Capítulo 18

Faolan y Garth estaban esperando al resto de la partida de búsqueda. Por un momento pareció que la quietud invadía el patio; la luna no resplandecía, las estrellas apenas se percibían en aquella prolongada e inquietante penumbra de verano y hasta los pájaros habían guardado silencio. Hacía frío. Dondequiera que estuviera Eile, no tenía la capa. Faolan sabía que tendría que estar planeando cómo hacerlo, utilizando la lógica, pero la lógica lo había abandonado por completo. De pronto comprendió lo que era la fe, el imperioso deseo de confiar en un poder más allá de lo conocible, una deidad benévola y afectuosa. O quizá lo que él necesitaba era el instinto de una criatura salvaje, la habilidad de buscar y encontrar siguiendo un rastro, un leve sonido, los cambios en el aire que hacen que se te erice el pelo del lomo y la respiración se te atore en la garganta.

—¿Crees que…? —empezó a decir Garth.

—¡Chsss! Un momento. —Faolan se quedó quieto y cerró los ojos. La llamó desde lo más profundo de su ser, con un gran grito de fe, de esperanza, de instinto: «¡Te quiero! ¿Dónde estás?». Luego silencio. Silencio, salvo por el desesperado palpitar de su corazón.

Percibió un cambio de luz y abrió los ojos. Los demás se acercaban con antorchas: Garvan, Wid, Uric, y uno o dos hombres más, entre ellos la modesta figura de Suibne con dos de sus hermanos.

—El hermano Colm nos ha dado su aprobación para ayudaros —dijo el traductor en escoto—. Mientras tanto, él y los demás rezarán para que encontremos a tu esposa y al hijo del rey sanos y salvos.

—¿Esposa? —Garth enarcó las cejas.

—Es una larga historia —dijo Faolan al tiempo que le daba las gracias al sacerdote con un gesto de la cabeza.

—El rey ha llamado a Bedo —dijo Uric—. Y también a esa chica, a Cria. Aniel prometió mandarnos un mensajero si averiguaban algo útil. ¿Puedo hacer una sugerencia?

—Que sea rápida —respondió Garth.

—Deberíamos empezar por abajo, por las dependencias de Breda. Es el último lugar donde alguien los vio aparte de la propia Breda. Garth miró a Faolan.

—Es la sección que íbamos a empezar a registrar la otra noche cuando llegasteis con Saraid —dijo—. Hay algunas zonas que sólo se han cubierto por encima. Muy bien, nos dividiremos en parejas e iremos por ese camino. Cada pareja llevará una antorcha. Faolan con el hermano Suibne. Dovran con Wid. Garvan con Uric —los emparejó a todos, los que tenían experiencia con los menos experimentados, los más fuertes con los más débiles, los ancianos y más sabios con los más jóvenes y en mejor condición física—. Registrad todas las habitaciones de arriba abajo, no importa si su ocupante es un invitado del rey. Abrid arcones, mirad en los excusados, no dejéis nada sin examinar. A la más mínima señal de algo que no esté bien, informadnos enseguida a mí o a Faolan. ¿Entendido? —ocultó un bostezo con la mano—. Y manteneos alerta —añadió.

No sé qué quieres que te diga —protestó Breda mientras se enjugaba los ojos con un pañuelo delicadamente bordado—. Todo el mundo me cuenta cosas distintas, hasta mis propias criadas están diciendo cosas muy crueles, y yo estoy muy confusa. Y asustada. Ese hombre, tu guardaespaldas, señor, no tenía ninguna necesidad de amenazarme de esa manera. Tendría que habérselo pensado dos veces. De todas formas, también es escoto. ¿Eile no llegó aquí con él? ¿Se te ha ocurrido pensar que él también podría formar parte de todo esto?

—Breda —dijo Bridei con una paciencia conseguida con esfuerzo—, lo único que queremos es que digas la verdad. Tan sólo ha pasado un día. No puedes haberte olvidado. Por lo visto no te das cuenta de lo grave que podría ser para ti todo esto. Tu posición, tu sangre real, todas estas cosas no te dan inmunidad cuando hay acusaciones de este tipo de por medio.

Ella se lo quedó mirando.

—¿Acusaciones? ¿A qué te refieres?

Llevaban un buen rato en la pequeña sala de consejo. Cria, cuyo entrecortado relato fue ganando seguridad cuando se dio cuenta de que los hombres la creían, había contado una historia de celos, resentimiento y castigo, de pequeñas omisiones y errores castigados con severas palizas y otras crueldades más sutiles. Ella había propuesto la teoría, compartida hacía ya tiempo por todas las doncellas, de que Breda había provocado el accidente en la cacería en parte con la intención de hacerle daño a Cella de forma deliberada y en parte por mero despecho. Las chicas sabían muy bien que la princesa de las Islas Luminosas no podía soportar un solo día sin dramatismo. Si las cosas le resultaban demasiado aburridas, Breda se ponía manos a la obra para animarlas.

Bedo había relatado lo que le habían contado sobre los celos y sobre cómo eso pudo haber hecho de Eile un objetivo. Durante todo ese tiempo, Breda lo había mirado con los párpados caídos.

—Estás a punto de encontrarte con que se te considera responsable de la muerte de Cella —le dijo Bridei—. Si no quieres ser objeto de más acusaciones de homicidio, dinos adónde fuiste con Eile y los niños ayer por la mañana y dónde los dejaste. Y déjame añadir, en apoyo a Faolan que es un viejo y leal amigo mío, que a mí también me faltó muy poco para agarrarte y sacudirte hasta que soltaras la verdad. Y ahora habla. La pregunta es sencilla.

—Esto no me gusta —dijo Breda con un tenso hilo de voz—. Me parece que no quiero decir nada más. Da la sensación de que me estéis acusando de… asesinato —volvió la mirada hacia Keother—. Tú eres mi primo —dijo en tono lastimero—. Se supone que debes protegerme.

—Soy un rey, lo mismo que Bridei. Y sí, soy pariente tuyo. Eso me permite hacer lo que él no puede. —Keother se acercó a grandes zancadas adonde ella estaba de pie y la luz de las velas iluminaba sus pálidas mejillas surcadas de lágrimas, sus rebosantes ojos azules, su cascada de cabello rubio. La agarró por los hombros y la sacudió con fuerza—. ¡Di la verdad! —bramó—. ¡Cuéntale al rey Bridei lo que viste! ¡No voy a permitir que mi familia tenga las manos manchadas con sangre de inocentes!

Breda palideció.

—Llevamos los dulces abajo, a un… un… almacén —dijo en un susurro—. Había unas habitaciones cerradas, unas zonas viejas, oscuras y que olían a humedad. La pequeña dijo que quería explorar. Formaba parte de un juego que Eile estaba jugando con ellos, estaban en una aventura, recogiendo cosas. Dije que no me parecía un lugar muy adecuado, y mucho menos con niños, regresé a mis aposentos y luego salí al jardín.

Quizá, por fin, había dicho la pura verdad. Keother suspiró.

—¿Por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué todas esas mentiras?

—Aniel —dijo Bridei en voz baja—, ¿puedes mandar a un hombre para que les comunique esto a Garth y a Faolan inmediatamente, por favor?

—Tuve miedo —dijo Breda, con tono de amargura—. Cuando oí que se habían perdido, creí… creí que me echarían la culpa. Y no fue culpa mía. Ni siquiera estaba allí. Me fui enseguida. Estaban bien cuando yo me marché. En serio.

—Señores —intervino Bedo—, ¿podéis excusarme? Os he contado todo lo que sé y quiero sumarme a la búsqueda. Podría transmitir yo el mensaje.

—Ve —dijo Bridei—, y que los dioses te acompañen. Recuérdale a Garth que en esa parte de la Colina Blanca hay un pozo que no se utiliza. —Se le empezó a anudar el estómago. El pozo. El pozo que estaba tras una puerta encadenada, tan bien cerrada que lo más seguro era que nadie lo hubiera considerado un peligro. Quizá ni siquiera lo habían comprobado, pues se hallaba en el extremo más alejado del largo pasillo que había debajo de las dependencias de Breda, un lugar al que no habría llegado la partida de búsqueda antes de que desviaran esta a la ladera boscosa del otro lado de los muros. «Es así como ejerces tu venganza. Me das mi propio Pozo de las Sombras». Al pensarlo creyó oír la amarga risa del dios Innominado. En su cabeza, Derelei yacía allí abajo en la oscuridad, como una muñeca rota, con los miembros despatarrados y su cráneo frágil destrozado.

—Keother —dijo Bridei—. No puedo seguir con esto esta noche. Creo que lo mejor será que lady Breda se quede aquí hasta que se haya registrado la zona próxima a sus dependencias. Sugeriría que de ahora en adelante sus doncellas durmieran en los aposentos de nuestras sirvientas. Dorica les buscará camas y le proporcionará una criada a tu prima. ¿Me disculpas?

—Por supuesto, mi señor.

—Bridei —terció Aniel prescindiendo de la formalidad—. No deberías unirte a la búsqueda. Debemos tener presente la seguridad. Haré que te manden la cena a tus aposentos privados e iré a verte en cuanto haya alguna novedad.

El rey logró asentir educadamente con la cabeza y abandonar la estancia antes de empezar a temblar. Logró llegar a sus dependencias antes de que las lágrimas brotaran de sus ojos. Entonces, como no tan sólo era esposo y padre sino también rey, no fue a buscar a Fola ni fue a ver cómo dormía su hijita. En lugar de eso, se arrodilló en la esquina que tenía asignada para sus oraciones, tranquilizó la respiración y empezó a rezar. Pero aquella noche, por primera vez en su vida, por mucho que buscó en lo más profundo de su interior, no pudo cobrar obediencia a la voluntad de los dioses.

Encontraron la puerta antes de que les llegara mensaje alguno. El hermano Suibne sostuvo la antorcha llameante y bajo su luz Faolan examinó la cadena que mantenía cerrado el acceso. No se soltó fácilmente, pues los agujeros por los que pasaba la cadena eran demasiado estrechos para que Faolan pudiera meter la mano. No parecía probable que Eile hubiera entrado en un sitio así. No era posible que un niño pequeño hubiera abierto esta puerta. De repente sintió frío, como si unos dedos gélidos le hubieran aferrado el corazón.

—Acerca más la antorcha —dijo—. En esta cadena hay algo pegajoso. ¿Lo ves?

—¿Aceite? —sugirió Suibne.

Pero Faolan ya sabía lo que era. Tiró de la pesada puerta con cierta violencia, intentando abrirla a la fuerza.

—Sujeta la antorcha —le dijo Suibne—. Puede que yo pueda meter la mano.

—Está ahí dentro —masculló Faolan—. Lo sé. Lo siento. ¡Eile! —no se oyó nada, salvo un sordo traqueteo mientras Suibne intentaba meter la mano por el agujero y desatar la cadena a ciegas.

—Casi la tengo… Cálmate, Faolan. Dios nos ayudará. Ah, ya está… Ahora tengo que tirar para sacarla… ¡Que Dios nos ayude! ¿Esto es sangre?

La cadena ya estaba fuera. Faolan le puso de nuevo la antorcha en la mano a Suibne y empujó la puerta. Y allí estaba, una forma inerte en el suelo, con la ropa rasgada y sucia, el rostro cadavérico, los ojos cerrados, los miembros extendidos. Cayó de rodillas junto a ella, obligándose a no tomarla en sus brazos, sino a acercar el oído a sus labios, apoyar los dedos suavemente en su cuello. En su cabeza se formó un ruego desesperado, dirigido no sabía a quién: «Deja que viva. No dejes que la pierda».

—¡Dios misericordioso! —murmuró el hermano Suibne, que entonces sacó la cabeza de nuevo por la puerta y gritó en priteni—: ¡Aquí abajo! —Volvió a entrar con la antorcha en alto para iluminar las piedras elevadas que rodeaban el sombrío pozo, para revelar la estrecha abertura al pie del muro exterior.

Por unos momentos interminables, el corazón de Faolan se olvidó de latir. Entonces notó el débil susurro de la respiración de Eile, el lento pulso de su sangre. Se despojó de la túnica y cubrió con ella a la muchacha, rozándole la frente con los labios mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Está viva —dijo, y fueron las palabras más dulces del mundo.

—Faolan —hubo algo en el tono de voz de Suibne que lo alertó—. Hay un pozo.

Se obligó a levantarse, se obligó a acercarse y mirar. La antorcha les mostró a los dos hombres los indicios de un duro ascenso. Eile había dejado su sangre en la disgregable pared del pozo, su último esfuerzo por agarrarse había marcado el borde cubierto de moho con unos desesperados trazos rojos. Era evidente que cuando llegó arriba y salió del pozo se había desplomado, inconsciente, antes de poder pedir ayuda. Suibne sostuvo la antorcha separada del cuerpo para iluminar el fondo del hoyo. Faolan miró, con el alma en vilo. El pozo estaba vacío.

—Gracias a Dios —dijo Suibne en voz baja—. Esperaba encontrar al niño ahí, y que esto fuera un heroico intento de rescate. ¿Qué ocurrió aquí?

—Ven a ver esto. —Faolan, acuclillado de nuevo junto a Eile, le estaba examinando las manos. La luz de la antorcha recorrió las uñas rotas, las palmas escoriadas, los dedos desgarrados y en carne viva. Sus suaves borceguíes de andar por casa estaban rasgados y agujereados y sus pies eran un amasijo de cortes y ampollas. En las rodillas tenía unos profundos rasguños y la suciedad se había incrustado en las heridas.

—Tiene una herida en la sien —observó Suibne—. Mira, aquí. Será mejor que la toques con cuidado, puede que haya heridas que no veamos. Es una larga caída. Un ascenso peligroso y aterrador. Toma, coge mi capa, está muerta de frío.

—¡Garth! —gritó Faolan desde donde estaba arrodillado—. ¡Baja aquí ahora mismo! —y, haciendo caso omiso del buen consejo del clérigo, tomó a Eile en sus brazos.

—¿Faolan? —la voz de Suibne era suave—. Me pregunto si sería posible que un niño pequeño pudiera escabullirse por una rendija como esa que parece haber allí. Si eso ocurriera, quizá una mujer no podría llegar hasta él para hacerlo volver antes de que se alejara. Tendría que dar la alarma. La gente tendría que salir por las puertas y rodear la muralla para encontrarle. Los árboles crecen muy espesos en estas laderas.

—Mmm… —dijo Faolan, acercándose a Eile, preguntándose si estaba seguro de que el corazón de la muchacha seguía latiendo.

—Tal vez resbalara y cayera con las prisas de ir a buscar ayuda.

—Eile no. Además… —alzó una mano para tocar suavemente la sangre seca que Eile tenía en la herida de la cabeza—. ¿Suibne?

—¿Sí?

—Coge esa cadena, enróllala y métetela en el bolsillo o escóndela en alguna otra parte. No quiero que nadie altere las pruebas. Si hay sangre suya en la cadena, necesito que la verdad salga a relucir. Necesito justicia.

—Podría decirse, por supuesto, que somos nosotros los que las estamos alterando. Lo cierto es que ya tengo a buen recaudo el objeto en cuestión. Admiro muchísimo a esta joven, Faolan, tanto si es tu esposa u otra cosa totalmente distinta. Vi su coraje y dulzura en nuestro viaje a Dalriada. Vi su devoción hacia su hija y su confianza en ti. Rezaré para que se recupere.

Antorchas, voces, pasos apresurados. Garth estaba allí y, tras él, el corpulento Garvan y Uric cerca de él. Siguieron más hombres: Wid que acudió con una rapidez sorprendente; Dovran, con el rostro ceniciento de terror.

—Eile está aquí. Está viva. No hay ni rastro de Derelei. Garth, tengo que llevarla adentro enseguida. Está herida y helada.

Hubo exclamaciones de preocupación, de horror; una capa caliente, la de Wid, Garvan ofreciéndose para llevar a Eile. Fue horriblemente difícil desprenderse de ella. Faolan lo hizo sólo porque sabía que el musculoso picapedrero la llevaría a un lugar seguro antes de lo que podría hacerlo él. Ya le había exigido a su rodilla más de lo que esta podía aguantar y tenía miedo de que cediera bajo su peso en cualquier momento.

—Garth —dijo en voz baja—, sella esta habitación durante la noche y no dejes que nadie camine por aquí. Podría ser importante.

—Por supuesto. Deberíamos llevar a Eile a las dependencias de las mujeres, ¿verdad? Y llamar a Fola.

—No voy a perderla de vista —repuso Faolan—. Llevadla a su alcoba. Yo la vigilaré, al menos hasta que se haga de día. Si se considera indecoroso, mala suerte. A Fola sí la necesitamos, ¿le dirás a Bridei lo que ha ocurrido y le preguntarás si Fola puede venir? —Emprendieron el camino, Garvan delante con Eile en brazos y Dovran a su lado con una antorcha.

—¿Garth? —murmuró Faolan.

—Dime, amigo.

—Trae a Saraid. Aunque esté dormida.

—¿Ahora eres sanador y niñera a la vez?

—Por favor.

—Está bien. Creo que tú sí necesitas un sanador. Nunca te había visto llorar.

—Esto se merece mucho más que lágrimas —dijo Faolan—. Derelei sigue perdido. No sabemos los daños que ha sufrido Eile. Estoy empezando a ver respuestas. Pero no haré nada hasta que le pongan bálsamo en las heridas y esté caliente y a salvo otra vez. Y tú deberías dormir. Te prometí descanso y, en cambio, ya ves. Esta no es vida para un hombre con esposa e hijos.

Quería permanecer junto a Eile, hacer todo lo que hiciera falta, vigilarla constantemente, asegurarse de estar a su lado cuando recuperara el conocimiento. Quería estar presente para disipar sus temores y aliviar sus heridas. Quería decirle lo que antes no se había atrevido a expresar con palabras.

Fola, sin embargo, tenía otras ideas, y ante su formidable voluntad e indudable competencia, Faolan se retiró a la alcoba más pequeña, la de la manta verde, mordiéndose las uñas. En la habitación que antes había sido de Ana ardía un fuego en la chimenea y había velas encendidas. Él miró a través de la puerta entreabierta que comunicaba las dos estancias. Se trajeron más mantas. Siguiendo las instrucciones calmadas de la mujer sabia, los hombres trajeron agua caliente para el baño y un poco de comida sencilla y bebida. Elda llegó con un cesto de bálsamos y lociones y un camisón limpio. Entonces las dos mujeres cerraron la puerta y Faolan se quedó allí solo, caminando de un lado a otro.

A medida que iba pasando el tiempo creyó que se volvería loco. Tardaban mucho, ¿qué era lo que iba mal? Se imaginó que iba a perder a Eile en cualquier momento. Pensó en ella despertándose, confundida y aterrorizada. Pensó que no se despertaba en absoluto. Imaginó la cadena y la mano que la había empuñado, una mano malvada y arbitraria. Estaba a punto de irrumpir en la otra habitación para decir no sabía qué, cuando oyó que llamaban a la puerta de entrada y la voz de Garth.

—Estamos aquí.

Saraid no estaba dormida del todo. Llevaba puesto su pequeño camisón, con una manta encima y con Lamento en brazos.

—¿Mamá? —dijo con vocecilla vacilante.

—Le he dicho que mamá ha vuelto, pero que está dormida —explicó Garth.

Faolan asintió con la cabeza y tomó a la niña en sus brazos.

—Gracias. ¿Has hablado con Bridei?

—Le he contado lo que sabemos. Tengo entendido que Fola también ha visto algo; algo que sugiere que Derelei está, en efecto, fuera de los muros y que tal vez siga vivo. Ya sabes lo que eso significa, Faolan.

—Otra jornada de búsqueda mañana.

—¿Vendrás?

Él bajó la mirada al rostro solemne de Saraid. Escuchó las voces suaves y capaces de las mujeres de la habitación contigua. Era el guardaespaldas principal de Bridei; era responsable de la familia del rey.

—Lo decidiré por la mañana —respondió—. Veo que habéis abandonado la búsqueda dentro de los muros por esta noche, ¿no?

—El rey ha dicho que no continuáramos buscando. Cree que la visión de Fola es certera.

—Entonces será mejor que te vayas a dormir. Gracias por todo. Eres un verdadero amigo.

Garth asintió.

—Tú harías lo mismo por mí —repuso.

Cuando el guardia se fue, Faolan y Saraid se sentaron uno al lado de otro en la cama y él le cantó la canción de Lamento. En la estrofa más reciente, a Lamento la dejaron montando guardia en el bosque, vigilante y silenciosa, y cuando Faolan y el valiente Ban pasaron por allí, ella los alertó del peligro. Así Saraid pudo ser rescatada y llevada a casa. Faolan alargó la canción, pues quería que la niña viera a su madre antes de irse a dormir, pero llegaron al final y la puerta seguía cerrada.

—¿Mamá? —preguntó Saraid—. ¿Casa de la colina?

—Esta noche mamá está demasiado cansada para contarte una historia. Te la contaré yo. Esperaremos a que mamá esté preparada. Lo haremos todos juntos.

—¿Faolan? —la puerta se abrió ligeramente y allí estaba Fola—. ¡Oh! —miró a Saraid—. ¿Puedo hablar delante de la niña?

A él volvió a entrarle frío.

—¿Son malas noticias?

—No mucho, aunque Eile todavía no ha recuperado la conciencia del todo.

—Entonces dímelo ahora. ¿Podemos verla?

—Siéntate, Faolan. Podrás entrar enseguida. No puedo quedarme con ella toda la noche, y Elda tampoco. Como has rehusado la ayuda de otras personas, debo explicarte lo que hay que hacer. Sé que en cuanto entres en la otra habitación no vas a escucharme. Vamos, siéntate. Así está mejor. —Entró y tomó asiento en el arcón. Llevaba las mangas de sus vestiduras grises remangadas hasta el codo—. Hemos hecho entrar en calor a Eile y nos hemos ocupado de sus cortes y magulladuras. Pareció reaccionar al baño y al calor del fuego; logró beber unas gotas de agua. Es importante que no dejes de ofrecerle algo de beber cada vez que vuelva en sí lo suficiente como para tragar. Pero no demasiado de una sola vez. Allí encima hay pan de harina común y un poco de caldo; puedes calentar la olla en el fuego. No importa si se lo come o no, ya comerá mañana. Sin embargo, tiene que beber.

—¿Se…?

—Déjame terminar. La hemos examinado detenidamente para ver el daño que había sufrido. Aparte del golpe en la cabeza parece tener dañado el hombro izquierdo, pues no le gustó que se lo tocáramos. No creo que tenga nada roto, de lo contrario no habría podido trepar tanto trozo. Perderá unas cuantas uñas. —Fola miró a Saraid, que tenía los ojos muy abiertos—. No hay señales de abusos. No puedo decirte cómo sufrió la herida de la sien. Quizá fue en la caída. Por otro lado, podría ser que el golpe la hiciera caer. Hay ciertas marcas…

—Sí —interrumpió Faolan—. ¿Qué daño ha sufrido por ello, aparte de la herida abierta?

—No sabría decirte. Quizá no haya daños a largo plazo. Es asombroso que no se rompiera ni un solo hueso —la mujer sabia lo contempló con expresión grave.

—Viste la marca de la cabeza. Creo que la dejaron inconsciente antes de que cayera al pozo. Eso puede reducir los daños provocados por una caída. No quiero hacer públicos los detalles concretos de la herida en la cabeza hasta que no haya hecho unas cuantas preguntas más.

—Si estás diciendo lo que creo que estás diciendo —empezó Fola con una mirada astuta—, será mejor que tus investigaciones no te roben mucho tiempo. Esta noche vas a necesitar toda tu energía para Eile. Cuando se despierte del todo, estará confusa y angustiada. Tranquilízala. Elda te ha dejado un bálsamo para las manos y los pies. Aplícaselo a menudo. Y llámanos a cualquiera de las dos si necesitas alguna cosa, por pequeña que sea. Regresaré por la mañana.

—Ahora nos gustaría verla.

Fola sonrió.

—Has sido paciente. No esperes dormir demasiado esta noche.

—Garth dijo que viste algo. Sobre Derelei. ¿Puedes contármelo?

—Normalmente no comparto mis visiones con el resto del mundo —dijo la mujer sabia al tiempo que se ponía de pie—, pero veo que tendrás que tomar una decisión difícil al amanecer; el amor en conflicto con el deber. Vi a Derelei, sí.

—¿Dónde? ¿Está bien?

—Caminaba por un bosque profundo y oscuro, solo. Seguía su camino con absoluta confianza. Me parece que la teoría de su madre era correcta. A Derelei no lo han secuestrado. No se ha escapado ni se ha alejado y se ha perdido. Con dos años de edad, ha emprendido una misión.

—Derry se ha ido —dijo Saraid asintiendo sabiamente con la cabeza.

—¿Adónde fue, Ardilla? —Faolan tenía el corazón en un puño, pero mantuvo un tono despreocupado.

—Derry se ha ido. Se ha ido al bosque. Todo oscuro.

Faolan miró a Fola y ella le devolvió la mirada con calma. Sin necesidad de palabras, se había decidido que aquella noche no se harían más preguntas.

—Saraid —dijo Fola—. Mamá está muy cansada. Está durmiendo un sueño muy largo. Puedes entrar a verla, pero no la despiertes. Buena suerte, Faolan. No dudes en pedir ayuda si la necesitas. Tengo la sensación de que no te resulta fácil hacerlo.

Pero él ya se había dirigido a la otra habitación, donde Eile se hallaba tumbada en la cama grande, bien tapada, una delgada forma bajo varias capas de mantas de lana. El fuego parpadeante, cuya luz bailaba sobre los tapices que representaban árboles, flores y criaturas, le daba un buen ambiente a la estancia, brillante, seguro y acogedor. Saraid trepó a la cama y se metió debajo de las mantas, tan cerca de su madre como pudo.

—Mamá está en casa —dijo. Al cabo de un momento empezó a llorar con un leve sonido reprimido que no tardó en dar paso a unos sollozos incontrolados mientras se aferraba a Eile y ocultaba la cabeza contra el pecho de su madre.

Faolan no se concedió tiempo para pensar. Se echó al otro lado de Eile, sobre los cobertores, y las rodeó a las dos con el brazo.

—Calla, Saraid —susurró—. Todo irá bien. Lo prometo. Todo irá bien. —Lo invadió un agotamiento terrible, constituido no únicamente por el dolor de la pierna, la sensación de tener los ojos arenosos y el peso de demasiadas noches sin dormir. Se dio cuenta de lo pequeños e indefensos que estaban frente a los actos violentos y arbitrarios del destino. Con ello se vio transportado de nuevo al Paso del Violinista y a la noche que había cambiado toda su vida.

El llanto de Saraid se fue apagando. Él le acarició el pelo, y el de Eile, y notó que sus propias lágrimas brotaban de nuevo. Al cabo de un rato una vocecilla dijo:

—Ahora el cuento. Por favor.

Faolan cogió aire, temblorosamente, y lo soltó.

—De acuerdo. Lo intentaré. Tendrás que ayudarme. No me lo sé tan bien como Eile. Érase una vez una niña que vivía con su madre y con su padre…

—En una casa en una colina.

—Era una casa pequeña, suficiente para tres personas…

—Gallinas —dijo Saraid—. Gato.

—Era del tamaño adecuado para todo el mundo. Tres gallinas, una negra como el carbón, otra parda como… como el barro…

—Otra parda como la tierra.

—Y otra blanca como la nieve. Y un gato. Pelusa, ¿verdad? —Sí. Jardín.

—Ella… ella arrancaba malas hierbas, arrodrigaba las judías y, entre una cosa y otra, se quedaba mirando al estanque, soñando. Eile se movió y dejó escapar un leve sonido.

—Creo que mamá se está despertando. —Faolan alzó el brazo y lo apartó lentamente para no sobresaltarla. Se levantó poco a poco de la cama.

—Más cuento. Papá fuera. Huevos.

Faolan observó a Eile, que se llevó una mano a la sien; parpadeó e intentó tragar.

—Cuando su papá llegaba a casa, ella le preparaba unos huevos —susurró él— y les ponía todas las hierbas buenas que había cultivado en su huerto. No recuerdo los nombres.

—Tomillo, salvia, ajedrea —dijo Saraid, soñolienta.

—Y cuando se los servía, él decía: «Esta es mi chica». Entonces ella sabía que su mamá y su papá la querían, y que era la niña más afortunada del mundo. Eile, ¿estás despierta?

—¿Faolan? —su voz sonó ronca, seca y dolorida—. ¿Qué ha pasado? Me duele la cabeza. Tengo mucha sed.

Faolan fue a buscar agua, le pasó el brazo por detrás de los hombros para ayudarla a incorporarse y sostuvo la taza mientras ella bebía.

—No demasiado.

Eile lo miró por encima del borde de la taza con unos ojos ensombrecidos en un rostro que parecía el de un fantasma, pálido y hundido.

—Tuviste un accidente; tardamos en encontrarte —le dijo con tacto—. Pasaste mucho frío. Tenemos que tomarnos las cosas con calma —dejó a un lado el vaso y se movió de nuevo para sentarse en el borde de la cama.

—¿Qué ocurrió? No recuerdo nada. ¿Qué día es? ¿Cuánto tiempo…? —empezó a temblar.

—Mamá se cayó. Abajo, muy abajo.

—¡Oh, dioses, Faolan! ¿Se hizo daño Saraid? —Eile atrajo hacia sí a su hija.

—No se ha hecho daño. Estuvo perdida un rato, pero no le pasó nada. Ella no ha podido contarnos lo ocurrido. Ese día estabas con los dos niños, Eile, con Saraid y con Derelei, andabais por fuera, por los jardines. Entonces desaparecisteis los tres… —le contó lo que sabía, sin mencionar a Breda—. Y te acabamos de encontrar ahora mismo, al borde del pozo. Mírate las manos. ¿No te acuerdas?

Ella se miró las manos, untadas de bálsamo y vendadas. La expresión de sus ojos fue de confusión.

—Mamá está herida —dijo Saraid.

Los temblores de Eile se hicieron convulsivos, unos violentos arrebatos que sacudían todo su cuerpo.

—Vuelve a tumbarte. Bajo las mantas. Deja que…

—Tengo mucho frío, Faolan. No creo que pueda volver a entrar en calor nunca.

Él fue a echar más leña al fuego, aunque la habitación estaba incluso demasiado caliente. Al darse la vuelta, Eile se había vuelto a incorporar.

—Antes estabas aquí tumbado, con el brazo por encima de nosotras, ¿verdad? Entonces no tenía tanto frío. Y me sentía segura. ¿Quién más está aquí, Faolan? Me pareció oír a unas mujeres.

—Fola estuvo aquí con Elda. Ahora es de noche y sólo estamos nosotros tres.

—Ven a tumbarte a nuestro lado. Mantennos calientes.

Así lo hizo, quedándose encima de los cobertores, y Saraid no tardó en quedarse dormida, con las mejillas sonrosadas, agarrada con un brazo a su madre y con el otro a Lamento. Pero Eile y Faolan permanecieron despiertos. «Es como en el sueño —pensó él—. Como en el sueño bueno, donde me despierto con ella entre mis brazos. Sin embargo, algo es cruelmente diferente. ¿Qué va a decir cuando sepa la verdad, que Breda intentó matarla?». Porque en el fondo sabía que era eso lo que había ocurrido; el instinto y las pruebas encajaban demasiado bien como para que hubiera otra explicación.

—¿Faolan?

—¿Sí?

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por estar aquí. Por cuidar de mí. Por venir a buscarme. Yo… Antes has hablado de un pozo. Creo que recuerdo haber trepado. ¿Es cierto o son imaginaciones mías?

—No, mo cridhe. Trepaste hasta lo alto. Fue una proeza de un coraje sin igual. Pero al llegar arriba te debieron de fallar las fuerzas. No me des las gracias por encontrarte. Fue por un error mío que llegamos tan tarde.

—¿De qué error hablas? ¿Cuánto tiempo estuve allí?

—Casi dos días y una noche. No es extraño que tengas sed. Notó que una repentina tensión recorría el cuerpo de Eile.

—¿Derelei? ¿Dónde está Derelei? ¿Se encuentra bien? Tenía que decirle la verdad.

—No lo sabemos. Creemos que está fuera de los muros, pero de momento no hemos encontrado ni rastro de él. Tuala tuvo una visión en la que el niño estaba vivo e ileso, en algún lugar del bosque. Esperamos que esté en lo cierto.

Eile estuvo un rato sin decir nada. Entonces le salió la voz, débil y temblorosa.

—Yo estaba cuidando de él. Es culpa mía. ¿Por qué no puedo acordarme? Un pozo. ¿Por qué iba a acercarme a un pozo con ellos dos?

Faolan apretó los labios contra sus cabellos, con el brazo en torno a ella sin apretar, con cuidado de no rozar su hombro herido. En voz queda le contó lo de la búsqueda de Tuala y los arreglos que se habían hecho para mantenerla en secreto.

—No recuerdo nada —susurró Eile—. Salvo… creo que mi padre estuvo allí. Ahí abajo en aquel lugar. Yo quería quedarme allí tendida. Me dolía todo. Él me dijo: «Lucha». No dejó que me rindiera.

—De modo que trepaste.

—Supongo que sí. Tengo las manos hechas un desastre, ¿no? ¿Por qué me duele tanto la cabeza, Faolan?

—Tienes muchos cortes y magulladuras. Tienes suerte de no haberte roto nada. —Se levantó y se acercó a la chimenea—. ¿Quieres un poco de sopa?

Eile meneó la cabeza e hizo una mueca de dolor.

—No quiero nada. Estoy mareada. Tendría que haberlo mantenido a salvo. Ellos confiaron en mí y ahora está perdido. Es muy pequeño…

—¡Chsss, Eile! Hablaremos de ello por la mañana. Ahora túmbate.

—¿Faolan?

—¿Mmm? —Estaba echando leña al fuego, no debía dejar que Eile cogiera frío.

—Pareces exhausto.

—Estoy bien. No necesito dormir mucho.

—Tonterías. Deja eso, ven y acuéstate.

—Puedo dormir en el suelo.

—Te necesito aquí, a mi lado. Por favor.

En su actual estado de agotamiento no había ninguna posibilidad de que el deseo le creara algún tipo de problema antes de que amaneciera. De todos modos, lo único que se quitó fueron las botas. Cuando estuvo echado, Eile se movió para apoyar la cabeza en su hombro. Se acurrucó contra él. El fuego teñía de un brillo rosáceo el tapiz que había a los pies de la cama, una pieza realizada por Ana, una imagen de un ciruelo en plena floración primaveral con una familia de patos buscando comida por debajo.

Faolan estrechó a Eile y sus dedos se enredaron en los cabellos de la muchacha.

—No creo que pueda dormir —dijo ella—. No puedo quitarme de la cabeza a Derelei, solo ahí afuera. ¡Hace tanto frío por la noche!

—Puede que Tuala ya lo haya encontrado.

—Pero…

—¿Tengo que cantarte una canción y contarte un cuento para que te duermas? —le preguntó.

—Si quieres puedes hacerlo —respondió ella con una sonrisa en su voz.

Hubo un silencio.

—Me preocupa que voy a quedarme medio dormido. Y tengo que decirte una cosa. Yo…

—¡Chss! Ahora no.

—Entonces te contaré un cuento. Érase una vez un hombre que había perdido su camino. Siendo joven había recibido un duro golpe y durante mucho tiempo, años y años, había estado siguiendo caminos equivocados, y durante todo ese tiempo el mundo había ido pasando a toda prisa por su lado y él nunca se había molestado en detenerse a hacer cosas insignificantes. Abrazar a un niño. Sentarse tranquilamente con un amigo, hablando. Cantar canciones. Había avanzado tanto por un camino que no llevaba a ninguna parte que a duras penas sabía ya quién era, y aunque no tenía más de treinta años, le decían que parecía viejo.

—Yo nunca he dicho tal cosa.

—Quizá no con tantas palabras, pero era lo que querías decir. En cualquier caso, resumiendo, él conoció a una persona, a dos personas, que de repente le hicieron la vida muy complicada. Siempre estaban haciendo cosas que lo sorprendían. En ocasiones lo asustaban. A veces hacían que los ojos se le llenaran de lágrimas, unas lágrimas que no podía derramar porque se le había olvidado cómo hacerlo. Se hizo imposible seguir llevando la vida que había llevado hasta entonces. Esas personas eran un fastidio y un estorbo y hacían necesario que dejara de lado sus bien concebidas normas, las normas que lo habían mantenido a salvo, las que le impedían tener sentimientos. Intentó dejarlas, pensando que estarían mejor sin él, pensando que a él le sería más fácil estar sin ellas. Entonces sintió algo extraño, como si una parte de él que llevaba mucho tiempo cerrada hubiera quedado al fin expuesta, en carne viva, increíblemente dolorosa. Pensó que tal vez era la sensación de su corazón al romperse.

Eile no dijo nada. Faolan se preguntó si la historia no habría funcionado demasiado bien y quizá ella se hubiera dormido.

—Sorprendentemente, tuvo otra oportunidad. Ella se la dio, pues era más sensata que él. Esta vez estaba resuelto a decirle lo que sentía, que ella lo había abierto y había dejado entrar luz en su vida. Sin embargo, ella seguía diciendo «¡Chsss, ahora no!», y él se calló. Hasta que llegó un día en que estuvo a punto de perderla de nuevo. Entonces se lo dijo, aun cuando ella intentó detenerlo, porque sabía que si ocurría algo y no se lo había dicho, nunca podría perdonárselo.

Un silencio. Entonces ella murmuró:

—En tal caso imagino que será mejor que lo digas.

—Te quiero —susurró Faolan—. Aceptaré tanto o tan poco como estés dispuesta a darme. Yo os daré a Saraid y a ti todo lo que llevo dentro.

El fuego chisporroteó, los pájaros del tapiz se movieron con la corriente, el silencio se prolongó. Al final se oyó la voz de Eile, dulce y vacilante:

—Ha sido el mejor cuento que he oído en mi vida, Faolan. ¿Ahora cantarás la canción?

Él no le dijo dónde y cuándo había cantado esta canción de cuna por última vez. No le habló de Deord tendido en el Brezal con la cabeza apoyada en su hombro mientras sus ojos se volvían cada vez más apacibles y su rostro más pálido, y mientras se le escapaba la vida con la sangre que mojaba el oscuro suelo del bosque. La cantó para los tres, para el padre, la hija y la nieta; un trío cuyo coraje era una almenara que iluminaba su camino. La melodía flotó sobre la durmiente forma de Saraid y se abrió camino por el cuerpo de Eile, que estaba tumbada junto a él, como si ese fuera su lugar. Se movió por la habitación iluminada por el fuego donde tal vez, sólo tal vez, Deord podía oírla también. Cuando Faolan llegó a los últimos versos, ya se le cerraban los ojos y un calor dulce invadió su cuerpo dolorido.

—Que tus miembros y ojos fatigados obtengan reposo —murmuró— y despiertes a un nuevo día claro y luminoso —y, abrazado a ella, se durmió.

El druida estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas bajo la extensa copa de un viejo roble, en una hondonada que se encontraba subiendo por una ladera boscosa, a varias millas de la Colina Blanca. Sentía el latido de la Diosa Madre en la tierra que lo sostenía y percibía la miríada de aromas que había en el aire, las minúsculas y sutiles diferencias que había aprendido a reconocer durante sus largos años de capacitación. Los sonidos del bosque formaban una música suave y salvaje que era un bálsamo para los oídos, que hablaban de una profunda sabiduría, antigua e inmutable, que se escapaba al conocimiento humano. «Aguanto. Soy fuerte».

Tenía los ojos cerrados, la espalda recta, las manos relajadas sobre la prenda hecha jirones que cubría su desnudez. No tardaría en hacer más lenta su respiración, en dejar la mente en blanco y sumirse en una profunda meditación. Al aproximarse a su destino había oído que la diosa le pedía que aflojara el paso y dedicara tiempo a la reflexión, pues le aguardaba una tarea que pondría duramente a prueba sus recién halladas fuerzas. Cada día se había sentado así durante un rato, concentrándose en los dioses y en la obediencia.

En las visiones que su trance le provocaba veía a una figura subiendo por la colina, siguiendo con paso suave el camino del bosque, con el rostro moteado por la luz del Guardián de las Llamas que quería penetrar a través del follaje. En ocasiones era Bridei, un hombre en la flor de la vida, fuerte, de espaldas anchas, ojos azules de mirada firme y cabellos rizados del color de las castañas maduras. Otras veces era Tuala, su hija, una chica menuda y grácil cuya forma parecía al mismo tiempo misteriosa y muy familiar, con su piel blanca como la nieve, su mata de pelo oscuro y sus ojos sabios y profundos. Y en otras ocasiones, como aquel día, era el niño: Derelei, su pequeño alumno, su frágil y querido niño mago. La visión de Broichan le mostraba la diminuta figura ataviada únicamente con una camisa y unos pantalones, sin ropa de abrigo, y calzado con unas botas de andar por casa que estaban raídas y cubiertas de barro. El niño también llevaba la cara sucia pero, debajo de la mugre de su viaje, su suave boca expresaba una férrea determinación. Sus ojos grandes miraban siempre adelante.

Al cabo de unos diez pasos Derelei se detuvo y miró ladera arriba. En aquel momento el druida cayó en la cuenta de que esta vez no era una visión, sino la realidad. En efecto, era su querido niño el que estaba allí en el sendero entre los árboles, desde donde sus ojos claros y extraños examinaban fijamente la figura del druida, sentado más arriba. Broichan contuvo el aliento.

—¡Botan! —exclamó Derelei, que echó a correr hacia él con los brazos abiertos y el rostro iluminado de alegría. Al druida le dio un vuelco el corazón. Los ojos se le inundaron de lágrimas. Se alzó de rodillas, abrió los brazos y estrechó a su nieto en un fuerte abrazo.

—Derelei —murmuró con los labios pegados a los cabellos del niño—. ¿Has venido hasta aquí a buscarme? —mientras lo decía supo que así era. No era necesario considerar cómo se había realizado el viaje; la fragilidad del niño, la larga distancia y el terreno agreste, la naturaleza caprichosa del tiempo y los peligros que comportaba el camino. Tales consideraciones eran irrelevantes con aquel niño en particular. Broichan lo estrechó contra sí, sintiendo los brazos de Derelei apretados en torno a su cuello, y reconoció aquel momento como de un profundo cambio. Por fin era íntegro, y ahora volvería a casa.

Al cabo de unos instantes abrió los ojos y observó que el niño no había realizado su viaje completamente solo, después de todo. Sentado cuidadosamente a poca distancia, lavándose detrás de la oreja derecha con la pata, había un pequeño gato gris con un rabo que parecía un cepillo. Le resultaba vagamente familiar.

Un druida no sacaba conclusiones precipitadas. No hacía preguntas a menos que fuera absolutamente necesario. La vida era una serie de rompecabezas. La habilidad de un druida radicaba en elegir entre toda una variedad de soluciones, cada una de las cuales podría ser correcta de un modo u otro. Broichan estudió a la criatura. Cuando el gato hubo terminado de lavarse y quedó satisfecho, fijó en él sus ojos grandes y enigmáticos y lo examinó con solemnidad. El druida sonrió.

—Bienvenida, hija —dijo, y el gato desapareció. En su lugar estaba la reina de Fortriu, que lo observaba con el mismo calmado escrutinio.

—Padre —dijo Tuala—. Te hemos echado de menos. Te necesitamos en casa.

Ni una palabra sobre su marcha repentina. Ni un solo indicio de que estuviera horrorizada o alarmada por el cambio en su aspecto físico. La serena autodisciplina de la muchacha era idéntica a la que antes había sido su propia conducta, aprendida con esfuerzo, muy ensayada, un escudo y una defensa.

—Pues deberíamos volver —repuso él, y oyó que le temblaba la voz como una hoja en otoño. Se puso de pie con Derelei en brazos y se dio cuenta de que estaba llorando.

—Puede que seas el druida real —dijo Tuala—, y yo una reina, pero creo que podemos permitirnos olvidarlo durante un rato. Aquí no nos ve nadie.

Se acercó a él y Broichan vio que, aunque su modo de andar era suave y cuidadoso como el de la criatura cuya forma había adoptado para el viaje, la mano que extendió hacia él no era del todo firme. Sus ojos tenían una sombra de duda.

—Lo siento —dijo Broichan, que se colocó a Derelei en la cadera y rodeó a su hija con el brazo—. Lo siento mucho, Tuala.

—¡Chsss! —Ella lo abrazó y su padre vio el brillo de las lágrimas en sus ojos—. Todo eso ya ha pasado. ¿Qué has estado comiendo? ¿Hierba? Se te notan todas las costillas.

—Tuala, tu bebé… ¿todo va bien?

—Es una niña, y está muy bien. La hemos llamado Anfreda.

Broichan volvió a notar que una amplia sonrisa incontrolable se le extendía por el rostro; era una sensación extraña. En la época «anterior» no era un hombre dado a sonreír.

—Anfreda. Me complace. Tendrás que volver a casa con ella. Enseguida. ¿Quizá pudiéramos…?

—Derelei es demasiado pequeño para una transformación. No hay duda de que podría hacerlo, pero no deberíamos permitirlo. Carece de control. Puedo llevarlo yo.

—Yo lo llevaré, Tuala.

Ella no cuestionó su estado físico.

—De acuerdo. Y por el camino te contaré las novedades de la Colina Blanca. Han ocurrido muchas cosas durante tu ausencia. Te necesitábamos. Aún te necesitamos. Espero que esta vez te quedes.

—Si se me necesita, me quedaré —respondió—. Me da la sensación de que te has arriesgado mucho por mí. —Broichan sabía lo mucho que temía Tuala que sus poderes del otro mundo fueran un asunto de dominio público.

—Sí, por mi padre. Y por mi hijo. Cuando estemos cerca de casa, volveré a utilizar la otra forma.

—Recuerdo el gatito que te dio Fola cuando eras niña. Se llamaba Bruma, ¿verdad?

—Lo quería mucho. Fue un verdadero amigo en los momentos de soledad. No creo que se ofendiera al saber que he copiado su forma. El hecho de recordarlo tan bien me facilitó la transformación.

—Es un don muy poco común —dijo el druida real—. Espero que, con el tiempo, me mostrarás más. Creo que podríamos aprender el uno del otro.

Deberías marcharte —dijo Eile—. Sé que es lo que harías si no fuera por nosotras. Saraid y yo estaremos perfectamente a salvo aquí. Podemos pasar el día con Elda, o en el jardín con Dovran vigilándonos, si de verdad estás preocupado. Derelei corre un riesgo terrible. El rey te necesita. —Observó con detenimiento a Faolan, que estaba agachado junto al fuego, reavivándolo para que Saraid y ella pudieran vestirse sin coger frío. Ya les había llevado el desayuno mientras Garth rondaba por el pasillo y, para agradecérselo, Eile se había obligado a tragar unos cuantos bocados. Todavía se sentía extraña, le dolía todo y sentía un curioso mareo cuando intentaba incorporarse. Pero no iba a admitirlo delante de él. En aquel mismo momento los hombres se estaban congregando en el patio, preparándose para otra jornada de búsqueda. Eile sabía que si lo retenía a su lado, el sentimiento de culpa iba a atormentarlo todo el día.

—Si no es que la pierna no te lo permite, por supuesto… —No iba a decirle lo mucho que quería que se quedara. Había resultado muy dulce despertarse en sus brazos y darse cuenta de que no tenía miedo. La expectativa de un maravilloso cambio en sí misma la había conmovido en lo más profundo.

—No voy a dejarte sola. Debes permanecer donde estás, bien vigilada. Todavía no sabemos qué te ocurrió. Es posible que tu caída no fuera un accidente.

—Sé lo que piensas. Parece… una locura.

—Eile, lo digo muy en serio. Si no estoy aquí, el mejor lugar para ti son las dependencias reales. Fola está allí, y al menos otras dos mujeres, y Dovran estará de guardia durante el día. Te llevaré antes de marcharme. No debes intentar caminar. Necesitas reposo absoluto. Quiero que te quedes con Fola hasta que yo regrese.

Al ver lo tensa que tenía la mandíbula y lo pálido que estaba, Eile contuvo un comentario sobre eso de darle órdenes.

—De acuerdo —dijo—. Supongo que tú sabes de estas cosas. Quizá pueda ayudar a Fola con el bebé.

—Debes descansar, Eile. No intentes hacer nada. No puedes esperar volver a estar bien inmediatamente, necesitas tiempo para recuperarte.

—Si eso es lo que crees. Descansar es una cosa que no se me da muy bien. Faolan, espero que encuentres a Derelei. Es de lo más aterrador no saber si tu hijo está perdido o no, muerto o vivo.

Él asintió con la cabeza y se inclinó para cogerla en brazos.

—¿Faolan?

—¿Sí?

—Antes de que subamos, quiero decirte… Lo que dijiste anoche… esas cosas… Me gustó oírlas. Me gustó mucho.

Él no dijo nada; sus ojos hablaban por él, y dejaron a Eile sin aliento.

—Y… al despertarme esta mañana contigo aquí, con tus brazos en torno a mí, eso también me gustó. Fue sorprendente, pero estuvo bien. Quería que lo supieras antes de marcharte.

Faolan sonrió. Fue como ver un rayo de luz del sol irrumpir en un lugar oscuro.

—Gracias —le dijo.

Fola no pareció inmutarse por tener que supervisar a Eile y a Saraid además de al bebé de la reina y a su nodriza. Le dijo a la joven que se tumbara en el camastro y no había aceptado un no como respuesta. La niñera de confianza de Anfreda intentó llevarse a Saraid a jugar al jardín, pero la niña no se dejó convencer, se negaba a perder de vista a su madre ni un minuto.

—Quizá sea mejor así —comentó Fola—. Hasta que Faolan llegue al fondo de lo que te ocurrió, lo más sensato es sugerir que ambas permanezcáis en un lugar seguro.

—Creo que piensa que alguien lo hizo a propósito —dijo Eile, mirando a Saraid, que jugaba en la estera con los animales de madera de Derelei. No iba a utilizar las palabras «hacer daño, herir, matar» en presencia de su hija—. Me parece que espera que lo recuerde sin que me digan nada, para así poder demostrar su teoría. O que Saraid cuente algo. Pero ¿por qué querría alguien hacerme eso? Yo no soy nadie.

—¿No recuerdas nada?

—No recuerdo nada de lo que ocurrió desde las primeras horas de aquel mismo día hasta el momento en que me desperté en aquel lugar. Faolan dijo que había una estrecha abertura que daba al exterior, que podría ser que los niños hubieran salido por ahí. Pero ¿por qué iba yo a llevarlos a un pozo? Es una estupidez, son pequeños y curiosos. ¿Qué pensará la gente?

—Te sugiero que no hagas caso de lo que piensen, Eile. Los que te conocemos un poco bien nunca te creeríamos capaz de actuar con negligencia con los niños.

—Entonces, ¿hay quien cree que Derelei se ha perdido por mi culpa? ¡Oh, dioses…!

—Corren rumores. Eso me han dicho. En momentos de crisis la gente tiende a cotillear. Bridei confía en ti. Eso debería tranquilizarte.

—¿Rumores? ¿Qué rumores? ¿Qué es lo que dicen exactamente? —Eile se incorporó en el camastro, intentando no hacer caso de la manera en que le daba vueltas la cabeza.

Fola estaba a la mesa, moliendo algo eficientemente en un almirez con el macillo. Un olor acre llenaba la habitación. La mujer sabia volvió sus sagaces ojos oscuros hacia Eile, pero no dijo nada.

De repente la joven tuvo una sospecha.

—¿Faolan te pidió que no me lo contaras?

Fola sonrió.

—Os conocéis muy bien, ¿verdad?

—Cuéntamelo, por favor. Necesito saber la verdad. ¿Qué es lo que dice la gente de mí?

—He oído la teoría —le explicó Fola con cierta renuencia— de que alguien te infiltró aquí con el propósito de secuestrar a Derelei. Que eras una espía, una espía muy lista que se ganó la confianza de la reina con asombrosa rapidez. A ojos de algunas personas eso también convierte a Faolan en culpable, culpable por asociación. Ayer en la cena Bridei se levantó y ordenó a todo el mundo que dejara de divulgar semejantes historias. Tenía razón; es un verdadero disparate.

A Eile se le formó un nudo en el estómago que era en parte recelo y en parte furia. ¿Cómo se atrevía la gente a atacar a Faolan, que había estado con el rey desde que subió al trono?

—Pero todos en la corte conocen a Faolan —dijo Eile—. Deberían saber lo leal que es, lo estúpido que es sugerir que puede ser un traidor.

Fola había terminado de machacar sus bayas secas. Entonces trasladó el polvo resultante del mortero a una diminuta jarra de piedra.

—Faolan es un hombre muy particular —comentó—. Puede que lleve años en la corte, pero en realidad la gente no lo conoce. Siempre se ha mostrado menos que abierto a las amistades. Ha sido muy reservado con su pasado. No le resulta simpático a todo el mundo, Eile. Y es un escoto que, por decisión propia, se ha adherido a un rey priteni. Eso en sí mismo ya resulta sospechoso a algunos. Los pocos que sí lo comprenden un poco saben que es absolutamente leal a Bridei, aun cuando ande por ahí representando un papel contrario, como a menudo le exige hacer su trabajo. Sin embargo, puede ocurrir que la gente común y corriente lo mire, te miren a ti y a lo que te ha ocurrido, y se precipiten a una conclusión desagradable.

Eile quiso hablar, aunque temió que su voz dejara translucir demasiadas cosas. Aquello le dolía mucho más que la brecha que tenía en la cabeza.

—Pero nadie sabe lo que me ocurrió —dijo—. Si me caí o me empujaron; si fui tan estúpida de llevar a los niños a ese lugar peligroso. Si los hice salir al otro lado del muro o si alguien se llevó a Derelei con o sin mi permiso. No hay ningún testigo, excepto Saraid, y ella ni siquiera me lo quiere contar a mí. Si no lo recuerdo, ¿cómo podré defenderme? ¿Cómo podré defender a Faolan? Es el mejor amigo que he tenido nunca y no he hecho más que causarle problemas.

—Túmbate, Eile. Has pasado por una terrible experiencia. Es esencial que descanses. La herida de la cabeza es grave, por no hablar del frío que sufres. Sigue mi consejo y deja de lado estos rumores. No permitas que te molesten. Con el tiempo la verdad saldrá a la luz. —Le puso un tapón de corcho a la botellita y la colocó en un estante—. Oigo que el bebé se despierta. Le diré a Tresna que la traiga aquí para darle de comer; nos vendrá bien una distracción.

Eile se echó y cerró los ojos obedientemente. Escuchó los sonidos de las dos mujeres cambiándole los pañales a Anfreda; los de Tresna amamantándola en tanto que su propio bebé estaba pataleando en la estera y susurrando alegremente. Oyó que Saraid le cantaba al hijo de Tresna y le examinaba los diminutos dedos de manos y pies. Durante todo ese tiempo la sensación que tenía en el estómago, una fría piedra de incertidumbre, se fue haciendo más intensa y las imágenes de su cabeza más sombrías. ¿Cómo podía cargar con eso a Faolan, que tan bien se había portado con ella? No sería sólo hoy. Si se quedaba con él, si dejaba que él asumiera la responsabilidad por ella, sería una cosa tras otra. Era un problema; más o menos lo había dicho él mismo, aunque lo expresara con sus dulces palabras de amor. Le iba a causar un problema tras otro sin ni siquiera proponérselo. Además, si se ataba a ella y a Saraid, ¿cómo iba a continuar con las misiones especiales que llevaba a cabo para el rey, las obligaciones por las que se distinguía, las acciones secretas que nadie más podía ejecutar? Nunca estaría en casa. Ella estaría constantemente preocupada por él, que andaría por ahí en peligro. Ninguno de los dos sería feliz. El sentido común le sugería que debía marcharse, abandonar la Colina Blanca y dejar que él siguiera adelante con su vida. Se lo imaginó regresando y encontrándose con que Saraid y ella se habían marchado. Oyó la voz de Faolan en su corazón, diciendo: «Os daré a ti y a Saraid todo lo que llevo dentro».

—Nada de huir —murmuró para sus adentros—. Ya no.

Fue transcurriendo el día. A primera hora de la tarde, cuando se hizo evidente que tanto a Eile como a Saraid les irritaba la restricción de no salir afuera, Fola les permitió que fueran a sentarse en el jardín privado de la reina. Estando Dovran de guardia, lo consideró seguro.

—Pero no te muevas de ahí —le advirtió la mujer sabia—. Tengo órdenes de no perderte de vista. Si necesitas algo, mandaremos a alguien a buscarlo. Y no hables con nadie, excepto con Dovran.

Fuera, junto al largo estanque, Eile observó a Saraid que corría por el sendero y que luego se detenía para mostrarle a Lamento algo que había encontrado. Su hija tenía el pelo brillante y la piel sonrosada, se la veía muy bonita y arreglada con su vestido gris y una pequeña capa bordada encima, un regalo de Elda.

Dovran se fue acercando a ella poco a poco. Parecía tener ganas de hablar.

—¿Cómo te encuentras? ¡Anoche estabas tan blanca y desmadejada! Y tu cabeza… Es una herida muy fea.

—Me encuentro bastante bien. No pierdas el tiempo preocupándote por mí.

—Sí me preocupo —dijo Dovran atropelladamente—. Me importas. Si pudiera…

—Dovran —dijo Eile—, cuéntame qué es lo que dice la gente sobre lo que me ha pasado. ¿Qué historias corren por ahí?

—Sería mejor que no hicieras caso de eso. —Él estaba de pie, apoyado en su lanza, sus ojos castaños parecían preocupados en su apuesto y expresivo rostro—. La gente dice muchas tonterías.

—Quiero saberlo. Espero que mis amigos sean honestos conmigo.

—¿En serio no recuerdas lo ocurrido?

—Nada. ¿Qué has oído decir?

—Los rumores deberían haber cesado ahora que te hemos encontrado, ahora que está claro que estabas atrapada en ese lugar y demasiado débil para pedir ayuda. Pero esta mañana oí hablar a los hombres. Le hice una cara nueva a uno de esos tipos. —Dovran se miró el puño derecho—. Sugirió que no te caíste al pozo, sino que simplemente esperaste allí para darle tiempo a tu cómplice a que se marchara con el niño sin que lo vieran. Que fue una elaborada tapadera para el secuestro. Ese hombre no te había visto las manos, ni la cabeza. Deberías estar descansando, Eile.

Ella cruzó los brazos con fuerza, ocultando sus manos vendadas.

—¿Y qué me dices de Faolan? ¿También dicen cosas sobre él? Dovran esbozó una triste sonrisa.

—Faolan es perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Hay que ser muy idiota para buscarle las cosquillas —luego, al ver la cara que puso Eile, añadió—: Ha habido algún rumor sobre él. Un escoto en la corte de Fortriu, un viajero habitual; es inevitable. ¿Cómo os conocisteis?

«Me salvó del peor lugar del mundo. Vino a buscarme: un maravilloso amigo disfrazado de desconocido poco atractivo».

—Viajando —respondió ella.

—Pareces triste. Eile, ya sabes lo que siento por ti. Quiero que estés a salvo; quiero ayudar…

—Has sido muy bueno conmigo —repuso ella—. Valoro tu amistad, Dovran… —vio en su cara que el muchacho había entendido el mensaje implícito: «pero nunca seremos más que amigos». Eile no encontró palabras para hacer que se sintiera mejor. Era un hombre magnífico; muy pronto encontraría a otra persona.

Saraid estaba sentada junto al estanque, anudando de nuevo una cinta en torno a la cabeza de Lamento. Era de un delicado tono lavanda, que no era un color habitual. Alguien debía de habérselo dado; era nuevo. Eile tuvo una extraña sensación, un cosquilleo en la nuca, algo entre el recuerdo y el presentimiento.

—¿Saraid? —la llamó—. ¿Quién le dio esta cinta a Lamento? ¿Fue Elda?

La niña dijo que no con la cabeza, con una expresión solemne.

—¿Quién fue, Ardilla?

—La señora.

—¿Qué señora, Saraid? ¿Ferada? ¿La señora pelirroja?

Pero la pequeña abrazaba con fuerza la muñeca y se había encerrado en sí misma. Su postura le dijo a Eile que por hoy no se hablaría más del tema. Su actitud le recordó la pasada época en Colina Nubosa, Saraid sentada en el peldaño de la puerta, encorvada y silenciosa mientras que en la cabaña ocurrían cosas que no estaba bien que viera un niño.

—Supongo que sería mejor que te marcharas —le dijo a Dovran.

—Puedo vigilar el jardín y hablar contigo al mismo tiempo.

—Nosotras tendríamos que entrar ya.

—Ah. Muy bien. Imagino que no te veré en la cena esta noche.

—No, no creo que esté. Adiós, Dovran.

—Adiós, Eile. Adiós, Saraid.

—Adiós. —Fue triste. Aquel día nadie había querido jugar.