A Ana le parecían excesivas las largas y pesadas tandas de ejercicios que Faolan le hacía realizar lloviera o tronara. Aprendió a montar y desmontar en un abrir y cerrar de ojos y a frenar su pony al instante con un silbido casi inaudible. Tenía la fuerte sospecha de que Faolan descargaba su irritación en ella; no había duda de que el hombre pensaba que tendría que estar en cualquier otra parte, quizá en lo más reñido de alguna batalla derramando la sangre de otras personas o, más probablemente, acechando en algún lugar entre las sombras con un cuchillo en la mano. ¿No era eso lo que se suponía que hacían los asesinos? No obstante, este poseía un talento singular para estar por ahí con los ojos entrecerrados y los labios apretados, emanando una hostilidad que casi era palpable. Ana solamente tardó un día de viaje en darse cuenta de lo necesario que era lo que había hecho Faolan. Al desmontar al borde del claro en el que iban a acampar, notó un dolor sordo que le recorría la parte baja de la espalda. Podía andar, pero sentía que le temblaban las piernas. Faolan dictaba unas secas órdenes a los miembros de la escolta y ella se dio cuenta de que la miraba, evaluándola. Le sostuvo la mirada con frialdad y luego se volvió para ocuparse de su montura. No le había sido posible llevarse de la Colina Blanca a su propio pony, Alhaja. Faolan había dictaminado que la criatura no era lo bastante fuerte para soportar aquel viaje y le había asignado un animal peludo y robusto con un temperamento un tanto imperturbable. Ana no había dicho nada al respecto. Se había jurado que no pronunciaría ni una sola palabra de queja, no iba a darle esa satisfacción. Estaba muy claro lo que pensaba de ella: que era consentida y débil y que sabía muy poco del mundo fuera del refugio de las murallas de la corte.
La sirviente cuyo trabajo era atender a Ana se hallaba de pie allí cerca, inmóvil, con una mueca en el rostro y las manos apretadas a la espalda. Había compartido un caballo con uno de los soldados y se la veía bastante desmejorada. Ana se reservó sus pensamientos. Se habían empeñado en que tuviera a una asistente femenina. Era lamentable que ninguna de las personas consideradas capaces de cuidar de su guardarropa supiera montar. Habrían hecho mejor asignándole a una granjera; daba igual que no supiera limpiar y remendar las finas prendas de una dama, siempre y cuando resultara útil cuando realmente importaba.
—No te preocupes, Darva —dijo Ana en tono grave—. Te acostumbrarás.
La criada respondió con un gimoteo. Ana suspiró y llevó a su pony con los demás, lo maneó y empezó a almohazarlo. Uno de los hombres ya se estaba encargando de dar de comer y de beber a las monturas. El forraje no duraría mucho tiempo, pero aquellas criaturas fornidas estaban acostumbradas a obtener lo que podían de los senderos del bosque y los páramos desnudos y resistirían bastante bien el viaje.
—Uno de nosotros puede ocuparse del animal, mi señora —dijo el hombre, señalando el trozo de arpillera que Ana utilizaba sobre el pelaje húmedo del pony.
—Ya casi he terminado —respondió ella.
—Es mejor que lo hagamos nosotros —le quitó el trapo de la mano y ella tuvo la sensación de haber roto las reglas del campamento. No quería discutir, de modo que sonrió y se echó hacia atrás.
Un par de hombres se pusieron en marcha armados con los arcos; sin duda iban a conseguir la cena. El campamento se había levantado con toda prontitud: un pequeño refugio en forma de tienda para Darva y ella, una hoguera entre unas piedras y un lugar para las provisiones y los bultos. Los hombres desenrollarían una manta cada uno y dormirían al raso.
A Ana se le ocurrió una pregunta que sería un poco delicada de plantear. Antes de que tuviera tiempo de considerarlo con más detenimiento, Faolan apareció a su lado tan de repente que la sobresaltó. Otra de esas cosas que se les daban bien a los espías, pensó agriamente.
—Vas a necesitar algún sitio donde asearte en privado —le dijo—. Ahí abajo, entre los árboles, hay un arroyo. Tengo a un hombre de guardia a unos treinta pasos hacia el interior del bosque. Ve ahora que todavía hay luz.
—¿Alguna vez pides las cosas con educación o sólo das órdenes? —Ana lamentó sus palabras en cuanto las hubo pronunciado; se había mostrado descortés e incapaz de dominarse. Aquel hombre parecía poner de manifiesto una desconocida faceta de sí misma—. Lo siento —murmuró.
—Ve ahora —dijo Faolan, como si no la hubiera oído—. Llévate también a tu criada, si es que puede andar. No os entretengáis —se dio la vuelta y cruzó el claro a grandes zancadas para supervisar otra tarea. Los hombres de armas acataban sus órdenes obedientemente.
Lo único que pudieron hacer fue excavar un hoyo entre los arbustos para utilizarlo de improvisado retrete, lavarse rápidamente la cara y las manos y arreglarse, por así decirlo, la ropa y el pelo. Darva, que cojeaba, tuvo que ir apoyándose en el brazo de Ana; le iba a resultar difícil volver a subir a la silla por la mañana. Serían tres días como aquel y luego tendrían un respiro, pues por la mañana del cuarto día llegarían a la fortaleza de Abertornie, hogar del jefe de clan Ged; allí habría camas y agua caliente. Ana dudaba mucho que Faolan les permitiera quedarse allí más de una noche.
Faolan no corría ningún riesgo, ni siquiera en aquella primera etapa del viaje. Era evidente que había que mantener una guardia durante la noche, en todos los lados del campamento. Ana no se imaginaba qué peligro esperaban encontrarse a tan sólo un día a caballo de la Colina Blanca; en su opinión, harían mejor aprovechando una buena noche de sueño mientras tuvieran la oportunidad.
Comieron alrededor del fuego; el pan y el queso que habían traído de la Colina Blanca se complementaron con liebre asada sobre las brasas. No se habló mucho. Bajo la mirada de Faolan, Ana sacó una servilleta limpia de su bolsa y se quitó con ella la grasa de las manos y la boca. Luego Darva y ella se retiraron a la cama, si es que se podía llamar cama, pues poco más que un edredón doblado la separaba del suelo duro, y en su cuerpo, que protestaba por la cabalgada del día, no parecía haber ni una sola parte que no le doliera. Darva, que estaba agotada, se quedó dormida enseguida.
Ana atisbo por entre los pliegues de la entrada del refugio. Había cinco hombres tumbados junto al fuego en tanto que los otros cinco habían ido a montar guardia. Faolan estaba sentado con la mirada fija en las llamas y sus sombríos rasgos se habían transformado en un parpadeante dibujo de dorada luz rojiza y sombras en la noche. Mientras que Ana daba vueltas en la cama, inquieta y desvelada, él mantenía su inmóvil postura. Iba transcurriendo la noche y Ana miró afuera de vez en cuando, pero no vio que él se moviera; los ojos, tal vez, en los que había algo, una mirada que ella no entendía, una lobreguez que la dejó helada.
Ana durmió de manera irregular, despertándose de vez en cuando con un sobresalto. En mitad de la noche, cuando las criaturas cobraron vida en el bosque ululando, aullando, chillando y moviéndose cerca del campamento, vio que Faolan se ponía de pie con un movimiento ágil y despertaba a los demás. Cambió la guardia; cinco hombres acudieron para acomodarse en sus mantas y otros cinco se marcharon con los cuchillos o las lanzas en la mano. Faolan se quedó junto a los rescoldos, esta vez de pie, con el rostro oculto entre las sombras. Ana se dio cuenta de que su cometido en concreto debía de ser protegerla a ella, lo cual le resultó profundamente inquietante. Cuando faltaba poco para el alba, se quedó dormida con el sonido de los regulares ronquidos de Darva.
Viajaron hacia el norte, adentrándose en el territorio. El tercer día tuvieron que vadear un río considerable cuyas aguas corrían con fuerza en torno a las patas de los caballos y empaparon las botas a los jinetes.
Faolan iba junto a Ana, en el lado por el que bajaba la corriente, vigilando su pony de cerca. Al llegar a la otra orilla, ella desmontó para escurrirse la falda y, al verlo allí cerca, le dijo con irritación:
—Sé montar, ¿sabes?
—Mejor para ti —repuso él—. Esto no es más que el principio.
Ana volvió a montar en el pony y el viaje continuó. Otra mujer tal vez hubiera pedido un fuego para secarse, pensó ella, o un descanso, o comida y bebida. Otra mujer quizá estuviera decidiendo ya que no estaba preparada para llegar más lejos de Abertornie y que, si Alpin del Brezal no la quería lo suficiente como para ir a buscarla, podía quedarse sin ella. Ferada, por ejemplo, ya se habría impuesto, Ana estaba segura de ello. Ella no iba a hacerlo. Al mirar la espalda recta y un tanto reprobatoria de Faolan, que cabalgaba delante para comprobar que el camino fuera seguro, tuvo la sensación de que tenía algo que demostrar, no solamente a él, sino también a sí misma. La habían educado con un gran sentido del deber. Estaba su deber para con Bridei y Tuala, que le habían proporcionado un hogar y lo que se podía calificar como una familia. Y lo que era más importante, estaba su deber para con Fortriu. Ella era una mujer de linaje real y, por lo tanto, su obligación era casarse y tener descendencia: hijos que pudieran presentarse como candidatos al trono en un futuro e hijas que contrajeran matrimonios estratégicos como el suyo. Eso era lo que su familia de las Islas Luminosas esperaría de ella. Su familia… No los había visto desde que era niña. Su primo, rey vasallo de Bridei; sus hermanos mayores, que habían constituido unas presencias distantes en el mundo de su niñez. La tía que la había criado tras la muerte de sus padres. Una hermana pequeña, Breda; era a ella a quien más echaba de menos, y recordaba los días de verano a la orilla del mar, cuando las dos recogían conchas bajo un vasto cielo pálido; las tardes de invierno junto al fuego del hogar, bordando pañuelos de lino; la tía fingía no dormitar en su silla y Ana le arreglaba las puntadas flojas a Breda a escondidas. Breda ya tendría dieciséis años, lo bastante mayor como para tener marido. Las islas no estaban muy lejos de la Colina Blanca. Sin embargo, cuando eras un rehén, había todo un abismo de distancia.
Ana se pasó la mayor parte del día intentando distraerse del dolor de huesos y del frío viento que traspasaba su ropa húmeda con historias de héroes, dragones y extrañas criaturas del bosque. Entonó melodías entre dientes para que así su mente no pensara demasiado en su sufrimiento. Agotó todo el repertorio de cancioncillas que le había cantado a Derelei: rimas para aprender a contar, nanas, canciones de siembra, cosecha o para recoger las redes. En las islas abundaban las melodías como aquellas, cada una con su propósito particular.
El viaje continuó; el camino era más empinado entonces y los caballos avanzaban con cuidado sobre el suelo pedregoso. Al este se abría un panorama de laderas cubiertas de pinos. Al otro lado del bosque vio unas montañas altas y oscuras, con las cimas nevadas, solitarias.
Ana empezó a tararear en voz baja una canción más larga, la balada de un viajero en tierras lejanas y la extraña y maravillosa gente que encontró en su viaje. Con suerte, sus docenas de estrofas alcanzarían hasta que llegaran a un terreno llano y Faolan decidiera que podían detenerse.
Al cabo de un rato considerable, cuando Ana llegó a la parte en la que el héroe mataba al dragón, llegaron al pie de la montaña y los guerreros frenaron sus monturas y se agruparon en torno a Faolan. Ana se fue acercando a caballo y lo oyó hablar:
—… hemos avanzado mucho. Calculo que, si mantenemos un buen ritmo, hay tiempo de llegar a Abertornie antes de que anochezca. De este modo evitaremos tener que volver a acampar. Eso significa que podemos cruzar la frontera antes de que cambie el tiempo.
Los hombres asentían con la cabeza. Ana miró a Darva, que estaba sentada con el rostro pálido detrás de un alto hombre de armas sobre un pony de lomo ancho. La criada tenía unas ojeras de color púrpura y a duras penas parecía consciente.
—Tenemos que descansar un poco —dijo Ana con firmeza—. Tenemos frío y estamos cansadas. Necesitamos estirar un poco las piernas y comer y beber algo. No hace falta que sea durante mucho tiempo. Comprendo que debemos llegar a nuestro destino mientras todavía sea de día. Hacemos lo que podemos, pero en este grupo no todos somos guerreros.
Faolan la miró, miró a Darva, que se balanceaba en la silla, y volvió a mirar de nuevo a Ana.
—¿Prefieres que acampemos aquí? —le preguntó, cosa que extrañó a Ana—. ¿Sumar un día más al viaje? Seguro que tienes muchas ganas de que esto termine lo antes posible.
Ella parpadeó, sorprendida. Había un largo trecho hasta el Brezal: un viaje que, según había dicho él, duraba más de un cambio de luna.
—¿Me estás pidiendo que lo decida yo? —preguntó con las cejas arqueadas.
—Si continuamos, adelantaremos tiempo.
—Y estoy segura de que tú estás deseoso de liberarte de esta obligación en concreto.
La expresión de Faolan no cambió.
—Tu repertorio musical podría empezar a resultar aburrido si se repite demasiado —repuso él.
Ana notó que se ruborizaba, cosa que la molestó profundamente.
—No dejes que eso te preocupe —dijo Faolan—. ¿Quién soy yo para juzgar? Bueno, ¿qué hacemos? ¿Acampamos o seguimos?
—Seguimos —contestó Ana en tono grave—. Siempre y cuando descansemos primero. La perspectiva de tener compañía civilizada hace que Abertornie parezca mejor a cada momento que pasa.
Si pudiera te proporcionaría más hombres —dijo Ged de Abertornie en tono de disculpa al tiempo que acercaba una jarra a la copa de Faolan y se la volvía a llenar con buena cerveza—. Nunca sabes a qué tendrás que enfrentarte por estos lares. Clan contra clan, amigo contra amigo, hermano contra hermano. A veces parece que luchan sólo porque pueden hacerlo. Piensa en lo que Bridei podría hacer si tuviera consigo unos cuantos de esos recursos humanos. Pero el único que muestra un verdadero interés en cooperar es Umbrig. Los demás son como una manada de gatos salvajes. O lo serían, si se movieran en manadas. Aquí en el norte cada uno va por su cuenta; es una tierra de cazadores solitarios y cada uno de ellos tiene que proteger sus pequeños dominios. Sólo podríamos hablar de grandes dominios en el caso de Alpin. Grandes y bien guarnecidos. La escolta es muy exigua, Faolan. La dama es vulnerable.
El espía de Bridei miró su copa y no dijo nada. Los dos hombres ya habían cenado y estaban sentados en una antecámara que daba al salón de la casa de Ged en Abertornie. La puerta estaba bien cerrada y había un guardia al otro lado.
—Como ya te he dicho —prosiguió Ged—, en otro momento te hubiera ayudado. Aquí tengo a algunos hombres que conocen muy bien el territorio, aunque ninguno de ellos ha hecho nunca todo el camino hasta las tierras de Alpin. Son guías de montaña fiables. Necesitas a uno, pero ahora no puedo permitírmelo. Dentro de unos días tengo que dirigirme hacia el sur. Los pocos que no vengan conmigo los necesitaré aquí para que vigilen la casa y protejan a las mujeres y los niños —suspiró abiertamente y tomó un trago de cerveza. Ged era un hombre de complexión robusta y aquella noche iba vestido con una túnica y unos pantalones tejidos con un estridente estampado de cuadros y rayas y vistosamente teñidos de escarlata, verde y azul. Sus hombres, a los que habían podido ver en los patios de Abertornie atareados con los preparativos de una expedición de naturaleza bélica, iban todos vestidos con prendas de viveza similar. Si sus guías de montaña llevaban el mismo tipo de uniforme, pensó Faolan, como poco se les vería desde lejos. El único lugar que les proporcionaría un buen camuflaje sería un jardín de flores descontrolado.
—Fui yo quien quiso viajar con pocos hombres —dijo—. Todos ellos han sido cuidadosamente seleccionados. La chica estará totalmente segura.
—No subestimes la importancia de lo que transportas, muchacho —comentó Ged, observándolo con aire pensativo.
—En ese sentido —repuso Faolan, que fue incapaz de disimular cierta tensión en su voz—, no es más que una mujer. Todos somos prescindibles.
—Tonterías. Llevar a esa joven dama de la Colina Blanca al Brezal es como escoltar un cargamento de monedas de oro o un cofre lleno de piedras preciosas. De hecho, es más importante incluso, e indudablemente más peligroso. Si lo que me cuentas es cierto, Alpin es una amenaza importante para nuestra causa. Los vínculos de parentesco que conferirá este matrimonio le darán una posición que nunca se habría imaginado. Además, los encantos personales de Ana superan con creces lo común y corriente, por decirlo así. No tengo ninguna duda de que conquistará a Alpin. La joven vale su peso en oro, Faolan, literalmente. Más, de hecho, puesto que es muy menuda. ¿Prescindibles, dices? No lo creo. Este trabajo es de vital importancia, por eso Bridei te lo encargó a ti, no cabe duda.
Faolan respiró profundamente. Sus sentimientos personales sobre aquel encargo eran irrelevantes. Ya se los había expresado a Bridei en privado; hablar de ellos con otra persona sería desleal. Había aceptado el trabajo y lo haría. A la perfección.
—Sí, lo hizo, y confió en mí para que decidiera la seguridad requerida. Diez hombres son suficientes. Tengo previsto estar de vuelta en la Colina Blanca en el Solsticio de Verano a lo sumo. Sin las mujeres, el viaje de vuelta será considerablemente más rápido, por supuesto.
—Por supuesto. —Ged seguía observándolo con atención, como si todo aquello no acabara de convencerlo—. Y tú estarás ansioso por regresar. Dime, ¿conoce la joven dama los planes para el otoño?
—Es más seguro para ella no conocerlos. Bridei le dijo que por motivos estratégicos debíamos actuar a toda prisa. Ella comprende que Alpin podría decantarse en cualquier sentido. Fue prudente e hizo muy pocas preguntas.
—¡Mmmm! —dijo Ged—. Resulta que en cierto modo compadezco a la joven Ana. Es una buena chica. Se merece algo mejor.
Faolan no dijo nada.
—Al menos podemos suministraros provisiones —siguió diciendo Ged—. Carne seca, quesos, todo lo que vuestros animales de carga puedan llevar. ¿Sabes que no podréis hacer todo el viaje a caballo? Hay partes del camino en las que será necesario que tus hombres guíen a las monturas y las mujeres tendrán que caminar. Si las cosas fueran distintas, podrías haberla llevado por el camino más bajo, siguiendo los lagos y pasando por Cinco Hermanas. Pero, claro, no querrás toparte con el ejército de alguien que venga en dirección contraria. Esta estación será memorable. ¿Quién habría pensado que Bridei actuaría tan pronto, eh?
Faolan no respondió; no había nada que decir. Antes de dos cambios de luna estaría en el Brezal acomodando a una futura novia en casa de un desconocido y Bridei estaría a punto de conducir sus fuerzas por la Gran Cañada hacia la que sería la confrontación de sus vidas. El hecho de que Bridei lo hubiera planeado de este modo, que desde un principio hubiera tenido la intención de que Faolan no estuviera a su lado en aquel momento de la verdad, sólo servía para hacerlo todo más difícil. Lo mejor era concentrarse en los hechos. Él trabajaba a sueldo y valoraba las cosas en función de la plata que le pagaban.
La puerta se abrió con un chirrido y el guardia entró un momento.
—La joven dama quiere hablar contigo, mi señor.
Ana apareció en la entrada. Cuando llegaron a Abertornie hacía un rato, la muchacha estaba pálida y desaliñada. En aquellos momentos llevaba puestas una túnica y una falda, limpias y planchadas, de un tenue color azul; sus cabellos rubios, peinados en un aro de trenzas, brillaban con la luz de las lámparas de aceite. Faolan pensó que no parecía merecer la pena, puesto que tendrían que seguir su camino por la mañana.
Los dos hombres se pusieron de pie pero, en tanto que Ged se levantó de un salto, Faolan se movió con más lentitud.
—No os levantéis, por favor —dijo Ana—. Será sólo un momento.
Ged le ofreció una silla y le sirvió cerveza con ojos de franca admiración. Casado o no, era bien sabido que disfrutaba con la compañía de las mujeres, sobre todo si eran ingeniosas.
—Gracias. —Ana tomó un sorbo educadamente, dejó la copa y volvió su mirada a Faolan—. Se trata de Darva —dijo—. No puede seguir adelante.
Era la pura verdad. Faolan había visto a la sirvienta al llegar; prácticamente se había caído del caballo y la tuvieron que llevar dentro.
—No está en condiciones —continuó diciendo Ana—. Lo mejor sería que se quedara aquí para descansar y que regresara luego a la Colina Blanca cuando fuera conveniente.
—Aquí en Abertornie podemos alojarla, cómo no —dijo Ged—. Pero…
—Espero —le dijo Faolan a Ana— que no estés a punto de sugerir que retrasemos nuestra partida por esto. Supuse que seleccionarías a una compañera que al menos supiera montar un poco, —vio que las mejillas de Ana se sonrojaban; la muchacha parecía poder ruborizarse a voluntad.
—Perdóname —repuso ella—, pero creía que eras tú quien estaba al mando de esta expedición y no yo. A mí me entrenaste a conciencia antes de partir. ¿Cómo es que el más fiable de los escoltas no comprobó si mi compañera estaba capacitada?
Ana tenía razón, por supuesto. Aquello era responsabilidad suya y había cometido una equivocación. Faolan miró el rostro de la joven; observó la pequeña arruga entre sus cejas de elegante forma. Él había tenido claro desde el principio que aquella novia real tenía tantas ganas de ir al Brezal como él.
Ana hizo caso omiso de Faolan y se dirigió a Ged:
—Esperaba —dijo— que tal vez hubiera alguna joven aquí, en Abertornie, que pudiera venir con nosotros en lugar de Darva. No importan demasiado sus habilidades como sirvienta; se las puedo enseñar yo con el tiempo. Tiene que saber montar, y me refiero a montar de verdad, y debe ser capaz de sonreír sin importar lo molestas que sean las cosas —como si quisiera hacer hincapié en sus palabras, volvió la cabeza hacia Faolan y lo honró con una sonrisa deliberadamente radiante que, de alguna manera, logró transmitir al mismo tiempo una cálida aprobación y una absoluta falta de sinceridad. Él no pudo evitar un temblor en la boca que fue su única respuesta.
Ged se rio con sonoras carcajadas.
—Ya se lo he preguntado a tu esposa —le explicó Ana al jefe de clan y ha prometido que intentará encontrar una chica bien dispuesta, a quien le guste la idea de vivir una aventura. Sólo nos hace falta tu aprobación. El único inconveniente es que nos vamos por la mañana. Tendrá que preparar sus cosas deprisa, no dispondrá de mucho tiempo para pensárselo.
Había vuelto a sorprender a Faolan. Él se había esperado, como mínimo, una petición para quedarse y descansar otra noche más. A los hombres no les vendría mal.
—Os estáis marcando un ritmo muy duro —comentó Ged con un resoplido—. Estoy seguro de que Loura podrá encontraros una joven. Las hacemos fuertes por aquí.
—Gracias —dijo Ana—. No es que necesite una sirvienta, me las puedo arreglar muy bien sola. No tengo demasiadas pertenencias de las que ocuparme, pues me ordenaron que dejara todo lo posible. Si necesito ser acompañada por una joven, es principalmente por una cuestión de decoro.
Ged sonrió abiertamente.
—¡Qué dices! ¿Con Faolan al mando? Ninguno de sus hombres se atrevería a desviarse un solo paso del buen camino ni a echar una mirada donde no debiera. Pero tienes razón. Ya le he dicho que la escolta es demasiado pequeña. Con tres o cuatro mujeres para atenderte y veinte hombres de armas sería otra cosa. Algunas damas exigirían una lavandera, una costurera y un bardo de la corte por si acaso.
—El bardo no le hace falta —dijo de repente Faolan—. La dama cuenta con entretenimiento propio.
Ana le lanzó una mirada fulminante; él se cercioró de que sus rasgos no demostraran ninguna reacción. Ella cantaba en un hilo de voz, pero una voz pura y afinada; Faolan se encontró con que, tras haberla silenciado con palabras que habían salido de su boca a su pesar, palabras de cuya crueldad era consciente, las melodías permanecieron en su cabeza y lo seguían hasta en sus breves ratos de sueño. Le traían a la memoria recuerdos de canciones más antiguas en otra lengua, una música que pertenecía a una vida distinta, una vida que debería haber olvidado. Él le habría rogado que no cantara, pero los códigos que se imponía prohibían semejante franqueza.
—Tengo razón, ¿no? —le preguntó entonces Ana. El rubor había desaparecido y sus ojos grises lo miraban con calma y frialdad—. Deberíamos continuar nuestro camino en cuanto podamos ya que podría ser que el mal tiempo nos retrasara más adelante.
Él ladeó la cabeza.
—Mañana —dijo—. Debes de estar ansiosa por conocer a tu nuevo marido.
Algo titiló en los ojos de Ana.
—Ansiosa —repitió—. Yo no lo expresaría de ese modo. Tengo un deber que cumplir y, como me han dicho que la rapidez es importante, pretendo demorarme lo menos posible. Eso es todo.
Faolan no respondió. La voz de la muchacha se había vuelto tensa y fría, era una voz distinta de la que había contenido el cansancio con música. Él entendía lo concerniente al deber. Para él, el deber era un tema bastante complejo.
—Puede que no sea tan malo, muchacha —dijo Ged; le puso una mano en la rodilla a Ana y, a una mirada de Faolan, la retiró de nuevo—. Al menos, este tal Alpin es rico. Y más bien joven. Tal vez te vaya muy bien.
Se hacía difícil decir si la chica nueva, Creisa, sería una ayuda o un estorbo en la expedición. Acudió con su propio pony y con un mantón tejido con los colores del arco iris que distinguían a los miembros de la casa de Ged allí donde viajaran. No había duda de que Creisa sabía montar, y no roncaba. Lo que suponía un motivo de preocupación era el efecto que ejercía sobre los hombres de la escolta de Ana. Era una muchacha joven que poseía la frescura de una prímula de primavera: mejillas sonrosadas, labios carnosos y grandes ojos castaños de largas pestañas. Tenía una figura de generosas proporciones que lucía al máximo cuando iba sentada a horcajadas a lomos de su pony, con la espalda erguida, los hombros rectos, y la gracia inconsciente de una amazona nata. Por las noches entablaba conversación con los hombres en torno al fuego y les impedía dormir. Durante el día bromeaba mientras cabalgaban y la escolta cuidadosamente seleccionada respondía, disputándose su atención, hasta que Faolan los hacía callar con una orden brusca. Luego había un período de paz y orden hasta que Creisa hacía un comentario como de pasada o una sugerencia divertida y todo volvía a empezar.
A Faolan le apareció una pequeña arruga en el entrecejo y la correspondiente tirantez de una boca ni mucho menos relajada. A Ana, las bromas de Creisa y las respuestas de los hombres le resultaban graciosas e inofensivas; todos sabían que en un viaje como aquel no se podía ir más allá. Después de los gruñidos que Faolan dirigió a los guerreros, estuvo muy tentada de comentar que seguramente aquello lo complacía más que su canto, pero se mordió la lengua, pues no quería que él supiera que su burla la había herido. Le había cantado a Derelei, para que se durmiera, más veces de las que podía recordar, y echaba de menos su afecto infantil, sus sonrisas confiadas. Mucho tiempo atrás le había enseñado las mismas canciones a su hermana pequeña. La música era amor, familia, recuerdo. No entendía cómo a alguien podía disgustarle de esa manera.
Abertornie había sido la última casa amiga, la última vez que pernoctarían al abrigo de unos muros. Se consideraba demasiado peligroso buscar alojamiento entre los desconocidos habitantes de los agrestes valles septentrionales, por escasos que fueran. Cabía la posibilidad de que una visita imprevista a la fortaleza de un jefe de clan de los caitt, sobre todo cuando uno de los viajeros era una joven de particular valor estratégico, terminara con el apresamiento de todo el grupo para utilizarlos como rehenes o algo peor. No valía la pena correr un riesgo semejante sólo para pasar una noche a cubierto, tener ropa limpia o una cena de mejor calidad.
Así pues, los viajeros siguieron adelante a buen ritmo mientras la luna pasaba de nueva a cuarto creciente, a llena, y volvía a menguar otra vez. El camino parecía ser cada día más empinado y los bosques más oscuros, la maleza más espesa y las laderas más escarpadas. El tiempo los ayudó, manteniéndose en general seco, aunque frío. Por la noche, Ana y Creisa compartían sus mantas para proporcionarse calor.
—Es mejor esto que nada, mi señora —susurró la muchacha mientras que, fuera de su pequeño refugio, los hombres que no tenían guardia se acomodaban en torno al fuego y las criaturas iniciaban sus misteriosos diálogos más allá, en el bosque—. No es que no prefiriera estar acurrucada con alguno de ellos; con Kinet, por ejemplo, que tiene unos buenos hombros y una sonrisa encantadora, o tal vez con Wrad… ¿Has visto con qué descaro me mira? Cuando lleguemos allí adónde vamos me voy a dar un gusto con alguno. De momento todavía no he decidido con quién.
—¡Chiss! —siseó Ana, que se debatía entre la necesidad de reprender a su criada como debía hacer una dama y una especie de envidia de que la chica pudiera hablar sin tapujos y con evidente entusiasmo de asuntos que para la propia Ana seguían siendo un misterio, aun cuando tenía casi diecinueve años—. No debes hablar así, Creisa. Es indecoroso.
—Lo siento, mi señora —dijo Creisa con voz débil. Permaneció unos instantes en silencio y luego volvió a empezar—: Claro que los callados y reservados pueden ser los más excitantes, si, para empezar, logras que se interesen por ti. Sé con quién me gustaría mucho pasar una noche a solas. Creo que Faolan sería infatigable.
En el silencio que reinó al otro lado de la abertura de su tienda tras aquellas palabras, algo le dijo a Ana que debía dar una respuesta rápida a la vez que terminante.
—Faolan es el emisario personal del rey Bridei. Es el amigo de confianza del monarca. No vuelvas a hablar así de él, Creisa. Espero no tener que repetírtelo.
—No, mi señora —por el tono de voz de Creisa, era evidente que estaba sonriendo en la oscuridad—. De todos modos…
—¡Basta! —le espetó Ana con voz lo bastante alta como para que la oyeran todos los que estuvieran escuchando fuera. Creisa se calló por fin y, poco después, por el sonido de su respiración, Ana supo que se había quedado dormida.
Sin embargo, ella no podía dormir. Estaba cavilando sobre la vida de Creisa, que se había criado en la granja de Ged, que trabajaba en la cocina y en los huertos y, por lo que parecía, había establecido relaciones superficiales con varios jóvenes lozanos. Se le ocurrieron algunas preguntas: ¿A Creisa no le preocupaba que pudiera quedarse embarazada? ¿Su comportamiento licencioso no perjudicaría las posibilidades de atraer a un esposo formal? Por encima de todo, entre la confusión de ideas y sentimientos que los estúpidos cuchicheos de Creisa habían despertado en ella, Ana reconocía que sentía envidia: envidia de la facilidad con la que la joven hablaba del congreso entre hombre y mujer, y más envidia todavía del hecho de que, si se le podía dar crédito a Creisa, dicha unión no le resultaba brutal y arbitraria, algo que tenía que soportar, sino una cosa totalmente placentera, espontánea y natural. Para una mujer de su posición no era ni mucho menos tan sencillo, pensó Ana. Contraer matrimonio por amor, como había hecho Tuala, era una oportunidad que rara vez podían permitirse las mujeres de sangre real. Casi lamentaba no haber sido ella la que se desposara con el cortés y amable Bridei, tal y como hubiera preferido mucha gente, entre ellos Broichan, el druida del rey. De hecho, durante un breve período había considerado seriamente dicha posibilidad, pero sólo fue hasta la primera vez que oyó a Bridei pronunciar el nombre de Tuala, y a Tuala el de él. A partir de aquel momento Ana había admitido la indefectibilidad de las cosas, pues entre ellos dos existía un vínculo poco habitual. Una recóndita y diminuta parte de ella seguía anhelando un amor como los de las magníficas historias de antaño: fuerte, tierno y apasionado. Lo mejor sería que sofocara cualquier rastro de ese anhelo antes de llegar al Brezal, se dijo a sí misma tristemente, pues semejante fantasía sólo podía causar dolor.
A medida que iba transcurriendo el viaje todos estaban cada vez más sucios, más agotados, más callados; incluso Creisa. No había posibilidad de lavar la ropa, y las facilidades para el aseo personal eran escasas.
Para Ana, que estaba acostumbrada a bañarse con agua caliente con una frecuencia razonable y a que otros se llevaran sus túnicas, faldas y ropa interior para lavarlas de vez en cuando, los días pasaban con una incómoda conciencia de la capa de suciedad y sudor que se pegaba a su piel, los picores y la sensación de hormigueo, las manchas de barro en el bajo de la falda y, lo peor de todo, la textura lacia y grasienta de su largo cabello que entonces sólo podía llevar peinado en una apretada trenza enrollada y sujeta con horquillas en lo alto de la cabeza, pues no soportaba el roce del pelo en el cuello.
Un día, a media tarde, se detuvieron cerca de una profunda laguna del bosque situada entre unas rocas y a Ana le acometió la necesidad imperiosa de bañarse. Creisa quería desnudarse y zambullirse inmediatamente. Faolan no lo permitió. Cuando Ana intentó discutir, la cortó bruscamente.
—Puede que sea primavera, pero el agua está fría. ¿Y si contraéis unas fiebres? No podemos correr ese riesgo. Además, esto nos haría vulnerables. Si nos atacaran mientras vosotras dos retozáis, estaríamos en desventaja. Los hombres ya tienen bastantes cosas de las que ocuparse, no hagáis más difícil su trabajo.
—A los hombres tampoco les vendría mal tomar un baño —comentó Creisa entre dientes y en un tono de rebeldía.
—¿Retozar? —repitió Ana—. Lo único que quiero es lavarme. ¿Qué impresión crees que causaré si entro en el Brezal con este aspecto, por no mencionar el olor?
A Faolan le tembló la boca, pero controló el temblor antes de que se convirtiera en una sonrisa.
—Me imagino que tienes un juego de ropa limpia de reserva en algún lugar de ese fardo que carga el caballo —dijo—. Dado que no es probable que encontremos ninguna lavandera entre aquí y el Brezal, y puesto que todavía tenemos por delante muchos días de viaje, sugiero que esperes hasta que casi hayamos llegado. Entonces me lo vuelves a preguntar. Tienes razón, por supuesto; se trata de una empresa comercial, un hecho que estuve en peligro de olvidar. Como jefe, soy responsable de entregar la mercancía en óptimas condiciones.
Creisa se rio tontamente. La ira hizo que Ana se sonrojara; la grosería de aquel hombre y su propia frustración hicieron que tuviera ganas de gritarle como una verdulera y escupirle en su altanero rostro.
Para su horror, la voz le salió temblorosa y lastimera, como si estuviera al borde del llanto.
—No hace falta ser tan desagradable al respecto. He intentado no complicarte las cosas. Me parece que esto no es mucho pedir.
Se hizo un breve silencio mientras Faolan la contemplaba con sus oscuros ojos escrutadores y ella hizo todo lo que pudo para sostenerle la mirada. No pudo hacerse una idea de lo que él estaba pensando, como siempre. Imaginó que debía tener el rostro sonrojado, sucio y en ningún caso evocador de rosas frescas.
—Lo siento —dijo Faolan con tirantez, tras lo cual se dio media vuelta y se fue a hacer alguna cosa en otra parte. Ana se lo quedó mirando mientras se alejaba. Lo último que se esperaba era una disculpa por su parte.
—Podríamos hacerlo igualmente, mi señora —susurró Creisa—. No sé tú, pero yo, por lavarme el pelo y tener la oportunidad de lavar mi ropa interior, estaría dispuesta a soportar una bronca de ese escoto malcarado. Podría enjuagar unas cuantas cosas, colgarlas en un arbusto…
—Debemos hacer lo que dice. —Ana no tenía ninguna duda de que Faolan era un jefe experto y fiable y de que debían confiar en que sabía lo que era mejor, a pesar de su descortesía—. De todos modos tengo otra muda de ropa interior en mi bolsa grande, la que está en el caballo de carga. Puede que incluso encuentre algo para ti, si es que no tienes nada. Lavemos al menos la ropa interior; ya la secaremos donde podamos. Quizá junto al fuego…
A Creisa le acometió nuevamente una risa tonta.
—Eso les dará a los hombres algo en que pensar, mi señora. Iré a buscar tu equipaje y así veremos lo que hay.
—Una cosa más, Creisa.
—¿Sí, mi señora?
—Por favor, no te refieras a Faolan como a un escoto malcarado. Puede que sea cierto, pero no es respetuoso ni mucho menos. El hecho de que haya olvidado sus buenos modales no significa que nosotras tengamos que hacer lo mismo.
Creisa le dirigió una sonrisa encantadora que mostró sus dientes blancos.
—Sí, mi señora.
Se las arreglaron para despojarse de enaguas y bragas sin destaparse demasiado. Faolan debía de haber hablado con los hombres puesto que estos permanecieron en lo alto de la colina levantando el campamento, fuera de la vista excepto por un centinela que les daba la espalda. Metidas en el agua hasta las rodillas, las dos mujeres se lavaron la cara y los brazos y se bañaron lo mejor posible sin desobedecer completamente las órdenes de Faolan.
Creisa no dejó que Ana lavara la ropa interior; ella misma realizó la tarea golpeando el suave lino con una piedra redonda y lisa, pasando los dedos por la tela, enjuagándola con tanta energía que quedaron las dos bien empapadas. Ana se sentó en una losa y miró cómo Creisa obraba su magia en las prendas mojadas de sudor. Finalmente, los pequeños insectos picadores que en primavera y verano habitaban en lugares como aquel empezaron a revolotear y zumbar en torno a la carne expuesta de las mujeres y fue momento de retirarse.
En el campamento recién levantado habían preparado la comida y alguien había tendido un trozo de cuerda entre unos arbustos, lista para que pusieran a secar la ropa. Creisa colocó las enaguas y prendas más íntimas sobre la cuerda sin el menor atisbo de rubor. Los hombres se esforzaron por no mirarlas. Ana supuso que, en viajes tan largos como aquel, debía ser habitual que los hombres de armas llevaran la misma ropa un día sí y otro también como si tal cosa. Se preguntó si Faolan había viajado alguna otra vez con mujeres. En realidad, se preguntaba si las comprendía lo más mínimo. Alguna vez debió tener una madre, o quizá alguna hermana. ¿Una esposa? ¿Una novia? Quizá la había dejado cuando se volvió contra los suyos. Cuando decidió convertirse en un traidor. Resultaba casi imposible imaginarlo con una familia. Ana intentó representarse un pequeño Faolan, de la misma edad que el pequeño Derelei, el hijo de Bridei, a quien le había cantado canciones de cuna y cuyas manos había sostenido con firmeza cuando aprendía a caminar. Faolan no habría dejado que nadie le sostuviera la mano. Él habría aprendido a caminar sin ayuda.
Tuala había dado instrucciones para el acondicionamiento de las dependencias de invitados de la Colina Blanca; había hecho venir desde Pitnochie a la formidable Mara, el ama de llaves de Broichan, para que supervisara los preparativos en previsión de la afluencia de visitantes que se esperaba. Ya faltaba poco para la asamblea y era importante hacer las cosas bien. Algunas esposas reales habrían dado absoluta prioridad a los preparativos del alojamiento, las provisiones y el entretenimiento, pero Tuala sabía que su principal obligación era servir de apoyo y de caja de resonancia a Bridei. Él era un hombre fuerte, capaz, con una manera de ver las cosas extremadamente madura para su edad. Sin embargo, tenía sus puntos débiles, y Tuala, que lo conocía y amaba de toda la vida, era muy consciente de todos ellos. Había prometido que Bridei podría contar con ella siempre que la necesitara, y Tuala nunca rompía sus promesas. Después de eso, lo más importante era su hijo, Derelei. Como la sucesión al trono era por línea materna, Derelei nunca sería rey, pero aun así había que educarlo en el amor y la sabiduría, en el equilibrio y el buen criterio, como se merecía cualquier niño. Él ocupaba el segundo lugar únicamente porque, de momento, había otras personas que podían proporcionarle lo que necesitaba.
Todos los miembros de la casa del rey adoraban a Derelei. Las mujeres se disputaban la oportunidad de jugar con él y atender sus pequeñas necesidades; para los hombres era como una mascota, y con frecuencia a Tuala le resultaba difícil estar a solas con su hijo para poder hablarle, cantarle, susurrarle secretos o simplemente sentarse tranquilamente con él en brazos, reflexionando sobre la maravilla de aquella nueva bendición que los dioses le habían concedido.
Había faltado muy poco para que su unión con Bridei no ocurriera. Tuala había estado a punto de saltar, o volar, al otro lado y penetrar en un mundo sin pena ni dolor. Si no hubiera vacilado un instante, si Bridei no la hubiese llamado, ella habría viajado hacia allí y hubiera sido inmortal. Eso fue lo que le habían dicho los del Otro Mundo, los que habían seguido de cerca sus pasos y le habían susurrado al oído durante todos los aciagos días y las atribuladas noches de aquella época tan difícil. Hubiera vivido para siempre. Habría dejado solo a Bridei. Y Derelei no hubiese existido.
Ahora le resultaba impensable. Resultó que Bridei había ido a buscarla, la había salvado y las cosas habían tomado su verdadero curso, predestinado por los dioses. La Brillante estaba contenta con la decisión que habían tomado. Derelei había llegado al mundo una noche de luna llena, lo cual parecía totalmente acertado, puesto que la diosa se había tomado un interés especial en la vida de Tuala desde el principio.
En cuanto a Bridei, él había tenido un magnífico comienzo como rey de Fortriu. Tras sólo cinco años de reinado ya estaba concentrando sus fuerzas contra los escotos. ¿Quién hubiera pensado que sería tan pronto? El Guardián de las Llamas también debía estar contento. Dios de los hombres valerosos y de la lucha virtuosa, sin duda debía ver su propia encarnación terrenal en aquel fuerte y joven dirigente cuyos ojos brillantes y francas palabras prendían la chispa de la inspiración en los corazones de todos los hombres.
Pese a todo ello, quedaba una pregunta para la que Tuala no tenía respuesta y que le preocupaba. Nunca había averiguado quién era en realidad. Sus visitantes del Otro Mundo no le habían explicado quién había decidido abandonarla, siendo ella un bebé, en la puerta de casa de Broichan, en Pitnochie, en pleno invierno. Y ella quería saberlo. Cierto, había tomado la decisión de no emplear sus talentos mágicos como la hidromancia y la transformación, la conversación con las criaturas del bosque o la invocación de luz y sombra. Las respuestas que dichas fuentes de información le habían proporcionado en el pasado habían resultado a menudo crípticas y difíciles; más que respuestas, habían sido nuevas preguntas. Eso no significaba que no sintiera el impulso de utilizar sus artes; pero no iba a hacerlo. Era consciente de lo peligroso que resultaba el camino como reina de Fortriu para una mujer de los Seres Buenos. Siempre habría alguien que quisiera desautorizar a Bridei, y ella estaba decidida a que no la emplearan como instrumento para hacerlo, aunque eso no evitaba que tuviera la necesidad de saber la verdad, una verdad que su hijo, a su vez, querría oír cuando creciera.
Tuala no hablaba del tema, ni siquiera con Bridei. A veces susurraba en sus oraciones, pensando que la Brillante podría ayudarla, pues aquella diosa siempre la había favorecido. De momento la Brillante no le había revelado nada. En cuanto a los extraños seres que la habían engatusado y le habían tomado el pelo, que la habían intimidado y puesto a prueba —la chica, Telaraña, con sus ojos enigmáticos y sus prendas vaporosas, y el joven Madreselva, con su piel castaña y sus rizos de hiedra entretejida—, no habían vuelto. Cuando Tuala tomó la decisión de ser humana, de vivir en este mundo, ambos desaparecieron como si nunca hubiesen existido. En ocasiones se preguntaba si toda aquella extraña sucesión de acontecimientos no habría sido una especie de sueño disparatado.
Era primera hora de la tarde y Derelei estaría jugando en el jardín al cuidado de alguna de las jóvenes sirvientas. En cuanto Tuala terminó de darle instrucciones, Mara prácticamente la había echado, como si volviera a tener cinco años y sólo fuera reina en su propia imaginación.
La mujer había cambiado muy poco desde aquella primera época; prefería ser la única responsable y realizaba su trabajo con eficiencia. No se dejó intimidar en absoluto por la responsabilidad que conllevaba una casa real mucho mayor que la que ella gobernaba en Pitnochie. Ya tenía a gente correteando en todas direcciones para ir a buscar esteras nuevas, quitar las telarañas de los sitios altos y colgar las mantas para que se airearan.
Tuala recorrió los pasillos de la Colina Blanca y pasó por delante de la puerta cerrada de la habitación donde Bridei se había reunido a conferenciar con sus jefes de clan. Se estaban preparando para la llegada de la delegación de Circinn, el reino del sur, cosa que siempre suponía un desafío y que, en las delicadas circunstancias del momento, constituía una verdadera prueba. Salió por un sendero de losas entre trechos de césped y arriates de hierbas de hojas grises: ajenjo, camomila, lavanda.
Allí había algunos bancos de piedra, situados de modo que les diera el sol de la tarde, y unas pequeñas figuras de dioses y criaturas dispuestas en torno a los estanques y en las hornacinas del muro de piedra que rodeaba el jardín y lo protegía de los fortísimos vientos del norte. Era un lugar de reposo. A Ana le gustaba; había pasado allí muchos momentos felices charlando con Tuala, jugando con Derelei, realizando sus intrincados bordados. La echaba de menos. Se preguntaba en qué punto del viaje se hallaría entonces y qué le estaría pareciendo. Tal vez estuviera ya en el Brezal. Quizá Alpin fuera un buen hombre, un hombre como Bridei. A pesar de sus evidentes esfuerzos por controlarse, Ana había llorado al despedirse. Por mucho que comprendiera sus obligaciones, estaba triste y asustada. Tuala ya sabía lo que se sentía.
Lamentaba de todo corazón que las cosas hubieran tenido que hacerse de un modo tan apresurado y cruel, pero era necesario. Era vital. Había que convencer a Alpin antes de que las fuerzas de Bridei entraran en combate contra los escotos de Dalriada, lo cual, contrariamente a los rumores que circulaban, no ocurriría la próxima primavera. El consejo no se celebraría en la Recogida, sino en la Fiesta del Auge, cuando la primavera devenía verano. Los hombres de Fortriu se pondrían en camino en otoño, dos estaciones antes de lo que sus enemigos preveían. Se dirigirían en masa hacia el oeste; cuando Gabhran de Dalriada recibiera la noticia de su avance, sería demasiado tarde para que los escotos organizaran un fuerte contraataque, demasiado tarde para que Gabhran reuniera a sus parientes de Ulaid y Tirconnell en apoyo de sus propios ejércitos. Esta vez los escotos serían derrotados. Iban a ser expulsados de Fortriu. Bridei lo haría posible aun cuando Circinn no quisiera ayudarle.
Tenían que habérselo dicho a Ana, pensó Tuala. Al no hacerlo actuaron como si la novia real fuera demasiado estúpida como para mantener la boca cerrada sobre los asuntos de importancia estratégica.
Y no sólo eso, sino que hizo que la decisión de enviar a Ana al territorio de los caitt pareciera cruel e innecesaria. ¿Qué novia querría verse frente a su futuro esposo antes de que este hubiera accedido a casarse con ella? Eso es exponerse a que te humillen. ¿Qué joven desearía contraer matrimonio con un hombre del que no sabe nada salvo el hecho de que había una cuestión en su pasado? Una boda concertada era una cosa, pero aquello iba mucho más allá.
Tuala cruzó el arco de entrada y se detuvo. No se veía a la sirvienta por ninguna parte. Sentado muy erguido en la hierba estaba su hijo Derelei, quien, enfrascado en alguna clase de juego, agitaba sus manos infantiles en el aire. Frente a él, sentado con las piernas cruzadas y ataviado con sus oscuras vestiduras, estaba el druida del rey, Broichan.
Señal del poder que aquel hombre ostentaba era el hecho de que, incluso en una pose tan poco decorosa, el aspecto del druida era distante, serio y amedrentador. Tuala no le había perdido el miedo. Se quedó allí mirándolos sin que ellos la vieran. Por una vez Derelei no había notado su llegada. Tanto el druida como el niño estaban muy concentrados y entonces, cuando Broichan movió una mano frente a él con los dedos curvados de una manera concreta, Tuala se dio cuenta de que, en realidad, su hijo no estaba agitando los brazos al azar como hacen los niños pequeños cuando descubren el funcionamiento de su cuerpo. Derelei tenía la mirada fija en Broichan y estaba copiando el gesto del druida. Aquella mano diminuta de dedos regordetes adoptó una forma grácil como el ala de una gaviota e imitó los dedos largos y huesudos de Broichan que se aplanaban, se extendían y se alzaban frente a su rostro. Un pájaro descendió para posarse en el muro junto a ellos, erizando las plumas. Al cabo de un instante llegó otro pájaro más pequeño que se posó junto al primero con aspecto desconcertado.
Derelei gorjeó de placer. Broichan inclinó la cabeza y habló al niño en voz baja pero profunda. Cuando sus largas trenzas —mechones canosos entre unos cabellos negros e hilos de colores entretejidos para atarlos— cayeron hacia delante, Derelei no alargó la mano para intentar agarrar cualquier cosa interesante que se le acercaba, como siempre hacía, sino que se quedó donde estaba, mirando atentamente, y dijo algo en su misterioso lenguaje infantil. De momento tenía unas cuantas palabras reconocibles.
—Círculo, así… —le estaba diciendo Broichan, y utilizando sus dedos una vez más para hacer una demostración, trazó un delicado signo a un palmo por encima de la hierba. Derelei lo imitó con su manita extendida del mismo modo, describiendo un círculo delante de él. La hierba se aplanó obedientemente y formó un pequeño aro muy bien hecho en el césped.
Tuala estaba horrorizada. Enojada. Su primer impulso fue avanzar con paso resuelto y enfrentarse al druida. «¿Quién te ha dado permiso para enseñar a mi hijo? ¿Cómo te atreves?». A pesar del terror que le tenía, lo hubiera hecho. Las habilidades de Derelei no le suponían una sorpresa; ella ya se había dado cuenta de lo que el niño era capaz de hacer, de lo que su propia sangre le había dado, y de haber querido ver desarrollados sus talentos tan pronto, ella misma le habría enseñado. El hecho de que Broichan interfiriera sin su consentimiento ni el de Bridei no sólo era injusto, era alarmante. Aquel era su hijo, suyo y de Bridei, no el de Broichan. Él ya le había hecho bastante daño a Bridei.
En sus denodados esfuerzos por convertir a su hijo adoptivo en el rey perfecto, Broichan había creado a un joven que, en esencia, estaba desesperadamente solo. Bridei, por supuesto, tenía una devoción inquebrantable hacia los antiguos dioses de Fortriu, se había empapado de las enseñanzas, poseía un firme coraje y estaba absolutamente preparado para dirigir su reino. En ese sentido Broichan había hecho exactamente lo que se había propuesto. Era incapaz de ver que se había equivocado.
Tuala no se movió del sitio; había enmudecido y algo que no podía identificar la contenía. Ambos hicieron los mismos gestos, uno tras otro. Convirtieron unas flores en misteriosos y brillantes insectos; hicieron que las sombras avanzaran por la hierba y se retiraran de nuevo.
Un sapo subió de un salto a la rodilla de Derelei y a continuación se desvaneció. Un ratón trepó por el brazo de Broichan y desapareció en la capucha de sus vestiduras. No fue la magia ni la facilidad con la que la realizaban lo que cautivó a Tuala. Era el asombroso parecido, el eco exacto de la posición, la postura, el movimiento y la expresión, a pesar del marcado contraste entre el alto mago ataviado con sus vestiduras y el pequeño de piernas cortas y voluminosamente envuelto. Era extraño. Era inquietante. Lo que vio poseía una insólita belleza, una rara simetría; parecía propio de una historia imposible o de un sueño perturbador. Tuala notó un espeluznante hormigueo que le recorría la espalda, casi como la sensación que había experimentado en el bosque junto al lago de las visiones, el Espejo Oscuro, la primera vez que se había encontrado con los Seres Buenos.
—Mamá —dijo Derelei volviéndose a mirarla, y se rompió el hechizo. Los pájaros levantaron el vuelo y Broichan se puso de pie sin la facilidad con la que lo habría hecho tiempo atrás. Tuala vio que era capaz de avanzar, de arrodillarse junto a su hijo y de dirigirse al druida en un tono cortés.
—¿Dónde está Orva, la sirvienta?
—No muy lejos; está sentada allí, junto al estanque largo. Le di permiso para que se fuera, pero no quiere perder de vista al niño.
Derelei, que ya estaba cansado, se encogió en brazos de su madre. La práctica intensa y continuada de aquel arte resultaba agotadora. Era excesiva para un niño pequeño. Tuala tomó aire para decírselo a Broichan; incluso a esas alturas necesitó armarse de todo su valor para hacerle frente.
—Menos mal —dijo Broichan antes de que ella pudiera hablar— que no puede ser candidato al trono. El chiquillo tiene futuro, quizá uno excepcional. Debería ser educado en los nemetones.
—No va a ir a ninguna parte —repuso ella con brusquedad, y apretó tanto al niño que este empezó a gimotear del susto—. Vamos, vamos —murmuró dándole unas palmaditas—. No pasa nada.
—Hay tiempo —dijo el druida—. No hace falta que vaya hasta que tenga seis o siete años; la formación es rigurosa y debería esperar hasta ser lo bastante fuerte para soportarla. No puedes negar que posee un talento innato, Tuala.
—No lo niego —replicó ella—. Pero no es más que un bebé, y podrá ser lo que él quiera, erudito, guerrero, viajero o artesano. O druida, si ese es el camino que elige.
—¿Y elegirá sabiamente con seis años de edad? ¿No será más bien el camino elegido para él por sus mayores?
Tuala pensó en Bridei cuando era niño y en las opciones que no se le habían dado.
—Les corresponderá a sus padres guiarlo —dijo con toda la firmeza de la que fue capaz—. No creo que Bridei se alegre de ver que mandan fuera a su hijo a tan tierna edad. Para él la familia es valiosísima.
Broichan se quedó un momento sin responder. Hacía girar una y otra vez su anillo plateado de serpiente en torno a su dedo, con el ceño fruncido. No cruzó la mirada con Tuala. Al cabo de unos instantes, dijo:
—Podría enseñarle yo. Con el permiso de Bridei. Y el tuyo. Entonces no habría necesidad de mandarlo fuera, al menos hasta que fuera lo bastante mayor para decidir lo que quiere.
Tuala se sobresaltó, tanto por la propuesta en sí como por el hecho de que le pidiera autorización. Ella no albergaba duda alguna de que su hijo estaba destinado a un futuro en el cual sus habilidades especiales encontrarían una utilidad. En realidad, no quería que se convirtiera en un guerrero. Había visto a los lastimosos y destrozados supervivientes que eran llevados a casa, o que regresaban a ella renqueando tras los encuentros de Fortriu con sus enemigos, y no entendía cómo una madre podía estar satisfecha de que su hijo se convirtiera en un luchador. La de druida, erudito o artesano, esas sí eran buenas ocupaciones.
Sólo había un problema.
—Es el hijo del rey… —empezó a decir.
—Sí —asintió Broichan con gravedad—, y es tu hijo, y ambos sabemos cuál es mi opinión al respecto, aunque yo no la exprese públicamente puesto que mantengo una promesa que le hice a Bridei hace mucho tiempo. No hay motivo para que el hijo de un rey no pueda entrar al servicio de los dioses. Existen precedentes. Y si el talento para tales artes que el niño ha demostrado hoy aquí es un poco… ¿de otro mundo, podríamos decir?, ¿qué mejor manera de evitar atraer excesiva atención hacia tus propios orígenes que dejar en mis manos la responsabilidad de guiar al chico? Puedo encargarme de que aprenda a aprovechar su poder, a canalizar sus habilidades hacia fines correctos. Puedo enseñarle a controlar lo que tiene para dirigirlo hacia el bien de Fortriu. De este modo te protegeré tanto a ti como a tu hijo y a tu propia reputación.
Ella no contestó. Broichan estaba asumiendo el mando, como siempre hacía; le robaría a su hijo, haría suyo a Derelei. Su proyecto; Bridei una vez más.
—No confías en mí. Eso no es una novedad; el sentimiento es mutuo. Ya hace tiempo que las cosas son así entre nosotros. Habla con tu esposo. Establece condiciones al respecto, si quieres. Es importante, Tuala.
—Quiero que mi hijo sea feliz —le dijo ella—. Quiero que crezca rodeado de su familia; con hermanos y hermanas, si la diosa lo concede. Los niños no tan sólo necesitan educación y orientación. Necesitan amor.
Se hizo un breve silencio.
—Soy consciente —manifestó Broichan con frialdad— de tu opinión sobre mis deficiencias como padre adoptivo. No me lo puedo tomar en serio. Bridei es todo lo que debería ser.
Tuala asintió con la cabeza.
—Sí —repuso—. Se ha vuelto un experto en ocultar lo caro que eso le cuesta. Le privaste de su niñez. No permitiré que te lleves también a su hijo.
—¿Permitir? —terció el druida entre dientes, y Tuala se estremeció al ver su mirada. El aire parecía echar chispas en torno a él y su sombra se alargó. Derelei empezó a llorar.
—Está cansado. Necesita hacer la siesta —dijo ella, sintiendo una repentina fatiga en el cuerpo. La sirvienta, Orva, se acercó a toda prisa e hizo ademán de coger al niño, pero Tuala la despachó con más brío de lo habitual—. No, Orva. No te necesito. Vete, estoy segura de que Mara puede ponerte a trabajar con la ropa blanca. Ahora lo voy a llevar adentro —añadió mirando a Broichan con el ceño fruncido.
—Bo-tan —articuló Derelei claramente, alargando la mano hacia el druida. Había aprendido un nuevo nombre. Tuala se estremeció cuando Broichan alzó la mano y la colocó suavemente sobre la cabeza de abundantes rizos castaños del niño en lo que no fue exactamente una caricia, pero sí el gesto que más se le parecía en un hombre como él.
—No te lo pido por un deseo de poder, Tuala —dijo el druida en voz baja—. Habla con Bridei, por favor.
—Dime, ¿por qué me lo planteas a mí primero y no vas directamente a él? —le preguntó ella.
—Porque sé que él no accederá si tú no quieres. ¿Prefieres que lo haga?
—No. Ahora mismo ya tiene bastantes preocupaciones. Y yo también; pronto tendrá que cabalgar hacia la guerra. Comparto los temores comunes a todas las mujeres en un momento así.
—Sí —la voz de Broichan era como una sombra hecha sonido, como un profundo pozo de secretos—. ¿No estarás tentada de seguirle, de buscar confortación en el cuenco de hidromancia? Pasará mucho tiempo fuera: una estación entera o más. No me digas que no te resulta muy tentador.
—No tanto como para no poder resistirme —replicó Tuala en tono grave—. Contrariamente a lo que imaginas, nunca me olvido de la suerte que tengo de que esta gente me acepte como esposa de Bridei. No tengo intención de darles ningún motivo para que duden de mi idoneidad para dicha tarea. Mi esposo me necesita. Mi primera lealtad es, ante todo, hacia él y hacia lo que él deba ser.
—Entonces lo más sensato por tu parte sería que accedieras a mi petición. Tú no puedes enseñar al niño a menos que empieces a ejercitar esas artes secretas de nuevo. Sin embargo, yo puedo hacerlo sin suscitar ningún comentario. Esta clase de prácticas son el pan de cada día para un druida.
—No hay prisa. Es un bebé —se dio la vuelta para marcharse.
—Tuala —Broichan habló en voz muy baja por detrás de ella. Había algo nuevo en su tono, algo que hizo que ella se detuviera en seco—, no tengo tanto tiempo como desearía para esto —dijo—. Déjame darle al niño lo que pueda.
Al volver la cabeza para mirarlo por encima del hombro, Tuala vio la palidez de su alargado rostro, la forma en que los pómulos y los huesos de la nariz sobresalían bajo la piel, las líneas que no siempre habían trazado esos surcos entre la boca y la nariz, ni habían bordeado las comisuras de los labios con tanta severidad. Le dio la impresión de que en aquellos ojos oscuros había dolor reprimido y que el hombre se apoyaba en su báculo como lo haría alguien mucho mayor; que lo utilizaba, ya no tanto como la herramienta principal de su oficio, sino como un simple apoyo.
—Yo… —empezó a decir ella, y se quedó callada al ver la mirada que tenían sus ojos.
—Como tú has dicho —su voz fue sólo un susurro—, Bridei está muy ocupado con la próxima empresa bélica y con la asamblea, que constituirá todo un reto. No vamos a cargarlo con otras preocupaciones en unos momentos tan difíciles. Háblale sólo de su hijo, de lo que es mejor para Derelei.