Hay un recinto cerrado en la perrera; nos resulta útil cuando algún perro se vuelve loco. Ocurre de vez en cuando: un defecto de la raza. Mantén la boca cerrada cuando estés ahí dentro. Míralo como si con esto alargaras un poco más tu vida. De momento no tomaremos nada más en consideración, ni las dos bolsas de plata ni una pequeña granja para que te instales cuando te retires del oficio. Primero tendrás que demostrar tu valía.
—Gracias, mi señor. No te defraudaré.
—¡Morded!
La puerta se abrió y entró el guardia al que había llamado.
—Desátalo —ordenó Alpin—. Ya ha agotado su fuerza. Llévalo a la perrera, sin que te vean, ya me entiendes, y enciérralo como el chucho callejero que es. No le pegues demasiado fuerte. Mañana hay una boda y andamos cortos de arpistas.