Capítulo 19

La partida de búsqueda regresó a la Colina Blanca mucho antes de que empezara a oscurecer. Los hombres estaban cansados y desanimados. No habían encontrado a Derelei. Faolan y Garth habían considerado que el niño no podía haber salido de la ancha zona ya cubierta a menos que alguien lo hubiera hecho desaparecer rápidamente como por arte de magia. O el hijo del rey había sido conducido a un lugar fuera del alcance de una búsqueda normal o ya estaba muerto.

Faolan informó de ello al rey. Bridei mantuvo la calma, pero la mirada en sus ojos era desesperada.

—Ve —le dijo—. Tendrás ganas de ver a Eile. No abandonaré la esperanza, Faolan. Todavía está Tuala.

Su hombre de confianza se abstuvo de comentar que los grupos de búsqueda tampoco habían visto más señales de la reina. Supuso que era posible que en realidad sí la hubieran visto en forma de escarabajo, pájaro o ratón de campo y pasaran junto a ella sin advertirlo. La verdad es que resultaba extraño.

—Tendría que quedarme contigo —le dijo a Bridei—. Pero estoy preocupado por Eile, es cierto. ¿Has sabido algo más sobre lo ocurrido?

Bridei meneó la cabeza.

—Keother dice que Breda está consternada. Cree que ya no tiene nada más que decir. Puede que nunca sepamos la verdad.

—Ya saldrá —dijo Faolan en tono grave—. Procuraré que así sea.

—Las dudas y las teorías no constituyen un caso convincente. Sí que parece que Breda ha tenido un oscuro papel en el asunto de la caza y la muerte de su doncella. En cuanto al tema de mi hijo, y al de Eile, por supuesto, no hay ninguna prueba contra ella. Sé lo que estás pensando. Debes aplacar tu furia. No se puede acusar a una persona de la posición social de Breda sin estar seguro de los hechos. Sé que resulta difícil… Y ahora vete. Ve a ver a tu enamorada. Yo estaré bien.

Personalmente, Faolan lo dudaba. Bridei tenía la tez quebrada como el lino y daba todas las muestras de sufrir uno de sus monumentales dolores de cabeza. Allí, en la pequeña sala de reuniones privada, el rey estaba sentado a solas, con tan sólo una vela para iluminar la penumbra. Las personas que habitualmente le servían de sostén se habían marchado: Tuala en su peligroso viaje por el bosque y Broichan quién sabía dónde. Y ahora él, lo más cercano que le quedaba al rey, salía para ocuparse de sus propios asuntos.

—Necesitas que alguien se quede contigo… —empezó a decir.

—Y Eile te necesita a ti. Vete. Iré a buscar a Aniel o a Tharan si decido que debo tener compañía.

Faolan se dirigió hacia las dependencias en las que ya había empezado a pensar como en las «suyas»: las de ellos tres, él, Eile y Saraid. Llamó suavemente a la puerta de la alcoba más pequeña y entró.

Saraid estaba en la cama, separando el contenido de una caja pequeña, con Lamento a su lado. Eile estaba sentada en el suelo de espaldas a él. Ella también separaba cosas. Había un ordenado montón de prendas a su lado. Faolan vio el vestido azul que su hermana le había dado y un peine grabado que antes había sido suyo. «Esto es lo que me llevaré». Extendidas sobre el arcón había una túnica y una falda viejas, las que le habían dado en la Cuesta del Endrino como sirvienta, y a su lado estaban las botas con las que había viajado con él desde el otro lado del mar y por la Gran Cañada. «Esto es lo que llevaré puesto». En otra pila, junto a la pared, estaban sus mejores ropas, las que le habían dado allí, en la Colina Blanca. El vestido verde, las suaves zapatillas, la pequeña capa que Elda le había hecho a Saraid. «Y esto es lo que dejaré». Faolan se quedó de pie al otro lado de la puerta e intentaba sosegar su respiración cuando Eile se volvió a mirarlo. Él no pudo interpretar la expresión de su rostro.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, procurando que su voz sonara calmada.

—No pasa nada —respondió ella, cuyas manos vendadas continuaron torpemente la tarea de doblar ropa—. Sólo… estamos repasando las cosas. No pongas esa cara. No nos marcharíamos, no sin antes hablar contigo. Pero tienes que pensar en ello, Faolan. Tienes que estar seguro de que esto está bien, me refiero a que Saraid y yo estemos aquí en la Colina Blanca, dependiendo de ti, quizá siendo una carga que en realidad no quieres o no necesitas.

Faolan fue rápidamente a arrodillarse junto a ella y le tomó las manos en las suyas. A pesar de sus esfuerzos, su voz sonó áspera e irregular.

—¿Qué es lo que ha motivado esto? Creí que confiabas en mí, Eile. Creí que sabías…

—Lo sé —repuso ella con voz tensa y constreñida por alguna emoción que él no supo identificar—. Pero tienes que saber lo que dice la gente: que traicioné la confianza del rey y la reina. Que soy una espía. Y cuentan mentiras horribles y maliciosas sobre ti. Que estabas en colusión conmigo desde el principio, que organizamos juntos un secuestro. No voy a tolerar que digan esas cosas. No está bien. Como si pudieras ser capaz de actuar en contra del rey Bridei…

—Entiendo —se puso de pie. Las manos de Eile dejaron de moverse al ver la expresión de Faolan—. ¿Y crees que marchándote mejorarías las cosas?

Una lágrima le resbaló por la mejilla y Eile la enjugó con una mano vendada.

—Soy un problema para ti, Faolan. Ya sabes lo difíciles que te resultarán las cosas si me quedo. Tengo que estar segura de que estás dispuesto a enfrentarte a ello, de que crees que vale la pena. No quiero que nos tengas aquí sólo por obligación. O peor aún, por lástima.

Saraid se había tumbado en la cama y había ocultado el rostro contra la almohada. Lamento estaba medio metida bajo la niña y apenas se veía.

—Eile —dijo Faolan con el corazón palpitante—, por favor, cree lo que te digo. Si te marcharas, te seguiría hasta el fin del mundo. Dejaría la Colina Blanca y a Bridei en un instante antes que perderte. No puedo vivir sin ti y sin Saraid. Es tan sencillo como eso. En cuanto a los rumores y chismes, encontraremos la manera de solucionarlo.

Por un momento ella se limitó a mirarlo fijamente, escrutándolo con sus ojos verdes. Entonces susurró:

—Bien, entonces no pasa nada —y Faolan vio que sus hombros empezaban a sacudirse y las lágrimas a brotar de verdad. Volvió a arrodillarse junto a ella y la rodeó con sus brazos.

—Es la verdad, mo cridhe —murmuró—. La desesperada verdad. No te mentiría. Allí donde vayas tú, voy yo. Si dejaras este lugar, me iría contigo sin pensármelo dos veces. Saraid, ven aquí y dale un abrazo a tu mamá. —Cuando la niña se puso a su lado y Faolan hubo hecho lo posible por abarcar a su pequeña familia en su abrazo, añadió—: Creo que he descubierto una cosa. Que por fin estoy en casa. Tú, yo y Saraid… de eso se trata. Esto es el hogar. No te vayas.

—¿Falan se va? —Faolan notaba la manita de Saraid agarrándole la camisa por el hombro y la húmeda calidez de sus lágrimas que calaba la tela encima de su corazón.

Eile tomó aire temblorosamente.

—No, Ardilla —contestó con un susurro—. Nadie se va a ir a ninguna parte. ¡Oh, dioses! No puedo parar de llorar, es ridículo. Lo dices en serio, ¿verdad? ¿Te vas a quedar con nosotras suceda lo que suceda?

Faolan le acarició el pelo y sus dedos se acercaron al punto donde la fea herida le desfiguraba la sien: la marca de un dibujo regular que se parecía a los eslabones de una cadena de hierro.

—Suceda lo que suceda —dijo—. Mientras me quede un aliento de vida.

Eile suspiró. Faolan notó que lo rodeaba con los brazos.

—Quiero decirte una cosa —le anunció.

Él aguardó.

—Dijiste que has descubierto dónde está el hogar. Yo también he averiguado una cosa. He averiguado por qué mi padre hizo lo que hizo. Por qué nos dejó; por qué se marchó y no regresó nunca. Y he descubierto que yo no voy a repetir lo que él hizo. No puedo hacerle eso a la gente que más quiero en este mundo. Quizá no sea bueno para ti que me quede, pero aún te haría más daño si me marchara, y a Saraid también. Y no puedo obligarte a que dejes la Colina Blanca, un trabajo que te gusta y a la gente que depende de ti. Creo que he perdonado a mi padre. Su decisión fue mucho más difícil que la mía.

El corazón de Faolan latía deprisa, pero de manera regular. No le pidió a Eile que le aclarara lo que había dicho sobre la gente a la que más quería. De momento bastaba con conservar esas palabras, con sentir cómo se hundían en él, como una fuerza profunda.

—Ven —le dijo—, todavía estás enferma y mis rodillas notan los efectos de un día a caballo. Será mejor que nos levantemos del suelo, reavivemos el fuego y sequemos tus lágrimas. Ardilla, ¿quieres ir a la habitación de al lado a ver si queda leña en el cesto?

—Faolan —dijo Eile mientras él la ayudaba a levantarse—, todavía queda la cuestión de las habladurías y la desconfianza; las malas lenguas que tan ocupadas están. No voy a tolerar que te veas sometido a eso. Si te quedas conmigo, suscitaré rumores y tú te verás perjudicado.

—Ven aquí y siéntate, Eile. Tengo que ver que bebes algo… Eso está mejor. Tengo una solución para este problema. No te gustará. Supone un reto mucho más difícil que escalar la pared vertical de un pozo.

Eile tomó unos sorbos del agua que Faolan le había dado y él se arrodilló con la yesca y el pedernal para volver a encender el fuego. Saraid, sin rastro de lágrimas, elegía la leña con esmero.

—¿De qué se trata? —preguntó Eile.

—Los rumores se basan en cómo nos conocimos, cuánto tiempo hace que nos conocemos y quién podría habernos reclutado. De modo que les diremos la verdad. Les contaremos nuestra historia. Toda —dijo, preguntándose si no era un idiota por sugerirlo siquiera y, sin embargo, consciente de que en cierto modo era lo adecuado, como si su historia formara un círculo perfecto.

—¿Toda? ¿Te refieres a lo de la Colina Nubosa y… y a Dalach… y lo que ocurrió después?

—Y lo de la Cuesta del Endrino. Y lo del Paso del Violinista.

—No puedo… ¿cómo iba a…? Faolan, ¿qué estás diciendo? ¿Que tendríamos que ponernos de pie y hablar de estas cosas delante de todo el mundo? Me daría tanta vergüenza que no podría pronunciar ni una sola palabra. —Le tembló la copa en la mano y unas gotas de agua cayeron sobre su falda.

—¿Vergüenza? —la miró mientras el fuego empezaba a prender—. ¿Por qué? No has hecho nada de lo que debas avergonzarte, Eile. Tus acciones han sido desinteresadas. Heroicas. Eres hija de tu padre. ¿Qué consejo crees que te daría Deord ahora mismo?

Eile esbozó una lánguida sonrisa.

—«Lucha» —contestó—. Pero tengo miedo, Faolan. Esto es mucho pedir.

—Yo estaré contigo. Estaré a tu lado. Te ayudaré a contarlo.

—Todavía no domino suficientemente bien el idioma. Y si lo traduces, la gente dirá que tergiversas la historia y dices lo que quieres.

—Entonces pediremos otro traductor. Sé de alguien que lo hará muy bien.

—¿Cuándo? ¿Cuándo lo haremos?

Eile tenía un aspecto frágil y desdichado, las manos le temblaban y la herida estaba fresca y lívida en su sien. Faolan hubiera dado cualquier cosa por poder decir, sinceramente, que no le importaba si nunca contaba nada, que lo único que él quería era estrecharla entre sus brazos, esconderla, mantenerla a salvo. Sin embargo, al mirarla, allí acurrucada junto al fuego, no fue una mujer herida lo que vio. Vio a la hija de Deord. Un hombre que sólo había huido una vez en su vida y había pagado un precio terrible por ello. Un hombre que, según intuía Faolan, seguía velando por ellos.

—Esta noche —dijo—. Tendríamos que hacerlo esta noche.

Eile ya sabía que Faolan poseía un formidable control sobre sí mismo, pero esa habilidad nunca la había impresionado tanto como aquella noche. Saraid había ido a cenar con Gilder y Galen. Las cejas se enarcaron cuando Faolan y Eile aparecieron en el gran salón para sentarse en su sitio, pero él había actuado como si no hubiera nada inapropiado en el hecho de que la muchacha asistiera a la cena tan poco tiempo después de lo ocurrido.

Garth estaba de servicio vigilando al rey. En la mesa, Faolan y Eile estaban flanqueados por Wid y Garvan. Dovran se había sentado enfrente, al lado de Elda. Más allá de aquel pequeño círculo seguro, se hallaba lo desconocido. Eile vio las miradas, se fijó en que la gente susurraba unos con otros y se preguntó si estaban discutiendo sobre su probable culpabilidad, aunque a ella le parecía que la herida de la cabeza debería servir como indicación de su inocencia. Difícilmente podría habérsela infligido ella misma. Tenía el estómago revuelto; no podía tocar la comida. Faolan se comió la carne asada y el budín, charló con Wid sobre navegación y con Dovran, cautelosamente, sobre los matices más sutiles del manejo de la espada.

Bridei, sentado en la mesa elevada con la tez cenicienta, contribuía con algún que otro comentario a una conversación entre sus consejeros y el rey Keother. Un día más, otra búsqueda infructuosa. Eile había visto lo mucho que el rey quería a sus hijos, la estrecha relación que tenía con su esposa, y sintió pena por él. Ella tenía a Saraid. Tenía a Faolan. El temor que la embargaba en aquellos momentos y que le provocaba náuseas y mareo no era nada comparado con lo que el rey debía de estar sintiendo.

—¿No comes? —le preguntó Wid—. A juzgar por tu aspecto deberías estar todavía en la cama, jovencita. Faolan, ¿qué haces que dejas que se levante?

—Prefiero estar aquí que en mi alcoba —respondió Eile—. Además, tenemos que hacer una cosa.

—¿Ah, sí?

No le dio detalles. La mayoría de la gente había terminado de comer. Faolan miraba hacia la segunda mesa, en la que se hallaba Colm sentado con sus hermanos, un pequeño mar de vestiduras pardas coronado por relucientes cabezas tonsuradas.

—¿Estás lista? —le preguntó en voz baja.

«En mi vida podría estar lista para esto».

—Si tú lo estás —repuso Eile.

Era costumbre que, antes o después de la comida, Bridei dirigiera unas palabras a los miembros de la casa. En los buenos tiempos podía ser para agradecer cierto trabajo que se había hecho, o para transmitir alguna noticia que pudiera afectarlos. Podría ser que las palabras de Bridei fueran seguidas de música, pues normalmente había un bardo residente en la corte. O, si alguien tenía un asunto de interés general que plantear, Bridei le invitaba a que lo manifestara. En los malos tiempos la gente no esperaba mucho. Faolan le había dicho que aquella noche el rey deseaba comunicar a los miembros de la casa que se pondría fin a la búsqueda de su hijo, dejando la tarea de seguir el rastro de Derelei en manos de unos cuantos especialistas en lugar de alejar de la casa a tantos hombres.

—No voy a esperar a que hable —le susurró Faolan a Eile—. Veo en su cara que no puede soportar anunciar el cese de la búsqueda. —Se puso de pie, tomó a Eile de la mano y la condujo a la zona abierta frente a la tarima.

La gente tardó un poco en darse cuenta. Los rodeó el murmullo de la charla hasta que el rey se puso de pie y alzó la mano.

—¿Deseas decir algo, Faolan? —la voz de Bridei fue queda y desapasionada.

—Si me lo permites, mi señor.

—Por supuesto.

—Mi señor rey, me gustaría empezar disculpándome por haber contravenido el protocolo la pasada noche. No volverá a suceder.

Bridei inclinó la cabeza para indicar sobriamente que lo perdonaba.

—Con tu aprobación, hablaré a los miembros de la casa sobre la búsqueda de hoy. Después Eile y yo tenemos que exponer una cuestión ante todos los presentes. Tenemos que contar una historia.

—Tienes mi aprobación.

Eile volvió a sentirse mareada. Las paredes se movían y las antorchas se desdoblaban. El mar de rostros que la rodeaba era turbulento y el murmullo de las voces extrañamente remoto.

—¿Eile? —dijo una voz preocupada. Era Dovran, que estaba a su lado con un taburete. Ella se sentó. Faolan le dirigió un gesto con la cabeza al otro hombre, con expresión sombría, y le puso una mano en el hombro a la muchacha para tranquilizarla.

—Si te mareas, dímelo —murmuró. Entonces volvió a alzar la voz y pronunció las palabras que Bridei no había podido decir—: A estas alturas todos sabréis ya que la búsqueda de hoy no ha tenido éxito. Y no por falta de esfuerzo ni de ánimo por parte de los que tan incansablemente han trabajado estos últimos días y noches, tanto los que salieron a buscar como los que llevaron a cabo obligaciones adicionales aquí en la corte para que todo ello pudiera llevarse a cabo. Garth y yo hemos concluido, no sin gran renuencia, que ya no existe ninguna posibilidad de que una búsqueda de este tipo dé resultado. Parece probable que al hijo del rey Bridei se lo hayan llevado mucho más allá de los territorios que se encuentran a unos pocos días de distancia. Ya no vamos a requerir los servicios de los hombres de esta casa para estas funciones. —Empezaron a oírse comentarios por lo bajo y Faolan levantó la mano para silenciarlos—. Ello no significa que nos hayamos rendido. Abordaremos la cuestión de un modo más estratégico. Puede que recurramos a algunos de vosotros cuando sea necesario.

—¿A quién te refieres? —gritó alguien.

—Garth y yo nos encargaremos de las disposiciones prácticas. Las decisiones se tomarán consultando con el rey y sus consejeros —su tono de voz era fríamente controlado y su mano permanecía firme en el hombro de Eile.

Les llegó otra voz desde el fondo del salón:

—Dices que al niño se lo han llevado. No resulta sorprendente. Todo el mundo sabe que los niños no se alejan solos de lugares tan bien fortificados como la Colina Blanca. Lo que sí sorprende es ver que un escoto está a cargo de la búsqueda, dando órdenes y explicándonos las cosas. No es de extrañar que hayamos buscado hasta no poder tenernos en pie sin encontrar ni rastro del chiquillo, aun con la ayuda de los perros. Tú te encontrabas en una situación perfecta para darles tiempo a sus secuestradores para escapar. —Estalló un murmullo de voces mientras aquel hombre, al que Eile no veía, cogía el ritmo—. Me pregunto cómo tienes la desfachatez de estar aquí con tu mujer a tu lado. Mi señor rey, seguro que te das cuenta de cuál es la explicación más plausible.

—Ponte de pie —dijo Bridei, con unos ojos como el pedernal—. Identifícate ante la corte.

—Soy Mordec, mi señor rey. Poseo unas tierras al sur del lago del Mago. No era mi intención ofenderte. Sencillamente quiero sacar a la luz lo que mucha gente dice en privado: que los escotos dentro de la corte priteni son un problema, a menos que sean rehenes o esclavos.

—Muy bien —la adusta expresión del rey no cambió—. Tus insinuaciones me ofenden, pero al menos estás dispuesto a hablar abiertamente. No voy a tolerar que las habladurías corrompan la corte de Fortriu.

Eile se encontró incapaz de guardar silencio.

—Mi señor rey, no está bien que esta gente acuse a Faolan de traición. Él es absolutamente leal. De no ser por mí, nadie estaría diciendo estas horribles mentiras.

—Faolan —dijo Bridei con calma—. Si no me equivoco, esta noche te presentas ante nosotros no solamente para ayudar a tu rey con una tarea difícil, sino también para defender a Eile y a ti mismo de estas acusaciones, ¿no?

Ella levantó la mano y la colocó sobre la de Faolan.

—Sí, mi señor —respondió él—. Tenemos conocimiento de los rumores. Son hirientes falsedades. No voy a permitir que Eile sea objeto de tan viles insinuaciones. Queremos contar nuestra historia para demostrar a todos los hombres y mujeres aquí presentes que nuestro viaje desde nuestra tierra natal a la Colina Blanca no tiene absolutamente nada que ver con la lucha de los priteni contra los escotos. No está relacionado con maquinaciones políticas ni con complots estratégicos. Hicimos un viaje al pasado y volvimos; seguimos un largo camino de sufrimiento y entereza, de sangre y dolor.

—Un camino de la oscuridad a la luz —intervino Eile en el idioma priteni—. Mi señor rey, deseo contar mi parte, pero carezco de vocabulario suficiente…

—Faolan puede traducir lo que digas. —Bridei estaba inclinado hacia adelante, con los antebrazos apoyados en la mesa, sin duda sorprendido a la vez que intrigado.

—¿Ah, sí? —se oyó entre la multitud—, ya sé qué clase de traducción sería.

—Mi señor —dijo Faolan—, con tu permiso le pediré a otra persona que lo haga. A alguien que pueda considerarse imparcial. De ese modo nadie podrá acusarme de tergiversar las palabras de Eile.

—¿En quién habías pensado? —preguntó el rey.

—Esto… —el hermano Suibne se había puesto de pie—. Me ofrezco voluntario, mi señor rey.

—Él también es escoto —comentó uno de los jefes de clan menores—. Estamos invadidos.

—El hermano Suibne, en efecto, es escoto —terció Aniel en tono calmado desde el lugar que ocupaba al lado del rey—. Tenéis muy mala memoria si habéis olvidado el papel que desempeñó en la elección de Bridei al trono. Fue la imparcialidad de Suibne y su impecable sentido de la justicia lo que hizo que se abstuviera de dar el voto al que tenía derecho como asesor espiritual del rey de Circinn. Fue el voto que todo el mundo esperaba que otorgaría el trono de Fortriu a Drust el Verraco. Eso, y la llegada en el último momento de Umbrig, aquí presente —señaló con la cabeza al enorme jefe de clan de los caitt que estaba sentado a cierta distancia de los cristianos—, fue lo que hizo posible que la corona fuera para el rey Bridei. Dejemos que Suibne asuma la tarea esta noche. No hay muchas personas que hablen con fluidez el escoto además de nuestro propio idioma, y creo que el resto no pueden considerarse precisamente imparciales. Eile tiene muchos amigos en la Colina Blanca.

—Gracias, hermano Suibne —dijo Bridei cuando el sacerdote se acercó—. Una vez más has demostrado ser indispensable.

Eile rezó para que el cristiano no mencionara que ya la conocía bien, que ella y Faolan habían pasado buena parte del invierno alojados cerca de la casa de oración del hermano Colm en Kerrykeel y que habían compartido con aquellos mismos clérigos la peligrosa travesía hacia Dalriada. Se aclaró la garganta y miró a Faolan.

—¿Empiezo ya? —preguntó con una voz que sonó como un susurro estrangulado, ahora que había llegado el momento. No podía creer que hubiera accedido a hacerlo, debía de estar loca.

—Empieza, querida —murmuró él—. Estoy contigo.

Era un inconveniente que la pequeña escota hubiera sobrevivido a su estancia en el pozo sin daños graves. Por suerte, Eile no se acordaba de nada de lo ocurrido; al menos eso era lo que decía la gente. La niña era otra cuestión. Ahora que su madre había vuelto sana y salva, nada le impedía contar una historia que incluía a Breda, una cadena de hierro y cierta amenaza. Era necesario silenciar a Saraid.

Breda urdió cuidadosamente su plan. Los pequeños cenaban en una zona separada y sólo había un par de sirvientas que los vigilaban. Si actuaba con suficiente rapidez, podía sacar de allí a Saraid y llevársela antes de que esas estúpidas criadas se dieran cuenta de que faltaba un niño en la mesa. Casi sería de noche. Casi todo el mundo estaría cenando en el salón. Podía hacerlo y volver a la aislada alcoba que esa bruja de Dorica le había asignado antes de que se diera la voz de alarma.

Sólo tenía una guardiana: una arpía que Dorica había elegido para que la vigilara. Era una mujer gorda, de cara avinagrada, con el vientre hinchado y los pechos caídos. ¿Por qué la gente mayor tenía que ser tan fea? La presencia constante de su vigilante le resultaba intolerable. Al menos podían haberle dejado tener a alguna de sus propias criadas que, aunque pesadas y desobedientes, no ofendían la vista y sólo hacía falta unos azotes para meterlas en vereda. Pero Breda no había visto a ninguna de ellas desde que Cria —esa desgraciada— había encabezado su desconsiderada y vergonzosa revuelta pública. No podía imaginar qué era lo que sus asistentas esperaban conseguir con ello. Le debían sus puestos en la corte de Keother a ella; sin ella no estarían allí en Fortriu. De hecho, sin Breda no serían nada en absoluto.

La parte del plan más difícil de ejecutar no había sido qué hacer con Saraid, quien, al fin y al cabo, era pequeña y no muy fuerte. El verdadero reto había sido cómo ausentarse de aquel cuartucho diminuto el tiempo suficiente para llevar a cabo su acción. El lugar era como una cárcel. ¡Era tan injusto! Ella no había hecho nada malo. En realidad, había hecho todo lo posible para arreglar las cosas, para hacer que fueran tal como deberían ser. No merecía un castigo, sino una recompensa. Con el tiempo la gente se daría cuenta de ello.

Se había estado trabajando a aquella bruja desde que la obligaron a quedarse allí, tras aquella horrible cena en la que todo el mundo formuló acusaciones crueles. Breda no se había mostrado dulce como la miel, pues exagerando las cosas sólo conseguiría que la mujer sospechara que tramaba algo. En cambio, había hecho todo lo posible para parecer calmada, amistosa y cooperativa, en tanto que se tragaba la furia por la manera en que la habían tratado y el asco que le provocaban la papada y las arrugas de la vieja bruja. Breda se prometió que nunca envejecería. Jamás.

Había fingido tan bien que la mujer ya se mostraba muy confiada. Incluso Dorica, que había entrado un momento por la mañana, había hecho algún comentario sobre lo servicial que estaba siendo Breda. Cuando Dorica se fue, ella había tanteado el terreno preguntando con educación si podía ir sola al excusado siempre y cuando regresara enseguida. La vigilante se lo había permitido, pero había salido de la habitación y se había quedado rondando por allí sin perder de vista la puerta del excusado. Había un guardia a un grito de distancia. La situación no era buena. Debía hacerlo aquella misma noche, antes de que Saraid decidiera hablar.

Por suerte, uno de los talentos de Breda era su habilidad en aprovechar las oportunidades cuando se le presentaban. Los dioses le habían mandado una al salir del excusado, en forma de un hombre que estaba de guardia y que pasó por su lado cuando patrullaba por el pasillo en el que estaba su habitación. Tras la búsqueda de ayer, el rey debía de estar desesperado por conseguir guardias que no fueran a dormirse durante el trabajo; Breda conocía a ese hombre. De hecho, lo conocía muy bien y, aunque tenía muchas carencias, poseía otras cualidades que las compensaban. Los ojos de aquel individuo se habían iluminado al verla; Breda lo había mirado, le había sonreído y le había murmurado unas instrucciones muy precisas asegurándose de que la vieja no la oyera. Todavía no había conocido a un hombre que estuviera dispuesto a rechazar lo que ella tenía que ofrecer.

Funcionó. En su invitación había dejado margen suficiente para que el guardia obtuviera su recompensa. Breda también tenía cierta ansia que quería satisfacer antes de que tuviera lugar el verdadero asunto de aquella noche. El hombre llamó a la puerta poco antes de la hora de la cena y cuando la vieja bruja la abrió balbuceó una versión de lo que Breda le había indicado que dijera, algo incoherente que incluía a Dorica, los establos y supervisión.

—¡Oh, gracias! —Breda hizo que su voz sonara adecuadamente infantil—. Mi hermana me pidió con mucha insistencia que fuera cada día a visitar a su poni, el que no pudo llevarse. ¡Me sentía tan triste y culpable! Quería pasar un rato con Alhaja y darle una fruslería. Dorica es muy amable. Y estoy segura de que te vendrá bien un poco de descanso —le dirigió una sonrisa encantadora a su guardiana, deseando con todas sus fuerzas que la mujer no decidiera consultarlo primero con Dorica—. Si este hombre me acompaña hasta allí y luego de vuelta no pasará nada, ¿verdad? —Antes de que la mujer pudiera pensárselo demasiado, Breda salió de la habitación y se dirigió a los establos seguida por su guardia.

En un pequeño hueco en el que había varios arneses, cuero pulido y plata reluciente, colgados de la pared, le dio al hombre su recompensa. Él la tomó de la manera que a Breda le gustaba, con brusco vigor y mínima conversación. Ella se movió ligeramente y sacó la lengua para lamer el sudor que le bajaba por el pecho al hombre. Lamentó que gruñera de ese modo, pues daba la impresión de que era como un jabalí en celo. Dejó que su pensamiento se desviara hacia esas cosas unos momentos y luego volvió a concentrar su atención de repente cuando una oleada de placer le recorrió el cuerpo e hizo que clavara las uñas en los hombros de aquel hombre. Arqueó la espalda, apretó los dientes y alcanzó el clímax en silencio en tanto que su compañero la embistió una, dos, tres veces y se derramó en su interior. ¡Qué desagradable! Tendría que volver a bañarse y luego tomarse la poción de hierbas por si acaso. Si había algo que nunca quería en su vida era un hijo.

—Puedes marcharte —le dijo al guardia, que ya había retirado su nacida virilidad e intentaba volver a abrocharse los pantalones. Su actuación había resultado un tanto superficial. Lo cierto era que Evard le había hecho perder las ganas de otros hombres. Se moría por volver a casa—. Mantén la boca cerrada o esto no se repetirá. Si esa vieja te pregunta dónde estoy, dile que sigo en los establos y que otro guardia me vigila. —Él la miró y ella le devolvió la mirada—. ¡Vete! —le espetó—. Lo digo en serio. Haz lo que te digo o le diré al rey que abandonaste tu puesto. ¡Vamos!

Cuando el hombre se marchó, Breda buscó un trapo limpio para secarse y no encontró nada más que unos viejos trozos de tela impregnados de aceite. No era de extrañar que los arneses relucieran. Suspiró y utilizó un pliegue de sus enaguas. Sería mejor que esta noche la vieja bruja se asegurara de proporcionarle una cantidad decente de agua caliente. Habría jurado que anoche había una expresión astuta y ufana en el rostro de la vieja cuando habían llegado tres lamentables cubos de agua tibia. ¿Cómo demonios pensaba Keother que podía arreglárselas con tres doncellas? No se podía esperar que lo hiciera todo ella misma.

Breda salió de los establos en la penumbra con la esperanza de que esa arpía no se hubiera dado cuenta de que se había escapado. Supondría cierta satisfacción regresar a sus dependencias cuando hubiera hecho lo que tenía que hacer, sonriendo dulcemente y contándole la patraña de que se había sumido en los recuerdos de su casa y de su hermana y se había olvidado de lo tarde que era.

El lugar estaba desierto. No había ni un solo guardia a la vista, excepto los de las murallas, que estaban atareados mirando al bosque. No había ni rastro de la vieja. Las luces que resplandecían en el salón indicaban que la cena había empezado, pero reinaba una calma asombrosa. Quizá el rey estuviera dando uno de sus aburridos discursos. Aunque normalmente ni siquiera eso provocaba un silencio como aquel. Las únicas voces que oía provenían de la pequeña habitación situada a cierta distancia de la cocina en la que cenaban los niños. Los niños nunca comían en silencio.

Había llegado el momento. Si no lo hacía ahora, sería demasiado tarde. Aparte de la probabilidad de que la pequeña hablara, el rey Bridei andaba tras la pista de algo, y Keother, que era de la misma sangre que Breda, la estaba tratando como si fuera una especie de bellaca. En cuanto al escoto, Faolan, había dado la impresión de que quisiera estrangularla allí mismo. Si se hubiera tratado de otro hombre, eso la habría excitado. Pero tratándose de ese guardaespaldas, le resultó puramente aterrador.

Cruzó el patio en silencio, sus zapatillas de cabritilla no hacían ruido sobre las losas. Debía hacerlo con rapidez. Sabía cómo velaba Eile por su hija, como una gallina con un solo pollito. Si la gente empezaba a salir del salón antes de que Breda lo hubiese hecho y alguien la veía, podía resultar un desastre. Se estremeció. Se le aceleró el corazón. Le palpitaba el pulso. Aquello era emocionante. Hacía que se sintiera como una diosa, con la vida y la muerte en sus manos. Le compensaba por todos aquellos años de su niñez, los años de crueldad, los años de pérdida, los años de soledad.

Todo eso podía dejarse de lado. Ahora ella, Breda, tenía el control. Era la más fuerte. Allí donde iba ordenaba las cosas a su antojo. Casi con toda seguridad, el hijo del rey estaba muerto. Un bicho raro como él no merecía vivir, y ni mucho menos merecía los privilegios que había disfrutado. La hija de Eile debía ser la siguiente, por lo que había visto. Breda se encargaría de que Saraid guardara silencio.

Y así fue como llegamos a la Colina Blanca —estaba diciendo Faolan—. Primero yo, y Eile y Saraid poco después. Fue casi el último paso de un viaje muy largo.

Los miembros de la casa habían permanecido cautivados durante la prolongada historia. Ahora el relato había terminado. Todo el mundo sabía lo de Dalach, y que Eile había acuchillado a un hombre que era su pariente político. Todo el mundo sabía que había recogido sus cosas y había huido de allí. Sabían lo del éraic: que era la sierva de Faolan.

Resultaba extraño que durante tanto tiempo hubiera dominado sus pensamientos el desagradable sentimiento de obligación, la humillación de pertenecer a otra persona, la apabullante deuda. Ahora le parecía que todo aquello no tenía importancia. Hasta ese extremo habían cambiado las cosas entre ellos. Ahora que había revelado su historia se sentía como si la hubieran escurrido y, al mismo tiempo, se sentía liviana, como si le hubieran quitado un peso de los hombros. Había sido consciente de lo duro que resultaría, como ir quitándose la carne del cuerpo, pedazo a pedazo, y quedar expuesta a los elementos. Lo que no había entendido era que Faolan asumiera su parte de la carga. No había esperado que se identificara como miembro de los Uí Néill, y como pariente no sólo del alto rey de Tara, sino también del depuesto rey de Dalriada, el oponente de Bridei en la guerra del pasado otoño. Parecía peligroso revelar una verdad como aquella. Sin embargo, su historia había demostrado por qué, aun siendo de la misma familia que los poderosos jefes de clan de Ulaid y Tirconnell, él sería el último en ayudarles contra Fortriu o cualquier otro enemigo. Les había contado la historia del Paso del Violinista. Los de la casa sabían que Faolan había matado a su propio hermano cuando tan sólo tenía diecisiete años y que lo había estado pagando desde entonces. Sabían que fue un jefe de clan de los Uí Néill quien lo había tramado. Supieron que la propia hermana de Faolan lo había hecho prisionero, y también que Eile le había salvado la vida. Lo había contado con mucha satisfacción. Al final, aunque seguía erguido delante del rey, a Faolan le tembló la voz. Eile estaba sentada a su lado, cogiéndole la mano. En el salón reinaba un silencio tal que se oía el débil sonido de las voces de los niños que jugaban en el comedor esperando que llegara uno de sus padres o una niñera para llevárselos a la cama.

Bridei les concedió unos momentos de silencio a los narradores. Eile tuvo muy claro que fue un gesto de profundo respeto hacia la honestidad y coraje que habían mostrado ambos. Entonces el rey se levantó:

—Estoy asombrado —dijo en voz baja—, como creo que estáis todos los que habéis oído la historia de esta noche. Quizá esperábamos un relato de intriga y aventura, de penurias y lucha. Algunos tal vez habíais anticipado revelaciones de naturaleza política. Y, en efecto, el extraordinario relato contenía muchos de estos elementos. No obstante, por encima de todo, creo que lo que acabamos de oír es una conmovedora y reveladora historia de amor. Faolan, has dicho que venir aquí a la Colina Blanca fue casi el último paso del viaje. ¿Puedo preguntarte cuál es el último?

Él miró a los ojos del rey. Tenía la tez pálida y la mano fuertemente asida a la de Eile.

—No sabría decirte —respondió—. Todavía tenemos que decidirlo Eile y yo. Quizá también tú, mi señor rey. Espero… espero de verdad que esta narración haya aclarado las cosas a aquellos que desconfiaban de los dos. Mi lealtad está contigo y, a través de ti, con Fortriu. Eile sólo quiere disfrutar de un poco de paz, proporcionarle un hogar seguro a su hija, trabajar y vivir como hacen los demás, sin un miedo constante. Es una petición muy simple.

Antes de que Bridei pudiera responder, se oyó un alboroto en la puerta lateral del gran salón. Una sirvienta entró a toda prisa, con el rostro tenso de preocupación y caminó junto a las mesas en dirección a Elda. Se intercambiaron unas palabras. Elda palideció de repente. Dovran se levantó y se dirigió a la puerta a la carrera, sin importarle a quién golpeaba con los codos por el camino.

—¿Qué sucede? —preguntó el rey.

Elda se había levantado y se abría paso entre las mesas, con lentitud debido a la hinchazón de su embarazo. Miró atrás para responder:

—Mi señor, se ha perdido un niño. Es la hija de Eile. Discúlpame, por favor. Faolan, será mejor que vengas.

Eile se quedó helada. No tendría que haber dejado que Saraid cenara con los otros niños. No tendría que haberla perdido de vista ni un instante. Se levantó de un salto y el salón tembló y se bamboleó en torno a ella.

—¡Corre! —dijo, pero Faolan ya se había ido.