—El rey Bridei debe pensar que soy idiota —comentó Alpin del Brezal con su rubicunda mejilla apoyada en una mano mientras contemplaba su copa de cerveza—. ¿El modo de presentar su oferta no despierta tu curiosidad en cuanto al motivo de tanta prisa?
Su compañero frunció los labios y arrugó el entrecejo.
—No hay duda de que esto es en respuesta a alguna información que le habrá llegado —dijo Odhar—. Noticias de Dalriada, lo más probable. Me pregunto quién habrá hablado. Creía que nadie tenía conocimiento de nuestras negociaciones, aparte de nosotros mismos y los señores del clan de los Uí Néill. ¿Puede ser que hubiera un observador de los priteni en el corazón de Dunadd? ¿Acaso el rey Bridei es un mago que descubre secretos allí donde nadie más puede penetrar?
—Se dice que fue criado por un mago —manifestó Alpin en tono cansino—. Un tipo llamado Broichan; poderoso y taimado. Lo cual sugiere que esto no es tan sólo lo que parece a simple vista. ¿Es posible que planeen ponerse en marcha más pronto? ¿Quizá antes del deshielo de la próxima primavera?
—O incluso antes —sugirió Odhar, un hombre delgado, vestido con ropa de caminante hecha jirones. Era la clase de persona en la que nadie se fija. Le había costado mucho lograr esa apariencia.
Alpin enarcó sus cejas oscuras con incredulidad.
—¿Antes del invierno? No lo creo. Fortriu tiene previsto celebrar un consejo en la Recogida, o al menos eso he oído. Esperan al mismísimo rey de Circinn. ¿Qué propósito puede tener tan magnífica reunión si no es preparar un ataque coordinado contra Gabhran en el oeste? Bridei no puede planear una cosa así para el otoño si no va a consultar con Drust el Verraco hasta la época de la cosecha.
Odhar asintió con un movimiento de la cabeza. Estaba bebiendo poco; tenía un largo camino por delante.
—Lo que dices tiene sentido, Alpin. De todos modos, debes considerar la posibilidad de que se trate de un intento deliberado para despistarte. Una estratagema ideada por el círculo de consejeros de Bridei: druidas, magos y mujeres sabias. Son enemigos difíciles. ¡Si hasta tomó por esposa a una mujer de los Seres Buenos! ¿Qué clase de rey hace eso? Parecen los actos de un joven idiota.
—¿Pero?
—Ya sabes lo que se rumorea. Que este nuevo rey ha despertado algo en Fortriu, algo antiguo y peligroso. Que su gente acude en tropel a su bandera. Que puede que sea el que haga lo que ningún rey de los priteni ha conseguido hacer hasta el momento: alcanzar una victoria absoluta sobre los escotos de Dalriada.
—Y, ni corto ni perezoso, me ofrece una esposa. Me presenta un bocado suculento para convencerme de que no me alíe con Gabhran. De dieciocho años y una belleza excepcional, eso es lo que decía el mensaje. Una burda exageración, sin duda. Si su belleza es excepcional, ¿por qué no se ha casado durante estos últimos seis años o más?
—Rehusarás, claro está —dijo Odhar sin que sonara del todo como una pregunta—. La mandarás de vuelta de inmediato.
Los labios carnosos de Alpin se curvaron en una sonrisa.
—No necesariamente —repuso—. Primero le echaré un vistazo. Al fin y al cabo estoy soltero, no tengo herederos legítimos y, si el mensaje dice la verdad, esta chica tiene un linaje impecable, desciende nada menos que de la línea real de Fortriu. Puede que decida quedarme con el generoso regalo de Bridei.
—Pero… —empezó a decir Odhar, pero se lo pensó mejor y se calló.
—No saques conclusiones precipitadas, mi excelente amigo escoto —dijo Alpin—. Soy más astuto que este niño rey. Si juego bien mi baza conseguiré mi objetivo y, por si fuera poco, adquiriré el derecho a ser el padre de un futuro rey de los priteni. Si me gusta el aspecto de esta chica, la pondré a prueba a ver si me da niños. Si no me satisface, la mandaré a casa con un mensaje para Bridei diciéndole que se meta en sus propios asuntos. No veo qué puedo perder. En cuanto me haya acostado con la chica, Bridei ya no podrá pedirme que se la devuelva cuando decida que no le gusta algún nuevo amigo que yo pueda hacer.
—¿Su carta establecía algún requisito en relación con Dalriada? ¿La oferta está supeditada a que te mantengas totalmente al margen del conflicto?
—Se insinuaba, más que estar planteado directamente. Si Bridei no hubiese despachado ya a esta novia…
En una pequeña puerta interior sonaron unos fuertes golpes que sobresaltaron a los dos hombres. Estaban manteniendo una conversación privada y tenían un guardia apostado en la entrada de la cámara donde estaban sentados con sus cervezas. Las visitas de Odhar al Brezal se realizaban de manera encubierta; pocos eran los miembros de la casa que habían visto su rostro.
—No quiero que me molesten —bramó Alpin.
Volvieron a llamar.
—¡He dicho que no quiero interrupciones! —Alpin se levantó. Era un hombre imponente, con aspecto osuno, y su magnífica mata de pelo y su barba abundante aumentaban dicho efecto. Sacó una llave de su bolsa, cruzó la estancia a grandes zancadas hacia la pequeña puerta del fondo y la abrió, sólo un resquicio. Tras él, Odhar se puso la capucha para ocultar su rostro—. ¡Espero que valga la pena! —exclamó con brusquedad—. Estoy reunido.
—Lamento la interrupción, mi señor. —El hombre que estaba al otro lado de la puerta era bajo, calvo y poseía unas anchas espaldas y un torso fornido. Llevaba unas largas y oscuras vestiduras con unos cortes laterales que dejaban ver unos pantalones holgados y un bastón en la mano—. Tu hermano desea verte. Dice que es urgente.
—Mi hermano puede esperar —repuso Alpin entre dientes, y miró por encima del hombro a su visitante—. Sabes que no tienes que venir a buscarme cada vez que a él se le antoje, Deord. Lo veré después de cenar, como siempre. Puede esperar.
Deord lo miró. Era un hombre cuyo porte relajado y mirada calmada hacían que pareciera más alto de lo que era.
—Él dice que no, mi señor. De lo contrario no te habría molestado. Ha visto algo que, según él, requiere una inmediata…
—¿No me has oído? ¡Más tarde!
—Viajeros —dijo Deord en voz baja cuando la puerta empezó a cerrársele en las narices—. Un hombre y una chica rubia de inusual belleza. Su escolta fue atacada por los Azules en el Vado del Rompiente.
La puerta dejó de moverse.
—¿Y? —inquirió Alpin.
—Drustan te lo podrá explicar —repuso Deord—. No fui yo quien lo vio. Tienen problemas.
Alpin soltó una maldición entre dientes. Deord aguardó, quieto y silencioso.
—Dile a mi hermano que iré dentro de un momento —declaró el jefe de clan con un gruñido.
Deord hizo una reverencia y se alejó. La puerta se cerró.
—¡Condenados sirvientes! —exclamó Alpin—. Me temo que tengo que dejarte. ¿Hemos terminado?
—Tanto si hemos terminado como si no, yo debo marcharme —dijo Odhar—. Quiero estar de camino hacia el sur antes de que anochezca. Así pues, ¿tu mensaje no ha cambiado? ¿Esta oferta de Bridei influye de algún modo en tu decisión?
Alpin sonrió. Su mirada era fría.
—En absoluto, salvo que consideraré la posibilidad de tener a mis hombres disponibles antes de lo que quería. La flota estará lista; trabajarán en los barcos durante el verano. Espero que no tardemos mucho en lograr más información. De hecho, las fuentes deben de hallarse más cerca de casa de lo que me imaginaba.
—No creo que volvamos a vernos pronto —dijo Odhar al tiempo que se ponía en pie—. Mi esfera de influencia no es el campo de batalla.
—¿Quién sabe? —el tono de Alpin era desenfadado—. Adiós. Buen viaje.
En cuanto se hubo despedido de su invitado, el jefe de clan del Brezal se dirigió dando largas e impacientes zancadas hacia la alejada parte de la fortaleza donde se alojaba su hermano Drustan. Había un largo paseo a través de edificaciones anexas y estrechos corredores, todo ello detrás de la entrada cerrada con llave que se abría en su propia cámara privada. Nadie encontraría los aposentos de Drustan por casualidad. El último tramo del camino condujo a Alpin por un sendero que descendía profundamente entre unos altos muros de piedra perforados por aberturas que hacían de ventanas, a través de las cuales se podía vislumbrar un atisbo del mundo exterior: una franja de terreno moteada de verde, una oscura zona de pinos llenos de hojas y un destello de agua bajo el sol de primavera. Por encima de los muros, los altos olmos del Brezal presentaban sus copas a un cielo pálido. Los pájaros pasaban por encima, gritando. El sonido de las aves le puso la piel de gallina a Alpin. Detestaba ir a aquel lugar donde lo embargaban los recuerdos. Le empezaron a temblar las manos y apretó los puños. Si pudiera hacerlo; si pudiera poner fin a aquello. Seguir adelante, empezar de nuevo. Una esposa. Una esposa joven y hermosa supondría un poderoso instrumento de cambio. Pero no si tenía a su hermano siempre encima. No con Drustan enclaustrado allí, deprimiéndolo continuamente. ¿Por qué sufría semejante maldición? ¿Qué había hecho para enojar a los dioses de ese modo?
Los muros describieron una curva, guiando el sendero entre ellos, y la verja de hierro apareció a la vista, la verja cerrada con cerrojo y cadena que conducía al lugar donde Drustan vivía con su guardián. Bien mirado, Alpin creía que se había portado bien con su hermano. Los aposentos interiores eran limpios, privados y de dimensiones razonables. Fuera había una zona con césped, un banco y un pequeño estanque. Aquella parte estaba bien amurallada, por supuesto, y techada con un enrejado de hierro, lo cual oscurecía el pequeño jardín. Drustan no volvería a ver a la Brillante en toda su plenitud, siempre la vería dividida por los barrotes de su celda abierta. Y mejor así. Era en luna llena cuando estaba más inestable.
Alpin sabía que había podido ser mucho menos generoso. Había algunos que hubiesen arrojado a su hermano a una mazmorra para que no volviera a ver la luz del día. El delito que había cometido lo merecía. Pero Alpin no lo había hecho; a pesar de todos sus desmanes y rarezas, Drustan era pariente suyo. Que viera el cielo, siempre y cuando no pudiera marcharse volando.
Deord abrió la puerta a la llamada de Alpin y volvió a cerrarla en cuanto el jefe de clan hubo entrado.
—¿Dónde está? —Alpin ya estaba impaciente—. No tengo mucho tiempo.
—Allí, junto a la pared.
Alpin miró detenidamente hacia la esquina oscura del recinto, siguiendo la dirección que le señalaba el báculo de Deord.
—¿Está encadenado?
Por el rostro del hombre más bajo cruzó un atisbo de expresión.
—Acatamos tus disposiciones; como siempre, mi señor.
Alpin le dirigió una mirada severa, pues el tono insulso y sumiso le hizo desconfiar, pero Deord parecía calmado y relajado, como era costumbre en él. Para tratarse de un hombre de constitución tan musculosa, en quien todos sus movimientos hablaban de una gran fuerza aprovechada, el guardián de Drustan daba muestras de un carácter muy equilibrado. Alpin consideraba esta combinación ideal en un guardián para su hermano. En ocasiones se preguntaba si la apariencia de Deord no sería engañosa, pero era un hombre muy circunspecto.
Alpin avanzó hacia el rincón, donde la figura de Drustan ya era visible en las sombras: un hombre alto, tanto como su hermano, pero enjuto y nervudo, no tan corpulento como Alpin. Una mata de cabello rojizo caía sobre los hombros de Drustan. Tenía las manos apretadas con fuerza; estaba apoyado en la pared de piedra con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Cerca de allí, en una hornacina, tres pájaros posados en fila miraban fijamente a Alpin sin parpadear: una corneja cenicienta, un piquituerto y un diminuto carrizo. El hombre les devolvió una mirada iracunda. Detestaba a las criaturas que parecían rondar aquel lugar, que entraban y salían por las aberturas increíblemente pequeñas del enrejado; su quietud sobrenatural lo ponía nervioso. Al acercarse, su hermano se movió y se oyó un tintineo metálico.
—¡Por fin! —exclamó Drustan, que abrió los ojos de repente para fijar en su hermano la mirada brillante y salvaje que a Alpin, indefectiblemente, le producía escalofríos—. Está en peligro, perdida y asustada, necesita ayuda…
—Venga, venga —Alpin intentó adoptar un tono de voz apaciguador como el que utilizaría con un niño afligido o un caballo temperamental—, vamos a tomárnoslo con calma, Drustan. Ven, siéntate aquí en el banco, respira hondo y…
—El vado, el Vado del Rompiente, los Azules los atraparon, un hombre cayó abatido y luego el río los arrastró…
—¡Drustan! —el tono había cambiado; Alpin habló entonces como si se dirigiera a un perro de caza desobediente, con un brusco tono autoritario, y señaló el banco.
Su hermano se movió; una música metálica lo siguió cuando la delgada cadena que unía las manillas de hierro en torno a sus muñecas, y que seguía hasta un aro fijado en el banco de piedra, serpenteó junto a él. Drustan no se sentó, quizá no podía, pues era presa de una energía vibrante, de una intensa agitación que lo obligaba a desplazar constantemente el peso de su cuerpo de un pie a otro y a mover las manos, haciendo sonar el metal.
—¡Para! —exclamó bruscamente Alpin, irritado—. Bueno, ¿qué es lo que viste? Cuéntamelo con palabras sencillas, como si fuera una historia. ¿Quién había? Deord dijo que una mujer. ¿Qué mujer? Necesito que me lo cuentes todo. Despacio, Drustan.
—Un grupo de viajeros. Un ataque. No pude ayudarlos. No pude advertirlos, lo intenté pero no pude… llegaron los Azules. Un hombre muerto, otro herido. Una riada…, una ola repentina y terrible, como la ira de la Diosa Madre… Cayeron muchos, destrozados, desperdigados… Todos fueron arrastrados, arrastrados río abajo…
—¿Y luego? —lo animó Alpin con un suspiro.
—Ella fue valiente. Muy valiente. Es muy hermosa. Como una princesa de una canción. Salvó a un hombre. La Diosa Madre casi lo tenía. El río estuvo a punto de llevárselo. Ella lo salvó. Todo desapareció; caballos, hombres, equipaje…; no quedó nada. Tiene frío… Está empapada… Sola… Tienes que ayudarla, Alpin. Enseguida. ¡Vamos!
—Dices que esta mujer era hermosa, como una princesa. ¿Era joven? ¿Iba suntuosamente vestida?
Drustan se había quedado callado. Su mirada cambió, se hizo más cálida.
—¡Drustan!
—Una princesa —su voz era más queda entonces—. Los cabellos como un río de oro; los ojos llenos de coraje. Joven, sí. Y triste.
—¿Dónde están ahora?
—Vienen hacia el Brezal. Por el viejo camino. Un hombre, una mujer, un caballo cansado. Una pequeña hoguera por la noche. Debes ir, hermano, debes ir a buscarla. Tiene frío.
—Un hombre. ¿Qué hombre?
Drustan no dijo nada.
—¿Qué hombre, Drustan? ¡Que el Cuervo Negro nos asista! Cuando quieres bien que tienes cosas que decir, ¿por qué no puedes dar respuestas sencillas?
Deord se movió ligeramente. Observaba desde cierta distancia con expresión impasible, garrote en mano. Alpin lo agradecía. Nunca estaba seguro de lo que haría su hermano, ni en qué dirección se movería. Y Drustan era rápido. Siempre había sido rápido.
—Un hombre moreno —dijo Drustan—. Su compañero.
—¿Un guardia?
—Su compañero.
—¿Bien vestido? ¿Armado? ¿Un guerrero? ¿Un cortesano?
—Un hombre moreno —repitió Drustan—. ¡Ve ahora mismo, Alpin! ¡Ayúdala!
—Por extraño que parezca —dijo Alpin mientras se ponía de pie—, por una vez estoy de acuerdo contigo. Seguro que se trata de la novia que me ha elegido el rey Bridei de Fortriu. Una mujer joven y hermosa que se dirige hacia aquí… No se me ocurre otra explicación. Mandaré a una partida a su encuentro. O, ¿por qué no? Iré a buscarla yo mismo.
Pasaron seis noches durmiendo a la intemperie, seis noches al calor de pequeñas fogatas y de sus cuerpos bajo la manta que compartían. Faolan había empezado a recuperar las fuerzas. El brazo se le estaba curando bien, ayudado por los vendajes limpios que Ana insistía en aplicarle cada mañana. El hecho de que ya no sintiera la agotadora y extenuante desesperación de aquella primera noche era, en cierto modo, un inconveniente. En cuanto desapareció el agotamiento, el deseo físico empezó a hacerse evidente y sus esfuerzos por ocultárselo a Ana mientras ella yacía medio dormida acurrucada contra él lo mantenían mucho tiempo en vela. No podía negarse a dormir junto a ella. A pesar de sus diecinueve años, era una chica inocente que se asustaría y quedaría horrorizada, pensaba él, si supiera la verdad. En aquellas circunstancias sería muy fácil aprovecharse de ella. El hecho de que tuviera que considerar siquiera una cosa semejante ponía de manifiesto lo bajo que había caído su autodisciplina.
Llegó una mañana en la que ninguno de los dos sintió la compulsión de seguir adelante. A medida que viajaban, el horrorizado aturdimiento que había sucedido a las pérdidas en el vado se había visto reemplazado paulatinamente por una tolerancia entre ellos, una aceptación de que lo que les había ocurrido había alterado completamente las normas y restricciones de su misión. Hablaban con una nueva naturalidad y compartían las responsabilidades diarias con una nueva confianza.
Habían acampado en una hondonada cubierta de hierba por encima de un pequeño riachuelo y el sol se había alzado en un día que ya estaba repleto de la promesa de la primavera: los pájaros alborotaban en los árboles que bordeaban el agua; unas flores pequeñas, de colores vivos, se abrían formando macizos aquí y allí, entre la hierba, y la atmósfera fresca llevaba el aroma de la renovación. No obstante, el corazón de Faolan estaba inundado de un nuevo pesar, de algo que no deseaba expresar con palabras, ni siquiera para sus adentros. Según sus cálculos, ya estaban cerca de la fortaleza de Alpin. Llegarían allí en uno o dos días y ya habría realizado la mayor parte de su misión. Nunca podría decir que fuera un éxito, después de tan graves pérdidas, pero entregaría la novia a su esposo. Sellaría aquella alianza por Bridei y regresaría a la Colina Blanca con la noticia. Al mirar a Ana, que estaba sentada junto al fuego deshaciendo los nudos de su largo cabello con el pequeño peine de hueso que Faolan llevaba en sus alforjas, reconoció en su interior un intenso deseo de no tener que hacerlo. No quería entregarla a un hombre al que ella no conocía y dejarla allí, para que pasara el resto de su vida viviendo entre extraños.
Ana levantó la vista, quizá consciente de su escrutinio.
—¿Faolan?
—¿Mmm?
—¿Cuánto crees que falta? Ya estamos cerca de los límites del Brezal, ¿verdad?
Él intentó sonreír.
—¿Tienes hambre?
Ana lo miró.
—No me vendría mal comer otra cosa que no fueran esos trozos de cuero, no hay duda. Pero no lo pregunto por eso.
—Unos dos días quizá —respondió él—. Tenemos que atravesar un denso bosque; puede ser que los senderos nos sean esquivos y nos hagan el viaje más largo. Lamento lo de la comida. Si hubiera traído un arco…
—No serviría de mucho tal y como tienes el brazo —repuso Ana resueltamente—. En ningún momento esperaba que me proporcionaras comidas suntuosas y una mullida cama de plumas, Faolan. Me crie en las islas. No fue una existencia consentida.
—Sea como sea —dijo él—, me gustaría poder proporcionarte comida, al menos. Hasta ahora no lo he hecho muy bien.
—Si te sirve de algo —replicó Ana—, te diré que, de todas las personas que conozco, eres el único que querría tener a mi lado para que fuera mi protector en un viaje como este. No aceptaría a nadie más.
Él se quedó sin habla.
—No era así cuando salimos de la Colina Blanca. Esas clases de equitación me molestaron. ¡Menudos aires de desaprobación tenías! Y no me gusta que me juzgue la gente que ni siquiera ha hecho el esfuerzo de conocerme. Lamento que no puedas quedarte mucho tiempo en el Brezal.
—Yo no lo lamento —terció él, sintiendo que le desagradaba profundamente la perspectiva de verla casada con un hombre que la valoraba únicamente por su linaje; pensando que tal vez aquel viaje lo hubiera hecho enloquecer un poco, puesto que esa clase de ideas no tenían cabida en la mente de un guardia a sueldo. Y, puesto que había decidido dejar su pasado completamente atrás, ahora no era más que eso.
—Ah —dijo Ana, que bajó la cabeza como una flor marchitándose.
—No quería… Lo que quería…
—Lo comprendo, Faolan —le aseguró Ana con cuidadosa cortesía, y volvió a coger el peine—. Debes regresar a la Colina Blanca. Tienes que darle la noticia a Bridei de nuestras terribles pérdidas y decirle que se ha sellado la alianza con Alpin.
—Al menos me quedaré durante otro cambio de luna. Las instrucciones de Bridei eran precisas. No quiere que se formalicen los esponsales hasta que esté seguro de la lealtad de Alpin.
Ana no tuvo nada que decir a eso.
—O si tú… Si a ti… —No, no iba a decirlo con palabras.
—¿Si no me gusta? No creo que eso sea un factor que se vaya a tener en cuenta en ningún momento —dijo en tono tenso.
—Ana…
—¿Qué?
Faolan tenía una hoja entre los dedos; la retorcía y la enroscaba.
—Ya te lo he preguntado antes, pero volveré a hacerlo. Si…, si no hubiera obligaciones, si pudieras elegir libremente, ¿qué harías ahora?
Ella permaneció unos instantes en silencio mientras consideraba la pregunta y luego respondió en un susurro:
—No puedo mentirte. Te pediría que me llevaras de vuelta a casa, a la Colina Blanca. Creo que preferiría envejecer siendo la tía soltera de Derelei que seguir adelante con este viaje. En el fondo soy terriblemente cobarde. ¿Y tú?
—¿Yo?
—Si tuvieras opción de elegir, ¿qué harías?
—No puedo decírtelo —respondió—. Además, no tengo libertad de elección. La sacrifiqué hace mucho tiempo.
—¿Para servir a Bridei quieres decir?
Él meneó la cabeza en señal de negación.
—Oh, no. Eso fue una especie de liberación. Yo hablo de mucho antes, de cuando era niño.
—¿Vas a contarme esa historia?
Su voz sonaba muy dulce a oídos de Faolan, que percibió el peligro que se encerraba en ella y se hizo atrás.
—No vale la pena contarla —dijo—. Tenemos dos días; luego te convertirás de nuevo en lady Ana y yo me perderé en el anonimato de la casa de Alpin para hacer el trabajo por el que me paga Bridei.
—Me alegro de que te quedes —comentó Ana—, aunque sólo sea por poco tiempo. Bridei dijo que eras un buen amigo, y yo le respondí que me resultaba difícil creerlo. Ahora lo creo.
—Bridei otorga con demasiada facilidad la condición de amigo a personas que no son más que sirvientes leales.
—Eso son tonterías y tú lo sabes —replicó ella—. Él confía en tu buen consejo, en tu fuerza y tu apoyo. Ve más allá de los muros que has levantado a tu alrededor. Y creo que tú has permanecido a su lado en momentos que ha dudado de sí mismo.
Faolan recordó el invierno en que lo habían asignado a Bridei; él y sus compañeros de la escolta velando a un joven noble destrozado y enfermo tras su primera y única práctica del sacrificio del Umbral en el Pozo de las Sombras. Recordó un desesperado viaje a caballo por la nieve desde Caer Pridne a Pitnochie, y un valiente animal que lo había llevado junto a Bridei a tiempo para sacar al futuro rey, medio ahogado, del lago de las visiones. Ana era perspicaz; había visto lo que él creía bien oculto.
—Quiero pedirte un favor —dijo Ana.
—¿Cuál?
—Si vamos a llegar en dos días, debería hacer un esfuerzo por arreglarme. Me gustaría estar presentable la primera vez que Alpin me vea. Río abajo hay una laguna y da la impresión de que el día va a ser cálido. Quiero bañarme, lavarme el pelo y ponerme mi ropa. Tú puedes volver a quedarte esta, está más limpia que la que llevas. A ti tampoco te vendría mal lavarte un poco.
Entonces él la miró y se imaginó a sí mismo en el lugar de Alpin cuando los viajeros salieran del bosque y se dirigieran a la puerta de la fortaleza. Ana tenía la tez blanca como una azucena y se le había tiznado el rostro con las cenizas del fuego. A pesar de ir ataviada con la túnica y los pantalones de Faolan, y con su cinturón atado en torno a la estrecha cintura, tenía todo el aspecto de una mujer. Aquellas prendas, demasiado grandes para ella, no podían ocultar las gráciles curvas de su cuerpo, sus pechos firmes y redondeados, la turgencia de sus caderas, sus muslos torneados. Se estaba volviendo a trenzar el pelo; aunque el polvo del viaje había oscurecido aquel torrente ceniciento dándole el color de la miel, y había atenuado su vaporosa exuberancia, seguía poseyendo una singular belleza; era una cascada sedosa, un manto de luz viva, una capa de primavera. Faolan la miró a los ojos; esos ojos grises, claros y sinceros que parecían hablarle directo al corazón.
—Tus recelos son infundados —le dijo—. Alpin estará satisfecho, créeme —y quiso decirle: «Eres hermosa», pero silenció aquellas palabras antes de que salieran de sus labios.
Un delicado rubor tiñó las mejillas de Ana; le sostuvo la mirada a Faolan como si intentara determinar si era capaz de mentir simplemente para complacerla.
—De todos modos me gustaría lavarme —afirmó—. Tanto por Alpin como por mí misma. Tener el mejor aspecto posible, o al menos hacer un mínimo esfuerzo para conseguirlo, me dará coraje.
—¿Te hace falta coraje para esto, después de todo lo que has hecho? ¿Después de lo que hiciste en el vado? Arriesgaste tu propia vida para salvarme —su expresión era de incredulidad.
Ella se miró las manos. Al responder, su voz sonó como la de una niña.
—Todo esto me da mucho miedo, Faolan. Necesito toda la ayuda posible.
Se quedaron un rato junto al riachuelo. Hablaron poco, pero descansaron tranquilamente, contentos con la compañía del otro. El caballo pastaba; no lo habían maneado, porque allí, en aquella suave cuenca del terreno, los pastos dulces crecían lozanos y el animal no tenía motivos para alejarse. Faolan pensó que guardaría aquel día en su recuerdo y lo conservaría como un precioso talismán para que lo sostuviera cuando todo aquello hubiera terminado. Sabía que, para él, nunca volvería a haber un día como aquel, un breve lapso de tiempo que parecía quedar excluido de la vida normal de un hombre o una mujer; un día que no formaba parte del turbulento fluir de los acontecimientos, sino que era, simplemente, un regalo.
A mediodía hacía bastante calor, por lo que Faolan se despojó de las botas y la túnica y se tumbó en la hierba vestido con los pantalones y la camisa manchada del viaje. Ana estaba sentada en unas rocas junto al arroyo, con los pies colgando, sumergidos en el agua, y tarareando en voz baja. Faolan se levantó con la intención de decirle que si quería bañarse ese era un buen momento. Había dado un paso hacia ella cuando un sonido hizo que se quedara inmóvil de repente. Ana se quedó muy quieta; también lo había oído. Había movimiento en el bosque, más allá del pequeño santuario de ambos: voces, un repiqueteo de cascos, el tintineo de unos arreos.
Ya lo habían ensayado los primeros días después del desastre del vado, cansados como estaban. Cuando los jinetes aparecieron entre los pinos de la ladera que se alzaba por encima de ellos, Faolan se hallaba allí de pie, firme y desafiante, con un cuchillo arrojadizo en la mano izquierda y su espada corta en la derecha, y Ana estaba detrás de él, aferrando el arma que Faolan le había dado.
Los jinetes avanzaron en fila de a uno. Aquellos hombres no llevaban las bandas azules en la cabeza como los primeros atacantes. Por lo visto su color era el rojo; lo llevaban bordado en sus túnicas en forma de un perro escarlata, lo cual los distinguía como miembros de una casa cuyo jefe tenía aquel símbolo de clan. Eran unos hombres corpulentos, pues tal era la naturaleza de los caitt; altos, anchos de espaldas y con unos distintivos cabellos largos y sueltos y unas barbas enteras, algunas de ellas trenzadas y otras en las que se había dejado su pelambre natural. Bajaron por la ladera y se detuvieron, colocándose de manera que su jefe quedara flanqueado por un hombre a cada lado; aquellos dos hombres portaban unas lanzas y los filos de sus armas apuntaban con precisión al corazón de Faolan. Él permaneció relajado, calculando la trayectoria que requeriría su cuchillo arrojadizo y consciente de que no iba a usarlo, no ante la presencia de Ana. Intentar defenderse era asegurar su propia muerte y la captura de la muchacha.
—Vaya, vaya —dijo el hombre del centro con una sonrisa, arrastrando las palabras—, ¿qué tenemos aquí? —No hizo ademán de desmontar—. ¿Cómo te llamas y qué haces aquí? —Esas palabras fueron pronunciadas en un tono distinto, áspero y peligroso.
—Podría preguntarte lo mismo —contestó Faolan sin alterarse—. Como verás, me acompaña una dama, y tenemos problemas, puesto que hemos sufrido un grave contratiempo en el vado, a cierta distancia de aquí. La dama está débil y consternada. Necesitamos vuestra ayuda, no un interrogatorio.
El jefe caitt lo miró con detenimiento. Su expresión no era precisamente afectuosa.
—Sólo un idiota cruza por ese camino en la época del deshielo primaveral —dijo—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Dónde están tus marcas de guerrero? Tienes aspecto de escoto, y tu acento lo corrobora. ¿Y qué dices de una dama?
—Soy… —empezó a decir Faolan, pero entonces Ana salió de detrás de él, con el cuchillo en la mano, y todos volvieron los ojos hacia ella. El jefe de los caitt recorrió el cuerpo de la muchacha con la mirada, midiéndolo, evaluándolo; enarcó las cejas con desdén y arrugó la nariz, como si percibiera un olor desagradable. Faolan fue presa de una furia ciega; sus dedos se apretaron en torno al cuchillo.
—Os saludo —dijo Ana con dulzura—. Soy pariente de Bridei, rey de Fortriu, y voy de camino al Brezal. El accidente que hemos sufrido no tuvo nada que ver con el deshielo de primavera. Nos atacaron y no tuvimos más remedio que intentar cruzar el vado. Hubo una… —se le entrecortó la voz.
—Una riada —intervino Faolan—. Nuestra escolta fue arrastrada por ella.
El jefe de los caitt desmontó; sus dos guardias mantuvieron las lanzas en la misma posición y, detrás de él, otros se movieron con las armas en la mano.
—Prefiero hablar con la dama —dijo el jefe con un ligero énfasis en la última palabra que resultó profundamente insultante. Los dedos de Faolan se morían por hacer callar a ese hombre con un rápido corte en la garganta. Sería cuestión de un momento—. ¿Cómo te llamas, querida? —le preguntó aquel tipo.
Ana respiró hondo.
—Me ofendes —le dijo en tono calmado—. No soy la «querida» de nadie. Mi nombre es Ana, hija de Nechtan, princesa de sangre real de las Islas Luminosas. Viajo al Brezal como futura esposa del jefe de clan Alpin. Necesito tu ayuda. Una escolta hasta su fortaleza, si puedes proporcionárnosla. Hemos viajado con ciertas dificultades desde el vado. Perdimos el equipaje y mi compañero está herido.
—Tu compañero. ¿Y quién es exactamente?
Faolan y Ana respondieron al mismo tiempo:
—Soy…
—Es…
Sus miradas se encontraron. Faolan leyó en la de Ana la duda que él mismo había empezado a tener. Aquellos no podían ser hombres de Alpin; ellos habrían sabido que se esperaban viajeros procedentes de la Colina Blanca. La situación era peligrosa. Ana se había identificado; era, como mínimo, una rehén en potencia, un importante artículo de comercio. Faolan era una fuente de información y sabía, por experiencias pasadas, lo que eso podía significar.
—Mi músico de la corte —dijo Ana con soltura. Sus palabras provocaron una sensación de puro horror en Faolan, quien seguidamente reconoció con renuencia el ingenio de la muchacha que, de ese modo, lo convertía de inmediato en alguien inofensivo—. Se llama Faolan. Es el único miembro de mi escolta que sobrevivió a la riada —el temblor de su voz no se debía en absoluto a ningún artificio—. No le hagáis daño. No representa ninguna amenaza para vosotros.
El jefe de los caitt miró las armas que Faolan empuñaba y la postura que había adoptado, con las piernas separadas y los hombros erguidos.
—A mí no me parece que tenga aspecto de bardo —comentó con un gruñido.
—No me queda ningún otro protector —dijo Ana en voz baja—. Faolan está haciendo lo que puede. Por favor, retirad las lanzas. Nos estáis asustando.
Resultaba incómodo que te enervaran tan sencillamente con unas pocas palabras bien escogidas. No obstante, el ardid de Ana parecía estar funcionando. El jefe hizo un movimiento seco con la cabeza y sus hombres retiraron las armas uno o dos palmos.
—Si no vas a ayudarnos —dijo Ana—, confío en que nos permitirás pasar sin ponernos trabas. Iremos al Brezal por nuestra cuenta. Si es que este es el camino correcto —intentó una sonrisa conciliadora. Faolan se dio cuenta de lo asustada y enojada que estaba.
De pronto, el jefe de los caitt sonrió ampliamente y una blanca dentadura apareció en un rostro que, por debajo de su exuberante barba, estaba cubierto de intrincados tatuajes. En sus brazos, fuertes como las ramas de un árbol, llevaba unos aros con la misma decoración de espirales, ondas, criaturas a la carrera, escenas de batalla y pájaros volando.
—¡Goban! Mira a ver si encuentras un caballo para la dama. ¡Erdig! Ayúdala a recoger sus bártulos, si es que se les puede llamar así. Y tú —dijo mirando a Faolan con los ojos entrecerrados— no te muevas. Suelta las armas.
—No voy a obedecer las órdenes de un hombre que no me dice cómo se llama —replicó Faolan en voz baja, consciente de que no era una respuesta propia de un músico a sueldo, pero incapaz de dar una respuesta más servil.
—¡Qué mala suerte! —dijo el jefe acercándose un paso más y llevando la mano a su propia espada.
—¡Faolan! —exclamó Ana con severidad—. ¡Haz lo que te dice!
Con el corazón lleno de amargura, él arrojó el cuchillo y la espada corta al suelo y levantó las manos.
—Así está mejor —comentó el jefe caitt—. Mordec, guarda esas armas en lugar seguro. No queremos que aquí nuestro bardo se corte, ¿verdad? Espero que todos disfrutaremos de un magnífico entretenimiento más tarde… ¿El arpa, tal vez? He oído que los escotos tienen talento con ese instrumento —sonaron unas risas estruendosas—. No es algo muy frecuente en estos lares.
—Está herido —intervino Ana—. No podrá tocar durante un tiempo. No hasta… —se quedó callada. Uno de los hombres hacía avanzar un pony desde el fondo de su posición, un animal bien cuidado de un color nacarado y con una silla y una brida de cuero de calidad decoradas con un elaborado trabajo en plata. Llevaba la crin trenzada y le habían peinado la larga cola dejándola bien lustrosa. Indudablemente era una montura para una dama. Faolan vio que Ana levantaba la vista hacia el jefe de los caitt con una mirada acusadora.
—Venías a nuestro encuentro… —le dijo—. ¿Quién eres? ¿Por qué juegas con nosotros?
El jefe sonrió de nuevo como si estuviera sumamente satisfecho consigo mismo y se acercó a grandes zancadas para tomar la mano de Ana en su enorme zarpa. Faolan se obligó a quedarse quieto.
—¡Vaya, has descubierto mi pequeña broma! Soy Alpin, querida, y estos de aquí son los hombres del Brezal. Ahora estás a salvo. Pensamos que era posible que a estas alturas ya pudieras estar cerca de nuestras fronteras y se nos ocurrió cabalgar hasta aquí para darte la bienvenida. No esperábamos encontrarte sin escolta y en semejante estado de desaliño —volvió a recorrer su figura con la mirada. Ahora que estaba más cerca, la expresión de sus ojos cambió un poco. A Faolan le gustó aún menos que el asco que aquel tipo había demostrado antes—. Por lo que veo, tu bardo se ha visto obligado a dejarte su ropa. Menos mal que es un músico inofensivo. Como tu futuro marido, bien podrían ofenderme semejantes muestras de confianza.
—Estos juegos no me divierten, mi señor —dijo Ana—. En cuanto hayas oído toda la historia de mi viaje verás que las bromas no son apropiadas. Los asuntos triviales, como la necesidad de vestirse con ropas inadecuadas, no tienen mucha importancia cuando tus compañeros se han ahogado ante tus propios ojos. Me hubiera gustado presentarme ante ti vestida como una dama, por supuesto. Los dioses no lo permitieron. Les agradezco que me salvaran la vida, así como la de Faolan aquí presente. Ese día el río se llevó a diez personas, y los hombres que nos tendieron la emboscada mataron a otra más. Comparado con eso, ¿qué importancia tiene la pérdida del arcón de una novia? ¿Qué importancia tiene una pequeña humillación?
—Tal vez nuestro humor sea demasiado ordinario para los familiares del rey Bridei —dijo Alpin, que entonces no sonreía—. Te acostumbrarás con el tiempo. En cuanto a lo demás, los servicios de mi casa estarán a tu disposición, por supuesto, así como un atuendo más apropiado. No somos bárbaros. Menos mal que hemos venido a buscaros. A los forasteros no les es fácil atravesar la zona interior del Brezal. Los senderos pueden resultar engañosos. Permíteme que te ayude a montar. Esta es una de las ventajas de la ropa masculina, claro; te facilita el que puedas montar a horcajadas.
Faolan oyó que uno de los hombres bromeaba con otro entre dientes, diciéndole algo sobre que la dama era una experta jinete gracias a que tenía a un bardo dócil para practicar por la noche. Vio que Ana enrojecía de vergüenza y notó que sus puños se apretaban. En un instante Alpin se acercó al transgresor, se quedó de pie a su lado con las manos en las caderas y le dirigió una mirada fulminante.
—¡Desmonta! —le ordenó.
El hombre obedeció; él también era un tipo corpulento, pero al lado de su jefe parecía pequeño.
—Repite lo que acabas de decir —le dijo Alpin con brusquedad.
—Mi señor, yo…
—¡Repítelo! —El hombre recibió un puñetazo en la mejilla derecha que lo hizo retroceder hacia el costado de su montura con un tambaleo.
—Lo siento, mi señor. Yo…
—¿Estás sordo, Lutrin? Repite tus indecentes palabras para que las oigan los dioses. ¿Ahora tienes miedo? ¿Ahora qué te has dado cuenta de que los venenosos chismes que difundías eran sobre mi esposa? —Otro puñetazo, esta vez en el lado izquierdo; por lo visto Alpin era igualmente hábil con ambas manos. Los guerreros caitt permanecieron en silencio en torno a ellos, sentados a lomos de sus caballos, observando con lo que parecía cierto reconocimiento.
—He hecho una sugerencia obscena sobre la dama y su bardo, mi señor —admitió Lutrin débilmente, y retrocedió con paso vacilante—. A todas luces falsa. Lo lamento.
—No es suficiente —gruñó Alpin, que volvió a arremeter contra él una vez más. En aquella ocasión la víctima cayó despatarrada por la fuerza del golpe y quedó tendida en el césped, inmóvil.
—Coge su caballo, bardo —dijo Alpin—. Y recuerda que en el futuro ese será el único pedazo de carne sobre el que pasarás la pierna. ¡Dejadle! —bramó al ver que un par de sus hombres iban a ocuparse del caído Lutrin—. Que vuelva por su cuenta, si el bosque se lo permite. Y todos vosotros tened cuidado. Si insultáis a mi esposa os veréis en el mismo estado. —Se volvió hacia Ana, cuyo rostro seguía colorado de vergüenza, que Faolan sabía era provocada tanto por las propias palabras de Alpin como por la broma poco meditada de Lutrin—. Vamos, querida —le dijo el jefe del clan—. Te llevaremos a casa.
La enfermedad había irrumpido en la Colina Blanca. Se había hecho patente poco después de la Fiesta del Equilibrio y no parecía tener prisa por dejar la casa real a pesar de la recitación de plegarias, la quema de hierbas curativas y la preparación de remedios que el tiempo había demostrado eficaces. En los hombres y mujeres se manifestó con unos cuantos días de fiebre y una inflamación en la garganta que hacía difícil tragar. En los niños fue más mortífera.
La hija pequeña del guardián principal de Bridei murió a los cinco días de contraer la enfermedad. La Diosa Madre regresó al cabo de tres días en busca del bebé de una cocinera. La dolencia se apoderó con virulencia de los más jóvenes, poniendo sus pequeños cuerpos a prueba con dolorosos y convulsivos accesos de tos. En la Colina Blanca vivían ocho niños menores de diez años, al menos hasta que llegó la enfermedad. Los gemelos de Garth, el hombre de armas de Bridei, y de su esposa Elda estuvieron aquejados de la enfermedad y se recuperaron. Eran unos chicos robustos, con la misma constitución que su padre. Dos niñas pequeñas fueron enviadas a Banmerren a los primeros signos de enfermedad en la casa. Ahora era Derelei el que estaba enfermo.
Con un año y pocas lunas, de complexión menuda como su madre, Derelei amaneció un día un poco sonrojado y al siguiente yacía tendido en un camastro, ardiendo de fiebre y respirando con dificultad. No lloraba mucho. Tuala quería que llorara. Quería que luchara. A la Diosa Madre le resultaría muy fácil llevárselo; era un pedacito de niño que la diosa podía meterse en el bolsillo y hacer desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
Había ciertas cosas que podían hacerse y Tuala las llevó a cabo con la mente aturdida y el corazón paralizado por el terror. Preparó pociones curativas. Mantuvo encendido un brasero con hierbas balsámicas y pasó una esponja con agua fría por el pequeño cuerpo de su hijo. Le cantó y le acarició la frente afiebrada. Cuando el niño no podía respirar, ella lo sostenía contra su hombro, pues eso parecía aliviarle un poco el pecho. Le dirigió unas oraciones desesperadas a la Brillante, unas plegarias que no eran las formales: «¿No sabes lo mucho que le queremos? ¡Es muy pequeño! ¡Deja de hacerle daño!».
Cuando Bridei estaba allí, que era todas las veces que podía alejarse de las últimas preparaciones para su gran consejo, Tuala trataba de ocultarle lo asustada que estaba. Había un grupo de sirvientas para ayudarla, pero no había muchas en las que ella estuviera dispuesta a confiar el cuidado de Derelei en semejantes momentos de riesgo. Mara, el ama de llaves de Pitnochie, seguía en la Colina Blanca. La mujer no ofreció su ayuda para cuidar a Derelei, pues los niños pequeños nunca habían sido sus compañeros preferidos. Sencillamente asumió la mayoría de las demás responsabilidades que tenía Tuala, encargándose del gobierno de la casa con la misma actitud adustamente eficiente que había empleado en dirigir los dominios de Broichan en la época en que Bridei y Tuala eran niños. Por las noches aparecía en su puerta con una bebida aderezada o una bandeja con trozos de pan y queso y ordenaba a la reina de Fortriu que descansara un rato.
—No le harás bien a nadie si caes rendida por falta de sueño.
Bridei también iba dando tumbos debido al agotamiento. De día se encerraba con sus consejeros, preparándose no tan sólo para la inminente asamblea —contrariamente al rumor que habían hecho circular sus espías, no sería en la época de la cosecha sino antes del Solsticio de Verano—, sino también para la importante tarea que todos sabían que tendría lugar en otoño, tanto si el rey de Circinn decidía apoyarla como si no. La asamblea sería crucial. Era la primera vez que convencían a Drust el Verraco para que visitara la corte de Bridei desde que este había derrotado al Drust cristiano en las elecciones para el trono de Fortriu. Drust había albergado la esperanza de extender su dominio a ambos reinos, cosa que hubiera tenido el resultado largamente deseado de ver a Fortriu y Circinn unidas de nuevo, pero bajo la fe cristiana de Drust, lo cual habría supuesto una catástrofe inconcebible, una flagrante negación de la antigua fe de los priteni, una fe a la que Bridei se había mantenido totalmente fiel desde sus días de niñez en casa de Broichan.
Durante los cinco años de su reinado, Bridei había trabajado con diligencia para conseguir una paz cautelosa con Drust el Verraco. El hecho de que el rey del sur aceptara asistir a la asamblea había sido un golpe maestro y, en general, se consideraba como un indicio de la disposición de Drust para apoyar la lucha armada contra Dalriada, un enemigo común. Junto con el rey de Circinn asistirían otras personas, en particular su influyente consejero Bargoit. Los jefes de clan de Fortriu estaban planeando lo que se diría y quién lo diría hasta el más mínimo detalle. Trabajaban durante largas horas. Incluso Tharan tenía aspecto de estar cansado.
Por la noche, mientras Derelei luchaba contra la tos, Bridei y Tuala lo velaban. Él caminaba de un lado a otro con su hijo en brazos, dándole palmaditas en la espalda. Ella mecía al pequeño en sus rodillas, sentada junto a una jofaina en la que se habían puesto en infusión con agua caliente unas hojas aromáticas, de calamento e hinojo. Los vapores ayudaban a respirar al niño. Cuando Derelei cerraba por fin los ojos por un breve espacio de tiempo, ninguno de sus progenitores se atrevía a dormir, no fuera que se les cayera sin darse cuenta. Escuchaban el leve sonido de su respiración y se sostenían la mano, conscientes de que, a pesar de las pruebas por las que los dioses los habían hecho pasar en el pasado, nada podía ser tan duro como aquello.
El tercer día de la enfermedad de Derelei, Bridei tenía que cabalgar hasta Caer Pridne; como mínimo debería pasar unos cuantos días fuera. La fortaleza de la costa era entonces el cuartel general de los empeños militares del rey, supervisado por su pariente y jefe de guerra, Carnach del Recodo del Espino. Era allí donde se preparaba la gran ofensiva contra los escotos de Dalriada. Había sido necesario que el rey hiciera acto de presencia para alentar, inspirar y desafiar a aquellos que muy pronto derramarían su sangre por su causa. Tuala sabía que Bridei no quería ir, no en aquellos momentos. Y sabía que tenía que ir. Lo tranquilizó lo mejor que pudo.
—Parece que Derelei está un poco mejor esta mañana. Respira con menos dificultad; las hierbas ayudan. Intenta no preocuparte demasiado, querido.
Él se inclinó para dar un beso a Tuala en la frente y para acariciar con el dedo la mejilla de su hijo, cuya suave piel tenía un enrojecimiento héctico. Luego se marchó. Tenía el rostro pálido y demacrado; a Tuala le daba la impresión de que había llegado a ese punto de agotamiento en el que uno ya ni siquiera entiende lo que dice la gente y en el que las propias palabras tampoco parecen tener mucho sentido. Al menos en Caer Pridne podría dormir unas cuantas noches.
No habían mencionado el asunto de Broichan. Como druida que era, el hombre estaba empapado de conocimientos y era experto en ciencia herbaria. Había mantenido con vida al rey durante muchos cambios de luna cuando a todos los demás les había parecido el momento designado para su fallecimiento. De esa manera se había cerciorado de que su hijo adoptivo Bridei estuviera preparado para aspirar al trono cuando se presentara la oportunidad. Tuala sabía que Broichan había estado atendiendo a otras víctimas de aquel mal. Era un poderoso vidente y gozaba de la confianza de los dioses. ¿Por qué no pedirle ayuda? Pero Bridei no lo había sugerido, ni siquiera con su hijito ardiendo en sus brazos. No era necesario que lo dijera. Tuala le tenía miedo a Broichan. Había motivos para ello, motivos antiguos y nuevos. No conseguía confiar en él, especialmente en lo que concernía a su hijo. Ella no le iba a decir nada al druida; y Bridei, que sabía todo aquello, tampoco se lo diría.
Tuala se sentía muy sola en ausencia de su esposo, aun cuando la Colina Blanca estaba llena de gente. Echaba de menos a Ana. La presencia de su amiga era relajante; se ocupaba de sus cosas con tranquilidad, desprendiendo una sensación de calidez y calma, y quería a Derelei como si fuera su propio hijo. Si Ana hubiese estado allí, Tuala podría haberse dejado ir y llorar, y no sentirse como si de alguna forma estuviera decepcionando a todo el mundo. Deseaba con todas sus fuerzas que Bridei no hubiese hecho marchar a su amiga. Y deseaba que tampoco hubiera mandado a Faolan. Breth había viajado a Caer Pridne como guardaespaldas de Bridei, pero Tuala no creía que la seguridad personal de su esposo estuviera verdaderamente asegurada a menos que Faolan se hallara cerca. Con la asamblea casi encima, temía los cuchillos en la noche, las flechas repentinas, los cálices envenenados. Hasta el rey más querido tiene sus enemigos.
Era un mal día. Derelei no quería comer y a ella le dolían los pechos, henchidos de leche. Utilizó un trapo para verter unas gotas de agua fresca en la boca del niño, pero lo que tragaba volvía a expulsarlo enseguida con unas dolorosas arcadas convulsivas que lo dejaban laxo y exhausto. Llegó Mara, que en aquella ocasión se quedó para mantener una reserva de paños enfriándose y ocuparse del fuego mientras Tuala caminaba con su hijo en brazos. La estancia tenía un olor nauseabundo, el olor de la desesperación. De vez en cuando Tuala intentaba ponerse al niño en el pecho, y de vez en cuando él olfateaba y movía la cabeza como si tuviera hambre, y la esperanza que renacía en ella quedaba truncada cuando el pequeño apartaba la cabeza, pues tenía la boca demasiado cansada para chupar. Volvieron a probar a darle agua. Le refrescaron el cuerpo; Tuala lo sujetaba en tanto que Mara le daba toques con el paño húmedo en la piel caliente. Tuala se dio cuenta de que las facciones de su hijo estaban cambiando, tenía los ojos hundidos y distantes, la piel estaba adquiriendo un tono grisáceo, las mejillas regordetas se estaban hundiendo. Parecía el fantasma de un niño. Se oyó el murmullo del agua del cuenco de Mara cuando el ama de llaves sumergió el trapo. Tuala evitó su mirada rápidamente. La mujer no dijo absolutamente nada, pero ella tenía la sensación de que había un mensaje en sus ojos. «Pídeselo. Si no lo haces, es que eres idiota, pues no tienes nada que perder». Y a Tuala se le ocurrió que si no hacía alguna otra cosa, algo más que los pacientes paseos, los baños y las hierbas, su hijo no vería otro amanecer.
—Voy a buscar a Broichan —dijo—. Iré en cuanto hayamos vuelto a tapar bien a Derelei.
—Sí —dijo Mara—. Hazlo. Lo más probable es que te esté esperando. Ve ahora; yo cuidaré al niño. Has tardado demasiado. Nunca pensé que serías tan tonta de dejar que el orgullo te privara de tu único hijo.
Y cuando Tuala la miró, fría de la impresión, Mara añadió:
—Abre los ojos, muchacha. No eres la única que quiere a este pequeñín. Bridei hubiera hecho venir a Broichan hace dos días de no haber sabido que te opondrías a ello. No pongas esa cara. Ve a buscarle. Quizá todavía estemos a tiempo.
Tuala nunca había oído un discurso tan largo en boca de Mara. Se tragó el tumulto de sentimientos que surgieron en su interior, se dirigió desde sus aposentos a la habitación privada de Broichan sin ni siquiera ser consciente de que se estaba moviendo.
No fue necesario llamar a la puerta. Esta se abrió cuando ella se acercaba y allí estaba el druida, alto y sombrío con sus oscuras vestiduras y con un cesto plano en el brazo que contenía varios artículos cuidadosamente colocados: una gavilla de hierbas, velas, ramitas de abedul, frascos pequeños y vasijas tapadas. Tuala lo miró y vio en sus rasgos la misma expresión de agotamiento y angustia que había ensombrecido el rostro de Bridei en el momento de partir. Vio que Mara tenía razón. Broichan estaba esperando que le pidiera ayuda, esperando desesperado por si ella lo dejaba para cuando ya fuera demasiado tarde y no pudiera salvar al hijo de Bridei.
—Necesito tu ayuda —la voz le salió en un susurro.
El hombre asintió con la cabeza sin mediar palabra y se puso a su lado cuando Tuala se dio la vuelta para regresar a sus aposentos.
—He hecho todo lo que he podido —dijo—. Todo. Y sigue sin mejorar.
—¿Todo? —el tono de Broichan era afable—. ¿Has mirado en tu espejo de catoptromancia para examinar su futuro? ¿Has osado hacerlo?
Ella se estremeció.
—No. Eso no. Sabes que ya no practico esas artes; siendo reina no es apropiado que llame la atención de ese modo. Además, no podría. Para esto no. No si pudiera ver… —se le ocurrió una idea terrible. ¿Era por eso por lo que Broichan no había aparecido antes?—. ¿Tú… tú lo has hecho? ¿Has visto…? —No iba a decirlo en voz alta: «Tú has visto la muerte de mi hijo y no vas a enfrentarte a la voluntad de la Diosa Madre».
—No, Tuala. —La voz de Broichan era una música oscura, profunda y resonante—. No soy tan fuerte. Si tengo que luchar una batalla por este niño, iré armado con la esperanza. Mi cuenco de hidromancia está tapado y así permanecerá hasta que este azote haya desaparecido de la Colina Blanca.
—¿Puedes salvarlo? —Tuala oyó que su voz temblaba. Estaban frente a la puerta de sus aposentos; oían a Mara dentro, moviéndose de un lado a otro, murmurando. Derelei no emitía ningún sonido.
—La cuestión no es tanto si puedo salvarlo —dijo Broichan al tiempo que abría la puerta— como si tú me permitirás que lo trate de manera que se le pueda salvar. Lo que hay en nuestro pasado ha sido causa de una profunda desconfianza entre nosotros, lo sé. ¿Por qué, si no, has tardado tanto en pedirme ayuda, hasta el punto de que la enfermedad ya casi no se puede remediar? —En aquellos momentos se encontraba junto al camastro donde el niño se agitaba inquieto, medio dormido. Mara, que escurría un trapo, observó con una prudente mirada neutral. Broichan puso los dedos en la frente de Derelei—. Las hierbas y pociones ya no sirven para esto —dijo—. Las llamas de esta fiebre lo abrasan; su corazón está a punto de estallar. ¿Vas a confiar en mí?
—Sí —susurró.
—Muy bien. Tengo que sumir al niño en un sueño profundo, un sueño tan profundo que podría parecerte que Derelei está a punto de abandonarnos. No te alarmes. Permaneceré a su lado y mantendré el control. Esto permitirá que su pequeño cuerpo obtenga el descanso que tan desesperadamente necesita. Casi ha agotado sus fuerzas luchando contra esta enfermedad. Lo depositaré en las manos de la Brillante durante un tiempo. Puede resultar difícil observarlo. Tal vez quieras retirarte y procurarte también un período de descanso. Mara puede proporcionarme la ayuda que necesite.
—No —replicó Tuala con voz ronca—. No voy a separarme de él.
Broichan la contempló con seriedad.
—De acuerdo. Verás pasar una sombra. Puede que sientas un escalofrío. Es de esperar. Confía en mí. No voy a dejar que se vaya.
Ella volvió de nuevo la vista a sus herméticas facciones, a los oscuros ojos impenetrables, los pómulos y la barbilla marcados. Broichan rara vez revelaba lo que sentía. Puso entonces sus largas manos a ambos lados de la roja carita del niño y le habló en una voz suave y queda, casi como si cantara.
—Derelei. Ahora duerme, pequeño. La paloma y el búho vuelan contigo; el salmón y la nutria nadan a tu lado; el ciervo y la liebre te muestran los caminos secretos. Duerme, Derelei. La Brillante velará por ti y te proporcionará dulces sueños.
Movió los pulgares sobre el pequeño rostro; su mirada era distinta, suavizada por el amor, pero brillante por el poder del hechizo. Mientras lo miraba, Tuala se dio cuenta de lo cruel que había sido excluyéndolo. Vio que, en realidad, su hijo significaba tanto para él como para ella y Bridei. El motivo no lo sabía, pero sí sabía que no tenía nada que ver con el poder, la ambición o las intrigas. Era algo auténtico, honesto, y ella no tenía derecho a interponerse.
—Duerme, valiente. Descansa de tu gran batalla. Descansa ahora, protegido y seguro. Reserva las fuerzas. Te aguardan buenos tiempos.
Derelei estaba relajado, con los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta. Tenía los brazos extendidos y las manitas cerradas en puños, como si guardara en ellas algún secreto. Broichan empezó a hacer signos en el aire por encima del rostro del pequeño y a salmodiar en una lengua que Tuala desconocía. La habitación pareció oscurecerse y la atmósfera se enfrió, como si un gélido soplo hubiera penetrado las sólidas paredes. Tuala apretó los dientes y recordó una noche del Umbral, cuando la tenebrosidad de lo que había visto en su cuenco de hidromancia casi había resultado imposible de soportar. Broichan no era infalible. ¿Y si se equivocaba? Prácticamente podía sentir las garras del Cuervo Negro en aquella tranquila estancia; casi oía el batir de sus oscuras alas. Derelei parecía muy pequeño allí tendido en el camastro, indefenso. Dio la impresión de que su rostro palidecía, como si le succionaran la vida delante de sus propios ojos, y vio que el trabajoso ascenso y descenso de su pecho se iba haciendo más lento hasta que apenas fue distinguible. Una a una, las velas dispuestas por la habitación ardieron con una luz parpadeante y se apagaron solas. La piel de Derelei tenía un aspecto gris y muerto en aquella penumbra. Ya no parecía tan relajado y tranquilo, más bien daba la impresión de ser una víctima despatarrada esperando el cuchillo. Mara atizó el fuego, cuya luz irregular apenas rozó los oscuros rincones de la habitación.
Broichan siguió adelante con su salmodia, que se fue abriendo camino en la cabeza de Tuala, llenándosela con su insidioso poder hasta que a ella también la invadió una fatiga incontenible, un profundo deseo de abandonarse al cuidado de la diosa, de descansar, de sanar, de entrar en un tiempo de oscuridad que era como una pequeña muerte. Las piernas ya no la sostenían.
—Toma, muchacha —dijo Mara al tiempo que empujaba un taburete hacia los pies del camastro, y ella se desplomó en él mientras la invocación continuaba. En aquellos momentos, mientras salmodiaba, Broichan estaba realizando un ritual en torno al niño que dormía profundamente: esparcía hierbas por el pecho, las ingles y las manos de Derelei, ungía su frente con un aceite de olor acre y colocaba una sola flor pequeña en cada uno de sus párpados. Tuala se estremeció al pensar en la muerte. Tenía que confiar; había visto amor en los ojos de Broichan.
El druida abrió un tarro diminuto del que sacó una pizca de un polvo rojizo, trazó una línea alrededor de la figura del niño que dormía, una guarda contra los intrusos, una barrera segura. A Tuala le entraron ganas de estornudar al oler la hierba. Derelei no se movió; yacía como si no tuviera que volver a moverse nunca más. En aquella oscuridad ella no veía el imperceptible movimiento ascendente y descendente de la respiración de su pequeño. Alargó el brazo para tocarlo, para tranquilizarse, puesto que el niño parecía un juguete abandonado, indefenso y desmayado. Broichan se interpuso; agarró a Tuala por la muñeca y le sujetó la mano. Su cantinela seguía fluyendo sin pausa. Ella notó que unas lágrimas cálidas le corrían por las mejillas. Cerró los ojos y dirigió sus propias plegarias a la Brillante. La diosa siempre había velado por ella; siempre, incluso cuando había creído no tener amigos. ¿Cómo podía la Brillante hacer menos por Derelei? «Esperanza», había dicho Broichan. «Iré armado con la esperanza».
La salmodia se hizo más lenta, fue adquiriendo el ritmo de una nana, y el druida, que había completado el ritual, se acomodó de rodillas junto al niño. Mara acercó una astilla al fuego y empezó a encender las velas, una a una. Al cabo de un momento la habitación se llenó de un cálido resplandor, y de silencio.
—Ahora tenemos que dejar descansar al niño —dijo Broichan—. No lo toques; mira, aún respira, pero lentamente. Es un sueño más profundo del que conoce ningún hombre o mujer, un sueño en el mismo borde de la muerte. Debemos esperar. Yo lo velaré. Tú deberías descansar. Aquí no puedes hacer nada. Al menos hasta que empiece a despertar.
Tuala tenía unas palabras enojadas en la punta de la lengua, pero las contuvo y se tragó el dolor.
—De todos modos me quedaré —dijo en voz baja—. No hace falta que veles solo.
Broichan la miró y a continuación desvió la vista. Resultaba imposible leer su mirada.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella.
—No puedo decírtelo. Pareces exhausta. Han sido unos días muy difíciles. Descansa mientras puedas.
—Tú también pareces agotado. Creo que no somos sólo yo, Bridei y nuestro hijo quienes lo hemos pasado mal. Me quedaré contigo. Mara, ¿le dirás a una de las mujeres que nos traiga aguamiel y algo de comer? Y gracias por estar aquí. Por ser tan paciente. Ahora debes irte a la cama.
—¿Paciente? —repitió la mujer—. No sé si yo lo expresaría de ese modo. Sé cuándo tengo que hablar y cuándo tengo que mantener la boca cerrada, nada más. Bueno, pues me iré. Algunos no somos tan tontos de rechazar un descanso cuando te lo ofrecen. Mandaré a alguien con un poco de cena para vosotros dos.
En las profundidades de la fortaleza de Caer Pridne, antigua sede de los reyes de Fortriu, había un lugar de oscuro ritual. El dios cuyo poder habitaba aquella fría cueva no tenía nombre, o ninguno que se pudiera pronunciar. Él no estaba incluido en el panteón de deidades que regían las vidas diarias de la gente de Bridei: la Brillante, cuyo viaje por el cielo nocturno gobernaba los flujos en todos los seres vivos; el Guardián de las Llamas, que amaba a los hombres valientes y leales; la hermosa doncella Diosa de las Flores y la Diosa Madre, guardiana de los sueños. Este dios tenía su pequeño reflejo en el interior de todas las personas, oculto en una parte de ellas que pocas reconocerían. Era la otra cara del Guardián de las Llamas, la sombra sin la cual no puede existir la sustancia, el caos por debajo del orden, la confusión en el corazón mismo de la existencia. Año tras año, el Pozo de las Sombras había sido testigo de la muerte de una joven en reconocimiento al hambre del Innominado. Año tras año, la sacerdotisa principal de Banmerren había preparado a la víctima y el rey de Fortriu, con su druida junto a él, había llevado a cabo el sacrificio. Hasta que Bridei subió al trono.
Él había presenciado la ceremonia sólo una vez. La había visto, había participado en ella y se había dado cuenta de que no podía dejar que volviera a suceder. Ahora el ritual del Umbral se celebraba en la Colina Blanca y no había derramamiento de sangre, ni la pérdida de una vida joven, ni la terrible necesidad de anteponer el deber al más desesperado clamor del corazón humano. Pocos dudaban de que aquel cambio tendría un precio. Sólo una vez anteriormente un rey había desafiado a un dios oscuro. El escarmiento recibido había sido terrible, un castigo que estuvo a punto de extinguir a los priteni para siempre. No obstante, Bridei, que estaba empapado de las enseñanzas y era absolutamente leal a los dioses de sus antepasados, en el fondo sabía que había tomado la decisión correcta. Si había consecuencias, las soportaría.
El Pozo de las Sombras estaba cerrado y se había colocado una verja de hierro tapando el camino estrecho y escarpado que descendía hacia el interior de la montaña. Bridei esperó a que Breth abriera la verja para él. La cruzó con su perro Ban pegado a los talones y volvió a esperar mientras Breth cerraba el enrejado tras él.
—¿Me esperarás? —le preguntó a su guardaespaldas—. No sé cuánto tardaré.
—Aquí estaré. —Breth, una presencia firme y tranquilizadora, se acomodó junto a la puerta. Camino arriba, en lo alto de uno de los montículos que allí se alzaban, se había encendido una antorcha. La brisa fresca del mar la hacía chisporrotear y llamear. Bridei bajó las escaleras con una tea más pequeña en la mano. El pozo estaba enclavado en las profundidades de la colina y sólo podía accederse a él por aquella única entrada increíblemente abrupta. La zona inferior estaba oscura como boca de lobo; un frío sobrenatural surgía de las profundidades de la cueva. Ban se detuvo en las escaleras, temblando. Bridei lo miró.
—¡Vigila! —le ordenó, permitiendo así que el perro tuviera la dignidad de llevar a cabo una tarea. A aquella pequeña criatura no le faltaba coraje; su larga historia lo demostraba. No obstante, entrar en la cueva del pozo era más de lo que se podía esperar de cualquier criatura. Ban se apostó para vigilar fielmente, una sombra blanca en los oscuros escalones de piedra. Bridei siguió bajando.
Cuando acudía allí no podía evitar recordar aquella primera vez: el agua impenetrable, las antorchas, los hombres vestidos con ropa oscura y la chica solitaria como una flor pálida, ataviada con sus vestiduras ceremoniales. El viejo rey, que estaba entonces enfermo de muerte y cuya férrea voluntad luchaba por dominar su deteriorado cuerpo. Broichan, alto y adusto, un recipiente para el terrible poder de aquel dios innombrable. Y el momento en el que el rey Drust había pedido ayuda y él, Bridei, fue el único que había dado un paso adelante. El momento en el que había ayudado a ahogar a una chica…
Colocó la antorcha en el soporte de hierro que había junto a la entrada y fue a arrodillarse junto al agua. Una estrecha repisa de piedra bordeaba el pozo rectangular a un palmo por encima de la negra superficie. Allí se notaba un soplo frío, algo sepulcral que zumbaba y susurraba en los recodos de la estancia. Bridei cerró los ojos y extendió los brazos a los lados, en actitud de meditación. Se quedó absolutamente inmóvil. Mientras que, en el exterior de aquella cueva, el cielo se teñía del color violeta del atardecer y del gris perla de una noche de primavera, él permaneció arrodillado en silenciosa vigilia. Tanto él como Broichan realizaban esta práctica cada vez que visitaban Caer Pridne, pues creían que la silenciosa obediencia del rey y del druida real podría apaciguar, en parte, la ira de la deidad por el hecho de que no se le honrara en forma de sangre caliente y carne viva.
Bridei tenía mucha experiencia en la ejecución de los rituales. Desde que apenas tenía cuatro años, Broichan lo había hecho velar la víspera del Solsticio de Verano, y se había encargado de que su hijo adoptivo se empapara concienzudamente de las enseñanzas como cualquier druida. Aquella noche, sin embargo, presentaba un desafío particular. Derelei se estaba muriendo; Bridei era consciente de ello a pesar de todas las palabras tranquilizadoras de Tuala. En aquella situación había que brindar unas plegarias concretas, palabras adecuadas para el más peligroso de los dioses; pero, en su fuero interno, se hallaba dominado por una especie de rezo incoherente que no tenía nada que ver con la práctica ritual. Hizo todo lo que pudo por contenerlo, controlando el ritmo de su respiración, manteniendo su postura inmóvil, concentrándose en la serie de frases que Broichan le había enseñado como apropiadas para ese momento y lugar:
Respiro en la oscuridad.
Respiro en la quietud.
Respiro en el corazón de la noche.
Me inclino como los tallos de trigo frente al viento.
Me inclino como los abedules frente al vendaval.
Me inclino bajo el mayal de su aliento.
El más antiguo de todos…
Pero bajo aquellas solemnes palabras había otras que pedían a gritos ser oídas; bajo el movimiento regular de su pecho estaba la caótica respiración del pánico; bajo el latido acompasado de su corazón mediador estaba el desenfrenado y abrumador lamento por la pérdida inminente, el desgarro, el llanto, esas cosas a las que un rey no debía dar rienda suelta, ni siquiera cuando era un padre joven y su hijo pequeño estaba a un paso del largo abrazo de la Diosa Madre:
Bajo la tierra yace la gran piedra.
Bajo la piedra yace el fuego.
Bajo el fuego yacen las cenizas, el polvo.
Bajo el polvo, el aliento.
Se eleva y desciende.
Las palabras salían libremente, con firmeza y seguridad; lo habían enseñado de forma experta. Las lágrimas que le caían por las mejillas no formaban parte de las enseñanzas de Broichan:
Limpia, Fuego.
No dejes más que la esencia.
Anega, corriente.
Más profunda que el camino de la ballena.
Azota, Viento.
Llévate a familiares y amigos.
Traga, Piedra.
Silencia todas las historias.
Para llegar a él: el Amo de las Sombras,
el más antiguo de todos.
Aquellas palabras lo ayudaron. Se las tenía tan bien aprendidas que fluían casi sin quererlo. Durante los años de su niñez había tomado conciencia de que una disciplina como aquella se mantenía firme contra el más poderoso de los ataques. Al final fueron pronunciadas todas las palabras y ya sólo quedó la cueva, el agua y el silencio. Bridei mantuvo su posición con la espalda recta y los brazos extendidos; la luz de la antorcha proyectaba su sombra por la cueva, un águila, la empuñadura de una espada, una cruz. Las leves corrientes de aire se movían en torno a él, murmurándole al oído. «Muerto. Muerto. Ha muerto». Y oyó su propia voz respondiendo en un tono que no era la constante y regular salmodia de la plegaria formal ni el grito angustiado de su corazón, sino un susurro.
—No trato de negociar; entiendo que no es posible. Sólo quiero que sepas que soy leal. Amo a los dioses de Fortriu y he jurado mantener a mi pueblo fiel a las viejas costumbres. No pido ningún favor. ¿Por qué la vida de mi hijo tendría que valer más que las vidas de otros niños que esta plaga ya se ha llevado? Te digo simplemente que es mi hijo, y que lo quiero. Y que es inocente. No sólo es mío, sino también de Tuala, y la enfermedad de nuestro hijo la ha herido profundamente. Ella siempre ha sido una hija muy apreciada por la Brillante… —En su cabeza y, como respuesta, Bridei oyó: «Ella sabía desde el principio que ibas a ser rey. Comprendía lo que supondría amarte».
Bridei tragó saliva y siguió hablando:
—Te digo que si este es el castigo que has elegido porque no he mantenido la tradición, entonces debo aceptarlo. Y te digo que, en cuanto a crueldad, no tiene nada que envidiarle al sacrificio en sí, pues ambos aplastan una vida recién iniciada, buena y nueva. La obediencia que me exiges es un yugo muy pesado de soportar. No obstante, soy rey y lo resistiré.