Capítulo 3

Faolan seguía un mapa que había trazado mentalmente con lo poco que él mismo había observado de los territorios situados al norte de la Gran Cañada y con lo que le habían contado varios informantes; un mapa que se veía mejorado por su sensibilidad a las señales de alerta del tiempo y el terreno. Era capaz de precisar la humedad en la más leve de las brisas, de intuir lo que presagiaba una sombra cambiante o un descenso en la temperatura del aire. En Abertornie, Ged y Faolan habían estado discutiendo hasta altas horas con uno de los guías expertos el camino que tendría que tomar la expedición para cruzar las montañas. Hablaron sobre los estrechos desfiladeros, las cuestas escarpadas donde no era posible ir a caballo, los lugares en los que era muy fácil extraviarse. De momento, dicha preparación les había sido muy útil a los viajeros.

En el mapa de Faolan había ciertas zonas umbrías, lugares que no podía ver con claridad en su mente. Vados que se habían cobrado vidas. Laderas que eran conocidas por sus desprendimientos. Valles cerrados, perfectos para una emboscada. Y, por último, el bosque en sí: el Brezal, un lugar que tenía fama de extraño.

Hacía avanzar a su grupo con toda la rapidez de la que creía que eran capaces. Los hombres eran buenos y al menos esta sirvienta era más capaz que su predecesora. Creisa sabía montar y su enérgica competencia al acampar compensaba en cierto modo su atareada lengua y su comportamiento coqueto. No se podía esperar que una novia real viajara sola entre hombres.

Faolan no sabía muy bien qué pensar de Ana. En ocasiones lo desafiaba y se mostraba ingeniosa y fuerte, pero las más de las veces permanecía callada, dócil, tan resignada a su destino que, si esos asuntos le interesaran en lo más mínimo, habría llegado a irritarlo. Era como una criatura a la que condujeran al matadero, con unos ojos grandes, unos cabellos dorados y un maniático interés por la limpieza cuando estaba a punto de ser entregada a un guerrero de dudosa reputación que probablemente la trataría tan mal como lo haría con cualquier criatura mugrienta que se encontrara al borde del camino… Estaba dejando que su mente divagara; estaba infringiendo sus propias reglas. Faolan se adelantó a su grupo y concentró sus pensamientos en el momento y lugar presentes. No se había equivocado, había leves indicios de humedad en la atmósfera. Iba a llover, si no aquel día, el siguiente; si no, al otro o al otro. Habían avanzado bastante y calculó que tal vez llegaran al Brezal aproximadamente con la luna nueva, o poco después, cuestión de unos ocho o nueve días más. Si se había imaginado bien su mapa, al noroeste había un río y un vado del que el guía de Ged había hablado en términos preocupantes. Faolan quería cruzarlo antes de que empezaran las lluvias.

Llamó a Wrad y a Kinet para que se acercaran a lomos de sus monturas y consultó con ellos brevemente. A juzgar por el terreno de espesos bosques que estaban atravesando, por la cadena de pequeños lagos al sur y por el brumoso contorno de las montañas distantes, coincidieron en un cálculo aproximado de unos dos días a caballo para llegar al lugar en cuestión. Quizá la lluvia se aguantara lo suficiente. Quizá los caballos avanzaran al ritmo necesario. Si Bridei hubiera estado allí, habría invocado la ayuda de los dioses para que los llevaran sanos y salvos al otro lado del agua y hasta el Brezal. Faolan no creía en los dioses ni en la suerte, sólo en el buen manejo de las cosas. Reunió a todo el grupo en torno a él en el sendero del bosque. Allí los pinos eran altos y en las sombras de debajo reinaba una extraña quietud, como si el bosque estuviera escuchando, respirando, esperando. Se alegraría cuando se terminara aquella misión.

—Seguiremos adelante hasta que oscurezca —les dijo—. Hoy no cazaremos; comeremos al anochecer de los suministros que tenemos. Por la mañana nos pondremos en marcha en cuanto el cielo se ilumine.

—Pero… —empezó a decir Creisa, que se calló cuando Faolan le lanzó una mirada.

—Es importante que avancemos con rapidez —dijo él. No iba a explicar por qué; no tenía sentido alarmar a las mujeres. Los hombres ya lo averiguarían por sí mismos.

—¿Existe riesgo de una emboscada en este lugar? —preguntó Ana, sorprendiéndole.

—¿Por qué lo sugieres?

Ella vaciló antes de responder.

—El bosque es muy espeso; es un buen refugio, diría yo. Y se dice que aquí hay tribus rivales, jefes de clan enfrentados…

—Si Alpin está alerta —dijo Faolan sin creer sus propias palabras—, esperará nuestra llegada y habrá dado los pasos necesarios para que nuestro camino sea seguro. A estas alturas ya debe haber recibido el mensaje del rey informándole de nuestra intención de viajar al Brezal.

—Por supuesto.

Hubo algo en el tono de Ana que lo alertó. La miró con más detenimiento y observó que estaba más pálida de lo habitual; parecía cansada.

—¿Lo entiendes? —le preguntó—. Debemos seguir cabalgando hasta que caiga la noche, avanzar todo lo que podamos.

—¡Pues claro que lo entiendo! —respondió ella bruscamente, lo cual volvió a sorprenderlo. Tenía los buenos modales de una dama y rara vez los perdía, ni siquiera cuando se la sometía a una dura prueba, como con el episodio del baño—. No soy estúpida. Va a llover y tenemos que cruzar un vado. Hasta un niño lo entendería.

Creisa hizo ademán de volver a hablar. En aquella ocasión fue Ana la que la silenció con un gesto brusco.

—Entonces, adelante —dijo Faolan—. Hagamos todo el camino que podamos mientras todavía haya luz.

Cuando el sol ya estaba bajo en el cielo y los árboles oscuros desplegaban unas sombras alargadas sobre el estrecho sendero cubierto de pinocha, llegaron a la orilla de un río. El camino seguía su curso, serpenteando entre sauces y alisos. El lecho del río era ancho y pedregoso y el agua corría con rapidez. Faolan envió a Kinet a que lo vadeara con un palo en la mano; vieron cómo daba dos pasos cautelosos, tres, y se sumergía hasta la cintura, esforzándose por no perder el equilibrio contra el empuje de la corriente. Faolan y Wrad lo ayudaron a salir.

—Lo más seguro es que el vado esté corriente abajo —dijo Faolan mientras intentaba localizarlo en su mapa mental—. Mantened el ritmo; debemos cruzar antes del anochecer. —Aquel no podía ser el río sobre el que le había advertido el guía de Ged. Habían llevado un buen paso, pero no como para haberlo alcanzado ya. Estaba seguro de que el mayor obstáculo se encontraba a días de distancia y estaba situado en un valle más ancho que aquella boscosa divisoria—. ¡Vamos! —exclamó bruscamente al ver que las mujeres se rezagaban, aparentemente reacias a ponerse en marcha de nuevo. Habían desaparecido en el interior del bosque mientras Kinet tanteaba el agua y entonces, ya de vuelta, tardaron en volver a montar. Se consultaron algo en voz baja y luego Creisa ayudó a Ana a subir a la silla antes de montar su propio pony—. No os quedéis atrás —les advirtió Faolan—. No podemos permitirnos el lujo de quedar aquí atrapados cuando anochezca. Tenemos que encontrar el vado. Procurad mantener el ritmo.

Creisa le puso mala cara. Ana hizo avanzar a su caballo sin mediar palabra. ¿Eran imaginaciones suyas o realmente la chica estaba muy pálida? ¡Maldita fuera esa misión! Ya había reducido el paso para adaptarlo a la debilidad de las mujeres. En el mundo de los hombres el viaje hubiera resultado relativamente sencillo y el principal peligro hubiera sido la posibilidad de una emboscada.

Faolan sabía lidiar de forma competente con las dificultades. Había aprendido antes de tiempo que, comparado con los contundentes golpes que podía asestar el destino, los asuntos prácticos del día a día eran triviales. Una vez había habido personas, pasatiempos, ideas que poseían significado para él, pero ya no estaban. En el lapso de la decisión de un solo momento, de la acción de un solo instante, esa parte de él había muerto. Durante mucho tiempo, hasta que conoció a Bridei, allí no había habido nada salvo la necesidad de volver a respirar, de poner un pie frente al otro y avanzar. Bridei le había proporcionado un propósito, le había ofrecido una amistad a la que Faolan no podía corresponder porque no estaba en su naturaleza. En cambio, le daba lo que sí podía darle: lealtad y un trabajo perfecto. De ahí aquella misión. Puede que no fuera de su agrado, pero la iba a llevar a cabo a la perfección. No había duda de que las mujeres estaban hartas de vivir al raso, pero no se les podía permitir que pusieran en peligro a todo el grupo quedándose atrás.

Siguieron la orilla del río mientras el sol iba descendiendo y el valle se oscurecía. Allí, a los árboles conocidos se les unían otros más extraños cuyos brazos retorcidos y ramas trepadoras se extendían hacia el otro lado del sendero, arañando a caballo y jinete, tratando de retrasar su avance. El terreno se volvió resbaladizo y el césped dio paso a una superficie enlodada y deslizante; allí ya había llovido. Faolan insistió en seguir adelante. Debían cruzar aquel valle y llegar a un terreno más elevado. Sólo un idiota se detendría a pasar la noche en un lugar semejante.

Las mujeres se rezagaron en una o dos ocasiones y Faolan envió a uno de los hombres a que les metiera prisa. Se mordió la lengua, aunque le costó hacerlo. Si se le notaba el enfado en la cara, tanto mejor. Esperaba que no hiciera falta explicárselo letra por letra: lluvia, un río crecido, un estrecho desfiladero en la oscuridad. Un sendero bien definido, unas colinas boscosas que proporcionaban refugio, un lugar perfecto para tender una emboscada a los viajeros.

—¡Vamos! —exclamó de nuevo, y al mismo tiempo oyó un grito que provenía de más adelante. Wrad, que se había adelantado para comprobar que el camino estuviera despejado, estaba gritando: «¡El vado!».

El río describía una curva tras la cual se ensanchaba y se dividía en cuatro cauces que recorrían una amplia extensión de terreno llano cubierto de piedras. Al otro lado, el sendero se alejaba ladera arriba por debajo de los árboles. Se detuvieron. Kinet, que era el más alto, desmontó y vadeó uno, dos, tres y cuatro riachuelos; llegó al otro lado mojado sólo hasta las rodillas. El sol se estaba poniendo más allá de los pinos. El cielo se oscurecía con la proximidad del anochecer.

—Adelante —dijo Faolan—. Id despacio. En cuanto hayáis cruzado seguid el sendero hasta un terreno más elevado. —Echó un vistazo a su alrededor y vio los ponys de las mujeres juntos; sus jinetes habían desaparecido. Reprimió una maldición—. ¿Dónde…?

—Se adentraron sigilosamente en el bosque —le brindó un hombre de armas llamado Benard—. Creo que a la joven dama le duele la tripa. Puede que fuera la liebre que comimos anoche; creo que olía un poco mal.

—¡Por todo lo sagrado! —exclamó Faolan entre dientes, obligándose a respirar despacio—. Wrad, tú quédate aquí conmigo, el resto cruzad y subid, luego buscad un sitio donde acampar esta noche, pronto oscurecerá. Encended un fuego.

Wrad y él aguardaron durante un rato que les pareció interminable. Hombres, ponys y animales de carga cruzaron sin problemas y desaparecieron sendero arriba. La luz era cada vez más débil. Las piedras del vado eran un pálido reflejo entre las sombras. Cuando las mujeres reaparecieron, Faolan estaba en un tris de perder los estribos.

—Vuestro sentido de la oportunidad deja muchísimo que desear —dijo—. ¿Queréis quedaros atrás en estos bosques? ¡Volved a los ponys! Tenemos que cruzar ahora, sin más retraso. —Mientras él hablaba, Ana se tambaleó, le fallaron las rodillas y se desplomó en el suelo enlodado junto a su montura. Creisa soltó una exclamación y, alarmada, se agachó junto a ella y le puso una mano en la frente.

Faolan desmontó y se dirigió a la sirvienta con brusquedad.

—¿Está enferma? ¿Qué es todo esto?

El tono de Creisa fue acusador.

—No tendrías que haberla obligado a seguir. No puedes tratar a una dama como si fuera otro más de tus hombres de armas. Tiene retortijones. Y está cansada.

—¿Retortijones?

Bajo la tenue luz pudo verse que el rostro de Creisa enrojecía de vergüenza.

—Cosas de mujeres. Es una de esas que lo pasan mal cuando tienen la menstruación; en casa, es probable que se pasara dos días en la cama como mínimo. Es delicada. Una verdadera dama. El dolor es intenso, por si no lo sabías. No tendrías que haberla hecho cabalgar.

Ana estaba tendida, sin fuerzas, tenía la cabeza apoyada en la rodilla de la sirvienta y su rostro era un óvalo pálido en la penumbra.

—Debería habérmelo dicho —comentó Faolan.

—¿Cómo iba a decírtelo? —replicó Creisa entre dientes—. Una dama no habla de estas cosas con los hombres. Yo te lo habría dicho, pero ella no me dejó. ¿Y ahora qué?, pues parece que tienes respuesta para todo.

Faolan se la quedó mirando.

—Ahora vas a procurar ser de alguna utilidad —repuso—. Wrad, ven aquí. La dama tendrá que cruzar conmigo. Ayúdame a levantarla, con cuidado… eso es. —Ana estaba volviendo en sí lentamente, pero no podían esperar. La montaron en el caballo de Faolan, sentada de lado, y este montó tras ella, la apoyó contra sí para que mantuviera el equilibrio y la sujetó con un brazo en tanto que con el otro agarraba las riendas—. ¡Vamos! —espetó—. Wrad, guía el pony de la dama. Creisa, síguelo de cerca y mantén la boca cerrada. Yo tendré que tomármelo con más calma. No me esperéis, id con los demás. Quiero que salgamos de este valle.

Lo obedecieron en silencio y sus caballos se alejaron a paso regular por los cauces del río y los bancos pedregosos. Faolan utilizó las rodillas para guiar su montura.

Cuando avanzaban por el agua, Ana se revolvió en sus brazos y extendió una mano.

—¿Qué…? —murmuró semiinconsciente, con los ojos cerrados.

Faolan la sujetó con más fuerza; debía asegurarse de que, en su desconcierto, no los hiciera caer a ambos. Retortijones. De modo que había estado sangrando y él la había hecho cabalgar todo el día. Recordó lo pálida que estaba y que él había optado por no preguntar si algo iba mal. Recordó la facilidad con la que lo había calificado de algo artificioso e insignificante. Sabía muy poco de esos asuntos. Pero ahí tenía la prueba innegable: el rostro de una palidez cadavérica, los párpados lívidos y las mejillas hundidas de agotamiento. Parte de sus trenzas se habían deshecho y el cabello le caía por el pecho y por encima de las rodillas, una cascada de luz de luna plateada.

—¿Cómo…? —murmuró.

—No pasa nada —dijo él—. Ya casi hemos llegado.

Ella alzó una mano y se aferró a un pliegue de su capa como un niño se agarra a su padre para tranquilizarse o un bebé a su madre para protegerse de la oscuridad. No, no fue de ese modo, en absoluto. Notó que la muchacha se movía y se apoyaba en él, volviendo la cabeza en su hombro; la oyó suspirar. Sintió que el corazón se le aceleraba y su latido era una música de advertencia, de peligro inesperado. De ese modo, sujetándola bien, guio al caballo en la penumbra y se recordó que era un hombre que no podía permitirse el lujo de sentir. Su trabajo consistía en llevar a esa mujer al Brezal. Cuando lo hubiera hecho, Bridei le asignaría otra tarea. Un pie delante del otro, paso a paso. Igual que cruzar un vado. En su interior había el espacio justo para eso y para nada más. Sin embargo, mientras avanzaba en el crepúsculo y el cuerpo de la chica, apretado contra el suyo, era lo único cálido en el frío de aquel boscoso valle, a Faolan le vino una canción a la cabeza, el susurro de una melodía de antaño, de la época que creía que había conseguido olvidar … Por sus rizos largos y sueltos como el verano, por su piel como el primer rubor de la primavera…, a la deslumbrada mente de Fionnbharr olvidó casa, trabajo y familia… su vida entera. Aquella era la historia de un hada, por supuesto, de una de las daoine sidhe. Ana era real, estaba viva; Faolan notaba su suave respiración, olía su aroma, dulce y agradable a pesar de todos los rigores del viaje. Ella era real, y había una pequeña parte de él que quería seguir cruzando aquel río eternamente; algo en lo más profundo de su ser que quería que aquel momento fuera lo único que existiera.

Ana se movió en sus brazos.

—¡Chisss! —dijo—. No te muevas. Ya casi estamos a salvo.

—¿Qué…?

—Te desmayaste. No sabía que estabas enferma.

—¡Oh…, oh, por todos los dioses, lo siento…!

—¡Chisss! —Cambió de posición y equilibró el ligero peso de la muchacha mientras el caballo salía trabajosamente del último tramo de agua y empezaba a ascender por el empinado sendero del otro lado. Apenas había luz suficiente para ver el camino.

—Estabas cantando —dijo Ana en voz baja, como si no estuviera segura de si estaba despierta o soñando.

—¿Yo? —replicó Faolan, preguntándose si de verdad había pronunciado aquellas palabras en voz alta—. No lo creo. La que canta eres tú. —Bajó la vista y cruzó la mirada con aquellos ojos grises que volvían a mostrarse despiertos, limpios y firmes a pesar de las ojeras de cansancio que los rodeaban. Se preguntó si podría verlos aunque oscureciera.

—Lo lamento —dijo ella, que intentó ponerse derecha. Faolan imaginó que le resultaba desagradable encontrarse entre sus brazos, como si fueran una pareja de enamorados que compartían el caballo para que sus cuerpos, muy juntos, pudieran tocarse, para sentir el calor embriagador de aquel contacto como un buen aguamiel, con la promesa de cosas buenas que estaban por venir—. Nos hemos retrasado por mi culpa —siguió diciendo Ana—. Mañana intentaré seguir el ritmo. Sé que es importante.

—¡Chisss! —repitió Faolan. Había notado la tensión en la voz de la muchacha, el dolor no muy lejos de la superficie—. Los hombres están levantando el campamento. Ya habrá tiempo de tomar decisiones por la mañana. Y si alguien tiene que disculparse, soy yo. Fui poco observador. Como jefe no puedo permitírmelo. Lo lamento. —Para tratarse de una disculpa quizá le faltara algo. No había dicho lo que quería. No obstante, sus palabras no entrañaban ningún riesgo. Eran las que hubiese dicho antes de que cruzaran el río.

—Ambos tenemos la culpa —repuso Ana—. Y ninguno de los dos la tenemos, porque me resulta evidente que ninguno de los dos desea estar aquí en realidad.

Faolan no pudo contestar a eso. Ya no tenía claro cuál era la respuesta.

Era de noche. Los hombres estaban agotados, empezaban a notar el esfuerzo del viaje. Faolan los dividió en tres turnos para permitir más tiempo de descanso. Los que no estaban de servicio se quedaron dormidos en cuanto se tendieron junto al fuego. Él también descansaría antes de amanecer, mientras Wrad y Kinet, los hombres que consideraba más fiables, montaban guardia. Había planeado salir pronto y dirigirse rápidamente al siguiente río. Ahora debía cambiar los planes. Notó el frío de la atmósfera en la oscuridad, el sabor de la lluvia. Ana yacía en el refugio con un odre de agua caliente en la barriga. Sólo fingía dormir; él sabía, por su respiración, que estaba despierta y que seguía teniendo dolor. Creisa estaba ajena al mundo.

Fue transcurriendo la noche. Los hombres del primer turno regresaron y se acomodaron para dormir. Los del segundo turno salieron hacia la oscuridad. En aquella parte del bosque había muchos pájaros, aunque Faolan no sabía de qué especie eran. Alguna que cazaba por la noche; búhos, tal vez. Sus gritos sonaban profundos y apagados y hacían que se le erizara el vello de la nuca. También había otros sonidos en aquel bosque, sonidos extraños que no pudo identificar a pesar de todos sus conocimientos sobre el reino salvaje: crujidos, bufidos, rumores. Se concentró en el dilema más inmediato: la lluvia, el vado, la mujer a la que no se le podía pedir que siguiera adelante por la mañana. Lamentó profundamente no tener unos dioses en los que depositar su fe, ninguna deidad o espíritu a quien pudiera dirigirle una petición educada para que contuviera la lluvia, sólo durante un día o dos, para que pudieran llegar a los límites del Brezal sin ningún percance.

Lo había decidido mientras cruzaban el vado. Debían esperar allí al menos un día y dejar que Ana descansara. Con lluvia o sin ella, no podía permitir que siguiera cabalgando hasta que se le pasaran los espasmos. Su trabajo no consistía sólo en llegar a la fortaleza de Alpin en el menor tiempo posible, sino en conducir hasta allí un tesoro muy valioso y un tanto delicado. Llegar a tiempo pero con la carga dañada de algún modo suponía no llevar a cabo la misión a la perfección y, por consiguiente, no había ni que considerarlo siquiera. Esperarían; aunque, al hacerlo, limitaran sus posibilidades. Si un río crecía, los demás también lo harían. Si llegaba la lluvia, podría ser que se vieran atrapados, incapaces de avanzar o retroceder. Faolan sentía un cosquilleo en la piel y un leve desasosiego que le decían que no estaban solos en aquellos bosques. No daba mucho crédito a las historias sobre presencias del Otro Mundo. Era mucho más probable que se tratara de algún codicioso jefe de clan local acompañado por su grupo de guerreros que fuera siguiendo a los viajeros para tenderles una emboscada.

—¿Qué es ese olor? —era la voz de Ana; se estaba levantando. Faolan vio que cogía un mantón, se envolvía con él y se dirigía hacia el fuego para sentarse sin hacer ruido junto a las formas acurrucadas de los hombres que dormían. Sus cabellos pálidos brillaban a la luz de la luna menguante. El resplandor del fuego le dio un falso tinte rosáceo a un rostro agotado y abatido.

—Uno de los hombres llevaba unas hierbas en su bolsa, una mezcla para aliviar el dolor —le explicó Faolan al tiempo que retiraba un pequeño cazo que estaba junto al fuego, enfriándose, y lo alzaba—. Pensé que este brebaje podría servir de algo. ¿Te duele mucho?

—Estoy acostumbrada. No sé si podré beber. A veces el dolor hace que me cueste retener las cosas.

Faolan vertió el brebaje en una taza metálica. No dijo nada.

—Si quieres lo intentaré —dijo ella—. No puedo dormir. Quizá esto ayude.

Él le pasó la taza. Cuando sus dedos rozaron los de ella, notó que un escalofrío le recorría el cuerpo. Respiró lentamente, intentando mantener la mirada fija en el fuego. Fuera lo que fuera lo que le había ocurrido al cruzar el vado, no era sólo inoportuno, era intolerable.

—Lamento ser un incordio —comentó Ana con educación, y sorbió la bebida. Tenía los nudillos blancos; con una mano agarraba la taza y con la otra sujetaba el mantón que la cubría. Entonces llevaba el cabello suelto, libre del dominio de costumbre, una cascada reluciente que le daba un aspecto no del todo real: una figura de un sueño. Había estado viajando con ella durante la mayor parte de una fase de la luna. La había visto con frecuencia en la corte en el transcurso de los años desde que llegó a Fortriu y no había tenido ninguna opinión particular sobre ella. Era una rehén; una chica de cabellos rubios; la amiga de Tuala. Nada más. No era de su incumbencia. Pero entonces, de pronto, le estaba resultando difícil no mirarla.

—Te disculpas mucho —lo dijo a su pesar.

—¿Qué quieres decir? —Ella no parecía estar ofendida, sólo cansada. Mantenía la voz baja, como Faolan, para no despertar a los hombres.

—Dadas las circunstancias, hubiera sido de lo más razonable pedirme que detuviera al grupo para que pudieras descansar. Pero no lo sabía. Un hombre no puede suponer estas cosas.

Ana lo miró fijamente. A él sus ojos le parecieron profundos, secretos y, sin embargo, claros como un charco de marea en verano, llenos de misterio. Sólo un idiota se quedaría mirándolos; corría el riesgo de ahogarse en ellos.

—Crees que soy una tonta consentida —dio ella—. Soy consciente de ello. Lo dejaste muy claro desde el principio, cuando decidiste que necesitaba lecciones de equitación sin preguntarme si ya sabía montar. No he llevado la vida de un hombre. No comprendo muy bien la existencia de una persona como tú, que sigue sus propias reglas y toma sus propias decisiones. Pero poseo un poco de inteligencia y un mínimo de sentido común. Sé cuál es el motivo por el cual tenemos que seguir avanzando. Hace dos días noté el olor de la lluvia que se aproxima. He oído los sonidos en el bosque. Decirte que me encontraba… indispuesta hubiese sido poco razonable. Egoísta. Nos hubiera hecho perder un tiempo muy valioso.

Faolan la contempló.

—Lo perderemos de todos modos —observó.

—Podré cabalgar por la mañana… —dejó de hablar, hizo un gesto de dolor y se llevó la mano al vientre.

—Tonterías —dijo él—. No lo permitiré. Salta a la vista que no estás en condiciones. Al menos necesitarás un día de descanso, tal vez dos. Podrías habérmelo dicho y ahorrarte así un día de malestar.

Ana permaneció callada unos instantes.

—¿Qué querías decir —preguntó finalmente— con eso de que me disculpo demasiado? Me han enseñado buenos modales, algo que no te vendría mal utilizar más a menudo.

Faolan notó que le temblaban los labios porque eso le hizo gracia. Se obligó a pensar en lo que tenían por delante hasta llegar al Brezal, a Alpin de los caitt. Lo abandonaron las ganas de sonreír.

—No era mi intención ofenderte —le dijo—. Me preocupa lo dispuesta que pareces estar a aceptar tu suerte sin importar lo inconveniente o lo… desagradable que te resulte. No te gusta el camino que otros eligen para ti, pero lo sigues dócilmente de todos modos. Dices que lamentas el retraso en el viaje, cuando cualquier persona razonable hubiera exigido que hoy me detuviera más pronto y acampara.

—Soy una mujer —repuso Ana—. Soy de sangre real; una mercancía negociable. Les debo a mis familiares, a Bridei y al futuro de Fortriu hacer lo que se me pide. Se lo debo a los dioses.

Faolan consideró la respuesta durante un rato.

—¿Qué harías —le preguntó— si no te obligaran todas esas cosas? El nacimiento, el deber. ¿Qué decisiones tomarías? ¿Qué camino seguirías?

Ana permaneció un largo rato en silencio. Él se puso a alimentar el fuego y echó leña suficiente para que se mantuviera encendido sin hacer demasiada llama. Al levantar la mirada vio el brillo de las lágrimas en las mejillas de la muchacha.

—No lo sé —dijo ella en un susurro—. Este camino no, desde luego.

—Pero tampoco intentas cambiar tu rumbo.

—Haré lo que me corresponde —parpadeó unas cuantas veces, se frotó las mejillas y enderezó los hombros.

La sangre real nunca resultó tan evidente como entonces, pensó Faolan; brillaba a través de las lágrimas, de la demacrada palidez de su rostro, de los cabellos despeinados y del mantón que se había puesto a toda prisa.

—En mi caso no tengo elección —siguió diciendo Ana—. Me imagino que para ti es distinto. Tú puedes determinar tu propio futuro. No tienes que rendir cuentas a nadie más que a ti mismo.

No había ninguna respuesta posible a eso. No podía decirle la verdad. Hacerlo no formaba parte de las reglas según las cuales sobrevivía, de las restricciones que le permitían seguir adelante. Aquella conversación no tenía que haber empezado. Faolan pensaba que había cruzado el río con éxito. Ahora parecía que al cruzarlo se había metido en él de cabeza.

—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

Era rápida, incluso en la oscuridad había visto cambiar algo en su rostro.

—Deberías tratar de dormir —dijo Faolan—. Hay más brebaje de este; pásame la taza, te la volveré a llenar.

Se quedaron un rato sentados en silencio salvo por los débiles ronquidos en torno a ellos y, más allá de la seguridad del círculo de la luz de la hoguera, los misteriosos ruidos del bosque. Ana sostuvo la taza en sus manos pálidas y elegantes; incluso después del viaje a caballo, de la vida a la intemperie, sus uñas se mantenían brillantes, unos óvalos perfectos. Faolan las tenía rotas, sucias, casi en carne viva de mordérselas. Eran las manos de un asesino. Hubo un tiempo en el que no había sido así. Antes sus manos habían ejercido un oficio distinto.

—¿Quién era Fionnbharr? —preguntó Ana tras un prolongado silencio.

Su pregunta pilló desprevenido a Faolan, que respondió sin pensar:

—Un viajero. Fue hechizado por una mujer de las daoine sidhe, un hada, y viajó fuera de este mundo durante noventa y nueve años —se dio cuenta, demasiado tarde, de lo que tanto la pregunta como la respuesta habían revelado.

—Entiendo —fue todo lo que dijo ella. Para como eran las mujeres, aquella mostraba un comedimiento extraordinario, por lo cual Faolan se sentía profundamente agradecido.

—¿Sabes gaélico? —le preguntó él a la vez que pensaba que en un futuro debía cuidarse más de no utilizar su lengua.

—Sólo unas cuantas palabras. En casa hablábamos la lengua de los priteni, pero había monjes cristianos en nuestra isla natal. Tenían tu mismo origen.

—Deberías dormir —volvió a decirle—. Si tienes que ir al bosque antes de retirarte, ya vigilaré yo. No hace falta despertar a la chica.

Ana asintió con la cabeza.

—Duerme profundamente, ¿verdad? Gracias. ¿Cuándo vas a dormir tú?

—Eso no debe preocuparte.

—No estoy de acuerdo. Al fin y al cabo se supone que diriges este grupo; nuestra seguridad depende de que tú estés alerta.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo; había una pequeña sonrisa en su boca, un hoyuelo en una de las comisuras de sus labios. Las marcas de las lágrimas seguían surcando su rostro. Era una visión incongruente que hizo que Faolan se sintiera muy extraño. Posiblemente ella tuviera razón. ¿Qué otra cosa sino el extremo agotamiento podía trastocarle la cabeza de ese modo?

—Dormiré cuando salga el último turno de guardia. Habrá tiempo de sobra, puesto que no vamos a cabalgar durante un día entero.

—Eres humano —le dijo Ana—. A veces deberías recordarlo.

—¿Me estás dando órdenes?

—¿No dijiste que era dócil? Los dóciles no dan órdenes. Me limito a señalar lo que tal vez resulte útil. Tú eres el que está al mando. ¿Vamos?

Se adentraron una cierta distancia en el bosque. Faolan esperó mientras ella desaparecía para realizar sus funciones íntimas. En un momento determinado se estremeció cuando un pájaro pasó muy cerca de su cara; apareció de una forma tan inesperada que no tuvo tiempo de apartarse. La criatura se posó en un árbol cercano, una masa de plumas y sombras. Tenía un pico pernicioso y unos ojos de mirada alocada, como la de un vidente en trance.

Al regresar, Ana dijo:

—¿Lo viste? El pájaro, un cuervo o algo parecido. Pasó muy cerca. Este lugar está lleno de presencias. Y eso que ni siquiera hemos llegado al Brezal.

—Si un pájaro es lo peor que nos encontramos, me daré por satisfecho.

De vuelta en el refugio, Ana le dio las gracias con su acostumbrada buena educación y se retiró para echarse sobre sus mantas en tanto que Faolan permanecía junto al fuego. Se resistía a despertar a Kinet y a Wrad, que habían trabajado duro para él y estaban exhaustos.

—Buenas noches —dijo en voz baja, volviéndose en la dirección aproximada de la tienda.

—Buenas noches, Faolan —su voz era suave pero clara. A él le gustaba la forma en que pronunciaba su nombre—. Que la Brillante guarde tus sueños.

Él sabía la respuesta adecuada. No podías vivir mucho tiempo en la corte de Bridei sin percatarte de todo el patrón de saludos y despedidas formales, del ejercicio de las prácticas rituales entre la gente de Fortriu. La respuesta correcta era: «Que el Guardián de las Llamas ilumine tu despertar». Pero él no creía en los dioses, ni en los de la gente de Bridei ni en las deidades arrogantes y esquivas de su tierra natal. Esa clase de bendiciones no eran apropiadas en su caso. Ningún dios tenía el poder de limpiar las sombrías apariciones de sus noches. Estaban siempre con él, un infierno de su propia creación. Debería maldecir a Ana, no bendecirla. Había despertado algo en su interior que él no quería, un hilo de recuerdo que se había pasado largos años acallando con todas sus fuerzas. Todo aquello no le hacía ninguna falta. No podía permitirlo. Lo único que quería era recibir órdenes, tener una tarea y ejecutarla de manera impecable. Y luego recibir más órdenes.

—Que duermas bien —le dijo a pesar de que no era su intención, y vio que ella se acurrucaba debajo de las mantas con su rubio cabello descansando en una mano. Esperó hasta que supo que se había dormido. Entonces despertó a los del tercer turno y los mandó a montar guardia. Por encima de ellos, desde la rama de un árbol retorcido y nudoso, una corneja cenicienta de ojos brillantes observaba todos sus movimientos.

Al día siguiente, Ana reposó en la tienda escuchando el golpeteo de la lluvia contra la tela engrasada y los sonidos de la metódica actividad del campamento en torno a ella. No se malgastó ni un momento del inesperado descanso. Se cortó y cocinó la caza cobrada. Se afilaron las armas. Se llenaron los odres y se atendieron los caballos. Algunos de los hombres durmieron, pero sólo tras obtener el permiso de Faolan. Ana también se sumió en el sueño de vez en cuando, pues el acre bebedizo de hierbas que Faolan siguió preparando tenía un efecto decididamente soporífero. Al atardecer le guisaron unas gachas de avena y se encontró con que estaba hambrienta. A la mañana siguiente levantaron el campamento y cabalgaron hacia el oeste.

Se le habían pasado los retortijones. Todavía se sentía débil y cansada, pero vio la mirada de Faolan e hizo todo lo que pudo para mostrarse fuerte y segura. La lluvia no era demasiado intensa, todavía no. Al menos allí. Pero si los cálculos de Faolan eran correctos, aún faltaba un trecho para el río y en aquel terreno elevado y cada vez más lúgubre había muchos riachuelos que descendían rápidamente hacia los valles, pasaban agitados sobre bancos rocosos, borboteaban a través de simas ocultas y se extendían aquí y allí hasta llegar a unos pantanos que lo succionaban todo y que permanecían a la espera de caballo y jinete. Al norte se iba concentrando una masa de hinchadas nubes oscuras. Por encima de los jinetes, resonaban las voces de alarma de numerosas aves. Había muchos pájaros; aquel lugar estaba lleno de ellos, unos que Ana conocía muy bien —cernícalos, águilas ratoneras, alondras— y otros que le resultaban totalmente nuevos. De vez en cuando veía un pájaro igual que el que la había sobresaltado en el bosque junto al vado, uno similar a un cuervo pero que no acababa de ser como debería, pues tenía una mirada singular en los ojos, que eran cautelosos, sapientes. Cuando los viajeros salieron de las más densas regiones del bosque a un estrecho camino que recorría unos empinados y desnudos páramos altos, Ana había visto ese tipo de ave en tres ocasiones y estaba empezando a preguntarse si no se trataría de un único pájaro, el mismo pájaro que los seguía, unas veces volando en lo alto y otras posado en una gran roca junto al camino, viendo pasar a los viajeros con sus ojos penetrantes. Uno de los hombres sacó una honda y puso una piedra en ella.

—No —le dijo Faolan—. Tenemos carne suficiente para una o dos cenas. Déjalo.

Oyeron el río antes de que apareciera ante su vista. Al principio fue sólo un rumor, luego un murmullo y un poco más tarde un insistente retumbo que intentaba ahogar sus voces. El temor hizo que a Ana se le cubriera la piel de sudor.

—No te asustes. —Faolan se había acercado a ella a lomos de su montura—. Si el agua está demasiado alta, acamparemos en algún lugar de esta orilla y esperaremos. No intentaré cruzar a menos que esté seguro de que podemos hacerlo sin peligro. No vale la pena arriesgar nuestras vidas por llegar a tiempo a nuestro destino.

—¿No es fundamental que lo hagamos? —preguntó ella.

—Deja que sea yo quien juzgue lo que es fundamental —repuso él. Su expresión volvía a tener la máscara de siempre. Ana no tenía ni idea de lo que le pasaba por la cabeza. Cada vez más, aquella extraña conversación que mantuvieron los dos a solas en la oscuridad parecía formar parte de un sueño—. Según dijo el guía de Ged, se puede atravesar siempre y cuando se coloquen salvaguardas en los lugares adecuados. Confía en mí —se alejó sin esperar respuesta hacia la cabeza de la línea.

—Yo tengo una palabra para los hombres como él —comentó Creisa desde su lugar junto a Ana—. Pero me pondrías mala cara, mi señora, de manera que me la reservaré.

—Sabe lo que hace. Si seguimos adelante, será porque es la mejor opción después de haber tomado en cuenta todos los factores.

—Sí, mi señora. —El tono sugería que Creisa no estaba convencida ni mucho menos. Se había remangado la falda un poco más de lo que era estrictamente necesario para montar a horcajadas. Los hombres que cabalgaban cerca de ella tenían los ojos puestos en el interesante trozo de pierna torneada y cubierta con una media que quedaba al descubierto; si sus caballos mantenían un paso seguro por un sendero que era pedregoso, estrecho y cada vez más empinado, no era gracias a sus jinetes ni mucho menos. Ana sintió un vivo deseo de que todo aquello terminara. Le dolía la espalda, estaba mareada y tenía náuseas. Pensaba en un baño caliente, en lavarse el pelo, en ropa limpia y una cama cómoda en la que pudiera dormir hasta que se encontrara mejor. Sola. En cuanto llegara sana y salva al Brezal, valoraría mucho más todas esas cosas tan simples. Una voz en su interior le susurró que cuando estuviera casada con Alpin no tendría la opción de dormir sola. Cerró su mente a eso. No soportaba pensar en ello.

El camino serpenteaba por la vertiente de un valle; allí el terreno volvía a ser boscoso, con pinos oscuros en las zonas más elevadas y una mezcla de árboles más pequeños apiñados cerca del río, ocultándolo a la vista. La voz del agua era insistente; en algún lugar de allí abajo debía haber unos rápidos. Ana oyó que Faolan daba una orden a gritos y que, tanto por detrás como por delante de ella, los hombres proseguían la marcha. Su pony también avanzó y se puso a la cabeza de los animales más grandes.

—¡Que el Cuervo Negro nos asista! —exclamó Creisa—. ¡Me van a salir moretones en sitios que ni siquiera me habría imaginado!

Entonces Faolan volvió a lanzar un grito agudo y ya no quedó aliento para quejas; necesitaban de todas sus energías para mantener el paso por la estrecha vereda. A Ana le daba vueltas la cabeza. Apretó los dientes y enderezó la espalda. No era momento para debilidades.

Un último recodo, un brusco y resbaladizo descenso por una peligrosa pendiente pedregosa y el vado apareció ante sus ojos, bordeado de sauces. Los pájaros pasaban por encima del agua como flechas, cruzando una y otra vez en una elaborada danza. Allí había un solo cauce ancho, sin rocas visibles que lo interrumpieran. La superficie del agua era tranquila, la corriente no parecía excesivamente rápida. A Ana le pareció más seguro que la traicionera vía fluvial llena de guijarros que habían cruzado antes. La lluvia caía con suavidad, aunque era persistente. Si querían cruzar al otro lado, aquel era sin duda el momento.

Kinet desmontó, tomó el garrote y, a una señal que Faolan le hizo con la cabeza, se adentró en el agua con cuidado. Enseguida quedó claro que la corriente era más fuerte de lo que sugerían las apariencias. Se tambaleó, clavó el palo con fuerza y recuperó el equilibrio. El agua le llegaba a los muslos.

—Continúa —le gritó Faolan por encima del estruendo de la corriente—. Prueba a llegar al otro lado si puedes.

Era difícil. Kinet estuvo a punto de caerse en tres ocasiones, y eso que era un hombre robusto. Creisa se mordía los nudillos. Al final el hombre llegó tambaleándose a la otra orilla, mojado casi hasta la cintura. Faolan le indicó con un gesto que regresara.

Los hombres consultaron en voz baja en tanto que las mujeres esperaban. En una rama combada, medio oculta tras el delicado follaje de un sauce, había un pájaro de ojos brillantes increíblemente quieto entre las sombras del bosque. Ana miró hacia atrás; cada vez estaba más segura de que se trataba de la misma criatura que los seguía sin perderlos de vista. Si hubiera tenido las aptitudes de Tuala, habría sido capaz de decir lo que estaba pensando, de interpretar sus graznidos. Recordó lo que las chicas de Banmerren habían dicho de su compañera de estudios del Otro Mundo, de cómo Tuala les había enseñado a escuchar las voces de la marta, la anguila, el escarabajo y el acentor común; a entender los profundos y lentos pensamientos de un roble. Ana no poseía esas habilidades. El pájaro la preocupaba.

—¿Qué quieres? —se encontró susurrando—. ¿Qué eres, una especie de espía? —la mirada permaneció fija en ella, intensa, impasible. Fue inquietante.

Vio que Faolan le hacía una seña y se acercó a caballo hasta donde estaban los hombres, con Creisa detrás.

—Muy bien —dijo Faolan con expresión adusta—. Vamos a…

Ana no llegó a saber lo que había decidido, si seguir adelante o esperar. Se oyó un zumbido y un golpe sordo y Kinet, que había vuelto a vadear el río, cayó al suelo con los ojos desorbitados y una flecha con plumas azules sobresaliéndole del cuello. Creisa gritó. Los hombres se movieron rápidos como el rayo para formar un círculo protector en torno a las mujeres en tanto que dos de ellos desmontaron para acuclillarse junto al hombre caído. Ana oyó que Wrad decía «Está muerto», y Creisa profirió un sollozo reprimido. Al cabo de un instante otra flecha se acercó desde la dirección contraria y se alojó en el brazo de Faolan con un ruido ahogado. Él la miró y, con una fría impasibilidad que impresionó a Ana aun cuando estaba aterrorizada, agarró el astil con la mano y tiró de él para extraer el proyectil. La punta brilló teñida de escarlata. Los hombres mantuvieron el círculo con las armas apuntando hacia el exterior. En aquellos momentos se oía movimiento en el bosque en torno a ellos: los chasquidos de las ramitas, los murmullos de los arbustos, pasos; una fuerza considerablemente numerosa se acercaba desde distintas direcciones, invisible y mortífera. Sólo había una salida.

—¡Al otro lado! —exclamó bruscamente Faolan—. Wrad, que Creisa vaya detrás de ti. Ana, conmigo. ¡Vamos!

Alguien le había lanzado una tira de tela y él se la estaba enrollando en el brazo mientras hablaba. En cuestión de unos momentos Ana volvió a encontrarse nuevamente a lomos del caballo de Faolan, en aquella ocasión detrás de él, que guiaba el animal con una sola mano. Entraron en el río. Como si quisieran frustrar su decisión, las nubes oscuras se situaron encima de ellos y la persistente llovizna se transformó en un diluvio.

—Agárrate fuerte. —Ana apenas oía las palabras de Faolan por encima de la voz del río y el retumbo del aguacero—. El fondo es irregular y el agua está subiendo.

Ella echó un vistazo por encima del hombro. A cierta distancia por detrás de ellos, Wrad se había adentrado en el vado a caballo con Creisa aferrada a su espalda. Benard guiaba el pony de carga; otro hombre cruzaba a pie junto a un caballo en el que se había dispuesto apresuradamente la forma inerte de Kinet. Los demás se hallaban todavía en la orilla, armas en ristre, escudriñando las extensiones de bosque. Los atacantes todavía no habían aparecido. Ana volvió la mirada al frente de nuevo y la dirigió a través de la cortina de lluvia hacia la sombría oscuridad en la que se hallaba sumida la colina del oeste. ¿No podría ser que hubiera más hombres esperando allí para eliminarlos uno a uno cuando salieran del vado? Esperó que Faolan hubiera pensado en ello. Se puso a tararear entre dientes, temblando, apenas consciente de la canción, sólo con la esperanza de que la ayudara a ser valiente. Uno, dos, tres, cuatro, a la mesa salta el gato. Cinco, seis, siete, ocho, porque quiere mi bizcocho. Le había resultado útil cuando era pequeña y yacía sola en la oscuridad, esperando a que la venciera el sueño.

Volvió a mirar atrás. Ya estaban todos en el agua. Bajo los árboles del lado este creyó ver unas figuras con ropas oscuras que salían al descubierto hacia la orilla. Parecían llevar unas bandas azules en la cabeza. A través del aguacero le pareció distinguir que un hombre levantaba un arco y colocaba una flecha en él.

—Están justo detrás de nosotros —dijo—. En la orilla.

Faolan asintió con un tenso movimiento de la cabeza. En respuesta a alguna señal que Ana no detectó, el caballo avanzó más rápidamente. El animal tropezó y el agua se alzó de repente. La tensión recorrió el cuerpo de Faolan, que hacía todo lo posible para ayudar al caballo a recuperar el equilibrio. La corriente semejaba unas manos feroces que los aferraban, una fuerza enemiga que intentaba arrastrarlos. Entonces, de repente, el animal salió tambaleándose a una ribera de guijarros, ascendió por una cuesta cubierta de hierba y se encontraron a salvo al otro lado.

Faolan desmontó con torpeza a causa de su brazo herido. La sangre le estaba calando el improvisado vendaje y le había teñido de rojo la manga de la camisa.

—Guía el caballo. Ve más arriba —le dijo—. El agua está subiendo rápidamente. Toma —se sacó algo del cinturón y se lo puso en la mano: un cuchillo, sin vaina, un arma de aspecto amedrentador y filo serrado—. Cógelo. Si lo necesitas, úsalo. Ve a un lugar donde no se te vea y espéranos allí. ¡Vete!

—¿Y tú qué vas a…?

—¡Ana, vete!

La mirada que vio en sus ojos no le dejó más alternativa que obedecer. Por encima de su hombro Ana vio la larga hilera de jinetes que se extendía por toda la anchura del vado. Iban despacio; el agua ya era visiblemente más profunda y era evidente que los caballos tenían dificultades. Vio que Faolan se dirigía a la orilla y esperaba a plena vista de cualquiera que quisiera lanzar otra flecha. Esperaba a que todos sus hombres hubieran cruzado sin ningún percance. Ana tomó la brida del caballo y empezó a subir por la ladera.

No había llegado muy lejos cuando percibió un sonido que le heló la sangre en las venas. No sabía qué lo había provocado, sólo que era la voz de la catástrofe. Se dio la vuelta en el camino y dejó el abrigo de unos densos arbustos para poder ver claramente el vado. El ruido era un bramido rugiente, retumbante, enorme, tumultuoso, como el que haría un monstruo que se aproximara. Los hombres que había en el agua volvieron la vista río arriba; Ana vio sus rostros en el instante en el que se dieron cuenta de lo que ocurría: pálidos, atónitos, con el pleno reconocimiento de la muerte en los ojos. Entonces llegó la ola, una riada que había permanecido atrapada en algún lugar de la cuenca más alta y que se había soltado de golpe cuando la barrera cedió bajo su presión, con lo que la masa de agua se precipitó río abajo. Su fuerza arrastraba todo lo que encontraba a su paso: sólidos troncos de árbol con raíces como dedos extendidos, rocas, tierra, arbustos, criaturas destrozadas, todo ello sumido en un revuelto caos. La devastación del terreno era tal que tardaría mucho tiempo en enmendarse. La oleada se abatió sobre el vado ante la incrédula mirada de Ana; en un instante los hombres, la mujer y los caballos quedaron atrapados en ella, sus gritos se perdieron en su música feroz, arrastrados por su revuelta locura. La lluvia había amainado un poco; Ana distinguía perfectamente lo que había al otro lado del agua. La orilla opuesta había sido arrancada. De un mordisco, el río se había llevado un gigantesco pedazo de ella. Allí no había nadie. Un torrente de agua inundaba el valle de lado a lado.

Ana oyó el sonido agudo y entrecortado de su propia respiración. Notó los atronadores latidos de su corazón. Permaneció un momento allí de pie, paralizada por la terrible irrevocabilidad de lo sucedido. Enganchó las riendas del caballo en una rama, se metió el dobladillo de la falda en el cinturón y bajó corriendo por el sendero. El agua había borrado los antiguos límites del río y salía por entre los troncos de árbol, corría a través de los matorrales y batía los afloramientos rocosos. Las cosas que arrastraba con ella suponían un nuevo peligro: los troncos bajaban a toda velocidad y se estrellaban contra los árboles que todavía resistían firmes la riada y las rocas sueltas rodaban caprichosamente llevadas por la poderosa corriente. Ana no veía a nadie. A nadie. Allí en medio, enganchada en una prominencia, había una cosa pequeña y brillante que se movía furiosamente en el agua arremolinada: un retazo del mantón multicolor de Creisa.

No podía seguir adelante sin buscarlos, por improbable que fuera que la búsqueda diera fruto. Las orillas eran una pesadilla, no había más que tierra desmoronada, piedras que se movían, follaje resbaladizo y ramas que chasqueaban. Ana avanzó con cuidado río abajo, fijándose algunos hitos por el camino: aquí un roble solitario en la ladera de más arriba, allí una roca blanca con forma de cabra, aquí un profundo boquete en la tierra donde un riachuelo había ejercido su particular aporte a la devastación. Los llamó con voz débil y solitaria por encima de la triunfante canción del río:

—¡Faolan! ¡Wrad! ¡Creisa! ¿Hay alguien ahí?

No pensaba en dónde se encontraba; en aquellos hombres con flechas; en que estaba sola, tenía frío, estaba empapada, no tenía provisiones y poca idea del camino. Buscaría hasta que le quedara el tiempo justo para volver al vado a por el caballo antes de que oscureciera. No pensaba en nada más que eso.

El tiempo dejó de tener significado. Encontró un camino donde no parecía haber ninguno. Hizo caso omiso de los arañazos y moretones que le infligían los espinosos arbustos rotos o las piedras recortadas. Le dolía la garganta de tanto gritar; las lágrimas le bañaban el rostro y hacían que le goteara la nariz. Siguió adelante hasta que frente a ella se alzó un obstáculo que no podría salvar. El henchido río descendía en forma de blanca y espumosa cascada y unas altas paredes de roca constituían una formidable barrera a ambos lados. No tenía sentido intentar trepar por allí. O encontraba en la orilla del río lo que buscaba, o no lo encontraría. Si alguien había sido engullido por aquel caótico remolino de agua blanca, si alguien había sobrevivido tanto tiempo, ahora ya había viajado fuera de su alcance. Había negado el momento de regresar.

El reconocimiento de la derrota era insoportable. Ana se sentó en una roca y se quedó mirando fijamente el río sin ver nada. Si no se hubiera desmayado, si Faolan no le hubiera permitido un día de descanso, habrían cruzado sin problemas. Creisa estaría viva, y Wrad y Kinet, y todos esos jóvenes. Habían muerto por su culpa. Porque era débil. Y Faolan, que había cruzado sin ningún percance, que podría haber sobrevivido, había muerto porque se preocupaba por sus hombres. Los había esperado y el río se lo había llevado. Su entrega al deber le había costado la vida y había salvado la suya.

Ya no tenía elección: debía regresar. Allí no podía hacer nada más. Tristemente, empezó a tener en cuenta los aspectos prácticos. El caballo de Faolan llevaba alforjas; quizá allí hubiera algunas provisiones básicas. Todavía sangraba. Iba a tener que romper las enaguas, mojadas como estaban, y utilizarlas a modo de paños. Todo estaba en el pony de carga: sus bolsas, sus objetos personales, la ropa que había empaquetado para la boda, las cositas que había bordado a lo largo de los años en previsión de cuando pudiera tener hijos propios. Todo perdido. Todo arrasado.

—Vete, Ana —se ordenó a sí misma, tratando de contener el llanto y enjugándose las lágrimas de las mejillas. Se puso en pie, temblorosa, y en aquel preciso instante la corneja pasó volando tan cerca de su rostro que ella retrocedió dando un grito ahogado. El pájaro se dirigió hacia el borde del agua emitiendo un áspero reclamo y, al seguirlo con la mirada, Ana vio algo que no había advertido antes cuando, a trancas y barrancas, se había abierto un tortuoso camino a lo largo de la orilla. Entre un revoltijo de restos atrapados en las rocas recortadas, había algo abatido por la corriente que se inclinaba hacia aquel islote rocoso, sujeto a la tierra de forma precaria. El agua había arrastrado la orilla por debajo de él, dejando al descubierto una maraña de raíces retorcidas contra las cuales se habían amontonado más restos de la riada: ramas quebradas, arbustos, troncos y hojas rotos. Ana volvió a mirar hacia las rocas. Prácticamente debajo de ellas vio algo oscuro en el agua: una túnica de hombre, empapada y manchada. Y algo pálido; un rostro agotado y semiconsciente. Una mano que se aferraba a una rama enganchada, agarrándose para salvar la vida contra el violento empuje de la corriente.

Ana corrió, con el alma en vilo, tropezando con las piedras. Faolan estaba vivo. Estaba aguantando. Todavía podía salvarse algo de aquella pesadilla.

El pájaro se posó en las ramas más altas del árbol inclinado con los ojos fijos en el hombre que estaba en el agua. Ana se situó como pudo debajo del tronco combado y avanzó poco a poco por la resbaladiza y desintegrada orilla mientras la cabeza le daba vueltas. El lugar donde la desesperada mano de Faolan se agarraba al trozo de rama se hallaba a una distancia de dos veces su cuerpo, en el agua arremolinada; sólo podría alcanzarlo si se metía ella también. El agua era profunda; estaba claro que a Faolan le había resultado imposible hacer pie y salir por allí. Si se soltaba, desaparecería. Había más rocas corriente abajo, por lo que lo más probable era que se hiciera pedazos contra ellas antes de ahogarse. El agua corría con fuerza a su alrededor, tirando de su ropa y de su cabello. Tenía los ojos cerrados y su tez estaba blanca como la leche. Apretaba la mandíbula y su mano se aferraba con todas sus fuerzas a la rama. ¿Iba a sobresaltarlo si lo llamaba? ¿Se soltaría? Por encima de ella, el pájaro profirió un estridente chillido y el hombre abrió los ojos.

—¡Faolan, estoy aquí, en la orilla! ¡Puedo alcanzarte! —gritó Ana con falsa seguridad—. ¡Tú aguanta! —Paseó la mirada alrededor de ella buscando algo, cualquier cosa con la que pudiera salvar aquel espacio. La corriente había empujado todo un revoltijo de cosas hacia el embarrado saliente: ramas, raíces, pequeños arbustos, cosas muertas que no quiso examinar, y… ¡sí! Un trozo de madera que anteriormente había formado parte de una cabaña, un granero o una casa, madera moldeada, una tabla fuerte de aproximadamente un palmo de ancho. Le pareció que podía ser lo bastante larga. Si pudiera meter uno de los extremos entre las raíces que todavía seguían firmes en la desmoronada ribera y mover el otro extremo para formar una especie de puente, al menos tendría alguna oportunidad de llegar hasta Faolan y ayudarlo. Se imaginó que extendería los brazos para agarrar los suyos y que, en el momento en que él se soltara para sujetarse en ella, la fuerza del agua los derribaría a los dos. No funcionaría. No podía sujetarlo contra la corriente y, aunque pudiera, él no tenía fuerzas suficientes para levantarse por sí mismo. En aquellos momentos Faolan parecía más débil incluso que Ana, que creyó ver que sus dedos resbalaban, que sus ojos se vidriaban y se le ponían en blanco, sumiéndose en la inconsciencia. La tabla sería lo bastante fuerte si podía colocarla en el lugar adecuado. Pero nada era más fuerte que el río…

¡Ya lo tenía! Debía utilizar aquella corriente destructiva en su favor. Tenía que colocar su puente por encima de las rocas, río abajo, por debajo de Faolan. Si pudiera hacer eso, la presión del agua lo sujetaría contra la madera mientras ella lo levantaba. Recorrió el río con la mirada una vez más, con el corazón en un puño, no fuera que en el instante en que dirigiera su atención hacia otra parte él desapareciera silenciosamente por debajo de la superficie del agua y se perdiera sin mediar palabra. Se le representó la imagen de lo que podía salir mal, pero no dejó que la idea persistiera.

—¡Faolan! —gritó, forzando el tono de voz para hacerse oír por encima del ruido del agua.

Él estaba demasiado agotado para hablar; su cabeza se movió en un intento por asentir.

—¡No te muevas! —chilló, consciente de que parecía una tontería—. ¡Voy a buscarte!

Era fácil decirlo. La tabla pesaba mucho; le costaba creer lo pesada que era. Mantuvo el equilibrio en la parte menos honda y estuvo peligrosamente cerca de resbalar y caer al agua más profunda antes de lograr levantar la tabla y darle la vuelta. Metió un extremo en las raíces más altas que había junto al tronco, inclinando adecuadamente el tablón para que se sostuviera, y terminó con un fuerte dolor en los brazos y los hombros. Bueno, ya estaba hecho. Ahora el otro extremo; tenía que darle la vuelta a la madera, mantenerla fuera del agua, mantenerla a toda costa alejada de la cabeza de Faolan…

—¡Ah! —exclamó Ana cuando el pie le resbaló y se le hundió en el barro hasta la rodilla. Se golpeó la cadera contra la tabla. El ímpetu del agua era aterrador; el corazón le palpitaba de forma acelerada. Se puso de pie, no sin esfuerzo, volvió a agarrar la tabla y la fue moviendo trabajosamente hasta que el otro extremo quedó apoyado, de un modo que esperó que fuera razonablemente seguro, entre las rocas más pequeñas, en torno a las cuales el agua bullía, espumosa, no muy por debajo de donde se hallaba Faolan. Comprobó el improvisado puente. Se movía, pero aguantó.

—¡Ahora voy!

Seguía lloviendo. Todo estaba mojado. Ana se levantó la falda tanto como le fue posible, se encaramó a la tabla, agarrándose con fuerza a los lados, y fue alejándose poco a poco de la orilla, gateando. La madera apenas sobresalía del agua y el peso de su cuerpo hundía cada vez más la tabla a medida que ella avanzaba. La corriente tiraba de ella, la empujaba, y Ana sintió que el corazón le latía con tanta fuerza que parecía a punto de estallar. Intentó no mirar hacia abajo. Notaba que las cosas se movían a su espalda, que crujían y restallaban con la presión; no le pareció que aquel extremo de la tabla fuera a aguantar mucho tiempo entre las raíces. Un poco más allá, un poco más, mano, rodilla, mano, rodilla… Su corazón era ya como un tambor y tocaba una música de puro espanto. No obstante, en algún lugar profundo de su interior ardía una voluntad implacable. Lo salvaría. Lo haría.

Había llegado. No estaba muy lejos de Faolan, río abajo, sentada peligrosamente en el extremo más alejado de su puente mientras el agua fluía con furia alrededor de ella. El hombre tenía el rostro prácticamente metido en el agua; parecía estar ya medio ahogado. ¿Cómo iba a pedirle que se soltara? Era probable que fuera arrastrado por debajo de su tabla y río abajo. Su rescate parecía estar condenado al fracaso desde el principio. No iba a pensar en eso. Sólo había una oportunidad, y si no la aprovechaba pronto, ya no habría nada que hacer.

—¡Faolan —exclamó en tono de eficiencia—, escúchame! Estoy aquí abajo, a tan sólo dos brazadas de ti. Tengo un trozo de tabla cruzado en el agua desde la orilla. No te sueltes todavía. Si puedes llegar a la tabla y agarrarte a ella, podré levantarte. Espera a que cuente. ¿Puedes valerte con el brazo izquierdo?

El brazo herido se movió con lentitud en el agua, y la mano, con los dedos pálidos y arrugados, se alzó para agarrarse débilmente a las raíces.

Tenía que dar instrucciones simples.

—Bien. Tendrás que ser rápido. Prepárate para agarrarte con ambas manos. No importa si te duele. Tendrás que ayudarme todo lo que puedas.

—Te… caerás… —dijo él en un hilo de voz—. ¡No seas boba!

Se tambaleó mientras se esforzaba por lograr un mejor equilibrio; el puente era muy estrecho y no podía agarrarse a ningún otro sitio. Metió un pie en una ranura entre las rocas, bajo el agua, y equilibró su peso apoyando el estómago contra la madera, dejando libres los dos brazos. El agua bajaba por todas partes.

—Ahora, cuando yo te diga, vas a respirar hondo y a dejarte ir, luego te agarras con las dos manos a la tabla. Si puedes estirar los brazos cuando te acerques, será más fácil. ¿Entiendes?

Hubo un atisbo de movimiento en aquellas pálidas facciones; Ana tendría que interpretarlo como un sí.

—Bien. Voy a contar hasta tres —respiraba como si hubiera corrido una carrera. El agua bullía, turbia, en torno a ella, que tenía más de la mitad del cuerpo sumergido—. ¡Uno, dos, tres…! ¡Ahora!

Faolan se soltó. Al cabo de un instante su cuerpo chocó contra la tabla y levantó el brazo para agarrarse. Ana lo aferró y lo sujetó; era una batalla, ella contra el río, y el trofeo era la vida de un hombre. Oró en silencio, clamando al Guardián de las Llamas desde el fondo de su corazón. Tenía la sensación de que se le iban a desencajar los brazos; la pierna estaba a punto de rompérsele, allí metida entre las rocas. Aguantó. Fue un momento que pareció eterno. Pegó un tirón y notó el desesperado esfuerzo que Faolan hacía para moverse con el último aliento que ya lo abandonaba. El agua se arremolinó cubriéndole la cabeza cuando intentó agarrarse a la tabla con los dos brazos y dio la impresión de que lo arrastraría por debajo del improvisado puente. Ana lo sujetaba por donde podía, por un pliegue de tela, por un mechón de cabello, cambiando desesperadamente la mano de sitio a medida que él se movía, hasta que Faolan empezó a avanzar siguiendo el puente, intentando afirmar el pie entre las rocas y los restos del islote más pequeño, un pequeño refugio que ya se desmoronaba en el instante en que Ana lo tomó del brazo y, sin saber cómo, tiró de él hacia sí. Faolan quedó tumbado encima de la tabla, con los ojos cerrados y el pecho palpitante. Ana también respiraba con dificultad, casi sin aliento; notó el calor de las lágrimas en sus mejillas. Le dolía la espalda. Tenía las piernas cubiertas de cortes ensangrentados. Tenía los hombros doloridos y los brazos entumecidos. La luz empezaba a desvanecerse en lo alto, en un cielo ya ensombrecido por las nubes.

—¡Faolan!

Él yacía inerte, con las manos abiertas dentro del agua, sujeto únicamente por el peso de su cuerpo y por las manos de Ana, que cada vez lo agarraban con menos fuerza. La invadió un nuevo terror. Si ahora se desmayaba estaría todo perdido.

—¡Despierta, Faolan!

Él no reaccionó. Algo crujió allí cerca y se hundió. El agua cubrió el cuerpo del hombre.

—¡Faolan! —Ana alargó la mano y le dio una fuerte bofetada—. ¡Despierta inmediatamente! Estás de servicio, ¿recuerdas?

Un débil gemido; un leve movimiento. Ana adoptó su tono más regio, pero sentía lástima por él.

—¡Vamos, Faolan! ¡Ya casi es de noche! ¡Te necesito!

Retrocedieron poco a poco por el frágil puente, él primero y Ana detrás, incitándolo a que no dejara de moverse. El mayor peso de Faolan hizo que la tabla se combara y se hundiera de forma alarmante en el agua, pero se mantuvo firme. En cuanto pisaron el barro de la arrasada orilla, Faolan cayó de rodillas. Ana tiró de él para incorporarlo y colocó el brazo de él sobre sus hombros. Por encima de ellos el árbol se inclinaba entonces hacia el río en un ángulo imposible. Recibió su inminente destino con unos chasquidos y crujidos que entonaban una canción de angustia. Ana oyó un aleteo; no vio al cuervo, más bien notó cómo este se alzaba de su endeble percha y se alejaba volando. Su misión, si es que se trataba de eso, había terminado. Ana lamentó no poder decir lo mismo de la suya.

—No puedes quedarte aquí tumbado, aquí no —le dijo bruscamente—. A menos que quieras que te caiga un árbol en la cabeza. Tenemos que andar. Andar, uno, dos, ¡vamos! Tenemos que ir a buscar el caballo y encontrar un lugar seco en el que guarecernos y hacer una fogata.

¡Dioses! Esperaba con todas sus fuerzas que el caballo siguiera en el lugar donde lo había dejado, que hubiera pedernal en las alforjas, que Faolan tuviera fuerzas para llegar hasta allí.

—¡Venga, muévete! —le ordenó—. Te ayudaré, pero no puedo hacerlo todo. No soy más que una princesa consentida, ¿recuerdas? Se supone que el jefe eres tú. Tienes que cuidar de mí. Ten cuidado, ahí hay una zona cenagosa…

Quizá su plegaria había sido escuchada. Quizá había llegado a oídos del Guardián de las Llamas, un dios que valoraba el coraje y la tenacidad. La luz se mantuvo hasta que, tambaleándose, lograron volver al camino, al lugar donde, aquella misma mañana, había un vado. Anochecía cuando ascendieron por la ladera y encontraron el caballo de Faolan esperando pacientemente donde Ana lo había dejado. La oscuridad se postergó mientras ellos seguían subiendo lentamente, cada uno a un lado del caballo, reconfortados por el calor del animal, por su solidez en un mundo donde todo había salido mal. Encontraron un lugar donde una pared de roca formaba un saliente bajo el cual había una extensión de terreno llano y más seco, con unos arbustos que protegían ambos lados y una pineda delante. Un violento temblor sacudía el cuerpo de Faolan. Cuando Ana soltó las correas de las alforjas y las llevó hasta allí, él no pudo controlar el movimiento de sus manos para ayudarla a descargarlas. Había una manta enrollada detrás de la silla de montar. La cogió también, luego maneó el caballo y dejó que encontrara el forraje que pudiera. Había pasto en abundancia; comería mejor que ellos.

Para entonces, Ana apenas pensaba en lo que hacía. Sencillamente su cuerpo llevaba a cabo las tareas necesarias en el orden que parecía más apropiado. Faolan estaba pálido, temblaba y tenía una mirada que la preocupó más de lo que estaba dispuesta a admitir. Desató el cordel de la manta, que estaba tolerablemente seca por la parte enrollada; sin duda era lo más seco que tenían. Hasta la última prenda que llevaban puesta estaba empapada. Y la noche cada vez era más fría.

—Toma —le dijo—. Quítate esa camisa, y la túnica. Envuélvete con esto. Y dime si hay un pedernal en esas bolsas.

—¿Tú…? —logró decir Faolan cuando ella le pasó la manta.

—Tengo que encender una hoguera. Quítate la ropa. Ahora no estamos en la Colina Blanca. Si quieres ayudarme, debes entrar en calor.

Él se la quedó mirando con unos ojos oscuros como sombras en un rostro que todavía no había recuperado el color. No hizo ademán de quitarse la ropa mojada.

—¿Tengo que desnudarte como si fueras un niño? Deja que te hable con franqueza. No puedo llegar al Brezal yo sola, Faolan. Te necesito. Ahora haz lo que te digo. Si puedo hacer una hoguera, tendremos la posibilidad de secar las cosas. ¿El pedernal? ¿Dónde está?

Él hizo un gesto con su mano temblorosa.

—La leña… mojada… —dijo entre dientes, e hizo un gesto de dolor al intentar sacar el brazo herido de la túnica.

—¡Oh, cállate! —exclamó ella, que encontró el pedernal y, para su inmenso alivio, un montón de yesca apretujada en una bolsa engrasada—. Resulta que hay un suministro de leña vieja ahí arriba, bajo el saliente que forma la roca; otros han estado aquí antes que nosotros. No soy estúpida.

Fueron necesarios varios intentos para encender el fuego; ella tampoco tenía el pulso muy firme y tenía los brazos tan cansados que le resultaba difícil reunir la fuerza necesaria para hacer saltar una chispa. Cuando el Guardián de las Llamas se hundió por el borde del mundo y cayó la noche, la pequeña llama de Ana se encendió, prendió y el tronco seco que había arrastrado hasta el centro de aquel espacio abierto empezó a arder. Ana rebuscó cualquier otra cosa que pudiera servir de combustible: por la poco profunda cueva había ramitas, troncos finos y pinocha, que quizá otras personas habían almacenado a toda prisa para levantar también un campamento improvisado.

Faolan apenas se había movido. Sus ropas, empapadas, yacían en un montón; él estaba sentado envuelto con la manta, mirando fijamente el fuego. Ana se preguntó si volvería a entrar en calor. El hombre no había dicho ni una palabra sobre lo ocurrido. No era necesario decir nada, pensó Ana. Todo estaba en sus ojos.

Sus alforjas eran las de un viajero avezado. Ana sacó lo que podría resultar útil de manera más inmediata: un odre lleno de agua; un paquete que contenía tiras de carne seca, oscura y correosa; una camisa de diseño sencillo, confeccionada con lo que parecía un lino muy fino. Un par de pantalones de lana oscura. Estas prendas iban envueltas en unas fundas protectoras y estaban prácticamente secas. Era su ropa buena, para el Brezal. Al fin y al cabo era el emisario personal del rey.

—Póntela tú —dijo Faolan—. Está seca.

—¿Yo? —Ana se lo quedó mirando—. Son tus mejores ropas. Además… —le rondaba por la cabeza un argumento, un argumento que tenía que ver con lo que era adecuado para una dama, y con lo que pensaría la gente; aunque, después de lo ocurrido aquel día, parecía carecer de sentido—. Deberías ponértela tú —le dijo—. Estás helado.

—Póntela —replicó Faolan—. Yo tengo la manta. Vamos.

—No creo que… —protestó ella.

—Hazlo, Ana. No miraré.

Obedeció. Le resultó muy extraño ir vestida como un hombre, aunque los pantalones permitían una libertad de movimientos que facilitó mucho la tarea de ir a buscar leña y tender la ropa mojada cerca del fuego.

Se acomodó junto a la hoguera con sus enaguas empapadas en una mano y el cuchillo que le había dado Faolan en la otra y se puso a desgarrar la prenda en trozos cortos y prácticos. Se secarían deprisa. Faolan la observaba con mirada inquisitiva.

—Cosas de mujeres —dijo ella, pensando que lo que el día anterior le habría resultado demasiado incómodo y violento mencionar, era entonces una cosa común y corriente—. Necesitaré esto uno o dos días más.

Se hizo un breve silencio.

—Lo siento —terció Faolan en voz tan baja que a duras penas lo oyó.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Que ahora tengamos que hablar abiertamente de estos asuntos? ¿Que me vea obligada a rasgar mis prendas finas para un propósito tan ordinario?

Él no dijo nada. Las palabras no pronunciadas se alzaron entre ellos como una sombra oscura.

—No es culpa tuya, Faolan —dijo Ana en un tono de voz distinto; la voz enérgica y autoritaria que había mantenido durante tanto tiempo la había abandonado de pronto—. Ocurrió. Yo también podría culparme por causar el retraso, pero eso no sirve de nada. Estamos aquí. Por alguna razón que sólo los dioses conocen, hemos sobrevivido. Debemos seguir adelante. No podemos hacer otra cosa. Toma —le pasó una tira del fino lino—. Sujétalo para que se seque. Tendremos que vendarte el brazo como es debido.

—No es nada. Una herida superficial.

—De todas formas preferiría ver que se mantiene razonablemente limpia. Supongo que quieres tener las máximas posibilidades de volver a utilizar tu brazo como antes. Si dejas que los malos humores se asienten en la herida, puede pasar cualquier cosa. Te la vendaré cuando la tela esté seca.

Había cosas que hacer, pequeñas tareas para conjurar el momento en que no hubiera nada más que la oscuridad y las imágenes de aquel día. Se obligaron a comer un poco de carne seca, aunque ninguno de los dos tenía apetito. Bebieron agua del odre. La lluvia se había encharcado aquí y allá, entre las rocas, y gracias a ello y a los pastos, el caballo estaría bien provisto. Ana le vendó el brazo a Faolan a pesar de sus protestas y de que insistía en que podía hacerlo él mismo.

—¿Qué es esto? —le preguntó mientras enrollaba cuidadosamente la tela en el musculoso brazo y vio que por encima de la piel desgarrada y la carne sangrante de la herida reciente había una cicatriz más antigua, la de una herida más profunda que se había curado hacía mucho tiempo.

—¿Eso? La primera vez que vi a Bridei me atravesó el brazo con una flecha. Por suerte no apuntaba para causarme una herida grave, sólo para que aflojara el paso.

—¿Bridei? ¿Y por qué hizo una cosa así? —Ana no se lo podía ni imaginar. Faolan era el seguidor más leal de Bridei. Una característica que, en el pasado, ella había considerado como el único punto a su favor.

—No le gustó el sonido de mi voz —el tono de Faolan fue cortante.

Ana tendría que esperar, no conocería la historia hasta que pudiera preguntársela al propio Bridei, o a Tuala. No; eso no iba a ocurrir. Por un momento se había olvidado de dónde estaba y de adónde debía dirigirse. De repente todo volvió a agolparse en su mente: el Brezal, Alpin, su futuro entre personas desconocidas. El hecho de que su propia familia hubiera consentido al matrimonio sin ni siquiera averiguar lo que ella pensaba. Era como si hubiese dejado de existir salvo como una pieza de algún juego. Aquel día, no obstante, enfrentada al dolor y al terror, se sentía más real que nunca.

—¿Qué pasa? —Faolan tenía los ojos fijos en ella, que ató los extremos del lino y se sentó sobre los talones.

—Nada —sintió las lágrimas muy cerca. Vaya estupidez por la que echarse a llorar después de todo lo ocurrido, pensó.

—Algo pasa. Estás consternada.

No iba a decirle la verdad, pues parecía débil y patética.

—Esos hombres, los que nos atacaron… ¿y si nos encuentran aquí?

Faolan pareció considerarlo antes de responder:

—Podría tranquilizarte con una mentira —le dijo—, pero sé que te darías cuenta. En realidad, ahora mismo estoy demasiado débil para defenderte adecuadamente, aunque sólo fuera contra un solo hombre armado. Haría todo lo que pudiera. Mañana tendré más fuerzas. Lo más probable es que no tengan gente a ambos lados del río. El guía de Ged lo identificó como una frontera entre los territorios de jefes de clan rivales.

—¡Ah! —Ana reflexionó al respecto—. ¿Quieres decir que ahora estamos en los dominios de Alpin? ¿En el Brezal?

—Debemos estar cerca. Tendrías que intentar dormir, Ana. Estás agotada.

—Tú también. Pero el fuego… Deberíamos vigilarlo…

—Yo nunca duermo demasiado. Toma… —se estaba despojando de la manta y se la tendió a ella.

Ana se dijo que, en tales circunstancias, no debía preocuparla el hecho de verle el torso desnudo. Podía imaginarse lo que diría Creisa. Creisa… tan radiante, tan llena de vida. Tan joven…

—Échate —dijo Faolan—. Intenta descansar.

Ella lo miró, con la manta en las manos, y él le sostuvo la mirada. La luz del fuego parpadeó sobre su piel. Estaba realizando un disciplinado esfuerzo por evitar los temblores.

—Faolan —dijo Ana.

Él se envolvió el torso con los brazos; en aquel momento Ana vislumbró a un hombre distinto, a un hombre joven, exhausto y desesperadamente solo.

—Ahora mismo no creo que te sientas mejor que yo —dijo ella—. Hace un frío espantoso. Sería una estupidez morir de un resfriado sólo por decoro. Creo que podemos ponernos de acuerdo para compartir la manta. No tiene por qué saberlo nadie.

—No me hace falta dormir.

—Si eso es lo que crees, no puedo imaginar por qué Bridei te confió a ti la misión. Míralo de esta forma. Estoy helada hasta la médula y te necesito a ti y a la manta para entrar en calor. Por impropio y desagradable que pueda ser, si quieres completar la misión y llevarme al Brezal, lo harás.

—Has hablado como una verdadera princesa.

Ana notó que se ruborizaba.

—Sólo hago lo que haría mi amiga Ferada si estuviera aquí. La Ana de antes, la chica dócil a la que le gusta hacer finos bordados y cantar canciones, es la de verdad —sintió que le caían lágrimas de los ojos y se las limpió con la mano.

—Estoy dispuesto a obedecer órdenes si son razonables —dijo Faolan—. Ven.

Ana se quedó asombrada de lo bien que se estaba tumbada junto a él, que se acurrucó para que ella se acomodara, los dos tapados con la manta. El suelo estaba duro. Aquella gruta superficial estaba llena de corrientes de aire susurrantes a pesar del abrigo de los árboles y del fuego encendido. Unas imágenes no deseadas se disputaban el espacio en su cabeza e hicieron que las lágrimas fluyeran cálidas y rápidas. No obstante, se estaba bien. El brazo de Faolan sobre ella y el latido de su corazón contra su cuerpo parecían unas fuerzas protectoras de gran poder.

Él estaba diciendo algo.

—¿Qué dices?

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste reunir fuerzas suficientes para llevarme a un lugar seguro a pesar de la corriente?

—Recé. Los dioses me ayudaron. El Guardián de las Llamas no deja ir fácilmente a un hombre de gran corazón. Fue él quien te salvó, no yo.

Se hizo un silencio. Ella notaba su respiración, no del todo regular; tenía la sospecha de que las visiones que lo atormentaban eran más sombrías incluso que las suyas. Ya sabía que para él la misión era lo más importante, y de hecho Ana se había servido de ello para estimularlo cuando le flaqueaban las fuerzas. Faolan debía pensar que había fracasado estrepitosamente. Había fallado a su rey. Había fallado a su amigo.

—Yo no confío en los dioses —dijo él.

—Eso no impide que ellos te ayuden. No impide que te amen.

—Entonces es que son idiotas. Su criterio no es correcto. No soy un hombre de gran corazón, Ana. Yo no soy como Bridei.

—Espero que algún día te des cuenta de lo equivocado que estás. Esto fue un accidente, una terrible conjunción. No fue cosa tuya.

—No hay dioses —murmuró, y se dio la vuelta—. No para mí. Me dejaron de lado hace mucho tiempo.

—Pero…

—Yo soy el único responsable de lo que ha sucedido hoy, nadie más. Una maldición; un maleficio.

Ana se calló. Estaba claro que no hablaba sólo de aquel día, sino del pasado, de algo que llevaba consigo, quizá lo mismo que lo había mantenido despierto junto al fuego todas esas noches, velando por ella mientras sus hombres dormían. No le pidió que se lo explicara.

—Tengo frío —dijo al cabo de un rato—. ¿Te importaría volver a acercarte?

Cuando lo hizo y la envolvió de nuevo con su brazo protector, la confusión de sentimientos que la inundó le fue imposible de soportar. Empezó a llorar como una niña, dando rienda suelta a sus sollozos.

—No pasa nada —dijo Faolan, y ella notó que levantaba la mano para acariciarle el pelo. Volvió a hablar, pero lo hizo en gaélico y su limitado conocimiento de aquella lengua hizo que sólo entendiera alguna que otra palabra. Quizá le estaba contando una historia; el suave y rítmico fluir de sus palabras la tranquilizó, aunque aceleró su llanto. Al cabo pareció que había agotado las lágrimas y se quedó quieta, sintiendo que la calidez del tacto de Faolan y la cadencia de su voz la protegían contra las incertidumbres de la noche y de la mañana que la seguiría.

Más tarde, cuando quizá la creía ya dormida, Faolan cantó un fragmento de la misma melodía que ella había oído de sus labios mientras cruzaban aquel otro río, la canción acerca de un viajero y su amada del Otro Mundo. Ana había oído a los mejores bardos en su casa, en la corte del rey de las Islas Luminosas. Había escuchado las creaciones de músicos de mucho talento en casa de Bridei, en la Colina Blanca. Pero en toda su vida no había oído una voz como aquella, tan dulce y tan llena de dolor. No importaba que no entendiera la mayoría de las palabras. Sabía que cantaba sobre esperanzas truncadas, sobre ideales de juventud sofocados, sobre los lazos del amor cruelmente segados. Aun así, su canción era cautivadora, como una melodía del otro lado del margen que la llamara hacia un mundo distinto. Su claro y triste sonido la envolvió como una suave capa y se quedó dormida.