Fue Wid quien la ayudó a salir al patio, pues, a pesar de su avanzada edad, aún caminaba con paso firme si utilizaba un báculo. Cuando salieron al exterior, había gente con antorchas por todas partes. Por la cabeza de Eile no cruzaba ni un solo pensamiento, sólo había una capa gris, en blanco, de absoluto terror. El corazón le daba saltos en el pecho y tenía la piel cubierta de sudor. «Saraid, Saraid…». Saraid, que sabía algo y no quería contarlo. Saraid, que, tal como había dicho Faolan, necesitaba estar vigilada hasta que la verdad saliera a la luz. Saraid, a quien habían considerado seguro dejar con los gemelos, sólo por esta noche, bajo la supervisión de la sirvienta a la que los niños conocían bien, la que les daba la cena con calmada y cariñosa competencia. Aquella cuyo rostro había perdido el color al dar la noticia.
—No puede andar muy lejos, Eile —dijo Wid en voz baja—. Respira despacio.
No había buena luz para buscar. El cielo aún retenía la palidez azulada de la incipiente noche estival. Al otro lado de los muros, en las laderas boscosas de la colina, reinaría la oscuridad, salvo por la zona frente a las grandes puertas donde las antorchas ardían en los postes. Pero Saraid no estaría al otro lado. A menos que alguien se la hubiera llevado. ¿Por qué? ¿Por qué?
La gente se movía por los jardines y los pasillos, faroles en mano, llamándola. El gran salón había quedado vacío. Bridei estaba en el patio, y el rey Keother, y el hermano Colm con los otros monjes de vestiduras pardas. ¡Maldita fuera su debilidad! Saraid estaba ahí fuera en alguna parte, en peligro, y Eile apenas podía dar dos pasos sin perder el equilibrio.
—¡Saraid! —gritó, y oyó cuán débil era su esfuerzo frente a las voces de los hombres, los correteos, alguna que otra exclamación indignada por parte de los guardias apostados en la puerta—. ¿Dónde estás, Saraid?
Vio a Faolan, que desapareció en dirección al patio inferior, que se hallaba justo en la entrada principal de la Colina Blanca. Lo siguió, apoyada en el brazo de Wid. Al menos así hacía algo. Hubo un movimiento general de gente hacia las puertas. Elda, con un gemelo en cada mano, se acercó a su lado.
—¡Oh, Eile! Lo siento mucho. La mujer dice que sólo volvió la cabeza un momento, el tiempo que tardó en cortar un poco de queso, y cuando se dio la vuelta, Saraid ya no estaba. Debe de haber elegido el momento justo entre las guardias…
Para Eile aquello era un galimatías sin sentido. Llegaron al patio inferior donde el gran portal doble permanecía cerrado, asegurado por unos pesados cerrojos. En lo alto del parapeto las antorchas brillaban a intervalos y los hombres de armas caminaban de un lado a otro entre ellas. Le llegaron las voces de los guardias apostados encima de la puerta, que se alzaron para dar el alto como hacían habitualmente:
—¡Alto! ¡Di tu nombre y tu propósito!
Faolan corría y Dovran lo seguía uno o dos pasos por detrás. Subía por un empinado tramo de escaleras de piedra, a cierta distancia de las puertas. Las escaleras llevaban al parapeto que rodeaba las fortificaciones y que se alzaba a unos dos brazos por encima del adarve por el que patrullaban los guardias; un hombre de pie podía asomarse y ver el tortuoso sendero que ascendía por las laderas de la Colina Blanca hacia las puertas. Faolan se lanzó escaleras arriba, haciendo caso omiso de su pierna herida. Otro hombre, uno de los guardias, había visto lo mismo que él y corrió por el adarve alejándose de las puertas, con una antorcha en la mano.
Y allí, iluminada por el resplandor que se acercaba, estaba Saraid, de pie en el parapeto, tan alta que sus pies quedarían a la misma altura que los hombros de una persona. Se tambaleaba un poco y movía los pies por el estrecho borde de piedra. No podía extender los brazos para mantener el equilibrio, pues llevaba a Lamento aferrada al pecho. Bajo la luz parpadeante Eile distinguió otra figura, esta de pie en el adarve justo al lado de la niña, sin correr peligro. Sintió una oleada de alivio. Ya había alguien allí, alguien que sólo tenía que alargar el brazo y poner a salvo a Saraid. La luz de la antorcha se reflejó en una mata de cabello rubio y unas prendas de magnífica seda. Breda. De pronto Eile lo estaba viendo: Breda con algo en la mano, golpeándola, luego la caída, abajo, abajo en la oscuridad… «Breda había intentado matarla». Y ahora iba a matar a su hija.
Eile abrió la boca para gritar y Wid le dijo con voz queda:
—No. No sobresaltes a Saraid. Mira, Faolan casi ha llegado.
Ya estaba en lo alto. No corría, sino que se movía con cautela por el adarve, con Dovran detrás.
—Está intentando no asustarla —explicó Wid—. Faolan sabe lo que hace, Eile.
El grito que no había soltado se acumuló en su interior y amenazaba con destrozarla. Faolan estaba cerca, a tan sólo unas zancadas. Al otro lado, el guardia que llevaba la antorcha se había detenido y esperaba. Faolan parecía estar diciendo algo, quizá diciéndole a Breda que se retirara y le dejara acercarse a Saraid para bajarla de allí. Ya casi había terminado.
Breda alargó la mano. Dio la impresión de que intentaba coger a Saraid, evitar que cayera. Faolan abandonó su cautela y se abalanzó contra la mujer rubia. Y en aquel instante Saraid se apartó de la mano que le tendían, perdió el equilibrio y cayó. Estaba allí y al cabo de un instante había desaparecido.
Eile se hincó de rodillas. Estaba oscuro. Era la oscuridad de siempre: la noche perpetua. Nadie podía sobrevivir a una caída como aquella. El grito se liberó y resonó por el patio como una llamada del mismísimo Cuervo Negro.
Alguien decía:
—Dios, ten piedad; Cristo ten piedad.
Garth se abría paso a empujones entre la multitud, corriendo hacia las escaleras. ¿Por qué? Era demasiado tarde. Demasiado tarde. Había caído la noche. En lo alto de los muros Breda chillaba:
—¡Quitádmelo de encima! ¡Yo no he hecho nada! ¡Intentaba salvar a esa niña estúpida! ¡Sacádmelo, me está haciendo daño!
El ruido continuó, un áspero y primitivo aullido de dolor. Parecía incapaz de parar, aun cuando ahora tenía gente a su alrededor, Elda, Garvan, el hermano Suibne, todos ellos profiriendo sonidos ininteligibles e intentando consolarla. Su cuerpo reventaba de angustia, no había manera de contenerla.
—¡He dicho que digas tu nombre y tu propósito! —El guardia de la puerta repitió su orden, pero esta vez su tono había cambiado. Debía de haberlo visto. A la luz de las antorchas situadas al otro lado de la puerta, todos debían de haber visto caer a aquella diminuta figura y quedar rota al pie de los muros.
Una voz habló desde el exterior, una voz de la que era imposible hacer caso omiso.
—Soy Broichan, el druida y padre adoptivo del rey. Si no me conoces, Kennard, es que tienes muy mala memoria. No he estado fuera tanto tiempo. Están conmigo la reina de Fortriu y su hijo. Confío en que no les pedirás que se marchen por donde han venido, que se arrodillen y arrojen sus armas antes de dejarlos entrar. Hemos recorrido un largo camino.
—¡Abrid la puerta! —fue Bridei quien habló, y cuando Eile levantó la mirada, respirando con dificultad, lo vio correr por el patio a grandes zancadas, con sus ojos azules ardiendo—. ¡Deprisa!
Entonces Faolan estaba a su lado y se agachó para abrazarla con el rostro empapado de lágrimas y la mirada llena de una adusta furia. Eile no vio a Dovran ni a Breda, aunque el rey Keother cruzaba el patio con cara de pocos amigos.
—¡Estuve tan cerca! —decía Faolan—. ¡Tan cerca…!
Se abrió la pequeña puerta lateral. Por entre las lágrimas que le empañaban los ojos, Eile vio entrar a tres viajeros. Uno era un hombre alto, de aspecto austero, con un cabello gris extrañamente cortado y sólo una andrajosa camisa cubriendo su descarnado cuerpo. En sus brazos iba Derelei, con la cabeza apoyada en el hombro de aquel hombre y el pulgar en la boca, como cualquier niño de dos años que no hubiera hecho la siesta. Junto a ellos iba Tuala, que no intentó esconderse. Llevaba algo entre las manos, algo que transportaba con mucho cuidado, como si fuera precioso y frágil. Eile se encontró conteniendo el aliento, aunque no sabía por qué.
Bridei lloraba abiertamente. ¡Cuántas lágrimas! Le echó los brazos al cuello al hombre alto, abrazando también a su hijo. Sin embargo, Tuala se acercó a Eile y a Faolan y se quedó de pie frente a ellos, con expresión grave y serena. Eile se puso de pie como pudo. Faolan se levantó con ella, rodeándola con el brazo.
La reina abrió las manos. Acurrucado en sus palmas había un diminuto pajarillo pardo que quizá fuera un acentor común, capaz de volar, pero anormalmente pequeño. Eile sintió un extraño cosquilleo en la nuca. Faolan apretó el brazo en torno a ella. Wid masculló algo y, al otro lado, Eile vio que el hermano Suibne se santiguaba.
—No pasa nada —dijo Tuala—. La cogí a tiempo. —Entonces, con un extraño y leve movimiento de los dedos, soltó al pájaro, que aleteó en dirección a Eile. En el espacio de una respiración, cuando ella alargaba la mano, la criatura desapareció y allí estaba Saraid, con los ojos muy abiertos, el cabello alborotado y una sonrisa temblorosa en los labios.
—¿Mamá? —dijo—. He volado.
—Alabado sea Dios —terció el hermano Suibne con suavidad, pero Eile no escuchaba. Sus brazos se habían cerrado en torno a su hija, y los de Faolan en torno a las dos, y por un momento no le importó nada el resto del mundo.
Fue una repentina rigidez del cuerpo de Saraid lo que hizo que Eile soltara a su hija de su convulsivo abrazo. Levantó la cabeza. La niña miraba al otro lado del patio que ahora estaba lleno de gente que charlaba, de movimiento y de luces. Bridei estaba junto a Broichan estrechando a Derelei en sus brazos. Tuala había desaparecido y Eile supuso que habría ido a ver al bebé. Se dio cuenta de que ni siquiera le había dado las gracias a la reina por lo que había hecho, por el maravilloso e inesperado regalo de la vida de su hija. Saraid miraba fijamente, miraba entre la gente hacia la esquina del patio donde estaba Breda con una expresión extrañamente impasible en sus encantadores rasgos, con Garth a un lado, Dovran al otro y el rey Keother delante de ella, con un semblante que era todo sombra y hueso. Saraid señaló.
—La señora me empujó —dijo con la penetrante voz de sus tres años—. La señora empujó a mamá abajo. Muy abajo.
—¡Dios santo! —masculló el hermano Suibne. Tras él se hallaba la imponente figura de Colm. Parecía estar murmurando sus propias oraciones.
—Saraid —Faolan se había arrodillado, rodeaba a la niña con los brazos desde atrás, como si la protegiera al tiempo que la retenía—, dímelo otra vez, para que todos podamos estar seguros. ¿Una señora te empujó?
Saraid asintió con la cabeza.
—La señora empujó a mamá. Mamá cayó.
—¿Qué señora? Muéstramela otra vez.
El dedo acusador señaló una vez más. Saraid estaba empezando a encogerse, la impresión empezaba a reemplazar a la emoción.
—La señora del pelo amarillo —susurró.
Todos lo habían oído: el sacerdote escoto y el erudito priteni, el guarda escoto y el herborista priteni. Eile vio la mirada en los ojos de Faolan, sintió la tensión que le recorría el cuerpo, como la de un gato salvaje preparado para saltar. Vio su intención no expresada en todos los rincones de su ser: «Y ahora la mataré».
—No, Faolan, no —le dijo—. Ahora eres padre. Tienes responsabilidades. Deja que otros se ocupen de esto —y cuando él la miró, con la furia todavía en sus ojos, añadió—: Hemos recuperado a nuestra hija. Nuestro propio milagro. Tienes las pruebas. Ahora el rey Bridei se encargará de que se haga justicia. No es necesario que te vengues también con sangre.
Faolan respiró hondo, y soltó el aire en un tembloroso suspiro. Se llevó las manos al rostro.
—¡Dioses, qué poco ha faltado! —exclamó entre dientes—. Me siento como si me hubieran destrozado el corazón.
—Faolan, Eile. —El rey estaba junto a ellos, con su hijo todavía en brazos. Tras él se hallaba Broichan, quien, a pesar de su desaliñado aspecto, emanaba poder por cada poro de su descarnado cuerpo. Sus ojos eran negros como la obsidiana, de una profundidad llena de secretos. De no haber venido con Derelei en brazos, Eile le habría tenido miedo—. ¿Saraid está ilesa? —preguntó Bridei.
—Parece que está bien, sólo un poco impresionada. La verdad es que no sé qué ha ocurrido —dijo Eile—. Mi señor, me alegro mucho de que Derelei esté en casa. Parece exhausto.
—Ha hecho un largo viaje —la voz de Broichan era grave y autoritaria, parecía engullir a quien escuchaba—. Necesita descansar.
—Habrá que responder a algunas preguntas —dijo el rey, paseando la mirada por las figuras de los clérigos cristianos y de los rostros abiertamente curiosos de sus propios cortesanos—. Hablaré con los miembros de la casa por la mañana. Esta noche es para reuniones agradables y, tal como ha sugerido mi padre adoptivo, para dormir.
Una voz cruzó el patio, frágil como el cristal.
—¿Acaso nadie lo vio? La pequeña cayó, yo intentaba evitarlo, pero perdió el equilibrio. Entonces, a medio camino de la pared, se convirtió en pájaro. Y por si eso no fuera suficiente, la reina… Subió por la colina en forma de animal, caminando junto al druida del rey y al cabo de un instante allí estaba, con su rostro blanco y sus ojos grandes y extraños, la reina Tuala con su vestido azul allí de pie como si no hubiera hecho magia para transformar a la niña, y para transformarse a sí misma… Vuestra reina es un poco rara. No está bien. No está nada bien, al igual que todo lo demás aquí en la Colina Blanca.
Se vio que Keother intentaba parar el torrente de palabras de su prima, sin conseguirlo. Eile notó que Faolan se disponía a intervenir. Antes cruzó la mirada con Bridei, pero el rey meneó levemente la cabeza. «No, deja que lo suelte todo».
—Escotos en posiciones de confianza, una reina que, como todo el mundo puede ver, no es del todo humana, niños reales que parecen… que parecen otra cosa, algo que no está bien, un rey a quien ni siquiera le importa lo que la gente piense de ello… Sencillamente no es normal. Pero nadie se molesta en solucionarlo. Todo el mundo tiene miedo de decir lo que piensa. Bueno, pues yo no tengo miedo. Si veo algo que está mal, hago algo para solucionarlo. No se coloca a la gente en puestos elevados si no se lo merecen. La reina Tuala es de los Seres Buenos. Todo el mundo lo sabe y, sin embargo, todos hacen la vista gorda…
—¡Cállate! —No quedó claro si Broichan se limitó a pronunciar la palabra o si la acompañó con algún encantamiento druídico. Fuera como fuese, el caso es que la bonita boca de Breda se cerró de golpe como si el druida le hubiera propinado un rápido gancho en la mandíbula—. ¡Oíd esto, todos vosotros, y prestad atención! La reina de Fortriu es mi hija, nacida de una unión autorizada por la mismísima Brillante.
Hubo un grito ahogado de asombro general por todo el patio. Eile tuvo la sensación de que nadie, salvo el druida y el rey, lo sabía. Cuando Broichan avanzó, la propia Tuala apareció proveniente de las dependencias reales con Anfreda en brazos y Fola caminando tras ella con sus vestiduras grises. Al ver a Broichan, el rostro de la mujer sabia quedó transformado por una amplia sonrisa.
—La mayoría de vosotros me conocéis —siguió diciendo el druida—. Sabéis que poseo un poder otorgado por los propios dioses. Conocéis mi autoridad, que debo al rey. Los actos de transformación que habéis visto esta noche han salvado la vida de una niña. Oigo la lengua venenosa que intenta encontrar algún mal en ello. Aquellos de vosotros que tengáis un criterio más sensato lo veréis como lo que es: una maravilla. Preguntad a los guardias del muro qué es lo que han presenciado; preguntad a los que estaban de servicio encima de la puerta. ¿Cuál de ellos os dirá que la reina de Fortriu no debería haber utilizado el poder divino que posee para permitir que este ser inocente volara hacia las manos que lo esperaban sin ningún percance?
»Yo os pregunto, ¿cuestionaríais mi propio derecho a realizar algo semejante? Me parece que no. Entonces no pretendáis criticar el acto de misericordia de la reina, pues os diré, de una vez por todas, que cualquier hombre o mujer que intente hacer daño a mi hija de palabra u obra responderá ante mí. Que ninguna mano maliciosa ni ninguna lengua viperina se extienda hacia el rey o sus descendientes, que a través de Tuala son mi familia, mientras yo viva y respire en este mundo, pues si alguien quiere hacerles daño, los dioses de Fortriu caerán indudablemente sobre esa persona.
Hubo un mutismo absoluto. Nadie movió ni un solo músculo. Entonces Suibne empezó a traducirlo al escoto entre dientes y Colm lo detuvo.
—No me hacen falta palabras para entender esto —dijo—. Vamos, este no es nuestro sitio —se llevó a sus hermanos. El silencio reinó en el lugar, como si la gente necesitara tiempo para asimilar la inmensidad de lo ocurrido. Entonces se alzó una vocecilla:
—¿Falan? Lamento se me cayó.
—Iré a buscarla —repuso él, que se levantó con cierta dificultad—. Lo hizo a propósito, Ardilla, ¿te das cuenta?, para que así tuviéramos una nueva estrofa que añadir a la canción. Eile, quizá tendrías que llevar dentro a Saraid. No me esperéis —se alejó cojeando hacia la puerta.
Bridei levantó la voz:
—Por la mañana nos reuniremos y consideraremos todo esto. Una noche de maravillas y horrores, demasiado para asimilarlo rápidamente. Los dioses han sido benévolos. Les doy las gracias con todo mi corazón.
Tuala se había acercado a su lado, con sus ojos grandes claros y fijos bajo la luz irregular de las antorchas. Por encima de las murallas apareció la luna, enmarcada por unas nubes tenues. Sólo era una tajada, nueva y frágil, un presagio de esperanza.
—Ahora nos retiraremos —anunció Bridei—. Seguid el buen consejo de Broichan y pensad bien en todo esto antes de convertirlo en un tema de charlatanería. Preguntaos si preferiríais ver caer y morir a una niña pequeña antes que aceptar las diferencias en esta comunidad. Esta noche los dioses han salvado la vida a dos valiosos niños. Sean cuales sean las causas de su pérdida y recuperación, debemos dar gracias a la Brillante, al Guardián de las Llamas y, cómo no, a la Diosa Madre, guardiana de la puerta final, por habérnoslos devuelto a ambos, a Derelei y a Saraid. Buenas noches, amigos míos.
Breda ya no estaba, se la habían llevado, flanqueada por su primo y Dorica. Mientras caminaba hacia el jardín entre Tuala y el muy alarmante Broichan, Eile dijo:
—Gracias, mi señora. No sé cómo lo hiciste, pero le salvaste la vida a Saraid. Nunca podré corresponderte. Dejé que Derelei saliera de la fortaleza. Traicioné tu confianza…
—¡Chsss! —le dijo Tuala—. Mañana podrás contárnoslo todo. Estoy segura de que no es culpa tuya. Derelei tenía una misión que cumplir, sólo estaba aguardando el momento oportuno. Al final se hubiera escapado igualmente, fuera quien fuera la persona que lo tuviera a su cargo. Y todo ha salido bien, encontró a su abuelo y lo trajo a casa.
—Creí que habías adoptado otra forma, que no regresarías abiertamente. —Eile vacilaba, no estaba segura de si debía hablar de esto, pero tenía muchas preguntas. Saraid caminaba a paso constante, pero su anterior excitación había desaparecido y se aferraba con fuerza.
—No era mi intención hacerlo. Fue necesario en cuanto vi caer a Saraid desde el muro. Para transformarla a ella tenía que tener mi propia forma. En cuanto estuvo a salvo, ya fue demasiado tarde para cambiar. Me hubieran visto. Además, no hubiera sido seguro.
—¿Por qué no? —preguntó Bridei, que iba al otro lado del druida.
—Los gatos y los pájaros no se llevan bien —contestó Tuala.
Eile y Faolan no podían soportar perder de vista a Saraid. La metieron en el centro de la cama grande y se tumbaron uno a cada lado de ella. Él cantó la canción de Lamento y ella le contó el cuento de la casa en la colina. Le recordaron a Saraid lo valiente que había sido y la suerte que había tenido de haber volado como un pájaro, y que Derry estaría allí para jugar con ella por la mañana. Después le dieron un beso de buenas noches y la pequeña se quedó dormida.
—¿Faolan? —dijo Eile.
—¿Sí?
—Esta noche puedes dormir debajo de las mantas. No quiero que cojas frío.
—No debes sentirte obligada…
—No lo hago. Te lo ofrezco porque quiero.
—Gracias —dijo él.
—¿Por compartir mis mantas?
—Por las mantas y por dejarme ser un hombre con responsabilidades familiares. Por todo, Eile.
—Gracias a ti también. Esta noche fuiste muy valiente. Contaste tu historia y luego corriste hasta allí arriba para salvar a Saraid, aunque la pierna te dolía mucho… Ojalá Breda ya no estuviera en la Colina Blanca. Me parece increíble que hiciera unas cosas tan horribles. ¿Quién querría hacerle daño a un niño?
—¡Chss! Ahora no pienses en ello. Recuerda lo que me dijiste: Bridei se encargará de que se haga justicia. Supongo que Breda no tendrá que afrontar ninguna acusación aquí en Fortriu. Eso dañaría demasiado la relación de Bridei con el primo de Breda. Creo que Bridei tendrá una severa charla con ella y luego Keother la mandará rápida y discretamente de vuelta a las Islas Luminosas. Es un final ignominioso a sus esfuerzos por fortalecer su alianza con Fortriu.
Se hizo un breve silencio. Luego Eile comentó:
—¿Sabes? Esto hace que comprenda por qué la gente de la Colina Blanca, Garth y Elda, por ejemplo, están dispuestos a vivir todos juntos dentro de estos muros y renunciar al privilegio de tener su propia casita, su propia parcela de tierra. Supongo que esto les permite mantener a salvo a sus hijos.
—Pero supongo que tú no querrías hacer eso, ¿verdad? —se aventuró a decir Faolan—. ¿Reducir la casa de la colina a una cosa que sólo existe en los cuentos y en los sueños? ¿El gato, las gallinas, el cachorro?
—¿Cachorro? ¿Qué cachorro? —Eile se acodó en la cama para mirarlo por encima de la durmiente forma de Saraid.
—Me preguntaba —dijo él— si podría haber un perro, siempre y cuando el gato lo tolerara. Cuando era niño, en el Paso del Violinista, siempre tuvimos perro.
Eile volvió a descansar la cabeza en la almohada. Cuando habló, él notó las lágrimas incipientes en su voz.
—Es demasiado difícil, ¿no? ¿Cómo puedes hacer tu trabajo si no vivimos en la corte? ¿Cómo podremos soportar tenerte lejos la mayor parte del tiempo?
—¡Chss! —dijo Faolan—. Los dos estamos demasiado cansados para solucionar esto ahora. Pero lo haremos. Si voy a ser padre, quiero hacerlo como es debido. Si voy a ser esposo, quiero ser el mejor que pueda haber. ¿Todavía tengo que esperar a que ocurra cierto acontecimiento para pedírtelo?
Eile respondió con un hilo de voz:
—No, Faolan. No es necesario que me lo pidas. Ahora ya no me imagino otro final de la historia. ¿Acaso no la definió el rey como una conmovedora historia de amor? Sabes que mi respuesta tiene que ser sí, para mí y para Saraid. La casa de la colina no importa. Podemos prescindir de ella siempre y cuando te tengamos a ti.
—Con lo menuda que eres, mo cridhe, tienes el poder de hacer llorar a un hombre adulto con tan sólo chasquear los dedos —susurró Faolan.
—Ahora duerme —dijo Eile—. Descansa la rodilla. En cuanto al acontecimiento que has mencionado, supongo que ocurrirá pronto. Pero esta noche no. Me siento como si me hubieran aporreado, machacado y sacudido, como una prenda lavada en un riachuelo de la montaña. No hay ninguna parte de mí que no esté cansada. ¿Nos cogemos de la mano para dormir?
Faolan se despertó temprano, mucho antes del alba. No abrió los ojos, pues hacerlo supondría perder el sueño, el más hermoso de los sueños en el que sentía el susurro de su larga cabellera rozando su piel, el calor de su cuerpo junto a él y el suave y tentador movimiento de sus manos mientras exploraban su cuerpo, acariciándolo aquí, rozándolo allá, hasta que sintió que el latido del deseo recorría todo su ser. La atmósfera de la habitación era cálida, ella estaba sentada a su lado en la cama, su esbelta figura cubierta solamente por un fino camisón de batista. Sin abrir los ojos aún, Faolan alargó la mano y rozó uno de sus pechos, pequeño, firme, perfectamente redondeado, cuya punta se endureció bajo sus dedos.
—Puedes abrir los ojos —murmuró ella.
Lo hizo, y era real. Eile había vuelto a encender el fuego, había colocado la jarra y las copas. A través de la puerta abierta Faolan vio que Saraid dormía en la otra habitación, bajo la manta verde, donde la vela de la mesilla la rodeaba de sombras parpadeantes.
—La cambié de cama —susurró la joven—. Estaba tan cansada que ni siquiera se despertó —entonces se tumbó a su lado, apoyó la cabeza en su hombro, con su cabello rojo y suave contra sus labios mientras su mano seguía ejerciendo su magia irresistible, haciendo que su respiración se acelerara, aprestando su virilidad, que quedó repentina y urgentemente dispuesta.
«Despacio —se ordenó Faolan—. Despacio, con cuidado. No lo estropees».
—Di que no —le susurró— si hay algo… cualquier cosa… —y empezó a tocarla con los dedos, con los labios y la lengua, recordando mientras tanto lo mucho que significaba para él y, aunque el deseo lo hacía difícil, el amor lo facilitaba. Eile lo ayudó. Faolan no se esperaba que ella hiciera su parte, acariciando su cuerpo como si se tratara de todo un mundo nuevo para explorar. No se esperaba que le desabrochara la camisa y los pantalones, que le ayudara a quitárselos para poder yacer corazón contra corazón. Le rodeó las nalgas con las manos, apretándola contra sí; ella no se tensó ni se apartó, sino que se relajó contra él y notó que su respiración también se aceleraba. Faolan la besó, utilizando la lengua, saboreándola, y con las manos deslizaba su cuerpo contra el suyo, a un lado, a otro. Quizá no fue muy buena idea, pues la deseaba con tanta intensidad que le suponía un daño físico.
Eile todavía llevaba puesto el camisón. Su delicada tela estaba entre los dos, como una última y endeble barrera.
—¿Quieres quitarte esto? —le preguntó con los labios contra el hombro de la muchacha.
Eile se sonrojó.
—Sé que te parecerá una bobada, pero me da vergüenza —le dijo—. Como si lo estuviera haciendo por primera vez. Como en una noche de bodas.
—Es una noche de bodas, mo cridhe —repuso Faolan—. Nuestra primera vez, la tuya y la mía. Sólo espero estar a la altura de tus expectativas. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que…
Eile lo besó, haciéndole saber sin palabras que no dudaba en absoluto que cumpliría con su misión perfectamente. Se incorporó un momento, agarró los bordes del camisón, se lo quitó por la cabeza y lo dejó a un lado. Él la observó, fascinado por la perfecta menudez de su cuerpo, su piel pálida como la azucena, las curvas suaves, el pulcro triángulo entre las piernas, del mismo rojo tentador que el largo cabello que le caía por los hombros y sobre sus pechos de punta rosada.
—Eres la cosa más hermosa que he visto en mi vida —le susurró Faolan—. Y te lo dice un hombre que ha viajado mucho. Esperaré. Dime cuándo. O, si quieres, podemos simplemente… —¿Simplemente qué? ¿Quedarse allí tendidos, juntos, mientras se volvía loco de deseo? ¡Dioses, cuánto la deseaba!
—Ahora —le dijo Eile, que se movió para tumbarse encima de él, con las piernas separadas y las manos en sus hombros—. Hazlo ahora.
—¿Estás segura? —Faolan no podía respirar. Sentía lo abierta, húmeda y dispuesta que estaba ella. «Que sea real. Que no sea el sueño».
—Por supuesto que estoy segura —le acarició la mejilla, un gesto de ternura y confianza, y entonces se movieron juntos, y si fue él quien penetró en ella o ella quien lo recibió, sus cuerpos no tardaron en acoplarse con fuerza, jadearon y se movieron en un baile de pasión y maravilla, y Faolan supo que iba a salir bien. Al fin y al cabo, era el sueño bueno el verdadero y no el otro. Intentó no acometer con demasiada fuerza, no quería dejarse ir demasiado pronto; se contuvo y utilizó las manos para ayudarla, murmurándole palabras tranquilizadoras, escuchando su respiración, esperando que le hiciera saber si, de pronto, tenía miedo. Faolan estaba a punto, sabía que si debía esperar mucho más la batalla estaría perdida, pues hacía mucho tiempo que la deseaba y hasta un hombre de férrea disciplina tenía un límite. Entonces Eile tensó el cuerpo y dejó escapar un leve sonido, un sonido asombrado de placer, tras el cual soltó un suspiro y, al cabo de un instante, él perdió totalmente el control y notó que su semilla se derramaba en el interior de la muchacha cuando el momento del clímax le privó de todo pensamiento.
Se quedó sin fuerzas, sin palabras. Ella se acurrucó contra él con la cabeza apoyada en su hombro y el cabello como un suave manto sobre su pecho. Faolan notó que la respiración de Eile se iba normalizando lentamente. Al cabo de unos momentos ella tiró de las mantas para cubrirlos a ambos. Entonces oyó su voz, un murmullo vacilante.
—¿Ha estado bien?
—¿Y tú me lo preguntas? Ha sido maravilloso. No tengo palabras para describirlo. No sé si atreverme a hacerte la misma pregunta.
Ella guardó silencio, un silencio que se prolongó lo suficiente para que Faolan empezara a preocuparse por si habría malinterpretado las señales y los sonidos. Entonces dijo:
—Fue… fue completamente distinto. Nada parecido a… había muchas cosas que no sabía. No puedo creer…
—Dame una respuesta sencilla, querida. Ahora mismo mi mente no es capaz de mucho.
—Faolan, ha sido… encantador. Tú has sido encantador. Me pregunto por qué tenía tanto miedo. Sólo que… creo que hacía falta todo este tiempo, tú y yo, el viaje, las cosas que compartimos, buenas y malas… Sin todo ello, esto no habría sido lo que ha sido. Contigo no he tenido ningún miedo. Eso es lo que hace el amor.
Él la estrechó contra sí.
—Nunca antes habías hablado de amor.
—No es necesario que lo haga, ¿verdad? Deberías saber lo mucho que te amo, Faolan. Más que a la luna y las estrellas; más que a las flores, a los árboles y a todas las cosas hermosas de la tierra. Tienes que haberte dado cuenta.
—De todas formas, a uno le gusta oírlo.
—Entonces no dejaré de decírtelo. Te lo diré cuando seas un anciano arrugado y Saraid una mujer adulta con sus propios hijos. ¿Faolan?
—¿Sí?
—No sé tú, pero yo me muero de hambre.
—No te comiste la cena. ¿Quieres que vaya a ver si hay alguien levantado? ¿Que traiga algo de comer?
—Todavía no —repuso Eile—. No creo que pueda soportar dejarte ir. ¿Quieres traerme un vaso de agua? Luego vuelve a la cama para que pueda abrazarte mientras esperamos a que amanezca. Cuando Saraid se despierte, iremos todos a desayunar.
Bridei convocó su audiencia formal con Colmcille para tres días después del regreso de Broichan. Ahora que su druida estaba en casa y que había recuperado a su esposa e hijo, no parecía haber ningún motivo para retrasarlo más. Además, tenía que pensar en Keother. Cuando el rey de las Islas Luminosas, citado a una reunión privada para discutir las horribles fechorías de su prima, confesó que hacía tiempo que sabía que la chica era un tanto inestable, Bridei se vio embargado por una furia superior a la que se habría creído capaz de sentir. Haber puesto en peligro a niños pequeños y mujeres jóvenes, haber traído a Fortriu una fuerza de semejante maldad amoral, era un acto impensable por parte de un líder responsable. Bridei era rey; controló su ira. No obstante, le hizo saber su opinión a Keother.
Poco pudo decir el rey de las Islas Luminosas en su defensa, y nada en defensa de Breda. Se disculpó con gravedad. No ofreció ninguna excusa. Mencionó que había previsto, al salir de casa con su prima y su séquito, que Bridei requeriría un rehén para ocupar el lugar de Ana, ahora casada.
—Tal vez lo haga —le dijo Bridei—. Pero te aseguro que en ningún caso ese rehén será Breda. Cuento cada momento que falta para que tu prima se marche de la Colina Blanca. Será mejor que actúes con rapidez en ese sentido. No puedo garantizar su seguridad después de lo ocurrido. —Garth había hablado con él anteriormente y le había advertido que, aunque Eile hacía lo posible para calmar a Faolan, su opinión era que, si este se encontraba por casualidad cara a cara con Breda, podría resultar incapaz de contenerse. Tanto Garth como Dovran habían visto cómo las manos de Faolan se acercaban al cuello de Breda junto al parapeto al intuir que la joven había empujado a su pequeña a la muerte. La expresión de su cara hubiera hecho orinarse encima al más fuerte de los hombres.
—Lo comprendo —dijo Keother—, y tomaré las medidas necesarias para sacar a mi prima de la Colina Blanca casi de inmediato. Tenía muchas ganas de participar en tu audiencia con Colmcille. Está claro que la discusión incluirá asuntos estratégicos relacionados con mi propio reino. Haber viajado hasta tan lejos y perder la oportunidad…
Bridei se abstuvo de darle la respuesta fácil: «Tendrías que haberlo pensado antes de dejar entrar a tu prima en mi corte y que su locura dañara a mi familia y a mis amigos». El hecho era que sería útil que Keother estuviera presente en la audiencia. Por otro lado, tres días más con Breda en la Colina Blanca eran demasiados, aun cuando estuviera vigilada por tantos guardias como se necesitarían para ocuparse del más difícil de los prisioneros.
—He pensado —dijo Keother— despachar dos embarcaciones mañana, con mi prima y un número de guardias y sirvientes adecuado. He pedido a mis consejeros que lo organicen. El resto de mi grupo, yo incluido, podríamos seguirlos después de tu audiencia con los cristianos. Si estás de acuerdo. Bridei, es un final lamentable para lo que tenía que ser una misión que tendiera un puente de unión entre nosotros.
—En realidad —repuso con calma el rey de Fortriu—, no me vendría mal tu presencia en la audiencia con Colm. Entiendo que los actos de Breda son suyos, no tuyos. Sin embargo, tú la trajiste aquí y eres en parte responsable. No tengo muchas ganas de volver a hablar con ella después de lo que le ocurrió a mi hijo, pero creo que es necesario que lo haga. Debo explicarle la importancia de los estragos que ha causado.
—¿Con el consejo en pleno? —la voz de Keother sonó tensa.
—No es mi deseo hacer que este asunto sea más público de lo imprescindible. Haremos que alguien tome nota de lo que se diga. Necesito que tú estés presente, y también Dorica, y un par de guardias, ninguno de los cuales será Faolan. Quizá uno de tus consejeros más veteranos y uno de los míos. Podemos hacerlo esta noche antes de cenar. No sé si Breda será capaz de entender lo que tengo que decirle, pero debo hacerlo. En cuanto a lo que ocurra cuando lleguéis a casa, no me corresponde a mí decidirlo. Tu prima nunca volverá a ser bienvenida en Fortriu. Despacharé mensajes a su hermana y a Drustan del Valle de la Ensoñación para hacerles saber lo ocurrido. Me imagino que Breda no será aceptada como invitada en esa casa.
—Sí, mi señor rey. —Keother estaba pálido y demacrado. Parecía haber envejecido diez años en el transcurso de unos pocos días—. Si me disculpas, iré a ocuparme de los preparativos para su marcha. Esto me produce una gran vergüenza, Bridei. Creía que mi prima era tan sólo un poco alocada, un poco díscola. Pensé que una estancia en la corte de Fortriu la calmaría. Este error de juicio me perseguirá durante mucho tiempo.
Bridei asintió con la cabeza.
—Como rey y pariente suyo, sigues siendo responsable de Breda, una carga que bien podría ser que tuvieras que soportar durante el resto de tu vida. Necesitarás paciencia. Necesitarás un criterio más allá del meramente humano. Te deseo suerte.
Se habían dispuesto unas lámparas en la pequeña sala del consejo y sobre la mesa había una jarra de aguamiel y varias copas de fino cristal. La habitación era cálida y acogedora, no parecía en absoluto un lugar de juicio. La propia Breda, cuando llegó acompañada de Dorica, parecía haberse vestido para una cena de gala, no para rendir cuentas. Iba peinada con unas elaboradas trenzas apiladas en lo alto de la cabeza, con unos ingeniosos mechones que se escapaban en torno a la frente, y ataviada con un vestido de un color crema muy pálido con ribetes bordados. Sus mejillas tenían el color subido y sus ojos azules retaban a cualquiera a desafiarla.
Keother y Bridei ya estaban sentados a la mesa, con Tharan y Dernat, uno de los consejeros de Keother. El guardia personal de Tharan, Imbeg, se hallaba de pie detrás de los dos reyes. Garth entró con las mujeres y se quedó junto a la puerta. Al otro extremo de la mesa estaba el anciano erudito Wid, con pergamino y tinta frente a él y una expresión de estudiada neutralidad en el rostro. Había que anotar lo que se dijera en la reunión, en vista de la delicada naturaleza del asunto que los ocupaba.
En cuanto todo el mundo hubo tomado asiento, Breda enfrente de los hombres con Dorica a su lado, Bridei pronunció el discurso que había preparado, enumerando por orden las fechorías de Breda. Fue una relación de los hechos, simple y llana. Había pedido consejo a Broichan al prepararla, así como a Tharan y Aniel, pues quería estar seguro de que su amor y temor por su familia no fueran manifiestos en absoluto, pues como rey y arbitro debía ser absolutamente justo e imparcial, sin que el peso de las emociones inclinara la balanza de sus juicios. La lista hablaba por sí sola: el aguijoneo de la yegua que había causado la muerte de Cella y la grave herida de Bedo; la coacción de las doncellas de Breda so pena de más palizas; las crueldades que les había infligido, día a día, noche tras noche, aterrorizándolas para que la obedecieran ciegamente. La herida de Eile y su abandono en el pozo. Las mentiras que habían conducido a que los dos niños quedaran solos y desamparados al otro lado de los muros. El flagrante intento de asesinar a Saraid, que apenas contaba tres años.
Breda permaneció impasible, escuchándolo. O tal vez no lo escuchara. Al terminar, Bridei le preguntó si comprendía la gravedad de sus actos y la chica se limitó a hacer como si no lo viera. Jugueteaba con una copa vacía, haciéndola girar sobre el tablero de la mesa con actitud ausente.
—Breda —dijo Keother con acritud—, esta reunión no se ha convocado para pasar el rato. Ya te lo expliqué, ¿acaso no entendiste nada? Es importante que reconozcas haber obrado mal y que expreses tu gratitud al rey Bridei. Como ya te dije, sólo es gracias a su generosidad que se te permite volver a casa en lugar de enfrentarte a una acusación formal aquí en Fortriu. No tiene ninguna obligación de actuar con semejante discreción.
Breda volvió la mirada hacia su primo. Su falta de expresión era asombrosa y, al mirarla, Bridei sintió un cosquilleo de desasosiego en la nuca.
—Si alguien ha obrado mal, no he sido yo —afirmó la joven resueltamente—. Este lugar es ridículo. Vine aquí esperando una corte de verdad, donde las cosas se hicieran como es debido, pero la Colina Blanca está llena de bichos raros y de escotos. Lo único que hice fue intentar que fuera tal y como debería ser, poner las cosas en su sitio. Ya lo he explicado. No tengo que disculparme por nada, y si tuvieras un poco de sentido común, te darías cuenta, Keother. En cuanto a la gratitud, bueno, supongo que puedo decir que le agradezco al rey Bridei que me mande a casa. De hecho, no veo el momento de marcharme de aquí. Lo que pasa —se volvió hacia el rey de Fortriu con otra expresión, abriendo más los ojos y sonriendo con dulzura— es que voy a necesitar a mis sirvientas para el viaje, al menos a algunas. Cria no, me ha ofendido de verdad, pero sí una o dos de las otras. Keother dice que no pueden venir conmigo. ¿Querrás hablar con él, mi señor? Estoy segura de que entiendes que una chica no puede pasar sin sus sirvientas, y menos cuando tiene que soportar un largo viaje y mantener un aspecto medio presentable.
A Bridei no se le ocurrió nada que decir.
—Ya tienes a una mujer que te atienda, lady Breda. —Fue Dorica la que habló, con la desaprobación escrita en su severo semblante—. Ya se te ha explicado.
La muchacha echó la cabeza hacia atrás.
—Una vieja arrugada, sí, ya lo oí. No es suficiente. Quiero a Amna o a Nerela.
—Tus doncellas no desean seguir sirviéndote —dijo Keother—. Todas te tienen miedo. Tú sabrás por qué. Volverán a casa con mi grupo más adelante. Esta reunión no tiene por objeto discutir los preparativos de tu viaje, Breda. Quiero oírte decir unas palabras de contrición o, al menos, cierto reconocimiento de la gravedad de lo que has hecho. Si no puedes comprender lo importante que es, temo por tu futuro.
La mirada de Breda se dirigió rápidamente a Wid.
—¿Qué está haciendo el anciano? —quiso saber—. ¿Qué son todas estas anotaciones? —sus dedos se tensaron en torno a la copa; un dejo de inquietud había penetrado en su voz.
—Wid deja constancia de lo que se discute aquí —respondió Bridei. Empezaba a anhelar que todo aquello terminara y que la chica se marchara de su reino para siempre—. Es importante. Sé que Keother te ha dicho que si no fueras de sangre real y de más allá de las fronteras de Fortriu te enfrentarías a un grave castigo por lo que has hecho aquí. El registro es una salvaguarda contra el futuro.
—Podrían ser todo mentiras. ¿Cómo sé lo que está escribiendo?
—Si así lo deseas, el escribano de Keother te puede leer el informe cuando esté terminado.
—No importa. Mañana me marcho. En casa podré conseguir nuevas doncellas. El viaje será tedioso, sin duda, pero puedo aguantarlo. Cuando llegue a las Islas Luminosas, tengo intención de olvidarme por completo de todo esto. Gracias a los dioses que no terminé como mi hermana, condenada a permanecer en Fortriu casi eternamente. Eso sí que me resultaría insoportable. Peor que una sentencia de muerte. Me muero de ganas de ver a mi caballo favorito, a mi músico de la corte y… —Breda había percibido algo en la mirada de su primo—. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Bridei —dijo Keother en voz baja—, no creo que vayamos a llegar a ninguna parte con esto. Ya te lo expliqué, Breda. Cuando lleguemos a casa, las cosas no van a ser iguales para ti. Después de lo que ha ocurrido aquí no puedes volver a tu antigua vida como si nada. Debes cumplir un castigo por lo que has hecho.
La voz de la chica se redujo a un susurro.
—Creí que bromeabas —dijo—. Pensé que lo decías sólo para asustarme, porque estabas enojado.
—Lo dije muy en serio, prima. Ahora volveré a exponerlo para que el rey y sus consejeros lo oigan. Tu comportamiento te convierte en un peligro para los demás. No puedo permitir que sigas actuando así. Es imposible que se te pueda permitir andar libremente entre la gente, al menos hasta que estemos seguros de que comprendes el hecho de que has cometido varias ofensas abyectas, unos delitos que van en contra de toda decencia humana.
—¡Oh, sí, lo comprendo! —se apresuró a replicar Breda—. Lo comprendo. Por supuesto que sí. No volveré a hacerlo. Lo prometo —volvió la cabeza rápidamente para mirarlos a todos con los ojos muy abiertos y la mirada inocente.
Lo que Bridei sintió entonces con más intensidad fue lástima por Keother, lástima y respeto, pues el rey de las Islas Luminosas se puso de pie y se dirigió a su joven prima en un tono a la vez cansado y autoritario.
—Una lección tan monumental no se aprende enseguida —dijo Keother—. Volverás a casa bajo vigilancia y, cuando llegues allí, se dispondrán las cosas para conducirte a un lugar aislado donde no puedas hacer más daño. No será una prisión, pues en la isla no disponemos de un complejo de ese tipo. Tengo intención de pedirle a tu tía que vuelva a hacerse responsable de ti, puesto que te hizo de madre hasta que viniste a mi corte. Habrá más vigilantes. No habrá caballos, ni músicos, ni ropas elegantes, ni alhajas. No tendrás doncellas. Este es el futuro que te has ganado, Breda. Debes estar agradecida por ello. Es una oportunidad para redimirte. Aquí hay personas a quienes les habría gustado verte muerta.
Por unos momentos la muchacha se quedó allí sentada mirándolo boquiabierta, con unos ojos como platos. Estaba claro que, hasta entonces, no había creído que esta posibilidad llegara a acontecer. Entonces susurró:
—Mi tía… eso no me lo dijiste… No, esto no, primo, por favor, ¡no puedes hacerme algo así! —por primera vez su voz tenía un dejo de sentimiento genuino que transmitía verdadero pánico.
—A mí me parece una disposición muy adecuada —comentó Dorica.
—No hay discusión posible —afirmó Keother—. Está decidido. Bridei, ¿deseas continuar o terminamos con esto ahora?
—Yo… —el rey de Fortriu no tuvo oportunidad de responder. Se oyó un ruido de algo que se rompía y al cabo de un momento Breda estaba de pie encima de Dorica, con el borde recortado de una copa rota contra la garganta de la mujer.
—No puedes hacerme esto —dijo la chica con la mirada clavada en su primo, cuyo rostro había palidecido—. Prométeme que no tendré que estar encerrada y no le cortaré el cuello. ¡Dilo, vamos, dilo!
Dorica permanecía muy quieta, con la respiración entrecortada. El cristal le había rasguñado la piel del cuello, de donde descendió un hilo de sangre que le manchó la lana blanquecina de la túnica. Tharan se había levantado y miraba horrorizado a su esposa. Imbeg empezó a rodear la mesa poco a poco.
—¡No te muevas! —le espetó Breda, y el guardia se detuvo—. Si alguien intenta quitarme esto, la mataré. ¿Acaso creéis que me importa esta mujer? No es nadie. ¡Dilo, Keother! ¡Date prisa y dilo! ¡No voy a ir con mi tía y no voy a estar encerrada, me volvería loca! ¡Dilo! —el cristal se hundió un poco más y Dorica profirió un quejido.
—En nombre de los dioses, Bridei —susurró Tharan—, haz algo.
El rey recurrió a una de las técnicas de Broichan para mantener la calma. Se cuidó mucho de no mirar a Garth, que avanzaba con suma lentitud desde su posición junto a la puerta, por detrás de la joven.
—Deja esa copa, Breda —dijo Bridei en voz baja—. Hacerle daño a Dorica no va a ayudarte. Vamos, déjala en la mesa…
Garth se abalanzó y se sirvió de todo su peso para empujar a Breda hacia un lado, mandando por los aires la jarra y las copas, que se estrellaron contra el suelo enlosado con estrépito. Por un instante pareció que nadie se movía. Imbeg saltó por encima de la mesa hacia Garth. Los demás se pusieron de pie de un salto y al hacerlo cayeron cristales de sus ropas. Dorica se levantó y retrocedió hacia una esquina, donde su esposo la rodeó con los brazos.
—¡No! —la voz de Breda se había convertido en un chillido—. ¡No me toques! ¡Te cortaré! ¡Lo digo en serio! —Garth había extendido los brazos con las manos abiertas y las palmas hacia adelante. Frente a él, Breda seguía aferrando la copa rota, moviéndola hacia el rostro del guardia con pequeñas y bruscas acometidas. Si quería agarrarla bien, debía arriesgarse a que ese borde recortado se le clavara en los ojos o le rajara el cuello. La única persona que en aquellos momentos se hallaba detrás de Breda era Wid.
Keother abrió la boca y volvió a cerrarla. Era imposible razonar con Breda.
—Retrocede, Garth —le ordenó Bridei con calma. Que esto no terminara con otra muerte sin sentido, con una mujer viuda, con unos niños huérfanos. Quizá, después de todo, habrían necesitado que Faolan se hallara presente—. Tharan, ve a pedir ayuda. —Imbeg se hallaba en mala posición para ayudar a Garth, lo único que podía hacer era quedarse allí y esperar una oportunidad.
—¡No! —gritó Breda—. ¡Que nadie se mueva! Nada de ayuda, ¿no dijiste que iba a ser una reunión privada? —arremetió con la copa hacia arriba y Garth retrocedió para ponerse fuera de su alcance—. ¡Dilo, Keother! ¿Por qué no lo dices? ¿Qué le pasa a todo el mundo?
Un río de tinta le cayó en la frente y se le metió en los ojos, cegándola. Wid era un hombre alto y se había movido en silencio. Breda gritó, alzó ambas manos y soltó el cristal. Garth avanzó con una zancada resuelta y agarró a la muchacha por los hombros en tanto que el anciano erudito se quitaba de en medio.
—¡No! ¡No! ¡No! —bramó la muchacha con voz desaforada—. No voy a ir, no puedo… —se retorció y se revolvió para intentar zafarse de Garth, que la tenía agarrada.
—Esto ha terminado, Breda —declaró Keother con voz temblorosa.
Los guardaespaldas de Bridei eran buenos en su trabajo. Rara vez cometían errores, ni siquiera en la más retadora de las situaciones. El error de Garth fue recordar que su cautiva era una joven y moderar el grado de fuerza que utilizó. Breda se zafó de un tirón y, al hacerlo, perdió el equilibrio en un suelo que los cristales rotos, el aguamiel y la tinta derramados hacían traicionero. Cayó con fuerza. Hubo un momento de silencio y entonces Bridei vio que Garth primero y Wid después, se arrodillaban al otro lado de la mesa. Imbeg exclamó:
—¡Oh, dioses! —y se oyó un sonido que hizo Breda, un sonido terrible y borboteante, y luego nada.
Bridei supo, aun antes de acercarse a mirar, que estaba muerta. Lo sintió en su interior, como una sombría inevitabilidad. Wid se había quitado la prenda de abrigo que llevaba sobre los hombros y la sostenía contra el cuello de Breda, presionando con fuerza. La lana de color gris ya estaba teñida de carmesí y rezumaba. En el suelo había un charco de sangre que se iba agrandando.
—La copa —dijo Imbeg con voz trémula—. Se ha caído sobre el cristal. No se puede detener la hemorragia de una herida como esa. Ya lo he visto antes.
Bridei se arrodilló junto a la chica; era evidente que ya no se podía hacer nada por ella. Los ojos azules ya se estaban empañando en un rostro manchado de tinta oscura. Imbeg tenía razón. Si el vaso sanguíneo del cuello se perforaba, hasta un hombre corpulento moría desangrado antes de que se pudiera pronunciar una plegaria por él.
—Que la Diosa Madre te acoja con dulzura —murmuró—. Que ella te guíe sin peligro en tu viaje. Que encuentres el perdón en el otro mundo. —Se levantó y agarró a Keother por el hombro—. Lo siento —le dijo. De momento era lo mejor que podía hacer.
El rey de las Islas Luminosas se acuclilló y tomó la mano inerte de su prima, en la que brillaban cuatro anillos de plata. La soltó al cabo de un momento y cerró los ojos sin vida de la joven.
—Podía haber mentido —dijo con rotundidad—. Podría haberla detenido. Lo único que tenía que hacer era decirle que podía tener lo que quería.
—Ya ha habido bastantes mentiras —repuso Bridei. Tharan había llamado a más gente, que acudían entonces a la habitación. Era imposible que aquello pudiera mantenerse en privado. Breda se había asegurado de ello. Se preguntó cómo la recibiría la diosa; qué viaje tendría que realizar entonces el espíritu de la joven para ganarse un nuevo lugar en el reino terrenal. Seguro que habría un tiempo de penitencia mucho más riguroso que cualquier castigo que le hubiera impuesto Keother. Bueno, había que hacer ciertas cosas tras lo ocurrido y debía hacerlas él; era el rey.
—Garth —dijo, ve a buscar a Faolan. Explícale lo ocurrido. No lo necesitamos aquí, quiero que escuche tu historia y que te dé su consejo. A partir de ahora estás fuera de servicio hasta que vuelva a necesitarte. Esto no ha sido más que un accidente. Tú has desempeñado tus funciones con tu habitual buen criterio.
—Sí, mi señor. —Garth estaba lívido. Bridei sabía que su guardaespaldas consideraría la situación como un fracaso personal. Con suerte, Faolan sería capaz de convencerlo de lo contrario y, si él no podía, quizá lo lograra Elda. Ahora había que ocuparse de Keother, y de las disposiciones que había que cambiar para llevar a cabo otro rito funerario. ¡Dioses, estaba agotado! Seguro que podía aprenderse algo de todo aquello pero, con la chica tendida en el suelo sobre su propia sangre y el rey de las Islas Luminosas temblando a su lado, pálido, a Bridei le resultó difícil averiguar cuál era esa enseñanza.
—Yo me ocuparé de esto —dijo una voz desde la puerta, profunda y autoritaria. Era Broichan, con Aniel a un paso por detrás—. Si me lo permites.
—Gracias. —Bridei sintió que lo invadía una sensación de alivio—. Wid te explicará cómo han sucedido los hechos. Dorica necesita un sanador y todos estamos horrorizados. Yo mismo acompañaré al rey Keother a sus dependencias, con la ayuda de Dernat, y regresaré cuando hayamos comunicado la noticia al grupo de las Islas Luminosas. Deberías hablar con Tharan y…
—Bridei —lo interrumpió Broichan—. Yo me ocuparé. Cuando hayas atendido a Keother, te sugiero que te retires a tus dependencias un rato.
Aniel ya estaba entrando en la habitación y daba instrucciones con voz queda a los sirvientes que lo habían acompañado. La gente se movió para cubrir a Breda con una manta, colocar una tabla para sacarla de allí y barrer los cristales rotos. Bridei tomó a Keother por el brazo izquierdo y Dernat por el derecho.
—Vamos pues —dijo el rey de Fortriu—. Aquí ya no nos necesitan. Veamos qué lección pueden extraer dos reyes de un hecho tan cruelmente arbitrario pues, como mi padre adoptivo me ha dicho tantas veces, de todo se aprende.
—Los dioses intervienen —comentó Keother— cuando los hombres son demasiado débiles para actuar.
La audiencia con Colm se retrasó para dar tiempo a celebrar el rito funerario. Tras consultar con Broichan y Fola, los restos de Breda se trasladaron a Banmerren para ser inhumados allí. Se consideró que la diosa podría ver con buenos ojos este gesto y, además, Bridei se encontró con que no podía soportar la idea de que yaciera en la Colina Blanca. Dado que ya no era necesario que el grupo de Keother viajara por separado, permanecerían en la Colina Blanca hasta que el rey de las Islas Luminosas estuviera listo para volver a casa. Quedaron muchas cosas sin decir, cosas que no podían expresarse con palabras, pero que pesaban en la mente de todos.
Tanto Bridei como Keother se desplazaron hasta Banmerren para el entierro de Breda. Fola ya no regresó a la corte. Le hacía falta un período de paz y tranquilidad, dijo la mujer sabia, para oír la voz de la Brillante con verdadera claridad. Además, echaba de menos a Ferada. Fola le expresó a Bridei, en privado, su preocupación por Broichan. Parecía un esqueleto andante, un hombre que había sido puesto a prueba hasta el límite de sus fuerzas. Fola dijo que él no reconocería debilidad alguna. En ese sentido, la estación que había pasado fuera no lo había cambiado en absoluto.
Bridei regresó a la Colina Blanca lo antes posible. El lugar volvía a la normalidad bajo las capaces manos de sus consejeros y de su esposa. Con todo lo que había ocurrido, Bridei y Tuala apenas habían tenido tiempo de hablar del viaje que ella había hecho al bosque, de su transformación, de cómo había encontrado a su hijo y de cómo ambos habían hallado a Broichan. Eran temas profundamente misteriosos, temas que no podían tratarse a la ligera, ni siquiera entre unos esposos que compartían un vínculo de absoluta confianza. Bridei estaba orgulloso de ella. Temía por ella. El futuro albergaba muchas cosas que eran desconocidas y aquello añadía otra capa de incertidumbre.
Al día siguiente de su regreso salió de una reunión con sus consejeros y fue a buscar a Tuala al jardín. Era un día soleado. La canasta de Anfreda se hallaba bajo la moteada sombra de un ciruelo y la reina de Fortriu estaba sentada junto a ella, observando cómo Broichan y Derelei hacían flotar barcos hechos de hojas en el estanque. No era evidente ningún ejercicio de magia en lo que hacían. Podría tratarse de un abuelo y un nieto cualesquiera que pasaban una magnífica tarde de verano jugando juntos.
Bridei tomó asiento junto a su esposa. Observó a su padre adoptivo con mirada desapasionada, con la mirada del rey, no la del hombre.
—Fola tiene razón —dijo—. Tiene un aspecto demasiado frágil, incluso para jugar con Derelei, por no hablar de hacer frente a un hombre como Colm. Puede que ese tipo sea un sacerdote cristiano, pero es un Uí Néill de los pies a la cabeza, combativo, poderoso e inflexible. Da la impresión de que ha sido puesto a prueba hasta el límite de sus fuerzas.
—Creo que así es —el tono de voz de Tuala era tranquilo como sus ojos, esos ojos claros y extraños que Bridei había amado tanto desde el momento en que ella los abrió para mirarlo, cuando era un bebé del tamaño de Anfreda y él un niño solitario de seis años. En aquella época Broichan era una fuerza importante; un mero cristiano no hubiera podido enfrentarse a su autoridad.
—¿Se ha confiado a ti?
—Un poco. Le sugerí que tal vez podría ir a pasar una temporada a casa, a Pitnochie, para recuperar las fuerzas. No quiere ni oír hablar de ello. En tu ausencia se ha ocupado de sus asuntos con la misma competencia de los viejos tiempos. Dice que se siente joven, vivo, lleno de energía para cumplir con la voluntad de la diosa. Se horroriza al ver su imagen reflejada, lo veo en sus ojos. Pero también veo un corazón de hierro. La Brillante lo ha sometido a una dura prueba. Lo ha obligado a afrontar sus debilidades y a dejarlas de lado. Le ha restregado la mente para limpiarla de todo lo que lo refrenaba. La diosa tiene un propósito concreto para él, estoy segura. Quizá se trate de enfrentarse a Colmcille. Quizá sea continuar velando por Derelei e instruirlo. Quizá ambas cosas. No te dije… —de repente Tuala se estremeció.
—¿Qué? —Bridei estaba alarmado. La mirada de su esposa se había vuelto distante y su serenidad se desvanecía.
—En los bosques, cuando encontré a Derelei, había… había gente con él, acompañándolo en su viaje. Eran los mismos que solían aparecérseme cuando era niña, pero de otra guisa. Creo que eligieron una forma que no asustara a Derelei y él parecía aceptar su presencia como algo normal. La Brillante nos está haciendo avanzar, Bridei; sigue moldeando nuestro destino. Incluso el de Derelei, pequeño como es. Se sirve de los Seres Buenos como mensajeros, como ayudantes. Sin embargo, creo que a veces ellos deciden hacer las cosas a su modo. Les gusta hacer travesuras. Broichan protegerá a nuestro hijo contra eso.
El druida estaba arrodillado junto al estanque, con un brazo remangado y la mano en el agua. Derelei, tendido boca abajo, lo imitaba. En torno a sus dedos sumergidos nadaba un grupo de pececillos.
—No puede hacerlo si fuerza su cansado cuerpo más allá de los límites de la resistencia humana —repuso Bridei.
—Ahora está en casa —dijo Tuala—. El amor lo curará.
—¡Mi señor! —la voz de Aniel provenía del otro extremo del jardín privado—. Tienes una visita inesperada. Alguien a quien querrás ver.
El rey de Fortriu masculló una maldición.
—¿Tan urgente es? —le preguntó a su consejero. Se levantó al tiempo que hablaba, consciente de que Aniel no lo molestaría si no lo fuera.
—Es Carnach —le informó su consejero en voz baja—. Acaba de llegar a caballo con una pequeña escolta de cuatro hombres. Lo he llevado a la sala de consejo cercana al gran salón.
—¡Que el Guardián de las Llamas nos guarde! —exclamó Bridei—. Todo a la vez. Los dioses nos ponen a prueba a todos. Lo siento, querida, debo irme. Aniel, ¿querrás ir a buscar a Faolan por mí? Quiero que esté presente para la ocasión.
Te debo una disculpa, mi señor. —Carnach iba ataviado con su ropa de montar y había dejado su capa azul en el banco a su lado. Les habían traído cerveza y pasteles, pero el jefe de clan del Recodo del Espino tenía demasiadas noticias que transmitir como para poder comer y beber de momento—. Sabía lo que debías de estar pensando. Con el transcurso de la primavera y el verano, tus sospechas de que me había vuelto contra ti sólo debieron de ir acrecentándose. Aquel día estaba enojado, no oculté mi furia ante tu decisión de no presentarte como candidato al reino de Circinn. He visto a Talorgen. Dejé al resto de mis hombres en Caer Pridne y seguí cabalgando para informarte. Talorgen me contó que casi fui reemplazado como jefe de guerra, que cediste lo suficiente como para nombrarlo a él sólo de manera temporal.
—Talorgen no quiso que fuera de otro modo —dijo Bridei—. Y si quieres recuperar tu puesto, bien podría ser que tuvieras que enfrentarte a otros candidatos. Sólo mis consejeros más allegados saben lo de tu encuentro con Faolan. Ha habido rumores que se han extendido por todos los territorios, desde aquí a Circinn —miró a Faolan, que aquel día tenía un aire particularmente relajado, aunque sus ojos mostraban un ávido interés en lo que su visitante tenía que decir—. Cuéntame tu historia, pariente. Confío en que tu regreso voluntario confirme mi fe en ti.
—Así es, mi señor. Tardé un tiempo en agotar mi enojo, en comprender que tu decisión era sensata, que estaba basada en una visión más amplia que la mía. Pasé el invierno con mi familia, atendiendo el trabajo descuidado en mis tierras. Entonces decidí viajar a Circinn, para ver al recién nombrado rey con mis propios ojos y hacerme una idea. Ello hizo que me cruzara en el camino de cierta información sorprendente. Le dio a Bargoit la oportunidad de abordarme con una oferta, una oferta que probablemente te horrorice.
—Continúa.
—Bargoit tiene a un títere perfecto en el rey Garnet. Ese tipo es más débil de lo que fue su hermano. Bargoit sirve a su nuevo amo de la misma manera que sirvió a Drust el Verraco, cuchicheándole constantemente al oído y convenciéndolo de que las decisiones de Bargoit son suyas. Y este tiene un nuevo plan, uno que nunca se habría atrevido a intentar durante el reinado de Drust, pues aunque este era dócil, no era idiota.
—¿Bargoit quiere actuar por cuenta propia? —Faolan, aunque estaba oficialmente presente como guardaespaldas de Bridei, no pudo evitar unirse a la discusión.
—Nunca podrá ser rey, por supuesto —repuso Carnach—, pero sí que puede ser una persona de gran influencia y a través de su marioneta esgrimir un inmenso poder en nuestra región. Al verme fisgoneando por la corte de Garnet, aprovechó lo que parecía una oportunidad de oro para convencerme de que me uniera a su causa. Sabe que tengo mucha influencia entre los jefes de clan de Fortriu; sabe que soy pariente tuyo, mi señor rey.
—Me asombra que un hombre como Bargoit no se diera cuenta de lo inútil que sería semejante planteamiento —comentó Bridei.
—Actué con cautela. —Carnach no miraba al rey a los ojos, sino que tenía la vista bajada a sus manos—. Por eso estuve tanto tiempo ausente de la corte y fui incapaz de mandar un mensaje tranquilizador más sencillo que ese tan críptico que te trajo Faolan. Bargoit creía que me estaba captando. Vio una oportunidad de desestabilizar tu gobierno, mi señor, volviendo contra ti a tus aliados más incondicionales, uno a uno. Si yo cambiaba de lealtades y le seguía el juego haciéndole creer que lo estaba considerando, sólo sería cuestión de tiempo que ganara la lealtad de Wredech, de Fokel o incluso de Talorgen. Eso era lo que él creía. Empecé a pensar que la grandeza de sus planes lo había hecho enloquecer.
A Bridei le daba vueltas la cabeza. La noticia del complot de Bargoit resultaba preocupante en sí misma, pero allí había algo más, faltaba algo.
—¿Por qué te quedaste tanto tiempo? —preguntó—. ¿Por qué alargar tu estancia allí hasta que la mayor parte de Fortriu ha empezado a considerarte un traidor?
—Información —respondió sencillamente Carnach—. Lo animé a que me expusiera todos los detalles de su conspiración fingiendo considerar seriamente lo que me sugería. Para eso me hizo falta tiempo. Tuve que hacerlo de manera que resultara convincente. Él me creyó y como resultado de ello he vuelto con información vital para el futuro. Poseo los detalles de los ejércitos de Circinn, de sus plazas fuertes, de la voluntad de sus gentes y llegué a comprender el carácter del rey Garnet de un modo que te resultará muy útil en la mesa del consejo. Tengo nombres de ciertos aliados de los que no habíamos oído hablar, planes para ciertas reuniones en las que querrás infiltrar a un buen oyente.
Era en momentos como este cuando Bridei recordaba por qué le había dado el puesto de jefe de guerra a Carnach.
—Es un camino peligroso —dijo—. ¿Cómo pudiste escapar de él? ¿Cree Bargoit que eres un traidor a tu rey?
—Cree que estoy considerando su oferta, que incluye ciertos privilegios para mí y mi familia. Con el tiempo le haré saber que he cambiado de opinión.
—Te habrás hecho con un poderoso enemigo —observó Faolan.
Carnach sonrió.
—Correré el riesgo con esa rata —repuso.
—Así pues, Faolan estaba en lo cierto —dijo Bridei—. Lo utilizaste para mandarme un mensaje asegurándome tu lealtad. Me preguntaba si no serían imaginaciones suyas.
—Como mozo de labranza resultaba insólito —comentó Carnach con una sonrisa burlona—. Supongo que querrás tomar esto en consideración antes de que sigamos hablando. Puedo proporcionarte información detallada cuando estés listo.
—El asunto es grave —dijo Bridei—. Las ambiciones de Bargoit parecen poco realistas, pero tenemos que discutir lo que nos has contado y las posibles consecuencias de sus planes. Ni uno solo de nosotros quiere la guerra con Circinn, pero si Bargoit y su nuevo rey intentan minar mi autoridad y volver a mis jefes de clan contra mí, me veré obligado a tomar medidas contundentes. Podemos esperar un poco antes de decidir cómo afrontar este nuevo reto. Aquí en la Colina Blanca han pasado muchas cosas, Carnach. Vas a encontrarte con que los miembros de esta casa tienen extrañas e inquietantes nuevas, pero eso lo dejaremos para más adelante. Deberías comer y beber y luego descansar un poco. Nos alegramos mucho de verte de vuelta en la corte, pariente, te lo aseguro. Te echábamos muchísimo de menos. Faolan, puedes dejarnos si quieres. Te agradezco de nuevo tu participación en este asunto, que desempeñaste con valentía e inteligencia. Necesitas tiempo para estar con tu familia.
Cuando Faolan se hubo ido, Carnach sirvió cerveza para él y para el rey. Eran familiares allegados y cuando estaban solos se dejaban de ceremonias.
—¿Familia? —inquirió el jefe de clan.
—Es una historia complicada —respondió Bridei—. Faolan ha experimentado más cambios recientemente de los que cualquiera hubiera creído posible. Sin embargo, nunca perderá esa rapidez implacable, ese asombroso coraje, esa perspicaz determinación. Ni la máscara que se pone para ocultar sus sentimientos.
—Es un hombre excepcional —dijo Carnach—. Lo sometí a una dura prueba cuando lo encontré en Circinn. La pasó con gran éxito. Creo que está infrautilizado. Yo en tu lugar no lo emplearía como guardia, ni siquiera como espía, sino como consejero estratégico. El hecho de que se haya entrenado para matar no sería un inconveniente. Este hombre es demasiado inteligente para malgastarlo empuñando lanzas y montando con elegancia.
Es extraño —le dijo Broichan a su hija— que, a la luz de los dramáticos acontecimientos de la Colina Blanca, lo que tú más temías, una exhibición pública de tus habilidades mágicas, sorprendentemente no ha causado excesivo alboroto. La gente sí que habla de la caída de la niña y de que se salvó gracias a una transformación. Mencionan que algunos guardias vieron a un gato, y luego a una mujer. No dicen nada en absoluto sobre la reina de Fortriu y sus poderes de hechicería. La repentina muerte de Breda parece habérselo quitado de la cabeza.
—También es porque te tienen miedo —comentó Tuala—. Hablaste enérgicamente en mi defensa. Me sorprendiste.
Él cambió de tema.
—He oído debatir a la gente sobre si Bridei les hará concesiones a Colm y a sus hermanos —dijo—. Las opiniones están divididas sobre si el rey y su druida llegarán a las manos a raíz de este asunto.
Tuala sonrió. Seguían en el jardín y ahora Derelei estaba con Saraid, que tenía un aspecto recatado con su vestido rosado. Los niños estaban sentados bajo un arbusto, recogiendo ramitas en una taza y hablando en susurros. Eile estaba en el césped, vigilándolos, con aire soñador. Tuala y Broichan se habían alejado un poco y se habían sentado en un banco de piedra para conversar.
—¿Y lo harás? —le preguntó Tuala al druida—. Llegar a las manos, quiero decir. ¿Te ha contado Bridei cuáles son sus intenciones?
—Todavía tenemos que hablar de ello. No habrá disputa entre nosotros. Preveo que no estaremos en sintonía por lo que a este asunto se refiere. Le haré saber mi postura. En el consejo apoyaré la posición que Bridei decida adoptar, sea cual sea. No voy a debilitar al rey de Fortriu delante de sus enemigos.
Tuala asintió con la cabeza.
—Tenía miedo de comunicarte su decisión en lo concerniente al trono de Circinn —le dijo—. Dudará si hablarte del asunto de Ioua y el hermano Colm.
—¿Miedo? ¿Bridei? La única ocasión en que ha tenido miedo fue la primera vez que me vio cuando tenía cuatro años, y ya entonces hizo todo lo posible por dominarlo.
—Tenía miedo de afligirte, le preocupaba que creyeras que había abandonado vuestro objetivo común, ver todos los territorios priteni unidos bajo los antiguos dioses. Se sentía desleal aun a sabiendas de que su decisión era la adecuada.
—Quiere un tiempo de paz —dijo Broichan, en tono suave y sombrío—. Después de este invierno, lo comprendo. Quiere conciliación. Les dará a los cristianos su isla. Tiene a su familia de vuelta y está muy contento. Eso hará que sea generoso.
—Tal vez. Pero no tanto como para perder su agudeza estratégica. Bridei nunca olvida que es rey. Ni por un momento. Deberías confiar en él.
Broichan observaba a los dos niños, inmersos en su mundo secreto. La cosecha de ramitas se había colocado en el regazo de Lamento; Saraid hacía que la muñeca las fuera cogiendo una a una, las examinara y pronunciara un serio dictamen. Derelei se reía.
—¿Te das cuenta —dijo el druida en voz baja— que llegará un momento en que tendré que llevarme al chico? Cuando sea mayor. Aquí en la Colina Blanca sus talentos sólo pueden desarrollarse hasta cierto punto. Hay demasiadas distracciones.
—Es un niño, a pesar de su intrépido viaje por el bosque —comentó Tuala, pero no le espetó una negativa como podría haber hecho anteriormente, pues ahora las palabras del druida habían empezado a parecerle fundadas. Las habilidades de Derelei eran alarmantes. Los druidas del bosque las educarían y las harían madurar al tiempo que mantendrían a salvo a su hijo. No obstante…—. No creo que a Eile le gustara oír que llamas distracción a su hija —murmuró—. Saraid le hace bien a Derelei. Le permite ser un niño, y eso a él le hace falta. Necesita amigos.
—Hasta cierto punto. Cuanto más fuerte se haga el vínculo con sus amistades de niñez, más duro le resultará marcharse. Recuérdalo.
Tuala miró las dos cabecitas, inclinadas la una junto a la otra, concentradas. La cascada de rizos oscuros de Saraid, sus límpidos ojos castaños; la palidez de Derelei, su cuello delicado como el tallo de una planta tierna. Su mirada extraña y profunda. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, una premonición de dolor futuro.
—No tenemos que enfrentarnos a ello todavía —dijo—. Hace muy poco que somos una familia al completo. Disfrutémoslo un poco, padre —y sonrió—. Me resulta raro llamarte así.
—A mí me resulta raro oírtelo decir, hija. Raro, pero agradable.
(Del relato del hermano Suibne).
Han sido unos días de asombro. Vi las milagrosas hazañas que nuestro propio Colmcille llevó a cabo gracias a su fe en Dios. Llegamos a la corte de Fortriu y aquí fuimos testigos de un fenómeno aún más increíble: la transformación de un pájaro en una niña a manos de la reina de Bridei. En privado, Colm lo describió como un acto de hechicería y lo condenó. Me sentí obligado a decir que, fuera cual fuera el arte que utilizara, la reina Tuala había salvado la vida de una persona inocente. Yo había visto ese pozo sombrío. Había visto lo pálida y magullada que estaba la joven esposa de Faolan cuando la encontramos, y la mirada en sus ojos cuando creía que su hija había muerto. Supe que, si un mal impío acechaba dentro de los muros de la Colina Blanca, no era en la enigmática persona de la reina, ni en la del poderoso druida que es su padre —por lo visto, este hecho provocó la misma sorpresa en los miembros de la corte de Bridei que en mí—, sino en las manos de la mujer que causó estragos entre estas gentes sin más motivo que unos celos caprichosos. Aquella noche Faolan estuvo a punto de matar a la princesa de las Islas Luminosas. Vi cómo le rodeó el cuello con las manos hasta que sus compañeros guardias lo separaron de ella. Esto no se lo he mencionado a mis hermanos. Ahora ella ha muerto, no en manos de un asesino, sino por un mero infortunio. Que Dios dé reposo a su alma, pues aunque cometió acciones infames, quizá con el tiempo podría haber aprendido a andar por otro camino.
Esta narración encierra otro misterio. ¿Cómo fue que Tuala apareció al otro lado de los muros de la fortaleza, acompañada por Broichan, que llevaba mucho tiempo ausente, y por su propio hijo perdido? Se había dicho que no se encontraba bien, que permanecía en sus dependencias cuidando a su bebé recién nacido durante todo el tiempo que duró la ausencia de Derelei. Sin embargo, allí estaba aquella misma noche, frente a las puertas, y dispuesta en un instante a detener la terrible caída de la niña, transformándola. ¿Milagro o hechicería? Hablamos largamente sobre ello tras las paredes de nuestros aposentos privados en la Colina Blanca. A mí me parecía que la cuestión de cuál fue el sacerdote que dijo la plegaria que preservó la vida de Saraid o qué deidad optó por ejercitar la compasión aquella noche era casi irrelevante. Yo sólo tuve que ver la expresión del rostro de Eile y del de Faolan al recuperar a su hija para saber que había acontecido un acto de gran bondad. Deseoso de dejar de hablar de la hechicería de Tuala, le dije al hermano Colm que tal vez fuera un acto de gracia. Todos habíamos rezado mucho para que el hijo del rey le fuera devuelto. Dios había oído nuestras plegarias. Al mismo tiempo, en su sabiduría, había visto la caída de un diminuto gorrión y, gracias a su gran compasión, le salvó la vida.
Suibne, monje de Derry.
He venido como emisario —dijo el hermano Colm con una mirada resuelta de sus ojos oscuros en un rostro pálido y enjuto. Tenía aspecto de esteta, pero era una apariencia engañosa, pensó Bridei. Era un hombre fuerte como el hierro y un líder hasta la médula. En aquellos momentos se hallaban sentados en la magnífica cámara del consejo de la Colina Blanca, en la que se habían dispuesto unas lámparas y de cuyas paredes colgaban unos tapices bordados con los antiguos símbolos de las líneas de sangre de los priteni: los escudos gemelos, la vara rota y la luna creciente, el águila que era su propio símbolo de realeza. Las imágenes le daban fuerza a Bridei, le recordaban quién era y lo que debía hacer. Aquel día, tanto él como Carnach vestían sus capas azules, y el particular tinte de la tela significaba que eran descendientes de la línea real de los priteni. Los preliminares de la audiencia habían finalizado. Bridei había saludado a los cristianos y se había disculpado por el retraso en recibirlos formalmente. Colm había expresado su tristeza por la otra muerte acontecida en la Colina Blanca, y le dio las gracias al rey, fríamente, por su hospitalidad. Hecho esto, Bridei lo había invitado a que expusiera su propósito ante la corte de Fortriu.
—¿Tienes un amo secular, hermano Colm? —preguntó Broichan, que estaba sentado a la derecha de Bridei—. ¿No será ese reyezuelo de los Uí Néill? ¿Un familiar cercano, quizá? —iba ataviado con sus acostumbradas vestiduras negras, una negrura que igualaban sus ojos, hundidos en un rostro que aquellos días parecía todo hueso. Se había echado el pelo corto hacia atrás y se lo había atado con un cordón a la altura de la nuca. Su voz era fuerte y resonante.
—Dios mi Señor es mi único amo —repuso Colm, mirando al druida—. Yo soy su mensajero. Las cuestiones por las que quiero dirigirme al rey Bridei tienen que ver con la seguridad de nuestros hermanos dentro de los territorios priteni y la promesa de un refugio seguro para mí y para los hombres que me han acompañado hasta estos lares. Mi propósito es el propósito de Dios. Sigo el camino que él me pone delante.
Faolan y el hermano Suibne compartían la tarea de traducir, puesto que la discusión iba a ser compleja. Wid y los escribientes de Keother se hallaban sentados uno al lado del otro con las plumas en ristre, turnándose para tomar nota de los procedimientos. Colmcille había decidido asistir a la audiencia acompañado únicamente por Suibne y, a su vez, Bridei había limitado sus acompañantes a Keother, Carnach y Broichan, así como los necesarios traductores, escribientes y guardias.
—Eso lo entendemos —dijo entonces Broichan—. Sin embargo, hemos oído que los motivos por los que abandonaste tu tierra natal tenían más que ver con una lucha territorial que con un empeño de fe. ¿No es así? ¿No te expulsaron de Erin por interferir en el curso de una batalla? Si eso es cierto, el rey se maravilla ante tu temeridad al abordarlo aquí, en el corazón de Fortriu, cuando hace menos de un año su gente derrotó a la tuya en la gran guerra del oeste.
Colm le dirigió una mirada que hubiera hecho temblar a un hombre de menos valía.
—Podría examinar tu propio pasado ahora mismo, ante estos oyentes —replicó el cristiano—, pero no voy a hacerlo, pues no es relevante para los asuntos que se están debatiendo. Si tuvieras la cortesía de mostrar la misma tolerancia, tendría mejor concepto de ti —la mirada penetrante se volvió hacia Bridei—. Mi señor rey, deja que te lo exponga claramente. Sé que tienes por costumbre mantener a rehenes en tu corte como garantía de la docilidad de tu rey vasallo. El rey Keother se encuentra hoy aquí con nosotros; su propia prima pasó años como cautiva en la corte de Fortriu. En su reino habitan muchos ermitaños cristianos. Allí los toleran, les conceden su pedazo de tierra y libertad de culto. Quiero que me asegures que a nuestros hermanos de las Islas Luminosas se les continuará brindando esa libertad, que no tienes intención de hacerles daño ni ahora ni en el futuro. Sé que has prohibido la práctica de nuestra fe en Dalriada. No quiero ver ejercida tal restricción también en tus islas del norte.
—Dime —terció Carnach—, si el rey Bridei fuera a enviar a Broichan a tu tierra natal y nuestro druida y sus compañeros fueran a enseñar la antigua fe de los priteni a todo habitante de Erin que quisiera escucharles, ¿esperarías que esa práctica siguiera incontestada y libre de obstáculos?
—Sus enseñanzas recaerían en oídos sordos —repuso simplemente Colm—. Erin se está convirtiendo rápidamente en un territorio cristiano, así como vuestro reino del sur, Circinn. Ni siquiera un druida real puede mantenerse firme contra semejante oleada.
Bridei captó una mirada singular en el rostro de Faolan, que este se apresuró a enmascarar. Faolan se hallaba presente como traductor, no como participante en la reunión. No obstante, Bridei dijo:
—Faolan, ¿nos darías tu opinión sobre este asunto, puesto que hace poco que has regresado de esas tierras? ¿Las palabras del hermano Colm dan una idea exacta de la situación en Erin?
—No soy un hombre de fe, mi señor, pero por lo que pude observar, diría que en mi tierra natal coexisten dos credos, el antiguo y el nuevo. En algunas regiones destaca más uno, y en otras el otro. La gente se aferra a las tradiciones de sus ancestros, las de confianza, las verdaderas, incluso frente a una oleada como la que menciona el hermano Colm. Por otro lado, los misioneros de la fe cristiana han sido astutos en sus enseñanzas. Son expertos en mezclar lo antiguo y lo nuevo de un modo que atrae a la gente.
Colmcille había fijado una severa mirada en Faolan mientras este hablaba.
—Te acogimos entre nosotros en Kerrykeel, y en la travesía hasta Dalriada —le dijo—. ¿Te enviaron a nosotros no como mensajero sino como espía?
—Sólo como emisario, al igual que lo eres tú —repuso Faolan sin darle importancia—. Pero cuesta desprenderse de las viejas costumbres.
—¿Puedes darme una respuesta sobre la cuestión de las Islas Luminosas, mi señor rey? —preguntó Colm, haciendo caso omiso de todo el mundo, excepto de Bridei.
Broichan se puso de pie. Era un hombre alto y sus ojos quedaron a la misma altura que los del cristiano.
—Si tu intención es recitar una lista de exigencias y obtener la aprobación del rey para cada una de ellas —le dijo con frialdad—, es que has interpretado muy mal la naturaleza de esta audiencia. Tú eres un suplicante. Representas una fe que ha sido prohibida en Fortriu. Cuando nuestras mujeres sabias y nuestros druidas denunciaron a quienes divulgaban las enseñanzas cristianas en Circinn, fueron asesinados o desterrados y sus casas de oración destruidas. Conténtate con que el rey Bridei trate a tu grupo con respeto y modera tu tono.
La mirada de Colm no se había apartado de Bridei.
—¿Qué dices, mi señor rey?
Bridei respiró hondo.
—Broichan habla por mí —dijo en voz baja—. Somos de la misma opinión. Te comunicaré mi decisión cuando se hayan expuesto todos los temas de esta audiencia. Mencionaste tan sólo de pasada el asunto que yo sé que es el motivo principal por el que has realizado este arduo viaje por la Cañada hasta mi corte. Ahora tienes la oportunidad de hablarnos de la Isla del Tejo y de una promesa hecha por un hombre que ya no tiene autoridad para cumplirla.
Se preguntó si Colm decidiría reprenderlo por prohibir la práctica de la fe cristiana en Dalriada, o pronunciaría un discurso sobre la necesidad de avanzar con los tiempos, o comentaría que, si la corte de la Colina Blanca representaba el reino de Bridei en miniatura, Fortriu debía de ser un lugar donde el asesinato, las conspiraciones y la hechicería campaban a sus anchas. En cambio, el sacerdote hizo una sencilla declaración de su sincero deseo de tener un refugio seguro, un lugar donde pudiera establecer una casa de oración y contemplación entre las maravillas de la creación de Dios. Ioua era ese lugar; había sentido el aliento de Dios en el viento del oeste y oído el susurro de santidad en las olas de la costa. De momento, en caso de que Bridei accediera a cumplir la promesa que hizo Gabhran de Dalriada, Colm y sus hermanos no harían más que establecer su monasterio.
—Un hombre como tú es incapaz de detenerse en ese punto —le dijo Broichan con rotundidad—. Lo veo en tu mirada, lo oigo en cada una de las palabras que pronuncias. Si se te da Ioua, no te conformarás durante mucho tiempo. Tus enseñanzas se extenderán lentamente como una plaga por todo Fortriu, llegando incluso hasta la costa este y hasta las fronteras. Garantízanos que ninguno de vosotros saldrá de la Isla del Tejo y quizá el rey considere tu propuesta.
—¿Tienes miedo —preguntó Colm con un tono de voz que era un grito de batalla, un desafío categórico— de tener que llenaros de restricciones de este modo? ¿Cómo puede ser verdadera la fe de un hombre si no ha sido puesta a prueba del todo? Impedir que nuestras doctrinas lleguen a vuestros oídos, prohibir cualquier plegaria cristiana en tu territorio es como admitir que vuestros propios dioses no pueden hacer frente a la comparación. Si vuestra fe en ellos es inquebrantable y certera, ¿qué mal hay en aprender el mensaje de Nuestro Señor Jesucristo? Sopesadlas la una con la otra, como en una balanza, y si vuestras antiguas convicciones permanecen intactas, quizá esté justificado que os aferréis a ellas con cierto grado de certeza. Sé que no lo harás, druida. Me resulta evidente que tus oídos son sordos para siempre a la palabra de Dios, que tus ojos son ciegos a la luz. No te atreves a probar tu fe de la manera que sugiero. No obstante, te reto a que lo hagas tú, rey Bridei. Abre tu corazón y tu alma a la luz del verdadero Dios. Su camino no está hecho de miedo, sino de amor. Veo en ti a un hombre nacido para recorrer ese camino.
—Ya he sido puesto a prueba —dijo Broichan. Su voz era como el invierno, sobria y fría. El sentimiento hizo centellear sus ojos oscuros. A Bridei se le ocurrió que él y Colm eran parejos; no tanto como las dos caras de una misma persona, sino como el mismo hombre hecho con dos moldes distintos—. Y el rey Bridei ha sido puesto a prueba con más rigor del que tú y los tuyos podréis llegar a entender —siguió diciendo el druida—. No se divulgará la fe cristiana en Fortriu —por un instante el aire que lo rodeaba pareció crepitar de energía, como si la ira de los dioses habitara en él, otorgándole un poder del Otro Mundo—. El rey es el representante de los dioses en la tierra, es obediente a su voluntad.
—¿Te estás negando a cumplir la promesa del rey Gabhran? —era imposible confundir el tono de voz de Colm, la furia era evidente. Suibne tradujo, mirando al suelo.
—¿Has expuesto ya todos los asuntos de tu petición? —preguntó Carnach—. Tal como te ha dicho el rey, los oiremos todos antes de dar respuestas.
Colm asintió con un tenso movimiento de la cabeza.
—De momento es todo —contestó—. Rey Bridei, tu druida nos pide que no salgamos de Ioua. Hay ciertas consideraciones prácticas, la cuestión de los víveres y el hecho de que podríamos ofrecer ciertos servicios a los habitantes de las islas próximas. No hablo de plegarias. Tenemos a un sanador entre nosotros y hombres con otras habilidades útiles.
Carnach miró a Bridei. Habían hablado de esto largo y tendido antes de que se iniciara la reunión; sus respuestas se habían decidido antes de que se formularan formalmente las preguntas.
—Este tipo de actividades se considerarían aceptables —repuso el jefe de clan pelirrojo— siempre y cuando no fueran acompañadas de las historias cristianas y de la práctica del ritual cristiano. Esas prácticas están prohibidas en todo Dalriada, lo cual se extiende a las islas occidentales. Si el rey decidiera permitir que os refugiarais en Ioua, lo que hagáis dentro de vuestros propios muros será asunto vuestro. Al fin y al cabo sois sacerdotes. Si la práctica de vuestro ritual se extiende más allá de las costas de la isla, os encontraréis metidos en una embarcación rápida rumbo a Erin.
Colm aguardó.
Bridei se puso de pie. Sabía, al igual que Broichan, Keother y Carnach, cuál iba a ser la decisión. Al mismo tiempo, el corazón le palpitaba y la cabeza empezaba a dolerle de un modo que le resultaba familiar. Exponer la decisión en voz alta frente a los cristianos convertía las intenciones en hechos. Ya había tomado decisiones difíciles anteriormente, caminos que habían sorprendido a su gente y habían forzado la buena voluntad de los dioses casi hasta el límite. Así lo creía él, y sabía que en cuanto hablara, volvería a poner a sus seres queridos en peligro una vez más. La sombra del dios Innominado se cernía sobre todos ellos. No le habría resultado fácil explicar por qué lo hacía, sólo sabía que, tras aquella estación de miedo, dolor y pérdida, le parecía lo correcto.
—Sobre la cuestión de tus hermanos en las Islas Luminosas, el rey Keother te asegura que permanecerán a salvo —dijo—. Él y yo estamos de acuerdo sobre este tema. Tengo entendido que esos ermitaños son gente tranquila a los que los habitantes del lugar han aceptado bien. —No añadió otro hecho que le habían contado, y que era que el número de conversiones a la fe cristiana había sido muy pequeño. Las gentes de la isla tenían tendencia a resistirse a los cambios—. Pero no deseamos que aumente mucho su presencia.
—Son pocos —dijo Colm— y es probable que siga siendo así. Van allí por el mar y el silencio.
Bridei miró a Keother, que estaba sentado a su izquierda, pálido y callado.
—Mencionaste a los rehenes —le dijo el rey de las Islas Luminosas al sacerdote—. Nos corresponde al rey Bridei y a mí manejar dicha situación. Somos parientes y nos entendemos.
Se hizo un breve silencio durante el cual el rey Fortriu dirigió la mirada hacia el otro lado de la habitación y la cruzó con la del hermano Suibne. El traductor le brindó una ligera mueca. Bridei tuvo la sensación de que el escoto sabía exactamente la mezcla de convicción e inquietud que sentía en su interior.
—Por lo que respecta a la cuestión de la isla —empezó—, os permitiremos vivir en ella durante dos años. Construid vuestra casa de oración, abrid los oídos al silencio. No vayáis más allá de las islas vecinas y sólo cuando las habilidades de vuestros hombres puedan servir a la comunidad. Nada de plegarias fuera de Ioua, ni de rituales ni de enseñanzas. Tenemos a un poderoso jefe de clan que controla el oeste. Se llama Umbrig. Tendrá instrucciones de ocuparse con prontitud y contundencia de cualquier incumplimiento de estas normas.
—¿Y al cabo de los dos años qué? —Fue Suibne quien hizo la pregunta. A Bridei le dio la sensación de que Colmcille no había oído nada más que las primeras palabras, pues la concesión de su sueño lo había enmudecido temporalmente.
—Al cabo de dos años —respondió Bridei— volveremos a considerar el asunto. No voy a prometer nada. No soy idiota. Ni por asomo creo que el hermano Colm sea capaz de restringir sus actividades a una sola isla. Si decido mandaros a todos de vuelta a casa, lo haré, créeme. Os vigilarán. No lo olvidéis.
Suibne asintió con la cabeza. Ni él ni Faolan tradujeron estas últimas palabras al escoto.
Ya estaba; había pronunciado las palabras y no había vuelta atrás, al menos hasta que se cumplieran los dos años de prueba.
Colm había recuperado su ecuanimidad.
—Gracias, mi señor rey —dijo con gravedad—. Me da la sensación de que tu druida no está del todo de acuerdo contigo sobre este asunto, y te felicito por mantenerte firme.
Bridei notó cómo Broichan se ponía rígido a su lado, oyó cómo el druida controlaba su respiración, conteniendo palabras de enojo.
—Nos interpretas mal —replicó Bridei—. Broichan y yo tenemos la misma opinión en lo que a estos temas se refiere. Aquí en Fortriu, la voluntad de nuestros dioses se entreteje en la larga historia de nuestro pueblo. Ellos son más antiguos que el tiempo, están bien soldados a las rocas y las aguas de la Cañada. Se alimentan del amor que les ofrecemos, nos bendicen con la gran red de la vida en la que nos envuelven. Podría ser que las voces que oyes en el viento y en las olas de tu isla no sean tan distintas de las que nos guían a nosotros. Sin embargo, no te concedo este favor por un deseo de conocer mejor tus doctrinas, ni de verlas avanzar como una sombra por mi amada tierra de Fortriu. Creo que eres una buena persona, un hombre íntegro. Me encuentro en posición de ofrecerte un refugio seguro de ciertos enemigos poderosos que resulta que compartimos. Creo que es mi deber hacerlo, como hombre de honor.
—Tienes dos años para demostrar tu valía, hermano Colm —la voz de Broichan era como una espada de hierro—. Si violáis las restricciones que os hemos impuesto, el rey os desterrará de estas tierras para siempre. No dudéis de su palabra.
—En dos años —dijo Colm—, construiré mi casa y plantaré las semillas de mi comunidad. Luego, si Dios quiere, regresaré a la Colina Blanca y hablaremos de nuevo.
(Del relato del hermano Suibne).
La víspera de nuestra partida, al ver que Broichan tenía un aspecto pálido y cansado en la cena, el hermano Colm lo llevó aparte y me llamó para que tradujera sus palabras. Le ofreció un vaso de agua al druida real.
—Deseo dejarte con disposición de buena fe —le dijo nuestro líder a Broichan—. Veo que tu salud no es todo lo buena que podría ser. No sé si es una dolencia del cuerpo o del alma, pero tengo ciertos dones curativos. Bebe de esta copa, sobre la que se han pronunciado poderosas oraciones, y tu enfermedad te abandonará.
Me sorprendió un poco que Broichan no la estrellara contra el suelo.
—No me hacen falta las oraciones cristianas —dijo en tono gélido—. ¿Qué es? Veo un guijarro en la copa. ¿Me das a beber un hechizo que me succione la vida?
—El guijarro es de Ioua, de la parte más bella y remota de la costa, donde las olas llegan directamente de Ulaid —respondió Colm—. La piedra blanca tiene un gran poder curativo. Si la colocas en un vaso, aquel que beba del recipiente se pondrá bien. Dios es bueno. Te lo ofrezco con… —vaciló, la palabra amistad se negaba a salir de sus labios.
—Con un profundo respeto —dije yo en el idioma priteni—. Al menos llévatela sin derramarla. Considéralo. La buena salud es una herramienta esencial para un hombre que todavía tiene misiones que cumplir. Ve en paz, hermano.
Colm me miró con las cejas enarcadas, incapaz de comprender, pero Broichan tomó la copa y se la llevó. Su expresión no garantizaba que fuera a utilizarla.
Más tarde me enteré de que había estado a punto de vaciar el contenido en el jardín, donde su hija, la reina, lo convenció para que se lo bebiera. El argumento utilizado por ella está relacionado con su hijo, el pequeño Derelei, y con el hecho de que Broichan debe seguir sano y con fuerzas durante unos buenos quince años más para ver cómo se convierte en un hombre. Así pues, él bebió. A la mañana siguiente abandonamos la Colina Blanca para emprender nuestro largo viaje hacia el oeste, hacia nuestro nuevo hogar en la Isla del Tejo. No puedo decir si los milagrosos poderes curativos del guijarro blanco surtieron efecto en el druida o no. Espero tener la oportunidad de averiguarlo en un futuro.
Ha sido una aventura; unos días de milagros y magia, pena y alegría, dolorosas pérdidas y maravillosos encuentros. Doy gracias a Dios por darme la oportunidad de ser partícipe de todo ello. Tengo la sensación de que esto aún no ha terminado. Colm se mantuvo tranquilo durante la reunión, pero conozco su fervor, que es un factor que debemos tener en cuenta. Es una brillante almenara, una poderosa fuerza para el cambio. En cuanto nos hayamos instalado en nuestra tranquila isla, una nueva marea barrerá esta tierra y las oscuras prácticas del pasado lucharán por mantenerse firmes frente a ella. Es lo que creo.
Bridei no es idiota. Quizá vea lo mismo que yo y esté siguiendo un camino más largo y sutil que ninguno de nosotros puede imaginar. O tal vez las alegrías y los terrores de estos últimos días lo hayan cegado ante la verdadera fuerza de la misión de Colmcille. Una cosa sí que sé. Todavía me quedará trabajo que hacer en la corte de Bridei, rey de Fortriu.
Suibne, monje de Derry.
Tenemos que hacerte una pregunta, mi señor rey.
El tono de Faolan era tímido. Eile y él habían subido cogidos de la mano al adarve en el que el monarca se encontraba solo, exceptuando a Ban, mientras que Dovran montaba guardia a cierta distancia. La formalidad con la que se dirigió a él alertó a Bridei de que el asunto que quería plantearle le resultaba un tanto incómodo.
—Habla sin rodeos, Faolan. Dovran no puede oírte y Ban no puede repetir lo que oye. ¿Qué te preocupa?
Era de noche y la luna creciente se hallaba envuelta de nubes. El viento frío del mar del norte azotaba las antorchas de modo que parecían banderas de fuego e inflaba las capas de los dos hombres.
—Me pregunto —dijo Faolan— si recuerdas una conversación que tuvimos la noche en la que fuiste elegido rey. Hace mucho tiempo. Lo más probable es que lo hayas olvidado. Me ofreciste un nuevo puesto en tu corte y yo lo rechacé.
—Asesor, consejero y compañero.
—Te acuerdas.
—En efecto. Y tú, creo, me dijiste que no iba contigo eso de ser un amigo. Ya entonces sabía que te equivocabas.
Faolan asintió con la cabeza. Era difícil interpretar su expresión bajo la luz irregular.
—Eile y yo hemos estado hablando sobre el futuro —dijo—. Me preguntaba si podría ser que esa oferta siguiera aún en pie.
Bridei notó que una sonrisa iba asomando poco a poco a su rostro.
—Podría ser —respondió—. ¿Te has cansado de viajar? ¿Ya no deseas ejercer ciertas habilidades especiales?
—Este tipo de vida no es muy compatible con las obligaciones de esposo y padre, Bridei. Además, mi rodilla ya no es lo que era. Eile no me ha pedido que lo haga. Quiero que eso quede bien claro. Es decisión mía cambiar el rumbo de las cosas. No puedo imponerles a ella y a Saraid mi anterior forma de vida. Necesito estar aquí con ellas. Si sigo con estas obligaciones, estaré preocupándome constantemente, y Eile también.
—Si te dijera que no, ¿qué harías?
—Me marcharía —contestó Faolan sin rodeos—. Buscaría empleo en alguna otra parte. Proveería a mi familia lo mejor que pudiera. Puedo ejercer varios oficios.
—Sin duda.
—Sin embargo, me rompería el corazón hacerlo, Bridei. Quiero quedarme aquí, trabajar bajo tu patronazgo. Eso si crees que todavía puedo desempeñar el papel que tú tenías en mente.
—No tengo ni la más mínima duda de que puedes. —Bridei lo rodeó por los hombros y lo abrazó; al cabo de un instante, Faolan le devolvió el gesto.
—Gracias, mi señor —murmuró Eile—. Lo cierto es que sé que echará de menos la aventura y los desafíos. Creo que es posible que pueda estar disponible para alguna misión de vez en cuando. Siempre que no tenga que ausentarse demasiado a menudo o durante muchos días. No sería justo para él que tuviera que cambiar tanto sólo por nosotras.
Faolan sonrió.
—Ya he cambiado —dijo—. El hombre que era el pasado verano nunca hubiera planteado esta petición.
—Me alegro de que hayáis venido a verme los dos —dijo Bridei, considerando cómo formular lo que iba a decir a continuación. Por lo que sabía de Eile, debía expresar adecuadamente la oferta que quería hacer o su orgullo haría imprescindible que la muchacha tuviera que rechazarla—. Creo que, en efecto, va a ser un cambio muy importante para vosotros, para los tres. Eile, Tuala y yo te debemos una compensación por el ataque que sufriste mientras estabas a nuestro servicio y que casi fue fatal. Estabas llevando a cabo un trabajo de gran responsabilidad cuidando de nuestro hijo cuando a Breda se le metió en la cabeza atentar contra tu vida.
—¡Oh, pero si dejé que Derelei se marchara! No lo mantuve a salvo…
Faolan le pasó el brazo por los hombros.
—Nadie podría haber previsto lo que ocurrió —repuso Bridei—. Además, tal como lo cuenta mi esposa, Derelei estaba decidido a salir, y es un niño que posee unas habilidades fuera de lo corriente. Espero que aceptes lo que tengo que ofrecerte, Eile. Es costumbre hacerlo bajo semejantes circunstancias.
—No quiero ningún tipo de recompensa, mi señor. Tengo todo lo que deseo —miró a Faolan, con los ojos brillantes de amor.
Bridei sonrió.
—Había pensado en una modesta parcela de tierra con una casita, una propiedad vacante situada cerca de la aldea que se encuentra por debajo de las murallas de la Colina Blanca. Es un lugar más bien pequeño situado en terreno elevado. Si los tres decidierais haceros cargo del lugar, Faolan podría venir aquí igualmente para realizar sus labores como consejero y, al mismo tiempo, tú conservarías cierta independencia e intimidad. Tengo la sensación de que la vida comunal de la corte no es del todo de tu agrado y, si Faolan sigue viviendo aquí cuando su papel haya cambiado, se planteará el problema de que la gente le robe demasiado tiempo. Todos estamos muy acostumbrados a tenerlo de servicio noche y día, lo cual no es razonable para un hombre casado. Estoy seguro de que se lo has oído decir a Elda muchas veces, y tiene razón.
Eile parecía haber enmudecido.
—Me han dicho que hace falta dedicarle un poco de trabajo —explicó Bridei—, pues el lugar está algo abandonado y el jardín lleno de maleza. Tuala me ha dicho que eso no debería representarte ningún problema.
—Yo… —balbuceó Eile—, yo…
—Espero que pueda añadir a mis habilidades actuales la de arreglar tejados de paja y cavar sumideros —terció Faolan—. Y creo que Eile ya tiene el jardín completamente planeado en su cabeza. Me imagino que aun así podrá venir de visita a la corte. Saraid y Derelei se han hecho amigos.
—Tuala espera con mucha ilusión que tanto Eile como Saraid nos visiten con frecuencia.
—Gracias, mi señor —logró decir Eile, que por la cara que puso parecía, como poco, a punto de echarse a llorar—. Espero que esto no sea solamente… solamente caridad… Quiero decir que no podría aceptar que… Lo siento, estoy siendo descortés. No sabes lo que esto significa para mí, un jardín, mi propio jardín, y una casita… ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo sabías que era eso lo que deseaba más que nada? Que casi nada —apoyó la cabeza en el hombro de Faolan. Entonces volvió a alzarla y lo miró a los ojos—. Tú no le habrás dicho nada, ¿verdad?
—¿Yo? Ni una palabra. Quizá le haya mencionado al rey que preferiríamos vivir fuera de los muros, pero nada más, te lo juro.
—Créeme, Eile —dijo Bridei, al recordar cierta historia que Faolan le había confiado sobre una casa en una colina—, recibir un regalo del rey en semejantes circunstancias es la práctica habitual. Piensa en ello en parte como una compensación y en parte como un regalo de boda. Imagino que vosotros dos tenéis pensado permitir que Broichan formalice vuestra alianza, ¿no?
—Si está dispuesto a casar a un par de escotos descreídos, sí —la voz de Faolan tenía un nuevo dejo.
—¡Por la hombría del Guardián de las Llamas, Faolan! —exclamó Bridei—, me gusta verte tan contento al fin. Estoy encantado de recibirte como uno de mis consejeros. Si quieres que te diga la verdad, tanto Aniel como Tharan se están haciendo mayores y ya es hora de que les supla alguien más joven.
Se hizo un momento de silencio y luego Faolan dijo:
—Gracias —y Bridei se preguntó si había lágrimas en los ojos de su amigo.
—Mi señor —intervino Eile en voz baja—, nos alegra mucho que todo haya salido bien para ti y la reina; que Derelei esté por fin en casa sano y salvo, con su abuelo. Al principio, cuando llegué aquí, pensaba que los reyes y reinas eran personas magníficas cuyas vidas eran totalmente diferentes de la mía, personas que vivían en un mundo distinto. Pero en el fondo somos todos iguales, ¿no es cierto? Todos sentimos el mismo amor y el mismo miedo. Los dioses nos asestan los mismos golpes y nos ayudan a levantarnos cuando estamos desesperados. Al menos, eso es lo que parece.
Bridei sonrió.
—Has encontrado una joya muy poco común, Faolan —comentó—. O tal vez sea ella la que te ha encontrado a ti. Quizá ahora puedas entender lo que me llevó a recorrer la costa hacia Banmerren a la luz de la luna todos estos años atrás en busca de la chica que querían alejar de mí. En aquel entonces mi comportamiento te resultaba incomprensible.
—Hay cosas que tardan mucho en aprenderse. Buenas noches, Bridei. Nuestra gratitud es demasiado grande para expresarla con palabras.
—No son necesarias las palabras. Además, soy yo el que debería daros las gracias a los dos. Buenas noches, Faolan. Buenas noches, Eile. Que la Brillante guarde vuestros sueños.
Faolan y Eile regresaron entonces a sus dependencias, cogidos del brazo y con los pies ligeros de esperanza, listos para empezar la siguiente parte de sus vidas. Sin embargo, Bridei recorrió las murallas de la Colina Blanca un rato más, con su perro leal a sus pies y Dovran de guardia, silencioso junto a las escaleras de piedra. Las nubes se abrieron; la Brillante se reveló en su fría y pálida perfección.
«¿Qué es lo que me espera? —le preguntó el rey de Fortriu—. ¿He hecho bien? ¿He conducido a mi pueblo por el sendero de la verdad?».
La diosa lo miró desde lo alto, bañándolo de plata. Y a él le pareció que le susurraba: «Sigue adelante, fiel hijo mío. Avanza con fe y coraje. Tu pueblo te necesita y confía en ti. No le falles».