Capítulo 5

Ana pensó que había sido una estupidez por su parte identificar a Faolan como a un bardo. Se suponía que el emisario personal del rey tenía que exponerle a Alpin las condiciones de Bridei y asegurarse de llegar a un acuerdo en firme con el jefe de clan de los caitt para que se aliara con los escotos. Tenía que allanarle el camino a ella y cerciorarse de que no se llevaran a cabo los esponsales a menos que se firmara el tratado. Ahora ya no podría hacer nada de eso. A Ana no le habían gustado las miradas en los ojos de aquellos hombres, pues parecían augurar una ejecución sumaria o la extracción de una confesión por cualquier método que se les ocurriera. Ella sólo había querido proteger a Faolan. Ahora ya casi habían llegado al Brezal y se dio cuenta, con desazón, de que iba a tener que negociar ella misma.

Allí los pinos eran altos como torres, las pendientes irregulares y el suelo estaba tachonado de extraños grupos de rocas que parecían criaturas de las que sólo salían en las historias: el trasgo sonriente, el dragón de tierra, el ser de patas almohadilladas, el monstruo agazapado. Algunas veces Ana creyó ver que se movían, extendiendo un dedo con garra, un rabo pequeño y grueso, un par de orejas insólitamente peludas. A veces oía cosas que volaban por encima de su cabeza de un árbol a otro, cosas que sin duda alguna no eran pájaros, pues chillaban y gañían al pasar. También había muchos pájaros, muchas aves de todo tipo. Cuervos posados junto al camino que saludaban a los viajeros con graznidos burlones. Bisbitas y carrizos dando saltos entre la maleza. Desde más alto se oían de vez en cuando los reclamos del lugano y el piquituerto. Los arbustos murmullaban constantemente y Ana vio unas criaturas peludas que subían y bajaban con rapidez por los pinos, con unos cuerpos pequeños y veloces como una flecha. Innumerables insectos zumbaban y silbaban en la atmósfera; no era de extrañar que allí se congregaran tantos pájaros.

Los caminos, en efecto, eran enrevesados. A menudo los hombres se detenían para consultar antes de proseguir, y eso que debían estar familiarizados con aquel bosque. En ocasiones parecía no haber un sendero propiamente dicho, sólo una escarpada y pedregosa pendiente o una amplia zona cenagosa con árboles caídos, o un espacio mínimo entre arbustos retorcidos y espinosos. Aquel lugar poseía una belleza agreste, una belleza peligrosa. Ana se maravilló que Faolan y ella hubieran encontrado el camino.

En aquellos momentos no lo veía. Alpin se había empeñado en que Ana cabalgara delante, cerca del frente de la línea, detrás de él, y su bardo había quedado relegado a la cola. En la Colina Blanca, así como en la corte de su primo en las Islas Luminosas, los buenos músicos eran tenidos en gran estima, pues ¿acaso no eran los tejedores de sueños y los narradores de las verdades más recónditas? Se consideraba que los mejores de ellos gozaban de la confianza de los dioses. Era evidente que en el Brezal tenían una actitud distinta. Los caitt tenían fama de ser gente salvaje y belicosa. Quizá no tuvieran música. Ana se estremeció. Al cabalgar detrás de su futuro esposo, no dejaba de ver ni un momento sus anchos hombros cubiertos con ropas de cuero. Su cabello castaño oscuro, largo y grueso, le colgaba por la espalda no exactamente despeinado, sino de un modo que hacía pensar en cierta condición que ella ya había visto cuando el hombre había interrogado a Faolan y en sus ordinarios intentos de ser gracioso. No parecía ser en modo alguno un hombre refinado. Se preguntó cuántas mujeres habría en el Brezal, y quiénes serían. Quizá Alpin tuviera hermanas, o madre. Algunos de aquellos guerreros tendrían esposas. Quizá ellas podrían explicarle cómo era posible tolerar el hecho de vivir entre hombres como aquellos.

El bosque se hallaba densamente pegado a los muros de piedra de la fortaleza de Alpin. Al llegar a lo alto de una cuesta, los viajeros pudieron ver unos tejados de paja y juncos, cerca de los cuales distinguieron el repentino destello de un lago que luego se perdió de vista cuando empezaron a descender de nuevo. Más cerca de la fortaleza, los pinos daban paso a los oscuros robles y altos olmos con hojas nuevas y frescas bajo el sol de primavera. A Ana le vino a la cabeza la imagen de Faolan tumbado en el césped, relajado, en mangas de camisa, y ella con los pies descalzos dentro del agua del riachuelo, como si fuera una niña después de las clases. Se asombró de que la imagen perteneciera al mismo día que aquella cabalgada, que aquellos guerreros extraños, que aquellos altos e imponentes muros, que aquel grosero desconocido a quien, de alguna manera, debía aprender a tolerar y con quien, dentro de muy poco, tendría que compartir la cama.

Llegaron a las puertas, que se abrieron desde el interior a un grito de Alpin, y entraron en un patio rodeado de edificios de piedra: una sólida vivienda, un granero, edificaciones para el ganado y los suministros y, por lo que supuso Ana, todo lo necesario para mantener a todos los miembros de una casa situada en lo que parecía un lugar extraordinariamente apartado. Los altos muros lo rodeaban todo y dejaban fuera el bosque, aunque algún que otro olmo estiraba su copa por encima de las hileras de piedras más elevadas.

Alpin la ayudó a desmontar. A Ana no le importó la forma en que sus manos se entretuvieron sobre su cuerpo al hacerlo, ni la manera en que sonrió ante su turbación. Se quedó muy quieta y esperó a que retirara las manos. No intentó mirarle a los ojos, sino que dirigió la vista más allá, hacia los demás jinetes, que ya no formaban una línea sino que se habían congregado allí cerca. Su mirada se cruzó con la de Faolan, cuya expresión le provocó un escalofrío de inquietud, pues era un hombre que siempre había dominado sus rasgos de forma experta. Ana sabía, porque Tuala se lo había explicado, que un hombre que es espía y asesino de oficio debe aprender a ser invisible. Puede que tenga sentimientos, pero aprende a no dejarlos traslucir. En aquel momento Faolan no estaba acatando dichas normas. Le brillaban los ojos de furia.

Ana apartó la mirada. Faolan debía aprender a seguir el juego de otra forma. Tendría que adaptarse a las nuevas reglas que ella había impuesto al decir que era su bardo y quitarle así su autoridad. No podía culpar a nadie más que a sí misma.

—Estoy muy cansada —dijo. Alpin le había soltado por fin la cintura y la contemplaba con cierta socarronería. Sucia, despeinada y agotada como estaba, por no hablar de su atuendo masculino, a Ana le pareció importante tomar la iniciativa desde un primer momento—. Si fuera posible tener la ayuda de una sirvienta, una habitación tranquila, un poco de agua caliente…

—Mis aposentos están a tu disposición, por supuesto —repuso él con soltura. Bajo su aterciopelado tono de voz había un dejo de burla que hizo que Ana se sintiera sumamente incómoda.

—Gracias, pero eso no sería apropiado. Más tarde te expondré las condiciones de Bridei. Pero no hasta que no me haya bañado, cambiado de ropa y descansado. Necesito una estancia para mí sola. Una habitación de dimensiones razonables. Una puerta con pestillo. Y espero que os ocupéis bien de mi sirviente. Resultó herido y estuvo a punto de ahogarse. Quiero que me asegures no solamente que estará a salvo, sino que además será bien alimentado y alojado.

—Estás pendiente de su bienestar…

—Mi señor Alpin —dijo Ana—. Partí de la corte de Bridei en la Colina Blanca con una escolta de doce personas. Este hombre es el único que me queda. ¡Cómo no voy a estar pendiente de él! Me molestaría mucho que no pudieras, o no quisieras, satisfacer mis deseos sobre este asunto. Y sobre el otro. —No había esperado que fuera necesario tener que imponerle las reglas y se encontró con que le temblaban las manos. El miedo y la ira le hacían cada vez más difícil mantener un porte calmado.

—De modo que un pestillo, ¿eh? ¿Lo quieres por dentro? —Alpin dirigió la mirada hacia el círculo de hombres—. ¡Muchachos, me ha conocido esta misma tarde y ya no se fía de mí! —Los guerreros estallaron en una cascada de risas—. Bueno, lo más probable es que haya olvidado cómo hay que tratar a una dama. En cuanto te hayas bañado y hayamos arrojado ese atuendo al estercolero, quizá me resulte más fácil volver a meterme en situación. —Unos hombres y mujeres del servicio salían entonces de la casa y Alpin chasqueó los dedos más o menos en su dirección—. ¡Orna! Esta dama requiere tu ayuda. Llévala dentro y ocúpate de sus necesidades; búscale una sirvienta. La señora quiere una habitación para ella sola. Instálala junto a mí.

—Sí, mi señor. —Orna era alta y robusta como los hombres, con unos rasgos exactamente igual de adustos. Llevaba el pelo hacia atrás, cubierto por un pañuelo de lino dudosamente limpio.

—Gracias —dijo Ana con educación.

—Me complace complacerte, querida —el tono de voz de Alpin, que sólo podía describirse como demasiado afectuoso, hizo que se le pusiera la carne de gallina. Como no supo qué decir, se dio la vuelta y siguió a Orna hacia el interior de la casa.

Al cabo de un rato, sentada en un banco mientras una chica nerviosa le peinaba el cabello recién lavado, Ana se vio obligada a admitir que su futuro esposo le había proporcionado todo lo que había solicitado. Exigido. Ahora se sentía avergonzada por haberse mostrado tan brusca. Una vez dentro de la casa, que resultó tener unas magníficas proporciones y numerosas estancias, si bien era oscura y estaba llena de humo, Orna había espetado una serie de órdenes y la gente se había afanado a obedecerlas. A Ana la habían conducido a una estancia amueblada con una cama de proporciones considerables, un arcón de madera de roble para guardar las cosas y dos bancos. La única ventana que había era una rendija diminuta y la habitación no tenía chimenea, aunque era tolerablemente cálida puesto que de las paredes colgaban unos polvorientos tapices de lana cuyos diseños se habían desvaído hasta alcanzar un uniforme color pardo.

Le trajeron una tina de hierro y agua abundante, tanto fría como caliente. Un jabón basto y unos paños aún más bastos para secarse. Un peine, aceites aromáticos y velas en pesadas palmatorias. Hierbas para el baño: camomila y hierbabuena. Por último, aquella sirvienta, tímida y farfullera. Ludha había demostrado ser hábil con la jarra y el cazo y le había frotado la piel hasta que le ardió. Era maravilloso estar limpia por fin, pero no tanto como se había imaginado durante los agotadores días de viaje, cuando la idea del agua caliente y de una cama mullida la habían ayudado a continuar. ¿Cómo podía abandonarse al placer del rítmico movimiento del peine, a la sensación del lino limpio sobre su piel, al dulce aroma de lavanda contra la sien en la que Ludha había aplicado una gota de aceite, cuando había tantas cosas de las que preocuparse? El tratado, la mentira que había dicho, Faolan… y Alpin. ¿Cómo podía casarse con un hombre cuyo tacto le hacía encogerse de asco?

—¿Ludha? —dijo Ana.

—¿Sí, mi señora? —la voz era como un leve susurro. El peine se movía suavemente, deshaciéndole los nudos.

—El hombre que vino conmigo, Faolan, mi bardo…, ¿sabes dónde está?

—No, mi señora. ¿Quieres que vayan a buscarle?

—No, no. —Ana intentó mostrarse autoritaria—. No puede venir aquí a mis aposentos privados. Sencillamente quiero estar segura de que está a salvo.

—¿A salvo? —Ludha pareció asombrada—. Claro que sí, mi señora, estará perfectamente seguro aquí. El Brezal está muy bien defendido. Mi… —se ruborizó—, mi amigo, Foldec, dice que nadie puede acercarse a nosotros aquí. Lord Alpin posee el ejército más grande de todo el norte. —Ludha se quedó callada de repente.

—Cuéntame más cosas —dijo Ana—. ¿Este Foldec del que hablas es un guerrero?

—Sí, mi señora. —Ludha, ahora orgullosa, le dirigió una sonrisa encantadora—. Es arquero en las fuerzas de mi señor. Ahora mismo se encuentra en el oeste. Obtuvo sus marcas de guerrero hace ya tres años; las ganó cuando sólo tenía quince.

—Debe de ser muy valiente —comentó Ana con una sonrisa alentadora.

—¡Oh, sí, mi señora!

—¿Y qué haces mientras esperas que vuelva a casa, Ludha?

—Coser, mi señora. Hay muchas que pueden hacer los trabajos sencillos, dobladillos y remiendos, túnicas y otras prendas para los hombres. Pero a mí me enseñó mi madre, que era costurera de una dama, y me dan todo el trabajo delicado.

—¿Esto lo has hecho tú? —La ropa que le habían dado a Ana era sencilla pero de buena calidad, una túnica y una falda de excelente lana teñida de un color rojizo y ribeteada con un bordado de flores. También le habían proporcionado ropa interior y un par de zapatillas de suave cabritilla.

—No, mi señora. Orna encontró esta ropa guardada. Son de una chica que vivía aquí antes, una sirvienta de la primera esposa de lord Alpin. —Ludha titubeó—. Lo siento, mi señora —dijo entre dientes.

—No es necesario que te disculpes —repuso Ana—. Ya sé que lord Alpin estuvo casado anteriormente. Dime, ¿tiene familia aparte del hijo ilegítimo del que se habla y que según tengo entendido no vive aquí en el Brezal? Sé que no tuvo hijos en ese primer matrimonio, pero tal vez Alpin tenga hermanos o hermanas, ¿no?

Inexplicablemente, Ludha se ruborizó.

—No sé bien, mi señora —se puso a peinarla una vez más, pero en aquella ocasión fue menos cuidadosa y Ana hizo un gesto de dolor.

—Ya terminaré yo, Ludha. Estoy acostumbrada a hacerlo sola. Espero que en alguna ocasión me enseñes tu trabajo; tengo un interés especial por el bordado. Tenía una colección de camisas y otras prendas para bebé. Todas se perdieron al cruzar el río, cuando el agua arrastró a mi escolta. No debería tener importancia; una cosa así se convierte en algo absolutamente trivial frente a la pérdida de tantas vidas. Pero aun así me entristece. Había mucho amor en esas puntadas.

La joven movió la cabeza con aire compasivo.

—Sí, mi señora. De todos modos, una madre ama a su hijo aunque sólo pueda vestirlo con harapos. Al menos eso es lo que yo creo.

Ana se encontró súbitamente al borde de las lágrimas.

—Sí, bueno —dijo tratando de reponerse—, quizá tú y yo podamos coser juntas. Como ves, no tengo nada que ponerme. Nada que sea mío.

—Será un placer ayudar, mi señora —repuso Ludha.

—¿A quién puedo preguntar dónde conseguir rollos de tela y cosas así?

—Habla con Orna. Parece una mujer temible, pero te ayudará en todo lo que pueda. Todos lo harán. Todos dicen… —vaciló.

—¿Qué es lo que dicen?

—Yo no soy quién para repetirlo, mi señora, pero dicen que una nueva esposa para mi señor Alpin sería lo mejor que ha ocurrido aquí durante años. Orna hace todo lo de la casa. Da todas las órdenes. Pero incluso ella preferiría estar trabajando para una dama. Y desde el primer momento todos nos dimos cuenta de que tú lo eras.

Ana pensó en ello.

—¿Estabas aquí cuando vivía la primera esposa de lord Alpin, Ludha? ¿Puedes hablarme de ella?

—Yo vine cuando ella ya no estaba, mi señora. Tuve que buscarme un nuevo sitio para vivir cuando a mi madre se la llevaron las fiebres. Orna me contrató al ver el magnífico trabajo que puedo hacer.

—Lamento lo de tu madre, pero, dime, ¿hay alguien en la casa que conociera a la primera esposa de lord Alpin?

De pronto la joven se puso a recoger las cosas del baño, a plegar los paños; trataba de ocupar sus manos con cualquier cosa.

—¿Ludha?

—La gente no habla mucho de ello.

—¿Cómo murió?

No hubo respuesta. Ludha empezó a meter el agua de nuevo en las jarras y los cubos para llevársela más fácilmente.

—¿Cómo murió, Ludha?

—No lo sé muy bien, mi señora. Estaba esperando un bebé, eso es lo que dicen. Murieron los dos. Fue hace mucho tiempo, seis o siete años como mínimo.

—Ah. —Era la explicación más plausible, por supuesto. Las muertes como aquella, aunque doblemente tristes, eran bastante frecuentes. Ana fue capaz de experimentar un atisbo de compasión por Alpin. Debía de haberla querido mucho y haberse sentido muy desconsolado para esperar tantos años a buscar una nueva esposa, una nueva oportunidad de tener hijos. Pero, claro, él no había buscado a Ana exactamente. Más bien era al contrario.

—Querrás descansar —dijo Ludha—. Llamaré a un chico para que se lleve estas cosas y luego te dejaré sola, si te parece bien.

—¿Cómo dices? —Ana no estaba escuchando—. Ah, sí, por supuesto. ¿Querrás venirme a buscar cuando sea la hora de la cena? Tienes razón, estoy muy cansada.

A pesar del mullido colchón y de la ropa de cama de buen lino, Ana no podía conciliar el sueño. No hacía más que pensar en el vado, en la riada, en los cuerpos destrozados y en el miedo a estar sola, que hacía que se le encogiera el corazón. Imaginaba que aquella sensación seguiría con ella durante el resto de su vida. Además, había preocupaciones más inmediatas. Ensayó una y otra vez lo que debía decirle a Alpin y cómo se lo diría. El matrimonio dependía de que se aliara con Bridei y no con Gabhran de Dalriada. Bridei no le pedía que luchara junto a las fuerzas de Fortriu, aunque otro jefe de clan de los caitt, Umbrig, se había comprometido a contribuir con un grupo de guerreros para tal propósito. Probablemente, pensó Ana, no debiera facilitarle aquella información en particular. Pero Alpin tenía que entender que era imprescindible un acuerdo jurado, escrito a ser posible, en el que se estableciera que ni él ni sus hombres se alzarían en armas contra Bridei, ni por tierra ni por mar. La parte más importante era la que se refería a «por mar». Era su acceso a la ruta marítima occidental hacia Dalriada lo que hacía de Alpin un elemento tan importante. Si el jefe del clan estaba de acuerdo con las condiciones de Bridei, Faolan llevaría la noticia de vuelta a la Colina Blanca y se celebrarían los esponsales.

Ana deseaba con todas sus fuerzas poder discutir sobre ello con Faolan en privado antes de tener que mencionarle el tema a Alpin. Sólo conocía el asunto a grandes rasgos y existían muchos más detalles que el emisario personal de Bridei tenía en su memoria y que sin duda serían sumamente importantes. Los destinos de los ejércitos dependían de que aquello saliera bien, y de que se hiciera deprisa. Cuanto más vueltas le daba, más enojada se sentía consigo misma por su mal concebido intento de proteger a Faolan con una mentira. Lo había echado todo a perder. De ahora en adelante debía asegurarse de hacerlo perfectamente.

Trató de imaginarse lo que Alpin querría saber. Cuestiones estratégicas: ella tendría que responder con sinceridad y decir que sabía poco de esos asuntos. ¿Y si le preguntaba sobre la alternativa? Si rechazaba la oferta, ¿qué iba a hacer ella? Difícilmente podría salir del Brezal con Faolan y emprender el largo viaje a casa sólo con un caballo para los dos y el vado desbordado, por no hablar de esos atacantes de azul. Tendría que quedarse allí al menos hasta que los ríos decrecieran y pedirle una escolta a Alpin para que los acompañara por los lugares peligrosos.

Tal vez lo mejor que podía hacer era decir la verdad: confesar que había mentido y por qué, y dejar que Faolan hiciera el trabajo que había venido a hacer. Ana lo consideró. Sin duda era sensato; era lo que probablemente le sugeriría su amiga Ferada. «No seas boba, Ana, dile la verdad a ese hombre y ya está. No te va a arrancar la cabeza de un mordisco». Aun así, vaciló. Dejando aparte el hecho de que Alpin pudiera considerarla caprichosa y estúpida, la actitud de aquel hombre la llenaba de desazón. Allí había peligro, lo notaba.

Ana vio interrumpidos sus pensamientos por un leve sonido procedente de la rendija que hacía de ventana. Volvió la cabeza. Allí, en el alféizar, había un pájaro diminuto, un carrizo, con un pulcro plumaje de color castaño y crema. Se hallaba allí posado sin moverse, con la cabeza ladeada y uno de sus brillantes ojos clavado en ella. Ana estaba encantada. La criatura parecía no tenerle miedo a nada; ningún pájaro de los bosques se aventuraría a acercarse tanto a la morada de los humanos y se quedaría allí tan tranquilo. Desde luego, aquel era un lugar particularmente insólito para que se entretuvieran los pájaros: por el camino desde la entrada hasta su habitación, Ana había visto nada menos que nueve gatos en la casa, la mayoría de los cuales parecían cortados por el mismo patrón que los hombres y mujeres del Brezal, pues eran robustos y musculosos.

Se incorporó en la cama, se rodeó las rodillas con los brazos y contempló a su pequeño visitante. Dio un suave silbido. El carrizo se movió un poco, pero no apartó sus ojos de ella. Ahora que Ana pensaba en ello, ya había visto antes aquella mirada penetrante y atenta, como si la criatura la buscara con alguna intención. ¿Acaso la corneja cenicienta del vado no había vuelto sus ojos penetrantes hacia ella con la misma concentración? Aquello la había desconcertado. Pero la corneja había resultado ser una amiga. Sin su ayuda hubiera perdido a Faolan.

—¿Qué eres? —murmuró al tiempo que bajaba de la cama lo más lentamente que pudo para no ahuyentar al diminuto pájaro con un movimiento brusco—. ¿De dónde vienes?

El carrizo se movió por el alféizar dando saltitos; no avanzó mucho, puesto que la ventana era muy estrecha. Ana todavía no había mirado por ella. Se acercó. El carrizo permaneció donde estaba. Con sólo alargar la mano podía haber tocado su suave plumaje. Ana se preguntó si no habría sido la mascota de alguna dama. No era probable; no podía decirse que la mirada de sus ojos brillantes fuera precisamente dócil.

—¿Quién te ha enviado? —susurró, y miró por la ventana hacia las vistas parciales que esta ofrecía. La habitación estaba situada en un lugar elevado; había subido por unas escaleras de piedra para llegar a ella. Desde allí pudo ver una extensión de bosque, de robles y olmos, un pedazo de cielo pálido y, si se arrimaba a un lado, parte del largo y alto muro que por lo visto rodeaba la fortaleza. Ludha había dicho que el Brezal era un lugar muy seguro. Parecía indiscutible; sin el visto bueno de Alpin no había manera de entrar ni de salir. De repente Ana tuvo frío.

El carrizo gorjeó y, con la misma rapidez con la que había aparecido, se lanzó por la ventana y se alejó. Ana estiró el cuello para observar cómo volaba a lo largo del muro, recto como una flecha, descendía y se perdía de vista. Fuera adonde fuera, no se había dirigido al bosque, sino a algún lugar dentro de la fortaleza de Alpin.

—Es extraño —se dijo Ana—. Muy extraño. —Se preguntó si Alpin tendría druidas o mujeres sabias en su casa. Eso lo explicaría. Las personas que se dedicaban a las artes de la curación, la adivinación y la magia podían llegar a estar muy próximas a esas criaturas. Fola tuvo un gato enorme, Sombra, que no parecía particularmente mágico, pero el vínculo que la mujer tenía con él era desde luego muy fuerte. Si aquellos pájaros eran, en efecto, los compañeros del druida o la sacerdotisa de Alpin, Ana esperaba que le explicaran por qué daba la impresión de que iban a su encuentro.

A la hora de la cena Faolan ya se había familiarizado con la distribución de la plaza fuerte de Alpin. La fortaleza del Brezal tenía tres niveles: sótanos para el almacenamiento, zonas destinadas a las viviendas y al trabajo a ras de suelo y unas cuantas cámaras más altas que incluían las dependencias del jefe de clan. A Ana la habían alojado al lado de Alpin. A Faolan le habían cedido un camastro en los aposentos de los sirvientes. En cuanto lo presentaron como un bardo, los hombres de armas de Alpin habían empezado a tratarlo como una divertida novedad, sin mostrar verdadero interés por su persona. El hecho de compartir los aposentos con mozos de cuadra y cocineros podía resultar útil; por norma general, las compañías de ese tipo constituían una fuente de buena información.

El patio central estaba bordeado de edificios que se extendían hacia el enorme muro que rodeaba la fortaleza de Alpin. Había una herrería, una curtiduría, una tahona, una perrera repleta de sabuesos de aspecto aterrador, un almacén de grano y un arsenal. Más abajo había graneros y establos; por lo visto, en aquella casa pocas eran las actividades que se realizaban fuera de la protección de la muralla. Faolan trazó un nuevo mapa en su mente: el recorrido del muro, cada uno de los edificios, los puntos donde los árboles eran lo bastante altos como para verse por encima de la barrera, recordándoles a los de dentro que tan sólo estaban a tiro de piedra del gran bosque. Buscó entradas y salidas; en algún lugar tenía que haber una abertura menor en el muro, una puerta trasera, por así decirlo. ¿Un sumidero, tal vez? ¿Un lugar por donde pudieran entrar las mercancías sin necesidad de tener que abrir esos enormes portones?

Las indagaciones que hacía en voz alta no trataban de esos asuntos. Sus preguntas estaban cuidadosamente estructuradas para parecer inofensivas, para que se olvidaran enseguida. Estaban pensadas para animar a la gente a darle lo que necesitaba sin que supieran que lo habían hecho. Faolan hacía mucho tiempo que era espía y conocía bien su oficio.

Aquel primer día no fue posible ir muy lejos. Habían llegado al Brezal a media tarde. Con la escolta de Alpin, la última parte del camino había resultado más rápida de lo que él había previsto, pero una vez se hubo instalado, sólo pudo visitar los establos para comprobar cómo estaba su caballo e intercambiar una o dos palabras con los hombres que trabajaban allí porque ya anochecía. Reservaría las exploraciones nocturnas para cuando esa gente se acostumbrara a su presencia entre ellos.

Le llamó la atención uno de los rincones de la fortaleza, un lugar donde le pareció que la muralla era doble, creando así un estrecho espacio bordeado por unas altas barreras de piedra en ambos lados. No parecía haber ningún punto de entrada a esa zona, pero el muro se veía ligeramente combado hacia adentro a lo largo de unos quince pasos, más o menos; Faolan calculaba que más allá podía haber espacio suficiente para albergar un patio o estancia ocultos. ¿Qué podría valorar uno tanto como para tenerlo apartado de ese modo? ¿Un arsenal? ¿Un cargamento de especias o sedas que podría serle ofrecido a un poderoso enemigo a modo de soborno? Tras aquella extraña curva de la construcción quizá hubiera algo de naturaleza distinta. Tal vez no fuera un baluarte contra una intrusión, sino una barrera para retener algo allí dentro, algo demasiado peligroso para alojarlo en un confinamiento común y corriente como el granero, las perreras o los sótanos. ¿Una prisión? Imposible. ¿Qué cautivo requiere que lo oculten de un modo tan elaborado? Lo único que necesitaba un jefe de clan competente para confinar a alguien eran unos grilletes y uno o dos guardias fornidos. Cierto que, en una o dos ocasiones, Faolan había escapado de ese tipo de seguridad, pero él no se contaba como un prisionero común y corriente. Su trabajo consistía en ir siempre un paso por delante, estar a un nivel superior; ese era uno de sus códigos para sobrevivir. Bueno, había tiempo para descubrir la verdad sobre aquello y sobre otros asuntos de interés. Había tiempo siempre y cuando Ana pudiera transmitirle el mensaje a su futuro esposo de que sólo la tendría si aceptaba las condiciones de Bridei. Debía reunir fuerzas para insistir en un retraso y rechazar cualquier intento de acostarse con ella por parte de Alpin hasta que Faolan pudiera verificar las promesas de aquel individuo. En ese sentido, Ana le había hecho un favor. Sólo esperaba que nadie le pidiera que tocara.

Lo que no podía hacer era intervenir para ayudar a Ana en las negociaciones iniciales. Faolan había planeado con Bridei la información exacta que presentaría como respuesta a las inevitables preguntas de Alpin. Algunos datos serían falsos y engañosos, y estaban pensados para corroborar la información que ya había transmitido en la fortaleza escota de Dunadd, antes de encontrarse con un hombre llamado Pedar y verse obligado a silenciarlo. Bridei quería que los escotos fueran conscientes de la posibilidad de un pronto ataque: quería que creyeran que el consejo con Drust de Circinn se había convocado para la fiesta de la Recogida de la Cosecha y que el avance propiamente dicho estaba planeado para el Baile de la Doncella, la celebración de los primeros indicios de la primavera. Dicho rumor estaba encaminado a ocultar la verdadera fecha de su misión, que era muy anterior. Dalriada sentiría el poder de Fortriu el día que las hojas se tornaran del color del oro; la campaña terminaría antes de que la Diosa Madre afianzara su gélido dominio sobre las montañas de la Gran Cañada. La estrategia había sido buena: no hay nada mejor para ocultar la verdad que dar una información muy próxima a ella pero inexacta en algún detalle crucial. Faolan dudaba mucho que el rey Gabhran de Dalriada imaginara siquiera que Bridei ya casi estaba a punto de atacar.

Ana era una pieza peligrosa en aquel juego porque no se podía contar con que ocultara información cuya importancia estratégica ella no entendía; los nombres de los aliados actuales, por ejemplo, incluido Umbrig, jefe de clan de los caitt. Faolan se alegraba de que no le hubieran contado toda la verdad a Ana; no se hacía ilusiones en cuanto a los métodos que podrían aplicarse tanto a hombres como mujeres para extraerles información. Ella sí tenía una ventaja en las negociaciones. A juzgar por la mirada lasciva y las manos erráticas de ese desgraciado de Alpin, era evidente que la deseaba. Faolan se ponía enfermo sólo con pensarlo.

Se había lavado bajo una bomba de agua y se había vestido con el sencillo atuendo que uno de los trabajadores de la cocina había encontrado para él, de un burdo y resistente tejido artesanal en color pardo y gris. Se había dejado las botas en el bosque y le dieron un par de zapatos vetustos de cuero agrietado y puntadas desiguales que se calzó sin protestar. Puesto que la mentira ya estaba dicha y no había vuelta atrás, aprovecharía al máximo la situación. Cuanto menos pareciera un emisario real, mejor. Con aquel atuendo no le costaría pasar desapercibido. Sería bueno para él. Le recordaría que las mujeres como Ana vivían en un mundo distinto al de los hombres como él.

A la hora de la cena lo sentaron a la larga mesa cerca del extremo opuesto del lugar que ocupaba Ana, a la derecha de Alpin; ella tenía un aspecto pálido y demacrado con su ropa limpia. Llevaba el cabello trenzado formando una corona en lo alto de la cabeza y mantenía el cuello estirado con el objeto de mostrar un porte regio. Alpin no le quitaba el ojo de encima. Faolan, que nunca bebía cerveza cuando estaba trabajando, vació su copa de un solo trago y dejó que una mujer se la volviera a llenar. El jefe del clan se reía; le daba palmaditas en la mano a Ana con su zarpa grande y áspera. Faolan vio que la muchacha se encogía. Concentró su mirada en el plato de añojo asado que tenía delante; pinchó un pedazo con el cuchillo que le habían prestado y empezó a masticar. Observó a la gente que lo rodeaba; asimismo, se fijó en los rincones del salón de Alpin, en las entradas cubiertas por sueltas colgaduras, en las amplias chimeneas de ambos extremos. Decían que los inviernos eran mortalmente fríos en el reino de los caitt.

Eran un pueblo escandaloso que parecía disfrutar con sus bromas, muchas de las cuales tenían que ver con sus propias proezas en las camas de mujeres pechugonas o con su victoria sobre algún que otro individuo en una pelea. Comían y bebían con buen apetito y al principio acosaron a Faolan a preguntas: cómo se llamaba, de dónde era, si estaba casado, qué hacía un escoto viviendo en la corte de Fortriu. Él dio respuestas breves, educadas y totalmente faltas de interés, y se vio recompensado cuando la conversación se desvió hacia otros temas. Contó los hombres de armas allí presentes, calculó cuántos podrían estar de guardia y comparó el total con la capacidad de los aposentos reservados para los guerreros, un reino que había investigado calladamente con anterioridad. En casa de Alpin había espacio para una dotación de ochenta hombres. En aquellos momentos tal vez hubiera unos treinta presentes, incluidos los que estaban de guardia. Era sabido que Alpin tenía un puesto de avanzada en la costa occidental, donde mantenía sus embarcaciones, pero no había información actual en cuanto a su magnitud o recursos, y Faolan necesitaba saberlo. En algún lugar del Brezal encontraría alguna débil conexión; era un experto en reconocerlas: un tipo rencoroso, una mujer solitaria que se fuera de la lengua, un niño que había oído por casualidad algo que debía haber sido secreto. Ya les sonsacaría la información, a su debido tiempo.

Dirigió la mirada hacia el otro extremo de la mesa, hacia Ana; ella lo miró en aquel mismo momento, con unos ojos que expresaban disculpa. Él se permitió dirigirle un leve movimiento de la cabeza para tranquilizarla y vio que sus labios se curvaban para dibujar la más imperceptible de las sonrisas.

Ana se había vuelto entonces hacia Alpin y gesticulaba con expresión grave. Se estaba esforzando con su propia misión: entregar su futuro por unos reyes que la habían mantenido media vida como rehén. Eso no estaba bien, no estaba nada bien. Era como la princesa de una historia antigua, que sin duda encontraría la felicidad en el beneficio de su reino o en un trascendente triunfo sobre la adversidad. Aquello no constituía ningún triunfo. Con cada inclinación de su encantadora cabeza, con cada mirada de sus límpidos ojos grises, con cada expresivo movimiento de sus manos estaba un paso más cerca de comprometerse con el zoquete que se hallaba sentado a su lado. Ni una sola de esas personas tenía la capacidad de reconocer lo que valía realmente…

—Así pues —dijo alguien—, eres bardo en la corte, ¿no? Hay una vieja arpa en alguna parte; antes había un tipo que sabía tocar un poco, hace mucho tiempo… ¿Cómo se llamaba…? Estaría bien escuchar unas cuantas melodías después de cenar. Un arpa. Faolan se quedó helado.

—Quizá en algún otro momento —repuso sin comprometerse—. Resulté herido durante el viaje; en el brazo. Pasará algún tiempo antes de que pueda volver a tocar. Y me imagino que el instrumento necesitará algunos arreglos si lleva mucho sin usarse.

—Le diré a un chico que vaya a buscarla; puedes echarle un vistazo. Aquí no hay demasiadas distracciones, no sé si me entiendes. Los bardos no tienen por costumbre pasar por aquí. A las mujeres les gustaría oír alguna canción.

—Trabajo para la dama —dijo Faolan—. Si ella está de acuerdo os complaceré, por supuesto. Pero llevará un tiempo. Un tipo con una banda azul en la cabeza me hirió con una flecha. Supongo que creyó que era un guerrero. Debía ser corto de vista.

Sus compañeros de mesa soltaron unas risotadas.

—Enséñanos la cicatriz —dijo alguien.

—Está vendada.

—Enséñanosla.

No tenía más alternativa que acceder. Faolan tuvo cuidado de remangarse sólo hasta la herida reciente y no revelar la otra, la más antigua que tenía encima. Un músico podía explicar una herida como aquella de forma bastante convincente como un accidente desafortunado. Tener la marca de dos cicatrices ya levantaría sospechas.

—¿Los Azules, eh? —comentó un anciano que tenía la mejilla izquierda adornada con una hilera tras otra de unas desvaídas marcas de guerrero—. La gente dice que atacaron al grupo de tu señora junto al vado. Alpin no dejará que semejante afrenta quede sin respuesta.

—¿Los Azules? —Faolan fingió ignorancia—. ¿Quiénes son? ¿Vecinos?

—Podría decirse así. El territorio de Dendrist, el Lago Azul, llega hasta el este del Brezal. Es un hombre que nunca parece estar contento con las fronteras existentes.

—Ah.

—Cruzar el Vado del Rompiente no es la manera más segura de llegar hasta aquí —comentó un hombre con ojo de lince—. Quienquiera que dirigiera vuestro grupo debía ser idiota. Hubierais hecho mejor siguiendo los lagos y subiendo por los caminos del oeste.

—Yo no sé nada de esas cosas —dijo Faolan, cuyo constante escudriñamiento del alborotado salón en busca de cualquier cosa que pudiera tener importancia se había visto por fin recompensado. A un lado, sobre un anaquel de piedra, había unas fuentes de comida y, entre los sirvientes que llevaban los platos a la mesa y los retiraban, había un hombre que disponía algunas cosas en una bandeja discretamente, comida y bebida suficientes para tal vez dos personas. Aquello no tenía nada de sorprendente en realidad; era probable que llevara provisiones a alguno de los hombres que estaban de guardia o atendiendo a los ancianos o enfermos. Lo que a Faolan le llamó la atención fue el hombre en sí mismo. Era bajo, con un pecho fuerte y unos hombros muy anchos, vestido con una túnica que le llegaba a los tobillos y que realzaba aún más su complexión. Estaba completamente, calvo, iba bien afeitado, a diferencia de los hirsutos guerreros caitt, y tenía el rostro decorado con recuentos de batalla pero no con marcas de clan; así pues, se trataba de un avezado veterano, y de sangre priteni, pero no de alta cuna. Su actitud rezumaba poder. En aquella energía reprimida había un control que dejó a Faolan sin respiración. ¿Qué hacía un hombre como aquel llevando bandejas de carne asada y cerveza como si fuera un vulgar sirviente? La cabeza calva se volvió y Faolan se fijó en una marca detrás de la oreja derecha, un pequeño tatuaje con forma de estrella realizado de manera rudimentaria. Un par de ojos claros e inescrutables se cruzaron con los suyos durante un breve instante y a continuación aquel individuo cogió la bandeja y se fue. Faolan vio que la salida que utilizaba era la puerta más cercana a las dependencias privadas de Alpin.

—¡Bardo! —gritó el jefe de clan.

Faolan se levantó sintiendo una punzada de recelo.

—¡Acércate!

Caminó hacia el extremo de la mesa y al llegar junto a Alpin se postró servilmente.

—Mi señor.

—¿Esta noche no hay música? —preguntó el corpulento líder con una sonrisa burlona—. ¿Ninguna cancioncilla para distraernos?

—Mi señor… —empezó a decir Ana.

—Deja que el muchacho hable por sí mismo, querida. Tiene lengua; he oído cómo la utiliza.

—Espero distraeros en su debido momento, mi señor Alpin —dijo Faolan, intentando que su tono fuera servil—. Supondría una recompensa muy pequeña por tu consideración al venir a buscarnos a caballo. Por desgracia, tengo el brazo dañado y no puedo tocar. Además, mis instrumentos se perdieron en el accidente que sufrimos.

—No necesitas tus instrumentos para cantar, ni tu brazo tampoco —gruñó Alpin.

—En efecto, mi señor. Pero esta noche estoy muy cansado. No creo que a lady Ana le haga falta mi música cuando nuestras pérdidas son tan recientes. Resulta difícil crear hermosas melodías cuando el corazón está lleno de dolor.

—Por supuesto que no hace falta que cantes para nosotros esta noche, Faolan —dijo Ana—. Quizá más adelante.

—¡No pensarás mantener a este tipo de forma permanente! —la desafió Alpin—. No quiero escotos en mi casa; hacen que la gente desconfíe.

Ana se había ruborizado.

—Faolan es de total confianza, mi señor. Un músico está al margen de lealtades políticas. Espero que permanezca aquí un tiempo. Al menos hasta que nuestras negociaciones hayan concluido. Yo había albergado la esperanza de que pudiera tocar…

—En la boda —intervino Faolan con los dientes apretados—. Después regresaré a la Colina Blanca.

Se hizo un breve silencio y Ana se llevó una mano a la boca para disimular un bostezo.

—¿Me disculpas, mi señor? Estoy muy cansada y deseo retirarme.

—¡Cómo no! —Alpin la repasó con la mirada; Faolan le leyó el pensamiento y vio allí la imagen de Ana tumbada en la cama, relajada, vestida con un suave camisón; vio las atrayentes curvas de su cuerpo, la luz de las velas jugando sobre su piel pálida y su resplandeciente mata de pelo—. Que tengas dulces sueños, querida.

—Sólo una cosa —dijo ella al tiempo que se ponía de pie—. Necesito que me asegures que habrá una pronta oportunidad de discutir las condiciones de Bridei para el matrimonio. Quiero dejarlo arreglado antes de tomar ninguna decisión. Preferiría que Faolan estuviera presente durante nuestras negociaciones, puesto que es el único hombre que me queda de la escolta. Aunque no tiene experiencia en este tipo de asuntos, supongo que será él quien transmita los pormenores de nuestros acuerdos al rey Bridei. Sería una tontería mandar a otro mensajero cuando él tendrá que viajar hacia allí de todos modos.

Alpin la miró detenidamente con los labios torcidos en una sonrisa sarcástica y burlona. Parecía estar debatiéndose entre la diversión y la irritación.

—No estoy acostumbrado a recibir órdenes —dijo.

—No es una orden, mi señor —repuso Ana—. La riada me privó de mi experto negociador, así como de muchos amigos. Estoy segura de que no querrás que llegue a oídos del rey Bridei que te aprovechaste de mí con estas negociaciones debido al desafortunado suceso. Naturalmente, tendrás que ser un poco indulgente con la incómoda posición en la que me encuentro.

Faolan reprimió el impulso de aplaudir; lo había hecho muy bien. Ana poseía una capacidad infinita para sorprenderle. La conversación había captado la atención de todos los hombres y mujeres que estaban sentados cerca de su líder; sus cabezas se volvían de uno a otro interlocutor con el ávido interés de los que observan un diestro combate. Faolan, que seguía de rodillas, adoptó una expresión anodina.

—Discusiones, negociaciones, ¿qué necesidad hay de todo eso? —Alpin extendió las manos—. Yo sé lo que quiero —les guiñó un ojo a los hombres sentados cerca de él—. No creo que emprendieras este largo viaje, querida, sin tener una idea bastante clara de lo que ocurriría al término del mismo, con escolta o sin ella. Lo único que nos hace falta es uno o dos días para conocernos y un druida para los esponsales, y aquí tu sirviente puede estar de vuelta en la Colina Blanca antes de que tenga ocasión de poner los dedos sobre las cuerdas.

—Faolan —dijo Ana—, levántate, por favor. Mi señor, estoy demasiado cansada para poder pensar con claridad. Lo que sí sé es que Bridei estableció unas condiciones precisas para este acuerdo. Tengo la obligación de exponértelas. Si no puedes aceptarlo, no tendré… no tendremos más remedio que regresar a la Colina Blanca inmediatamente.

Volvió a reinar el silencio. Alpin se hurgaba los dientes con un fragmento de hueso de añojo.

—¿En serio? —dijo al fin. Detrás de aquellas palabras estaba el río desbordado, los atacantes, el largo y solitario camino de vuelta al sudeste. Una mujer viajando con sólo un músico para protegerla. El hecho de que allí, en el Brezal, Alpin era el amo.

—Sí, mi señor —contestó ella. Su tono cortés quedaba desmentido por sus puños apretados.

—Bueno —dijo Alpin—, es tarde. Has tenido un largo viaje. Es prudente que te retires; no olvides el pestillo, querida. No te puedes fiar de los bardos, tienen la cabeza en los acontecimientos imposibles de la historia, aquellos en los que los porquerizos se convierten en reyes y los esclavos se acuestan con princesas. —Los hombres se rieron—. Buenas noches, querida. No pongas esa cara, sólo estoy bromeando. Puedes retirarte, bardo. Espero que sepas alguna canción en nuestra lengua y no únicamente en ese espantoso gaélico.

—Haré todo lo que pueda para complacerte, mi señor, si surge la oportunidad. —Faolan regresó a su modesto lugar en la mesa en tanto que Ana se marchó seguida por su sirvienta. Esperaba que se acordara del pestillo. Aquel hombre era listo, mucho más de lo que sugería su comportamiento. Había que vigilarlo. Entonces Alpin se levantó y, tras dirigir unas palabras a sus hombres, salió detrás de Ana por la puerta que conducía a las dependencias familiares. «Instálala junto a mí». Se engañaba si creía que ella lo dejaría entrar aquella noche.

—Mi señor se retira temprano —le murmuró poco después Faolan a Gerdic, el sirviente que lo había ayudado con la ropa y el alojamiento y que en aquellos momentos estaba sentado junto a él a la mesa.

—Volverá —dijo el hombre.

De manera que Faolan esperó, observando las idas y venidas del salón, escuchando los chismes. Algunos hombres sacaron juegos de tablero —así que no todos eran unos zoquetes zafios— y él observó e hizo sugerencias útiles, pero no jugó. Más tarde se llevaron a cabo combates de lucha frente a la chimenea y los hombres hacían apuestas sobre la destreza de cada uno. Faolan participó en las apuestas y se aseguró de perder, si bien no tenía nada que perder puesto que en aquel lugar no tenía posesiones materiales, aparte de un caballo que no era suyo y con el que, por lo tanto, no podía comerciar.

—Antes vi aquí a un tipo que sería un oponente tenaz en este tipo de lucha —observó en un momento dado. Gerdic parecía simpático y creyó que valía la pena arriesgarse a hacer aquel comentario informal—. Un hombre calvo y de espalda ancha. Tenía aspecto de luchador. No creo que esté aquí ahora —echó un vistazo alrededor como si buscara a aquel hombre.

—Sería Deord. —No le dijo nada más.

—¿Deord? ¿Quién es, un guerrero?

—No exactamente. —Gerdic parecía incómodo—. Es el guardia especial de Alpin. No lo vemos demasiado. Es muy reservado. —Uno no entablaría combate con Deord a menos que quisiera morir.

—Ah. —Faolan no preguntó «¿Qué es lo que vigila? ¿De dónde es?». Sabía cuándo debía insistir y cuándo tenía que callarse. Percibía cierta reticencia. Ya progresaría más por la mañana; encontraría la información que quería Bridei. Además, se suponía que tenía que intentar arreglar un arpa.

El sueño lo eludía. Era extraño que él, que durante tanto tiempo había pasado las noches solo o velando a un desvelado Bridei, yaciera entonces en la oscuridad sintiendo la ausencia de Ana como un dolor agudo en algún lugar de su pecho. Durante seis noches la había abrazado, le había dado refugio y calor, había acunado su fuerza y su dulzura contra su corazón. Después había ansiado que el viaje terminara para no tener que confesar lo mucho que la necesitaba. Al mismo tiempo, había deseado que el viaje no terminara nunca, que se fundiera en una canción, en una historia, en el recuerdo de una hiriente dicha y un pesar más intenso todavía. Sin embargo, ahora ya se había terminado, y el hecho de perderla hacía de su camastro el más solitario en el que se había acostado nunca. No, quizá no tanto. Hubo una noche, una vez, en la que les hubiera rogado a los dioses que le dejaran morir si no fuera porque ya había aprendido la amarga lección de que tales decisiones siempre son intangibles para los hombres. En aquellos momentos no quería morir. Todavía quedaba trabajo que hacer.

El sol ascendía en un cielo pálido y despejado y, mientras la marea que subía bañaba con un suave e insistente murmullo la base de la gran fortaleza costera, los guerreros de Fortriu empezaron a congregarse en el espacio abierto del nivel más alto de Caer Pridne para oír a su rey. Los hombres habían acudido desde muchos puestos de avanzada distintos para la ocasión. El lugar estaba plagado de luchadores y repleto de armas. A algunos de ellos los acomodaron en unos refugios a modo de tienda al otro lado de las murallas y se veían muchos jinetes en las marismas que se encontraban entre la fortaleza y la casa de las mujeres sabias en Banmerren, siguiendo la bahía. La visita había sido planeada hacía mucho tiempo; Bridei no podía defraudarlos.

El rey de Fortriu no había dormido. Tras la vela se había echado tranquilamente un rato en su cama, con Ban hecho un ovillo a sus pies, mientras Breth aprovechaba un breve período de sueño exhausto. Faolan le había comentado en una ocasión que el requisito fundamental para ser sus guardaespaldas era tener capacidad de poder estar días sin dormir, y Bridei se sentía incómodo al ver que los tres hacían precisamente eso; eran amigos leales que, en sus atenciones hacia él, iban más allá de lo que requería el deber. Puesto que Faolan estaba ausente y Garth se había quedado en la Colina Blanca con su esposa e hijos —se había ofrecido a ir a Caer Pridne y él le había dicho que no—, Breth sólo tenía el apoyo de los hombres de Pitnochie, ninguno de los cuales era guardaespaldas cualificado, y aquel hombre grandote estaba agotado. Bridei se preguntaba cómo le estaría yendo a Faolan con su misión; si el jefe de clan de los caitt estaba dispuesto a aceptar el singular obsequio que le había mandado o no. Faolan, ¡ah, Faolan!, su misterio, su amigo a regañadientes… Era imposible llevarse a Faolan con él Cañada abajo, no podía exigirle a un hombre que cabalgara hacia una batalla contra su propia gente, cualesquiera que fueran sus lealtades declaradas. Faolan lo sabía, por supuesto; lo había captado al instante, a ese hombre no se le escapaba nada. Y había aceptado la misión de todos modos. Como no había querido erigirse en nada más que un guardia a sueldo, no podía negarse a obedecer la orden de su rey. Cuando él y los demás regresaran del Brezal, Bridei ya no estaría. El ejército marcharía hacia el oeste y se habría iniciado la gran empresa. Cuando las hojas se tiñeran del color rojizo, carmesí y dorado de la Mesura, la sangre de los escotos mancharía la tierra que habían robado. Cuando llegara el siguiente Umbral, la guerra habría terminado. Debía convertirlo en una victoria digna de todos aquellos que habían depositado su confianza en él. Los dioses le habían asignado aquella misión y tenía que llevarla a cabo de acuerdo con su voluntad. Tenía que creer, en el fondo de su corazón, que podía hacerlo, que los priteni podían triunfar, al menos, sobre el azote de los escotos que se había extendido por sus territorios occidentales desde hacía ya tres generaciones, que podrían hacer retroceder la espeluznante amenaza de la nueva religión. El coste en vidas humanas sería elevado. Debía rezar para que no lo fuera demasiado.

Bridei suspiró pensando en Ana y en la cruel necesidad de mandarla al Brezal. Esperaba que su nuevo hogar fuera acogedor y que su esposo estuviera encantado con su joven y bella esposa. Su mente rehuyó pensar en el hecho de que, en cuanto la guerra terminara, iba a necesitar un nuevo rehén para reemplazarla.

Permanecía tumbado sin moverse mientras que fuera el sol salía y el canto de los pájaros pasaba de un trino solitario a un animado gorjeo para acabar convirtiéndose en un creciente coro de bienvenida. Pensó en Derelei: la maravillosa mañana de su nacimiento, su primer llanto débil, sus diminutas manos que todo lo agarraban y sus brillantes ojos extraviados. La mata de pelo húmedo y oscuro y la fragilidad del pequeño cráneo que cubría. La sonrisa de exhausto triunfo de Tuala y sus propias lágrimas. Sentía el cálido peso de su hijo en sus brazos, olía el dulce aliento de Derelei y oía los ruidos gimoteantes que hacía por las noches. Recordó la exclamación de asombro de su hijo la primera vez que dio una voltereta; sus maravillados ojos abiertos con desmesura cuando él lo sacó fuera para mirar la luna llena que avanzaba por el cielo nocturno; sus valerosos esfuerzos para andar a trompicones. Su rostro en reposo, su pequeña forma acurrucada, dormida en el regazo de Tuala. Su cuerpo sacudido por la fiebre, sus mejillas teñidas de un rojo héctico, su voz convertida en el áspero grito de un cuervo. ¡Tan pequeño allí en el camastro, tan pequeño!

Cuando fuera se hizo completamente de día, se levantó y se lavó la cara para que no se notara que había llorado. Breth se despertó enseguida, por la fuerza de la prolongada costumbre, y trajo la ropa buena que el rey iba a necesitar, junto con un poco de pan blando, frutos secos y una bebida de hierbas que Broichan se había asegurado de que todos los guardias del rey supieran cómo preparar y cuándo administrar. Bridei no tenía apetito, pero comió y bebió igualmente porque sabía que Breth se quedaría allí esperando hasta que hiciera lo que correspondía.

—Puede ser que se reponga —comentó el guardaespaldas en voz baja—. Los chicos de Garth lo hicieron.

Bridei no dijo nada. Los chicos de Garth eran grandes para su edad, fuertes y robustos, e incluso a ellos les había rondado la muerte.

—¿Estás bien para lo de esta mañana? —Los guardaespaldas de Bridei prescindían de las formalidades cuando hablaban con él en privado.

—Debo estarlo. —El pan sabía a ceniza; la bebida le dejaba un gusto amargo en la boca.

—Si después nos vamos enseguida —dijo Breth—, es posible que podamos estar en casa antes de que anochezca.

Bridei logró esbozar una sonrisa y le dio los restos de su pan a Ban, que estaba debajo de la mesa.

—Ya veremos —dijo—. Bueno, vamos, supongo que me estarán esperando.

En aquel preciso momento apareció en la puerta Carnach, el alto jefe de clan, vestido con el atuendo formal que requería un acontecimiento como aquel: una túnica de magnífica lana oscura con un cinturón de cuero y plata; debajo, una camisa de lino blanco bien planchada; pantalones de lana y botas lustrosas. La túnica tenía un ribete bordado en negro sobre rojo con un dibujo de unos diminutos guerreros a caballo y el broche penanular que sujetaba la capa corta del jefe de clan estaba decorado con un semental erguido sobre sus dos patas traseras hecho en plata. La capa era de un color azul intenso especial, el color de su familia. Al igual que Bridei, Carnach era descendiente de la línea real de Fortriu. Llevaba sus cabellos pelirrojos pulcramente peinados en una trenza que le bajaba por la espalda; en su rostro lucía entonces unos impresionantes tatuajes, pues había dirigido a los hombres de Bridei, así como a los suyos, en numerosas escaramuzas contra sus enemigos, tanto los escotos como los problemáticos vecinos más cercanos, durante la época en la que había sido el principal jefe de guerra del rey.

—Los hombres están reunidos, mi señor rey —dijo Carnach con la formalidad que requería semejante ocasión—. Están un poco desanimados desde que llegó la noticia de que un grupo de hombres de Fokel fueron víctimas de una emboscada en el norte y perdieron a nueve guerreros. Algunos de ellos tenían amigos entre los muertos. Tu visita les dará nuevos ánimos.

Bridei asintió con un movimiento de la cabeza mientras que Breth lo ayudaba a abrocharse la capa con el pasador de plata en forma de águila que el anterior rey le había regalado, hacía años, en reconocimiento a su valor. Se preguntó cómo se podían dar ánimos cuando uno tenía el corazón destrozado y lleno de dolor. ¿Cómo podía salir y unir a los hombres en la causa de Fortriu cuando, en realidad, les estaba pidiendo que marcharan y murieran por él? Cerró los ojos.

—Venga, vamos —dijo Breth en voz baja—. Cuanto antes empieces, antes emprenderemos el camino de vuelta a casa. Mi señor.

Ban estaba sentado a los pies de Bridei. El rey se inclinó; unos ojos preocupados miraron hacia arriba y una pequeña lengua salió para lamerle los dedos.

—Lamento lo de tu hijo, Bridei —le dijo Carnach en un tono distinto—. Esta mañana me dijeron lo enfermo que está. Es terrible.

—Sí. —Por lo visto, Bridei no lograba decir nada más de momento.

—Será mejor que vayamos. Te están esperando.

—Sí.

Hombres de Fortriu! —la voz del rey resonó fuerte y clara en aquel patio atestado de guerreros que permanecían de pie hombro con hombro. A lo largo de todo el adarve que rodeaba aquel nivel superior de la fortaleza había más hombres que miraban en silencio hacia la tarima de piedra en la que se encontraba Bridei acompañado por los jefes de todos ellos; una figura apuesta, de espaldas anchas, ataviada con su sencilla ropa buena. Era un guerrero entre guerreros. Su joven rostro llevaba su parte de recuentos de batalla, entre los cuales destacaban las marcas del primer gran encuentro en los Confines de Galany, donde sus hazañas habían inspirado numerosos poemas épicos y conmovedoras canciones. Él era su rey, pero también era uno de ellos, y eso les gustaba.

—Estoy hoy aquí entre vosotros para pediros que os preparéis para el mayor empeño de vuestras vidas. Os saludo como vuestro jefe y como vuestro hermano. Todos somos hijos de este bello reino de Fortriu. Nos hemos criado en sus tierras, hemos crecido en su aire limpio, con el sustento de las dulces aguas de sus abundantes manantiales e inspirados por el vivo fuego del Guardián de las Llamas, cuya luz arde en el corazón de todos los hombres valientes. El dios os contempla con amor y orgullo, hermanos míos. Veo su fuerza en vuestros ojos, veo su constancia en vuestro porte, veo su valor en vuestros corazones.

»Muy pronto partiremos en pos de una empresa que nos pondrá a prueba hasta límites extremos. El parásito rastrero de Dalriada ya lleva demasiado tiempo imponiendo su presencia extranjera en nuestro territorio —se oyó un pequeño coro de silbidos de apoyo—. Demasiados de nuestros mejores y más magníficos hombres han caído en el conflicto con dicho enemigo, demasiados espíritus valientes han perecido en la lucha. —Ban permanecía muy quieto a los pies de Bridei, con el rabo tieso y las patas plantadas en el suelo mirando a la multitud—. Ya es hora de plantarles cara por última vez; de decir, basta. Es hora de expulsar a este invasor de nuestra patria de una vez por todas. Guerreros, esta es la estación de nuestra más formidable batalla y de nuestra mayor victoria.

Los gritos resonaron por todo el patio. Los hombres dieron patadas en el suelo, aplaudieron y alzaron sus voces para aclamar a su rey.

—Tengo absoluta confianza en cada uno de vosotros —siguió diciendo Bridei—, así como en vuestros jefes. Carnach se encargará de que estéis preparados en todos los aspectos para llevar esta lucha hasta la puerta del enemigo y vencer. Él permanecerá a vuestro lado mientras le quede aliento en su cuerpo. No os equivoquéis: ni él, ni yo, ni ninguno de los jefes de clan de Fortriu tolerará que los escotos sigan ensombreciendo nuestras tierras después de la Mesura. El oeste volverá a ser nuestro y las banderas de nuestras grandes casas se enarbolarán de nuevo sobre los territorios saqueados por nuestro enemigo. Las veremos ondeando al viento: los colores de Aguasluengas y del Pozo del Cuervo, del Recodo del Espino y de Abertornie, la estrella y la serpiente de las antiguas tierras de Galany y el magnífico blanco y azul de los reyes de Fortriu. Gabhran de Dalriada se arrodillará ante mí y renunciará a su reivindicación de los territorios que ha ocupado. Abandonará esta costa para siempre.

—¡Eso es demasiado bueno para él! —gritó alguien, ante lo que se produjo una oleada de enojadas muestras de asentimiento.

—Tal vez —repuso Bridei—. Pero no voy a permitir que se diga que los hombres de Fortriu carecen de magnanimidad para con sus enemigos, que asesinarían a sangre fría a un adversario ya rendido e indefenso. Los que se enfrentan a nosotros en el campo de batalla encuentran la muerte por sí mismos. No lo dudéis, guerreros de Fortriu. Marchamos hacia la batalla llevando en los labios los nombres de nuestros padres asesinados, de los hermanos que perdimos, de nuestros compañeros lisiados y destrozados; una canción de sangre y de victoria. Cabalgamos con las voces de nuestros dioses antiguos en el corazón, que con sus cantos nos introducen en la gran historia de los priteni. Y, si morimos, lo hacemos con nuestro espíritu henchido de coraje, lealtad y amor, porque somos la personificación de la voluntad del Guardián de las Llamas y cada uno de nosotros, tanto jóvenes como ancianos, tanto el guerrero entrecano con numerosas cicatrices como el muchacho de ojos brillantes que acaba de aprender las técnicas de batalla, es hijo del dios.

Estalló una atronadora aclamación. Algunos les daban palmaditas en el hombro a sus amigos; muchos de los presentes se enjugaron los ojos.

—Habéis trabajado duro —continuó diciendo Bridei en voz más baja, de manera que la multitud se vio obligada a guardar silencio para oír sus palabras—. Vuestros jefes me han dado buenos informes sobre la marcha de este campamento y de nuestros demás lugares de reunión. Sois un grupo magnífico, unido por la amistad, por la competición, por la voluntad de distinguirse y de tener éxito en la gran misión que se avecina. Por ello os doy mi más sincero agradecimiento. Y os digo que sé que en cada diestro espadachín, en cada valiente lancero, en cada agudo arquero hay un marido que ha dejado atrás a una joven esposa, un padre con una prole de niños que están creciendo, un hombre con un campo de cebada que hay que cuidar o un bote de pesca que hay que reparar. Esas cosas son reales; constituyen nuestra vida, forman parte de vosotros más que cualquier emocionante mandato para ir a la guerra. Pero de momento debéis dejarlas de lado. Guardadlas en vuestros corazones, os estarán esperando cuando esto termine. Os pido una estación; una estación de heroísmo, de lucha y de sangre. Algunos morirán. Veréis a vuestro compañero abatido junto a vosotros, a vuestro hermano de armas atravesado por una lanza escota, a vuestro amigo de la niñez ahogándose en vuestros brazos y suplicando un final rápido. Somos guerreros. Somos el leal ejército del Guardián de las Llamas y no nos fallará el coraje. Cerraremos los ojos de nuestros caídos y los depositaremos cuidadosamente en el suelo, luego seguiremos avanzando empuñando nuestras armas y con el grito de nuestros antepasados en los labios: ¡Fortriu!

El rey alzó el puño y una profusión de brazos se levantaron ante él como uno solo. La exclamación de un millar de voces fue como el grito del mismísimo dios en la nítida atmósfera de primavera: «¡Fortriu!».

Quedó claro que no sería posible partir enseguida de Caer Pridne y regresar cabalgando a toda velocidad a la Colina Blanca. Los hombres se apiñaron en torno a la tarima, cosa que hizo que Ban se pusiera a ladrar como un desaforado y que Breth se echara hacia adelante e interpusiera su propio cuerpo entre el de Bridei y el de los que querían aproximarse demasiado.

—Deja que se acerquen —dijo Bridei—. Quieren hablar conmigo, eso es todo.

Bajó y se mezcló con el gentío, estrechando una mano aquí, tocando un hombro allí, admirando un arma magnífica, recordando una comida compartida, enterándose de una boda, de una gesta de armas o de un caballo cojo con todo el interés y atención que cada uno de ellos necesitaba. Breth hacía todo lo posible para despejar el espacio en torno al rey; Ban les gruñía a las rodillas y daba mordiscos a los tobillos. Cuando los hombres de Caer Pridne quedaron satisfechos y empezaron a dispersarse saliendo del patio, el sol ya había rebasado su punto medio. No habría tiempo para llegar a casa antes de anochecer, ni siquiera con los caballos más idóneos de todo Fortriu.

—Quizá sea mejor así —comentó Breth entre dientes cuando se dirigían adentro con Carnach—. Al menos podrás dormir un poco.

Bridei movió la cabeza en señal de asentimiento. No podía decir lo que se le pasaba por la cabeza. «Aunque parezca una tontería, tengo la sensación de que, si cierro los ojos un instante, lo perderé para siempre».

—A mí me va mejor que no os marchéis hasta mañana —dijo Carnach—. Quiero repasar unas ideas contigo, una nueva táctica en la que he estado trabajando. Y los hombres esperaban que más tarde vieras lo que son capaces de hacer; te han preparado una pequeña demostración…

Mientras Bridei había velado en solitario junto al Pozo de las Sombras, otros también habían pasado una larga noche de vigilia. En los aposentos del rey en la Colina Blanca, Broichan y Tuala habían permanecido junto a la cama de Derelei con todos los sentidos alerta por si se producía el más mínimo cambio en las condiciones del niño. Pero lo único que cambió fueron los dibujos sobre las paredes de piedra, imágenes de luz y sombra que hacían aparecer el parpadeo del fuego y las llamas de las velas que se movían con la corriente de aire. Les habían traído comida y bebida en dos o tres ocasiones, y Broichan y Tuala se habían convencido el uno al otro para comer. Ella se había quedado dormida una vez y se había despertado sentada en el suelo junto a la cama, con la cabeza apoyada en el colchón de paja y el cuello agarrotado y dolorido. Broichan no había dormido. Había permanecido de pie, sentado o arrodillado allí donde podía ver bien a Derelei, y en ocasiones había recitado unas plegarias o narrado fragmentos de historias, la clase de cuentos con los que disfrutaría un niño pequeño. Pero la mayor parte del tiempo el druida había mantenido una postura de extrema calma, una calma que parecía superar las capacidades de las personas corrientes. Había estado rezando en silencio. Tuala había notado el poder de sus oraciones en la estancia.

Hubiera podido hacerle algunas preguntas. ¿Cómo podía sobrevivir un niño pequeño cuando llevaba un día y una noche enteros sin tomar leche? La dolorosa plenitud de sus pechos le decía lo hambriento que debía estar su hijo. ¿Por qué Broichan no tapaba a Derelei, tuviera fiebre o no? La noche había refrescado la estancia. ¿No deberían pasarle un paño húmedo, o mecerlo, o sostenerlo en brazos? Sin la tranquilidad que proporcionaba el tacto, ¿no se perdería su hijo por el oscuro camino que seguía? ¿No le haría señas la Diosa Madre, sonriéndole, y el pequeño viajero avanzaría a trompicones hacia ella con las manos extendidas? Tuala no había preguntado. Hacerlo sería dudar no sólo del propio Broichan, sino de los dioses en los que él depositaba su confianza.

Por fin empezó a clarear el día, un pálido amanecer que se hizo visible a través del humero del hogar, y con la luz llegó Mara con un cuenco de agua caliente en las manos y un paño limpio en el brazo. No dijo nada, se limitó a colocar las cosas junto al fuego y se acercó a mirar al niño. Broichan y Tuala, uno a cada lado de la cama, contemplaban los párpados ensombrecidos de Derelei, su boca como un capullo de rosa, sus bracitos extendidos. Mara alargó el brazo por delante de Tuala y puso su mano áspera y enrojecida en la frente del niño sin que Broichan intentara detenerla.

—La fiebre ha bajado —dijo la mujer con un encomiable tono calmado—. Cuando se despierte estará hambriento. Lo agradecerás, sin duda; el destete puede ser doloroso. Lo vi con Brenna cuando tú no eras más que una renacuaja.

Broichan dejó escapar un prolongado suspiro y se dio la vuelta. Fuera cual fuera la expresión de su rostro, no quería que Tuala la viera. Ella volvió la vista de nuevo hacia su hijo y vio que parpadeaba, que movía los brazos, que sus manos como estrellas de mar se abrían y se cerraban. Se retorció, pataleó, y la línea de polvos de color que el druida había trazado en torno a él se rompió. Las flores cayeron de sus párpados y su delicado color azul fue sustituido por un tono aún más dulce, el de los ojos del pequeño, aturdidos por el sueño pero claros y brillantes. Derelei alargó las manos hacia su madre, y cuando empezó a llorar, ella lo cogió en brazos. En lo que tardó en acercarse al banco junto al fuego, desabrocharse el canesú y llevarse el niño hambriento al pecho, Broichan se había ido.

Había contemplado una animada demostración de combate singular con garrotes, una competición de tiro con arco y una exhibición de habilidad en el manejo del caballo. Había visitado establos, armerías y herrerías y elogiado a los que ejercían allí su oficio. Había cenado con Carnach y sus capitanes y había escuchado a un grupo de guerreros con talento para el canto. Ahora el largo día había llegado a su fin y la Brillante se cernía, fina como una hoz, sobre el umbrío campo del cielo nocturno. Bridei estaba en el pasillo frente a sus aposentos, los mismos que había compartido con sus guardias durante su memorable visita antes de ser elegido rey. Aquel lugar estaba plagado de recuerdos; la sombra de su padre adoptivo, Broichan, era especialmente fuerte. Broichan, sin el cual nunca se hubiera convertido en rey; Broichan, quien, al final, estuvo a punto de hacer que él no fuera monarca. Broichan, que era lo más parecido a un padre que tenía; Broichan, que nunca había comprendido realmente al hombre que había hecho. Y Tuala… ¡Dioses!, sólo llevaba fuera un día más o menos y ya notaba su ausencia como un intenso dolor en el pecho. ¿Cómo podía haber dejado que lo afrontara sola? «Derelei…».

—Mi señor —era el guardaespaldas de Carnach, Gwrad, que bajaba por las escaleras del piso superior—. Un mensajero. De la Colina Blanca.

Bridei tuvo la sensación de que algo se cerraba en su estómago, algo tenso y frío. Se preparó para recibir un golpe mortal. No podía hablar. Detrás de la figura baja y fornida de Gwrad había otra. Se trataba de uno de los hombres de Pitnochie, Uven, que venía de la Colina Blanca. Breth apareció de repente junto a Bridei. Los guardias asignados a Carnach se mantuvieron a distancia.

—Bueno, cuéntanoslo —dijo Breth, cuidándose mucho de que su tono de voz fuera sereno.

—Tu hijo… —Uven estaba sin aliento.

Bridei se quedó inmóvil mientras que esa cosa fría de su interior extendía los tentáculos hacia su corazón.

—¡Suéltalo ya, por lo que más quieras! —exclamó Breth con brusquedad.

—Mi señor, a tu hijo le ha bajado la fiebre —anunció el mensajero entrecortadamente—. Está mucho mejor y parece que se recuperará…

Bridei sintió que de pronto le fallaban las rodillas y la cabeza le daba vueltas. Alargó una mano para apoyarse en la pared del parapeto y notó que Breth le pasaba un brazo por los hombros.

—Alabado sea el Guardián de las Llamas —dijo el guardaespaldas en voz baja—. Son buenas noticias. Será mejor que te marches y te recuperes, Uven. Ha debido ser una dura cabalgada. Si tienes más información, quizá podrías volver a hablar con el rey más tarde.

Cuando el mensajero se hubo marchado acompañado por Gwrad en busca de un fuego y algo de sustento, Breth tomó del brazo a Bridei y le hizo dar la vuelta para entrar dentro.

—No —dijo Bridei—. No. Me quedaré aquí un rato, bajo la mirada de la Brillante. Debemos ofrecerle unas plegarias…

—Puede que seas rey, pero sigues siendo un hombre —le dijo el guardaespaldas sin rodeos—. Suéltalo. Ríe, llora, grita, haz lo que quieras. Aquí no te ve nadie, sólo yo. Yo no tengo hijos, pero puedo imaginarme cómo te debes sentir.

—Estoy bien —repuso Bridei, que se dejó caer bruscamente para sentarse en el suelo, recostado contra el parapeto del muro, y se tapó los ojos con las manos—. Bien…

Ban apoyó las patas delanteras en el hombro de su amo e intentó lamerle el rostro.

—Yo siempre he pensado —dijo el fornido guardaespaldas al tiempo que se acomodaba junto a su protegido— que los dioses saben lo que hay en tu corazón sin necesidad de que nadie se lo diga. No me extrañaría nada que conocieran el tuyo más que el de cualquiera.