La víspera de la Fiesta del Auge, Drust el Verraco, monarca del reino meridional de Circinn, llegó a la Colina Blanca con sus consejeros y una modesta escolta de hombres de armas para asistir a la asamblea de Bridei. Al segundo día, todos los de la casa ya sabían que las negociaciones habían fracasado. Drust no tenía intención de proporcionar apoyo contra Dalriada, ni con una fuerza de combate significativa ni de un modo menos práctico o más simbólico. No importó el hecho de que, durante el transcurso de los últimos dos años, hubiera intercambiado mensajes con Bridei para intentar avanzar lentamente hacia un terreno común. Alguien le había dicho algo al oído, alguien con influencia, y ahora el rey de Circinn se mostraba inflexible.
Les dijo a los jefes de clan de Fortriu allí reunidos que el desacuerdo territorial con los escotos era un problema local que tenían que solucionar ellos mismos. Sus fuerzas ya estaban bastante ocupadas en su tierra natal como para que encima las convocaran para marchar hasta el oeste. Además, era una empresa inútil. Los escotos estaban demasiado bien asentados como para hacerlos marchar. Estaban criando a una tercera generación en sus asentamientos. El consejero de Drust, Bargoit, hurgó en la herida brindando su opinión de que los habitantes de las regiones occidentales que habían dejado de resistirse y habían permitido que los invasores se establecieran, que contrajeran matrimonio con los priteni y que engendraran niños mestizos habían demostrado tener un buen sentido común. Era hora de aceptar que los escotos estaban allí para bien, y la fe cristiana con ellos.
Fue vergonzoso, y a Bridei le había costado mucho mantener la compostura que su posición le exigía. Otros habían sido más directos. Broichan había estado a punto de soltar una maldición; Talorgen había levantado la voz y el puño. En realidad, el consejo había concluido casi antes de empezar.
No obstante, Drust el Verraco se quedaría unos días en la corte de Bridei. Había que reconocer su gesto al hacer el largo viaje desde Circinn, aun cuando la decisión que les trajo no les fuera favorable. De todos modos, había que acomodar y entretener a sus acompañantes en la Colina Blanca y había que tratar otros temas, cuestiones de comercio y fronteras. Pero lo cierto era que, al fracasar su objetivo principal con tanta rapidez y rotundidad, los consejeros de Bridei apenas se sentían con ánimos para continuar con los asuntos de la asamblea.
Durante el día, los representantes de los dos reinos se reunían en torno a la mesa del consejo y repasaban las mociones diplomáticas. Se organizaban otras actividades: cacerías, cabalgadas, competiciones. Por las noches había festines y música. Al mismo tiempo, y a puerta cerrada, el rey de Fortriu se reunía con su círculo de asesores más allegados para tomar una decisión crucial. El avance se había planeado para la época de la Recogida, el ritual de la cosecha. La mera magnitud de la empresa implicaba que las fuerzas no debían tardar en ponerse en camino. Aquello no iba a ser una marcha masiva Cañada abajo, ni tampoco un avance audaz en barco. El ejército priteni estaría constituido por varias fuerzas numerosas, cada una de ellas con sus propios líderes, y cuando llegara el momento del asalto, Dalriada se vería atacada por distintas direcciones al mismo tiempo y los escotos tendrían que desplazarse aún más al sudoeste. Dicha operación no podía prepararse con prisas, ni aun cuando mantenerla en secreto no fuera una cuestión vital, que lo era.
Iba a resultar arriesgado seguir adelante sin el apoyo de Circinn. El fracaso no sólo le costaría a Bridei vidas humanas y quizá más territorio perdido en Dalriada, sería un revés contra su causa de tanto tiempo, su sueño: ver a los escotos expulsados por completo de Fortriu y todos los territorios de los priteni unidos bajo los antiguos dioses. El fracaso empañaría su brillante imagen entre su pueblo, reduciendo así las posibilidades de un futuro éxito. El problema radicaba en si, en caso de retrasarlo un año o dos, podrían convencer a Drust el Verraco para que cambiara de opinión y acudiera en su apoyo. Con los ejércitos de Circinn formados junto a los de Fortriu había muchas más esperanzas de conseguir una victoria.
—No se echará atrás —declaró Talorgen con rotundidad. Estaban reunidos en una pequeña sala de consejo que tenía dos ventanas. Las lámparas dispuestas por la estancia hacían que los rostros de los hombres parecieran máscaras parpadeantes: el de Bridei, imperturbable; el de Talorgen, enojado; el de Aniel, pensativo. Broichan mostraba un semblante impasible y sus ojos tenían una mirada imposible de interpretar, como siempre. Tharan, compañero consejero de Aniel, estaba intranquilo y cruzaba los brazos, las rodillas, cogía cosas de la mesa y volvía a dejarlas. Carnach, jefe de guerra de Bridei, se hallaba de pie con las manos apoyadas en las caderas; para él, aquella decisión suponía elegir entre toda una estación de marcha que culminaría con una sangrienta confrontación o disolver las fuerzas que había preparado para la causa de Fortriu, una tarea a la que se había entregado en cuerpo y alma. Si las cosas hubiesen sido distintas cinco años atrás, ahora Carnach podría haber sido rey, y Bridei quizá estuviera llevando una tranquila existencia como erudito. Sin embargo, en aquella estación de cambio, los dioses habían optado por sonreír a Bridei. Quién podía saber qué se traían los dioses entre manos.
—Bargoit está detrás de todo esto —el tono de Tharan era de amargura—. Esa comadreja hace mucho tiempo que es capaz de hacer cambiar de opinión a Drust para que se incline hacia uno u otro lado. Además, si nuestra información es exacta, actualmente Circinn está plagada de misioneros cristianos. Los consejeros religiosos de Drust habrán dado más peso a los argumentos de Bargoit. Habrán presionado a Drust para que se contenga de entrar en conflicto con los escotos, seguidores de la misma fe insensata. Tenía la esperanza de que finalmente el rey de Circinn reuniera valor suficiente para formarse sus propias opiniones. ¡Ojalá se librara de la ponzoñosa red de falsos consejos que cada vez lo envuelve más!
—Algo ha cambiado —dijo Bridei—. No hace ni dos estaciones que estaba a punto de llegar a un acuerdo. Recibí un mensaje suyo de apoyo provisional, aunque lamento decir que sólo fue verbal. Ahora sería difícil hacer que se atuviera a él. ¿No será que actúa sobre él una nueva influencia?
—Haríamos bien en investigarlo cuando haya oportunidad —repuso Aniel—. Mientras tanto, la cuestión es: ¿nos atrevemos a correr el riesgo de seguir adelante sin ellos? Hay mucho que perder.
Bridei tenía en mente los ojos brillantes y los rostros ansiosos y resueltos de los soldados a los que se había dirigido en Caer Pridne, todos listos para luchar y morir por la gran causa del rey. Algunos de ellos no eran más que unos muchachos, otros eran padres jóvenes y otros veteranos que llevaban las cicatrices de muchos conflictos. Si calculaba mal, les estaría pidiendo que pagaran el precio más alto por su propio orgullo. Pero si suspendía el avance, podría estar desperdiciando la mejor oportunidad para asegurar el futuro de Fortriu. Todo el mundo sabía que Gabhran de Dalriada aspiraba, con el tiempo, a conquistar todos los territorios del norte, y si Gabhran llegaba a ser rey tendrían un yugo extranjero en torno a sus cuellos. Con la fe cristiana que se extendía rápidamente por Circinn bajo el débil gobierno de Drust y los escotos plantando sus cruces en el oeste, Fortriu ya sufría una fuerte constricción. Si dejaban que Gabhran los invadiera más aún, ya no les quedaría territorio que perder. El dominio escoto significaba la muerte de los antiguos dioses.
—La estación avanza —dijo—. Debemos tomar una pronta decisión, en uno u otro sentido.
—Si nos detenemos ahora —comentó Carnach—, no perdemos únicamente el impulso ganado durante una estación dedicada a prepararnos, sino que puede que también sacrifiquemos el elemento sorpresa que nuestros espías y nuestras extremadas medidas de seguridad han garantizado. En caso de que decidamos esperar un año, el enemigo tendrá doce meses de oportunidades para cosechar información en cuanto al momento, el modo y la magnitud de nuestra operación.
—Cierto —intervino Talorgen—. No podemos permitirnos el lujo de tener a los hombres pendientes de un hilo mucho más tiempo. Ellos tienen previsto ponerse en camino en un plazo máximo de un cambio de luna para dirigirse a los distintos puntos preliminares. Esperan que el ataque completo tenga lugar más o menos en la Recogida. Se mueren de impaciencia. Si no avanzamos tal como tenemos planeado, no nos quedará más remedio que desmantelar los ejércitos y mandar a los hombres de vuelta a sus casas. En el caso de que esto quede en nada, la próxima vez resultará doblemente difícil afilar las herramientas de guerra.
—Si mandamos a los hombres a casa, se dedicarán a plantar cosechas, a engendrar niños y a ejercer su oficio durante un año más. —El tono de voz de Bridei era calmado; le habían enseñado muy bien a ocultar lo que sentía—. Podemos seguir adelante, pero si nuestra gran empresa fracasa, ¿cuántos de ellos regresarán enteros a sus poblados, sus granjas o sus salas de jefe de clan? Es posible que la fuerza que hemos reunido, por imponente que sea, no baste para hacer su trabajo.
—Contamos con el apoyo de los caitt —señaló Aniel—. Umbrig ha prometido un contingente considerable, y ya conoces su reputación.
—Estoy empezando a lamentar no haberle pedido a Alpin del Brezal que nos garantizara hombres armados en lugar de limitar mis condiciones a un compromiso de tregua —dijo Bridei—. Ahora ya es demasiado tarde para eso, a menos que el grupo de Faolan regrese a una velocidad sorprendente. Sencillamente debemos esperar que el acuerdo esté firmado y sellado. Si retrasamos nuestro avance hasta el próximo año o el siguiente, habremos tenido tiempo de asegurarnos una ayuda factible en ese sentido. Para entonces, si los dioses nos son propicios, Ana le habrá dado un hijo a Alpin.
—Esta mañana he hablado con Ged —dijo Talorgen—. Y también con Morleo. A ninguno de los dos les hizo mucha gracia perderse esta reunión, pero señalé que alguien tenía que mantener ocupados a Drust el Verraco y a sus lacayos mientras consultábamos en privado. Tengo entendido que se los han llevado a pescar. Ged está a favor de seguir adelante según lo planeado. Cree que nuestro mayor poder radica en el entusiasmo de los hombres y que un retraso dificultaría poder suscitar el mismo ímpetu. Morleo fue más cauto, pero cree que contamos con efectivos suficientes.
—Sea cual sea su entusiasmo, no deseo conducirlos a una muerte segura —terció Bridei—. Ya conocemos los argumentos estratégicos; los hemos sopesado una y otra vez durante nuestro largo período de preparación. Ahora necesitamos algo más, cierta orientación aparte de nuestro propio conocimiento de los riesgos y las oportunidades. Quizá Broichan sea quien mejor puede aconsejarnos.
Miraron al druida, una figura alta y pálida con sus vestiduras oscuras. Se había mantenido inusualmente callado durante el debate.
—Tendríamos que consultar los oráculos —su voz, que siempre era la más profunda y autoritaria que se oía en la Colina Blanca, aquel día era casi vacilante. Por sí solo, eso ya sugería que los augurios no serían favorables ni mucho menos—. Debemos buscar la sabiduría de los dioses. Hasta el momento su consejo nos ha conducido hacia este conflicto; la luz del Guardián de las Llamas ha brillado sobre Bridei y toda la empresa. Cuesta creer que su voluntad cambiara de dirección simplemente porque el rey de Circinn no tenga el coraje de ponerse de nuestra parte.
—¿Vas a echar las varas de abedul aquí? —le preguntó Bridei—. De este modo todos podemos observar la pauta de su caída y ser partícipes directos de tu interpretación.
Broichan no contestó de inmediato. Los demás movían la cabeza en señal de asentimiento puesto que, por norma general, un augurio como aquel podía contarse como un poderoso medio de entender las intenciones del Guardián de las Llamas y de la Brillante, cuyos deseos gobernaban todos y cada uno de los pasos de la larga historia de los priteni.
—Ahora no —respondió el druida—. Este asunto es demasiado importante para que lo determine un solo vidente, tanto si es el druida real como si no. Será mejor realizarlo bajo la mirada de la Brillante, con Fola presente. Creo que la diosa mostrará el camino con más claridad si su sacerdotisa superior participa en el ritual. Después de cenar, cuando Drust el Verraco esté ocupado con el mejor aguamiel y con la música más excelente de la Colina Blanca, echaremos las varillas en el patio superior. Esperemos que los dioses nos den unas respuestas claras, pues tenemos una necesidad acuciante de ellas.
Las nubes cruzaron el rostro luminoso de la Brillante, oscureciendo el patrón que las varillas habían formado sobre la mesa de piedra. La diosa estaba poniendo a prueba tanto al druida como a la mujer sabia hasta el límite de sus considerables habilidades. Broichan había servido como druida a dos reyes y era conocido por todos los territorios de los priteni como un hombre docto, hábil y peligrosamente poderoso. Fola dirigía la escuela de Banmerren, donde las mujeres aprendían las habilidades necesarias para servir a la Brillante como sacerdotisas. Era una mujer inteligente, sutil y tenía una reputación de poseer una honestidad inquebrantable. Si entre aquellos dos viejos amigos no podían interpretar un mensaje de los dioses, había que suponer que los dioses estaban ocultando deliberadamente su sabiduría.
Tuala ya había mirado la disposición de las varillas y se había formado su propia opinión en cuanto a su significado. Sólo había tardado un momento. Era una cosa para la que tenía una habilidad innata, similar a su facilidad con la hidromancia: las respuestas parecían acudir a su mente antes de que hiciera las preguntas. Guardó silencio. Más tarde, cuando estuviera a solas con Bridei, le contaría lo que los dioses habían dicho.
Un escogido grupo de personas miraban mientras Broichan y Fola rodeaban la mesa, observando detenidamente la posición en que habían quedado las varas. Cada uno de los cortos trozos de abedul tenía unos símbolos antiguos grabados; cada uno con su propio abanico de posibilidades. Había múltiples interpretaciones posibles para cada tirada. La verdadera habilidad del vidente radicaba en dilucidar cuál sería la más adecuada para la pregunta que se había planteado. Los dioses de Fortriu eran criaturas complejas y su consejo raras veces venía en términos sencillos e inequívocos.
Fola había traído a su ayudante, Derila; fue una suerte que ambas se encontraran ya en la Colina Blanca con motivo de las asambleas. Aparte de ellas dos, el druida, Tuala y el propio Bridei, las únicas personas presentes eran el guardaespaldas de este último, Garth, y el anciano erudito, Wid, que, apoyado en su bastón, miraba las varillas con los ojos entrecerrados bajo aquella luz irregular. Wid nunca había dicho ser un transmisor de las voces de los dioses. Él era experto en habilidades mundanas como el desciframiento de las miradas y los gestos de las personas, la interpretación de los silencios entre sus palabras. Tanto Bridei como Tuala habían aprendido de él. Con el tiempo quizá enseñara a Derelei. Ahora el pequeño pasaba un rato en compañía de Broichan todas las tardes y por las noches solía quedarse dormido canturreando en voz baja de un modo con el que creaba sombras que bailaban extrañamente en los rincones y que hacía que del cesto de la leña salieran ranas dando saltos.
—No está nada claro —dijo Fola—. Según mi interpretación, hay un par de caminos, cada uno de los cuales se bifurca aún más. Por mi vida que no puedo decidir cuál de ellos predomina. Todo son perros y pájaros; no veo a ningún ejército. ¿Tú qué dices, viejo amigo?
La luz de la luna había teñido el rostro de Broichan de una palidez cadavérica. Tuala veía las líneas que surcaban su semblante, más de las que debería haber tenido un hombre de su edad. Todavía no era viejo.
—Yo veo la muerte —dijo—. Pero eso ya era de esperar. Nuestra pregunta tiene que ver con la guerra, y las guerras no se ganan sin perder vidas. Estoy de acuerdo contigo, Fola, los pájaros son lo que más parece destacar. El águila se extiende del este al oeste, lo cual sólo puede interpretarse como un indicio positivo. La sombra se encuentra detrás de ella. Por delante… por delante hay que elegir un camino, y ahí es donde la interpretación del mensaje constituye un reto.
—Quizá sea caótico porque, sencillamente, las guerras siempre lo son —fue la joven sacerdotisa, Derila, la que habló. Como sacerdotisa de Fola había ascendido rápidamente y se la respetaba por su erudición—. Yo veo tanto el sol como la luna en el oeste. A pesar de que el águila está rodeada por esas otras varillas, yo interpretaría su posición como una señal de que tanto el Guardián de las Llamas como la Brillante están a favor de actuar contra los escotos.
—Estoy de acuerdo con tu interpretación, Derila. —Bridei se inclinó para examinar más de cerca la disposición de las varillas—. Pero no veo nada que aclare si dicha empresa tendría que tener lugar ahora o más adelante. —Miró a Tuala por encima del hombro. No le pidió que hiciera ningún comentario.
—Tuala —dijo Fola—, puesto que te encuentras en compañía de amigos, ¿no nos darías tu opinión? Eres joven y observadora. Quizá tú veas algo que no podemos ver nosotros.
Broichan abrió la boca, pero volvió a cerrarla como lo haría un cepo.
—Me afecta demasiado directamente —repuso Tuala, que reprimió un estremecimiento. Mantuvo la voz calmada, pues con las enseñanzas de la reina Rhian había aprendido a dominar su tono y expresión—. ¿Qué esposa que tuviera la oportunidad de pronunciarse sobre semejante cuestión no daría la interpretación que tuviera más posibilidades de hacer que su marido se quedara en casa alejado del peligro? Vosotros sois los expertos. Quizá lo único que hace falta es un poco de tiempo para pensar.
—¡No hay tiempo! —espetó Broichan. Aquella muestra de irritación no era propia de él y Bridei lo miró sorprendido.
—Al menos disponemos de esta noche —dijo el rey en voz baja—. Si aquí no encontramos más respuestas, entonces que cada uno busque la sabiduría de los dioses a solas durante un rato y que vea lo que nos espera. Mañana volveremos a hablar y después tomaré una decisión.
Más tarde, cuando estuvieron a solas, Tuala le explicó a Bridei lo que había visto: una señal certera de la Brillante de que tenía que actuar entonces y, para compensar, la innegable indicación de que, al hacerlo, correría un riesgo mucho mayor de lo que cualquiera de ellos podía imaginar.
—Había algo oculto —le dijo cuando se hallaban delante de la chimenea de sus dependencias privadas—, algo que no teníamos que ver. Puede que ni siquiera esté claro para los dioses. Pero, sea lo que sea, acarrea un peligro que supera con creces los que son inherentes a un conflicto armado. Ojalá pudieras llevarte contigo a Faolan.
—¿Crees que esa señal significa un peligro personal para mí? Sin duda es preferible eso a otra clase de peligro que pudiera afectar a mi ejército: una gran tormenta, por ejemplo, o una plaga, o la filtración de información vital a nuestro enemigo.
—No estés tan satisfecho —terció Tuala con sequedad—. Puede que a ti te importe poco tu propia seguridad, pero hay otras personas que valoran más tu vida.
—Si creyera que con ello recuperaría el oeste para Fortriu —afirmó Bridei—, renunciaría a mi vida de buen grado.
—Sin ti no podrían conseguirlo —replicó Tuala—. Eres tú quien les da ánimos, Bridei. Tú eres el Gallardo de Fortriu. Sé que hay otros líderes fuertes, hombres que ocuparían tu puesto, en concreto Carnach. Pero es a ti a quien quieren esos hombres. Es a ti a quien seguirán hasta la muerte. La diosa te impone una prueba difícil. Ella desea que te pongas en peligro. Al hacerlo, puede que recuperes nuestros territorios perdidos. O puede que los pierdas todos y se te recuerde como un rey de cinco veranos radiantes. No podía decir esto delante de los demás, pero a mí me pareció que las varillas sí que mostraban dos posibles caminos, y cada uno de ellos empieza de la misma manera: con un avance hacia el oeste a finales de verano. Les hiciste la pregunta equivocada a los dioses. Ellos no ofrecen ninguna alternativa en cuanto al momento de tu empresa, sólo la certeza de que, antes de que los robles pierdan sus hojas, triunfarás o morirás.
La luna creció y menguó de nuevo; los días empezaron a transcurrir a toda prisa, fundiéndose uno con otro. Ana, acongojada, sabía que con cada puesta de sol sus esponsales con Alpin estaban un día más próximos. Se sorprendió dando gracias a la diosa por cada día que pasaba sin que llegara el druida; se encontró rezando para que no viniera nunca.
Alpin intentaba que Ana se sintiera como en su casa. La obsequiaba con regalos, desayunaba con ella cada mañana y se esforzaba por moderar su lenguaje, aunque no siempre lo conseguía. Ella trataba de ocultar que su contacto seguía dejándola helada y que su conversación le resultaba o aburrida u ofensiva. Soportaba sus besos con adusta determinación, apartando la cara para que no alcanzara su boca. Escuchaba pacientemente sus divagadores relatos de la caza de venados enormes y la derrota aplastante de temibles enemigos. Comía de forma frugal de los copiosos ágapes y tomó medidas para mejorar la comodidad del cuarto de costura y de sus propios aposentos. Sería esencial conservar algún espacio privado cuando estuviera casada: si no disponía de algún lugar en el que refugiarse de Alpin, lo más probable era que se volviera loca. Decidió apartar de su pensamiento a Drustan, a Deord y toda aquella lamentable situación y sacar el mayor provecho posible de las cosas.
No había tenido oportunidad de hablar con Faolan a solas. Esos días, las únicas veces que lo veía era en la mesa de la cena y, puesto que Alpin había amenazado a todo aquel que llegara a posar la vista en Ana, ella se esforzaba por evitar la mirada de su bardo. De momento no le habían ordenado a Faolan que cantara. Ana empezaba a pensar que Alpin se había olvidado de él, y se alegró de que así fuera, aunque hubiera agradecido la oportunidad de que Faolan la aconsejara, de haber sido posible. Se había convertido en un amigo durante el viaje que compartieron. Ana sabía que podía confiar en él, contar con él. Suponía que en el Brezal tendría muy pocos amigos. Y quería preguntarle sobre la Sima Pedregosa.
Trató de olvidar su desafortunada incursión en el mundo del espionaje y sus angustiosas repercusiones. No se podía decir que no tuviera nada con lo que mantenerse ocupada. Tenía que hacerse otro conjunto para la boda, así como otras prendas para ella y una nueva y magnífica túnica para su futuro marido, con un ribete bordado con perros que Ana había decidido hacer ella misma. Ludha estaba realizando el trabajo delicado del vestido para la boda, pues ya había terminado el faldón de bebé. La mirada de su sirvienta cuando le entregó aquella diminuta prenda exquisitamente acabada le dijo a Ana, sin necesidad de palabras, que comprendía la ambivalencia de su señora sobre el inminente matrimonio.
Los pájaros siguieron acudiendo, y con ellos toda una serie de pequeños regalos: una flor delicada, una rala pluma gris, hilos de lana de una manta intrincadamente trenzados para formar un pequeño círculo, como un anillo. Ana resistió la tentación de mandar algo a cambio. Aquel hombre era un asesino y ella había jurado mantenerse alejada de él. En ocasiones, la corneja, el piquituerto o el carrizo se acercaban, se posaban en el alféizar de la ventana y se limitaban a quedársela mirando un rato, con unos ojos brillantes. A veces, cuando Ludha no estaba, Ana se sorprendía hablándoles a esos visitantes y se obligaba a dejar de hacerlo, pues le parecía que aquellas conversaciones venían a ser lo mismo que hablar con Drustan, y que estaría jugando con fuego si lo hacía.
El diseño para la túnica de boda de Alpin no le salía bien. Ana bordó una serie de muestras en unos pequeños cuadrados de tela para perfeccionar el dibujo del perro, pero las puntadas no eran fluidas y le salían unos pequeños sabuesos de aspecto gruñón y repelente. Ludha lo observó y se mordió la lengua, aunque estaba claro que se moría por ofrecer su ayuda. Aquella novia se había propuesto hacer la prenda para su marido con sus propias manos. El simbolismo de semejante gesto era evidente, y Ana no podía fracasar en dicha tarea. Continuó haciendo diseños con denuedo, cada uno de ellos igual de deficiente que el anterior, hasta que, una tarde particularmente calurosa, tras todo un cambio de luna desde su llegada al Brezal, Ludha y ella se llevaron su labor a un patio pequeño y apartado, situado en el nivel superior de la fortaleza, un lugar al que se accedía por un tramo de escaleras de piedra tan estrechas y escarpadas que las mujeres no iban nunca allí, a pesar de que la vista de los árboles y el espacio soleado y resguardado lo convertían en un lugar atractivo en el que trabajar y hablar.
Se acomodaron las dos en amigable silencio, cada una con su costurero en un banco de piedra para ella sola. Desde allí podían oírse multitud de pájaros cuyos cantos provenían de los rincones más alejados del Brezal, al otro lado de los muros. Ludha empezó a tararear una melodía que Ana reconoció como la historia de unos enamorados separados durante mucho tiempo y deliciosamente reunidos al fin; no había duda de que la chica estaba pensando en su arquero ausente, Foldec. La próxima vez que Ludha llegó al estribillo, Ana se unió a ella cantando en un tono más bajo. La sirvienta sonrió encantada y empezó otra estrofa.
Durante un breve período fue posible dejarlo todo de lado: la boda, la terrible perspectiva de compartir la cama con Alpin y de todo un futuro a su lado, en compañía de sus zafios y torpes amigos. Drustan y su enfermedad, el asesinato de los inocentes, el encierro tras muros de piedra y barrotes de hierro. Bridei y su tratado crucial. Faolan, en cuya seguridad no dejaba de pensar; Faolan, con quien tenía prohibido hablar a solas. Ana siguió cantando y, mientras lo hacía, sus manos manejaron la aguja y el hilo y creó otro pequeño dibujo en otro diminuto cuadrado de tela. En aquella ocasión la imagen no era la de un perro. Los hilos eran de color escarlata y castaño oscuro, y la criatura de ojos brillantes que la miró desde la tela una vez finalizados el bordado y la canción, era un piquituerto que llevaba un cabello rojizo en el pico. Ana se lo quedó mirando; se había impresionado a sí misma. Cuando Ludha miró hacia ella, el primer impulso de Ana fue meter el pequeño cuadrado en el costurero, esconderlo como si fuera una prueba que la incriminara, pero reprimió dicha reacción. No tenía que sentirse culpable por nada, por nada en absoluto.
—¡Qué dibujo más lindo! —exclamó Ludha, y se acercó a mirarlo—. Quedaría precioso en una camisita de niño. Podrías ponerlo en la pechera y hacer la cenefa con el mismo tono de rojo.
—Mmm —murmuró Ana, sin comprometerse, al tiempo que seleccionaba un hilo pálido para hacerle un dobladillo a su diminuta creación. Aquel día estaba ofuscada, su mente le jugaba malas pasadas, pues el bebé que inmediatamente se imaginó con una camisa como aquella tenía una mata de pelo de un caoba encendido y unos ojos brillantes como estrellas—. Tendría que estar haciendo perros, pero no consigo que me salgan bien. Y el tiempo pasa, Ludha; pasa demasiado deprisa. Ese druida podría llegar en cualquier momento.
—El pájaro es precioso —dijo la sirvienta en voz baja—. Tienes mucho talento, señora. ¿Puedo enseñarte una cosa que he estado haciendo?
—Sí, por favor.
Ludha tomó un pedazo de tela cuidadosamente doblado de su cesto de costura.
—Lo hice anoche, a la luz de las velas. No tienes que utilizar mi diseño, por supuesto, pero pensé que tal vez te serviría de ayuda. No es cosa mía, lo sé, pero…
Y ahí estaba, el dibujo del perro, perfectamente ejecutado y, desde luego, delicioso, con una noble uniformidad que sin duda Alpin preferiría como representación de su símbolo de clan. Unas espirales y un sombreado unían los pequeños canes formando una equilibrada y fluida cenefa. Tan sólo era una muestra —dos perros y tres uniones—, pero se veía con claridad lo bien que quedaría en la tela teñida de rojo de la túnica nueva para el novio.
Ana dejó escapar un suspiro.
—Espero no haberte ofendido, mi señora, es que… me daba cuenta de que esto te causaba problemas. A mí me ocurre a veces. Sé que puedo hacer algo pero no sé por dónde empezar.
Ana sonrió.
—No estoy ofendida, te estoy sumamente agradecida, Ludha. Si estás dispuesta a dejarme utilizar tu muestra, mañana empezaré a trabajar en la cenefa.
La muchacha asintió con un movimiento de la cabeza.
—Sabes que hay tres pájaros, ¿no? —dijo, mirando cómo la aguja de Ana doblaba una esquina del pequeño pedazo de tela—. Podrías… Bueno, si quieres…
—Mira —dijo Ana, pensando que menos mal que aquel día estaban las dos solas en aquella zona apartada de la fortaleza de Alpin—. Sólo lo haría por placer, por supuesto. Te habrás dado cuenta de que, tal y como están las cosas, estos dibujos no podrían aparecer en ninguna prenda infantil en el Brezal.
—No, mi señora. Aunque es una pena, ¿verdad? —Entonces, mientras Ana terminaba el dobladillo y cortaba el hilo con los dientes, añadió—: ¿Conoces la canción de Big Fergal, que era una especie de gigante, y de cómo domó al Gusano Monstruoso?
—Solía cantarla con mi hermana, hace mucho tiempo. Empieza tú, así veré si me acuerdo.
Entre el canto, la luz del sol y la intimidad del patio superior, Ana se fue tranquilizando mientras sus manos empezaban a crear otro dibujo en un segundo cuadrado de tela, aquella vez con hilos de color negro y gris. Fue hacia el final de la tercera balada, la historia de una chica que se enamoró de un sapo, cuando notó un cosquilleo en la espalda y su aguja se detuvo. Miró a Ludha, que estaba inmóvil en el banco de enfrente. Sus voces se fueron apagando, con lo que sólo quedó la de un tercer cantante cuya versión, más profunda y vacilante, de La doncella del lago les llegaba, increíblemente, desde algún lugar por debajo de las losas del suelo de su santuario. Cuando ellas dejaron de cantar, aquella voz siguió sonando un poco más: «Y ella, ¡ay!, suspiró por mí. Mi amor yace en el reino de las sombras». Entonces, cuando el cantante se dio cuenta de que se había quedado solo, también se calló de repente.
Ana carraspeó. Ludha se tapaba la boca con las dos manos, como si estuviera demasiado impresionada para permitirse pronunciar una sola palabra. Ana realizó unos cálculos rápidos en cuanto a la posición de varias estancias del Brezal y el movimiento del sol. Miró una vez más por encima del muro y, enmarcada por las ramas más altas de los olmos, vio una elevación de terreno coronada por un majestuoso roble solitario. Los pájaros se alzaban y se posaban en su extensa copa. Tragó saliva.
—¿Ludha? —fue sólo un susurro.
—¿Sí?
—¿Qué dependencias hay debajo de este patio?
—Sólo almacenes, mi señora. Una parte de la casa que está cerrada. Y…
—Y las dependencias de Deord. Justo debajo de nosotras.
Así debía ser; aunque su rápido cálculo de la distancia aproximada no lo hubiera hecho evidente, sabía de quién había sido esa voz, una voz que ella oía cada noche en sus sueños. El techo enrejado del recinto de Drustan debía estar situado por debajo de ellas, un poco al oeste, oculto por el alto parapeto que había en ese lado del patio. Los dormitorios debían encontrarse justo debajo de ellas. Algún capricho de la construcción hacía posible que el sonido llegara con claridad a pesar de la considerable diferencia de altura. El corazón de Ana se estaba convirtiendo en un incordio y latía como si acabara de hacer una carrera. Notó que se ruborizaba. El sentido común le decía claramente: «Recoge tus cosas y márchate; hazlo en silencio». Seguía sosteniendo en sus manos el pequeño cuadrado de tela en el que había la forma de una corneja a medio bordar, con su pulcro y reluciente plumaje hecho con el mejor hilo de seda que tenía. Acarició la imagen del pájaro con un dedo demasiado tembloroso.
—¡Mi señora! —dijo Ludha entre dientes, y sacudió la cabeza en dirección a las escaleras. La muchacha había empalidecido y sus ojos traslucían miedo.
—Todavía no, Ludha —pidió Ana—. No pasa nada porque nos quedemos un poco más. Terminemos la canción, al menos, y reunamos a Linia con su verrugoso amado. ¿Por dónde íbamos?
—«En primavera ella salió una mañana hermosa» —daba la impresión de que Ludha cantaba con los dientes apretados, pero había retomado su labor y empezó a coser con adusta determinación.
—«Cuando los pájaros vuelan raudos de rama en rama» —cantó Ana, preguntándose por qué tenía un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos.
—«Se pinchó el dedo con una planta espinosa».
Desde abajo les llegó la voz vacilante en un tono que no era resonador y bien modulado como el de Faolan, más bien parecía pertenecer a un hombre que casi ha olvidado cómo hacer música por el largo tiempo transcurrido desde que se sintió inclinado a ello, o desde que tuvo oportunidad de hacerlo.
—«Y todos vieron su sangre derramada» —entonaron las tres voces al unísono, mezclándose en un dulce sonido que recorrió el patio soleado.
La balada siguió contando que Linia consiguió a su amado mediante un pequeño sacrificio y un poquito de magia doméstica bien dirigida. Mientras proseguía la canción, Ana localizó el punto donde la tercera voz podía oírse con más claridad, una grieta entre las losas y la pared interior, y cuando terminaron de cantar fue a arrodillarse junto a aquella estrecha abertura.
—¿Drustan? —preguntó en voz baja. Ludha la miraba fijamente, Ana no sabía si horrorizada o impresionada.
—¿Ana?
Drustan parecía inseguro. Quizá había creído que, cuando supiera que estaba allí, ella se marcharía corriendo y no volvería más.
—¿Dónde estás? Hubo una pausa.
—¿Dónde quieres que esté? —respondió.
—¿Dónde exactamente? ¿Está Deord contigo?
—Estoy en el dormitorio. Os oí cantar. Y hablar. Lo siento si te he ofendido…
—¿Y Deord?
—Ha ido a buscar agua. Cuando vuelva lo sabré. La verja chirría.
Entonces, de pronto, Ana no supo qué decir. La única pregunta que tenía en mente era: «¿Lo hiciste? ¿De verdad los mataste?». Pero no podía decirle eso, no de un modo tan brusco. De ninguna manera.
—¿Estás bien? —susurró él—. Deord me dijo que Alpin estaba enojado, que hubiera podido hacerte daño.
—Deord lo hizo muy bien y evitó que tu hermano me pegara —logró decir ella—, aunque ya había golpeado antes a mi sirvienta. Tu guardián es un hombre muy capaz. Alpin tenía motivos para estar enojado conmigo, pero no con Ludha. Desobedecí una regla. Más de una. Me explicó tu historia, Drustan.
No hubo ninguna respuesta. Al mirar a Ludha, Ana se sorprendió al ver una expresión que era más de fascinación que de terror. Aquello ya había llegado demasiado lejos; sólo cabía esperar que pudiera confiar en su sirvienta.
—Me contó una cosa terrible. Sobre lo que ocurrió hace años.
Silencio nuevamente.
—Háblame, Drustan.
—¿Y qué puedo decir? —el tono de su voz era de cansancio.
A Ana volvieron a llenársele los ojos de lágrimas. La verdad estalló a pesar de todos sus esfuerzos por reprimirla.
—Supongo que espero que me digas que no era verdad. Que no lo hiciste. Es algo que no quiero creer.
Al cabo de unos instantes, él dijo:
—Estás consternada. Es mejor que, como dice Deord, no hables conmigo.
Ana sintió despertar su ira.
—No le corresponde a Deord ni a nadie más que a mí misma decidir lo que debo hacer. A menos, claro está, que tú no quieras hablar…
—No quiero entristecerte. No quiero asustarte. Fue un día aciago. Extendió una sombra sobre el Brezal que nunca se disipará.
A Ana le seguía palpitando con fuerza el corazón. Se obligó a respirar hondo.
—¿Quieres hablarme de ello? ¿Quieres contármelo? ¿Es cierto lo que dice Alpin?
—¿Qué te contó?
Ella apretó los dientes; no quería pronunciar aquellas palabras en voz alta.
—¿Ana? ¿Qué te dijo?
—Me dijo que… que sufres una especie de arrebatos. Que te dan de vez en cuando y que entonces actúas como si estuvieras loco. Dijo que mataste a su esposa. Que… la llevaste a la muerte.
—Un hombre no miente en un asunto que le es tan caro —entonces el tono fue rotundo.
—¿Qué estás diciendo, Drustan?
—No sabes lo que daría por poder decirte que mi hermano miente. Pero no puedo.
Ana sintió la tristeza como un peso en el corazón. Cerró los ojos, incapaz de hablar. No entendía por qué aquello tenía tanta importancia. Apenas conocía a ese hombre. Sin embargo, le pareció el más fuerte de los golpes.
—Gracias por ser franco conmigo —le dijo cuando volvió a salirle la voz—. Esto me entristece. No pensaba que pudiera ser cierto; a mí no me pareces un… un…
—¿Monstruo? ¿Loco? Me llaman de muchas maneras, algunas peores que estas. Mi hermano me ha tratado mejor de lo que merezco.
Ana recogió su labor y colocó las telas y las agujas en el canastillo de sauce. Ludha hizo lo mismo en el otro banco. El silencio se prolongó.
—Tu canto me ha proporcionado luz —llegó el susurro de Drustan—. Gracias. Había olvidado esos hermosos sonidos.
Ella sofocó el fuerte impulso de hacerle más preguntas. Había algo en su interior que seguía negándose a aceptar la verdad sobre aquel cautivo, incluso ahora que él le había confesado lo que había hecho. No debía permitir que esos pensamientos pudieran más que su sentido común.
—Ahora tenemos que marcharnos —le dijo—. Es tarde y aquí arriba está refrescando.
—¿Volverás a venir? —la pregunta tenía un dejo de desesperación que le dijo a Ana que la respuesta debía ser no.
—Yo… no lo sé —susurró. Detestó mostrarse tan débil, no ser capaz de darle una respuesta firme: «No puedo venir».
—Dilo —la voz de Drustan había cambiado: era un desafío—. Dime la verdad. No vendrás porque me desprecias. Porque me rehúyes. ¡Dilo!
—¡Eso no es cierto! ¡Yo no te desprecio! —unas lágrimas repentinas le inundaron los ojos.
—Entonces, ¿vendrás?
—¿Y Deord? —«Maldición, ¿por qué no podía mantener la boca cerrada y alejarse como haría cualquier mujer sensata?».
—A veces está aquí, a veces en la casa; debe ir a buscar todo lo necesario. Si cantas, sabré que estás aquí. Si te hablo, sabrás que no hay peligro.
Ana miró a su sirvienta. Aquello dependía en gran parte de las lealtades de Ludha. La muchacha asintió con un leve movimiento de la cabeza.
—Una vez una amiga me aconsejó —le dijo Ana a su interlocutor invisible— que confiara en la cabeza antes que en el corazón. Fue un consejo acertado. Si hiciera caso de él, te diría que no puedo volver aquí. Tu hermano ha prometido un castigo cruel e inmediato a cualquiera que me mire de un modo que a él no le guste. Puedo imaginarme cómo se tomaría el hecho de que estuviéramos en contacto de este modo. Sería una estupidez volver a hacerlo, sería arriesgado y absolutamente inapropiado.
El silencio indicó que Drustan esperaba más.
—Vendré si puedo, Drustan.
—Te esperaré —repuso él—. Adiós, Ana.
Aquella noche, Ana le dio al piquituerto su retrato hecho con los mejores hilos de seda y a cambio recibió como regalo una pequeña esquirla de piedra en la que había grabado toscamente el contorno de un corazón. Hasta entonces se había negado a reconocer que su interés por Drustan iba más allá de la curiosidad, de la compasión y de una necesidad de ver que se hacía justicia, pero se vio obligada a hacerlo en cuanto el pájaro dejó aquel pequeño obsequio en la mesilla de su dormitorio. Ludha se había retirado hasta el día siguiente; la criatura había acudido volando a la ventana desde la oscuridad exterior y aguardó a una distancia prudencial de la vela, mirando cómo Ana ponía el obsequio debajo de la almohada.
Cuando el pájaro se fue, permaneció tumbada en la cama pensando en Alpin, que la había apretujado contra la pared después de la cena y le había dado un beso de una persistencia absolutamente lasciva. Ella lo había soportado mientras imaginaba cómo sería si otro hombre la abrazara, un hombre cuyo beso fuera tan dulce como brusco era aquel, tan tierno como aquel era brutal. El abrazo de Alpin le daba escalofríos y la asustaba. Ella sabía que aquel otro beso haría que un calor ardiente le recorriera el cuerpo, que las piernas le temblaran y que el corazón le palpitara de emoción. Era algo que no ocurriría nunca, algo que sólo era una estúpida fantasía. Nunca había deseado nada de esa manera.
El druida estaba tardando en venir. Cuando, tras un cambio de luna, vino otro, Ana pensó que aquel retraso era como una especie de regalo, si se le podía llamar así, y empezó una delicada especie de danza, una danza con una pareja invisible. Cada paso, cada compás, cada movimiento estaba plagado de peligros. La pauta quedaba interrumpida con frecuencia, puesto que no podía ir cada día al pequeño patio sin llamar demasiado la atención, y muchas de las veces que iba, Drustan permanecía en silencio, lo cual significaba que Deord estaba con él. Ana creía probable que el guardián sospechara algo, pues si había estado alguna vez en el dormitorio mientras la gente conversaba en el patio, sin duda conocía el secreto del edificio. Pero el guardia especial de Alpin iba de un lado a otro con sus bandejas de la cena y mantenía su tranquila mirada discretamente apartada de la futura esposa de su jefe de clan. Nada en él indicaba que ocurriera algo fuera de lo normal, y el corazón de Ana latió con más calma por ello.
De todos modos, sus días giraban en torno a aquellos breves momentos, aquellos breves y mágicos momentos en los que podía hablar con Drustan, podía susurrar en su oído invisible y agacharse junto a la pared para oír sus quedas respuestas. Terminó el segundo cuadrado de tela y lo mandó con la corneja cuando esta vino de visita. Pensaba bordar un tercero, pero no lo empezó porque no tenía los colores adecuados para poder reproducir de forma fiel el plumaje del pájaro más pequeño. Además, tenía que terminar la ropa de boda de Alpin y, ahora que Ludha le había proporcionado el diseño, no había excusa para no seguir con esa tarea. Era precisamente esa labor la que llevaba consigo la tarde en que a Ludha se le olvidó meter en su costurero un trozo de cinta en concreto y tuvo que bajar al cuarto de costura a buscarlo.
Era la primera vez que Ana estaba a solas con Drustan. Hasta el momento había tenido mucho cuidado con lo que le decía. No habían hecho mención alguna de su encuentro en el bosque, ni del hecho de que Deord y él tuvieran una manera de escapar de su confinamiento. Si Ludha había sospechado algo fuera de lo normal en la rapidez con la que Ana se había hecho amiga de su futuro cuñado, no lo había mencionado. A menudo cantaban los tres juntos y en una o dos ocasiones intercambiaron antiguas historias y poemas de niñez. Una vez, Ana le preguntó a Drustan sobre los pájaros y la unión que mantenía con ellos, quiso saber cómo podían estar tan seguros en una casa llena de gatos. Él le respondió de forma enigmática; resultó difícil interpretar sus palabras. Ana le habló un poco de su niñez en las Islas Luminosas y a su vez supo de un niño que con frecuencia había estado solo, pero que nunca había conocido la soledad. Los animales habían sido sus compañeros; los sueños lo habían sustentado. Había vivido en el Brezal con su hermano y hermana hasta que tuvo siete años. Entonces se había ido al oeste, a casa de su abuelo, una casa que después había pasado a ser suya antes de que lo encerraran.
—El lugar se llama el Valle de la Ensoñación —le explicó con tímido orgullo—. Está lleno de una especie de luz, una luz que no se ve en ningún otro lugar del territorio de los caitt. Es como una bendición de otro mundo; siempre pensé que en el resguardo de aquellas montañas y en sus tranquilas aguas había algo divino. Cerca de mi casa hay dos lagos. Yo tengo mis propios nombres para ellos, se los puse la primera vez que mi abuelo me llevó allí.
—¿Qué nombres les pusiste?
—El primer lago, cerca de la casa, está bordeado por abedules temblones. Parece devolver un resplandor que supera el del sol o el de la luna, como si tuviera su propio brillo. Lo llamé Cáliz de Cielo. El otro es un lugar donde la neblina se cierne encima del agua incluso en el calor del día. Unas plantas de hojas anchas y flores blancas en verano flotan por su superficie y unos pájaros de largas patas entran y salen del vapor como si fueran visitantes de otro reino. Ese lago era el Cáliz de Rocío. Son nombres infantiles.
—Pues yo creo que parecen títulos de pinturas. Me encantaría ver el Valle de la Ensoñación algún día. Drustan, ¿por qué te mandaron a vivir allí siendo tan joven?
—Aquí no había lugar para mí. Era un motivo de vergüenza para mis padres; mi hermano y mi hermana me rehuían. Mi abuelo me dio un hogar.
Él le preguntó sobre la boda y Ana le respondió con cautela. No sabía si se le notaba en la voz el tumulto de sentimientos que la invadía, las ansias de verle, el deseo de tocarlo, algo imposible y ridículo. Le pareció percibir un eco de todo aquello en la voz de él, pero lo atribuyó a un anhelo de compañía para matar el interminable tiempo de cautiverio.
Pero aquel día, en aquel momento, Ludha no estaba, y Ana se sintió completamente distinta.
—¿Drustan?
—¿Sí?
—Ludha ha ido a buscar una cosa a la casa. Tenemos un rato para nosotros solos.
Una pausa.
—Un rato apenas basta para empezar a hablar —oyó que le decía él—. Para encontrar las primeras palabras.
—Lo sé —repuso ella en voz baja. Había ido a sentarse en las losas junto a la base del muro, con las rodillas dobladas bajo la falda. Las piedras estaban heladas incluso en un día de verano como aquel. Allí abajo debía hacer un frío glacial—. Me gustaría poder hablar contigo de otra forma. Me gustaría poder verte.
—Eso no puede ser.
—Ya lo sé. Sé lo que ocurrió aquí; me lo contó Alpin y también lo sé por ti. Supongo…, supongo que quiero cambiar el pasado. Pero ni siquiera los dioses pueden llevar a cabo semejante tarea.
—¿Desearías no haber venido nunca al Brezal? ¿Haberte casado con un hombre de las Islas Luminosas o de Fortriu y no haber visto nunca a estos dos ignorantes hermanos caitt?
—No —contestó Ana, que se rodeó el cuerpo con los brazos para estar más cómoda—. No es eso, de ninguna manera. Es sólo que lo que ocurrió aquí puede enmendarse de algún modo. Sé que es una estupidez, pero sigo queriendo escuchar que lo que me has contado no es cierto. Pero aunque lo sea, nunca podría lamentar haberte conocido, Drustan. Si hiciste una mala acción, parece que ya has pagado por ello. Me da la sensación de que has cambiado. No puedo creer que el hombre al que conozco ahora sea capaz de llevar a cabo un acto semejante. —Notó que le subía el calor a las mejillas y se alegró de que él no pudiera verla.
—Mis regalos son muy poca cosa —dijo Drustan—. Si pudiera te daría tesoros tejidos de luz y risas, de color y sombra, de vida y aliento. Te envolvería en una capa de luz de luna y te pondría unas zapatillas de agua rizada en los pies. Yo… —se le entrecortó la voz. Ana permaneció sentada sin moverse, embelesada—. Despertaría la dicha al tocarte —susurró—. Lo supe desde el instante en que te vi, sola junto al río crecido con el rostro dominado por el terror y el coraje. Lo supe cuando te vi durmiendo junto al fuego junto al cuerpo de otro hombre para darte calor. Quise ser ese hombre; abrazarte como él lo hacía. Lo supe cuando te encontraste con nosotros en el bosque, el día que te enteraste de lo que había hecho. Era una vana esperanza. Sin embargo, no fui capaz de sofocar ese vivo deseo; permanece conmigo siempre que estoy despierto. Camina conmigo en mis sueños.
Ana no podía hablar.
—Tu amiga no tardará en volver —dijo Drustan—. No desperdicies estos momentos con el silencio. Háblame; di cualquier cosa. Déjame oír tu voz.
A ella le bullía la cabeza con todo lo que quería decirle, los mensajes del corazón, pero las costumbres de toda una vida en casas reales no se perdían fácilmente. No podía decir lo que sentía. Estaba prometida en matrimonio a otro hombre, y también estaba el tratado.
—Yo… ¿Cómo pudiste verme en el Vado del Rompiente? —le preguntó—. La corneja estaba allí, pero…
—En ocasiones puedo ver a través de otros ojos —contestó él—. Estamos muy unidos mis amigos y yo. Nos ayudamos. Sin ellos, sin mis pequeños, ya habría perecido aquí a pesar de todos los pacientes cuidados de Deord. Los mando fuera; me ayudan a viajar más allá de mi jaula.
—¿Tus pájaros tienen nombre? —¡Dioses! Estaba perdiendo el tiempo, un tiempo precioso.
—Esperanza —respondió Drustan—. Llama. Corazón.
—Es hermoso, Drustan.
—Forman parte de mí. Y tú también formas parte de mí, Ana. No quiero que te cases con mi hermano.
Ella inspiró profundamente.
—No deberías decir estas cosas —le dijo—. Este matrimonio cierra un tratado. Por eso me mandó aquí el rey Bridei. No tengo elección.
—No te cases con él —lo dijo en un tono dulce que llevaba implícita una advertencia—. Si fueras un pájaro, te pediría que salieras volando mientras todavía puedes.
—Drustan, estoy aquí sentada con la túnica de boda de tu hermano a medio coser a mi lado. Un druida está de camino para celebrar los esponsales y poner por escrito el tratado. Si hubiese llegado cuando se suponía que tenía que hacerlo, a estas alturas ya estaríamos casados. Alpin ha aceptado todas las condiciones del rey. Eso no puedo cambiarlo.
—¿Es lo que quieres? ¿Ver tu luz apagada, tu corazón coartado, tu libertad perdida? ¿Casarte con un hombre al que no puedes amar?
Ana cerró los ojos.
—Lo que yo quiero no tiene nada que ver con esto —repuso—. Siempre he sabido que mi futuro sería así. La sangre que llevo en las venas es demasiado valiosa como para permitirme libertad de elección. Una mujer de estirpe real no se casa por amor —le tembló la voz al pronunciar esta última palabra—. Creo que oigo venir a Ludha. Tenemos que dejar este tema.
—Ludha sigue en el cuarto de costura buscando la cinta —dijo Drustan con calma—. Tienes tiempo de contarme lo que piensas, lo que sientes. Tienes tiempo de decirme la verdad.
—¿Cómo sabes que…? Ah, un pájaro. Esto me desconcierta. Tu pequeño carrizo se ha posado en mi ventana y me ha mirado mientras me desvestía por la noche. Mientras me quedaba dormida. Tu piquituerto ha asistido a mis despertares con regalos. Da la impresión de que, esté donde esté, haga lo que haga, no puedo escapar a tu mirada. Esto es…, es otra forma de cautiverio.
—No es así, Ana. Yo nunca miraría si pensara que eso podía hacerte infeliz. No suelo mirar con los ojos de mis pájaros. Sólo cuando es necesario. Pero… ¿me estás diciendo que no querrías desnudarte delante de mí?
—Yo… —aquella osada pregunta, planteada en un tono de extrema delicadeza, hizo que a Ana se le agitara todo el cuerpo. Notó que la sangre le subía al rostro y no pudo contestar.
—¿No te gustaría?
—No puedo responderte a esa pregunta, Drustan. Es… indecorosa. Hay infinidad de motivos por los que no debería tener una conversación sobre estos temas contigo, aun suponiendo que quisiera hacerlo —soltó aire y se obligó a callar antes de decir algo totalmente inapropiado—. A mí también me gustaría hacerte una pregunta. Te parecerá aún más difícil de lo que a mí me ha resultado la tuya. Pero, como hablas de decir las verdades, necesito que me digas una.
—Nunca te he mentido, y sé que desearías que lo hubiera hecho.
—Entonces cuéntame lo que ocurrió aquel día, el día en que murió Erisa. Explícame por qué hiciste lo que hiciste.
Un silencio. Luego él dijo:
—Si contesto a tu pregunta sinceramente, ¿contestarás tú a la mía?
—Es lo justo —accedió Ana. Se estremeció. Estaba a punto de oír la verdad, toda la verdad al fin, y no sabía si eso le serviría para entenderlo todo o si le rompería el corazón—. Date prisa. Ludha no puede pasarse toda la tarde para ir a buscar una cinta. Sé que te resulta difícil. Limítate a contarme los hechos.
Oyó que Drustan respiraba hondo y expulsaba el aire con un tembloroso suspiro.
—No sé por dónde empezar —comentó.
—Empieza por el día en que ocurrió y explícame lo que hiciste.
Ana tenía el corazón palpitante; de hecho, estaba pidiendo a un asesino su versión de los hechos. Era el intercambio más injusto que podía imaginarse.
—Antes que nada debo aclarar que… que cuando voy allí no siempre puedo recordar después lo que hago. A veces todo permanece muy claro en mi mente, pero en otras ocasiones todo está confuso y no logro acordarme de nada.
—¿A qué te refieres? No lo entiendo. ¿Cuándo vas a dónde?
—Al otro sitio.
—¿Qué sitio?
—Al que voy cuando me da el… el arrebato, tal como lo llama mi hermano. Se equivoca al llamarlo así. Yo no lo describiría como un arrebato, sino como un viaje. Sea lo que sea, quedo a su merced. La gente dice que parece que me vuelva loco, y yo soy el menos indicado para discutir tal cosa, puesto que hay que poner en duda todas mis palabras.
—¿Cómo sucede? ¿Qué sientes?
Hubo un largo silencio.
—¿Drustan? ¿Puedes explicármelo?
—Es como cobrar vida —dijo en un susurro—. Como despertar de un sueño prolongado. Como el agua fresca para un sediento. Como el primer roce del sol. Como que te dejen en libertad. Pero me hizo hacer algo terrible. Me convierte en una persona peligrosa. Dicen que volvería a matar si me dejaran salir. Debo creerles. ¿Por qué iban a mentir sobre una cosa así?
Ana estaba sumamente confundida.
—Pero Deord sí que te deja salir —le dijo—. Cuando te vi, estabas en el bosque, sin grilletes. —«Cuando te vi y pensé que eras el hombre más bello del mundo».
—Él es muy fuerte y muy rápido —repuso Drustan—. Camina en la cuerda floja. Sabe que sin esas breves escapadas a la libertad sí que me volvería loco. Confía en que volveré dentro, y yo nunca le he fallado, ni una vez en siete años. Comprende lo que es estar prisionero. Sin él, hace mucho tiempo que me hubiera vencido la desesperación.
—Yo… —Ana se obligó a esperar y a recobrar la compostura—. No pretendo entender todo lo que acabas de decirme, Drustan. Me inquieta y me deja perpleja. ¿Recuerdas lo que ocurrió el día en que murió Erisa? ¿Puedes contarme qué pasó?
—Yo había venido de mi casa del oeste para visitar a mi hermano. Estaba en el bosque. Salí por la mañana. Había niebla. Se arremolinaba, fría, en torno a los árboles, se deslizaba en las madrigueras del lobo y del tejón, oscurecía los caminos de la marta y la liebre. Ya casi era invierno. Erisa gritaba. Estaba corriendo. Se cayó. Yo me fui. Cuando volví a casa, habían encontrado su cuerpo.
Respira lentamente, se dijo Ana a sí misma.
—¿Esto fue lo que explicaste al volver? ¿Sólo esto?
—Es lo que recordaba.
—¿Y qué me dices de antes? ¿Por qué gritaba Erisa? Alpin dijo que tú… —No, no podía decirle eso.
—Mí hermano dijo que llevé a su esposa a la muerte. Provoqué su caída. Esa es su versión.
—¿Y cuál es la tuya? Es la que yo quiero oír, y parece que te cuesta expresarla claramente con palabras.
—Supongo que lo que dice mi hermano es cierto.
—¿Qué me estás diciendo? ¿De verdad no recuerdas lo que sucedió? —En su interior, y de un modo alarmante, se había despertado una esperanza inútil.
—Yo estaba en el otro sitio. Lo que recuerdo es… distinto. Cuando estoy allí no veo las cosas del mismo modo. No puedo explicarlo con palabras que tengan sentido para ti, para Alpin, o para cualquier hombre o mujer que me pida que se lo cuente. No puedo decir con certeza cómo actué antes de oír los gritos de Erisa, antes de verla huyendo por el bosque. No recuerdo haberle hecho daño. Pero hay otras cosas que no recuerdo, de otros viajes. Dicen que la maté. Dicen que la anciana lo vio y que quedó tan consternada que poco después se marchó corriendo al bosque. Lo que Alpin te contó es cierto.
Las lágrimas trazaban unos cálidos senderos en las mejillas de Ana.
—Drustan —dijo—, ¿cómo puedes hacerlo? ¿Cómo puedes decirme que quieres… tocarme, tenerme cerca, y al segundo siguiente decir que eres demasiado peligroso para que te dejen salir? ¿Qué esperas que haga yo? ¿Cómo esperas que reaccione?
—No lo sé —contestó él en voz baja—. Quizá el hecho de que te ponga a prueba de este modo sea otro indicio de mi locura. ¿Ahora responderás a mi pregunta? Oigo chirriar la verja; viene Deord.
—¡Oh, dioses, Drustan! ¿Cómo puedes esperar una respuesta a tu pregunta después de…? Está bien, la respuesta es que si no estuviera prometida a tu hermano, lo que sugieres me complacería mucho, una vez me acostumbrara a la idea. Pero como voy a casarme con Alpin, no veo la manera de que eso pueda ocurrir nunca, por no hablar de seguir con esta conversación. Debemos poner fin a esto. Adiós, Drustan.
—Adiós, luz de mi vida.
Ana cerró los ojos; aquello era demasiado. Era demasiado difícil. Quería volver a casa, a la Colina Blanca, y que todo aquello no fuera más que una pesadilla. Sin embargo…, sin embargo, lo que le había dicho a Drustan era cierto. Aunque fuera un loco y un asesino, nunca podría lamentar haberlo conocido, incluso si todo aquello terminaba resultando doloroso. Tenía la sensación de no haber estado realmente viva hasta que lo conoció.
—Adiós, querido —susurró, asegurándose de decirlo en voz muy baja, para que no hubiera posibilidad de que Drustan la oyera, y a continuación se puso de pie y regresó al banco. Cuando Ludha subió las escaleras poco después, su señora estaba ocupada cosiendo unos canes en la magnífica túnica nueva de su prometido. Ana tenía los ojos bastante rojos, pero su sirvienta no preguntó nada.