Capítulo 6

A la mañana siguiente de su llegada, poco después de que Ana se hubiera levantado, lavado y vestido con la ayuda de Ludha, la alta figura del ama de llaves apareció en su puerta.

—Mi señor desea que desayunes con él en sus dependencias —dijo Orna—. Con tu sirvienta presente, por supuesto. Ludha, irás con la señora y te quedarás sentada tranquilamente en una esquina. Llévate la costura.

Era una petición bastante razonable. Ana se preguntó si Alpin tenía intención de solucionar el tema de los requisitos de Bridei mientras se tomaban un cuenco de gachas. Esperaba que no. Había dormido mal e intentaba combatir el dolor de cabeza.

Las dependencias del jefe del clan eran espaciosas, con dos ventanas estrechas similares a la que había en su habitación, que era la de al lado. Había una cama de tamaño generoso con la ropa todavía arrugada y una mesa de roble con dos largos bancos que podrían albergar a unas ocho personas sentadas en consejo mientras comían. Un fuego ardía en el hogar y de las paredes colgaban unos tapices con escenas de caza y de batallas cuyos colores cobraban intensidad bajo la luz de las lámparas de aceite que había colocadas en dos arcones enormes de madera de roble. Junto al hogar había una puerta pequeña que Ana supuso que conduciría a un excusado o a un espacio de almacenaje. Se sintió aliviada al encontrar a Alpin levantado y completamente vestido. Se hallaba de pie junto a la mesa, conversando con otros dos hombres. Guardaron silencio cuando ella entró.

—¡Ah, Ana, querida! Confío en que hayas dormido bien.

Ella le dirigió una sonrisa forzada.

—La habitación es muy confortable, mi señor. Todavía no me he recuperado del todo del viaje, pero eso no es culpa de tu hospitalidad, que es impecable.

Él se rio con ganas y ella tuvo la sensación de que le iba a estallar la cabeza.

—Tus modales también son impecables —dijo—. Mordec, Erdig, ya tenéis las órdenes. Me reuniré con vosotros en el patio cuando termine aquí. Estad preparados para salir enseguida con los caballos.

Cuando los dos hombres se fueron, Alpin le indicó a Ana que se acercara a la mesa.

—Siéntate, querida. Por supuesto que debes estar cansada. Debería haberte dejado dormir tranquila.

—Llevo despierta desde el alba.

No le diría que otra avecilla había acudido a su alféizar con los primeros rayos del sol: un piquituerto de resplandeciente plumaje rojo intenso que la observaba con el aire descaradamente crítico que ya empezaba a ser habitual en esos visitantes voladores. Ana lo había seguido con la mirada cuando se alejó volando; le pareció ver que desaparecía en el mismo lugar por el que lo había hecho el otro pájaro, dentro de los muros del lado norte.

—Tengo un leve dolor de cabeza; quizá se me pase si como algo —añadió.

En la mesa había gachas de avena, así como pan de primera calidad y un plato con miel. Alpin cogió el cucharón y le sirvió un cuenco de gachas con sus manos grandes, firmes y capaces.

—Pruébalas —le dijo al tiempo que la miraba de reojo—. Espero que te devuelvan el color a las mejillas. Pensé que tal vez lo indicado fuera disculparme.

—¿Ah, sí?

—Me doy cuenta de que eres una dama y no estás acostumbrada a nuestra manera de hacer las cosas. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos a una dama de verdad aquí. Me he acostumbrado a vivir entre hombres, a hablar de cierta manera, a no vigilar mi lengua como quizá debería.

Ludha se había sentado en un rincón y fingía coser.

—Pero —dijo Ana— en el Brezal hay muchas mujeres. No sólo las sirvientas, sino las esposas de tus guerreros, algunas de las cuales estaban sentadas a la mesa con nosotros anoche. ¿Y qué me dices de tus propias parientes?

Alpin tardó un poco en responder. Atacaba, sus gachas con expresión ceñuda.

—Sólo tengo una hermana —dijo al fin—, y se casó con un jefe de clan del lejano norte. Hace años que no la veo. En cuanto a las esposas de mis hombres, supongo que nos hemos acostumbrado a hacer las cosas de una determinada forma y ellas sencillamente lo soportan. No son como tú. Tú eres una joya, una estrella, algo tan excepcional como la seda fina.

Puso la mano sobre la de Ana en la mesa, y ella contuvo el impulso de apartar bruscamente los dedos.

—Estoy acostumbrada a las palabras bonitas —dijo ella— y soy una experta juzgando la sinceridad de los hombres que me las dirigen. No me conoces, Alpin. No te sientas obligado a decir estas cosas sólo porque crees que me complacerán.

Él hizo una mueca y retiró la mano.

—Te olvidas del pequeño asunto del matrimonio —dijo.

—Del posible matrimonio. Hay que discutir ciertos detalles antes de tomar una decisión en cuanto a su viabilidad.

—Será viable, sin duda. —Alpin arrancó un pedazo de pan y utilizó el cuchillo para untarlo con miel—. Supongo que te estoy metiendo prisa, olvidándome otra vez de que eres una princesa. Nunca te has acostado con un hombre, ¿verdad?

Ana notó que una oleada de calor le subía al rostro. Se quedó muda de vergüenza. Desde su rincón, Ludha dio un pequeño grito ahogado, escandalizada.

—Veo que no —comentó Alpin con tono de satisfacción—. Eso te da mayor poder de negociación; probablemente no lo habías pensado. Te ruborizas con facilidad, ¿eh? —alzó la mano para tocarle la mejilla. Ella cerró los ojos y se quedó muy quieta, como una criatura intentando evitar llamar la atención de un depredador. El corazón le latía con fuerza. Los dedos de Alpin se movieron sobre su piel caliente, acariciándola—. Me gusta —murmuró—. A pesar de todos tus buenos modales hay pasión en tu interior. No es necesario que receles del matrimonio. Eres lo bastante mayor como para llevarte a la cama, lo bastante mayor para que te resulte muy placentero. ¿Me tienes miedo?

No era fácil responder a su pregunta. No era miedo lo que sentía cuando él la tocaba, sino asco. No le podía decir eso.

—Después de lo que hemos pasado durante el viaje —dijo—, no estoy segura de que pueda sentir miedo nunca más. Además, vine aquí como una novia; sería estúpido que ahora tuviera reparos. Pero me hace falta tiempo para adaptarme al Brezal. Y, para serte absolutamente sincera, el hecho de que hables de un modo tan abierto sobre tales… asuntos íntimos… no me parece del todo apropiado. Creo que es un poco pronto para hacerlo. —¡Dioses! Esperaba que Ludha no fuera una chismosa; aquella conversación tendría mucho éxito en las dependencias de los sirvientes.

—Ha pasado mucho tiempo desde la muerte de mi primera esposa —dijo él, que retiró la mano del rostro de Ana y siguió desayunando—. Me gusta tener a una mujer en mi cama; no me agrada despertarme solo. Quizá me haya vuelto un poco zafio con el paso de los años —sonrió con arrepentimiento, cosa que convirtió sus amplios rasgos en los de un niño al que han pillado haciendo alguna travesura. Por un momento casi pareció agradable—. Pensé que, como no eres una joven novia de doce o trece años, podríamos progresar más rápidamente. Si de mí dependiera, nos desposaríamos hoy mismo. Estoy impaciente. Tienes un aspecto magnífico ahora que te has lavado y arreglado. Y me gusta la frialdad con la que me rechazas, como si tú fueras la reina y yo el más humilde de los chicos de la cocina. Aun así espero que entiendas siempre quién manda aquí en el Brezal.

Ana se aclaró la garganta mientras se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas en medio de una vorágine de emociones en las que primaba la irritación.

—Tengo una noticia que te complacerá —siguió diciendo Alpin—. El ataque contra tu grupo en el Vado del Rompiente me ofendió. La gente que me ofende paga un precio. Esta mañana voy a salir a cabalgar en misión de represalia. Con cinco o seis días debería bastar. Eso tendría que alegrarte.

—Yo… —Ana no encontraba palabras—. Los vecinos sois muy belicosos en el territorio de los caitt —observó.

—Me enorgullezco de tomar decisiones y hacer justicia con rapidez. Lo estoy haciendo por ti, por las pérdidas y las penurias que has sufrido. Tómatelo como una muestra de mi verdadera estima, con palabras bonitas o sin ellas. Te valoro. Te deseo. No puedo ser más claro ni menos agradable al respecto.

Ana no pudo mirarlo.

—No estoy acostumbrada a regalos de boda que se pagan con sangre humana —logró decir.

—Aquí, en el norte —repuso Alpin—, somos hombres de verdad.

Ella perdió el apetito. Tomó un sorbo de aguamiel e intentó no adelantar demasiado los acontecimientos. Si Alpin y muchos de sus hombres se iban de la casa, seguramente podría hablar con Faolan a solas. Él podría aconsejarla y ella podría disculparse por haber contado una mentira estúpida para protegerlo. Si el jefe del Brezal se ausentaba, Faolan tendría más oportunidades de recabar información de forma encubierta.

—¡Ah, a propósito! —terció Alpin, que se limpió la boca con el dorso de la mano—. Voy a llevarme a ese bardo tuyo, ¿cómo se llama… Faolan? Esto podría ser algo decisivo en su vida.

Ana trató de ocultar su preocupación.

—No creo que sea buena idea —se apresuró a decir—. Faolan fingió razonablemente bien cuando nos encontrasteis en el bosque, lo sé. Pero no es ningún guerrero. Su presencia no sería más que un estorbo…

—Eso ya lo decidiré yo. —Alpin se puso de pie y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse—. Gracias, querida, he disfrutado mucho. Te ruborizas de un modo encantador. Considérate como en tu propia casa mientras estoy fuera. Echa un vistazo al lugar, decide los cambios que te gustaría hacer, conoce a la gente de aquí. Orna es muy competente, te conseguirá cualquier cosa que necesites.

—Pero… —un último ruego acudió a sus labios.

—Nos iremos dentro de poco —la interrumpió él—. Me gustaría que estuvieras en el patio para despedirnos. Asegúrate de que tu beso de despedida sea para tu prometido y no para ese bardo quejumbroso. Da toda la impresión de que estás demasiado unida a ese tipo.

—Eso no es cierto… —Se levantó. ¿Por qué se disculpaba con aquel grosero?

—Me complace oírlo. En tal caso, deja que tu comportamiento así lo refleje delante de los que viven en mi casa y no tendremos nada de qué preocuparnos, ¿verdad?

Ana permaneció de pie en las escaleras mientras los hombres se despedían, y cuando Alpin ladeó la cabeza hacia ella, le dio un recatado beso en la mejilla. Sus esfuerzos parecieron hacerle mucha gracia al jefe de clan y, a juzgar por las sonrisas burlonas y los guiños, también a todos los demás miembros de la casa allí reunidos. Hizo todo lo posible por no mirar a Faolan más de lo que se consideraría apropiado. Él estaba sentado a horcajadas a lomos del caballo que le habían asignado y su mirada no dejaba traslucir nada. Por lo visto iba completamente desarmado. En medio de aquellos guerreros caitt tan bien armados con sus mechones al viento, sus barbas hirsutas y sus feroces tatuajes, él parecía un cordero entre lobos. Cuando rodearon el patio y salieron por los grandes portones con Faolan entre ellos, Ana tuvo la impresión de que su bardo parecía más un prisionero con una escolta armada que un visitante que estuviera allí por asuntos reales. De todos modos, razonó, si alguien sabía cuidar de sí mismo, ese era Faolan. Y en su ausencia ella tenía trabajo que hacer. Puesto que a Faolan lo habían privado de su oportunidad, Ana se proponía espiar un poco.

Orna —le preguntó Ana con indiferencia—, ¿adónde conduce esa puertecita, la que está en los aposentos de Alpin?

Las mujeres del Brezal tenían la costumbre de pasar las tardes en una estancia alargada destinada a coser y a hilar. Se trataba de una estructura levantada aparte de las demás y que se abría a un patio aislado donde se habían colocado unos bancos de piedra en los que daba la fría luz del sol del norte. Dicho patio no se parecía en nada a los jardines bien cuidados de la Colina Blanca. En él crecían muy pocas cosas aparte de algunas hierbas ralas que se asomaban como podían entre las losas y un peral de aspecto triste en un escaso trozo de tierra. A un lado se alzaba el gran muro exterior de la fortaleza. Una pared menor, aunque lo bastante alta como para no dejar ver lo que había al otro lado, se curvaba a partir de allí hasta cruzarse con el exterior de piedra de la habitación de costura.

El ambiente del taller le causó desaliento a Ana. Resultaba difícil trabar amistad con aquellas mujeres y eso hacía complicado poder extraerles información útil. Habían pasado tres días tras la partida de Alpin y se había dado cuenta de que en el interior de la fortaleza se vigilaban ciertos caminos y se mantenían cerradas algunas barreras. A primera hora de la mañana, antes de que los ocupantes de la casa se despertaran, había entrado en los aposentos de Alpin sin que la vieran y había intentado abrir la puertecita, pero estaba cerrada con llave. Eso hizo que le picara la curiosidad. El lugar por el que habían desaparecido los pájaros en el interior del muro se encontraba un poco más allá de la parte de la casa destinada a la familia y un poco más abajo. La puerta en cuestión parecía ir a dar aproximadamente en la misma dirección.

—Allí no hay nada que te interese. —Orna tenía los labios apretados mientras realizaba una costura—. Almacenes, edificaciones anexas, todas las viviendas tienen zonas así.

—¿Quién tiene la llave? —preguntó Ana.

Los dedos de Orna dejaron de moverse.

—Alpin —respondió—. Créeme, no es una parte de la casa que te haga falta ver.

Hubo algo en el silencio de las demás mujeres que le dijo a Ana que estaba pisando terreno peligroso.

—Y otra persona, seguramente —comentó con su tono más regio—. He visto que ese hombre bajo y calvo, el que lleva unas largas vestiduras, entra en la habitación de Alpin con una bandeja de comida estando él ausente. Es bastante raro que se lleve comida a una edificación anexa. ¿Cómo se llama ese hombre?

—Deord, mi señora —le brindó alguien.

—Deord —repitió Ana—. Tal vez tenga unas palabras con él. Alpin sugirió que me presentara a todo el mundo en la casa. Orna, quizá podrías pedirle a este tal Deord que viniera a verme.

Reinó un cargado silencio durante el cual nadie miró a nadie. Todos los ojos estaban puestos en el huso y la rueca, en la aguja y el hilo, en el telar y la carda, aunque no se estaba trabajando mucho.

—¿Orna? —preguntó Ana en voz baja—. ¿Hay alguien viviendo en esa parte de la casa?

—Será mejor que se lo preguntes a Alpin, mi señora —contestó la mujer cansinamente—. Tenía pensado contártelo a su debido tiempo.

—¿Contarme el qué?

—Es mejor que te lo diga él. Regresará dentro de pocos días; va a tener que decírtelo.

—Pues mientras tanto hablaré con Deord.

—Sí, mi señora. —Y entonces, al cabo de un momento, añadió—: Deord no es que sea precisamente muy hablador. Dudo que él pueda ayudarte.

—¿Qué es? ¿Un guerrero? Camina como un luchador.

—Un guardia, mi señora. Un guardia especial.

—¿Y qué vigila?

—Vigila lo que es mejor dejar donde está, fuera de la vista y lejos de las preguntas —el tono de Orna casi era de enojo—. Lo lamento, mi señora, pero a veces es mejor no preguntar. Bueno, quería decirte que hemos encontrado un rollo de excelente lana que estaba guardado, de un color azul como el aciano, muy agradable. Te quedará bien. Pensé que podíamos pedirle a Sorala, aquí presente, que te hiciera una túnica y un par de faldas. Ludha podría realizar los acabados. ¿Qué te parece?

Si creían que iban a distraerla del tema tan fácilmente estaban equivocadas.

—Parece ideal —respondió Ana—. Gracias, habéis sido todas sumamente generosas. Me gustaría ver a Deord hoy, antes de cenar, Orna. ¿Podrías arreglarlo para que viniera a los aposentos de Alpin? Ludha, necesito que tú también estés presente.

—Haré lo que pueda —contestó la mujer—. Deord tiene su propio horario y sus propias reglas. A veces no puede acudir cuando se le llama.

—Díselo igualmente.

Ana lo esperó a la hora acordada, pero Deord no se presentó. Cuando le preguntó después a Orna, ella dijo que le había pedido que fuera a verla, pero que aquel día no podía.

—Entonces mañana —dijo la joven, que se dio cuenta de que estaba muy molesta por la constante falta de respuestas.

—Si es que puede, mi señora.

—Me parece raro —señaló Ana mirando directamente a los ojos del ama de llaves—. ¿Aquí los guardias no obedecen a su amo? ¿No es razonable que, como futura esposa de Alpin, espere que la gente del Brezal atienda mis peticiones? Lo estoy avisando con un día de antelación.

—Créeme, mi señora —dijo Orna—, todos nos alegramos de que hayas venido. Estábamos esperando que lord Alpin se volviera a casar y empezara a enmendar su vida. Para él fue un golpe terrible, lo que le ocurrió a lady Erisa. No debes sentirte incómoda ni pensar que tu presencia nos resulta poco grata. No obstante, aquí tenemos nuestra propia manera de hacer las cosas y puede que no siempre sea como lo que tenías por costumbre en la corte del rey Bridei. Créeme, no es más que una puertecilla y unos cuantos cobertizos viejos y polvorientos, y cualquier cosa que necesites saber al respecto, o sobre Deord, tendrá que contestarla mi señor. Y lo hará, estoy segura.

—Está bien, Orna. Gracias. Sé que intentas ayudar.

—Sí, mi señora.

Aún no había oscurecido. Los días se alargaban y las altas copas de los olmos, salpicadas de nidos de grajos, contrastaban con la fría palidez del cielo de la tarde. Ana estaba de pie frente a la ventana, peinándose mientras observaba los pájaros del bosque que se acercaban volando y se posaban en los árboles para pasar la noche. Quizá no tuviera importancia: la puertecita, las llaves celosamente guardadas, el pequeño misterio, el detalle fuera de lugar que hace que la mente se preocupe y que le cueste dejarlo correr. Quedaría como una estúpida si insistía en cruzar esa puerta y al otro lado se encontraba exactamente con lo que le había dicho Orna: almacenes polvorientos y descuidadas edificaciones anexas. Y Alpin regresaría en pocos días. En las historias, las mujeres que permitían que la curiosidad fuera más fuerte que ellas tenían, por norma general, finales rápidos y desagradables. Se estaba comportando como una tonta. Tenía que concentrarse en la clase de información que Faolan querría llevarle a Bridei, observaciones sobre efectivos, armamento y posiciones, y no preocuparse por algo que estaba claro que los miembros de la casa querían mantener en secreto.

Se oyó un batir de alas y allí delante de ella, en el alféizar, a menos de dos palmos de distancia, vio a una corneja, seguramente la misma que los había ayudado en el Vado del Rompiente y que los había seguido de cerca durante el viaje a través del bosque. Parecía andar buscando materiales para hacer el nido, pues de su pico afilado colgaba un trocito de algo flexible y reluciente.

—Vaya, has vuelto —le dijo Ana en voz baja—. Has tardado en construir el nido; según parece, esos grajos hace tiempo que tienen los suyos preparados. ¿Y ahora qué quieres, me pregunto yo? ¿Qué es lo que tú y tus amigos intentáis decirme?

El pájaro dio un saltito, luego dio otro más grande, entró en la habitación y se posó en el arcón, próximo a la ventana. Su pulcro plumaje negro le daba un aspecto recatado; sus ojos eran brillantes y penetrantes y a Ana le dio la impresión de que le preguntaban algo.

—No tengo respuestas para ti, aunque supiera qué es lo que quieres —le dijo—. Lo único que tengo son mis propias preguntas.

El pájaro agachó la cabeza y dejó su carga en el arcón junto a sus patas, después volvió a mirarla.

—¿Qué es eso que tienes ahí? —Ana se inclinó para mirar con más atención.

El escrutinio de aquellos ojos brillantes no flaqueó. Ella cogió aquella cosa y la sostuvo en alto bajo la débil luz que entraba por la ventana. Eran cabellos, unos cabellos que no había visto en la cabeza de nadie en el Brezal, pues eran de un tono leonado poco común, fuertes y ondulados, y tenían un brillo feroz bajo la luz. Los cabellos eran largos y se le enroscaban en los dedos.

—¿De quién son? —preguntó Ana, consciente de que no habría respuesta, al menos hasta que saliera a buscar una.

La corneja la miraba con la cabeza ladeada; estaba esperando. A Ana se le ocurrió que sólo había una única respuesta a aquel extraño desafío. Se arrancó tres pelos de la cabeza, de un pálido color dorado y el doble de largos que aquellos otros, y los sostuvo en la palma de la mano. Veloz como un rayo, la corneja agarró los cabellos de su mano, levantó el vuelo y se marchó por la ventana. A Ana le escocía la palma; el pájaro tenía un pico muy eficiente.

Aquella noche sus sueños estuvieron plagados de pasillos oscuros y presencias que acechaban en las esquinas, de escalones que descendían hacia ningún lugar y pestillos que no podían descorrerse. Se despertó al amanecer con la boca seca y el corazón latiéndole acelerado. Decidió pasar el día realizando tareas domésticas y no entrometerse más.

Para su gran sorpresa, cuando regresó a su habitación después de pasarse la mañana hablando con los muchos artesanos que ejercían sus varios oficios en la casa —Orna la presentó a cada uno de ellos— y la tarde dejando que le tomaran las medidas para su ropa nueva, el hombre llamado Deord la estaba esperando en el pasillo frente a la puerta de los aposentos de Alpin. Ana ya había despachado a Ludha y estaba sola.

—Querías verme —el tono de voz de Deord era sereno. Ana no había visto nunca a un hombre de aspecto más calmado que aquel. Al mismo tiempo parecía peligroso. Era de constitución fuerte como un jabalí de pelea, su cuerpo era musculoso y duro bajo las holgadas vestiduras que llevaba.

—Sí, así es. —Ahora que estaba ante ella, Ana no estaba segura de por dónde empezar. Sin la presencia de Ludha no podía entrevistarse con un hombre a solas en las dependencias de Alpin. Tendría que hablar con él allí, en el pasillo—. Quería conocer a todo el mundo que vive aquí en el Brezal. Supongo que ya sabes que existe la posibilidad de que contraiga matrimonio con lord Alpin. ¿Te llamas Deord?

Él inclinó levemente su cabeza calva, sin hablar.

—He oído que eres un guardia especial.

—Un custodio, sí, mi señora. —Sus ojos eran pálidos y serenos. Su presencia de ánimo tenía algo en común con el porte habitual de Faolan. Eso hizo que Ana se sintiera incómoda y zafia.

—Me he fijado en que tu lugar de trabajo parece estar al otro lado de esa pequeña puerta que hay en los aposentos privados de lord Alpin. ¿Es correcto?

—Sí, mi señora.

Ana se aclaró la voz.

—Orna me ha dicho que hay una zona de almacenaje. Viejas construcciones anexas. Me preguntaba si en dichas construcciones podría haber pájaros.

Un atisbo de expresión cruzó por aquellos rasgos bien dominados.

—Es posible, mi señora.

—¿Son tuyos?

Él sonrió.

—No, mi señora.

—Deord —dijo Ana—. Me resulta muy difícil obtener respuestas a mis preguntas sobre esa puerta y lo que hay al otro lado. ¿Tú estás capacitado para darme esas respuestas?

Él la contempló con ecuanimidad.

—Cuando no puedo decir la verdad —respondió—, permanezco callado. Hay construcciones anexas. Y también viviendas, incluida la mía. Y mi lugar de trabajo. Alpin me contrató para que mantuviera la seguridad entre esa parte de su casa y esta, y yo he realizado dicho trabajo durante los siete años que llevo en el Brezal. Es todo lo que puedo decirte. Si quieres saber más, debes preguntárselo a tu esposo.

Ana se estremeció ante su tono de voz.

—Eso me dijo Orna. Pero Alpin no es mi esposo.

—Todavía no.

—Todavía no, y quizá no llegue a serlo. El acuerdo tiene ciertas condiciones. —¿Por qué le estaba diciendo eso, justificándose ante un sirviente?—. Está bien, Deord, puesto que has dejado claro que no estás dispuesto a contarme nada más, puedes irte. Supongo que tendrás que ir a por una bandeja de comida.

—Sí, mi señora. —Deord se dio la vuelta y se fue.

Entra —dijo Deord—. Tienes que comer algo. Aquí hay caldo de cebada y buen queso. Vamos, Drustan. ¿Qué te retiene ahí afuera? —Había dejado aquellas sencillas viandas en la pequeña mesa que tenían. La vivienda constaba de dos habitaciones: aquella, con su chimenea, su banco y su arcón para guardar las cosas, y otra contigua con dos camastros. Allí reinaba la sencillez; tan sólo había una lámpara y no había ninguna colgadura. El suelo de tierra estaba cubierto de juncos. En la pared interior había una pequeña hornacina que albergaba un excusado con un profundo hoyo cavado en el suelo, un cubo de cenizas y una pala colocada sobre una piedra. Deord lo mantenía todo en un estado de escrupulosa limpieza. Aquello formaba parte de su disciplina personal, que había aprendido a las malas y que nunca había olvidado.

—¡Drustan! —volvió a llamar—. Se está enfriando la sopa.

El hombre que tenía a su cargo apareció en la entrada, moviéndose sin hacer ruido, con la corneja en un hombro y el piquituerto en el otro. El carrizo estaba posado en su cabeza, casi oculto en la exuberancia de su cabello resplandeciente.

Los ojos de Drustan alertaron a su guarda; estaban llenos de excitación reprimida.

—¿Qué pasa? —dijo Deord, escudriñándolo con la mirada.

—Nada —respondió el hermano de Alpin, que se metió bruscamente la mano en el bolsillo y fue a sentarse a la mesa—. ¿Deord?

—¿Sí?

—Necesito salir. Hoy, mañana. Es como un torrente interior que me inunda, como un fuego que prende y se propaga. Es como un grito tratando de escaparse. ¿Cuándo podemos volver a salir?

El guardia lo miró con calma.

—Te has estado preparando, es evidente —dijo él—. Esta noche no. No me fío de las excursiones nocturnas, y la luna está menguando. Es demasiado fácil perderse en el bosque; ya sabes lo que puede ocurrir si no nos atenemos a las reglas acordadas. Mañana, tal vez, si se mantiene el buen tiempo.

—¿La has visto? —preguntó Drustan. Sostenía un trozo de queso entre los dedos pero no comía. La corneja bajó por su brazo.

—No voy a buscar buena comida para ver cómo se la zampan estas criaturas —comentó Deord con un dejo de ironía—. Come, Drustan. Tienes que mantenerte con fuerzas.

—¿Para qué? —y aquella expresiva boca quedó seria de pronto. El brillo de sus extraños ojos se desvaneció.

—Para el futuro. Algún día algo cambiará. Esto no es para siempre.

—Alpin no cambiará. Yo no cambiaré. ¿Cómo puedo entonces dejar de ser un prisionero alguna vez?

Deord mordisqueó un mendrugo de pan de avena.

—La vida es cambio —dijo—. Sí, la he visto, y al tipo que vino con ella también. Son un problema, los dos, ella con su cabello dorado y sus preguntas y él…

—¿Y él qué? —La corneja le había arrebatado el queso y se retiró a su hombro para comérselo.

—Es un tipo de persona que no me esperaba ver aquí, en el Brezal —respondió Deord.

—¿De qué tipo? ¿Es un hechicero? ¿Un sacerdote?

—No —contestó Deord—. Es lo mismo que yo.

Drustan se lo quedó mirando en silencio. Al cabo de unos instantes empezó a comerse la sopa.

—Aunque no sé lo que eso puede significar —dijo Deord—. Alpin se lo ha llevado en un grupo de asalto.

—La viste —dijo Drustan—. ¿Está mejor ahora? ¿Es feliz? Has hablado de preguntas. ¿A qué preguntas te refieres?

Deord adoptó una expresión burlona.

—Vamos, Drustan —le dijo—. ¿Acaso no eres tú quien puede contestar mejor a eso, teniendo a tus espías? Estos últimos dos días han estado muy atareados con sus recados.

—Dime —insistió el hermano de Alpin—. ¿Qué preguntas?

—Me mandó llamar para un breve interrogatorio. Fue bastante razonable, puesto que será la esposa de Alpin y señora del Brezal. Me preguntó sobre puertas y llaves, sobre quién vivía en esta parte de la fortaleza. Es evidente que todavía no se lo ha dicho, y yo tampoco lo hice. Ah, y me preguntó sobre los pájaros como de pasada.

Drustan sonrió y la sonrisa iluminó sus facciones y le dio un brillo deslumbrante a sus ojos.

—Debo advertirte —dijo Deord en voz baja—. No te metas en esto, mantente al margen del matrimonio de Alpin y esa mujer, del tratado que quieren conseguir, de ese tipo que está claro que no es el bardo que todos dicen… Es un terreno peligroso para ti. Tu hermano hizo lo que le pediste. Fue a rescatar a la chica. Conténtate con eso y olvídate del asunto de ahora en adelante. Piensa en ella, si ello te ayuda de alguna manera. Es joven y está llena de esperanzas, y no sabe nada de lo que ocurrió aquí en el pasado. Es la mejor oportunidad que tiene tu hermano para forjarse un futuro decente. No lo pongas en peligro entrometiéndote.

—¿Cómo se llama? —preguntó Drustan con voz queda.

—Ana. Proviene de las Islas Luminosas, pero lleva años en la corte de Bridei. Su linaje es impecable, posee sangre real y me veo obligado a admitir que no sólo es bella y aparentemente virtuosa, sino que además es perspicaz. Su único defecto parece ser un exceso de curiosidad que, en cuanto Alpin le explique la verdad, debería dejar de ser un problema. Esperemos que lo haga pronto.

—Ana…

Los dedos de Drustan, dentro de su bolsillo, juguetearon con aquella pequeñez que le había traído la corneja la noche anterior.

—Bueno, esperemos que mañana haga buen tiempo —comentó Deord—. Ahora acábate la cena o no tendrás fuerzas para llegar a la cama, y no digamos ya para salir al bosque.

El grupo de Alpin cabalgó hacia el nordeste, y cuando cruzaron el río no lo hicieron por ningún vado sino por un precario puente elevado de tablones, montado sobre un lugar donde el agua se estrechaba entre las orillas rocosas. Se les vendaron los ojos a los caballos, que fueron conducidos al otro lado de uno en uno. Parecía un lugar ideal para que un enemigo te diera una sorpresa, pero Faolan no hizo ningún comentario al respecto. Mantuvo aguzado el oído y la boca cerrada.

Iban a un ritmo veloz. Con la tercera salida del sol el esperado combate con los Azules era inminente. Los hombres de Alpin no hablaban mucho, pero sus ojos tenían una mirada que Faolan reconoció: la de los cazadores que han olido la sangre. Nadie le ofreció un arma con la que defenderse y él tampoco pidió ninguna. En lugar de eso, ideó estrategias contra la posibilidad muy real de que Alpin lo hubiese llevado para poder deshacerse de él sin que Ana lo viera. «Tu bardo cayó en la batalla, querida. Sus habilidades de combate, como se podía esperar, no eran las adecuadas ni mucho menos».

Encontraron a los Azules en un claro junto a un arroyo. La aproximación se hizo a pie, en silencio. Un ataque a caballo en aquel terreno sería caótico, pues la ventaja de la altura y la velocidad quedaría superada por la posibilidad que el enemigo tenía de huir metiéndose en bosquecillos, de esquivar los obstáculos y abrirse camino por allí donde los caballos no podrían seguirlos fácilmente. Habían dejado sus monturas a cierta distancia. Faolan había tenido la esperanza de que le asignaran la tarea de vigilarlas, pero Alpin, con una sonrisa salvaje, le había pedido que fuera con los hombres.

—¡Te daremos algo sobre lo que componer canciones, bardo! —siguió sin ofrecerle ni una daga, ni un cuchillo.

En cuanto empezó la lucha ya no hubo tiempo de pensar en canciones. El ataque fue rápido y sangriento. El grupo de Azules, sorprendidos en un campamento improvisado, se defendió con denuedo, pero no podían competir con las espadas y los garrotes, las lanzas y los cuchillos de los guerreros de Alpin. El claro del bosque se llenó de sonidos que le eran ajenos: el chirrido del metal contra el metal, el borboteo de un hombre que moría ahogado con su propia sangre, el grito de otro que había perdido una mano… Faolan hizo todo lo que pudo para seguir la acción mientras fingía estar encogido de miedo detrás de un árbol, dando gracias de que la sosa ropa de sirviente que llevaba le permitiera pasar desapercibido.

Los sonidos cambiaron al cabo de un rato, se fueron acallando los gritos y resoplidos de los heridos y aumentó el ruido sistemático de las espadas o lanzas que descendían mientras los guerreros de Alpin acababan con los restos heridos del enemigo. Faolan vio que el jefe de clan del Brezal alzaba un puño en el aire y profería un grito de victoria. Luego oyó algo que hizo que se le erizara el vello en la nuca. El sonido de pasos apresurados le llegó por todas partes. El repique y tintineo del metal se aproximaron bajo los árboles. Habían llegado refuerzos.

Para ponerse fuera de su alcance sólo podía ir en una dirección: hacia arriba. Faolan dio un salto, se agarró con ambas manos a una rama y se balanceó con muy poca gracia para encaramarse a la haya que le había proporcionado refugio. Lo hizo justo a tiempo. Un agudo grito de guerra resonó por todas partes cuando un nuevo grupo de Azules —Faolan calculó que unos veinte o más— salió de repente del bosque empuñando las lanzas.

Los hombres de Alpin habían formado un círculo compacto desde el que blandían sus armas hacia el exterior. No eran una muchedumbre bárbara, sino una disciplinada fuerza combatiente; no era de extrañar que los escotos los quisieran como aliados. Faolan se movió un poco en su posición privilegiada y atisbó entre las delicadas hojas nuevas de la haya. Soltó una mano; uno debía estar preparado para lo que pudiera ocurrir. Si era necesario, treparía más arriba. No había ningún motivo por el que un bardo no pudiera poseer un mínimo de destreza atlética.

El pequeño grupo de Alpin rechazó a los atacantes durante algún tiempo, pero los hombres del Brezal no podían ir a ninguna parte; cualquiera que se apartara de sus compañeros y corriera hacia el círculo de Azules caería al instante. Estos estaban enojados. Los cadáveres de sus compañeros asesinados en el primer ataque se hallaban desperdigados por todo el claro. No se marcharían hasta que no tuvieran su recompensa en forma de sangre.

En semejantes circunstancias, un bardo debía quedarse en el árbol sin hacer ruido y dejar que las cosas siguieran su curso. Debía esperar a que los hombres de Alpin se cansaran y empezaran a cometer errores para luego ver cómo los masacraban. No hacer nada; ver morir a Alpin. Llevar a Ana a casa… Imposible. El tratado era lo primero. Así pues, intervenir. Salvar a Alpin. Ganarse su aprobación y con ella la libertad de recabar información, cosa que, a fin de cuentas, era su trabajo. Tenía una pequeña herramienta a su disposición.

Alpin lo ayudó sin ser consciente de ello. El jefe del Brezal, con la cara colorada y sudando, sostenía frente a él su pesada espada con las dos manos y provocaba a gritos a uno de los Azules, un individuo fornido con una barba pelirroja.

—¿Ahora te ha dado por asaltar a viajeros inocentes, Dendrist? ¡Esa a la que casi matas en el Vado del Rompiente era mi esposa! ¡Era su escolta a la que atacaron tus matones! ¡Pagarás por este error! ¡Lo pagarás muy caro! ¡Nadie ofende a Alpin del Brezal!

El jefe de los Azules se hallaba un poco por detrás de sus hombres. Llevaba la espada envainada. Por lo visto se contentaba dejando que sus subordinados hicieran el trabajo sucio por él.

—¿Tu esposa dices? ¿Cómo, otra? —se burló—. Pues fue una suerte que se ahogara. Mejor una muerte rápida en el agua que el destino que les espera a las esposas en esa mole de mala muerte a la que tú llamas casa. Puedes ahorrarte tu retórica, Alpin. Yo también perdí a diez de mis hombres en esa riada. Por cierto, oí que había dos chicas en ese grupo de viajeros. ¿Quién era la otra, una esposa para tu hermano?

Los hombres de Dendrist recibieron aquellas palabras con unas risas burlonas. Alpin soltó un gruñido de puro odio y arremetió con la espada. Uno de los Azules acometió con una lanza y el jefe de clan del Brezal retrocedió para apartarse. De momento, la ira no había anulado su sentido común.

—¿Eso es lo que le enseñas aquí a tu hijo? —preguntó en tono desafiante, mirando al joven de la lanza—. ¿Cómo llevar a la muerte a mujeres inocentes, cómo librar batallas con provocaciones rastreras? No hay duda de que está creciendo a tu imagen y semejanza, Dendrist, un cobarde malvado que no tiene otra cosa en la cabeza que una mezquina codicia por aquello que no es suyo. De casta le viene al galgo.

El joven acometió de nuevo contra él, esta vez con cierta furia. Alpin se había quedado muy quieto y los hombres también se habían callado, esperando una reacción. Faolan aprovechó el momento. Sacó el objeto que se había escondido en la bota antes de salir del Brezal, entrecerró los ojos y lo lanzó.

El muchacho cayó de rodillas y soltó la lanza. En un instante, Alpin le pasó la espada al hombre que estaba a su lado, Mordec, e inmovilizó al hijo de Dendrist, sujetándolo delante de él con un cuchillo en el cuello mientras la sangre manaba de una herida que el joven tenía en el hombro y teñía de escarlata su túnica. El muchacho tenía las facciones grises de la impresión.

—¿Qué te parece si hacemos un trato? —preguntó Alpin con calma. Tras dirigir una breve y asombrada mirada a la haya, no había vuelto a mirar a Faolan.

Dendrist se acercó un paso; él también tenía el semblante un tanto pálido.

—¡Suéltalo! —le ordenó—. ¡Tus hombres no pueden salir corriendo hacia ninguna parte! Os superamos en número y somos mejores que vosotros. ¡Suelta a mi hijo!

—¿Y por qué iba a hacerlo? Fíjate cómo sangra. Querrás que lo vea un físico, o al menos ponerle un vendaje que contenga la hemorragia. Y no tendrías que tardar mucho en hacerlo.

—Alpin, eres un canalla…

—Acabaré con él rápidamente si lo prefieres. Cuento con los medios para hacerlo y tengo una habilidad especial para ello. ¿Lo ves? —El cuchillo marcó una delgada línea roja en el cuello del chico, que dio un suspiro agudo y tembloroso.

—¡No osarías! —la voz del líder de los Azules sonó distorsionada por la ira y el miedo.

—Ponme a prueba, Dendrist. ¿Acaso tengo fama de ser contenido? Ordena a tus hombres que ataquen y me veré obligado a rajarle el cuello al chico de inmediato para tener los dos brazos libres para defenderme. ¡Dioses, qué desastre! Estoy cubierto de sangre. Bueno, hablemos de ese trato.

—Eres un miserable, Alpin —dijo Dendrist entre dientes—. Fija las condiciones y suelta a mi hijo. Por todo lo que es sagrado que pagarás por esto.

—Te lo llevas y te marchas, te largas y te encargas de que lo atiendan —dijo Alpin—. No vas a mandar a la mitad de tus hombres detrás de nosotros para matarnos en cuanto nos demos la vuelta. No vas a empezar a atravesar a mis hombres con las armas en cuanto suelte al chico. No tienes tiempo para eso, tal como está sangrando no. ¿Me das tu palabra?

—Te doy mi palabra —asintió Dendrist con los dientes apretados—. Ahora suéltalo.

—Ordena a tus hombres que guarden sus armas y retrocedan cinco pasos. Que nos dejen espacio para salir de aquí. —Alpin seguía sujetando al joven y el círculo de armas defensivo que formaban sus hombres no había perdido su disciplina.

—Haced lo que dice.

Los Azules mascullaron unas maldiciones y lanzaron miradas furiosas mientras enfundaban sus armas.

—¡Suelta a mi hijo!

—Todavía no —respondió Alpin—. Creo que no me fío de ti, Dendrist. Dame a dos de tus hombres. Ellos y el chico vendrán con nosotros hasta la Colina de la Almenara; entonces nosotros seguiremos adelante para volver a casa y tus compañeros podrán devolverte a tu hijo. Eso limita las posibilidades de que me juegues una mala pasada.

—¡Para entonces el chico podría estar muerto! —gritó Dendrist, con la mirada clavada en el rostro de su hijo, que había perdido el color de un modo alarmante.

Alpin sonrió.

—¿Y entonces no lamentarás haber tardado tanto en decidirte? Bueno, ¿cuánto tiempo más quieres que continúe este entretenido intercambio?

—Domnach, Omnist, id con él. La seguridad de mi hijo es prioritaria. Os esperaremos en el vado del Cauce Profundo. Mandaré a un hombre en avanzada para que traiga a los sanadores. ¡Y ahora marchaos!

El círculo de los Azules retrocedió aún más. Alpin y sus hombres salieron de él manteniéndose en formación defensiva mientras dos de los guerreros del Brezal sostenían al muchacho herido. No iba a morir desangrado. Faolan ya lo sabía, y se figuraba que Alpin también. La posición de la herida hacía que al principio saliera una cantidad de sangre impresionante, pero si se contenía pronto la hemorragia, lo más probable era que el muchacho se recuperara completamente.

Los Azules se hallaban entonces a un lado del claro, en tanto que, al otro lado, los hombres del Brezal se dirigieron hacia los árboles mientras su retaguardia retrocedía para alejarse sin dejar de apuntar al enemigo con sus lanzas. Faolan carraspeó; todas las cabezas se volvieron hacia él y un arquero de los Azules hizo ademán de coger una de sus flechas.

—¡Oh, casi nos olvidamos de nuestro bardo! —exclamó Alpin con desparpajo—. Baja, Faolan. Ya ha terminado todo.

Faolan se deslizó hasta el suelo y se acercó al grupo de Alpin, adoptando el paso vacilante de un hombre horrorizado tras presenciar su primera batalla. En cierto modo se sintió aliviado de que nadie se riera. Mientras el grupo de Alpin, acompañado por los Azules asignados, se alejaba de camino a casa, los hombres de Dendrist acometieron la triste tarea de reunir a sus compañeros caídos. La venganza de Alpin suscitaría una respuesta, sin duda, lo cual obligaría al jefe de clan del Brezal a reaccionar del mismo modo una vez más. La gente decía que los caitt contendían de esa forma por naturaleza; aquel día, Faolan había visto con sus propios ojos que era cierto.

Alpin ordenó hacer un alto en el lugar donde estaban atados los caballos y le rasgaron la túnica y la camisa al joven para examinar su herida. Erdig sacó el arma que seguía alojada en el hombro del muchacho y un hombre que parecía saber lo que hacía le aplicó un parche de lino y se lo vendó bien. El chico apretó los dientes y no dejó escapar ni un solo sonido. Por lo visto, los hacían duros en el norte.

El jefe de clan del Brezal sostenía el arma manchada de sangre en sus manos y tenía el ceño fruncido. Levantó la vista y su mirada se cruzó con la de Faolan.

—Es uno de los cuchillos de nuestra cocina —dijo Mordec, sorprendido—. Mira, mi señor, tu marca está en el mango.

—Me lo dieron para que lo usara en la mesa —intervino el fingido bardo, haciendo que el tono de su voz fuera un poco tembloroso—. No esperaba utilizarlo de este modo.

—Está algo más afilado de lo normal —señaló Alpin.

—No tenía ninguna herramienta para reparar el arpa, mi señor —explicó Faolan—. Un músico no puede mantener sus instrumentos en condiciones con un cuchillo desafilado.

—¿Y dónde ha aprendido un bardo a lanzarlo con tanta precisión?

Faolan rio nerviosamente.

—Yo mismo me quedé sorprendido, mi señor. Me asombra que mi contribución resultara útil. Para serte sincero, me limité a cerrar los ojos y…, bueno, lo lancé.

Los hombres prorrumpieron en una cascada de risas. Alpin sonrió, pero en sus ojos había una mirada perspicaz y crítica.

—Bueno, pues ya tienes tema para hacer una canción cuando lleguemos a casa. ¿Qué? ¿Habéis terminado de vendar al chico? Puede montar delante de ti hasta la Colina de la Almenara, Erdig. Estos tipos tendrán que correr si quieren venir con nosotros. De ahí regresaremos a casa. Ahora tengo una linda y joven esposa esperándome y un ansia que exige ser satisfecha.

Faolan deseó de todo corazón haber apuntado de manera un poco distinta y haber mandado el cuchillo directo a la garganta de Alpin. Salvo por la desafortunada circunstancia de que, de haberlo hecho, probablemente los habrían matado a todos, la idea le resultaba muy atractiva.

—Ha sido un buen lanzamiento, bardo —le dijo uno de los guerreros—. ¿Con los ojos cerrados, dices? Lo dudo.

—Si eso fue por pura casualidad —terció Mordec—, me comeré la manta de mi caballo. Había una buena distancia.

—Odio admitirlo —comentó el otro hombre—, pero aquí el músico excesivamente comedido nos acaba de salvar la vida a todos.

Llegaron al lugar llamado la Colina de la Almenara antes de que el sol alcanzara su cénit. Los dos hombres de Dendrist, que iban a pie, quedaron muy rezagados puesto que el grupo de Alpin cabalgó sin detenerse. Al hijo de Dendrist lo bajaron del caballo de Erdig sin miramientos; el muchacho se alejó tambaleándose y se desplomó en las hojas junto al camino. Estaba blanco como la leche, con los labios apretados, en silencio.

—Dile a tu padre —dijo Alpin— que ya es hora de que aprenda a tener las manos alejadas de lo que es mío: tierra, ganado, mujeres. A estas alturas ya tendría que saber que le pagaré con la misma moneda. —Tenía la daga en la mano; desmontó y se acercó al joven dando grandes zancadas—. Si mi futura esposa se hubiera ahogado, los hombres de tu padre no encontrarían aquí a un muchacho herido, sino un pedazo de carne con el nombre de Alpin del Brezal grabado. Ella sobrevivió, por lo tanto tú vivirás. Por esta vez. —El cuchillo estaba a un palmo del rostro del chico, firme como una roca. Faolan contuvo el aliento—. Resulta que tendrás que aguardar aquí solo. Espero que tus hombres no tarden; la sangre te está calando el vendaje. ¡Vamos, muchachos! Quiero estar a medio camino del puente al atardecer. No dormiré tranquilo hasta que hayamos cruzado de nuevo a nuestro territorio.

—Podríamos esperar —sugirió Mordec— y darles un castigo ejemplar a esos dos tipos cuando lleguen.

—Esta vez no —replicó Alpin—. Ya nos hemos resarcido. No es que no hubiera disfrutado colgándolos a los dos para darme el gusto de realizar unas cuantas prácticas de tiro. Pero no deseo echar más leña a este fuego. Muy pronto tendremos cosas más importantes en la cabeza. Dendrist y los de su calaña esperarán.

Faolan reflexionó sobre aquello mientras se dirigían a casa. Cosas más importantes. ¿Una parte activa en la guerra que se avecinaba? ¿En qué bando? La clave estaba en esas tierras del oeste, estaba seguro de ello. A Alpin todavía no se le habían planteado los términos del tratado de Bridei, por lo que él sospechaba que allí había doble juego, mentiras y traición. El tiempo lo diría; cuanto más tiempo pudiera mantener aquel disfraz de músico inofensivo, más oportunidades tendría de descubrir la verdad antes de que fuera demasiado tarde.

Al día siguiente de que Ana hablara con Deord, la corneja le trajo una llave. El pájaro llegó temprano y la despertó poco después del alba con los leves golpecitos y chirridos que hizo al saltar del alféizar al arcón, luego se oyó un ruido sordo cuando dejó caer su regalo sobre la madera pulida para que ella lo inspeccionara.

—¿Qué…?

Se frotó los ojos, medio dormida. Su visitante profirió un graznido con su áspera voz de cuervo. Ana se incorporó en la cama y vio lo que le había traído. Se despabiló de inmediato. No tenía ninguna duda sobre qué puerta abriría aquella llave.

Cogió el mantón; las ideas se le agolpaban en la cabeza.

—Alguien quiere que hoy vaya a echar un vistazo a los almacenes. —La corneja tenía la cabeza ladeada. Su postura parecía expectante—. ¿Tengo que mandar una respuesta? No se me ocurre nada.

Si el único medio de comunicación con aquel ente desconocido era el intercambio de cabellos, acabaría calva como una cebolla. Debería ahuyentar al pájaro y entregarle la llave a Alpin cuando este regresara. Una chica sensata, criada en la corte de un rey, no vacilaría en hacer precisamente eso. Ana alargó la mano y cogió la llave.

—Ya la tengo —dijo—. No puedo prometerte nada. —Como si aquellas palabras le bastaran, la corneja volvió a subir al alféizar de un salto y, con un fuerte batir de sus alas oscuras, desapareció en la mañana.

«Ahora», pensó Ana con el corazón palpitante. Aquel era el momento. Era tan temprano que ni siquiera los hombres y mujeres de la cocina estarían despiertos. En cuanto a Deord, por muy amedrentador que fuera, no dejaba de ser un sirviente. Si entraba allí y se lo encontraba, sencillamente le pediría que le mostrara su lugar de trabajo. Había conocido a todos los artesanos del Brezal. Aquello no era distinto, se dijo sin estar del todo convencida. Podía ir y volver antes de que nadie la echara en falta. Alpin no estaba, y Faolan tampoco. Mientras se vestía con rapidez y se calzaba las botas blandas que le habían dado para andar por casa, se le ocurrió que Faolan no lo aprobaría. Lo que hubiera al otro lado de aquella puerta podía ser realmente peligroso.

Ana volvió a coger la llave y salió con sigilo de su habitación, consciente de que antes de su viaje al Brezal no se le hubiera pasado por la cabeza intentar una cosa así. Algo había cambiado en su interior, algo profundo y vital. Caminó en silencio por el pasillo hacia la puerta de Alpin, la abrió y entró. Trató de aparentar que tenía todo el derecho a hacerlo. Lo último que quería era que su futuro marido se enterara de que había estado andando a hurtadillas por su casa, espiando secretos e infringiendo normas.

La llave giró en la cerradura de la puerta interior sin hacer ruido. Ana respiró hondo, empujó la puerta para abrirla y entró.

Se encontró en una estancia de piedra en la que había sacos apilados, viejos cubos de cuero y herramientas de hierro oxidadas. Estaba oscuro; los rincones estaban sumidos en las sombras y las telarañas engalanaban las vigas del techo. Encima de los sacos había un gato negro dormido que agitaba la cola en sueños. Vio a otro debajo de un banco roto, un par de ojos brillantes, un atisbo de pelaje rayado. Ana sintió una punzada de decepción. No sabía muy bien qué esperaba encontrar allí, pero aquello seguro que no.

Un pájaro gorjeó desde algún lugar del fondo del almacén y se oyó un aleteo. El gato negro se despertó de pronto y alzó la cabeza.

—No, no te despiertes —le susurró Ana que, guiándose por aquellos sonidos, fue avanzando con cuidado a través del revoltijo de cosas y pasó a una segunda habitación diminuta en la que había algo más que estantes vacíos y montones de polvo. Allí brillaba la luz; atravesó una entrada abierta que daba a un empinado tramo de escaleras de piedra que descendían entre unos imponentes muros. En la pared exterior se abrían unas pequeñas ventanas. Ana las contó al pasar. Una: una distante vista del agua, un espejo plateado bajo la luz del amanecer. Dos: los troncos de los olmos dorados por el sol naciente. Por encima de las piedras podían verse sus copas habitadas por los grajos. Aquel era el muro exterior de la fortaleza, eso estaba claro. Pero ¿qué era aquella pared interior tan alta y sólida? ¿Qué necesidad había que estuviera allí, y de que hubiera aquel extraño espacio estrecho entre los dos muros? Tres: Ana descendía rápidamente y en aquel punto sólo entrevió las oscuras sombras verdes bajo los pinos, allí donde el bosque crecía más próximo a la fortaleza de Alpin. Le pareció que se estaba acercando al mismo nivel que los edificios ubicados en torno al patio: el comedor, el cuarto de costura, los lugares para cocinar y fabricar la cerveza, la armería y la herrería. Cuatro: todavía más abajo, la ventana quedaba al mismo nivel del suelo del exterior y unos arbustos espinosos se apretaban contra el muro, intentando entrar en aquel solitario sendero con sus dedos puntiagudos, aferrándose a la piedra con sus fuertes manos como si quisieran probar lo bien que resistirían las defensas de Alpin frente al poder de la flora. Aquella abertura no se vería desde el exterior. Cinco: una especie de ventana secreta abierta en una depresión del terreno. Allí el follaje era más suave: zarcillos rizados, frondas sutiles y delicados foliolos. El piquituerto aguardaba en el alféizar, como una salpicadura roja en aquel verdor exuberante. Los gatos no se habían aventurado más allá de aquella última entrada.

—Estoy aquí —dijo Ana en voz baja—. ¿Adónde me llevas?

El sendero continuaba al pie de las escaleras, siguiendo la curva del muro exterior y descendiendo aún más, con lo que las barreras a ambos lados se alzaban de una manera impresionante. Ana pensó en ciertas historias antiguas de cautivos confinados en altas torres o detrás de setos impenetrables, de héroes que escalaban muros o se abrían camino a tajos a través de brezos y zarzas para liberar a su verdadero amor. Imaginaba que, por cada una de aquellas historias de gestas realizadas, había otra habitada por solitarios prisioneros olvidados y por bellas damas que se arrugaban y consumían aguardando una liberación que no llegaba nunca.

El piquituerto la guiaba, avanzando a trechos con un aleteo, deteniéndose para esperar, mirar y asegurarse de que ella todavía lo seguía. Al final dieron la vuelta por otra curva del sendero y allí, frente a ellos, apareció una verja hecha con enrejado de hierro, más alta que una persona, más ancha que el camino y, según parecía, cerrada a cal y canto. Al otro lado había una especie de patio o jardín.

El pájaro se posó en uno de los travesaños de la verja, miró a Ana y a continuación entró volando, como un rayo escarlata. Al cabo de un instante apareció el carrizo en su lugar.

Ana sopesó la llave que llevaba en la mano. Se acercó a las barras, miró hacia dentro y el carrizo se posó en su hombro dando un saltito. Allí había un pequeño patio excavado, bordeado por la curvada pared exterior y con un techo de barras de hierro muy juntas. El interior era sombrío, pues el lugar estaba por debajo del nivel del suelo y a primera hora de la mañana penetraba muy poca luz. Ana entrevió indistintamente una zona cubierta de hierba que crecía a duras penas, un banco de piedra y unas losas. Al otro lado había un edificio cuya puerta estaba cubierta por una tosca colgadura de lana. ¿Acaso Deord vivía en aquella morada subterránea? En tal caso, ¿por qué necesitaba semejante verja y un techo como aquel? Era como una jaula. Ana pensó en animales salvajes. Quizá Alpin fuera uno de esos hombres excéntricos que tienen criaturas exóticas por placer, con el fin de mejorar su posición social mediante un aparente dominio sobre esa clase de bestias. Un gato montés, un dragón, un manticore… Seguro que no. ¿Acaso esos pájaros entrarían y saldrían volando con tanta libertad si la muerte se encontrara a tan sólo un chasquido de aquellas mandíbulas? Por otro lado, abrir la verja, suponiendo que pudiera, y entrar así, sin más, quizá fuera excesivamente atrevido.

—¿Hay alguien ahí? ¿Deord? —gritó sin estar segura de cómo reaccionaría si alguien le contestaba. Allí dentro su voz sonaba extraña, ahogada y resonante, como si el lugar viera a pocos visitantes y no pudiera contener completamente su presencia—. ¿Hola?

No hubo respuesta. El carrizo se arreglaba las plumas con el pico cerca de la oreja de Ana, y el piquituerto se había ido volando y había desaparecido de la vista.

—¿Hola? —volvió a llamar, pero no acudió nadie. Probó a meter la llave en la cerradura. La verja de hierro se abrió suavemente y entró, cerrándola tras ella.

No le llevó mucho tiempo recorrer el perímetro de aquel triste y pequeño recinto. Allí todo estaba privado en gran medida de la luz del sol, la hierba estaba mustia y amarillenta, el estanque se hallaba invadido de algas viscosas y sus bordes agrietados daban origen a unas cavidades en cuya superficie crecía una capa de musgo negro. Allí donde había pavimento de piedra, el suelo estaba limpio. Ana se acercó al banco y tropezó cuando se le enganchó el pie con un obstáculo. Sonó un tintineo y los dos pájaros emitieron sus voces al unísono, como si respondieran. Bajó la vista al suelo. Había una larga cadena sujeta a una pesada argolla de hierro que estaba fijada en el banco. La cadena le pasaba por encima del pie y seguía hacia el muro exterior, donde se había hecho una abertura minúscula en una piedra del mismo grosor que la longitud del brazo de un hombre. La cadena terminaba en un brazalete de ingenioso diseño. Con sólo echar un vistazo se dio cuenta de que dicho brazalete se podía apretar para que se ajustara perfectamente a la muñeca o al tobillo de una persona y luego se sujetaba con un perno, que otra persona podía aflojar para que el cautivo quedara libre. Ana sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo. ¿Quién vivía allí? ¿A quién retenía Alpin con tantas medidas de seguridad? ¿Y dónde estaba en aquel momento? Había sido una estúpida yendo allí, una verdadera estúpida…

Se sorprendió por la posición de las manillas, que estaban tiradas debajo de la rendija de la ventana como si el prisionero hubiera estado allí mirando el mundo más allá de su celda. ¿Qué era lo que veía desde ahí? Se puso de puntillas y atisbo por la diminuta ranura. El lugar estaba a una profundidad tal bajo el nivel del suelo que la parte inferior de aquella ventana quedaba bajo tierra. A través del estrecho espacio que quedaba en su parte superior se divisaba, sobre una brusca elevación del terreno, un hermoso roble solitario cuyo follaje primaveral, acariciado por la luz de primera hora de la mañana, adquiría un tono del verde más puro. Un coro de pájaros cantaba en sus ramas; su música era como un himno a la libertad y, mientras observaba, Ana los vio alzarse en una gran bandada hacia el cielo abierto, volando hacia el nuevo día. ¿Y si allí, observándolos, un hombre había llorado, había expresado su furia, había suplicado a los dioses? Eso era un desatino, estaba poniendo sus propios pensamientos en la cabeza de otra persona. Y el tiempo pasaba. Echaría un vistazo rápido dentro y luego regresaría a toda prisa a su habitación antes de que llegara Ludha para ayudarla a lavarse y a vestirse.

Una mesa, un estante, un banco. Un recipiente para agua. Había otra argolla de hierro sujeta a la pared a la altura de la cintura de un hombre. ¿Acaso aquel cautivo comía encadenado? Una escoba de mijo, un cubo, paños plegados; todo guardado de forma ordenada. No había víveres, sólo una bandeja vacía, una fuente, dos cuencos, dos tazas y dos cucharas. No había cuchillo. Ana se aventuró a entrar en la estancia interior con el carrizo en su hombro derecho, al que entonces se le unió el piquituerto en el izquierdo. Allí dentro había tan poca luz que regresó a la habitación exterior para enganchar la colgadura de la puerta antes de seguir investigando. En un estante de piedra había una lámpara apagada, con una vasija para el aceite al lado. Dos camas rudimentarias con jergones de paja y unas mantas de buen tejido de lana, aunque raídas de un modo lamentable. Todo estaba pulcramente colocado y una gruesa capa de juncos frescos cubría el suelo; cosa de Deord, sin duda. Encima de una de las camas había otra de esas argollas. Ana se estremeció al verla.

—Aquí retienen a un hombre —les dijo a los pájaros—. Nadie aloja a una bestia salvaje en una cama con mantas, ni la alimenta sirviéndole las sobras en frágiles vasijas de barro cocido. Imaginaos: dormir encadenado, para que ni siquiera en sueños pueda correr con libertad… Sin duda se volvería loco de añoranza de los cielos abiertos y el viento en la cara.

Aquel pulcro aposento era, a su manera, un lugar tan lamentable como el sombrío recinto que había fuera. La llave que le habían dado no había desvelado sino más preguntas sin respuesta. Era hora de irse. Ana fue a darse la vuelta y los dos pájaros volaron juntos hacia los juncos del rincón, donde empezaron a picotear por ahí con afán.

—¿Qué…?

La joven dio un paso hacia ellos. De pronto, el suelo no estaba debajo de sus pies. Se tambaleó, retrocedió, se arrodilló y apartó los juncos con el corazón acelerado.

Unas tablas tapaban una abertura de algún tipo. Las echó a un lado y miró debajo. Era un túnel; no un agujero excavado a toda prisa, sino una salida bien hecha, lo bastante grande como para que un hombre corpulento como Deord pudiera pasar por ella sin dificultad. La generosa alfombra de juncos ocultaba totalmente la cubierta de tablas y la abertura de debajo, que daba la impresión de llevar allí mucho tiempo. Las paredes del túnel estaban revestidas de piedra y, a criterio de Ana, no formaban parte de la estructura original de la fortaleza, sino que eran posteriores, obra de alguien que sabía muy bien lo que hacía. La luz penetraba en aquel lugar subterráneo desde el otro extremo. Era un pasadizo hacia el mundo exterior; un camino bajo el gran muro de la fortaleza de Alpin que con toda probabilidad tendría salida en medio del espeso abrigo del follaje. Audaz, desde luego. El prisionero podía escapar cuando quisiera. Todo aquello resultaba cada vez más extraño.

Al borde de la abertura, Ana vaciló. Todavía era temprano, pero no tanto como para que dentro de poco no anduviera por ahí algún sirviente encendiendo la lumbre, atendiendo a los caballos o a los perros. Tenía la llave. Tal vez aquello tendría que esperar a otro día. Pero…

La diminuta forma del carrizo descendió como una flecha y desapareció por el camino subterráneo. El piquituerto se movió y erizó las alas.

—Así pues, sólo conduce al exterior —murmuró Ana—. Sólo al otro extremo, no sigue más allá. Supongo que esta gente debía de tener buenos motivos para hacer unas paredes tan fuertes.

Ana era una chica bastante alta, pero la abertura estaba hecha para hombres grandes y le resultó fácil pasar a través de ella. El pájaro voló por encima de su cabeza y al cabo de unos momentos llegaron los dos afuera, a un lugar cubierto de brezos y enredaderas que todavía quedaba más oculto por un montón de piedras caídas, quizá los restos de alguna construcción anterior que entonces estaba en ruinas. La respiración de Ana era agitada, tanto por el esfuerzo como por la expectación. Hacía muy poco que había amanecido y la luz caía con suavidad sobre el follaje por encima de ella. El carrizo y el piquituerto se posaron uno junto a otro en una rama espinosa al borde de la hondonada, al parecer aguardando. No podía limitarse a dar la vuelta como se había prometido que haría. Seguramente los dos pájaros la estaban conduciendo a las respuestas que buscaba.

Ana trepó al tiempo que miraba hacia lo alto del muro; podría haber guardias patrullando por allí o en un adarve, con una amplia vista del bosque. En aquel momento no se veía a nadie.

—Está bien —susurró—. Llevadme a donde sea, pero que sea rápido o me voy a meter en un buen lío.

Si había un sendero en el bosque, los pies que lo recorrían pisaban con mucha suavidad, pues apenas era visible. Ana se abrió camino con cuidado entre los arbustos de pinchos afilados, los brezos que se enganchaban y las peligrosas zarzas, siguiendo la brillante mancha roja del piquituerto. Al carrizo apenas se le veía en medio de aquel agitado y cambiante tapiz de hojas y luz del sol. Al cabo de poco el camino quedó profundamente ensombrecido. Pasaban bajo unos robles y la luz se filtraba a través de un dosel de un verdor pimpolludo. La espinosa maleza dio paso al musgo y a los helechos a través de los cuales se veían serpenteantes cursos de agua. Una miríada de plantas diminutas amantes de la humedad se extendía en pequeñas capas sobre troncos y ramas caídos. El lecho de hojas del pasado otoño había dejado una rica y oscura mezcla en el suelo y Ana percibió el trabajo de las criaturas que reptaban por sus profundidades convirtiendo la tierra en un hervidero de vida. Por encima de su cabeza, un grupo de luganos rápidos como flechas pasó volando entre los árboles, peleándose entre ellos.

El sendero torcía cuesta arriba entre unas grandes piedras sobre las que las zarzas se habían extendido, enredándose para formar unas tupidas jaulas. Seguro que allí habría una buena cantidad de frutos más avanzada la estación. Si en verano seguía en el Brezal, saldría con Ludha a recoger bayas. Si se casaba con Alpin… La mente de Ana rehuyó dicha posibilidad. Con el ceño fruncido, se arremangó la falda y subió hasta lo alto de la pendiente.

Los pájaros la estaban esperando otra vez, uno junto a otro en una rama. Ana se detuvo a escuchar. El bosque estaba repleto de pequeños sonidos: gorjeos, reclamos, susurros, el murmullo del agua. Pero en aquel momento allí había algo más, un movimiento pesado, un resoplido que no hacían las pequeñas criaturas del bosque cuando trajinaban con sus cosas. Ana pensó en un jabalí y consideró qué haría si aparecía un animal como aquel, con colmillos, cerdas, pezuñas puntiagudas y una fuerza arrolladora de puro músculo. ¿Gritar? ¿Correr? ¿Trepar a un árbol y esperar a que la rescataran? Se ruborizó al imaginar lo que pensaría Faolan del hecho de que estuviera deambulando por ahí afuera ella sola. Ni siquiera había traído el cuchillo que él le había dado.

Los sonidos provenían de un punto más alejado del sendero, allí donde el camino descendía al otro lado de la pendiente. Era un lugar completamente fuera de la vista de los puestos de guardia de Alpin. El contorno natural del terreno y la densa protección de los árboles hacían de aquel sitio un territorio excelente para moverse en secreto. Los hombres de la expedición de Faolan habían oído un montón de historias de viajeros perdidos en los bosques de los caitt a los que nunca habían encontrado; de muertes súbitas e inexplicables; de caminos que empezaban siendo anchos y rectos y terminaban en forma de retorcidas pesadillas, haciendo avanzar a la persona en círculos hasta que perecía de frío, de sed o de puro terror. Todos ellos habían perdido la vida, en efecto, pero de eso sólo tenían la culpa los Azules y las inclemencias de la estación. No obstante, Ana había visto con sus propios ojos lo alejado que se encontraba el Brezal de otros asentamientos. Había oído hablar a Alpin de la naturaleza cambiante de aquel bosque y lo había creído.

Se quedó inmóvil, intentando interpretar los sonidos, hasta que los pájaros levantaron nuevamente el vuelo, llevándola ladera abajo. Ella avanzó con cuidado. Fuera lo que fuera lo que había allí delante, no quería que la vieran hasta que no hubiera tenido la oportunidad de evaluar el peligro.

Salió a un claro rodeado de árboles más pequeños: allí crecían saúcos y sauces y, desde algún lugar bajo su sombra, llegaba el borboteo de un riachuelo oculto. Ana dio un paso más y entonces se detuvo en seco. Había dos hombres luchando en el terreno abierto. Sus cuerpos se fundían en un abrazo feroz, músculo contra músculo, resistiendo con fuerza. Tenían las cabezas gachas como las de los venados cuando pelean y las piernas plantadas firmemente en el suelo mientras cada uno de ellos intentaba derribar al otro. Sus cuerpos, desnudos de cintura para arriba, brillaban con el sudor del ejercicio. Cerca de ellos, sobre la hierba, había unas vestiduras de un tejido artesanal y otras prendas de ropa, cinturones y camisas. Reconoció a uno de los hombres, pues era bajo y fornido, calvo, ancho de espaldas, robusto: Deord. Tal vez el guardia especial de Alpin y uno de sus compañeros tenía un rato de descanso. Las vestiduras eran de Deord, y el cinturón medio oculto por ellas era aquel en el que el hombre llevaba sus llaves y que casi con seguridad incluía la que entonces tenía ella guardada en el bolsillo. La corneja estaba posada en una rama baja no muy lejos de aquellas posesiones, como si las vigilara.

En cuanto al segundo hombre, era alto. Ana se dio cuenta de ello cuando ambos se soltaron y, con un rápido movimiento de sus miembros ágiles, empezaron a andar en círculos y volvieron a agarrarse. El segundo hombre se movía con gracia y agilidad, tenía los hombros anchos, la cintura estrecha y las piernas largas. Era rápido. Su habilidad para esquivar y escabullirse lo mantuvo fuera del alcance del poderoso puño de Deord hasta que otra vez estuvo listo para enfrentarse a él. Aquel hombre tenía un rostro de huesos fuertes que a Ana le resultaba vagamente familiar. No llevaba marcas en la piel, ni los símbolos de clan, ni el recuento de batallas. Iba bien afeitado, igual que Deord, pero tenía un cabello hermoso y abundante de un color leonado, como el de las plumas de un águila, o el del sol sobre los robles de otoño, o el de la piel de un zorro rojo. Tenía unos ojos brillantes, y ya fuera por aquella hermosa mañana, por el placer de disfrutar del ejercicio, o porque era un hombre dado a la risa por naturaleza, sus ojos captaban todo el brillo del amanecer y hacían que sus rasgos resplandecieran de luz. Ana casi se olvidó de respirar. Aquel hombre era, sencillamente, la cosa más hermosa que había visto nunca.

De pronto sintió la necesidad urgente de evitar que la vieran. Había ido donde no debía; se había inmiscuido en algo muy privado. Retrocedió al abrigo de los arbustos.

La corneja soltó un graznido, y el carrizo y el piquituerto levantaron el vuelo en el mismo instante y volaron hacia los hombres. Reinó una repentina calma. Los contendientes se separaron, se enderezaron y, cuando el carrizo se posó en la cabeza del hombre alto y el piquituerto en su hombro, ambos se volvieron hacia Ana. Demasiado tarde para salir corriendo; debía negar descaradamente lo evidente, intentar dar cuenta de algún modo de por qué estaba allí. Su respiración era demasiado agitada y tenía las palmas de las manos sudorosas. Deord empezó a andar hacia ella y dijo algo, pero Ana no supo el qué porque el otro hombre la estaba mirando y la expresión de sus ojos la despojó de todo lo que no fuera la necesidad de devolverle la mirada, de no dejar de mirarlo hasta que creyó que se ahogaría… ¡Oh, cómo la miraba! Sus ojos eran como estrellas, como lagos bajo la luz de la luna, como pozos profundos llenos de sueños, y ella no pudo apartar la mirada, tuvo que permanecer allí parada como una niña estúpida incapaz de pronunciar ni una sola palabra, incapaz de recobrar la compostura y comportarse como debía hacerlo una mujer de sangre real. Ana notaba aquella mirada en su interior, una mirada que la hacía arder, fundirse y temblar. ¿Quién era aquel hombre que tanto poder ejercía sobre ella?, ¿un hechicero?

—Mi señora —dijo Deord al llegar a su lado—, no deberías estar aquí. ¿Cómo…? —se estaba dominando, pero Ana notó el enojo y la alarma en su tono.

—Yo… —todavía no le salían las palabras. Apretó las manos con fuerza, haciendo todo lo posible para controlarse mientras el hombre de cabello leonado se acercaba y se detenía al lado de Deord, a menos de tres pasos de ella. No había dejado de mirarla. A pesar de toda la luz de aquellos ojos brillantes, hermosos y aterradores, su boca era triste y su actitud comedida.

—Nos has encontrado —dijo en voz baja.

Deord se puso tenso.

—Drustan —le espetó—, ¿qué has estado haciendo? —Entonces se dirigió a Ana—. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Por qué has venido?

Sus maneras no eran las de un sirviente para con su señora, ni mucho menos; sin embargo, Ana era perfectamente consciente de las normas que había infringido aquella mañana. Se sacó la llave del bolsillo y la sostuvo sobre la palma. Cuando Deord fue a cogerla, ella cerró los dedos.

—¿De dónde la has sacado? No puede habértela dado Alpin…

—Creo que es tuya —dijo ella—. Un pequeño visitante me la ha entregado al amanecer. Alguien quería que viniera.

—Vuelve adentro. —El tono de Deord era brusco, era una orden—. Drustan, vístete. Te dije que no te entrometieras. Por lo pronto, tu locura ya te ha costado tiempo bajo el sol, y puede que todavía acarree un castigo más severo. La señora debe regresar inmediatamente a la casa.

Su compañero no se movió. Tenía los ojos clavados en Ana.

—Todavía no —repuso.

—Ahora mismo —replicó Deord—. Date prisa. No discutas. —Mientras el otro hombre iba a buscar la ropa, sorprendiendo a Ana con su aquiescencia, Deord se dirigió a ella una vez más—. Puesto que has llegado tan lejos, no dudo que tendrás preguntas. Las contestaré si puedo, pero no aquí, ni ahora. Si nos descubren fuera de la muralla, o si le cuentas a Alpin lo de este encuentro, perderemos la poca libertad que nos hemos creado. Tu curiosidad no nos ha hecho ningún favor. Drustan y sus pájaros también tienen la culpa. Debemos volver a nuestro recinto enseguida.

—Pero…

Ana no terminó la frase. El hombre llamado Drustan se había puesto la camisa de cualquier manera, sin molestarse en atársela, y en aquellos momentos recogía un trozo de cadena sujeto a un grillete de hierro; el otro extremo recorría el suelo para terminar en otro grillete igual que el anterior. Mientras ella miraba horrorizada, el hombre de cabello leonado se puso una de esas manillas en la muñeca y luego aguardó tranquilamente a que Deord la apretara y la cerrara. Entonces el guardia se echó la túnica y el cinturón al hombro y se colocó el otro grillete en su propio brazo. Ana enmudeció. Aquella era la bestia salvaje, el peligroso cautivo, aquel joven encantador de rostro franco, voz tímida y ojos que brillaban como estrellas. Un prisionero que abandonaba el aire fresco y la luz del sol, al parecer de forma voluntaria, para volver a su oscuro confinamiento, al lugar donde los altos muros no dejaban entrar la mañana. Ana se había fijado en cómo cambió su mirada cuando se sometió a los grilletes.

—Todavía no —dijo ella, y le puso la mano en el brazo a Deord—. Por favor, deja que disfrute un poco más de la luz del sol. No era mi intención…

El guardia apretó la boca.

—Esto no es un juego para jóvenes damas de alta cuna. Fue una estupidez que vinieras aquí. Enojar a Alpin supone arriesgar mucho.

De pronto Ana fue capaz de alzar la cabeza, respirar hondo y hablar como debía hacerlo una hija real.

—Alpin todavía no es mi esposo —declaró con frialdad—. No tengo que rendir cuentas a nadie. No era mi intención hacer nada malo; de hecho, él me dijo que me sintiera como en mi casa durante su ausencia. Que explorara a mi antojo.

—No lo complacerás deambulando sola por el bosque, ni abriendo puertas privadas —dijo Deord—. Te estás entrometiendo en asuntos peligrosos. Podrías causar mucho daño. Ahora debemos irnos.

—Deord —Drustan seguía hablando en voz baja, pero su voz tenía un dejo que a Ana le dio que pensar. ¿Dónde estaba el equilibrio entre ellos? Un prisionero no utilizaría ese tono con su guardián, sin duda—. Sólo unos momentos. Hay tiempo.

Deord guardó silencio. Al cabo de unos instantes se volvió de espaldas para mirar el bosque.

—Date prisa —dijo—. Ya sabes mi opinión. En nombre de todo lo sagrado, ¿qué pensabas que estabas haciendo? Y no me digas que uno de tus amigos se llevó la llave sin que tú lo supieras; veo en tu cara que no es así.

—Estaba abriendo una puerta —repuso Drustan.

La cadena estaba tirante entre los dos hombres. Deord la sostenía con la mano libre, como para apartar a Drustan de un tirón si se acercaba demasiado a Ana. Ella lo miró y él le devolvió la mirada. Tenía unos ojos cambiantes, cuyo color reflejaba los muchos tonos del bosque, las hojas moteadas con la luz del sol, distancias de un gris oscuro. No dijo nada más. Tal vez, al igual que ella, había enmudecido momentáneamente. Ana pensó que su actitud era un tanto similar a la de una criatura salvaje preparada para salir huyendo, fascinada a la vez que recelosa.

—Lo siento —logró decir con voz temblorosa a causa de su corazón palpitante. Todo aquello era muy extraño; era como si los códigos de conducta habituales se hubieran erradicado de repente—. Si os he puesto a los dos en peligro, lo lamento muchísimo… No sabía…

—¿Te encuentras bien? —No controlaba su voz mejor que ella; carraspeó y volvió a intentarlo—: Fue algo terrible que tus compañeros fallecieran en el vado; un día aciago para ti.

—¿Lo sabes?

Hubo un momento de pausa, tras el cual dijo él:

—Deord y yo hablamos de ello.

—¿Los enviaste tú? —le preguntó Ana—. ¿A los pájaros?

Él asintió con un movimiento de la cabeza y una fugaz sonrisa que mostró un hoyuelo en la comisura de los labios.

—¿Por qué lo hiciste? —Ana se esforzaba por encontrar alguna pista sobre qué preguntas hacer, porque eran tantas que no sabía por dónde empezar.

Drustan no respondió. De hecho, ella empezaba a preguntarse si no tendría las ideas un tanto confusas. A pesar de la aguda inteligencia de sus ojos, su actitud era, como poco, extraña. ¿Acaso un largo tiempo de cautividad había hecho que olvidara las convenciones de una casa como la de Alpin, de modo que ahora hablaba como y cuando quería, sin el comedimiento que dictaba la conducta aceptable? ¿O es que Drustan existía en algún otro nivel fuera de esas pautas y no le importaban en absoluto los convencionalismos?

—¿Estás enfadada, Ana? —susurró.

Cuando pronunció su nombre, sintió que algo se despertaba en su interior, allí donde la sangre fluía con más fuerza.

—No —respondió—. Sólo estoy confusa. ¿Eres un druida o un hechicero que puedes valerte así de las criaturas? ¿Por qué estás aquí encerrado?

Él bajó la mirada; sus dedos toquetearon la manilla. Sus hombros ya no estaban erguidos.

—Por necesidad —contestó—. Resultaría peligroso si fuera de otra manera. —Entonces, al cabo de un momento, añadió—: ¿Me tienes miedo?

¿Cómo podía responder a eso con sinceridad? No podía decirle que sus ojos le hacían sentir calor, frío y debilidad, que la apresaban y la arrastraban a un sueño. Si algo la asustaba, era eso.

—No puedo responderte a eso, Drustan… ¿Te llamas así, no? —dijo Ana, que vio que él tensaba el cuerpo cuando pronunció su nombre—. No sé nada de ti salvo lo que veo.

Él volvió a levantar la vista.

—¿Y qué es lo que ves? —inquirió.

Aquel era un terreno peligroso, sin duda.

—No puedo decírtelo —contestó ella.

Regresaron al túnel caminando en silencio, en extraña procesión. Deord hizo entrar a Ana primero; él entró después y su cautivo fue detrás, con toda la longitud de la cadena entre ellos. Ana echó un vistazo atrás y le pareció que aquellos dos hombres habían hecho eso mismo con tanta frecuencia que observaban ciertas normas de comportamiento sin ser muy conscientes de ello. Le resultaba evidente que Deord prefería que Drustan no se acercara demasiado a ella. Teniendo en cuenta los grilletes, las puertas cerradas con llave y el recinto aislado, debía suponer que el prisionero era peligroso, pero por su vida que no se lo podía imaginar como a un hombre violento. ¿Se acurrucaría aquel diminuto carrizo en sus cabellos y se posarían las otras criaturas confiadamente en sus hombros si fuera dado a tener arrebatos de furia?

Al volver al oscuro recinto, Deord ató a su cautivo a la argolla que había en el banco antes de soltar la manilla y la cadena que los unían. Drustan ya no la miraba. Se quedó junto a la pared, en las sombras, con la cabeza inclinada y no dijo ni una palabra.

—Vamos —dijo el guardián—. Te acompañaré hasta la puerta y me aseguraré de que no te vean. Dame la llave.

Ana lo miró.

—Sin ella —añadió Deord con tono calmado— los dos estamos encerrados aquí y ni siquiera puedo ir a buscar nuestra comida o agua fresca. No salimos muy a menudo. Estas excursiones al otro lado del muro son secretas. Quizá no lo habías entendido.

—Me pediste que no se lo dijera a Alpin —repuso Ana—. Supongo que esperas que te entregue la llave y mantenga la boca cerrada como si no hubiera visto nada. No voy a hacerlo, Deord.

Él se mantuvo tranquilo.

—Te quitaré yo mismo la llave si tengo que hacerlo. Preferiría que me la dieras voluntariamente. Él necesita protección. Te estás inmiscuyendo en un asunto que no comprendes.

—Pues explícamelo —dijo ella—. Dime quién es y por qué está aquí encerrado. Dime por qué nadie ha mencionado nada de esto. ¿Qué clase de delito debe cometer un hombre para merecer estar encarcelado de esta manera?

—Aquí no. Ahora tienes que marcharte. —Ya la conducía hacia la reja. Tras ellos, Drustan no se había movido. Verlo derrotado de aquella manera, con la luz de sus ojos apagada, inquietó mucho a Ana. Privado del sol y de la naturaleza, parecía una sombra del hombre que ella había visto en el claro, una criatura encantadora como un pájaro en pleno vuelo.

—Está bien. Me marcharé, pero tienes que explicarme la historia más tarde. Y tienes que dejarme volver.

—La gente no viene aquí —se opuso Deord de plano—. No es seguro. Son las normas de Alpin. Si quieres cambiarlas, habla con él. Y ahora vamos.

Ana no estaba acostumbrada a que se dirigieran a ella de ese modo y se sintió ofendida, pero Deord tenía razón al meterle prisa, pues el sol iba ascendiendo en el cielo; llevaba demasiado tiempo allí.

—Dame un momento —dijo, y sin esperar respuesta, cruzó el recinto con paso brioso y se detuvo junto al silencioso Drustan, lo bastante cerca como para tocarlo.

—¡No! —exclamó Deord con brusquedad, pero Ana cerró los oídos a su voz. Alargó el brazo y tomó la mano engrilletada. Al tocarla sintió un estremecimiento por todo el cuerpo, sorprendente y embriagador.

—Ahora tengo que irme —dijo levantando la mirada hacia el prisionero—. Siento haber acortado tu tiempo de libertad. Si puedo hacer algo para ayudarte…

—Es suficiente —dijo el guardián, que la agarró del brazo para apartarla. La mano de Drustan se movió con tanta rapidez que Ana soltó un grito ahogado y el cautivo apretó la muñeca de su guardián hasta que los dedos de Deord se abrieron y la soltó. En aquel momento ella reconoció la tremenda fuerza de Drustan.

—No la toques —dijo en tono calmado—. Irá contigo voluntariamente; no es necesario utilizar la fuerza. Adiós, Ana. Me ha alegrado verte.

Ella sintió un curioso pesar. No lo entendía; ellos no se conocían.

—Adiós —respondió—. Espero volver a hablar contigo. No importa lo que hicieras, seguro que no te mereces esto. —Hizo ademán de retirar su mano, pero Drustan se la levantó, se la llevó a los labios y cerró los ojos un momento. Ana notó que la sangre se le subía a las mejillas y vio que el semblante de Drustan se ruborizaba, como un reflejo perfecto. Entonces le soltó la mano y se dio la vuelta. El extraño encuentro había terminado.

—Ahora no puedo hablar contigo —le dijo Deord en voz baja cuando ambos llegaron a la pequeña puerta que daba a los aposentos de Alpin, y Ana, con un suspiro, colocó la llave en la mano que él le tendía—. Si me desvío de mi rutina diaria habitual, se darán cuenta. Te atenderé antes de la cena.

—Con mi sirvienta presente no podré buscar las respuestas que necesito —comentó Ana.

—Eso debes decidirlo tú.

—No —replicó ella—, por lo visto lo decide Alpin: encerrar a ese prisionero y ocultarlo aún más tras toda una maraña de secretos. Sea lo que sea lo que ha hecho, seguro que Drustan podría seguir recibiendo visitas, ¿no? No parece una persona peligrosa.

—No, no lo es —dijo Deord en tono afable mientras abría la puerta y la cruzaba antes que ella para comprobar que no había nadie por ahí—. Pero yo lo conozco. Tú eres una forastera aquí.

—Está bien —dijo Ana—. Hablaré contigo más tarde. Puedes confiar en mi discreción. Díselo a Drustan, por favor. Lamento de verdad que hayáis tenido que volver a entrar por mi culpa. Entiendo lo valiosas que deben ser esas escapadas para vosotros.

Deord inclinó la cabeza educadamente. Al cabo de un momento había desaparecido por la puerta y le dio con ella en las narices.