Capítulo 7

Era por la tarde. Ana estaba sentada en el cuarto de costura con las demás mujeres e intentaba concentrarse en hacer un dobladillo, pero le resultaba difícil pensar en otra cosa que no fueran los ojos llenos de luz de Drustan, su voz queda, sus manos poderosas. El recuerdo de su tacto hizo que se ruborizara de nuevo. Le temblaron las manos y estuvo a punto de caérsele la aguja.

—¿Te encuentras mal, mi señora? —le preguntó Ludha en voz baja, mirándola con preocupación.

—Estoy perfectamente, Ludha, sólo un poco cansada. Anoche dormí mal.

—Podría terminarlo por ti…

—¡Puedo hacerlo yo! —Ana oyó el dejo brusco en su propia voz. No era justo que su pequeña sirvienta sufriera porque ella no era capaz de poner atención en lo que hacía, porque se estaba comportando como una muchacha estúpida que no puede mirar a un hombre apuesto sin que le tiemblen las rodillas. Ana enderezó la espalda y se dirigió a sí misma con la voz de una hija real: «A la gente no la encadenan por nada. Drustan debe haber hecho algo muy malo». No pareció servirle de mucho; su cuerpo seguía inquieto y la imagen de aquel hombre dominaba sus pensamientos. Volvió a intentarlo. «Estoy aquí para llevar a cabo una alianza para Bridei. No tendría que dejar que nada me distrajera». Entonces se dijo: «Faolan se escandalizaría si supiera lo que he hecho. Tendría muy mala opinión de mí». Después de eso fue capaz de centrar de nuevo la atención en su labor unos momentos y observar lo torcidas que le habían salido las últimas puntadas. Dio un suspiro, empezó a deshacerlas y se encontró con que le quitaban la prenda de las manos.

—Por favor —dijo Ludha—, deja que te ayude. Es un faldón muy lindo y sería una pena estropearlo.

Ana movió la cabeza en señal de afirmación.

—Pensé que empezaría a reemplazar la ropa de bebé, la que se perdió en el vado. Pero hoy me salen las puntadas torcidas.

—No importa, mi señora. —Ludha ya había deshecho rápidamente la labor mal hecha, con los labios fruncidos de concentración y los ojos entrecerrados—. Podría terminarlo con un ribete bordado, si te parece bien. Tengo un excelente hilo de colores, rojizo, azul, un verde parecido al del brezo. ¿Flores, tal vez?

Ana sonrió distraídamente.

—¿Qué tal pájaros? —dijo.

—¿Pájaros? ¿Qué clase de pájaros?

«Un carrizo, un piquituerto, una corneja».

—Eso lo dejo a tu elección —respondió Ana—. Estoy segura de que harás un hermoso trabajo, Ludha.

—Gracias, mi señora.

Drustan tenía los nudillos blancos sobre el enrejado de la verja, los dedos entrelazados con los hierros. Un rítmico sonido metálico inundaba el pequeño recinto, un repiqueteo de dolor; los pájaros se habían escondido en lo alto y estaban acurrucados en un diminuto hueco por debajo del techo de barrotes. Cada vez que Drustan daba un cabezazo contra el hierro, los animales se estremecían como si sintieran el golpe en sus propios cuerpos frágiles. Deord barría tranquilamente en el otro extremo del recinto. Vigilaba de cerca al hombre que tenía a su cargo.

Se oía el golpeteo de la verja en sus soportes; Drustan era fuerte. Algún día la arrancaría. Lo más probable era que no consiguiera nada haciéndolo. Deord rara vez se había visto obligado a hacer uso de toda su fuerza, pero lo habían contratado por su habilidad para ocuparse de una situación semejante y, llegado el momento, cumpliría con su deber. Esperaba que no fuera necesario. Había otras maneras de controlar al cautivo, formas mejores de tener su mente y su cuerpo razonablemente sanos durante el largo encarcelamiento. Siguió barriendo y vigilando y, al cabo de cierto tiempo, el estruendo aminoró y cesó, con lo que sólo quedó la respiración de Drustan, un jadeo como el de un niño al que ya no le quedan lágrimas que derramar.

La escoba dejó de moverse.

—¿Drustan? —preguntó Deord en voz baja.

El prisionero se dio la vuelta. Tenía ojos de loco. El dolor que reflejaban alcanzó a Deord como un puñetazo en el pecho.

—¡Fuera! —la voz de Drustan era ronca e irregular—. ¡Quiero salir fuera! ¡Quiero que esto termine! —se acercó a Deord dando grandes zancadas, con las manos alzadas delante de él como si fuera a agarrarlo por el cuello.

—Ven —dijo el guardián, que dejó la escoba y se dirigió hacia el banco—. Siéntate a mi lado. Respira lentamente. —Extendió los brazos para tomar a Drustan y conducirlo hasta el asiento—. Estás asustando a los pájaros.

El joven enterró el rostro en sus manos. Sus dedos se aferraron con fuerza a sus encendidos cabellos. La tensión hacía temblar todo su cuerpo.

—Respira despacio, tal como hemos practicado —volvió a decir Deord—. Se te pasará. —No hizo ningún intento por ponerle los grilletes; la manilla y la cadena estaban debajo del banco, flojas—. Siéntate tranquilo; deja que la respiración te calme. Confía en mí. Se te pasará. —Siguió hablando de ese modo durante un rato, con un tono de voz suave, mientras permanecía sentado en el banco junto al prisionero.

Al cabo de un rato, la respiración de Drustan se hizo menos trabajosa, menos agitada. Estaba claro que estaba haciendo un esfuerzo por recuperar su autocontrol. Un buen rato después, alzó la cabeza, se irguió en su asiento y se quitó las manos de la cabeza para abrazarse el cuerpo como si estuviera helado de frío. Sin pronunciar palabra, Deord se puso de pie y fue a buscar la manta al dormitorio. Cuando regresó, los pájaros habían descendido y se habían posado los tres en la cabeza y los hombros de Drustan.

—Toma —le dijo Deord, y le cubrió con la manta; los pájaros se alzaron con un suave aleteo y volvieron a posarse de nuevo—. Esta chica te ha alterado. No tendrías que haber estimulado su curiosidad. Lo más probable es que sólo sirva para que tu hermano descargue su ira, no sólo contra nosotros, sino también contra ella.

—No se lo dirá.

—Tu confianza es infantil, Drustan. Puede que no tenga intención de hacerlo, pero vi su mirada cuando me devolvió la llave. Una mirada íntegra; ella considera injusto tu encarcelamiento y le costará mucho no plantearle el asunto a su esposo. ¿Cómo puede explicárselo a Alpin cuando él cree que Ana desconoce tu existencia?

Drustan lo contempló con seriedad.

—No es su esposo —dijo.

—Lo será —replicó Deord—. Él la desea. Dicen que no hace ningún intento por ocultarlo. Se arregla más de lo habitual. Y ella ha venido para sellar un tratado entre él y Bridei de Fortriu. Ocurrirá.

Drustan levantó la mano y el carrizo dio un saltito y se posó en su dedo. Con la otra mano le acarició el plumaje con suavidad.

—¿Deord?

—Dime.

—Ana no debería contraer matrimonio con mi hermano.

—¿No debería? ¿Qué dices? Sabes que todo ese tipo de decisiones tienen que ver con estrategia, alianzas y ventajas territoriales. Está claro que tanto Bridei como tu hermano consideran totalmente apropiado que ese casamiento se lleve a cabo. No tendrías que haberte relacionado con ella.

—No debería casarse con él. Su luz se atenuará; su espíritu se sofocará.

Deord lo observó con curiosidad.

—Fuiste tú quien mandó a Alpin a buscarla al camino.

Un atisbo de su furia anterior hizo que, de pronto, los rasgos de Drustan se tornaran peligrosos.

—¿Cómo podíamos ayudarla si no? Si hubiera tenido la libertad de ir yo mismo le hubiera dicho… le hubiese advertido…

—Calla. Estás yendo demasiado lejos. Tu hermano tiene una oportunidad. A él y a esa chica les puede ir muy bien juntos. Estoy de acuerdo en que parece ser demasiado refinada para sentirse del todo cómoda aquí, pero no le falta inteligencia y ha demostrado que puede defenderse sola. Además, tu opinión y la mía no cuentan para nada en este tipo de asuntos. No tendrías que haberte inmiscuido.

—No se lo dirá.

—En realidad, ella me pidió que te transmitiera un mensaje en ese sentido —le comunicó Deord tímidamente—. Dijo que podíamos confiar en su discreción.

Drustan sonrió, su ira se había disipado.

—Sus intenciones son buenas —siguió diciendo Deord—. Lo que me preocupa es su capacidad para mantener esa discreción cuando Alpin le cuente la verdad. Tu hermano querrá mantener a Ana tan alejada de ti como sea posible. No puedes esperar otra cosa.

Drustan no respondió. Su sonrisa se había desvanecido rápidamente. Al cabo de unos instantes dijo:

—Yo nunca le haría daño —su voz sonó cohibida—. Nunca. Ella lo sabe.

Los ojos de Deord se llenaron de compasión al mirar al hombre que custodiaba.

—Es una ingenua —comentó— si se forma un juicio sobre los hombres con tanta rapidez. Quizá cree que lo sabe. Pero tú no puedes saberlo. Nunca puedes estar seguro, ni tu hermano tampoco. Por esta razón tienes que mantenerte al margen de este asunto. Tienes que dejar que ellos dos hagan su vida y que cometan y enmienden sus propios errores.

Drustan miró fijamente a los ojos de su guardián.

—¿Y tú qué piensas? —le preguntó en voz baja—. ¿Crees que le haría daño? ¿Qué ves tú en mí?

—Un hombre con muy buenas cualidades.

—Pero sigues sin fiarte de mí.

—Eres tú el que desconfía de ti mismo, en el fondo. Hiciste lo que hiciste. Alpin cree que puede suceder de nuevo. Si no hubieras sido de su misma sangre ya te hubiera matado hace siete años. Entonces no habrían sido necesarios mis servicios.

Drustan se miró las manos, abiertas en su regazo, y al diminuto carrizo acurrucado confiadamente en su palma.

—Esto ya es una especie de muerte —dijo—. Si tuviera un cuchillo estaría a un paso de terminar hoy mismo con este encarcelamiento, de abrirme las venas y dejar que la Diosa Madre se me llevara. He soportado siete inviernos. No puedo seguir así para siempre.

—Te sorprenderías de lo que puede llegar a soportar una persona —comentó Deord—. Eres fuerte. Saldrás adelante. —Al cabo de un momento añadió—: No creas que no he estado tentado, en el bosque con la luna llena. No pienses que no he pensado en darme la vuelta un momento demasiado largo y dejar que desaparecieras.

—Entonces te habría castigado a ti. Te habría matado.

—No carezco de ciertos recursos físicos. Por eso me contrató.

—Mi hermano tiene muchos hombres que le son leales, y a todos ellos les encanta cazar. Ni siquiera tú podrías escapar.

—La cuestión es irrelevante —dijo Deord—. Tú volverías. Siempre lo haces.

—No bastaría con cien años para compensarle por lo que hice —la voz de Drustan se vio reducida a un susurro—. No puedo arriesgarme a repetir un acto como aquel. —Drustan levantó las manos y el pájaro diminuto salió volando para posarse en la verja de hierro—. ¿Por qué no te marchas, Deord? Ni la bolsa de plata más pesada es una paga adecuada para semejante existencia. El hecho de vigilarme te condena, también, a pasarte la vida encarcelado.

—Calla —repuso el guardián al tiempo que se levantaba—. Hago lo que hago y, al igual que tú, sueño con que algún día esto llegue a su fin. A un fin que no tenga nada que ver con cuchillos y sangre.

Drustan permaneció largo tiempo sentado en silencio. El piquituerto y la corneja lo velaban, uno en cada hombro. Deord encontró algo que hacer en la vivienda. El sol pasó por encima de ellos. Su luz pálida paseó brevemente la mirada por las losas, el agua oscura, los muros de piedra, y desapareció antes de que tuviera tiempo de rozar siquiera aquel oscuro espacio. Finalmente, Drustan se levantó, se acercó a la pequeña ventana y miró el árbol enmarcado por unas paredes construidas para resistir los ataques de las armas de asedio. La luz peinaba la ancha copa del roble; el color relucía.

—Una flor arrancada despreocupadamente que se abandona para que se marchite —dijo en voz queda—. Un pájaro del bosque atado a una percha y obligado a cantar. ¿Cómo podemos ver eso y no hacer nada? No debería casarse con él. —Pero no le escuchaba nadie, salvo los dos pájaros que, si tenían alguna opinión sobre el asunto, no la expresaron.

Mientras el grupo de Alpin cabalgaba de vuelta al Brezal, Faolan se aplicó en el desempeño de su personaje de bardo: se mostró un poco afectado, pero sorprendido y contento de haber podido ayudarles en su escaramuza. Levantaron un rudimentario campamento para pasar la noche y al día siguiente cabalgaron a toda velocidad por los senderos mal definidos que se abrían paso, como en un laberinto, a través del enmarañado bosque. Cuando se detuvieron a consultar antes de cruzar el difícil puente que señalaba la frontera del territorio de Alpin, Faolan se dio cuenta de que el nivel del agua, si bien seguía siendo peligrosamente alto, había descendido desde que había pasado por allí cuatro días antes. El Vado del Rompiente no tardaría en volver a ser un paso seguro, si la riada no había abierto demasiados agujeros en el lecho del río.

Cuando el grupo cruzó las puertas de la fortaleza, Ana estaba esperando a su futuro marido. Saludó a Alpin con aire distraído, como si tuviera la cabeza en otra parte. En ningún momento dirigió la mirada a Faolan. Este dejó que un mozo de cuadra se llevara su caballo y se dirigió a sus aposentos.

Alguien había encontrado el arpa. Estaba sobre el camastro que le habían asignado, un instrumento de aspecto lamentable cuyas clavijas rotas y cuerdas perdidas hablaban de un prolongado abandono. Faolan tenía en mente la imagen de otra arpa, una cuyas curvas y líneas conocían íntimamente las manos de un bardo, cuyas cuerdas reconocían su tacto como el del un amante, cuyo cuerpo temblaba en sus manos mientras el instrumento cantaba sobre la pasión, la muerte o la dicha. Aquel pobre vestigio del pasado nunca tocaría una melodía semejante.

—¿Puedes arreglarla? —Gerdic pasaba por allí con un cubo en cada mano, en dirección a la bomba de agua que había fuera.

—Si consigo los materiales, puede que logre hacer algo. —El deseo de ofrecerle una negativa era fuerte, pero no debía olvidar quién era Alpin y todo aquello que dependía del hecho de que se ganara su confianza—. Tengo que reponer al menos tres de las cuerdas y hacer también un par de clavijas. Si hay madera adecuada y herramientas que pueda tomar prestadas, empezaré por la mañana. ¿Dónde puedo encontrar tripa de oveja?

Durante la cena, Faolan no pudo hablar con Ana a solas, y después tampoco. Se sentó en el lugar que tenía asignado entre los sirvientes del Brezal y la observó discretamente mientras ella comía. Ana escuchaba a Alpin y a sus favoritos, que narraban la historia de su victoria sobre los Azules. Ella parecía una pequeña isla de tranquilidad en medio de la escandalosa compañía de los caitt con sus bulliciosas chanzas, sus gestos expansivos y su saludable entusiasmo por la cerveza y la carne. Faolan se preguntó si algún día llegaría a sentirse cómoda allí. Se la imaginó como una anciana; seguiría siendo hermosa. Se sentaría tranquilamente mientras la gente de la casa eructaba, gritaba y se reía a carcajadas a su alrededor. Vería cómo sus hijos y nietos, a su vez, pasaban a formar parte de aquella compañía descontrolada e indisciplinada. Indisciplinada no, eso no era cierto. En el campo de batalla aquellos guerreros no eran una muchedumbre. El jefe era astuto y resuelto, los hombres valientes, contenidos y diestros. Para Bridei podían suponer una amenaza o una ventaja significativa. Era algo que debía tener muy presente.

Faolan desvió su atención hacia la forma de espaldas anchas del sirviente calvo, Deord, que había entrado con su pequeña bandeja y la llenaba con cosas que cogía de la mesa auxiliar. Una hogaza de pan pequeña, una jarra baja, carne asada en una fuente y algo humeante de un cuenco. Era un hombre eficiente y metódico; su tarea no le llevó mucho tiempo. Cuando se dio la vuelta para retirarse una vez más hacia las dependencias familiares, su mirada se cruzó un momento con la de Faolan y en ellas hubo reconocimiento, la conciencia de algo compartido. Al cabo de un instante ya no estaba.

Al terminar la comida se movieron las mesas y los bancos y se practicó la lucha; después hubo peleas de perros. Faolan se obligó a quedarse en el salón y observar. Fingió beber cerveza. Hizo todo lo posible para no hacer caso de los gritos sofocados y los gruñidos mientras el perro más fuerte destrozaba lentamente al otro. Se sumó al aplauso dedicado al propietario del animal victorioso, un tipo con aspecto de púgil, con el cuello grueso y una red de cicatrices en el rostro que cubrían sus marcas de guerrero.

Ana se había quedado en el salón. Estaba lívida, con las facciones transidas por el horror. La mayoría de las mujeres se habían marchado antes de que empezara la pelea de perros, sólo una o dos se habían quedado para unirse a los hombres en su ávido y clamoroso círculo en torno a los combatientes. Faolan había visto que la mano de Alpin se cerraba en torno al brazo de Ana cuando esta trató de excusarse, y eso lo dejó frío de furia. El señor del Brezal no tan sólo era un grosero, sino que además era cruel.

El entretenimiento llegó a su fin y la gente se puso a limpiar el revoltijo de paja ensangrentada. Faolan permaneció un rato sentado con Gerdic y los demás, cavilando sobre qué era lo que aquel tipo de diversiones tan duras despertaba en las personas. Pensó en Bridei y en el dios del Pozo de las Sombras, un dios que requería un sacrificio anual como demostración de la obediencia de su gente: no el sacrificio de un pollo, un cordero o una cabra, sino el de una joven inocente. Bridei no hablaba mucho de ello, pues las leyes de las prácticas rituales de los priteni prohibían discutir sobre aquella deidad en concreto y sobre sus exigencias. Pero él había visto el rostro de Bridei la noche en que una chica había muerto a manos del anterior rey y de su druida para apaciguar al Innominado. Y Bridei le había dicho que no sólo era sobrecogimiento, terror y repugnancia lo que los hombres sentían cuando aquel dios despertaba en su oscuro poder, sino también excitación, una sensación emocionante que era a la vez placer y profunda vergüenza. Todos los hombres poseían esa sensación en su interior, dijo Bridei, aunque por lo general se hallaba oculta en lo más hondo y pocos estaban preparados para reconocer su existencia. En su fuero interno, Faolan dudaba mucho que Bridei hubiera obtenido placer derramando la sangre de personas indefensas. Era la personificación de todo lo bueno y justo y compensaba la autoridad de un rey con amabilidad y generosidad. De hecho, había puesto final a esa extrema modalidad del sacrificio del Umbral. Vivir aquello una sola vez había sido más que suficiente para él.

En cuanto a los demás, Faolan ya conocía la oscuridad que residía en su interior, el deseo no únicamente de derramar sangre, sino de retorcer el cuchillo al hacerlo. La clase particular que él había recibido sobre la crueldad del hombre había sido inolvidable. Aquella noche, viendo cómo la gente del Brezal aullaba y rugía ante la lenta muerte de un sabueso, sintió un profundo deseo de estar de vuelta en la Colina Blanca. Necesitaba tranquilidad. Necesitaba tiempo para pensar. Concretamente, no quería estar allí sentado viendo la angustia de Ana sin poder hacer nada para ayudarla. Por lo que se refería al arpa que aguardaba sus cuidados expertos, intentó apartarla de su mente porque, a su manera, eso era lo más problemático de todo.

—¡Bardo! —gritó Alpin de repente.

Faolan se acercó al lugar donde el jefe de clan estaba sentado al lado de Ana y dobló la rodilla como muestra de deferencia.

—Mi señor.

—Se requerirá tu presencia por la mañana —le dijo Alpin—. La señora quiere que estés presente cuando mantengamos nuestras discusiones formales sobre el asunto del matrimonio. Yo no veo que sea necesario, pero tenemos que seguirle la corriente a las mujeres, ¿verdad? —Le dio unos golpecitos en la mano a Ana y guiñó un ojo.

Faolan mantuvo una expresión impasible.

—Como seré el portador de tu respuesta al rey Bridei, la petición de la señora parece apropiada.

Alpin puso mala cara.

—No necesitamos tus opiniones, bardo. Esto es todo. Te llamarán cuando sea el momento.

Era evidente que toda la gratitud que el jefe del Brezal pudiera haber sentido al ser obsequiado con un cuchillo lanzado de forma estratégica se había evaporado ahora que estaba de nuevo en su casa.

—Sí, mi señor.

Faolan se retiró y al hacerlo notó las miradas de los hombres de Alpin posadas sobre él, unas miradas que no eran exactamente hostiles, sólo interesadas. Quizá estaban más interesados de lo que era conveniente. Daba igual. Era agradable que las negociaciones fueran a realizarse tan pronto. Si acababa con aquel asunto, tendría una mínima posibilidad de estar de vuelta en la Colina Blanca antes de que Bridei partiera. Había pensado quedarse hasta ver instalada a Ana, si no contenta, al menos segura. Su entusiasmo por aquel trabajo, que nunca fue considerable, se desvanecía por momentos. Lo que de verdad quería era sacar a Ana del Brezal inmediatamente, poner rumbo a casa y no volver allí nunca más. Era un sueño descabellado, imposible por tantas razones que apenas podía creer que su mente todavía lo contemplara. Si no podía separar sus sentimientos de la situación, seguro que Ana estaría mejor sin él.

Se reunieron en la pequeña cámara de consejo que formaba parte de los aposentos de Alpin. Faolan no prestó demasiada atención al lugar; no podía mirar la amplia cama con sus cubiertas de hermosas pieles sin imaginarse al jefe de clan retozando en ella con su nueva esposa, por lo que le resultaba difícil mantener el porte que había considerado más adecuado para aquella reunión: calmado, callado, tal vez un tanto sobrecogido, pues ¿qué sabía un músico de importantes asuntos estratégicos? Al menos, esa sería la manera de pensar de Alpin. Un bruto como él no establecería la conexión lógica entre el repertorio de un bardo y un conocimiento del transcurso de los acontecimientos.

Y mejor que fuera así, pensó. Cuando finalmente lo obligaran a cantar, les ofrecería alguna cancioncilla divertida, llena de cacerías, bebida y mujeres núbiles que con un poco de suerte les satisfaría.

Un guardia lo dejó entrar. Alpin, sentado a la mesa, lo saludó con un gruñido, pero no lo invitó a sentarse. Faolan se quedó allí relajado, con las manos a la espalda y la mirada a media distancia. Había otro guardia de pie detrás del jefe y otro hombre sentado a la mesa.

Esperaron. Se sirvió cerveza; Alpin no le ofreció un vaso a Faolan. Al cabo de un considerable espacio de tiempo llamaron a la puerta y entró Ana acompañada de su sirvienta.

—No vas a necesitar a la chica —dijo el líder del Brezal resueltamente—. Ludha, esto es todo…

—Quédate, Ludha. —Ana tenía la tez pálida y unas ojeras propias de haber pasado la noche en vela o acosada por sueños desagradables. Su tono firme era el de una princesa—. Una simple cuestión de decoro, mi señor. No es apropiado que asista a una reunión de hombres sin mi sirvienta. Estoy acostumbrada a ciertas normas de comportamiento, y no tengo intención de dejarlas de lado ahora que estoy en un nuevo hogar —se obligó a sonreír con educación.

—Muy bien, querida, no debemos permitir que nuestros principios morales decaigan, ¿verdad? —repuso Alpin con bravuconería—. Llegas tarde. Te lo perdono; veo que no has estado perdiendo el tiempo. —Sus ojos se pasearon con admiración desde el cabello elaboradamente trenzado de Ana hasta su túnica y falda bien planchadas y sus zapatillas de suave cabritilla. A Faolan le resultó evidente que estaba evaluando las encantadoras curvas y líneas de la figura parcialmente oculta bajo aquella recatada vestimenta. Vio la mirada de suficiencia en el rostro de Alpin. El jefe de clan estaba seguro de la victoria y no disimulaba el deseo que sentía por el botín. Faolan apartó la mirada.

—Puedes sentarte en el banco que hay junto a esa puertecita, Ludha —dijo Ana, que se acercó a la mesa para unirse a Alpin—. ¿Estos hombres van a quedarse, mi señor?

—Es lo justo —repuso él con una sonrisa—. Tú tienes a tu bardo, yo he traído a Dregard para que me aconseje. No podemos permitir que el escoto regrese con Bridei y le informe de que las cosas no se llevaron a cabo de forma adecuada.

—¿Y los demás? —Ana miró a los guardias.

—Ya debes estar acostumbrada a los guardaespaldas —dijo Alpin—. ¿No has sido una rehén desde que eras niña? Eso fue lo que se me comunicó en el críptico mensaje de Bridei. Me lo tomé como una velada garantía de que mi esposa llegaría a mí en perfecto estado.

Una protesta acudió a los labios de Faolan, que se contuvo cuando Ana lo miró, ceñuda.

—¿Qué peligro podría amenazarnos en una fortaleza como esta, mi señor? —le preguntó ella al tiempo que dirigía una mirada como de pasada a la puerta interior.

Hubo una breve pausa, durante la cual Faolan percibió en la estancia una tensión que no pudo identificar, algo no expresado y sumamente peligroso.

—Los guardias están aquí por tu propia seguridad, querida —dijo Alpin—. Y por la mía. Aquí no nos gustan las sorpresas, y sabemos cómo evitarlas. Bueno, ¿dónde estábamos?

Ana carraspeó.

—Como ya sabes, el portavoz oficial de Bridei se ahogó en el Vado del Rompiente. Llevaba con él algunos mensajes escritos; todos se perdieron…

—¿Cómo se llamaba ese hombre? —fue una pregunta avispada.

—Kinet —respondió Faolan antes de que Ana pudiera decir nada—. Kinet de la casa de Fortrenn. Fue abatido por una flecha de los Azules.

—Si quiero que hables ya te lo diré —le espetó Alpin—. La señora no necesita tu ayuda para responder a unas simples preguntas. ¿Este emisario era pariente de Bridei? ¿Era un guerrero?

—Esta reunión es para discutir los términos de un acuerdo —respondió Ana en voz baja—. No es un interrogatorio. Kinet era un buen hombre, luchador y cortesano, un amigo del rey y mío. Y está muerto. Expondré las condiciones de Bridei lo mejor que pueda, mi señor. Te pediría que me permitieras hacerlo sin interrumpirme. Será necesario que Faolan me ayude con algunos detalles; pasamos gran parte del viaje en compañía del portavoz del rey y hablamos con él de ciertos asuntos. Además, soy muy buena amiga de la reina Tuala y…

—¿Pasamos, dices? —De pronto, los ojos oscuros de Alpin se tornaron fríos, y apretó los labios formando una línea peligrosa.

—La tarea de un bardo es entretener a su señora, mi señor —comentó Ana—. Animarla y reconfortarla. Éramos un grupo de trece personas en total; no muy grande. Era inevitable que Faolan tuviera conocimiento de cierta información.

—Entiendo.

—¿Puedo proseguir con las condiciones?

—Por supuesto.

Alpin se recostó en la silla y cruzó los brazos. Su consejero, Dregard, apoyó los codos en la mesa.

—Puedes sentarte, Faolan —dijo Ana, que por un breve momento depositó en él todo el calor de su mirada. Él tomó asiento sin decir nada.

Ana lo hizo de un modo bastante aceptable considerando que había aspectos de la situación sobre los que no estaba advertida. Explicó que Bridei, enemigo de toda la vida de los escotos de Dalriada, estaba deseoso de que Alpin fuera su aliado declarado, que deseaba asegurarse de que el Brezal le era leal a él y no a los invasores del oeste. El rey comprendía, dijo, que la ubicación del territorio de Alpin, tan cercano a los más alejados confines de los escotos dentro de las tierras de los priteni, probablemente hiciera de él un objetivo de las tentativas de acercamiento por parte de Gabhran. Sin embargo, puesto que tanto los caitt como la gente de Fortriu tenían sangre priteni, poseían una ascendencia común y compartían la misma lengua y la misma fe, Bridei creía posible que Alpin se mostrara dispuesto a un acercamiento entre el Brezal y la Colina Blanca.

—¿A cuántos de los otros jefes de clan de los caitt ha convencido para esto? —preguntó Alpin. Su mirada se había agudizado. Faolan volvió a tener la sensación de que detrás de aquella apariencia excesivamente desenvuelta había una mentalidad de buen estratega. «No menciones a Umbrig», hubiera querido decirle a Ana, pero no había manera de avisarla sin peligro. Alpin estaba pendiente de todas sus miradas.

—Eso no puedo decírtelo —respondió ella.

—¿No puedes o no quieres? —aquella vez el tono del jefe de clan rayó la absoluta descortesía. Faolan vio que Ana se encogía e intervino rápidamente.

—No es probable que mi señora pueda proporcionarte esa clase de información —dijo—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguno de tus compañeros de tribu visitó la Colina Blanca. No puedes imaginarte…

—¡Silencio! —exclamó Alpin con brusquedad—. Tolero tu presencia de mala gana, y si quiero que abras la boca, ya te lo diré. La pregunta era muy sencilla, incluso para una mujer. ¿Y bien?

—No puedo decírtelo porque no lo sé. —La voz de Ana era menos firme entonces; sus rasgos dejaban traslucir su desagrado—. El mensajero de Bridei no dijo nada al respecto. Y, al fin y al cabo, sólo tenían una novia disponible —logró esbozar una sonrisa, respondiendo a la mala educación de Alpin con ingenio y encanto. Tras un momento de alarmado silencio, el jefe del Brezal estalló en carcajadas.

Faolan permaneció tenso en su asiento, procurando que la ira no superara la necesidad de seguir haciendo su papel. Le faltó muy poco para levantarse de un salto y contarle la verdad a Alpin, pues ¿cómo podía seguir mirando mientras aquel hombre insultaba y menospreciaba de esa manera a su futura esposa? ¿No se daba cuenta de lo que era Ana, la mujer más excepcional y encantadora que nunca había pisado las cañadas de Fortriu, una mujer tan justa, honesta y buena que merecía el mejor de los reyes como compañero y no a un rudo infeliz que ni siquiera podía intentar ser cortés? Faolan cerró las manos y apretó los puños; respiró hondo y los relajó, lamentando no tener a su disposición algunos de los trucos del druida de Bridei.

—Tengo una pregunta. —Fue el hombre llamado Dregard quien habló. En lugar de la túnica, los pantalones y las botas de un guerrero, iba ataviado con unas vestiduras de lana de color gris y tenía aspecto de ejercer su oficio en un lugar cerrado, pues tenía la tez pálida y en la frente se le había formado una doble arruga como consecuencia de tener constantemente el ceño un poco fruncido.

—Adelante, Dregard —dijo Alpin—. Estoy seguro de que Ana tiene muchas ganas de decirnos lo que sabe, aunque parezca que no es mucho.

—¿Bridei busca que nos sumemos a sus fuerzas de combate? —inquirió el hombre de las vestiduras grises—. Es bien sabido que los ejércitos de los caitt son formidables, en particular el de lord Alpin. Esta clase de intentos de acercamiento no son nuevos para él. Así pues, ¿se trata de una petición para que ofrezcamos hombres y armas para apoyar una empresa que llevará a cabo Fortriu? ¿Un importante avance contra Dalriada, por ejemplo? ¿Cuándo debería tener lugar tal expedición?

Ana respiró profundamente.

—Eso son cuatro preguntas por lo menos —dijo—. Según lo que yo sé, y que, tal como bien dice mi señor, no es mucho, creo que Bridei sólo quiere estar seguro de que los hombres del Brezal no se alzarán en armas contra él. No puedo deciros qué empresa se planea ni cuándo se llevará a cabo. En realidad, intenté plantear algunas preguntas al respecto cuando supe que debía viajar al Brezal. No obtuve respuestas satisfactorias.

Aquello se acercaba a la verdad. A Faolan no se le había ocurrido ni pensar que Ana podría jugar a un juego tan peligroso.

—Estás muy bien dotada de curiosidad —comentó Alpin con una pequeña sonrisa—. Pero, claro, eso quizá no sea sorprendente en una mujer joven.

Ana no respondió.

—Si yo hubiera estado en tu lugar —continuó el líder del Brezal—, le hubiera preguntado a Bridei por qué no esperaba una respuesta a su mensaje antes de mandarte de viaje. ¿Por qué tanta prisa? Es algo inusual. Inusual y no precisamente considerado contigo. ¿No es este joven rey al que normalmente se refieren como un modelo de todo lo que es justo y bueno, como si de hecho fuera la personificación del Guardián de las Llamas o algo parecido? —Se rascó la barba—. ¿O es que eso sólo es un cuento que han hecho circular sus compinches, el druida Broichan y los demás, para recordarnos al resto de nosotros quién tiene ahora el verdadero poder en el territorio de los priteni? Me dijeron que el druida llevó la elección de un modo bastante inteligente.

Ana le dirigió una mirada suplicante a Faolan.

—¿Puedo hablar? —él le dirigió la pregunta directamente a ella.

—Adelante, por favor —le dijo Ana, que se volvió entonces hacia los demás y añadió—; Faolan ha pasado algún tiempo en la corte de Bridei; ha tenido la oportunidad de observar al rey en compañía de los hombres.

—Lo que dicen de Bridei es cierto —declaró Faolan en voz baja—. No en vano lo llaman el Águila. Posee una fuerza con visión de futuro y una profunda devoción a los antiguos dioses de los priteni. Recientemente los hombres le han dado un nuevo nombre, un nombre que se corresponde a sus planes para el futuro de su pueblo.

—¿Y cuál es ese nombre? —Alpin estaba interesado aun sin quererlo.

—Lo llaman el Gallardo de Fortriu, mi señor; el que barrerá las tierras del oeste y las dejará limpias del invasor escoto.

—Ya veo. —El jefe de clan lo contempló con detenimiento—. Lo anuncias como alguien a quien le importara muy poco si las cosas son de una manera o de otra. Y, sin embargo, eres un escoto, y un escoto de buena cuna, a menos que ande muy errado. ¿Por qué no estás tocando las cuerdas y soplando el caramillo en la corte del rey de Dalriada en Dunadd, o al otro lado del agua en Ulaid? Los señores del clan de los Uí Néill valorarían tus servicios, me imagino.

—Estoy al servicio de lady Ana, mi señor, hasta que esté instalada en el Brezal. Entonces, careciendo de otro mensajero, transmitiré las noticias de lo que aquí suceda a la Colina Blanca en su nombre. Mi pasado no tiene ninguna relevancia. Dejé el oeste hace mucho tiempo y no tengo intenciones de volver.

Alpin casi había dado en el blanco, se había acercado dolorosamente; las preguntas de ese estilo debían cesar de inmediato.

—En cuanto a la otra cuestión —terció Ana—, me desconcertó que me pidieran que viajara hasta aquí antes de que el rey recibiera tu respuesta. Estoy segura de que puedes imaginarte cómo se siente una joven en semejante situación —se había sonrojado. Por un descabellado instante, a Faolan se le ocurrió pensar que ella se había dado cuenta de su propia confusión y había intervenido para que Alpin dejara de prestarle atención—. A una mujer le gusta saber que es bienvenida —prosiguió la joven—. Prefiere contraer matrimonio allí donde está segura de la aprobación de su futuro esposo. El hecho de que no tuviéramos ni idea de tu opinión al respecto me preocupó enormemente durante el viaje, pero, por supuesto, cuando vino la riada y perdimos a tantos… me di cuenta de la poca importancia que tenían esas insignificantes preocupaciones… Lo siento… —levantó la mano para limpiarse las lágrimas de los ojos. La pequeña sirvienta, Ludha, no tardó ni un instante en acercarse con un pañuelo limpio y murmurarle unas palabras—. Gracias, Ludha. Te pido disculpas, mi señor. —Ana enderezó los hombros y alzó la cabeza—. Como ves, todavía no me he recuperado del todo de esa experiencia.

—Deberías darle más tiempo a la señora. —Faolan fue incapaz de guardar silencio—. Seguro que esta discusión puede esperar…

—No, Faolan —lo interrumpió Ana—. Ahora debemos exponer al menos las condiciones de Bridei. Se lo debemos a todos los que perecieron para completar la misión.

—¿Misión? —repitió Dregard—. ¿Desde cuándo un viaje para contraer matrimonio se convierte en una misión?

—Se convierte en una misión cuando el matrimonio depende de un tratado escrito y con testigos —respondió Ana con firmeza—. Eso es lo que solicita Bridei. Los términos del acuerdo deben ser anotados por un escribano y supervisados por una tercera parte imparcial, como un druida, por ejemplo. Puesto que igualmente tendrás que llamar a un druida para los esponsales, eso no debería suponer ningún problema. Lord Alpin está de acuerdo en que el Brezal no tomará armas contra Bridei ni se aliará con los escotos. Eso es lo que debe de constar. A cambio, el matrimonio entre lord Alpin y yo seguirá adelante.

De pronto su voz había perdido su tono confiado, pero ella siguió hablando con gravedad.

—No pensaba tener que presentar aquí mi propia condición, pero por lo visto debo hacerlo. Pertenezco a la línea real de los priteni, a través de la rama que proporciona los reyes de los folk, que están sometidos al señorío del rey de Fortriu. Mi primo es el rey de las Islas Luminosas. Provengo de una familia sana y fructífera. Tengo diecinueve años y he vivido en la corte de Fortriu desde que tenía diez. Por lo que se refiere a los motivos de Bridei para despachar a nuestro grupo cuando lo hizo, no me los explicaron. Durante el largo tiempo que he sido rehén real he aprendido a obedecer las órdenes del rey y a no hacer demasiadas preguntas, mi señor. Quizá poseo un exceso de curiosidad, pero nunca permitiría que eso pusiera en peligro la vida de otras personas, ni la mía.

Se hizo un momento de silencio, tras el cual Alpin juntó las manos y empezó a aplaudir lentamente. El rubor de Ana se intensificó.

—¿Te burlas de mí, mi señor? —le temblaba la voz.

La tensión invadió hasta el último rincón del cuerpo de Faolan, aunque no sabía qué era más fuerte, si el impulso de tomar a Ana en sus brazos y consolarla, o el deseo de retorcerle el pescuezo a ese matón peludo. Permaneció sentado, inmóvil, manteniendo su porte calmado. En su oficio, la habilidad de no llamar la atención era una herramienta fundamental. No podía hacer gran cosa con la vorágine que tenía en el corazón, pero al menos podía asegurarse de que permaneciera allí, invisible.

—En absoluto, querida —repuso Alpin—. Permíteme que te sirva un poco de cerveza; pareces consternada. Mi admiración es absolutamente genuina. Te encuentras en una situación difícil y, lamento admitir, resulta un tanto entretenido observar cómo lidias con ella. Lo afrontas con mucha habilidad para ser tan joven. No espero que tengas muchos conocimientos sobre los juegos en los que participan los hombres, por supuesto, incluyendo a tu Bridei. La educación que has recibido estuvo limitada a los finos bordados y a la conserva de fruta con miel, supongo.

Ana lo contempló en silencio un momento. Faolan recordó que había recibido educación en el establecimiento de Fola en Banmerren, junto con un grupo excepcional de jóvenes, entre las que se contaban tanto Tuala como la hija de Talorgen, Ferada. A Fola se la veneraba por su erudición y rigor intelectual.

—Los finos bordados me interesan especialmente, mi señor —dijo Ana con frialdad—. Y ahora, con respecto al tratado, ¿necesitas tiempo para decidirte? ¿Tienes alguna pregunta? —enarcó las cejas de un modo regio y, en aquel momento, Faolan la admiró más que a nadie, pues había convertido la humillación en un triunfo. La mirada de la joven se cruzó un momento con la suya y él se permitió un leve asentimiento con la cabeza, un atisbo de sonrisa.

—¿Puedo hablar, mi señora? —volvió a preguntarle.

—Faltaría más, Faolan.

—Creo que hay un punto que es necesario aclarar —dijo, encorvando un poco los hombros y asumiendo el porte de un hombre que se siente incómodo al tener que expresar su opinión delante de sus superiores. Esperó no estar exagerando.

—¿Qué punto es ese? —preguntó Alpin en tono brusco.

—Continúa, Faolan —terció Ana en voz baja, siguiendo el juego—. Bien puede ser que hayas oído algo significativo en la Colina Blanca, algo de lo que yo no tenga conocimiento. Ya sé que los hombres discuten estos asuntos en más profundidad cuando no hay mujeres presentes.

—Fue algo que mencionó Kinet —dijo él, pensando rápidamente—. Algo sobre la otra propiedad de mi señor Alpin en la costa oeste y la necesidad de cerciorarse de que la lealtad de las dos casas quede asegurada mediante este tratado.

—¿En la costa oeste? —reflexionó Ana, que sabía muy bien cuál era la importancia de esa propiedad—. ¿Y por qué…? Ah, ya lo entiendo. Eso proporcionaría una ruta marítima hacia Dalriada… Sí, estoy segura de que Bridei querría tener la certeza de que el acuerdo se hace extensivo a todos tus territorios, mi señor. No era consciente de que poseías otras tierras aparte del Brezal. Hay un largo camino hasta la costa oeste, ¿no es cierto?

—Bastante largo —respondió Alpin de manera cortante. Su tono de voz se había vuelto más frío—. Ese lugar, el Valle de la Ensoñación, no es mío, es de mi hermano.

Faolan logró disimular su sorpresa. En la Colina Blanca nadie había hablado de ningún hermano; de haberse sabido, Bridei se hubiera asegurado de investigar más antes de plantear sus condiciones. Todavía buscaba la pregunta adecuada cuando Ana habló:

—¿Tienes un hermano? No me hablaste de él cuando te pregunté sobre tu familia. O quizá lo entendí mal. Supongo que estará en el oeste. El matrimonio debe esperar hasta que se pueda consultar con tu hermano, Alpin. No hay duda de que Bridei necesitará que ambos consintáis al acuerdo. Lamento decirlo, pero por lo visto os considera a los dos una amenaza potencial o, y esperemos que así sea, unos importantes aliados.

Fue audaz. Faolan esperaba que no se pasara de la raya, pues le parecía que si Alpin reaccionaba con furia, aquella vez no sería capaz de controlar su propia reacción. Pero la respuesta, cuando llegó, lo sorprendió. El jefe de clan del Brezal se echó a reír con amargura, como burlándose de sí mismo.

—¿Consultar con mi hermano? Creo que no. De él no obtendríais más que tonterías. Yo hablo en su nombre en todos estos asuntos.

Reinó el silencio. Ana y Faolan lo miraron, esperando que dijera algo más. Por primera vez Alpin parecía sentirse incómodo. Sus anchas mejillas se habían ruborizado y no miraba a nadie a los ojos, sino que jugueteaba con su copa de cerveza, una magnífica pieza con gemas rojas engastadas cerca del borde y el dibujo de unos perros realizado en filigrana.

—No lo entiendo —comentó Ana cuando se hizo patente que Alpin no iba a darles más explicaciones—. Dices que hablas en su nombre, pero ese lugar, el Valle de la Ensoñación, es suyo, por lo que él debe controlar las fuerzas que haya allí. ¿Qué quieres decir, mi señor?

—El Brezal era el territorio de nuestro padre —dijo Alpin. Su renuencia a entrar en detalles era evidente; estaba incómodo, inquieto en su asiento, moviendo los dedos sin parar—. El Valle de la Ensoñación pasó directamente a mi hermano de manos de nuestro abuelo materno en lo que fue un arreglo especial. Pero, por desgracia…, mi hermano no está en condiciones de asumir ninguna responsabilidad sobre tierras u hombres. Está…, está muy mal.

—Lamento oír eso —terció Ana—. Espero que se mejore pronto. Quizá podría mandarse a un mensajero hacia el oeste para así poder obtener su consentimiento al acuerdo. Entiendo que no pueda viajar, claro. Es un camino muy largo y difícil…

—Podría ir yo —se ofreció Faolan.

Dregard se aclaró la garganta, como si fuera a hablar.

—No es un tema del que hablemos abiertamente aquí en el Brezal —dijo Alpin en tono cansino—. Hubiera preferido esperar y darle la información a Ana en privado. Se trata de un asunto familiar de naturaleza muy delicada.

Ana y Faolan se mantuvieron en silencio, esperando oír más.

—El hecho es —dijo Alpin— que mi hermano no está en el Valle de la Ensoñación; está aquí, y aquí ha estado todos estos años desde su… enfermedad. Su mal es para toda la vida y es incurable.

—¿Tu hermano está aquí? —exclamó Ana—. ¿Entonces por qué…? ¿Acaso está demasiado enfermo para tener compañía? ¡Qué triste debe resultarte! —Ya no estaba jugando, sino que hablaba con verdadera compasión—. ¿De qué se trata, de la enfermedad de las caídas?

Alpin esbozó una triste sonrisa.

—Ya quisiera yo que fuera una enfermedad tan fácil de sobrellevar, querida. Me temo que el estado de Drustan lo convierte en una amenaza tanto para sí mismo como para los demás. Ha sido necesario tenerlo… recluido. Está…, no sé cómo decírtelo… Sencillamente no está bien de la cabeza, nunca lo ha estado.

A Faolan le llamó la atención el rostro de Ana, pues durante aquellas últimas palabras de Alpin algo había cambiado en su expresión; le pareció que aquellas palabras la habían consternado de forma inexplicable.

—Disculpadme —dijo de pronto—. Me encuentro un poco indispuesta. ¿Podemos seguir con esto más tarde? Ludha, ven conmigo —se dio la vuelta, abandonó la estancia y la sirvienta salió disparada tras ella.

Ninguno de los hombres dijo nada durante un rato. Entonces Alpin tomó la jarra de cerveza, volvió a llenar su copa y la de Dregard y, tras un momento de duda, sirvió una tercera copa que empujó en dirección a Faolan.

—He disgustado a la dama —dijo el jefe—. Esta noticia nunca es bien recibida, y menos por una joven novia. ¿Qué chica quiere enterarse de que se va a casar con un hombre en cuya familia hay una veta de demencia? Hay maneras de explicarle a la gente estas cosas, y esta no ha sido la mejor manera.

—Lo siento —dijo Faolan en voz baja, y lo decía en serio. No es que le importara la sensibilidad de Alpin, en absoluto, pero él habría hecho cualquier cosa para evitar afligir a Ana. La reacción de la joven lo había sorprendido. Había capeado los insultos enmascarados de Alpin con el criterio de un consejero y los modales de una dama. Pero aquella noticia la había afectado.

—Ya lo aceptará, mi señor —dijo Dregard.

—Así lo espero —repuso Alpin, que tomó un sorbo de cerveza—, porque confieso que tengo un fuerte deseo o, como diría un bardo, un ardiente deseo de que este matrimonio se lleve a cabo. Esta mujer puede darme unos hijos magníficos, y mucho placer al concebirlos. Veo que está más llena de vida de lo que sugieren sus modales recatados. Esperaba poder acabar con esto rápidamente. Ya he mandado a buscar a un druida, lo hice el día en que llegasteis —le dirigió una mirada a Faolan—. Tendría que llegar antes del próximo cambio de luna, o es posible que antes, si el tiempo lo permite. No hay muchos druidas en las tierras del norte, y suelen tener tendencia a vivir en lugares inconvenientes: cuevas en mitad de los despeñaderos, islotes prácticamente inaccesibles o grietas ocultas en lo más profundo del bosque. Hay una pequeña comunidad de ellos al norte del territorio de Umbrig y allí mandé mi mensaje. Esperemos que venga alguien que sepa escribir. No tengo a ningún escribano en la casa. La palabra es compromiso suficiente entre los caitt.

—Tengo entendido que las condiciones del rey Bridei eran muy concretas, mi señor —dijo Faolan—. Un acuerdo escrito, con testigos y llevado de vuelta a la Colina Blanca.

—¿Y quién firmará en nombre de Bridei? —Alpin entrecerró los ojos.

—Creo que descubrirás que la dama sabe latín y sabe escribir. —Faolan obtuvo un placer considerable al observar el rostro del jefe de clan cuando le dijo esto—. Posee una vasta educación, para tratarse de una mujer.

—Entiendo. Una erudita, ¿eh? Da igual, supongo que podré enseñarle unos cuantos trucos nuevos.

—Sí, mi señor —repuso Faolan con los dientes apretados.

—Estás muy unido a ella —observó Alpin.

—Llevo bastante tiempo trabajando para lady Ana, mi señor. Pero, al fin y al cabo, no soy más que un sirviente.

—¡Mmm! Está bien, puedes retirarte. Ahora mismo no tengo ganas de seguir discutiendo esto. Accederé al acuerdo en nombre de Drustan. Él no tiene la capacidad de tomar este tipo de decisiones. Para mí, el valor de la dama supera con creces cualquier nimia cuestión de alianzas. Si Bridei quiere que dejemos tranquilas sus fuerzas, lo haremos. Ya tenemos bastantes problemas territoriales sin tener que vernos mezclados además en un conflicto con el sur. En cuanto llegue el druida terminaremos con este asunto y podrás marcharte a casa, muchacho. Haz que esa arpa funcione y podrás tenernos entretenidos mientras esperamos su llegada. Una canción nueva cada noche, para mantenerte en forma.

—Sí, mi señor.

Alpin se puso de pie. Descollaba sobre los demás hombres que había en la estancia.

—Mantente alejado de la dama —dijo, y su voz tenía un dejo que era nuevo—. No quiero reuniones privadas. Me conformo con eso de «no soy más que un sirviente». Es mía, y cualquiera que le ponga un dedo encima o que la mire de una manera que no me guste se va a encontrar colgando de una soga encima de los portones de la muralla con sus partes íntimas metidas en la boca. ¿Me he explicado bien?

—Sí, mi señor.

A Faolan le hervía la sangre.

—Ahora vete.

Faolan logró mantener una actitud servil mientras abandonaba los aposentos de Alpin. Todo un cambio de luna, pensó al pasar frente a la puerta donde sabía que se alojaba Ana. Iba a suponer una verdadera prueba. Tal vez fuera mejor que le hubieran prohibido verla a solas, pues su corazón podría ganarle la batalla y hacer que pronunciara palabras que lamentaría amargamente. Podría suplicarle que volviera a casa con él; podría hacer todo lo posible para convencerla de que no debía casarse con un hombre que nunca la haría feliz.

Encontró un lugar en el que podía estar solo, en el adarve detrás del parapeto, y se quedó allí pensando mientras el sol pasaba por encima de su cabeza y las sombras cambiaban en aquel vasto estampado de verdes, marrones y grises que era el Brezal. El tratado ya estaba prácticamente asegurado. La misión casi se había completado. Entonces, ¿por qué lo invadía aquel ridículo deseo de volver atrás, de estar cansado, de tener frío y hambre, sentado junto a una hoguera diminuta en la oscuridad de la medianoche con la única compañía de Ana? Aquel sentimiento se apoderó de él con tanta fuerza que se convirtió en un dolor físico. «No puedes conseguirlo —se dijo—. No puedes ahora ni podrás nunca. Déjala marchar. Haz tu trabajo. Haz lo único que puedes hacer».

Al cabo de un rato regresó a sus dependencias, buscó el material que necesitaba y se puso a hacer clavijas con el cuchillo y la madera.

Ana pasó el día en su habitación con la única compañía de Ludha. No tenía ningún deseo de oír las explicaciones de Alpin, aunque este había llamado a su puerta tres veces para preguntar cómo se encontraba. Su hermano. Drustan era su hermano. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo ese hombre encantador, de brillantes ojos y modales delicados, podía ser pariente de un jefe de clan zafio que disfrutaba con entretenimientos sangrientos y acosando a las mujeres por diversión? Aunque Drustan sufriera una enfermedad mental, ¿cómo podía Alpin tenerlo encadenado como un perro salvaje, privado de la luz? Además, Drustan no parecía estar enfermo. No parecía estar loco. Aunque su manera de hablar era un poco extraña, a ella le había parecido una persona completamente racional. Mientras caminaba de un lado a otro de la estancia, debatiéndose entre la confusión y la indignación, se le ocurrió que, de forma inevitable, un prolongado encarcelamiento tendría como resultado que la mente de una persona se volviera un tanto extraña. ¿Acaso Drustan no estaría herido, enojado, resentido, asustado? Ella había visto cómo se le iluminaban los ojos cuando estaba en el bosque, libre, pudiendo sentir el sol en la cara y estirar el cuerpo al máximo. Había visto la sombra que se cernió sobre él como una oscura capa cuando volvió a entrar en aquel recinto subterráneo. Quizá su enfermedad no fuera en absoluto grave. ¿Por qué Alpin no intentaba ayudar a su hermano en lugar de fingir que no existía? ¿Por qué no buscaba una cura?

Deord podría haberle dado respuestas, tendría que habérselas dado, tal como prometió cuando ella le devolvió la llave. Hasta el momento la había eludido, mascullándole algo sobre que Drustan lo necesitaba y que no tenía tiempo. Y ahora que Alpin había regresado, Ana había perdido la oportunidad de interrogar al guardián de Drustan.

—¿Qué te pasa, mi señora? —le preguntó Ludha por décima vez, mirando a su ama con creciente alarma—. ¿Te encuentras mal? Me aflige verte así.

Ana abrió la boca para decir una vez más que no era nada, pero entonces dudó. No era justo involucrar a Ludha en un asunto como aquel, pero no había nadie más que pudiera ayudar. Faolan estaba fuera de su alcance; estaba claro que Alpin no aprobaría ningún encuentro privado entre ella y su bardo.

—Ludha —empezó—, supongo que has oído que lord Alpin nos habló sobre el prisionero, su hermano Drustan —pronunciar aquel nombre en voz alta le produjo una sensación muy extraña, un calor en lo más hondo de su pecho.

—Sí, mi señora.

La muchacha no la miraba a los ojos; trabajaba con diligencia en su bordado. Una exquisita guirnalda de color verde bosque y azul violeta que florecía por el dobladillo de aquella diminuta prenda. Ana se la había dado a su sirvienta para que la terminara.

—¿Tú ya conocías la existencia de este cautivo? ¿Sabías que el propio hermano de Alpin estaba encerrado aquí, en el Brezal?

—Todo el mundo lo sabe, mi señora. Nos dijeron que no lo mencionáramos hasta que lord Alpin tuviera ocasión de explicártelo en persona, para que no te alteraras ni te asustaras. No hay ningún peligro. Ese hombre, Deord, cuida de él.

—No es mi seguridad lo que me preocupa, Ludha. Me horroriza y me aflige que Alpin trate a su propio hermano de ese modo. Que lo encierre en semejante… —Se calló. No revelaría lo que había visto, ni siquiera a Ludha. Allí había una conspiración de silencio y la sirvienta había participado en ella. ¿Quién sabe si no iría corriendo a Orna, o al propio Alpin, para contarles lo que Ana pudiera decirle?—. Es cruel que un hombre sea prisionero toda la vida. Supongo que se encuentra en ese sitio al que va Deord, detrás de los aposentos de Alpin.

—Eso dicen, mi señora.

—¿Cómo es Drustan? Alpin dijo que está… incapacitado. Que sólo dice tonterías… —y puesto que ya había quedado demostrado que eso no era cierto, quizá el resto de la historia también fuera mentira.

—No lo sé, mi señora. Nunca lo dejan salir. Dicen que está loco. Que es violento. Le dan ataques, arrebatos, como si lo dominara una especie de frenesí. Deord es el único lo bastante fuerte para encargarse de él. Eso es lo que dicen.

Ana sintió frío.

—Pero tú llevas aquí… ¿cuánto tiempo?, ¿seis años? ¿Quieres decir que en todo este tiempo el hermano de Alpin no ha salido nunca de su celda? ¿Ni una sola vez?

—No, mi señora. Orna dice que es demasiado arriesgado. Yo no sabría decirte. No hay mucha gente que lo conociera de antes.

—¿De antes de qué?

Ludha guardó silencio. Se inclinó sobre su labor con los labios fruncidos.

—¿De antes de qué? —Ana, exasperada, pensó que quizá, si seguía preguntando, al final esa gente le diría lo que quería saber—. ¡Respóndeme! —Cuando ya fue demasiado tarde, cuando su sirvienta levantó la vista y se vieron lágrimas en sus ojos, Ana se dio cuenta de lo brusco que se había vuelto su tono—. Lo siento, Ludha. No estoy enojada contigo, es que me enfurece que traten así a un hombre cuando no es responsable de su estado. No estoy acostumbrada a que la gente tenga tantos secretos. Por favor, cuéntame lo que sabes. Me gustaría ayudar a Drustan, si puedo. De hecho, si tengo que quedarme aquí como esposa de Alpin, creo que es mi deber hacerlo.

—Hizo algo malo cuando le dio un ataque —susurró Ludha—. De modo que mi señor ordenó que lo encerraran. La mayoría de los que vivían aquí por aquel entonces ya no están. Casi nadie sabe lo que sucedió en realidad, y la gente no habla de ello. Pero fue algo lo bastante terrible como para que al hermano de lord Alpin no se le permita salir, nunca más. Es lo único que sé.

Ana consideró sus palabras.

—¿Y qué me dices de antes? —caviló—. Cuando era niño. ¿Quién podría saber algo al respecto? Ludha meneó la cabeza.

—Nadie. Sólo lord Alpin y su hermana, que nunca viene por aquí. Y…

—¿Y quién más?

—Hay una anciana de la que hablan, que vive sola en algún sitio del bosque. Se llama Bela. Fue la niñera de lord Alpin, de su hermano y de su hermana cuando eran pequeños. Pero nadie sabe a ciencia cierta dónde está, o si sigue aún con vida.

—Creía que estos bosques eran peligrosos, que estaban llenos de presencias misteriosas, por no hablar de los belicosos vecinos. ¿Por qué esa vieja criada no vive a salvo dentro de los muros de la fortaleza?

—No lo sé, mi señora. Los ancianos pueden llegar a ser muy tercos. Mi abuelo se volvió un hombre muy difícil al final de su vida. No dejaba de meter a los pollos dentro de casa. Mi madre se volvía loca. Quizá esta anciana se haya hartado de estar rodeada de gente.

Ana tomó una decisión.

—Ludha.

—¿Sí, mi señora?

—Necesito saber si puedo confiar en ti. Debo estar segura de que no hablarás con Orna a mis espaldas, ni con lord Alpin, ni con cualquier otra persona si te digo que no lo hagas. Ahora trabajas para mí. Sirvienta y amiga. ¿Qué me dices?

—Mi señora…

Ludha se calló de repente y fijó la mirada más allá de su ama, en la estrecha abertura de la ventana. Se oyó un aleteo y, cuando Ana se volvió, el piquituerto se acercó volando y se posó en su hombro. Llevaba una flor azul en el pico.

—¡Oh! —exclamó la joven sirvienta en voz baja al tiempo que hacía una señal de protección con los dedos. Sus mejillas sonrosadas habían empalidecido—. Dicen que… es…

—¿Que los pájaros vienen de parte de Drustan? —inquirió Ana.

Ludha movió la cabeza en señal de asentimiento, con los ojos muy abiertos, mientras el piquituerto se arreglaba el plumaje con el pico y se acomodaba como si estuviera en su casa.

—No es la primera vez que recibo este tipo de visitas en mi habitación. ¿Estas criaturas andan libremente por la casa?

—No, mi señora. La gente habla de ellos. De él y de sus pájaros. Yo todavía no había visto ninguno. Aquí hay muchos gatos, y son buenos cazadores.

—Ahora contesta a mi pregunta, Ludha. Necesito saber si puedes permanecer callada. Si la respuesta es sí, quiero que me ayudes. Sé que eres una buena chica, que tienes buen corazón, y espero que estés de acuerdo, pues no tengo a nadie más.

La muchacha dejó la labor y respondió:

—Sí. ¿Qué debo hacer?

—Nada peligroso. En primer lugar, quiero que le digas a Orna que tengo jaqueca y que me quedaré el resto del día en mis aposentos. Tú irás a buscarme una bandeja para la cena. En particular, no quiero ver a lord Alpin.

—Sí, mi señora.

—Entonces, mientras los de la casa estén cenando, necesito que vigiles por mí.

—¿Que vigile? ¿Dónde?

—A la puerta de las dependencias de lord Alpin. No pasa nada, Ludha, no pongas esa cara de susto. Lo único que voy a hacer es preguntar un par de cosas que tendrían que haberme respondido hace tiempo.

Deord no había obtenido su empleo como guardia especial sin un buen motivo. Cuando abrió la pequeña puerta interior y entró al dormitorio de Alpin con la bandeja de la cena en la mano, Ana salió de entre las sombras para abordarlo y se encontró que la hacían girar y le inmovilizaban los dos brazos a la espalda, sujetándola con una fuerza capaz de romperle un hueso. La bandeja cayó al suelo con estrépito, quedando todo su contenido desparramado. Deord se había movido con tal rapidez que hizo prisionera a Ana antes de que ella pudiera respirar siquiera. Al cabo de un momento aflojó su sujeción y la soltó. La joven se frotó las muñecas con un gesto de dolor. En cuanto se abrió la puerta, el pájaro había salido volando hacia las dependencias de Drustan.

—Esto ha sido una estupidez —la voz de Deord era calmada—. Estoy obligado a reaccionar de forma inmediata ante cualquier posible amenaza. No me dio tiempo a identificarte. No deberías estar aquí.

—¿En el dormitorio de mi futuro marido? ¿Estás obligado a reaccionar ante eso también?

Deord la miró fijamente.

—Cumplo con mi deber como custodio —dijo—. Como protector. A estas alturas, Alpin te habrá dado la explicación que buscabas. Debo irme. Mis obligaciones se ciñen a las normas de forma precisa y oportuna.

—Quería que fueras tú quien me diera respuestas.

—Drustan estaba consternado aquella noche; no se sentía bien. Ya te lo dije. No podía ausentarme durante mucho tiempo.

—Quizá sea su cautividad lo que lo consterna. Me parece que pasar tanto tiempo en la semioscuridad haría sentirse mal al más cuerdo de los hombres.

El guardián no dijo nada, se limitó a agacharse y recoger los objetos que se habían caído: la fuente, los cuencos, las cucharas.

—Por favor —insistió Ana—, Alpin todavía no me ha contado nada, sólo que Drustan es su hermano y que sufre una dolencia que lo incapacita para llevar una vida normal. Quiero que me expliques por qué. ¿Por qué está encerrado? ¿De verdad es peligroso? ¿Qué fue lo que hizo para que lo mantenga prisionero? —Recogió las dos copas y las colocó en la bandeja—. Por favor, Deord. Quiero ayudar a Drustan. No puedo creer que su enfermedad sea incurable; parece tan cortés, tan…, tan bueno.

—Es un hombre muy apuesto —comentó Deord sin dar ningún énfasis especial a sus palabras.

A Ana se le encendieron las mejillas.

—¡Eso no tiene nada que ver! —le espetó—. Ahora responde a mis preguntas.

—Yo sólo recibo órdenes de Alpin.

—Respóndeme o le diré que os vi fuera de las murallas —le temblaba la voz. Esperaba que él no se diera cuenta de que no tenía intención de hacer nada semejante, no si el hecho de contarlo suponía el fin de los escasos momentos de libertad de aquel cautivo.

—Ven. —Deord dejó la bandeja en el suelo, abrió la pequeña puerta, agarró a Ana del brazo, tiró de ella para que entrara y cerró la puerta de modo que se quedaron allí de pie en el oscuro almacén del otro lado—. Tiene que ser rápido. Al inmiscuirte de esta forma pones en peligro nuestra seguridad y la tuya. Alpin sabe todo lo que hay que saber. Te vas a casar con él; sus respuestas son las que necesitas.

—Quiero las tuyas.

—¿Por qué? —le preguntó sin tapujos.

—Porque creo que lo que me cuentes será la verdad. Porque creo que tú eres amigo de Drustan. ¿Está enfermo de verdad? ¿Loco?

Deord vaciló.

—Su mente no es como la tuya o la mía —contestó—. Algunas personas lo consideran locura.

—¿Y tú cómo lo consideras, Deord?

—Soy un guardia a sueldo. Mis opiniones son irrelevantes.

Era como hablar con Faolan en sus momentos más difíciles.

—¿Crees que Drustan no está en sus cabales? ¿Tan evidente te resulta?

—No está en sus cabales o lo está más que nosotros, las personas comunes y corrientes. Hace mucho tiempo que él y yo compartimos estos aposentos. El hecho de estar encerrado cambia la actitud de una persona ante el mundo y la gente que lo habita. Quizá nadie esté cuerdo. Quizá sólo haya distintos grados de locura. No deberías interferir. Esto es algo que afecta profundamente tanto a él como a Alpin. Puede que la mejor manera de llevar la situación sea dejar las cosas tal y como están. Es lo mejor para ambos.

—¿Lo mejor? —Ana estaba indignada—. ¿Encerrar a Drustan en un agujero sombrío, prohibiéndole ver el sol y salir al aire libre, manteniéndolo alejado de otras personas como sí se tratara de una bestia peligrosa? A mí no me parece una situación ideal.

—Sabes muy poco sobre estos asuntos —dijo Deord— si crees que es una forma de cautiverio cruel. Pregúntale a tu amigo el bardo qué sabe él de prisiones.

—¿Que le pregunte a Faolan? ¿Qué quieres decir? ¿Lo conoces?

—No lo había visto nunca antes de que viniera al Brezal. De todos modos, tenemos un pasado común. Estoy seguro de que él comprende que, dadas las circunstancias, las disposiciones que Alpin ha establecido para su hermano no pueden ser más generosas. Pregúntale a tu bardo sobre un presidio llamado la Sima Pedregosa, en Ulaid. Un lugar que ambos conocemos a fondo, desde dentro.

—No puedo hablar con Faolan —le comentó Ana sinceramente—. Alpin no deja que nos veamos en privado.

Se sentía muy decepcionada de que eso fuera todo lo que Deord le podía ofrecer. Aquella mañana en el bosque, mientras observaba cómo la luz jugaba sobre la carne desnuda de los dos hombres que se ejercitaban juntos, le había parecido que entre el guardián y el prisionero existía un vínculo que iba más allá de la mera familiaridad. Había creído que Drustan y él eran amigos. En cuanto a Faolan, no le sorprendía que tuviera una historia amarga en su pasado.

—No puedo ayudarte —le dijo Deord con rotundidad—. Será mejor que nos dejes tranquilos. Tu llegada ha afectado a Drustan; ha despertado en él sueños que no se puede permitir el lujo de albergar. Sólo sirve para hacer las cosas más difíciles…

La puerta se abrió con estrépito. Alpin estaba de pie en la entrada, con las manos en las caderas y el rostro crispado de furia y, al retroceder, acobardada, Ana divisó a Ludha al otro lado del dormitorio, encogida de miedo contra la pared y con la marca roja de un golpe en la mejilla. El jefe de clan del Brezal dio una zancada, entró en el estrecho espacio y alargó la mano como si quisiera agarrar a Ana del hombro. Deord se interpuso entre los dos en un abrir y cerrar de ojos, plantando su robusta figura con las palmas de las manos pegadas a las dos paredes, formando una barrera entre Alpin y su futura esposa. Ana tenía el corazón palpitante. Un sudor pegajoso apareció sobre su piel. Deord se había movido en un silencio absoluto.

—¿Qué es esto? —rugió Alpin—. ¿Qué estás haciendo aquí con él? ¿Quién te dio la llave?

Ana tragó saliva y habló desde detrás de la línea protectora del musculoso brazo de Deord.

—Quería hacerle una pregunta a tu guardia especial —dijo—. Esto no ha sido cosa de Deord. Él hizo todo lo posible por no hablar conmigo, mi señor. Dijo que eras tú quien tenía que proporcionarme la respuesta. Quizá quieras hacerlo ahora. Sería mucho más cómodo si habláramos allí, en la mesa, y así dejamos que Deord siga con sus obligaciones. Tu hermano debe estar hambriento. —¡Dioses, estaba temblando como una hoja! Alpin abría y cerraba los puños como si estuviera a punto de atacar a Deord o a ella misma, o a ambos al mismo tiempo. A Ana no se le ocurrió otra cosa que hacer salvo actuar como si aquello fuera absolutamente normal—. Gracias, Deord, estaré bien. Puedes irte.

El hombre bajó los brazos muy despacio y posó su mirada tranquila en los enojados ojos de Alpin. El jefe de clan del Brezal retrocedió un paso.

—Vamos, mi señor, todavía no me encuentro del todo bien y preferiría sentarme —logró decir Ana, que se dirigió hacia la mesa—. Ludha, ve y ponte un paño frío en esa magulladura; dile a Orna que te ayude. Yo estaré bien aquí hasta que vuelvas.

La muchacha salió corriendo. Deord, bandeja en mano, abandonó la estancia sin hacer ruido, dejando tras él el susurro de sus largas vestiduras contra las losas del suelo. Alpin permaneció en el centro de la estancia, con las piernas separadas y el ceño fruncido.

—¿Golpeaste a mi sirvienta? —le preguntó Ana, haciéndose con el control de la situación. Le castañeteaban los dientes. Apretó con fuerza la mandíbula, enarcó las cejas e intentó adoptar la expresión regia que, en el pasado, muchas veces la había ayudado a ganar confianza en sí misma.

—¿Qué estabas haciendo aquí dentro con Deord? —quiso saber Alpin, haciendo caso omiso de la pregunta de Ana. No hizo ademán de reunirse con ella a la mesa—. Mi esposa no está a solas con ningún otro hombre que no sea yo; con ninguno, ya sea bardo, cortesano o sirviente, ¿entendido? Si ese tipo no fuera tan valioso, haría que lo azotaran por infringir esa regla…

—Siéntate, Alpin. —Ana dominó su ira y forzó una sonrisa—. Por favor. Hoy me alteré un poco cuando hablaste de tu hermano y de su enfermedad. Te habría pedido que me lo explicaras, pero… me sentía incómoda. De modo que se lo pregunté a Deord, puesto que no pude evitar fijarme en su rutina y ver que era un guardia muy particular. Si he transgredido alguna norma que desconocía, lo lamento. Debes confiar muy poco en mí si crees necesario establecer semejantes restricciones a mi libertad. No estoy acostumbrada a que me traten como si no fuera de fiar.

Alpin se sentó frente a ella y puso sus grandes manos sobre el tablero de la mesa con un ceño arrugado que afianzaba su expresión tormentosa.

—Quiero que me lo expliques todo —siguió diciendo Ana—. Pero antes tengo que decirte que ahora Ludha es mi sirvienta personal y responde ante mí, no ante ti. Eso significa que si es necesario alguna reprimenda o algún… castigo… se lo impondré yo misma. Sé cómo gobernar a los sirvientes, Alpin. Crecí en una casa real, y después con Bridei en la Colina Blanca. —No añadió que allí al servicio se le trataba con cortesía y justicia en todo momento. No pudo recordar ni una sola ocasión en que tuviera lugar la violencia física.

—No es que desconfíe de ti, querida —masculló Alpin—, sino de los hombres. Tú no te das cuenta de tus encantos, pero ellos sí, todos ellos. A tu Faolan se le pone una mirada ardiente cada vez que te ve pasar y, al fin de cuentas, ese hombre es un escoto. Lo creo muy capaz de cualquier cosa. En cuanto a Deord, supongo que experimenta cierto grado de frustración, como cualquier hombre que se pasa la mayor parte del tiempo sin compañía femenina. No toleraré que ninguno de ellos esté a solas contigo. Ni ahora ni nunca.

Ana se contuvo de señalar que el matrimonio todavía no estaba firmado y sellado. Había preguntas que hacer y, si quería obtener respuestas, debía andarse con cuidado y mantener aplacado a Alpin.

Ludha volvió a entrar sigilosamente con un trozo cuadrado de paño apretado contra la mejilla. Ana le dirigió una sonrisa tranquilizadora. La chica era valiente. Alpin era un hombre grande, y su ira resultaba amedrentadora.

—Hablaste de la dolencia de tu hermano —dijo Ana—. Debo decirte que, en tu ausencia, observé a Deord con sus bandejas y las mujeres me informaron de que era un guardia especial. Me resultó evidente que esa pequeña puerta debía conducir a un lugar donde se confinaba a los prisioneros; tal vez a un único prisionero, puesto que las bandejas estaban preparadas para dos. Ya había intentado preguntárselo a Deord, pero él no quiso hablar conmigo. Orna me dijo que debía esperar y hablar contigo.

—Orna te dio un buen consejo. Lástima que no lo siguieras. Podrías habernos ahorrado un disgusto. —Alpin parpadeó, dirigió la mirada hacia la silenciosa sirvienta y volvió a posarla en Ana—. ¿Por qué entraste en la zona de Deord? ¿Qué hacías en mi dormitorio? Era mentira que hoy estuvieras indispuesta, ¿verdad? A mí me parece que estás perfectamente bien. ¿A qué estás jugando? —Su furia volvía a acrecentarse; estaba allí, en la mandíbula tensa, en los puños apretados, en aquella voz que amenazaba con convertirse en un grito.

Ana alargó la mano y la puso sobre la de él. Tuvo el efecto de tranquilizarlo al instante.

—Sí que te gasté una pequeña broma, mi señor —dijo ella, haciendo que su voz sonara vacilante—. Creí que te gustaban ese tipo de juegos, esos a los que juegan los hombres y las mujeres. Esta mañana estaba muy alterada, en efecto. No es agradable para una chica recibir esa clase de noticias sobre su futura familia. Pero tengo que confesar que dejé a Ludha en la puerta para que vigilara y entonces abordé a Deord con la intención de preguntarle si era cierto que tu propio hermano se hallaba prisionero aquí, en el Brezal, y todo porque tuvo la desgracia de caer víctima de una enfermedad para la que nadie ha pensado en buscar una cura. Lamento haberte ofendido, Alpin —le cubrió la mano con la suya, ladeó la cabeza y sonrió de un modo que esperaba que fuera apaciguador. Lo más probable era que él se diera cuenta enseguida de su insinceridad y estallara de furia una vez más, pero, en cambio, colocó su otra mano encima de la de ella y le habló con calma.

—¿Quieres pedirle a tu sirvienta que mande traernos un poco de cena y aguamiel? No has comido nada desde esta mañana.

—Por supuesto. Ludha, ¿quieres decirle a uno de los hombres que nos traiga algo? Gracias.

Esperaron. A Ana le resultó evidente que él no hablaría hasta que no hubiera posibilidad de que los interrumpieran. Se limitó a sostenerle la mano y a sonreír, cosa que a ella se le hizo más difícil de soportar que su ira, pues su tacto no le resultaba agradable ni mucho menos, ni siquiera cuando se lo ofrecía dulcemente. Se sentía muy incómoda al pensar que, en aquella ocasión, lo había provocado ella, como si de alguna manera se hubiese mancillado.

Un sirviente trajo comida y bebida. Poco después, Deord volvió a pasar por la habitación con su bandeja de la cena, que entonces estaba llena, y desapareció por la pequeña puerta sin dirigirles ni una sola mirada a ninguno de ellos. Ludha volvió a su sitio.

—No me sorprende que esto te haya alterado —dijo Alpin—. Estarás pensando en nuestros hijos, en que pudiera haber una veta oscura en la familia. Temes que tu línea de sangre, tan pura, se vea contaminada por algo salvaje e impredecible. Es posible que así sea. No puedo negarlo. Como bien sabes, ya estuve casado con anterioridad. Habría tenido un hijo, pero murió antes de nacer. Nunca sabré lo que habría sido, si un futuro líder o un loco de atar —inclinó la cabeza.

—Lo siento —dijo Ana—. Oí que habías perdido un hijo, y también a tu primera esposa. Es muy triste. Y perdona si esto te resulta incómodo, pero tengo entendido que tienes un hijo natural, ¿no?

Alpin asintió con la cabeza.

—Lo mandé en ahijamiento. No puede heredar, por supuesto. No es necesario que te preocupes por él. Está bien atendido. No presenta señales de locura, si es ahí adonde quieres llegar.

—Debo admitir que no es la perspectiva de una herencia defectuosa lo que me preocupa —le dijo Ana—. Es…, es pensar que tu hermano lleva encerrado todos estos años sin la más mínima esperanza de obtener la libertad. ¿Qué es lo que le pasa exactamente? ¿No se puede hacer nada por él?

—No se le puede ayudar de ninguna manera.

El tono de Alpin era terminante, pero Ana mantuvo, obstinada, su discurso.

—¿Has intentado buscar el consejo de los sanadores expertos? El druida del rey, Broichan, es famoso por su habilidad…

Sus palabras se vieron interrumpidas cuando el jefe de clan dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar las tazas y los cuchillos.

—¡No me hables de curas y de consejos! ¡Drustan es una amenaza para cualquiera que viva y respire! ¡No se le puede dejar salir nunca!

Ana respiró hondo y esperó a que el corazón le latiera un poco más despacio.

—Entiendo —dijo, aunque Alpin todavía no le había aclarado nada.

—Lo peor es cuando hay luna llena —dijo él entre dientes—. Se pone hecho una fiera, como un perro loco, totalmente impredecible. Inaccesible. Y es fuerte. Con la luna llena es necesario que esté bien recluido para que no pueda ver el cielo. Otras veces el ataque no es tan grave, pero sigue haciendo de él una persona extremadamente difícil. Y ocurre sin previo aviso. Dejarlo salir sería una irresponsabilidad. No se sabe lo que podría hacer. A quién podría hacer daño —tomó un largo trago de su aguamiel—. No quería decírtelo. No quería entrar en detalles. Pensé que cuanto menos supieras más feliz serías.

Ana no lo contradijo. Estaba acongojada. Le pareció que por fin veía la verdad en sus ojos y se encontró con que, después de todo, no la quería.

—Pero… —se aventuró a decir— al menos podrías intentar que su encierro fuera más tolerable. Durante el día podría ver el cielo, el bosque…, estar allí donde pudiera darle el sol, sin barrotes de por medio. Que esté encerrado para siempre en ese lugar oscuro por un mal que lo aquejó sin que tuviera la culpa de nada es…, es cruel, Alpin. Es brutal. Es tu hermano —se le entrecortó la voz y se calló. Los ojos de Alpin la miraban fijamente, con la dureza del hierro, y la expresión de su rostro la aterrorizó.

—Pero si tú no sabes nada de sus dependencias —de tan calmada, su voz sonó amenazadora—. Me dijiste que nadie te daba respuestas. ¿Por qué hablas de un lugar donde el prisionero no puede ver el bosque, de un lugar donde el cielo sólo se ve a través de unos barrotes? Lo único que has visto es una puerta y un pasillo que lleva a los almacenes. ¿O acaso has estado mintiéndome?

—Yo… La cuestión es… —las prontas palabras que necesitaba la abandonaron.

—¡Respóndeme! —le espetó Alpin, que se levantó a medias y alzó un puño.

Ana encontró palabras, pero eran las equivocadas: «Si me pegas, Faolan te matará».

—Me veo obligada a decirte —intentó por todos los medios que su tono fuera el más propio de una dama— que si me levantas la mano destruirás cualquier posibilidad que tengas de que acceda al matrimonio. No tengo intención de ser el blanco de tu ira ante las injusticias del mundo. Siéntate, por favor.

—¡Dime la verdad! —gritó Alpin, pero ya había bajado la mano—. ¿Quién te dejó entrar ahí? Lo has visto, ¿verdad? ¡Has estado con él!

Inexplicablemente, Ana notó que un cálido rubor afloraba a su rostro, quizá lo peor que podía ocurrirle en aquel momento. Que la bendita Diosa de las Flores la ayudara, pues estaba a un paso de echar por tierra el tratado de Bridei y de poner a Faolan y a ella misma en una posición aún más precaria si cabe, por no hablar del pobre Drustan y del leal Deord.

—No lo he visto —respondió—, pero tengo que hacerte una pequeña confesión. Espero que me perdones, querido —logró que no se le atragantaran esas palabras.

—¿Cuál? —le preguntó él con un gruñido.

—Mientras estuviste fuera sí que me aventuré a entrar por la puerta pequeña y seguir el camino hasta el lugar donde se encuentra recluido tu hermano. Miré por la verja de hierro. No vi a nadie. Tu hermano y el guardia debían de estar dentro aquel día. Me retiré enseguida porque no quería meterme donde no debía.

—Estás mintiendo —le dijo Alpin en tono rotundo.

—No, mi señor.

—¿Cómo pudiste entrar? Deord guarda una llave y yo tengo la otra. No me digas que se dejó la puerta abierta.

—No, mi señor. Fue muy raro. Un pájaro me trajo una llave. Llegó a mi ventana y la dejó junto a mi cama. No espero que me creas, pero es la verdad.

Alpin cogió el cuchillo de la carne y lo clavó violentamente en la mesa de roble.

—¡Ese monstruo artero! —masculló—. ¡Cómo se atreve a entrometerse!

—Dejé la llave junto a la verja de hierro —dijo Ana—, allí donde fuera a encontrarla Deord. Espero que no hiciera mal.

Alpin la miró.

—Menos mal que fue Deord quien la halló —dijo— y no mi hermano. No me cabe duda de que no tienes idea del peligro que entraña todo esto.

—Lo lamento, mi señor. Échale la culpa a la curiosidad femenina. No volveré a hacerlo.

—¿Qué es esto de «mi señor»? —soltó Alpin—. Creo que prefiero lo otro.

A Ana le resultaba cada vez más difícil forzar una sonrisa.

—Me hace falta tiempo para acostumbrarme a ello, querido. Nunca me había dirigido de esta forma a ningún hombre. Todo esto es nuevo para mí.

—¡Mmm! —gruñó Alpin—. Aquí en el Brezal tendrás que refrenar tu curiosidad. Esto no es un juego, es una tragedia, y los peligros que entraña son absolutamente reales. Deja que sea sincero contigo. Si Drustan no hubiera sido de mi misma sangre, lo hubiera colgado frente a las puertas por lo que hizo.

—Pero ¿qué hizo? —Ana notó un cosquilleo que le recorría la espalda. Tenía la certeza de que no quería oír lo que venía a continuación.

—Los mató —dijo Alpin con una voz que entonces sonó calmada, entumecida, ajena a la ira y al dolor—. A mi esposa, Erisa. Y a mi hijo nonato. En un arranque de locura los llevó a ambos a la muerte. Persiguió a Erisa a través del bosque. Ella cayó por un sitio donde hay un precipicio que se alza sobre una cascada. Se rompió el cuello. Tardamos tres días en recuperar sus restos.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ana.

—Pero… ¿por qué? —susurró.

—Con un demente no hay un porqué.

Ella intentaba encontrar palabras.

—¿Hubo testigos? ¿Estás seguro de que él…?

—Sólo uno. Había una anciana allí, nuestra niñera de la infancia. Bela ya no está con nosotros. Pero no hubo dudas al respecto. Drustan reconoció lo que había hecho.

Ana enmudeció.

—Lo encerré el día en que trajimos el cuerpo de mi esposa. Nuestro hijo hubiera nacido al cabo de un cambio de luna. Yo quería hundir mi daga en el corazón de Drustan y acabar con él. Pero un hombre no mata a su hermano. En lugar de eso, hice construir el recinto y contraté a Deord como guardián. Los lazos de sangre son fuertes. Soportaré esta carga toda mi vida.

Ana estaba horrorizada. Quiso protestar diciendo que no era cierto, que no podía serlo, que Drustan era incapaz de semejante acto de violencia cruel. Pero recordó las palabras de Deord: «Dadas las circunstancias, las disposiciones no pueden ser más generosas». Las vagas referencias del guardián al peligro que representaba Drustan indicaban que la historia que le había contado Alpin era cierta. Y había una testigo en alguna parte. Alpin tenía toda la razón, se había metido donde no debía y lo único que había hecho era remover una maraña de angustia y pérdidas.

—No sé qué decir —susurró Ana—. Lo lamento más de lo que puedo expresar.

Sentada junto a la pared, en el extremo de la habitación, Ludha se había quedado petrificada. A juzgar por su expresión, estaba claro que nunca había oído la historia completa.

—Supongo que Bridei no te hubiera mandado aquí con tanto entusiasmo de haber conocido nuestra triste historia —dijo Alpin—. No dudo que habrás tenido muchas ofertas mejores por parte de jefes de clan que no tuvieran unos secretos tan sombríos.

—Sí, en efecto —respondió ella—. Sin embargo, estoy aquí en el Brezal y supongo que debemos sacar el mejor provecho posible de ello. Gracias por decirme la verdad. Prefiero la sinceridad, por muy desagradables que puedan ser los hechos. No interferiré en este asunto, mi sen…, querido. A cambio, espero que, si soy tu esposa, no tengas secretos para mí. —Habló con los dientes apretados. El hecho de que al fin Alpin hubiera sido franco con ella no había servido para acabar con la repulsión física que le provocaba. Había pegado a Ludha, y hubiera hecho lo mismo con ella. La perspectiva de compartir su cama le daba escalofríos.

—Brindemos por ello —dijo él, y sirvió más aguamiel—. Por el matrimonio, por el futuro. Si los dioses nos sonríen, la próxima primavera tendremos un hijo.

Ana sonrió e intentó apartar de su mente una imagen que no la abandonaba: Drustan en el bosque, su cuerpo magnífico y fuerte, su exuberante cabellera encendida, sus ojos que brillaban con la dicha de vivir. Los pájaros, que tan confiadamente se acurrucaban junto a él. Su voz suave. Aquel hombre era un asesino desenfrenado. Ana hubiera dado cualquier cosa para que eso no fuera cierto. Pero no podía hacer que fuera mentira sólo con desearlo. Alpin dijo que su hermano había confesado. De hecho, Drustan había vuelto a hacerlo cuando Ana le preguntó por qué estaba encerrado, aunque entonces no lo había comprendido. «Resultaría peligroso si fuera de otra manera». Así pues, debía ser cierto. De todas formas, su corazón le gritaba que no podía ser. Ferada siempre había dicho que el corazón era un guía poco fiable y que la gente sensata seguía los dictados del intelecto. Lamentó que su amiga no estuviera allí en aquellos momentos.

—Por el matrimonio —repitió Ana en tono grave, y alzó su copa.