Capítulo 9

El tiempo se mantenía espléndido. El bosque estival envolvía la fortaleza de Alpin con un suave manto de muchos verdes y el jefe del Brezal anunció durante la cena que, por la mañana, los miembros de su casa saldrían de cacería.

Faolan había estado ocupado. El hecho de que el druida no hubiera aparecido le había proporcionado más tiempo del que había previsto para la investigación y se había ganado la confianza de varios miembros de la casa de Alpin. Se cercioró de que el arpa resultara difícil de arreglar y se libró de que le hicieran cantar contrayendo una persistente tos de pecho que todos atribuían a su prolongada inmersión en las frías aguas del Vado del Rompiente. Faolan pasó mucho tiempo escuchando, y aún más pensando. Los habitantes del Brezal eran como avellanas: costaba romper su cáscara y el esfuerzo no resultaba especialmente provechoso. Faolan no recordaba ni una sola ocasión en la que le hubiera resultado tan difícil extraer un poco de información útil.

Ana estaba triste, tensa y nerviosa. Se lo notaba en la cara. Pero él no podía hacer nada para ayudarla, pues Alpin no bajaba la guardia y había dejado clara su intención de castigar a cualquiera que se atreviera a mirarla demasiado. En la mesa, durante la cena, mientras la observaba sin que lo vieran, Faolan dedujo que Ana le pedía a Alpin si la podía dispensar de la cacería del día siguiente. Le estaba diciendo, tal vez, que los deportes sangrientos nunca habían sido su pasatiempo al aire libre favorito y que había otras tareas de las que tenía que ocuparse en casa. A Faolan lo invadió el resentimiento cuando vio que Alpin se reía a carcajadas, le ponía una pesada mano en el hombro a su futura esposa y meneaba la cabeza. Le estaba diciendo que tenía que ir, que disfrutaría y, además, ¿qué mejor oportunidad de contemplar la extensión de los dominios de su nuevo marido?

—Ten cuidado, amigo —le aconsejó Gerdic, sentado a su lado—. Estás clavando el cuchillo en ese queso como si estuviera a punto de atacarte. Cuidado, amigos, esta noche nuestro bardo no está de su mejor humor.

—Sólo tiene un humor —comentó otra persona—. Hosco. Típico de un escoto.

Faolan no respondió y la conversación derivó hacia otros temas, en particular la cacería propuesta. Habría caza para el puchero. Gerdic y los demás trabajadores de la cocina podían esperar un día muy largo. Los hombres de armas, sentados un poco más allá, intercambiaban teorías sobre lo que se podría rastrear recién empezada la estación. Venados no, seguro, pero tal vez los perros consiguieran un jabalí o dos, y con la ayuda de los halcones podría ser que levantaran algún urogallo u otras aves de caza, aunque en aquella época del año lo más probable es que no fueran muy enjundiosas.

Faolan fingió concentrarse en cortar queso, arrancar un pedazo de pan, rebanar una cebolla. Con el rabillo del ojo vio que el brazo de Alpin rodeaba poco a poco la estrecha cintura de Ana y luego se deslizaba hacia arriba de manera que su mano rozaba la curva inferior del seno de la muchacha a través de la fina lana color gris perla de su túnica. Una pequeña mancha colorada apareció en las dos mejillas de Ana.

—¿De caza, eh? —comentó Gerdic con aire meditabundo—. Me imagino que no es un trabajo para los bardos.

—Bueno, él espera que vaya —el tono de Faolan era adusto, como su estado de ánimo—. Ya verás, esperará un poco, me llamará para que me postre a sus pies y me hará saber que tiene la bondad de incluirme en su expedición y que quiere que haga una canción sobre ella cuando regresemos.

—Chiss —siseó Gerdic—. Que no te oiga hablar así, ni ninguno de sus guerreros.

—No me va a oír. Y tú no lo vas a repetir.

Gerdic le dirigió una mirada nerviosa.

—Si me miras de ese modo no, desde luego. Pero ten cuidado.

—Lo tengo.

—Y bien, ¿ya tienes el arpa lista por si efectivamente te pide una canción?

—Tan lista como puede llegar a estar —respondió Faolan agriamente—. Lo único que tengo que hacer es mantenerme alejado de las lanzas para los jabalíes mañana y utilizar el cuchillo del queso con cautela esta noche. Puede que así me queden dedos suficientes para tocar una melodía o dos sobre las hazañas de nuestro jefe de clan mientras seguía el rastro del jabalí más grande del norte. Pero la voz es otro asunto.

—Agrégale un buen coro —le aconsejó Gerdic con expresión seria—. Haz una de esas melodías que son fáciles de recordar, de esas que se te quedan en la cabeza, ¿sabes? De ese modo, todos podemos unirnos y prestarte un poco de ayuda.

Faolan estuvo más cerca que nunca de sonreír.

—Gracias —le dijo—. Voy a necesitar toda la ayuda que pueda conseguir.

Todo formaba parte de un juego muy practicado, por supuesto. Faolan llevaba a cabo sus misiones sin ayuda de nadie; era mucho más sencillo de ese modo. Prefería no depender de nadie más que de sí mismo. Eso minimizaba los riesgos. Si le era conveniente para sus propósitos seguirle la corriente a Gerdic, a quien de vez en cuando se le escapaba algún dato que no podría conseguir en ninguna otra parte, lograría tener un comportamiento amistoso. Puesto que aquella noche era necesario ser un bardo, lo sería. Ana nunca podía haber imaginado la dura prueba a la que lo estaba enfrentando cuando dijo aquella oportuna mentira en el bosque. Él hubiera preferido estar desnudo y desarmado frente a un círculo de los guerreros más feroces de Alpin antes que coger un arpa y hacer música en un salón repleto de gente. Sería como colgar su corazón de un gancho para la carne. Iba a necesitar toda su capacidad para mantener el control de sí mismo si quería sobrevivir a aquella experiencia con su máscara intacta. No era culpa de Ana. ¿Cómo podía saber ella que semejante exhibición iba a excoriar su mismísimo espíritu? En la Colina Blanca había hecho todo lo posible para ser una criatura fría y distante, una herramienta eficiente, un hombre que sólo se aliaba con el señor que le ofreciera la bolsa de plata más pesada, fuera quien fuera este. Con los años, hasta él había llegado a creer en aquel personaje cuidadosamente estudiado. La máscara lo mantenía a salvo; a salvo de sus recuerdos. El arpa haría que se agolparan de nuevo en su memoria.

Pero, bueno, eso sería por la noche. Era el día de la cacería, una oportunidad que debía aprovecharse. Estaba al otro lado de la muralla, tenía un caballo, aquella vez el suyo, y la naturaleza de la batida era tal que, si lo hacía bien, podría escabullirse sin que lo vieran. Había un aspecto que todavía no había investigado y aquel día tendría oportunidad de hacerlo. No podía recoger sus bártulos y emprender el camino a la Colina Blanca sin estar del todo seguro de la lealtad de Alpin hacia Bridei. Una marca en un pergamino o un juramento no valían nada cuando el hombre que los hacía no tenía ningún concepto del honor.

La singularidad de las disposiciones familiares de Alpin intrigó a Faolan y despertó sus sospechas. Dos hermanos, dos patrimonios. Uno de los hermanos acusado de un crimen atroz y encerrado de por vida en unas condiciones decididamente extrañas. De ese modo, el otro hermano tenía el control de las propiedades, incluyendo una que contaba con un fondeadero estratégico. Era inevitable que eso suscitara dudas, y el comportamiento de Alpin no hacía mucho por disiparlas. Puesto que en la casa nadie estaba dispuesto a hablar de Drustan, Faolan debía ir directo a la fuente.

Luego estaba Deord. Un hombre de la Sima Pedregosa; al igual que él, era uno de los poquísimos supervivientes del pozo negro que era la Sima. Si un hombre salía de aquel lugar, como había hecho el propio Faolan, la última ocupación que elegiría sería la de guardia de una prisión. Pensó en ello mientras bajaba a caballo por una empinada pendiente bajo los altos abetos, siguiendo la larga fila que formaba la partida de caza de Alpin. Decían que ese tipo llevaba siete años allí. Siete años de aciagos recuerdos; siete años de pesadillas. ¿Por qué Deord no se había establecido en alguna parte, había encontrado una buena mujer y había formado una familia? ¿Por qué no estaba ejerciendo un oficio en algún asentamiento seguro, lo más lejos posible de los Uí Néill? Volver a ponerse bajo llave era una locura. Pero, claro, si era cierto lo que la gente decía, Deord estaba vigilando a un loco. Quizá fueran una buena compañía el uno para el otro.

Aquel día el bosque les gastaba bromas. Las historias que Faolan había oído sugerían presencias que no eran humanas, ni animales: criaturas de hueso y oscuridad, monstruos de colmillos largos y brazos extendidos, viejas brujas que llevaban pequeñas bolsas con peligrosos amuletos, guerreros malignos armados con mortíferas armas invisibles. Y luego estaban los árboles en sí, los tortuosos senderos y las fantasmagóricas nieblas. Oyendo hablar a la gente se podría pensar que las mismísimas piedras tenían piernas, ojos y capacidad para hacer daño. Faolan no tenía en cuenta esas historias, pues sabía que los miedos de las personas tendían a construirse sobre sí mismos, transformando un chirrido en la oscuridad en un monstruo poderoso, una sombra rápida en un demonio furioso. En su opinión, las malas acciones de los hombres eran mucho más alarmantes que los fantasmas que podían inventarse a raíz de una pesadilla y de tomar demasiada aguamiel. No obstante, aquellos caminos eran traidores. La partida de caza se detenía a intervalos cada vez más frecuentes, en un claro o a la orilla de un riachuelo, y consultaban sobre qué desvío tomar, qué camino seguir.

Ana cabalgaba delante con Alpin. Faolan se encontraba mucho más retrasado en la fila, con los últimos jinetes del grupo, en su mayoría sirvientes de la casa que llevaban caballos de carga, cuya tarea consistiría en llevarse triunfalmente las piezas de la jornada. Montaba en silencio, pasando lo más desapercibido posible y memorizando cada curva y bifurcación del camino mientras avanzaban. Con un poco de suerte, si desaparecía durante un rato, nadie lo advertiría. En cuanto los perros olfatearan un jabalí, lo último en que pensaría nadie sería en cuántas personas había en el grupo en aquel momento y dónde se encontraban exactamente. Faolan esperaba que no se hubieran alejado demasiado cuando le llegara la oportunidad. Su presa no estaba allí en el bosque, sino en el Brezal. Tenía intención de encontrar a Deord y sacarle unas cuantas verdades. Los hombres como ellos tenían una especie de vínculo forjado por la adversidad y la supervivencia. Estaban obligados a ayudarse tanto si querían como si no. Si el guardia no quería hablar, tal vez Drustan sí lo hiciera.

Cuando el grupo volvió a detenerse, Faolan vio fugazmente a Ana sentada en su montura, esperando a que Alpin terminara de explicarles algo a sus hombres. Los perros de caza se arremolinaban en torno a las patas de los caballos y volvían la cabeza con cada susurro de los helechos. Eran unas criaturas lanudas, de patas largas, más altos que los sabuesos de la Colina Blanca, con una mirada implacable y una mandíbula que sugería que un jabalí podría ser una presa fácil para ellos. Ana estaba pálida y parecía cansada.

Mientras seguían avanzando, Faolan dejó que le pasara un jinete y luego otro, hasta que, al fin, quedó detrás de los caballos de carga. Poco después los perros estallaron en una ruidosa algarabía de aullidos y el jefe de cazadores los soltó. Los canes desaparecieron en el bosque, como arietes impulsados con gran fuerza. Los jinetes salieron tras ellos. Los caminos eran estrechos y estaban cubiertos de maleza; en cuestión de unos instantes el grupo se separó tanto que sólo se veía a uno o dos de los demás jinetes, y los perros iban muy adelantados, conduciendo a su presa hasta un punto en el que tuviera que darse la vuelta y enfrentarse a ellos en su último y desesperado combate.

Los hombres que llevaban los caballos de carga encontraron un pequeño claro y se dispusieron a esperar. Mientras descargaban sus cosas y ataban a los animales para que pastaran, Faolan se escabulló por entre los árboles, con su montura obediente a su tacto. Regresó tranquilamente por donde había venido. De momento todo iba bien. No tenía ningún deseo de presenciar la matanza. Ya había visto bastantes muertes violentas en su profesión y, de hecho, había causado muchas de ellas con sus propias manos. La lucha de un jabalí contra aquella voraz jauría no lo atraía en absoluto. Aquel día tenía que llevar a cabo su propia cacería, y debía hacerlo con rapidez, puesto que tenía que reunirse con el grupo tal como lo dejó, sin que lo vieran, y luego enterarse de lo sucedido para componer una canción.

En cuanto se hubo alejado lo suficiente de los cazadores de Alpin, empezó a tararear con la boca cerrada el inicio de una de esas melodías que siempre le rondan por la cabeza a un hombre. Gerdic estaba en lo cierto; aquella gente se contentaría con una cosa sencilla, y aquel músico estaría mucho más a salvo si les ofrecía una canción sin importancia, carente de emotividad o grandes temas. Pero la canción que lo perseguía, que insinuaba su forma en la melodía que tarareaba, era la balada que había cantado cuando llevó a la novia de Alpin al otro lado de un vado: la historia de un hombre hechizado por un hada, un hombre que nunca podría volver a ser el mismo.

Deord estaba cansado. Cuando Drustan tenía una mala noche, no había manera de que ninguno de los dos pudiera dormir. Aquella había sido una de las peores. Su cautivo no paró de ir de un lado a otro del recinto en la oscuridad, golpeando la verja de hierro, dando puñetazos contra los muros de piedra hasta que le quedaron las manos ensangrentadas y en carne viva. Se agachaba con las manos por encima de la cabeza y daba un salto para colgarse del enrejado del techo de su jaula como si fuera a abrir una brecha en él a fuerza de voluntad. Más tarde, Drustan había roto una manta a tiras y había empezado a atarlas entre ellas con un macabro propósito. Deord había estado tentado de ponerle los grilletes para evitar que se hiciera daño. Pero no lo había hecho. Quizá las malas noches fueran el producto de una mente trastornada, pero era el encarcelamiento lo que las provocaba. Atar a Drustan cuando estaba de aquel humor sería particularmente cruel. La prisión del loco en el Brezal era espaciosa y confortable según los criterios de Deord. Cualquiera que hubiese soportado el infierno de la Sima Pedregosa vería que las medidas que Alpin había tomado con su hermano eran tanto generosas como justas. Pero Drustan no era un hombre común y corriente y, para él, aquel confinamiento era una tortura absolutamente igual de horrible de lo que habían sido para el propio Deord aquellas celdas frías, húmedas y malolientes de la prisión secreta de los jefes de clan de los Uí Néill. Privar a Drustan del sol, del cielo, de la libertad de la naturaleza era tan cruel como las palizas, las vejaciones, la humillación y la degradación que Deord había soportado a manos de sus captores escotos.

Uno nunca olvidaba esa clase de experiencias. Le habían dejado sin luz para que no supiera si era de día o de noche. Lo habían mantenido despierto, constantemente, con antorchas, ruidos y arrojándole agua helada de repente. Le habían atado las manos y los pies. Le habían hecho otras cosas que él había arrinconado en su memoria levantando alrededor barreras infranqueables. Si se era lo bastante fuerte para sobrevivir, para escapar, entonces no podías permitirte que te carcomiera el resentimiento. Eran muy pocos los que llevaban la marca de la Sima Pedregosa y volvían a salir al mundo. Lo que sí retuvo fue una lección: la facilidad con la que el mal podía invadir a un hombre si obtenía demasiado poder sobre otro. Lo había visto en los guardias de la Sima, individuos comunes y corrientes, bien intencionados, al principio, que habían cambiado rápidamente. Al cabo de un tiempo, Deord había dejado de esforzarse por hacerse amigo de los nuevos prisioneros; había dejado de intentar ayudarles a sobrevivir. Ver desmoronarse a sus compañeros, uno a uno, había empezado a debilitar su propia determinación. Al final, en su cabeza sólo quedó espacio para una cosa: una feroz y egoísta voluntad de sobrevivir. Olvidó el pasado; no pensaba en un futuro más allá de una sencilla idea, su talismán: «escapar». Se había vuelto ciego al presente, que estaba lleno de sangre, gritos y quedo desespero. Al fin le llegó una oportunidad y la había aprovechado. Sabía que, de haber derrochado sus energías, cada vez más escasas, ayudando a los demás, ni él ni ellos hubieran vivido para ver la libertad. No se permitía reprocharse nada.

Pero estaba Drustan. El pobre, hermoso e ignorante Drustan, que gritaba, daba golpes y lloraba por las noches, al que no podía dejar solo más que un breve espacio de tiempo por si acaso ponía fin a su encierro… ¿Qué se podía hacer por él? Toda la compasión que Deord había reprimido siendo cautivo la dejaba fluir ahora que era un guardia de prisión. Sabía que el hombre que tenía a su cargo había cometido un acto abyecto e imperdonable. Conocía mejor que nadie sus accesos de locura y todo lo que lo hacía diferente a los demás. Deord había aprendido a ser fuerte de cuerpo y mente, había aprendido a controlarse de un modo admirable, y utilizaba su fuerza para dar a su prisionero las libertades que podía. Infligía las reglas de Alpin, pero con cuidado de no endurecer el castigo que caería sobre aquel infeliz prisionero, quien, a pesar de su enfermedad, era un hombre de singular talento, de gran encanto y considerable intelecto. Se preguntaba si, durante los siete años en que lo había visitado todas las noches, Alpin había considerado alguna vez consultar con Drustan sobre asuntos de comercio, alianzas, guerras o la gestión de las dos considerables propiedades que entonces controlaba él. El guardián nunca los había oído hablar de esos temas. Daba la impresión de que Alpin había decidido que los arrebatos de su hermano suponían una mente aturullada, cierto grado de imbecilidad a pesar de su modo de hablar suave y de su discurso generalmente racional. Se había vuelto ciego a la humanidad de Drustan.

Antes de amanecer, Deord había conseguido calmar un poco a Drustan con sus palabras y había logrado que se metiera dentro, se echara una manta sobre los hombros y se bebiera un vaso de agua. Para ello había sido necesario prometerle una incursión fuera de los muros, una breve huida hacia la libertad. Alpin estaría fuera cazando con la mayoría de sus hombres. No entrañaría más peligro del habitual, siempre y cuando no lo alargaran mucho y cumplieran con las reglas que ellos mismos se habían impuesto. Después de aquella promesa, Drustan se había calmado considerablemente, hasta el punto de que los pájaros descendieron de su escondite en un elevado rincón del tejado para posarse una vez más cerca del hombre pelirrojo, lo cual constituía una señal inequívoca de que se le había pasado el arrebato, al menos por aquella vez.

Aquel día calentaba el sol. Deord había plegado con cuidado sus vestiduras en el suelo, había dejado su bastón junto a ellas y estaba ensayando los movimientos preparatorios para una forma concreta de combate sin armas que había aprendido hacía mucho tiempo de un marinero de piel bronceada en un puerto del sur. Aquellos ejercicios eran esenciales para mantener el cuerpo listo para la acción y conservar la mente despierta; en su trabajo uno nunca sabía cuándo podría tener problemas. Le había enseñado los movimientos a Drustan, así como otras habilidades, pues sabía lo pronto que un hombre pierde la esperanza cuando su cuerpo se vuelve flojo y débil debido al confinamiento. No era de extrañar que Drustan se moviera con tanta rapidez, o bastante deprisa como para aterrorizar a su hermano. No resultaba sorprendente, dada la fuerza de sus miembros, que pudiera saltar, agarrarse al enrejado del techo y luego impulsar todo su cuerpo hacia arriba. Quizá había sido un error permitir que Drustan se ejercitara y se mantuviera tan en forma. Cuando la frustración lo enloquecía, su enorme fuerza podía facilitar que se hiciera aún más daño. Al igual que hacía con todas sus decisiones, Deord había sopesado esta. Sin las disciplinas que practicaban juntos, Drustan habría muerto de desesperación antes de los tres veranos de encierro. Esa era la meditada opinión del guardián.

En cuanto a él, había habido veces, muchas veces, al principio sobre todo, en las que había estado a punto de salir y decirle a Alpin que ya no podía continuar haciendo ese trabajo. Después de la Sima sólo había estado en su casa una sola vez. Lo había intentado. Un hombre tenía que intentarlo. Pero no pudo hacerlo. Aquella época de oscuridad lo había despojado de algo que era necesario para ser un esposo, un padre o un hermano. Pasó un tiempo deambulando sin rumbo fijo. Luego llegó al Brezal y conoció a aquel extraño y voluble prisionero, y nunca había sido del todo capaz de dar aquel paso para alejarse. Drustan lo necesitaba y, para su sorpresa, él también parecía necesitar a Drustan. Después de la sangre, la muerte y la desesperación de la Sima Pedregosa, sus obligaciones le proporcionaban algo que demostrar, si bien no estaba del todo seguro de qué era. Quizá que podía haber compasión incluso en un lugar de sombras. Quizá sólo que no todo captor pierde su capacidad para ser amable, ni todo prisionero sus recursos para mantener la esperanza.

Deord dio la vuelta rápidamente, lanzó una patada, realizó una parada con un brazo. Luego lo hizo de otra manera, agachándose, rodando por el suelo y alzándose con un giro para evitar a su contrincante imaginario. Aquel día no se entrenaba con Drustan, pues este disfrutaba de su tiempo de libertad. Los grilletes estaban en el suelo junto a las vestiduras dobladas, con la cadena enrollada cuidadosamente. Dos pájaros se posaron en la rama de un saúco, uno al lado del otro, y observaron a Deord mientras él ensayaba su grácil secuencia de combate. No había ni rastro de Drustan. Volvería. Así lo tenían convenido. El prisionero reconocía el peligro que suponía para los demás. Dentro de poco regresaría por su propia voluntad a los grilletes y a la oscuridad.

Faolan no estaba seguro de cuál de los dos vio al otro primero. Volvía a tener a la vista los altos muros de la fortaleza de Alpin, por lo que guiaba su caballo con extremada cautela puesto que allí seguía habiendo unos cuantos hombres de armas que montaban guardia. Su plan era utilizar cierta abertura que había descubierto, un conducto de desagüe revestido de piedra que traspasaba el muro por el lado sur. Desde allí treparía un poco para salir, así lo esperaba, por encima del techo con barras de hierro de las dependencias que el hermano de Alpin compartía con su guardia especial. Después ya lo iría viendo sobre la marcha, y esperaba que Deord no lo atravesara con una lanza antes de que tuviera oportunidad de identificarse. Era arriesgado, pero no demasiado; Faolan tenía mucha práctica a la hora de contraponer el peligro a la oportunidad.

Avanzó bajo los susurrantes abedules y el sol lo cegó por unos instantes. Levantó una mano para protegerse los ojos de la luz y entonces lo vio, un rápido movimiento en el claro que había camino abajo y una repentina inmovilidad cuando el otro, a su vez, se dio cuenta de que ya no estaba solo. Tres pasos más adelante Faolan reconoció al hombre que se hallaba allí de pie en aquel soleado hueco entre los árboles: Deord, ataviado con unos prácticos pantalones holgados, el torso desnudo y un cuchillo de hoja larga en la mano que hacía tan sólo un momento no estaba allí. Faolan siguió acercándose pero levantó las manos sin soltar las riendas para demostrar que no tenía intención de hacerle ningún daño. El cuchillo no vaciló. Una mirada serena sostuvo la de Faolan, la mirada de un hombre tan seguro de sus propias habilidades que tenía miedo de muy pocas cosas.

—¿Qué quieres? —le preguntó Deord a Faolan cuando este se detuvo junto al bastón y la ropa plegada—. ¿Tan pronto se ha terminado la cacería?

—Alpin todavía está persiguiendo un jabalí —respondió Faolan al tiempo que enganchaba las riendas del caballo en la rama de un arbusto—. El único que ha vuelto soy yo, y volveré a reunirme con ellos en cuanto pueda. Antes de lo que tenía previsto, puesto que me has ahorrado tener que arrastrarme por aguas fétidas y el apuro de escalar un muro. Puedes bajar el cuchillo —mientras decía esto, Faolan se echó el cabello hacia atrás y se volvió un poco para que el otro hombre pudiera ver la diminuta estrella que tenía tatuada detrás de la oreja derecha, idéntica a la marca que el propio Deord llevaba en el mismo lugar.

El guardián bajó el cuchillo y se lo metió en el cinturón. Cogió su ropa.

—Ya la había visto —le dijo—. La busqué en cuanto vi tu manera de comportarte y la expresión de tus ojos. ¿Cuándo estuviste allí?

—Hace mucho tiempo. Era joven. ¿Y tú?

—No mucho tiempo antes de venir aquí; hace ocho años. Debió ser después de ti. Hoy no me has hecho ningún favor. ¿Y si Alpin ve que te has ido y manda a un grupo a buscarte?

Faolan lo contempló con calma.

—¿Por qué tendría que preocuparte eso? —le preguntó—. Uno puede darse un paseo por el bosque en su día libre sin necesidad de tener que estar mirando todo el rato por encima de su hombro, ¿no?

—No tienes ni idea —repuso Deord—. Deprisa; no me hace ninguna gracia que estés aquí, pero por lo visto has vuelto para hablar conmigo. O con Drustan. ¿Qué es lo que quieres?

—No te pondré en peligro. Como hombre de la Sima, espero que me ayudes. Corresponderé a lo que puedas ofrecerme de la misma manera si me es posible. Quiero información. Mis preguntas tienen que ver con tu señor, Alpin del Brezal. Necesito determinar si es un hombre de palabra.

—¿Mi señor, dices? Yo no utilizo ese término, bardo.

—Me llamo Faolan.

Deord entrecerró los ojos.

—Ya lo sé. Y eres un escoto: de la misma casta que los que dirigen ese infierno en vida que ambos experimentamos. En realidad, tienes un gran parecido a uno o dos individuos que serían hábilmente degollados si alguna vez me vuelvo a encontrar con ellos por casualidad. Eso me inquieta, Faolan. Y me interesa que hayas venido aquí como músico de la corte. Si esas manos han empleado alguna vez un pedazo de tripa, no creo que haya sido para crear música, sino para estrangular a un enemigo.

—Mis talentos son diversos —dijo Faolan—. En cuanto a mis orígenes, son irrelevantes. Mi lealtad está con la persona que me paga, y actualmente esa persona es Bridei, rey de Fortriu. Dijiste que tenías prisa. ¿Me equivocaba con lo de los días libres?

Deord le dirigió una sonrisa forzada.

—No tengo días libres. No hay nadie que ocupe mi puesto.

—Entiendo. —Faolan dirigió la mirada hacia los grilletes abandonados y la cadena cuidadosamente guardada—. Tú no los tienes, pero tu prisionero sí.

—Sé lo que estoy haciendo. No anda lejos y volverá a tiempo. Eso si no has atraído a la mitad de los hombres de Alpin detrás de ti. Nuestro jefe te vigila, escoto. Ya debes haberte dado cuenta.

—Así es. Esta noche intentaré desviar esa mirada presentando mis credenciales de bardo.

Deord sonrió. Daba la impresión de que aquella vez le había hecho gracia de verdad.

—Pues será una cena interesante. Dime, ¿dónde encaja la dama en todo esto?

Faolan frunció el ceño a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo.

—Ella es exactamente lo que parece —dijo—. Y soy yo el que tiene preguntas urgentes que hacer. Sin duda conoces el tratado de cuya solidez depende esta boda. Eres el único hombre de la Sima que me he encontrado fuera de sus muros. El único que sé que ha sobrevivido, aparte de mí. ¿Puedo confiar en que no dirás nada, sobre todo en que no le hablarás de esta conversación a Alpin?

—Me sorprendes —repuso Deord—. Si algo aprendí en aquel lugar, no fue precisamente a ser desinteresado.

—Salimos de allí. Sobrevivimos. Nos debemos el uno al otro el seguir sobreviviendo.

Se hizo un silencio, tras el cual Deord dijo:

—Tienes mi palabra.

Faolan se lo agradeció con un movimiento de la cabeza. Tenía una sensación cada vez más extraña, como si la arboleda que los rodeaba tuviera ojos y lo estuviera mirando fijamente. Uno podía no hacer caso de las historias locales sobre brujas, monstruos y hechizos malvados. No obstante, no había duda de que el Brezal era un lugar inquietante. Se alegraría de marcharse de allí.

—Mi trabajo es determinar, para Bridei, que Alpin acatará las condiciones.

—Accedió a hacerlo, ¿no es cierto?

Faolan no respondió.

—¿Me estás preguntando si es un mentiroso? ¿A mí, a un guardia a sueldo? Ya habrás visto lo poco que me relaciono con los demás. Si ni siquiera he tenido la oportunidad de averiguar si prefiere la carne al queso, no digamos de conocer sus inclinaciones políticas. ¿Cómo puedo juzgar algo semejante?

—Quizá tú no puedas, pero ¿qué me dices de Drustan? Un hermano tiene una idea bastante aproximada de lo que piensa el otro, de su honradez, de sus ambiciones, de lo que le importa. ¿Alpin no visita a Drustan todas las noches después de cenar? Sin duda eso te ha proporcionado algunas pistas, ¿no?

—Yo me encargo de la seguridad —dijo Deord—. Lo que haya entre ellos es asunto suyo.

Faolan suspiró.

—Es una pena —dijo entre dientes—. Si tuvieras algunas respuestas, podría marcharme de aquí a toda prisa y tener más posibilidades de regresar con la partida de caza antes de que se percaten de mi ausencia. No tengo ningún deseo de atraer demasiada atención, por motivos que estoy seguro de que comprenderás, siendo un guardia a sueldo como eres. Pero por lo visto tendré que esperar a que vuelva tu prisionero. Si es que vuelve. Quiero escuchar lo que tenga que contarme sobre el jefe del Brezal.

Deord era un hombre cuya expresión y postura constituían siempre un modelo de control, incluso en los momentos en los que tenía que entrar en acción, pero entonces, por primera vez desde que Faolan había aparecido, pareció intranquilo.

—No puedes quedarte aquí —le dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que llegaste al Brezal? Según mis cálculos ya va para dos cambios de luna. Lo suficiente para que un hombre de tu calibre sepa valorar la integridad de Alpin. Eres estúpido si crees que tu ausencia de hoy pasará desapercibida. Serás un estúpido suicida si te ausentas más tiempo del que deberías.

—Qué inoportuno, pues, que tu cautivo no esté aquí, que sus grilletes se hayan aflojado casualmente el día en que su hermano se ausenta de casa.

—Espero que no nos estés amenazando, bardo —el tono de voz de Deord era muy tranquilo—. La señora ya ha intentado el mismo método para sacarme información y no me preocupó mucho. Si le vas a Alpin con el cuento de dónde nos encontraste hoy, estarás rompiendo tus propias reglas. Acabas de decir que lo de la Sima era un motivo para que te ayudara. Ahora estás insinuando que vas a traicionarme.

Llegó un punto en el que Faolan ya no oyó lo que le decía.

—¿Qué acabas de decir sobre la señora? —Notó el dejo que tenía su propia voz—. ¿Cómo iba ella a…?

—Espió un poco por su cuenta —le explicó Deord—. Pensé que te lo habría dicho, pues tengo entendido que las damas y sus bardos suelen estar muy unidos. De todos modos, Alpin es un hombre celoso. No aprietes los puños, escoto; te he calado. Ambos deberíais manteneros alejados de la vida de Drustan. Ella ya lo ha alterado bastante, ha provocado que se vuelva inquieto e imprevisible. No te metas y empeores las cosas. Ahora quiero que te vayas.

—¿Cuándo? —quiso saber Faolan—. ¿Cuándo estuvo espiando Ana? ¿Adónde fue? ¿Me estás diciendo que se encontró con el prisionero? ¿Qué te preguntó? —Por todo lo sagrado, ¿cómo había podido pasársele por alto algo así?

—Poco después de vuestra llegada se hizo con una llave de nuestras dependencias. Vino aquí una mañana. Me vio y vio a Drustan. Procuré que no hablaran mucho. Le quité la llave y le dije que no volviera, más que nada por ella. Estoy seguro de que Alpin no se enteró.

Faolan escuchaba, enmudecido. Había movimiento por el claro: los pájaros se estaban acercando para posarse en las ramas inclinadas de los saúcos y en las copas de los olmos; no se trataba de una bandada de la que todos formaran parte, sino que eran muchos pájaros de distintos tipos. Mientras Faolan miraba, un diminuto carrizo pasó volando rápidamente y aterrizó con pericia junto a otros dos pájaros que permanecían inmóviles en su rama cerca de Deord: un piquituerto y una corneja. El caballo de Faolan estaba intranquilo, sacudía las orejas y piafaba en la maleza. Por encima de ellos, en las ramas de un joven roble, se movieron unas alas más grandes y una franja de plumaje leonado resplandeció un momento con la luz del sol. Un halcón de brillantes ojos penetrantes se había posado allí y los miraba con fijeza. Los pájaros más pequeños parecían extrañamente ajenos al peligro. Faolan notó que se le erizaba el vello de la nuca.

—Su visita alteró mucho a Drustan —estaba diciendo Deord—. Sus cambios de humor son imprevisibles. Lo afligió. No quiero que se vuelva a poner nervioso. No puedes hablar con él. Ya le di a la señora toda la información que pude la segunda vez.

—¡La segunda vez! —repitió Faolan—. ¿Y cuándo fue eso?

—Hace unos días, poco después de que lo conociera. Amenazó con revelar nuestro secreto si no le contaba toda la historia. Estaba horrorizada por el hecho de que Alpin hubiera condenado a su hermano a toda una vida de confinamiento. Las mujeres son blandas de corazón. No comprenden este tipo de asuntos.

—¿Ana os amenazó? No puede ser cierto.

Deord estaba recogiendo la cadena y los grilletes; parecía dispuesto a marcharse inmediatamente.

—No obstante —le dijo— es lo que hizo, y yo me lo creí, de lo contrario no le hubiera dado lo que quería. Yo no conozco a la dama como tú. Drustan me dijo que durmió en tus brazos durante el viaje desde el Vado del Rompiente. Tal vez la amenaza no fuera más que una artimaña.

—¿Drustan te dijo…?

—Tu secreto está a salvo con nosotros —terció Deord con adustez—. Él ve lo que otros no pueden ver. Hiciste lo que era necesario. Las noches son gélidas aquí en el norte. Ambos tenemos secretos peligrosos, tú y yo, y ahora los dos lo sabemos. Puede que haber estado en la Sima Pedregosa nos obligue a ayudarnos mutuamente, pero no transmitiré tu información si eso va a suponer un riesgo para Drustan. Ahora te pido que te vayas. Tu propia supervivencia depende de ello. También la mía, y la suya. Si tienes oportunidad de hacerlo, dile a la dama que se mantenga alejada. Él sueña con ella. Eso no puede hacerle ningún bien.

—¿Cómo podía él saber…?

—Vete —insistió Deord, cuyos rasgos se tornaron severos de pronto—. Vete ahora mismo, escoto. Tu presencia aquí nos pone en peligro a todos.

Otra vez aquella extraña e inquietante sensación, de ojos por todo el claro, observando, aguardando, tensos de expectación. Faolan se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. Abrió la boca para hablar pero se alarmó cuando el halcón, con un susurro de gráciles alas y un repentino descenso de un pico y unas garras afiladas como una guadaña, bajó en picado a un palmo de su cara. Faolan levantó las manos de forma involuntaria, cerró los ojos y retrocedió un paso. El caballo profirió un estridente relincho. Cuando el escoto abrió de nuevo los ojos, había otro hombre al lado de Deord. La corneja y el piquituerto permanecían impertérritos en su rama. El diminuto carrizo que había visto antes alzó el vuelo y rápidamente fue a acomodarse en los desgreñados rizos color caoba del recién llegado. Del halcón no había ni rastro. Faolan inspiró temblorosamente; no estaba seguro de si lo que acababa de ocurrir era un fenómeno de su imaginación, un ingenioso truco o algo que nunca había creído posible: una manifestación de verdadera magia. Se había quedado sin palabras.

—Siéntate un momento, Drustan —le dijo Deord con calma—. Recupera el aliento. Como ves, tenemos visita. No representa ninguna amenaza. En realidad, ya se iba —entonces se volvió hacia Faolan mientras el hombre pelirrojo se dejaba caer en una rama caída con las piernas extendidas frente a él—. Será mejor que te marches. Estará un rato débil y confuso. No podrá hablar contigo. Esto lo deja sin muchas ganas de nada. En cuanto se recupere tendremos que volver. Te pido una vez más que te vayas. Como hombre de la Sima, debes comprender lo valiosos que son para nosotros estos momentos de libertad, y lo que supondría perderlos. —Deord se inclinó para poner una mano en el hombro de Drustan y murmurarle unas palabras tranquilizadoras. El hombre pelirrojo temblaba con una rápida vibración febril que le recorría el cuerpo, pero cuando levantó la cabeza y se volvió a mirar a Faolan, sus ojos brillaban de un modo penetrante y rebosaban una inteligencia que casi daba miedo.

Faolan no consiguió pronunciar ni una palabra. Su mente estaba haciendo todo lo posible para explicar lo que había ocurrido allí, para juntar las piezas de un modo que le permitiera encajar aquello en su propio modelo del mundo. Los recuerdos acudieron a su memoria: el hechizo de ocultación de Bridei, un encantamiento invocado para que ambos pudieran salir de una fortaleza sin ser vistos a altas horas de la noche, una gélida visita a un lugar conocido como el Espejo Oscuro y la muy extraña aparición de un perro de las aguas profundas. En realidad, aquel no era su primer encuentro con fuerzas que trascendían lo fácilmente explicable. Pero aquello iba mucho más allá que dichas manifestaciones menores. Arrebatos, accesos de locura, ataques de demencia… eso podía entenderlo, pero ¿que un pájaro se convirtiera en hombre? Eso era cosa de imaginativas historias, de antiguas baladas sobre maravillas y hechicería, de las que él conocía bastantes. Las tradiciones de su lugar natal contaban con relatos de princesas que se transformaron en cisnes, de una hermosa dama a la que un hechizo convirtió en mosca, o de criaturas que eran en parte una cosa y en parte otra totalmente distinta. Pero lo de entonces, allí, frente a sus propios ojos… Una cosa sí que se le reveló con absoluta claridad: fuera lo que fuera aquello, no era locura.

—Esperaré —dijo, y se acuclilló junto al hombre pelirrojo. Drustan se esforzaba por controlar la respiración y aliviar los calambres estirando las piernas, moviendo los dedos, haciendo girar los hombros con cuidado. Faolan sintió una momentánea punzada de pura envidia: ¿quién no había soñado con volar?

—Tú eres su compañero de viaje —dijo Drustan. Su voz era suave pero cautivadora; dio la impresión de haber recuperado el dominio de sí mismo, aunque siguió ejercitando su cuerpo, flexionando los brazos y las piernas, relajando el cuello como hace un hombre después de un vigoroso ejercicio—. Su protector de las pequeñas hogueras por la noche. En parte músico, en parte espía, en parte asesino. La cuidaste bien.

—Drustan —la voz de Deord tenía un dejo de advertencia—, tenemos que darnos prisa. Faolan ha abandonado la partida de caza de tu hermano furtivamente y debe regresar a ella antes de que su ausencia llame demasiado la atención. Tú y yo tenemos que estar dentro de los muros antes de que alguien venga a echar un vistazo.

El joven lo miró y a continuación volvió la cabeza hacia los pájaros posados allí cerca.

—Id —dijo, y en un instante ambos habían alzado el vuelo para dirigirse a los sombríos confines del Brezal. Drustan miró a Faolan—. Ellos nos avisarán, si es que hace falta —dijo—. Este más pequeño —hizo un gesto hacia el carrizo que seguía acurrucado en su cabello— irá contigo. Has corrido un riesgo.

—También tú y tú guardián —repuso Faolan, preguntándose cómo alguien podía creer que aquel hombre educado, de hablar dulce, estuviera loco—. Dicen que Alpin decretó que nunca te dejaran salir de aquí. Que estás encadenado noche y día.

—Cuando él me ve, estoy encadenado. Cuando él me ve, estoy dentro de los muros con los que él me rodeó. ¿Qué quieres de mí, Faolan?

—Ya sabes mi nombre. Supongo que eso no tendría que sorprenderme. Pareces haber visto mucho más de lo que sería posible. ¿Qué eres?, ¿una especie de mago?

Drustan sonrió. Su rostro adquirió una extraña belleza, transformado por una luz que casi era de otro mundo. Faolan no tenía la costumbre de medir a la gente o a los objetos según los parámetros de la belleza, quizá con una sola excepción. Normalmente sólo valoraba sus experiencias teniendo en cuenta los riesgos y las oportunidades que suponían en cualquier misión de la que fuera responsable en el momento. Hubo un tiempo en el que sí había valorado la belleza, pero esta había dejado de tener significado en un momento determinado de su vida. A pesar de todo, los rasgos de aquel hombre eran fascinantes; hacían que, durante unos instantes, uno se olvidara de respirar.

—No soy un mago. Poseo ciertas habilidades; veo a través de más pares de ojos que los míos. Yo viajo, por decirlo así, aun estando confinado dentro de los muros de una prisión. Cuando Deord lo permite, aprovecho para tener mis momentos de vuelo; sólo entro en el otro lugar en dichas ocasiones. Cambiar de forma dentro de las restrictivas barreras del recinto que mi hermano hizo para mí podría ser desastroso. Deord y yo acordamos que evitaríamos correr ese riesgo. Estas transformaciones están llenas de peligro. Si Deord fuera menos compasivo, no las permitiría. Entonces sí que me volvería loco, puesto que forman parte de mí igual que mi mente o mi corazón. Querría pedirte un favor, Faolan.

—¿Un favor? —No se imaginaba qué podía ser. Todavía seguía esforzándose por conciliar el hecho de que su propia existencia y la de aquel ser de ojos brillantes y de habla suave, en parte hombre y en parte criatura, pudieran convivir en el mismo mundo—. ¡Sí, cómo no! Yo, a mi vez, tengo algunas preguntas para ti.

—Te ayudaré si puedo.

Drustan se puso de pie con un ligero tambaleo. Le sacaba toda la cabeza y los hombros a Faolan. En realidad, tenía cierto parecido con su hermano, que era un hombre fornido. Pero todo lo que el aspecto de Alpin tenía de tosco, áspero y grueso, en su hermano parecía sutilmente distinto. Drustan tenía los ojos más grandes y claros, la nariz más estrecha, la boca más perfilada. Su exuberante mata de pelo, de un color leonado mientras que el de Alpin era de un castaño apagado, parecía atrapar la luz del sol y sus cabellos relucían llenos de vida al caer sobre sus anchos hombros. Aun siendo alto, no era un hombre corpulento como Alpin, sino que tenía una constitución atlética y bien proporcionada. Aquellos músculos eran impresionantes. Faolan se preguntaba cómo se las había arreglado un hombre que llevaba preso siete años para desarrollarlos de esa forma.

—¿Qué quieres preguntarme? —Prosiguió Drustan—. Deberíamos darnos prisa; las advertencias de Deord no eran injustificadas.

El guardián había cejado en sus protestas y se había quedado callado. El equilibrio de poder había cambiado con las primeras palabras de Drustan. Faolan no albergaba ninguna duda de que en aquellos momentos era el hombre pelirrojo quien dominaba la situación, lo cual le dio que pensar.

—¿Quieres preguntarme algo sobre mi hermano?

Aquel tipo era peligrosamente astuto. En realidad, había otra pregunta que desplazaba a las demás.

—He visto lo ocurrido; la forma en que cambiaste. Si puedes hacer eso a voluntad, pasar de hombre a pájaro y de pájaro a hombre, ¿qué es lo que te lleva a permanecer aquí? ¿Por qué no te marchas volando allí donde tu hermano no pueda alcanzarte? Nadie podría seguirte el rastro.

La expresión de Drustan cambió; su semblante pareció cerrarse sobre sí mismo.

—No puedo hacerlo —respondió—. Hice lo que hice bajo esa otra forma. A veces no recuerdo esos momentos con claridad cuando regreso. En ocasiones, cuando estoy en el otro lugar, sólo tengo un vago recuerdo de mi estado humano. Arriesgarme a que se repitiera un acto tan terrible como aquel sería una irresponsabilidad. No puedo estar libre. Excepto durante los breves momentos que Deord me concede.

—Posees conciencia suficiente como para volver con Deord, y puntualmente además, si lo he entendido bien. Quizá te estés subestimando.

—He adquirido más control, es cierto —dijo Drustan—, pero no arriesgaré la seguridad de los inocentes por mi propia libertad. Maté una vez y al regresar no me acordaba de nada. ¿Quién puede decir con autoridad que no podría volver a ocurrir? Además, no soy una criatura salvaje, soy un hombre con ciertas… diferencias. No puedo pasarme la vida con esa otra forma.

—Entiendo —dijo Faolan, que se debatía entre la admiración por la fuerza de voluntad de Drustan y el asombro de que hubiera podido tomar semejante decisión.

—Esta no es la pregunta que querías hacerme —dijo el joven.

—Es sobre Alpin —empezó Faolan—. Accedió a un tratado. ¿Conoces la situación entre Fortriu y Dalriada? Tú debías estar cautivo cuando Bridei subió al trono…

Drustan asintió moviendo la cabeza con aire de gravedad.

—Sé cómo están las cosas. Mi propio territorio del Valle de la Ensoñación, en el oeste, se encuentra estratégicamente ubicado en relación con las tierras de los escotos. Eso hace que mi hermano sea un hombre popular. Tanto Dalriada como Fortriu tienen motivos para buscar su apoyo, para ofrecerle incentivos.

—Así es —admitió Faolan, aliviado de que su instinto hubiera sido tan acertado. Aquel hombre, en efecto, era consciente de lo que había perdido cuando su hermano lo declaró loco y lo encerró—. En esta ocasión se trata de un incentivo poco común: una joven que lleva la sangre real de los priteni, lo cual significa que el hijo de Alpin podría convertirse algún día en rey de Fortriu. Tu hermano ha aceptado un tratado a cambio de dicha novia. Se ha comprometido a no atacar a Bridei desde ninguno de los dos territorios, el Brezal o el Valle de la Ensoñación, además de no aliarse con Gabhran de Dalriada.

—Es lo que cualquiera hubiera esperado —intervino Deord—. Está claro dónde radica la amenaza para Bridei: en el fondeadero del oeste.

—¿Los escotos han estado aquí? —preguntó Faolan sin rodeos, pues iba pasando el tiempo, suficiente para acorralar a un jabalí, matarlo y traer el cuerpo de vuelta al campamento—. ¿Han hecho ellos también una oferta?

Deord y Drustan intercambiaron una mirada.

—No está en mi mano darte esa información —dijo el joven—. Alpin es mi hermano. La sangre impone cierta lealtad. No me irás a pedir que lo exponga a un ataque, espero.

—Si algún emisario de Gabhran ha venido aquí —terció Deord—, lo ha hecho en secreto. Alpin no es idiota —la mirada que tenían sus ojos invitaba a Faolan a interpretar como quisiera aquellas palabras cuidadosamente pronunciadas.

—Entiendo. Como comprenderéis, tengo que estar seguro de que Alpin cumplirá su palabra. No dejaré aquí a lady Ana hasta que no esté convencido de que acatará las condiciones del tratado.

—¿Tú no la dejarás? —inquirió suavemente Deord.

—Soy el emisario de Bridei —explicó Faolan. Su instinto le decía que podía confiar en la palabra de Deord, la palabra de un hombre de la Sima Pedregosa, sellada por el sufrimiento. Con Drustan tendría que arriesgarse—. Las circunstancias llevaron a Ana a darme otra identidad cuando llegamos aquí; Alpin no nos dio motivo para confiar en él. Ella creyó que podía peligrar mi vida.

—Como peligra ahora si no vuelves a la cacería —señaló Deord.

—Alpin impone unas reglas muy duras para aquellos que son unos simples visitantes en su casa.

—Si te lo dijera —la voz de Drustan sonó muy queda, y ya no miraba a Faolan a los ojos, sino que dirigía la mirada hacia el bosque—, si te dijera que lo más probable es que mi hermano tome sus decisiones haciendo caso omiso de cualquier promesa que haya hecho, ¿qué harías entonces? ¿Te llevarías a Ana del Brezal?

—Drustan… —Deord intentó interrumpir, pero Faolan tenía centrada su atención en el rostro del joven: su mirada se había convertido, de repente, en la de un hombre desesperado. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Si estuviera seguro de que era cierto, me encargaría de que no se celebraran los esponsales —respondió con prudencia—. Sí, me la llevaría de vuelta a la Colina Blanca. No querría verla sacrificada por una alianza que sólo sería una farsa.

—Sacrificada… —el tono de Drustan quedó reducido a un susurro.

Faolan no dijo nada. No confesaría, ni siquiera a un hombre de la Sima, que una pequeña parte de él quería que Alpin fuera un falso, que quería que el tratado no tuviera ningún valor, así habría un motivo para evitar que se celebrara ese matrimonio. No admitiría lo mucho que deseaba llevarse de vuelta a Ana sana y salva, de vuelta a un lugar donde ella podía sonreír, cantar y reír, a una cama que no tenía que compartir con aquel zoquete grandullón y ordinario que lo único que haría sería herirla y degradarla. Esos pensamientos nunca se expresarían en voz alta, pues pondrían en ridículo la misión que Bridei le había encomendado. Y, a fin de cuentas, su lealtad hacia el rey de Fortriu era lo único que importaba.

—Tú la amas —afirmó Drustan, que entonces tenía los ojos clavados en Faolan de un modo desconcertante.

Con aquellas palabras, el hombre de Bridei sintió como si una mano fría le aferrara el corazón. Por primera vez vio una expresión en el rostro de Drustan que claramente era peligrosa.

—Di la verdad —dijo el hermano de Alpin—. No te ayudaremos si nos mientes. No tenemos paciencia para esta clase de juegos.

Faolan respiró hondo.

—Soy un guardaespaldas a sueldo —respondió mirando a Deord—. Trabajo para ganarme el sustento. Bridei me paga. Emprendí este viaje como protector de la dama y emisario personal del rey, puesto que, extrañamente, parecía considerarme el más apropiado para el trabajo. Que un hombre como yo albergue esa clase de sentimientos a los que aludes, sobre todo cuando la dama en cuestión lleva la sangre real de los priteni, es… —no estaba seguro de qué palabra sería más adecuada: ¿ridículo?, ¿patético?

—Es la verdad —declaró Drustan—. Tienes tus propias razones para querer que no se celebre este matrimonio. Tienes buen instinto. Pero no te diré que mi hermano es un mentiroso. Me porté muy mal con él, no voy a compensárselo clavándole un cuchillo en la espalda.

—¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar —se aventuró a decir Faolan, cuya ira afloró al ver que el otro, en efecto, había dejado expuesta una herida en carne viva en una parte de él que había creído intocable— que a tu hermano le resulta muy conveniente que se te considere incapacitado para dirigir tus propios asuntos? ¿Qué le va sumamente bien tenerte fuera del mundo de la estrategia, el comercio y las alianzas? ¡Qué útil le resulta controlar esas tierras de las costas occidentales, así como su extenso territorio propio y su sustancial fuerza de combate! No me extraña que los hombres poderosos intenten ganárselo con obsequios. ¿No te preocupa todo esto cuando te despiertas en mitad de la noche, Drustan?

Este lo miró con unos ojos límpidos como lagos del bosque bajo un cielo despejado. La ira desapareció.

—Anhelo volver —dijo—. Que todo sea como era antes. Pero el pasado no puede deshacerse. Cuando hemos amado, nuestros corazones ya no vuelven a encogerse sobre sí mismos. Cuando matamos, nuestras almas llevan dicha mácula para siempre. Yo nunca volveré a mi hogar en el oeste. Lo he desterrado de mis sueños.

La corneja se acercó volando y pasó muy cerca. Faolan logró no encogerse. El ave se posó en el hombro izquierdo de Drustan plegando las alas hábilmente.

—Si te vas ahora —dijo—, tendrás tiempo de reunirte con ellos sin que te vean. Si esperas más tiempo, es probable que Alpin se dé cuenta de tu ausencia y de tu regreso. No te arriesgues. Es un hombre violento.

Faolan no preguntó qué silenciosa comunicación había tenido lugar entre hombre y pájaro. Aquello se escapaba a su capacidad de comprensión. Montó en su caballo y entonces recordó una cosa.

—Dijiste que querías pedirme un favor —le dijo a Drustan.

—Te pido que no le cuentes a Ana lo que has visto hoy aquí —dijo. Sus ojos se tornaron sombríos de pronto—. No quiero que sepa nada de esta… enfermedad.

Aquello no se lo esperaba y le resultó más bien extraño.

—No es probable que tenga la oportunidad de decirle nada importante a la dama —repuso Faolan—, puesto que Alpin se ofende si algún hombre llega ni siquiera a mirarla de forma equivocada. En todo el tiempo que llevo en el Brezal, no la he visto a solas ni una sola vez.

—No se lo digas. Prométemelo —de pronto, el tono de Drustan era duro como el hierro; el cambio era alarmante.

—De acuerdo, lo prometo. Si va a vivir aquí como esposa de tu hermano, puede que algún día lo averigüe, y no veo qué importancia tiene esto… Pero, sí, tienes mi palabra. —Difícilmente podía ofrecerle menos que eso, puesto que Drustan le había proporcionado unas respuestas mejores de lo que se había esperado. De todos modos, aquel encuentro lo había inquietado, y no era sólo la absoluta rareza de lo que había presenciado lo que le causaba preocupación—. Has dicho que el asesinato deja una mácula en un hombre —dijo, y respiró hondo—. Has dado a entender que encerrarte de por vida era un justo castigo por lo que hiciste. Yo estuve encarcelado unos cuantos meses. Antes de estar en la Sima Pedregosa sólo había matado a un hombre. Sólo a uno. Pero lo que hice destruyó a toda una familia; puso fin a todo lo que había dado sentido a mi vida. Fue un crimen de una naturaleza incalificable. A su lado, tu delito es una nimiedad, Drustan. Y, en realidad, mi estancia en la prisión de los Uí Néill no fue por dicho asesinato, sino sólo por no cooperar. Tu guardián aquí presente —hizo un gesto con la cabeza hacia Deord en señal de respeto y reconocimiento— comprende perfectamente, por la experiencia que compartimos, que es muy fácil tener problemas con los poderosos jefes de clan de Ulaid. Llevo la marca de lo que hice. Me cambió para siempre, pero no me impidió llevar algo parecido a una vida. Quizá te juzgas demasiado severamente. Quizá tu hermano no es tan justo como tú crees.

—Vete —fue lo único que dijo Drustan—. Vete ahora que todavía puedes.

Mientras se adentraba cabalgando en el bosque, el corazón de Faolan palpitaba como un tambor de guerra. Hizo todo lo que pudo para atenuar su latido, para calmar su respiración y prepararse para volver a aparecer sigilosamente entre los hombres que formaban la partida de caza de Alpin. Hizo todo lo que pudo para volver a empujar a sus fantasmas a aquella parte de su mente que permanecía cerrada, la parte que había estado tanto tiempo sin abrir que creía que tal vez había empezado a olvidar. En todos aquellos años nunca antes había hablado de aquel día, de su primera vez, y ahora estaban todos allí detrás de él: su madre con la tez cenicienta, su padre en silencio, Áine en camisón y con unos ojos como platos, aterrorizada. Y Dubhán. Dubhán sonriendo y diciéndole «hazlo», y luego la sangre.

Por fin volvían a casa llevando triunfalmente con ellos los cuerpos de dos jabalíes de largos colmillos, boca abierta y piel fétida con sangre encostrada. Ludha se había acercado a su señora, montando un robusto pony. Sus jóvenes rasgos expresaban preocupación.

—Estás muy pálida, mi señora. ¿Te encuentras mal?

Entre el espantoso espectáculo de la matanza con sus gañidos, las posteriores manchas de sangre caliente en las mejillas y la frente de todos los hombres que habían participado y la innegable aparición de unos retortijones de estómago, a Ana no le sorprendió que su aspecto no fuera precisamente bueno. Era una suerte que no hubiera empezado a sangrar; al menos podría regresar a la fortaleza antes de que el dolor empezara a debilitarla.

—Estoy bien —le respondió, y cuando Alpin se volvió hacia ellas, logró dirigirle una sonrisa cándida a su futuro esposo.

—El banquete de esta noche será magnífico, mi señor —comentó.

—¿Te gusta el jabalí asado, eh?

Las manchas de sangre que Alpin llevaba en su ancho rostro se estaban volviendo, al secarse, de un color castaño que se parecía mucho al de su barba.

—Sí, será una gran noche de fiesta. Lástima que no pueda terminar con una pequeña celebración personal, solos tú y yo, un cálido fuego en el dormitorio, una o dos mantas calentitas, una jarra de aguamiel aderezado… Renunciaría gustosamente al cerdo asado y a la guarnición por eso. ¿Tú qué dices? —Alargó el brazo desde el caballo, colocó su mano grandota en el muslo de Ana y le dio un apretón. Ella se las arregló para no soltar un grito de dolor.

—Suena… agradable, mi señor. Por desgracia, me temo que estaré indispuesta; noto que me empieza a doler el vientre. Es lo de siempre…

—Ajá —gruñó Alpin, claramente incómodo—. Es una pena. Si te pierdes la cena, te vas a perder la música. Tu bardo… ¿Dónde está ahora? ¡Ah! Está ahí, con los otros sirvientes. Tu bardo me ha prometido un buen relato de la persecución y la matanza de hoy, que cantará acompañándose del arpa. Hace años que no tenemos esa clase de entretenimiento por aquí. Eso no quiere decir que no prefiriera el otro. Eres una mujer encantadora, Ana. Ojalá hubiera llegado ya ese maldito druida; me estoy hartando de esperar.

—Haré un esfuerzo por estar en el salón para la cena —dijo ella, a quien no le gustó la mirada que vio en los ojos del jefe de clan—. Es lo mínimo que se merece tu coraje. Está claro que destacas en el arte de la cacería.

Él sonrió ampliamente y le dio una palmada en el muslo.

—En efecto, querida. Y pronto descubrirás que no es el único pasatiempo para el que tengo un talento especial. ¿Eh, muchachos?

Ana apenas oyó las risas de los hombres. En su pensamiento no quedaba espacio para Alpin, la boda o el importante tratado. A pesar de la calmada valoración de Deord con respecto a la situación de Drustan, y a pesar de la propia admisión de culpabilidad de este, ella seguía sin poder creerse que hubiera cometido un asesinato. Ana siempre se había considerado una persona equilibrada, que tomaba sus decisiones de un modo sereno y meditado. Sabía que estaba pensando como una joven estúpida que desperdicia toda su vida por amor, o por lo que imagina que es amor. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ello: Drustan, el asesinato, aquel extraño día… Hubo una testigo. Aquella mujer, Bela, había estado allí. Si se la pudiera encontrar… Si Bela confirmaba la versión de Alpin sobre lo ocurrido aquel día, lo aceptaría. Se acostumbraría, se casaría con Alpin y le daría los hijos que él quería; tendría exactamente la clase de futuro que siempre había sabido que le esperaba. Si Bela le contaba otra historia… Se estremeció. Su futuro era inamovible. La culpabilidad o inocencia de Drustan no tenía nada que ver con el matrimonio, el tratado o el innegable hecho de que el druida iba a llegar en cualquier momento y no habría ninguna excusa para retrasar más los esponsales. Si se demostraba de algún modo que Drustan era inocente, este quedaría libre de su encarcelamiento, lo cual la llenaría de alegría. Pero eso no cambiaría su propio futuro, no podía hacerlo. Tenía que dejar de pensar en el otro futuro, el dulce, tentador y maravilloso futuro que veía en sus sueños, que llevaba viendo desde que el hermano de Alpin la había cautivado con su voz suave y sus ojos brillantes. Con su magnífico cuerpo. Este tipo de pensamientos era peligroso, sin duda; debía quitárselos de la cabeza.