Capítulo 10

El rey Bridei y su druida Broichan celebraron la fiesta del Solsticio de Verano en la Colina Blanca y después la gente habló del ritual como de uno de los más sensacionales y conmovedores que nadie tuviera oportunidad de ver. ¿Qué mejor época del año para cobrar fuerzas para la guerra que el día en que el Guardián de las Llamas alcanzaba su apogeo y la forma del ritual honraba a todos los hombres por su valentía, sabiduría y vigor?

Una vez completada aquella ceremonia, el año fue transcurriendo con rapidez hacia la fiesta de la Recogida, pero serían los ancianos, los muchachos y las mujeres los que llevarían a casa la cosecha de aquella estación. Desde todos los rincones de Fortriu, los grupos de guerreros iniciaron un avance lento y meticulosamente controlado en dirección a Dalriada. Era como una corriente que fluyera de manera gradual hacia el oeste, regulada con toda la delicadeza que sus líderes podían emplear, pues cuanto más tiempo ignoraran los escotos los planes de Bridei, más probabilidades tenían ellos de lograr una victoria aplastante cuando al fin los dos enemigos se encontraran cara a cara.

El alcance del empeño de Bridei bastaba para dar que pensar incluso a un avezado jefe de guerra. Carnach dirigía una concentrada fuerza que salió de Caer Pridne, la antigua residencia de los reyes de Fortriu. Sus propios hombres de armas de su territorio del Recodo del Espino, en la frontera con Circinn, se contaban entre aquellos que tenía a su mando, pero otros jefes de clan se habían unido a él, aportando asimismo guerreros bien entrenados. Estos hombres sólo habían necesitado la preparación que habían recibido en el campamento del norte para estar listos para la batalla. Wredech, un primo del anterior rey, cabalgaba al lado de Carnach con un grupo de arqueros excepcionales que llevaban sus colores.

Talorgen había regresado a su casa del Pozo del Cuervo, en la Gran Cañada, a orillas del Lago de la Doncella. En el momento acordado, llevó a su ejército personal en dirección contraria a la que los escotos podrían haber previsto y emprendió el camino, desviándose un poco hacia el noroeste, a través de pasos desiertos y valles solitarios, rumbo a cierto territorio costero donde un jefe de clan llamado Uerb había estado preparando embarcaciones y entrenando a hombres para navegar con ellas. En las agrestes tierras del norte de la Gran Cañada se encontraban los altos peñascos llamados las Cinco Hermanas. Desde un remoto campamento por esos lares, Fokel de Galany, jefe de clan que había perdido un territorio que ahora ocupaban los escotos, envió a su ejército, mucho menos numeroso, a una misión propia. Aquellos guerreros habían desarrollado unas habilidades especiales durante los largos años pasados en el exilio: técnicas de caza y rastreo, la capacidad de cubrir largas distancias por terreno difícil con rapidez y sigilo, la facultad de encontrar soluciones originales a problemas aparentemente imposibles. Algunas personas calificaban de cuestionables los métodos de Fokel. Sus resultados hablaban por sí mismos.

Bridei se marchó sin fanfarria. Ya habría tiempo para discursos enaltecedores y actos heroicos, y cuando llegara el momento tendría ambas cosas. Un rey debía estar preparado para ello. Desde el momento en que tomó su decisión y dio la orden de poner en marcha el avance, se volvió más jefe de guerra que monarca y se alejó cabalgando como lo hace un avezado veterano, con el mínimo alboroto. La mayor parte del ejército de Fortriu ya había iniciado la marcha, y el rey partió en compañía de doce hombres de armas, la mayoría de los cuales eran viejos amigos, miembros de la casa de Broichan en Pitnochie, y algunos otros eran hombres con habilidades especiales. Bridei se llevó a Breth como su guardaespaldas personal. Los hombres de Pitnochie podrían servir de refuerzo. Garth le había suplicado que lo dejara ir aduciendo que sus técnicas de combate quedaban desperdiciadas en la Colina Blanca, que había prestado más de cinco años de leal servicio y que cualquier hombre de pelo en pecho de Fortriu le debía a los dioses formar parte de una gran empresa como aquella. Que el brazo con el que esgrimía la espada se moría por uno o tres cuellos escotos. Bridei señaló, amable pero firmemente, que si Garth también se iba, en la Colina Blanca no quedaría ni uno solo de sus hombres de más confianza para proteger a Tuala y a Derelei. No podía seguir adelante tranquilo a menos que Breth o Garth se quedaran para llevar a cabo dicha tarea, al menos hasta que regresara Faolan, y nadie sabía cuándo sería eso. A Garth no le hizo falta preguntar por qué había elegido a Breth para irse y a él para quedarse. Él tenía esposa e hijos; Breth no tenía ninguna de las dos cosas.

—Confío en ti como amigo. Sé que eres el mejor para esta tarea especial —le dijo el rey en voz baja—. Protege a mis seres queridos y mira por los tuyos.

—Sí, mi señor. —El guardaespaldas le había dado un breve y fuerte abrazo a su monarca; eran viejos amigos. Con eso terminó.

Por debajo de los muros verticales del complejo fortificado del rey, las laderas de la Colina Blanca estaban cubiertas de densos bosques. Tuala estaba de pie con su hijo en brazos, observando serena a su esposo que se alejaba hacia los peligros e incertidumbres de la guerra, en un lugar desde el cual sólo podía verse un corto trecho del sendero colina abajo. Vio que Bridei levantaba la vista hacia ella y alzó una mano a modo de saludo y despedida. Él sonrió. Al cabo de un momento se había ido y su caballo, Nieveardiente, se había convertido en un borrón pálido en medio del verdor. Ban corría de un extremo a otro del patio superior y aullaba angustiado. No había duda de que anhelaba desobedecer la orden de su dueño y seguirlo. Su corazón, mucho más grande que su diminuto cuerpo, le dictaba que corriera junto a Bridei hacia lo más reñido de la batalla.

—Papá —dijo Derelei como si quisiera trabar conversación mientras se retorcía para que lo dejaran en el suelo.

—Papá se ha ido —dijo Tuala—. Ahora entraremos dentro, ¿de acuerdo? —y sin esperar respuesta, se dio la vuelta bruscamente y se dirigió hacia el otro extremo del patio llevándose a su hijo con ella.

—No va a dejar que nadie la vea llorar —le comentó Fola a su viejo amigo Broichan, que estaba a su lado observando a los últimos miembros del grupo de Bridei que se perdían de vista bajo la sombra de los pinos—. Ferada llegará esta tarde. Mandé a buscarla; va a venir desde Banmerren con una escolta. No es bueno para Tuala guardárselo todo. Necesita una amiga.

—Mmmm… —murmuró Broichan. Era evidente que no había oído ni una palabra de lo que le había dicho su compañera.

—Me sorprendes —el tono de Fola era neutro.

—¿Cómo dices? —entonces sí que la escuchaba.

—Estaba segura de que te irías con él. Va a hacer realidad tu sueño tanto como el suyo. Esta empresa es todo aquello por lo que trabajasteis todos los años que lo estuviste criando. Cabalgaste hacia la batalla con frecuencia al lado de Drust el Toro, y le diste buenos consejos. Un rey necesita a su druida en tiempos como estos.

—Han pasado algunos años desde que Drust era rey, y todavía más desde que fue a la guerra —afirmó Broichan de modo tajante.

—Y, sin embargo, no eres viejo —repuso Fola, que apoyó sus manos pequeñas y cuidadas en el parapeto que tenía delante.

El druida permaneció en silencio con la mirada dirigida hacia los árboles. Siempre había sabido mantener sus pensamientos y sentimientos ocultos incluso para los más íntimos. De esas personas había pocas; su hijo adoptivo Bridei era una de ellas y Fola otra.

—Sí hubieras comunicado antes que no ibas a viajar con él —dijo la mujer sabia—, los druidas podrían haber encontrado a un hombre más joven y más adecuado para ocupar tu lugar.

—¿Más adecuado?

Fola contempló a su viejo amigo. Sus ojos oscuros eran muy sagaces; no se le escapaba prácticamente nada.

—Creo que no es la edad lo que te impide formar parte de esta heroica ofensiva en el oeste —dijo en voz baja—, sino otra cosa; algo que no le has contado ni siquiera a Bridei y que eres reacio a admitir públicamente porque lo ves como una forma de fracaso.

Otro silencio. Fola se fijó en que Broichan tensaba levemente las manos sobre el parapeto.

—Hace mucho tiempo que nos conocemos, querido. Si estás enfermo, deberías decírmelo. Tal vez pueda ayudarte. En Banmerren tenemos a una herbaria muy cualificada. Ojalá Uist siguiera todavía con nosotros. Sus manos sanadoras no tenían parangón, excepto con las tuyas.

—Me encuentro perfectamente bien. No te preocupes, Fola.

—¿Que no me preocupe? —repitió ella con las cejas enarcadas—. ¿Y cuándo me he preocupado? Sólo te sugiero que reconozcas lo que para mí y para Tuala cada día está más claro, y que tomes medidas para hacer algo al respecto.

—¿Tuala? ¿Qué tiene que ver esto con ella?

—No te irrites, Broichan. ¿Todavía no has hecho las paces con la muchacha, ni siquiera después de todos estos años?

—No sabía que estuviéramos en guerra. Fola suspiró.

—Hace ya bastante tiempo, Tuala me comentó que creía que podía ser que sufrieras dolores, que quizá tuvieras problemas de salud. Sabía que deseabas ocultárselo a Bridei. No le ha hablado del tema.

—Tuvimos unas palabras con respecto a Derelei y a las posibilidades en cuanto a su instrucción. Por lo visto me comprendió mejor de lo que me pareció en aquel momento.

—Me pregunto por qué, ni siquiera ahora, sois capaces de confiar el uno en el otro. Por qué no podéis ser amigos.

—No hay ninguna necesidad de ello. Somos muy diferentes.

—¡Qué estupidez! —exclamó Fola—. Os teméis el uno al otro, y no es porque seáis diferentes, sino por otra razón que es absolutamente opuesta. Ella tiene muchísimo talento; yo apenas vi el primer germen de su potencial cuando estuvo con nosotras en Banmerren. Debido a la posición que ostenta aquí, no va a permitirse ni el más mínimo uso de sus poderes en público, y yo lo entiendo, pues debe proteger tanto a Bridei como a sí misma de la influencia corrosiva de los chismes e insinuaciones. Es por ti que no utilizará sus habilidades en la adivinación y el augurio ni siquiera detrás de una puerta cerrada y entre amigos de confianza. Y me temo que eso podría privarnos de una herramienta que podría cambiar mucho las cosas en un futuro.

—¡No digas tonterías! ¿Y qué me dices de ti y de la más capaz de tus sacerdotisas de Banmerren? ¿Qué me dices de los druidas del bosque? ¿Por qué íbamos a necesitar la intervención de una…, de una de los de la Otra Especie?

—Ni siquiera yo puedo evocar las visiones del cuenco de hidromancia a voluntad —replicó Fola—. Yo sólo puedo decidir con respecto a la interpretación de lo que se me muestra. La habilidad de Tuala supera la mía con creces, pues su certeza es incuestionable. En tiempos como estos se podría pensar que es una vía directa hacia la mismísima diosa.

Broichan cruzó los brazos. Sus rasgos huesudos constituían una máscara implacable.

—Es un talento sin experiencia —dijo—, incontrolado, no instruido y peligroso. Reconozco su lealtad hacia Bridei y hacia el niño; no niego ese vínculo. Pero no se pueden pasar por alto sus orígenes. No es una de los nuestros. Es imprevisible por naturaleza. Podrías confiar en las visiones de un fuego fatuo tanto como en las suyas.

—¿De dónde crees que Derelei ha sacado sus asombrosas habilidades, Broichan? ¿Cómo es que eres capaz de encontrar espacio en tu corazón para él, por no hablar de dedicarle una parte importante de tu tiempo cada día, cuando rechazas a su madre con palabras desdeñosas? Si Tuala no está bien enseñada, ¿de quién es la culpa? La tuvimos en Banmerren menos de un año. Tú la tuviste en tu casa durante casi trece. Piensa en lo mucho que podrías haberle enseñado.

Al cabo de un momento, el druida dijo:

—La enseñanza que yo puedo impartir se hubiera malgastado en una chica. Durante un tiempo absorben la información y luego, cuando son lo bastante mayores para tener un hombre e hijos, pierden interés —su tono fue despectivo.

—La hija de Talorgen ya te ha demostrado que estás equivocado —repuso Fola sin alterarse—. Tiene ambiciones para su escuela y para ella misma, y se afana para recuperar el tiempo perdido. Ya tiene a los albañiles trabajando y espera a sus primeras alumnas para el otoño. Ferada podría haber contraído matrimonio, un buen matrimonio. Ella ha elegido otro camino.

Broichan enarcó las cejas con menosprecio.

—Si fuera de los que juegan —dijo—, apostaría un puñado de piezas de plata contra un tallo de maíz a que, antes de dos años, Ferada aceptará una proposición de algún probable jefe de clan y abandonará todo su plan para la educación femenina. Si hubiera creído que llevaría el proyecto a buen término, nunca hubiera dado mi consentimiento a su plan. Todas las jóvenes son iguales: en el fondo, lo que más desean es un hogar y una familia.

—Eso no es lo que yo elegí.

Broichan inclinó la cabeza cortésmente.

—Mi argumento excluye a las que entran al servicio de la Brillante, por supuesto. Además, Ferada no tan sólo está bien emparentada, sino que además es joven y guapa.

Hubo una pausa.

—¡Te expresas con tanto tacto, Broichan! —dijo Fola—. Lo creas o no, cuando éramos jóvenes, Uist y yo estuvimos a esto —alzó una mano, con el pulgar y el índice a un mínimo de distancia— de abandonar la obligación por el amor. Todos nosotros hemos sido jóvenes y guapos una vez. Incluso tú, supongo.

Él no respondió, pero al cabo de unos momentos dijo:

—Hablabas de abrir el corazón. ¿Qué mejor motivo necesito para enseñar al muchacho que el hecho de que sea el hijo de Bridei?

Fola fue a hablar, pero se detuvo. Se arrebujó la capa en torno a los hombros, como si se preparara para marcharse.

—¿Qué? —el tono de Broichan fue brusco—. ¿Qué ibas a decir?

Ella suspiró.

—Algo que es mejor no expresar. Vamos, la brisa es helada. Ya lo hemos visto marchar. Ahora la empresa está en manos del Guardián de las Llamas.

—Fola —dijo Broichan—. ¿Qué ibas a decir?

—Algo que no querrás oír.

Él aguardó, alto y pálido con sus vestiduras negras.

—Muy bien. Es el hijo de Bridei. También se parece a ti, y a pesar de sus rizos castaños y sus misteriosos ojos claros sois como dos gotas de agua. Imita tus gestos como si los dos fuerais uno solo. Copia las inflexiones de tu voz cuando todavía es demasiado pequeño para formar las palabras, incluso se sienta del mismo modo que tú. Este parecido se acentuará a medida que el niño crezca, y otra gente empezará a hacer comentarios al respecto, gente menos perspicaz que Tuala o que yo.

Broichan no dijo nada, ni se movió. Fue casi como si no la hubiera oído.

—Sabía que no te gustaría —dijo Fola con sequedad—. Piénsalo, es lo único que sugiero. Puede que no sea mala idea que el niño decida convertirse en un druida. Puede que la corte no sea el mejor lugar para él. No tengo ninguna duda de que esta temprana promesa florecerá y dará un prodigioso talento: un talento un tanto similar al tuyo. Necesitará protección.

Y, al ver que el druida no iba a hacer ni el más mínimo comentario, Fola se dio la vuelta y se alejó con brío caminando a grandes zancadas hacia las dependencias que le habían asignado, preguntándose si no acababa de acercar una tea a algo que con el tiempo podría convertirse en un furioso incendio devastador.

Ya está —dijo Tuala, y se sonó la nariz en un cuadrado de tela de lino—. Ya he derramado suficientes lágrimas por una tarde. Todos sabíamos que llegaría este momento. La verdad es que estoy tan orgullosa de lo que está haciendo Bridei que es ridículo llorar porque tiene que irse. Ridículo y egoísta.

—En absoluto —replicó Ferada, sentada enfrente de su amiga en las dependencias privadas del rey. Frente a la chimenea, Derelei estaba despatarrado sobre una piel de cabra examinando un sonajero que consistía en una bola atada a una cuerda; lo había heredado de los gemelos de Garth y Elda—. Es natural que las mujeres se entristezcan cuando sus esposos se van a la guerra, y más aún cuando la mujer en cuestión posee un asombroso poder de predicción. Sospecho que has visto algo en el futuro de Bridei que te preocupa y que estás intentando con todas tus fuerzas no mencionárselo a nadie.

Tuala logró sonreír.

—¿Tan evidente es?

—Sólo para tus amigos. No pasa nada, no hace falta que me lo cuentes. Sé que delante de la buena gente de Fortriu deseas mostrarte como una mujer común y corriente, igual que cualquier otra esposa y madre, sin ningún talento especial. Y, como esposa y madre corriente, tienes derecho a derramar unas cuantas lágrimas cuando tu marido parte hacia una expedición tan peligrosa. Me alegro mucho de no tener ningún hombre por el que morderme las uñas, a menos que cuentes a mi padre, y él ha sobrevivido a muchas batallas. He perdido la costumbre de preocuparme por él. Doy gracias a los dioses de que mis hermanos, con doce y trece años, sean demasiado jóvenes para ir a la guerra.

—En esta ocasión existe un peligro concreto para Bridei. —Tuala habló en voz muy baja—. No sé lo que es, pero hay una gran posibilidad de que la expulsión de los escotos se logre a costa de su vida. Lo vi en el augurio que consultó Broichan; aunque también vi la victoria.

—¿Has hablado de esto con alguien?

—Se lo dije a Bridei; a nadie más.

—¿Y aun así siguió adelante?

—Él valora la libertad de Fortriu mucho más que su propia vida. Debo confiar en que la Brillante lo mantendrá a salvo en sus manos y lo traerá a casa cuando esto haya terminado. —Tuala bajó la vista hacia su hijo, que sujetaba la bola de madera muy quieta en sus manos; aun así sonaba alegremente—. Cuéntame lo que has estado haciendo, Ferada. ¿Qué tal va la construcción del edificio?

—Muy bien, gracias. ¡Ah!, eso me recuerda que le traje un pequeño regalo a Derelei. Deja que vaya a cogerlo de mi bolsa.

Ferada se levantó, se acercó al fardo que había dejado sobre el arcón junto a la pequeña abertura de la ventana. Llevaba una ropa más práctica que los elegantes vestidos de antaño y su cabello castaño rojizo peinado con más sencillez, pero Tuala advirtió, con una sonrisa, que su amiga tenía un aspecto inmaculado como siempre y un porte erguido e imponente. Las nuevas alumnas estarían demasiado intimidadas como para ir por mal camino.

—Aquí está —dijo Ferada, y sacó un pequeño objeto de un recoveco de su bolsa—. Me pareció que le gustaría. Lo hizo Garvan. Ahora está trabajando en unos grabados para Fola y no quería desperdiciar los trocitos de piedra sobrantes. ¿Puedo dárselo?

—Por supuesto.

Tuala observó a su amiga que se arrodilló en el suelo y se escondió el diminuto caballo debajo de la falda, haciéndolo aparecer y desaparecer hasta que Derelei abandonó la bola sonajero y lo agarró triunfalmente gritando: «¡Perrito!». Al fin y al cabo, quizá las alumnas no se sintieran tan intimidadas por Ferada, no cuando la llegaran a conocer.

—Es de bella factura —comentó Tuala—, acorde con la destreza del picapedrero real. Mira la mantita que lleva, toda cubierta de símbolos diminutos. Y esa expresión extravagante me recuerda al viejo Fortuna. La criatura parece estar a punto de echarse a reír con socarronería. No tenía ni idea de que Garvan poseyera semejante sentido del humor. Ni que tuviera tiempo libre para crear juguetes para los niños.

Apartó la vista de su hijo y de su nuevo juguete y la dirigió a Ferada, que seguía en el suelo. Su amiga llevaba un adorno colgado del cuello por un fino cordón: un minúsculo zorro gravado con intrincado detalle. Aquel no era de piedra, sino de madera oscura, quizá de corazón de roble. Tuala estaba completamente segura de que Ferada nunca había llevado aquella encantadora miniatura en la corte. Años atrás, la hija de Talorgen prefería las joyas elaboradas con plata fina y con incrustaciones de piedras preciosas.

—¿Garvan se dedica ahora a tallar madera como actividad suplementaria? —preguntó.

Los dedos de Ferada se alzaron enseguida para tocar la pequeña raposa, luego puso ambas manos en el regazo.

—No hagas suposiciones —le dijo con severidad a su amiga—. Una puede trabar amistad con una persona que resulta que es un hombre sin necesidad de que la gente chismorree, ¿no?

—¿Quién chismorrea? —preguntó Tuala quitándole importancia al asunto y sonriendo—. Yo no voy a decir ni una palabra, te lo prometo. ¿Qué es lo que hace para Fola? ¿Estatuas de dioses y criaturas?

—Está tallando unos símbolos en un arco que hemos hecho para unir el jardín principal de Banmerren con la zona exterior de la nueva ala —dijo Ferada—. Es decir, la que ocuparé yo. La mayor parte de la mampostería ya está terminada. Garvan y su ayudante se están encargando de la decoración. Y están haciendo algunas estatuas. Es un trabajo considerable.

—¡Vaya! —repuso Tuala.

—¡No hagas eso! —le espetó Ferada—. Estoy demasiado ocupada como para pensar en hombres. Nunca los quise y sigo sin quererlos. Tengo cosas mucho mejores en las que gastar mis energías.

—Lo siento. De verdad. Aunque yo no pensaba en los hombres en general, sólo en uno en concreto.

—Si te refieres a Garvan, la única mujer que le ha interesado has sido tú, Tuala. Cuando lo rechazaste, decidió concentrar sus energías en su trabajo.

—¿Rechazarlo? Yo apenas tenía trece años por aquel entonces; me considero muy afortunada de que Fola me proporcionara una alternativa al matrimonio. Garvan me pareció entonces un hombre amable y perspicaz, aunque no se le podría considerar atractivo.

Ferada esbozó una sonrisa burlona.

—Lo has expresado con mucho tacto, Tuala. Es un hombre poco agraciado; el propio Garvan sería el primero en reconocerlo. Nuestra amiga Ana diría que lo que cuenta no es el aspecto, sino lo que hay en el interior.

—¿Y tú qué dices?

La joven no contestó. Tenía la atención puesta en Derelei, que en aquellos momentos se hallaba tendido boca abajo en la alfombra con las manos estiradas hacia el pequeño caballo de piedra. A su lado, el sonajero zumbaba quedamente, prueba de que no estaba completamente olvidado, pero la atención del niño se centraba en la criatura tallada. Derelei le hizo una señal y el caballo alzó uno de sus delicados cascos, luego otro, sacudió la cabeza, dio un suave relincho y entonces empezó a mordisquear la piel de cabra tentativamente.

—Hará esta clase de cosas —dijo Tuala en tono de disculpa.

—¿Broichan le ha enseñado esto? —musitó Ferada, mirando fijamente a la criatura que se puso a trotar por la alfombra.

—Le está proporcionando las herramientas para controlar sus habilidades innatas —contestó Tuala—. Piense lo que piense de ese hombre, reconozco su sensatez al darse cuenta de que era necesario. Lo que hace Derelei lo hace sin pensarlo primero. Puede que tenga habilidades excepcionales en estas artes, pero eso no cambia el hecho de que tiene menos de dos años.

Ferada observó embelesada el pequeño caballo mientras completaba su circuito sobre la piel de cabra, regresaba junto al niño y le acariciaba la mejilla con el hocico. Derelei se rio. Al cabo de un momento su mano realizó un sorprendente movimiento controlado que no era ni mucho menos propio de un niño, y el pequeño corcel volvió a ser de nuevo una figura maravillosamente tallada en piedra.

—Tuala… —empezó a decir con prudencia, pero se calló.

—Deja que te ofrezca una copa de aguamiel —dijo la reina de Fortriu—. Aquí tengo una excelente, reservada para las ocasiones especiales. Ya te daré una vasija para que te la lleves a casa. Podrías compartirla con el picapedrero; supongo que un largo día con el mazo y el cincel dejan muy sediento a un hombre.

—¡Ya basta! —Ferada se levantó y se sentó de nuevo en la silla—. Sí, compartamos una bebida, en Banmerren hay poquísima. Tu hijo me recuerda a alguien, pero no estoy segura de a quién.

—A Bridei, supongo. Tiene su mismo cabello.

—Se trata más bien de una impresión, no es nada tan evidente. Puede que haya heredado los rizos de Bridei y su calmado temperamento, pero lo que es intrigante es lo que le viene de ti; las habilidades que por nada del mundo pareces querer que se hagan demasiado públicas. Cuando sea mayor, va a preguntarte por sus orígenes, querida. ¿Qué tienes pensado decirle?

Tuala estaba sirviendo la bebida en un par de copas de fino cristal azul con las que les había obsequiado un jefe de clan del sur que les había hecho una visita.

—No tengo respuestas para él —dijo. Nunca le había hablado a Ferada de los dos visitantes del Otro Mundo que la habían consolado a la vez que acosado durante los últimos años de su niñez, que le habían prometido que descubriría quiénes eran sus verdaderos padres y que le habían arrebatado dicha posibilidad cuando ella decidió quedarse con Bridei y renunciar al mundo del otro lado del margen. Últimamente había pensado mucho en ellos, desde que había oído a su hijo dirigiendo sus balbuceos a lo que parecían ser unos compañeros invisibles. Derelei tan sólo decía unas cuantas palabras: papá y mamá, Broichan, y poco más. Había dos nombres nuevos que le había oído pronunciar cada vez con mayor frecuencia, nombres que su lenguaje infantil traducía como «Taraña» y «Maselva». Tuala los había reconocido de inmediato. Eran la prueba de que los Seres Buenos que habían jugueteado con su vida y con la de Bridei con inteligencia y crueldad ya estaban interfiriendo en la de su hijo. Derelei era muy pequeño; a pesar de todos sus prodigiosos dones, era demasiado vulnerable.

—Debo confiar en Broichan para que lo proteja mientras crece —le dijo a Ferada—. Garth está aquí para mantener alejados los peligros mundanos y Faolan tendría que regresar pronto. El druida real posee el poder y las aptitudes para desviar otro tipo de amenazas. Pero me preocupa mi hijo. Sé muy bien que lo he puesto en un camino muy difícil en la vida. Ha heredado de mí sus extraños talentos. Como consecuencia de mis decisiones, él tiene que abrirse camino en el mundo humano. Siendo el hijo del rey estará muy sometido a la mirada pública. La gente hablará.

—Lo mejor sería que lo mandaras con los druidas si quieres que sea invisible.

Tuala puso mala cara y se rodeó el pecho con los brazos. El pequeño se había puesto boca arriba. Parecía que se estaba durmiendo.

—No quiero que se vaya —dijo—. Bridei necesita que su familia esté aquí. Somos su fuerza. Incluso Broichan prefiere que Derelei se eduque en la corte. La verdad es que parece tenerle mucho cariño. Es casi como un abuelo. Nunca lo habría creído capaz de actuar así.

—Interesante —dijo Ferada—. Quizá todo sea más fácil cuando tengas más hijos.

—No si son como este. —Derelei se cantaba bajito una suave cancioncilla sin palabras con su voz infantil. Aunque no lo habían visto moverse, el caballo de piedra había adoptado una posición de descanso y estaba tumbado con las patas hacia arriba y los ojos cerrados. El sonajero vibraba suavemente a un palmo del brazo extendido del pequeño.

—Bueno, ya sabes lo que te he dicho en otra ocasión. Las niñas que tengáis Bridei y tú serán bienvenidas en mi establecimiento. Si sus talentos resultan ser más mágicos que eruditos, las enviaré a Fola.

—Para entonces ya tendrás uno o dos críos tuyos —le dijo Tuala con una sonrisa burlona.

—¿Quieres que te haga tragar esa aguamiel?

—Preferiría mucho más bebérmela. Prometo no volver a hablar de estos temas; al menos esta noche. Es una delicia tan grande verte feliz que no puedo resistir hacerte rabiar para ver esa chispa en tus ojos, la que tenías antes de… antes de que ocurriera todo. —Tuala se puso seria de pronto.

—Sí —contestó Ferada con gravedad—. Resulta muy extraño decir esto, pero me imagino que si pudiera ver lo que estoy haciendo ahora, mi madre estaría muy orgullosa de mí. No estoy segura de si eso me alegra o me da miedo.

—Tú no eres como tu madre —dijo Tuala—. Aunque sí has heredado todo lo bueno de ella. Cuentas con su misma fortaleza y determinación. Y tienes un infalible y magnífico sentido de la elegancia.

Ferada tenía la mano cerrada en torno al pequeño zorro de madera.

—¡Le tenía tanto miedo! —afirmó con una expresión súbitamente sombría—. Si algún día tuviera una hija, sería terrible que yo la hiciera sentir así.

Tuala no respondió. Derelei casi se había dormido; lo cogió y se lo llevó a la cama. Al volver, Ferada había vuelto a llenar las dos copas y parecía más calmada.

—¿Sabes? —dijo—. Es la primera vez que te oigo hablar de la maternidad, aunque sea como una posibilidad remota.

—No lo decía en serio. Tengo pensado hacerme vieja felizmente sola, como Fola.

—Entiendo. Tomarás tus propias decisiones, eso seguro. No deberías tener miedo de llegar a ser como tu madre. Tú tienes demasiada personalidad: eres fuerte, buena y lista. Una verdadera amiga.

—Gracias —repuso Ferada al cabo de un momento en un tono de genuina sorpresa—. Supongo que la siguiente en tener hijos será Ana. Me pregunto si alguna vez vendrá a visitarnos con su apuesto jefe norteño a su lado y una prole de guerreros caitt en miniatura pegados a sus faldas.

—Yo veo a Ana con hijas —dijo Tuala con la vista clavada pensativamente en su aguamiel.

Ferada le dirigió una intensa mirada.

—¿Lo dices porque es una de esas chicas dulces y femeninas? ¿O es que has visto algo de su futuro? ¿Sabes si es feliz?

Tuala vaciló.

—No lo sé. Vi un atisbo, algo extraño… La verdad es que no sabría decirte. Ya no lo hago —no quería cruzar la mirada con Ferada.

—¿Por lo que podrías ver? ¿Por Bridei?

—Es más complicado. A veces capto pequeñas cosas, por accidente. Estoy muy preocupada por Ana. En esas visiones fugaces se me ha mostrado llorando, inquieta, temerosa. Claro que las imágenes podrían ser tanto del pasado como del presente como de una época venidera. Y… y vi a Faolan tocando el arpa.

Ferada soltó una risotada.

—¡Eso sí que no puede ser más que un producto de la imaginación! Me niego a creer otra cosa. Lo atribuyo a demasiada aguamiel. Está claro que es mi deber ayudarte a terminar esta jarra. Brindemos, ¿quieres? Por los amigos ausentes, que los dioses velen por ellos y los traigan a casa sanos y salvos.

—Que la Brillante les conceda dulces sueños esta noche, que el Guardián de las Llamas ilumine su despertar —dijo Tuala, pero una sombra empañaba su mirada. ¿Cuántos despertares habría hasta que se iniciara la guerra y la Diosa Madre recorriera el campo de sangre y dolor recogiendo a sus hijos destrozados para el sueño más largo de todos?

Faolan bien podría haber estado tocando la música de la guerra, pues el golpeteo de su corazón estaba acorde con ese tipo de entretenimiento marcial. Tenía la piel sudorosa a causa de los nervios; le iba a costar mucho que sus dedos puntearan limpiamente las cuerdas. Los rígidos códigos con los que había aprendido a gobernar su comportamiento y a reprimir sus sentimientos durante largos años, desde la noche en que su vida cambió para siempre, no iban a servirle para nada en aquella ocasión. En el preciso instante en que pusiera las manos en el arpa, en el momento en que abriera la boca para cantar, volvería a estar desnudo. Si no sabía cómo iba a poder superar una sola canción, ¿cómo iba a aguantar la prolongada duración de una cena festiva después de una cacería?

Ana lo miraba. Tenía un aspecto enfermizo. Estaba demasiado pálida, tenía las mejillas hundidas y su encantadora boca estaba crispada, como si intentara controlar el dolor. Lo saludó con gravedad, con un movimiento de la cabeza. Faolan vio en sus ojos el reconocimiento de que había cometido un error y de que iba a ser él quien sufriera por ello; sin embargo, ella no podía entender el alcance de aquel avatar, puesto que él nunca le había contado su historia y ahora ya nunca lo haría. Vio que ella lo lamentaba y la perdonó al instante. Inclinó la cabeza a modo de respuesta; fue el gesto cortés de un sirviente a su señora, rígido y formal, calculado para no ofender a Alpin de ninguna manera. Entonces Faolan se aclaró la garganta y empezó a cantar.

Les gustó la canción de caza. Gerdic, fiel a su palabra, se aprendió el alegre estribillo y animaba a la multitud allí congregada a repetirlo cuando correspondía. Faolan había sido muy cuidadoso en su investigación; nadie de la sala podría haber imaginado que, en realidad, él no estaba presente cuando la lanza del propio lord Alpin había atravesado el corazón del primer jabalí, o cuando la segunda criatura había emergido de forma inesperada de la maleza y había estado a punto de castrar al ayudante del jefe de cazadores del Brezal antes de que los perros atacaran. Hacia el final de la canción —era larga, doce estrofas en total—, Alpin estaba cantando como todos los demás y la expresión de Ana sólo podía describirse como de estupefacción.

La canción de caza no había tenido acompañamiento, salvo las rítmicas palmadas y patadas en el suelo. Faolan notó que el cuello le chorreaba de sudor; era como si hubiera luchado una batalla él solo. En cierto sentido, había sido exactamente eso: una batalla contra sí mismo. Era consciente, de un modo alarmante, que la verdadera prueba todavía estaba por venir.

—¡Oigamos el arpa, muchacho! —gritó el jefe de clan, radiante. Estaba muy satisfecho; lo demostraba el hecho de que no hubiera llamado «escoto» a Faolan—. Ofrécenos algo para las damas. ¿Qué tal una canción de amor? Eso te gustaría, querida, ¿verdad? —Con su enorme mano dio unas palmaditas en la de Ana, pequeña y grácil.

Faolan se obligó a respirar despacio. Se colocó el arpa en la rodilla y se tomó su tiempo con la afinación, aunque ya era perfecta, puesto que la había comprobado una y otra vez antes de entrar en la sala.

—Faolan —la voz de Ana le llegó clara y suave por el abarrotado espacio—. Me gusta mucho esa balada sobre el hombre que se enamoró de un hada, ¿sabes a qué canción me refiero? —se volvió hacia Alpin—. Es en gaélico, claro está, pero no te importará, ¿verdad, querido? Me gusta mucho la melodía, aunque no entienda la letra.

Ella creyó que lo estaba ayudando al facilitarle una canción que ya sabía, puesto que había oído cómo la tarareaba en el vado. Pensaba que tal vez fuera la otra única pieza de su repertorio.

Alpin hizo un brusco comentario que indicaba su renuente consentimiento y colocó un brazo pesado alrededor de los delgados hombros de su prometida. Las manos de Faolan se movieron, se detuvieron y volvieron a desplazarse por las cuerdas con un amplio movimiento realizado con confianza. El sonido que surgió, enérgico y calibrado, silenció todas las lenguas de la sala. El corazón de Faolan vibraba y temblaba a la par que el cuerpo del arpa y un repentino torrente de sentimientos amenazó con acobardarlo completamente, tanto era el tiempo que había pasado desde que unos sentimientos tan intensos como aquellos se habían liberado en su interior. Tenía que hacerlo; en esa ocasión no podía esconderse, no podía huir. Tomó aire y empezó a cantar.

Ana sí que entendía el gaélico, por supuesto; lo entendía lo suficiente como para que, de no haber necesitado hasta el último ápice de su fortaleza para evitar que sus recuerdos lo abrumaran y le hicieran perder el control, habría podido aprovechar aquella oportunidad para hablar con ella, para advertirle, tal vez, de que lo más probable era que Alpin fuera un mentiroso y que podría ser que tuvieran que marcharse de allí a toda prisa, para elogiar su belleza y su coraje; para decirle lo que nunca podría decirle fuera de los seguros confines de una historia fantástica de pasión y desengaño. Pero resultó que Faolan dejó que el arpa hablara por él, expresando en su delicada tracería de notas el maravilloso amor de Fionnbharr por Aiofe, la doncella de los sidhe, y el doloroso vacío que sintió en su interior al perderla. El canto parecía fluir sin intención por su parte. Si la voz se le quebró en una o dos ocasiones, su audiencia apenas se dio cuenta. Las copas se detuvieron entre la mesa y la boca, los huesos de cerdo permanecían inmóviles entre los dedos grasientos. Los sirvientes se quedaron clavados en el sitio, con las bandejas llenas en la mano. Un hombre bajito, calvo, de hombros anchos, escuchaba con atención desde la pared del fondo, con una mirada calma y una leve sonrisa irónica en la boca.

Cuando terminó, la gente prorrumpió en aplausos desaforados, junto con silbidos agudos y aporreo de mesas. Gerdic se acercó a Faolan para darle una palmada en el hombro que casi hizo que se le cayera el arpa; otro hombre le colocó una copa rebosante de cerveza en la mano.

—Bebe, luego nos cantas otra. Pero no una de esas lentas y lacrimosas con las que se deleitan todas las señoras… Mira a mi esposa, está sollozando como si se acabara de morir su madre. Tócanos algo que tenga un poco de ritmo, una canción de marcha o algo así. Y luego otra vez la primera, ahora que ya nos la sabemos.

—¡Bardo! —gritó Alpin—. No toques más esa porquería de memeces escotas. No tengo paciencia con ellas. Ofrécenos palabras que podamos entender, por lo que más quieras. Y que sea una melodía apropiada para los hombres, pues hoy hemos derramado la sangre de un jabalí y necesitamos que el entretenimiento sea apropiado para la ocasión. Tócanos algo atrevido y animado.

Faolan tomó un trago de cerveza, dejó la copa y empezó de nuevo. No le resultó difícil encontrar la melodía apropiada; sabía cientos de ellas. Tocar no suponía un verdadero reto, aunque sus dedos no habían acometido esa tarea desde hacía más años de los que le gustaba rememorar. Volvió a recordar la técnica sin problemas y la descuidada arpa resistió el desafío muy bien. Si Faolan hubiera podido aislarse del doloroso retorno de la conciencia del corazón, tal vez habría hecho lo que le pedían y habría salido de allí con los dedos llenos de ampollas. Siguió adelante trabajosamente, contento de que los allí presentes mostraran una clara preferencia por las canciones alegres y animadas, pues eran las tristes y profundas las que con más probabilidad podían desatar su alma.

En un momento determinado de la noche, Ana se excusó y se retiró a la cama. A Faolan le resultó evidente que la muchacha se esforzaba por ocultar su asombro y, supuso él, su alivio: lo último que se habría esperado ella era encontrarse con que era competente como músico. Le concedieron un breve descanso durante el cual no dejaron de servirle comida y bebida. Habló con Gerdic y con algunos otros. Más tarde no recordaba ni una palabra de lo que había dicho. Trató de respirar acompasadamente, algo que había observado que Bridei hacía en momentos de tensión, y vio que eso lo ayudaba un poco. El torrente de recuerdos seguía manando en su interior, pero fue capaz de contener sus manifestaciones físicas: manos temblorosas, voz insegura y lágrimas a raudales. La larga velada se acercaba a su fin; Alpin pidió una última canción.

Mientras sus dedos volvían a acercarse a las cuerdas, Faolan no había decidido qué pieza les ofrecería. El sentido común le dictaba algo breve, animado y anodino que los mandara a la cama con una sonrisa y les proporcionara sueños agradables. En el último momento decidió hacer caso omiso de su propio buen consejo y empezó la introducción a una canción mucho más solemne, la narración de una batalla heroica, escoto contra escoto, en la que un gran líder inspiró a sus fuerzas para conseguir una victoria poco probable. No la cantó en su propio idioma, sino en el de su audiencia, y en lugar de un jefe pelirrojo de Ulaid su héroe era un joven rey de Fortriu recién entronizado, un hombre cuyo símbolo era el águila y cuyo gran empeño era contemplado por el Guardián de las Llamas con benévolo afecto y profundo orgullo. Lo cierto es que no nombró a Bridei, pero ningún hombre ni mujer de la sala confundiría el significado de sus palabras. Contó que los ancianos dejaban sus bastones y sus tazas de cerveza para aclamar al joven líder cuando este se acercaba, que los hombres en la flor de la vida acudían cabalgando a centenares para unirse a él, que los jóvenes que apenas tenían edad para abandonar las faldas de su madre cogían las espadas herrumbrosas de grandes señores muertos y marchaban para comprometerse al servicio del nuevo rey. Cantó que el coraje, la sabiduría y la fortaleza del antepasado original, Pridne, parecían haber renacido en aquel joven líder.

La pieza terminó con una conmovedora melodía ejecutada únicamente con el arpa y con una sola nota clara dada con la cuerda más aguda. El sonido quedó flotando en el silencio hasta contar cinco, después Faolan inclinó la cabeza y los aplausos atronaron a su alrededor. Había tocado toda la canción sin ser consciente de ello; la música pareció fluir, no porque él quisiera, sino casi a su pesar. En otro tiempo, cuando era joven y se esforzaba por dominar la técnica, hubiera dado lo que fuera por conseguir semejante creación intuitiva. Aquella noche sólo era consciente de cómo se sentía ahora que había terminado de cantar: como si hubieran arrastrado su cuerpo sobre las piedras. Se sentía herido, maltrecho, como un perro apaleado, con el corazón encogido de miedo en su interior, acobardado por la agresión que había sufrido, pues había abierto una puerta que había permanecido cerrada a cal y canto mucho tiempo y había dejado entrar más cosas de las que razonablemente podía albergar.

—Acércate, bardo. —Alpin se hallaba de pie y se disponía a retirarse; los bancos rasparon las losas cuando los miembros de la casa se levantaron al mismo tiempo que su jefe.

Los pies de Faolan realizaron los movimientos necesarios y le hicieron cruzar la sala hasta hallarse frente al jefe de clan del Brezal. Se encontró con que sus rodillas no estaban dispuestas a doblarse; ya no parecía posible seguir fingiendo obediencia ciega. Logró inclinar la cabeza, pues si tenía lágrimas en los ojos, estaba claro que no quería que aquel hombre las viera.

—Me has sorprendido —el tono de voz de Alpin no era hostil, tan sólo curioso—. Lo último que me esperaba es que de verdad supieras tocar. Está visto que la señora no mentía.

Faolan levantó la mirada, olvidándose de las lágrimas.

—Lady Ana no miente —dijo con frialdad.

El jefe de clan frunció el ceño.

—Puede que toques muy bien —repuso— y que cantes con gracia, y tal vez nos proporcionaste una buena velada, pero si tú eres un bardo de la corte, despellejaré al próximo gato que se cruce en mi camino y me lo comeré para desayunar, con huesos y todo.

—Sí, mi señor.

Faolan aferró el bastidor del arpa.

—Me voy a la cama —dijo Alpin—. La señora no se encuentra bien; puede que vaya a verla, por sí necesita algo. Espero que no vaya a resultar enfermiza. Necesito hijos, bardo. Las canciones bonitas no van a ayudarme a conseguirlos. Vete, pues. Por la hombría del Guardián de las Llamas que tienes la tez tan pálida y las rodillas tan flojas como tu señora. ¿Qué os pasa a los del sur? Gerdic, acompaña a este hombre a los aposentos, ¿quieres?, antes de que se desmaye y deje caer el instrumento. Lo necesitamos de una pieza, y al arpa también. Sin duda, mañana las mujeres querrán más baladas fantásticas. Buenas noches, muchachos. Que el Guardián de las Llamas os traiga sueños de bestias salvajes muertas y batallas ganadas. Y un complaciente pedazo de mujer en vuestra cama.

Una vez, hacía más de cinco años, Faolan había pasado una larga noche en vela junto a Bridei. Recordaba que había vomitado hasta que no le quedó nada en el estómago, que había luchado contra el temblor que se había apoderado de su cuerpo, que había conseguido permanecer tranquilo y contener las lágrimas. Todos habían estado allí con él aquella terrible noche del sacrificio del Umbral: Breth, Garth y él mismo, y todos se habían ocupado de aquel que pronto sería su rey, tanto por amor como por sentido del deber. Aquella noche era el propio Faolan quien corría peligro de caer víctima de un exceso de emociones sombrías y, de haber tenido cerca a algún compañero que le ofreciera su apoyo, lo habría rechazado. En realidad, no creía que un hombre como él pudiera tener nada semejante a un amigo; su naturaleza no se lo merecía. No permitiría que nadie en el mundo fuera testigo de su debilidad. No le confesaría a ningún hombre vivo toda su historia. Ni siquiera a Bridei. Lo que les había revelado a Drustan y Deord no era más que una ínfima parte de la verdad y ya lamentaba haberlo hecho. Esas cosas era mejor dejarlas donde estaban, encerradas dentro, y no hablar de ellas. Dejarlas, aunque nunca del todo, casi olvidadas.

Así pues, se disculpó con Gerdic y los demás, que tenían muchas ganas de llevarse una buena provisión de cerveza a los dormitorios y continuar la celebración de la noche. Faolan subió solo al mismo patio en el que sabía que Ana se sentaba a bordar por las tardes. Había guardias en los adarves y lo estaban vigilando, tal como debían hacer, pero no trataron de impedirle que ascendiera por los estrechos escalones de piedra. Contuvo a sus demonios —ah, Dubhán, el mejor de los hermanos, y la sangre caliente saliendo a chorros, tiñendo sus manos de escarlata— hasta que llegó a un rincón sombrío donde no cayera sobre él la luz de las antorchas colocadas aquí y allá en sus soportes de hierro. Allí se acuclilló, puso los brazos encima de la cabeza como un niño perdido y, en silencio, lloró.

Esta mañana tienes mejor aspecto —dijo Alpin con la boca llena de gachas. Ana había empezado a desayunar de nuevo con él en cuanto dejó de sangrar y cesaron los retortijones—. Tus mejillas tienen un toque rosado, esto ya es otra cosa. Tengo noticias.

—¿Ah, sí? —Ana se sirvió pan y añojo asado frío. Quería mostrarse relajada y tranquila, aunque el corazón le latía con fuerza a causa de los nervios. Tenía una pregunta que hacerle a su prometido y no estaba segura de que a él le gustara.

—Sí, es probable que ese druida llegue en los próximos dos días. Ayer lo vieron descendiendo la ladera por el sendero del Valle Tormentoso y uno de mis súbditos mandó a un mensajero para decírmelo. Ya no tendremos que esperar mucho.

Su mirada hizo que Ana se estremeciera.

—Ah, bien —fue lo mejor que logró decir. Dos días. ¡Qué pronto! La cuestión era que, por muchos días que faltaran para su boda, para ella siempre serían demasiado pocos. Oía la suave voz de Drustan en su cabeza: «No quiero que te cases con mi hermano».

—Sonríe —le dijo Alpin mirándola con atención—. Convénceme de que te alegras.

Ana se sobresaltó. ¿Tan transparente era su estado de ánimo?

—Me alegro —dijo, pero no encontró una sonrisa—. Supongo que estoy un poco nerviosa. Te pido disculpas si mi actitud lo denota, mi señor.

—Llevas aquí tiempo suficiente como para que a estas alturas ya te hayas aclimatado, sin duda. —Alpin se sentó con las piernas separadas, cruzó los brazos sobre la mesa y se inclinó hacia ella—. Y ya has tenido oportunidad de acostumbrarte a mí y a la idea del matrimonio. Tienes que relajarte un poco, no hay necesidad de que seas tan mojigata y recatada cuando estás a solas conmigo. Ven aquí, siéntate a mi lado. Eso es. Más cerca.

Un brazo enorme le rodeó los hombros y, de pronto, la otra mano le había levantado la falda y se introdujo con cierto descaro por el interior de su muslo. Ana dio un grito ahogado.

—Calla, calla —dijo Alpin, como si tranquilizara a un animal nervioso—. Un poco de práctica no hace daño a nadie… Haré que todo esto sea mucho más fácil por la noche, te lo prometo… —La mano había llegado rápidamente a un punto en el que Ana iba a tener que detenerla. La otra mano se había colocado sobre su pecho, apretándolo de un modo sumamente molesto, y los labios de Alpin estaban sobre su cuello, acariciándolo, chupándolo. Su respiración se había acelerado. Ana sintió que un rígido desagrado le recorría el cuerpo. Dentro de dos días iba a casarse con él, dos días, y si él no se detenía, ella gritaría o vomitaría, no podría evitarlo. El deber la mantenía inmóvil y en silencio mientras la repugnancia la inundaba con gélidas oleadas. Intentó pensar en lo que haría Ferada en una situación semejante, pero no se le ocurrió nada. Estaba claro que su amiga nunca hubiera permitido que las cosas llegaran a ese punto. Si alguna vez Ferada dejaba que un hombre la tocara de ese modo, sería alguien que habría elegido ella misma tras rigurosas pruebas.

Los dedos de Alpin acariciaban, apretaban, exploraban; le estaba apartando la tela de su ropa interior… Ana se retorció un poco, tratando de no hacer un gesto de dolor cuando los dedos de Alpin rozaron la carne desnuda de sus partes íntimas. Ella se alejó un poco y se obligó a besarlo en los labios, un esfuerzo rápido pero no demasiado propio de una doncella, pues no debía dejar que él se diera cuenta de hasta qué punto la consternaba aquello. Se apartó de él deslizándose por el banco y volvió a bajarse la falda.

—Si quieres tenerme en mis mejores condiciones, querido —entonces sí que logró sonreír—, debes dejar que termine mi desayuno.

Alpin se rio. Ahora era él quien se había ruborizado.

—¡Por la hombría del Guardián de las Llamas, muchacha, estos dos días más se me van a hacer más largos que todo este tiempo de espera! ¿Quién me lo iba a decir? Espero que sepas lo difícil que esto resulta para un hombre. Espero que sepas lo mucho que te deseo. Te tengo reservadas unas cuantas noches fantásticas, te lo prometo. Ven, toma un puñado de esto —le agarró la mano y, antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba haciendo, se la colocó firmemente entre sus piernas, apretando de manera que la forma alarmantemente rotunda de su virilidad quedó erguida y dura contra la palma—. Dicen que tengo la constitución de un toro —comentó Alpin con aire de suficiencia, soltándola y concentrándose nuevamente en las gachas—. Te daré hijos en abundancia. Y un placer como el que nunca soñaste. Habrá unas cuantas magulladuras aquí y allá dentro de dos noches, pero valdrán la pena. Come. Tienes razón, necesitamos estar fuertes.

Si creyó que la tranquilizaba, se equivocaba del todo. Comieron en silencio durante un rato, entonces Ana respiró hondo y empezó:

—Espero que no te molestes conmigo, querido, pero tengo que hacerte una petición.

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

—Todavía estoy un poco… angustiada por la situación familiar que hay aquí. Sobre tu hermano y el hecho de que esté encerrado, pero siga aquí en la casa. Me da la impresión que arroja una especie de tristeza sobre el Brezal, una sombra del pasado que se cierne sobre todos nosotros. Eso me preocupa, Alpin. Hablas de tener niños. Me preocupa que mis hijos crezcan en un lugar con un secreto tan terrible.

Él continuó comiendo; ella se lo tomó como una buena señal.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó—. ¿Que lo mande a alguna parte?

—¡Oh, no! No me refiero a nada parecido —se apresuró a decir ella—. Sólo quiero comprender mejor la situación y tal vez enmendar algunos lazos rotos. Me han dicho que despediste a la mayoría de la gente que trabajaba aquí en aquel entonces… cuando ocurrió ese terrible suceso.

—Te han dicho… ¿Quién te lo dijo? —había un nuevo deje en su voz que a Ana no le gustó.

—Me paso todas las tardes cosiendo con las demás mujeres, Alpin. Las mujeres chismorrean.

—Mejor sería que se guardaran su cháchara para temas más apropiados. A nadie le incumbe a quién mantengo aquí y de quién prescindo.

—Oí que había una anciana que cuidaba de ti, de tu hermano y de tu hermana cuando erais pequeños. Que vive en algún lugar del bosque, sola… Me parece bastante triste que no mantengas bajo tu techo a una criada tan fiel. ¿No corre peligro ahí fuera, sola?

Alpin le dirigió una mirada escrutadora.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.

—Me gustaría ir a visitarla —dijo Ana, que tenía las palmas sudorosas por los nervios—. Hablar con ella; intentar entender un poco esta familia de la que voy a formar parte. Si tu hermana estuviera aquí, o tu madre todavía viviera, se lo preguntaría a ellas. Si Orna estuviera dispuesta a hablar se lo preguntaría, pero ella no dirá ni una palabra al respecto.

—No puedes visitar a Bela. —Alpin levantó el cuchillo y lo dejó en la mesa, tomó un trago de aguamiel y volvió a llenarse la copa—. Hace años que no la ha visto nadie. Podría estar muerta, o haberse ido.

—¿No tiene una cabaña? ¿O una choza? ¿Cómo sobrevive ella sola? —insistió Ana con terquedad, pues no quería aceptar que aquella última esperanza de obtener una prueba quedara en nada.

—No tengo ni idea. —Alpin le lanzó una mirada astuta—. ¿A qué viene este repentino interés por Bela?

—Yo… —Ana pensó rápidamente—. Estaba pensando en nuestros hijos, en los que tendremos. Nos hará falta una niñera, y puesto que ella es una sirvienta de confianza de la familia…

—Es una vieja bruja chiflada —saltó él con desdén—. Tendremos a otra niñera para nuestros chicos. Una persona joven y llena de energía. No puedo permitir que te agotes, querida. Te quiero fresca y ansiosa. ¡Dioses! Tengo la impresión de haber esperado toda una vida para esto. Si me complaces bien, encontrarás en mí a un buen esposo, lo juro. Te daré todo lo que quieras.

Ana no pudo mirarlo a los ojos; se quedó con la vista clavada en su plato.

—Espero complacerte, mi señor —dijo con los dientes apretados—. Como sabes, soy totalmente inexperta en los asuntos de dormitorio.

—Eso es lo que un marido espera de una nueva esposa —repuso Alpin con soltura—. Ya aprenderás. Te mostraré lo que tienes que hacer y te enseñaré a disfrutar de ello. No debes temer nada. Pero tienes miedo, ¿verdad? Bueno, ¿y por qué?

No podía decirle que su tacto la hacía sentir incómoda y le repugnaba.

—Hoy estoy un poco disgustada. Es una pena que no vaya a venir a la boda nadie de mi gente.

—Tienes a tu bardo.

—Un sirviente no puede sustituir a la familia —dijo Ana, que se alegró de que Faolan no pudiera oírla.

—Te lo compensaré —repuso Alpin—. Con el tiempo viajaremos e iremos a visitarlos. Y los invitaremos a venir. Eso será ventajoso, muy ventajoso.

—Creo que deberíamos intentar encontrar a Bela —dijo Ana— para asegurar su bienestar. ¿Tal vez podría ir alguien a ver si está bien? Me gustaría hablar con ella, Alpin. Ya casi no queda nadie que pueda hablarme de los viejos tiempos.

Él entrecerró los ojos.

—¿Y por qué necesitas saber sobre ellos?

—Yo sólo… Supongo que tiene que ver con Drustan. —Ana tenía la esperanza de que su voz no revelara el repentino torrente de calor que sintió al pronunciar su nombre—. Con su enfermedad. Pensé que su vieja niñera podría hablarme de cuando era niño. Si tengo que dar a luz a tus hijos, debo saber cómo se manifestó esta enfermedad.

—¿Para así poder hacer qué? ¿Sacrificarlos como si fueran cachorros debiluchos?

Ana se estremeció.

—No, por supuesto que no. Pero, al menos, buscar el pronto consejo de un físico.

—Ni el mejor cazador del Brezal encontraría a la vieja, Ana. Se escondió. No hay ninguna cabaña. No hay ninguna chimenea ardiendo que levante una reveladora columna de humo. Nadie sabe dónde está, y estos bosques son como un laberinto de artimañas.

—Ah.

—En cuanto a Drustan, su historia se explica muy rápidamente. Ya de pequeño era distinto. Obstinado. Extraño. Difícil. No podíamos tenerlo aquí. Se fue con nuestro abuelo cuando tenía siete años. Creció allí recluido, para que no pudiera ponernos en peligro ni a mi hermana ni a mí. Nuestro abuelo murió cuando Drustan tenía veinte años. Le dejó todas las tierras del Valle de la Ensoñación, incluidas las aguas de una ensenada profunda y resguardada. Fue un acto de suma insensatez puesto que, para entonces, la locura de mi hermano se acercaba a su etapa más florida. Se le permitió quedarse allí, en su casa; había sido un error dejarle marchar. Pasaron los años. Mi hermana contrajo matrimonio y se marchó. Mi padre murió y yo me convertí en el señor de este lugar. Casi nunca veía a Drustan, lo cual ya me venía bien. Casi había llegado a creer que mi vida podía seguir un rumbo estable; mi matrimonio no hizo más que fortalecer mi creciente convicción de que así sería. Fui feliz durante un tiempo; más feliz de lo que he sido nunca. Entonces fue cuando vino Drustan con el pretexto de discutir la utilización por parte de mis fuerzas de su fondeadero de aguas profundas. Y ocurrió.

Ana deseó con todas sus fuerzas no perder la calma.

—Mató a tu esposa —dijo—. Por nada. Así, sin más.

—Exacto. Persiguió a Erisa a través del bosque hasta la Cascada del Ventisquero, donde la corriente cae en picado a las partes más bajas del bosque, en un lugar donde los árboles crecen con tanta densidad que no hay senderos que entren ni que salgan. Ella resbaló en las rocas del borde del precipicio y cayó. Drustan se esfumó en menos de un latido de corazón tras su caída.

—Él… —empezó a decir Ana, pero se detuvo. «Él dice que no se acuerda», habría querido decirle—. No entiendo por qué hizo algo semejante.

—Estás buscando explicaciones cuando no existen. —Alpin enfundó su cuchillo con un movimiento brusco.

—Sólo una cosa más. —Ana vio que las gruesas cejas del jefe de clan se alzaban al fruncir el ceño. Debía darse prisa y terminar rápidamente con aquello—. ¿Cómo es que Erisa logró dejar atrás a Drustan de camino a ese lugar, a la Cascada del Ventisquero? Su embarazo estaba muy avanzado, y él es… Bueno, me imagino que es un hombre sano y en forma, como tú. No hay duda de que podría haberla alcanzado.

—No quería alcanzarla —el tono de voz de Alpin era triste—. Quería conducirla hasta el borde de la cascada. Y eso fue exactamente lo que hizo. Bela se hallaba presente, y es lo que me contó antes de desaparecer en el bosque. Drustan nunca lo ha negado.

Una fría mano se aferró al corazón de Ana.

—No me gusta hablar de lo que ocurrió —dijo él con aire apesadumbrado—. Pero tienes razón, ya que vamos a casarnos, te mereces saberlo todo. Estás disgustada; lo entiendo. Si quieres que lo mande fuera cuando tengamos nuestros propios hijos, lo haré. Parecía más adecuado tenerlo aquí; al fin y al cabo, es mi hermano. De este modo puedo tenerle vigilado de cerca.

—Debes hacer lo que creas mejor —repuso Ana, oyendo el sonido tenso y herido de su propia voz. Aquello no tenía sentido. ¿Cómo era posible que Drustan fuera dos personas, el hombre gentil que ella conocía y aquel otro, violento e impredecible? Pero ¿por qué iba a mentir Alpin sobre una cosa así?

Alpin le estaba diciendo algo, pero ella no lo había oído.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que será mejor que tengas un día tranquilo. No queremos que estés agotada para la boda.

—Es una buena idea, Alpin.

—Podríamos cenar los dos solos esta noche.

—Con mucho gusto —mintió Ana. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Tomar la opción más fácil y cruel, y sencillamente no volver a hablar con Drustan nunca más, no regresar al pequeño patio, el lugar de los susurros y los secretos, o aprovechar la tarde para hablar con él, para decirle…? ¿Qué? ¿Que no había manera de encontrar a la única testigo y que se veía obligada a considerarlo culpable por falta de pruebas que demostraran lo contrario? Una cosa sí era segura. En cuanto estuviera casada tendrían que terminarse esas conversaciones encubiertas, los dulces y anhelados momentos en los que compartían canciones e historias, los tiernos intercambios. Sus pájaros debían dejar de acudir a ella con sus ojos brillantes y sus pequeños obsequios. Ella se limitaría a bordar perros. Y, sin embargo…, sin embargo, lo seguía amando… Bueno, ya estaba dicho; era estúpido, ridículo, peligroso y aun así era verdad. Por lo visto, Drustan era un asesino, víctima de sabían los dioses qué ataques de ira desenfrenada, y no obstante era el único hombre en el mundo al que amaría, el único hombre que quería que la tocara como un marido hace con su esposa…

Ana cerró los ojos un momento y respiró hondo, soltando el aire en un suspiro. Estaba siendo injusta con Alpin, muy injusta. Él había perdido a su esposa e hijo. Quizá fuera bastante ordinario y un tanto dado a levantar el puño, pero lo único que quería era la oportunidad de tener una familia, lo cual era absolutamente razonable. La habían mandado allí con el único propósito de desposarse con él, y ella no lo había discutido. Si se había enamorado de otro hombre —el hombre menos indicado que podía encontrar—, eso sólo era fruto de su propia locura. No podía echar por tierra la oportunidad que Alpin tenía de ser feliz por algo que nunca iba a ser, por un amor que no tenía futuro. La mayoría de las mujeres se casaban sin estar enamoradas, y, sin embargo, la mayor parte de los matrimonios perduraban. Al fin y al cabo, una mujer tenía a sus hijos, y una casa que llevar. La tolerancia y la amistad constituían una base suficiente para lograr una asociación de por vida. No todo el mundo podía ser como Bridei y Tuala, que tenían todas esas cosas además de amor verdadero.

Pero, a pesar de todos estos razonamientos, a pesar de estos argumentos sensatos y prácticos, era Drustan quien llenaba su corazón y su mente. Lo quería, lo necesitaba, le echaba de menos. Nada iba a cambiar este hecho, ni siquiera el matrimonio con su hermano. Sospechaba que el futuro no le depararía la acogedora domesticidad que antes había deseado, sino una pesadilla de promesas rotas y corazones destrozados.

Faolan había implementado un sistema mediante el cual estaba informado de todas las idas y venidas en el Brezal. Había un criador de perros que no tenía ningún motivo en particular para querer a Alpin, puesto que había sido el más castigado por su ira tras salvar a un cachorro que no era ni mucho menos el ejemplar perfecto que el jefe de clan buscaba para su estirpe de reproductores. El muchacho no había ahogado a la criatura tal y como se le había ordenado, sino que había criado al animal a escondidas y ahora el perro lo seguía a todas partes como un acólito lleno de adoración. Dovard estuvo encantado de ser los ojos de Faolan por lo que se refería a la pequeña salida que había junto a las casetas de los perros. Lo único que había que hacer a cambio era rascar a su can detrás de las orejas caídas y comentar lo hermosa que era esa criatura.

Así pues, Faolan se enteró, antes incluso que el dueño de la casa, de que había llegado cierto visitante inesperado: un hombre pálido y encapuchado con aspecto y acento de escoto. Dovard desconocía su nombre, sólo sabía que ya había estado varias veces en el Brezal y que la norma era que nadie, aparte de Alpin o Dregard, supiera que estaba allí. Dovard dijo que el visitante seguiría sus pautas habituales: esperaría en la cámara del jefe y tendría una reunión privada con él cuando regresara de su cabalgada matutina. Más tarde, aquel individuo se marcharía sin que lo vieran.

Un escoto. Por un momento Faolan lamentó no tener un poder similar al de Drustan, que le permitiera convertirse en una mosca o un escarabajo para estar presente en la cámara de consejo de Alpin y escuchar su conversación con el desconocido. Podría ser que de esta forma conociera la información que necesitaba para cambiar de planes, declarar que el contrato de esponsales y el tratado eran una farsa y llevarse a Ana del Brezal antes de que fuera demasiado tarde. Aquella misma noche se esperaba la llegada del druida; al día siguiente Ana se convertiría en la esposa de Alpin y ya no habría vuelta atrás.

No habría vuelta atrás… Él no quería volver atrás, a esa parte de su historia que estaba llena de sangre, de terror y de decisiones imposibles. Pero la Colina Blanca le ofrecía un lugar y un propósito. Ya llevaba más de cinco años con Bridei, y sabía que su vínculo con el joven rey era más profundo de lo que en un principio tenía pensado permitir. Ahora casi tenían encima aquella boda y, si todo se desarrollaba como Bridei había deseado, dentro de dos días Faolan podría estar camino de la Colina Blanca para informar de que el tratado se había firmado, de que a Ana ya se la había llevado a la cama el bruto de su esposo y de que, para equilibrar aquel indudable éxito, estaba la mera cuestión de la pérdida de toda la escolta. Al fin y al cabo, ¿qué pruebas tenía para sugerir que la pronta promesa de paz de Alpin no era lo que parecía? Había hecho todo lo que había podido para conseguir toda la información posible a lo largo de dos cambios de luna, y era bueno en lo que hacía. Pero lo único que tenía eran las palabras de un hombre que supuestamente estaba bastante desquiciado y que le decía que Alpin tomaría sus decisiones con escasa consideración por los tratados, y las insinuaciones aún más sutiles de Deord, un hombre que sólo hablaba cuando le convenía. No era suficiente. Bridei necesitaba que aquel matrimonio se llevara a cabo; necesitaba que Alpin quedara ligado con él mediante lazos de parentesco. Todo aquello no podía interrumpirse sin un buen motivo, sin pruebas sólidas, y Faolan se veía obligado a admitir que no tenía ninguna. Había tenido mucho tiempo para indagar la verdad, si es que había alguna verdad que descubrir. Juraría que, si Alpin tenía intención de traicionar al rey de Fortriu, nadie de allí lo sabía aparte del propio jefe de clan. Si semejante conspiración existía, la habían ocultado de forma experta.

Hasta entonces. Un escoto, una reunión secreta, una de varias. Tenía que significar algo. Desafortunadamente, ni el más capaz de los espías de todo Fortriu podría introducirse en las dependencias privadas de Alpin eludiendo a una guardia muy bien armada. Estaba la otra puerta, claro, la que conducía a los aposentos ocultos de Deord y Drustan. Faolan consideró la posibilidad de intentar un ejercicio que había planeado con anterioridad, un poco de escalada por un muro, entrar por el tejado enrejado del recinto y pedirle a Deord que le dejara escuchar a través de esa puerta. Lo descartó. Aquel día había demasiados guardias por todas partes; las murallas estaban plagadas de ellos. Además, era probable que por la tarde las mujeres subieran allí con sus labores; podía imaginarse cómo reaccionarían si de repente saltaba por encima del muro de su aislado patio. El plan era demasiado arriesgado. Ni siquiera tenía la certeza de poder oír algo desde allí. Maldijo en silencio y se inclinó para darle unas palmaditas al perro, que parecía haberse encaprichado con él, sólo los dioses sabían por qué.

—Le gustas —observó Dovard, que estaba cortando carne sobre una losa, preparando la comida para los perros de caza, los cuales se arremolinaban en el recinto de la parte trasera de las casetas y aullaban ante la expectativa de la comida.

—Me tolera —repuso Faolan—. Tú eres el sol y la luna para él.

—Oh, bueno —resultó evidente que aquel comentario había agradado al muchacho, a la vez que lo había incomodado—. Es un buen perro.

Dovard se encogió de hombros, se dio la vuelta y se dirigió hacia el último de los recintos, donde los animales lo recibieron con una algarabía de ladridos excitados. El perro del muchacho se acercó poco a poco y birló una tira de carne de la losa. Su mirada le rogaba a Faolan que comprendiera aquel acto de inteligencia.

—Será mejor que me vaya —dijo el espía de la Colina Blanca—. Gracias por tu ayuda. Vigila este festín o pronto no quedará nada.

Al salir al patio se le ocurrió que era posible otra variante del plan, una que sólo requería que Deord decidiera salir al salón y regresar a sus dependencias al menos una vez antes de que empezara la reunión secreta; eso y la oportunidad de poder hablar con él a solas. Sencillo; perfecto. Podría obtener la información que necesitaba sin poner a nadie en peligro. Y si lo que en realidad quería era que el tratado de Bridei fracasara para que así la mujer más encantadora de Fortriu no tuviera que casarse con ese matón ordinario, no había necesidad de que lo supiera nadie más que él. La idea no era digna de un emisario real. Fuera cual fuera el futuro al que Ana se enfrentaba, el hombre que estaría a su lado no sería él. Él no era nadie; sólo un instrumento para llevar a cabo los asuntos de otras personas. Ana le había demostrado que su coraza no era impermeable; no podía controlar sus sueños. Pero siempre había dominado tanto la palabra como la acción de modo experto, y eso debía hacer entonces, y no pensar más en aquel matrimonio, no pensar más en ella.