Capítulo 16

Era un día extraño. Faolan había decidido que si dejaba que sus pensamientos se detuvieran demasiado en Eile y en lo que estaba por venir el tiempo pasaría insoportablemente despacio. Lo mejor sería tratar de establecer una relación de comunicación con aquel nervioso muchacho y hacer lo que mejor se le daba: llevar a cabo la misión que Bridei le había encomendado.

Quizá fuera por el hecho de saber que la de aquel día era su última oportunidad o quizá por la manera en que Faolan le formuló las preguntas que había elegido con cuidado, el caso es que cuando llegaron al terreno abierto próximo al lugar de la desafortunada cacería, el chico le había revelado que el objeto que buscaban era pequeño y afilado, un alfiler o un cuchillo.

—Algo que se utilizó para aguijonear a la yegua —farfulló Uric—. Me pareció ver un destello de metal en aquel momento. Después de regresar fui a los establos para comprobarlo, pero el animal estaba cubierto de arañazos; la zona que cruzó está llena de arbustos y rocas. Me resultó imposible distinguir una sola herida. —Todavía no había dicho de quién sospechaba y Faolan no se lo había preguntado.

—Ajá —dijo el hombre del rey, pensando que la teoría, si bien poco fundada, no era rocambolesca.

Ataron las monturas a un árbol umbroso. Ban se quedó junto a Faolan, a la espera de instrucciones. Uric había traído un trozo de tela roja, que quizá fuera el pañuelo de una dama, para que el perro siguiera el rastro. Lo sostuvo para que Ban lo olfateara.

—Estás al mando —le dijo Faolan a Uric—. Según parece, ya has registrado la zona a conciencia, aunque no con perros. ¿Por dónde empezamos?

—Primero por aquí, donde estábamos agrupados con nuestros pájaros. Luego bajaremos en esa dirección, hacia el agua. La yegua fue hacia allí, y el rey y Dovran, tras ella.

No mencionó el nombre de Breda, lo cual alertó a Faolan de un posible motivo por el que los muchachos habían mantenido todo aquello en secreto. No se acusaba a un personaje real de una mala acción sin tener una buena prueba.

—Ha llovido —comentó—. Y ya hace mucho tiempo que ocurrió.

—Oí decir que Ban tiene… habilidades asombrosas —repuso Uric—. Espero que sea cierto. De lo contrario, hubiera pedido que me dejaran uno de los perros de caza del rey.

—Lo único que podemos hacer es ponerlo a prueba. —Faolan miró por la cuesta sembrada de árboles hacia las marismas y por la amplia extensión de ondulante terreno salpicado de macizos de vegetación y grandes rocas. Era una zona muy vasta para recorrerla toda en un solo día.

Cubrieron la parte más alta antes de que el sol alcanzara su punto medio. Ban trabajó con afán pero sólo descubrió un pedazo de tela y una hebilla rota que no tenía ningún borde afilado. Uric no hablaba demasiado. Faolan se fijó en su palidez, en la tensión de aquellos hombros jóvenes, en los ojos sombríos.

—Esto debe de haberte resultado muy difícil —comentó en voz baja.

—Necesito demostrar nuestra teoría antes de que nuestra madrastra nos mande a casa —dijo el joven—. Si Bedo y yo estamos en lo cierto, hay una persona en la corte que no tan sólo es peligrosa, sino que además está completamente loca. Alguien que no tiene ni idea de lo que está bien y lo que está mal, alguien que no comprende lo que significa matar. No podemos marcharnos y dejar así las cosas.

Faolan no hizo ningún comentario. Al cabo de unos instantes dijo:

—Si esto es cierto, quizá tendríais que haber informado al rey de vuestras sospechas.

—Bedo ya le dijo algo a mi padre, y creo que él habló con el rey Bridei, pero lo único que teníamos era una teoría. Supongo que parecía una locura. No nos tomaron en serio. Seguimos sin tener ninguna prueba. Y hay gente poderosa involucrada en ello, gente a la que el rey no querría ofender.

—Estás empezando a preocuparme, Uric. Creo que lo mejor será que vayamos ladera abajo hacia el agua. Tenemos que asegurarnos de cubrir todo el terreno antes de que anochezca. O antes, si podemos. Tengo mis propias razones urgentes para querer regresar.

—Tenemos que encontrarlo —masculló Uric al tiempo que volvían a ponerse en marcha con Ban trotando por delante de ellos, atento y resuelto.

—Uric —dijo Faolan—, aunque no lo consigamos, tendrías que expresarle tus sospechas a Bridei. Debe saber que, como hijos de Talorgen, no es probable que tu hermano y tú seáis proclives a levantar sospechas descabelladas y a formular teorías infundadas.

—Olvidas —replicó el joven con rotundidad— que también somos hijos de nuestra madre. Ellos no dicen nada, pero Bedo y yo no somos tontos. Sabemos que desapareció porque conspiró para asesinar a Bridei.

—Como protector del rey, soy consciente de ello. —«Y de más cosas. Sé que el asesino tenía que ser vuestro hermano mayor, Gartnait, y que no murió en un heroico intento por salvarle la vida a Bridei, sino por una inquietante intervención de los Seres Buenos». El rey había logrado ocultar a la familia de Talorgen el elemento más cruel de la conspiración de Dreseida. Ferada era la única que se había acercado a la pura verdad. Era mejor que aquellos jóvenes no lo supieran nunca. Ya tenían demasiadas cosas que afrontar—. Estoy seguro de que eso no cambia la opinión que el rey tiene de vosotros. No influiría en su reacción si le explicarais vuestras sospechas. Bridei nunca juzga a nadie basándose en quién eran sus padres o en su pasado. Él toma en consideración los verdaderos méritos de la persona y las posibilidades futuras.

—¿Fue así en tu caso? —la pregunta fue vacilante; Faolan era famoso en la corte por ser un hombre a quien nadie le hacía preguntas personales.

—De no haber sido así, ahora no estaría a su servicio y bajo su patronazgo —contestó él—. Si quisieras confiar en él, te escucharía sin prejuicios. Al menos considéralo.

Siguieron caminando. Ban parecía incansable, yendo de un lado a otro por detrás de las rocas, por debajo de los arbustos, a través de surcos profundos y por encima de pequeñas elevaciones del terreno. El sol seguía su curso por el cielo. Una bandada de gansos pasó volando, graznando sus reclamos y respuestas entre ellos. Abajo en el pantanal los patos flotaban y se zambullían y las aves zancudas buscaban comida. El zumbido de las cigarras servía de contrapunto a los piidos y gorjeos de pájaros más pequeños de la pradera, envolviendo a los dos hombres y el perro.

Ban se estaba esforzando. En una o dos ocasiones salió disparado, avivando así las esperanzas de los hombres, pero regresó sin nada. Pasaba el tiempo y a Faolan le resultaba cada vez más difícil apartar sus pensamientos de Eile y de lo que se avecinaba aquella noche. Si hubiera sido una de esas personas que dan crédito a los dioses o espíritus, hubiera rezado: «Que me salga bien. Que este sea el momento adecuado para ella. Que no las pierda a las dos por esto». Pero sabía que todo dependía de él y de Eile, y de si serían lo bastante fuertes, los dos juntos, para superar las sombras del pasado. Si no lograba llevar a cabo la misión de Eile a la perfección, ¿le daría ella una segunda oportunidad? ¿Bastaba su amistad para que así fuera o el daño ocasionado por el fracaso inicial sería demasiado devastador como para repararlo? «Mañana sabré si tengo un futuro», pensó, pues había llegado a tener muy claro que, sin ella a su lado, el futuro se reducía a una nada sin sentido. Ya no podía hacerse a la idea.

—¿Faolan? —Uric no levantó la voz, pero la intensidad de su tono lo alertó al instante. El perro se había adelantado, husmeando bien, con las orejas levantadas y un paso de resuelta persecución. Los dos hombres lo siguieron, primero a grandes zancadas y corriendo después en tanto que aquella pequeña forma blanca avanzaba por delante de ellos cabeceando entre la alta hierba. Al cabo Ban se detuvo, tocó algo con la pata y a continuación alzó la cabeza para mirar a los dos hombres que se acercaban como si les dijera: «Vamos, venid».

Faolan dejó que Uric llegara primero. El chico se agachó para tocar y luego recoger lo que Ban había encontrado. Sus ojos tenían una mirada feroz que reflejaba una emoción oscura: ¿vindicación?

—Mira —dijo, sosteniendo el pequeño objeto en la palma de la mano.

Era un alfiler largo, de plata, enjoyado y ornamentado, y cuya decoración era una maraña de patas y cola entrelazadas, un extraño hocico y una piedra roja a modo de ojo. La criatura que representaba era reconocible como la bestia marina, uno de los antiguos símbolos familiares de las Islas Luminosas. Era un ornamento que utilizaría una dama para ensartar sus trenzas en lo alto de la cabeza de modo que quedaran elevadas y elegantes. O para que no le molestaran mientras montaba a caballo.

—¿Lo reconoces?

Uric dijo que no con la cabeza.

—No podría jurar haber visto que lo llevara una persona determinada. Sin embargo, alguien lo sabrá. Puedo preguntar —su voz tenía un dejo peligroso.

Faolan se agachó para felicitar a Ban acariciándolo detrás de las orejas.

—Tendrías que llevárselo a Bridei ahora mismo —dijo—. La naturaleza de esta joya reduce considerablemente la posible identidad de su propietaria. Supongo que lady Ana no participó en la cacería, ¿no?

—Ella no estaba, ni su prometido tampoco.

Empezaron a caminar de vuelta a los caballos. A Faolan lo inquietó la expresión de Uric, aunque lo comprendía perfectamente.

—Sé que es tentador —le dijo al joven con suavidad—. Tienes una prueba, te has esforzado por conseguirla y has sufrido por ello, y ahora ardes en deseos de entrar a matar, por decirlo así, tú solo. Te aconsejo que seas cauto. Si lo que me imagino es cierto, te enfrentas a unos oponentes muy peligrosos. Un hombre inteligente, un hombre artero, no tendría ningún problema en presentarse ante el rey y dejar en ridículo tus pruebas. La presencia de este objeto en el campo donde tuvo lugar la cacería no equivale por sí solo a juego sucio. A la gente se le caen cosas continuamente.

—Sé lo que oí —dijo Uric—. Otros lo oyeron también, pero han preferido hacer caso omiso. Y yo lo vi. Lo vi a medias.

—Cuéntamelo.

—Un brillo de algo metálico en la mano de cierta persona; al mismo tiempo el grito. Entonces el caballo se empinó y…

—Entiendo. Debes contárselo a Bridei, Uric. Deberías hacerlo en cuanto lleguemos a la Colina Blanca.

—No lo haré sin hablar antes con Bedo. Quedamos en que lo haríamos juntos. Él tiene que saber lo que he encontrado. Esta búsqueda es suya más que mía. Esa chica, Cella; a mi hermano le gustaba. Le gustaba de verdad.

—Comprendo la lealtad fraternal, pero tendrías que hablar con Bedo sin perder ni un minuto. Si lo prefieres, os acompañaré cuando vayáis a hablar con Bridei. Mi instinto me dice que no se trata de una imaginativa reacción exagerada ante la repentina pérdida de una amiga.

Al cabo de unos instantes, Uric le dijo:

—Gracias. No esperaba que fueras tan útil. Ni que me creyeras.

—Y lo hemos hecho en una sola jornada de trabajo —repuso Faolan, quitándole importancia, y vio que el sol descendía por el oeste y que, sorprendentemente, aquel día difícil pronto terminaría. ¿Cómo habría ocupado Eile el tiempo de espera? Suponía que corriendo detrás de dos niños pequeños, consumiendo mucha energía y dejándose poco tiempo para soñar despierta. Se la imaginó en el jardín con su vestido azul, sentada en la hierba con las piernas cruzadas; pensó en ella en el adarve, agarrando de la mano a los pequeños que tenía a su cargo para mantenerlos a salvo, quizá mirando por encima del muro hacia aquella parte de la costa, con el cabello al viento. La imaginó de vuelta en su alcoba, cepillando los largos mechones castaños de Saraid, diciéndole a su hija que él volvería aquella noche y que seguro que le cantaría otro episodio de las aventuras de Lamento. Intentó no pensar más allá.

Cabalgaron de vuelta a casa en silencio. Uric se había guardado el alfiler de plata en la bolsa que llevaba a la cintura, bien envuelto en la tela roja. Ban mantenía el paso, como un serio guerrero de patas cortas. Los pinos proyectaban oscuras sombras alargadas en el camino, como advirtiendo un cambio. Faolan se estremeció. Había temido aquella noche, poseído por una incómoda mezcla de esperanza y terror. En aquellos instantes pensaba en la alcoba y en la manta verde como en un santuario; imaginaba los brazos de Eile como su hogar. Todo saldría bien. Tenía que salir bien.

Cuando llegaron al acceso a la Colina Blanca por una vía densamente arbolada donde la maleza bordeaba el sendero y la frondosa ladera se alzaba imponente frente a ellos recortándose, oscura, en el cielo, la luz del sol se desvanecía. Las sombras se cernían sobre los arbustos y el dosel de árboles se había llenado de los gritos nocturnos de los pájaros, ásperos e inquietantes.

Faolan no estaba seguro de qué fue lo que le hizo detenerse, un leve sonido, algo que vio fugazmente y que no debía estar allí.

—¡Uric! —exclamó en voz baja—. ¡Espera! —Desmontó y retrocedió andando unos pasos, con Ban pisándole los talones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Uric.

—Espera aquí, no hace falta que desmontes.

Algo, un atisbo de color al que no correspondía una sombra tan brillante. Sí, allí estaba, un azul intenso, debajo de un arbusto junto al sendero, un azul que había visto no hacía mucho. Se agachó, y miró. Un par de ojos negros que no parpadeaban lo miraban por debajo de las ramas pinchudas de un espino. El azul era el de un vestidito con una tira de cinta delicadamente bordada a modo de cinturón. Era Lamento.

A Faolan le dio un vuelco el corazón. Eso no era bueno, nada bueno. Aquello no tenía que estar allí, tan lejos de la seguridad de los muros de la fortaleza del rey y cuando ya casi había anochecido. ¿Qué había ocurrido? Alargó la mano para coger la muñeca por su flexible brazo de tela y la sacó de allí. Escuchó. Sólo oyó los cantos de los pájaros, el susurro del follaje.

—¡Uric! —llamó—. ¡Desmonta y acércate! —Entonces, sin alzar la voz, dijo—: ¿Saraid? ¿Eile? ¿Estáis ahí? —No hubo respuesta—. ¡Responde, Saraid! Soy Faolan. ¿Dónde estás? —Estaba claro que la muñeca no se había caído por accidente, ni había sido abandonada, sino que la habían colocado allí unas manos amorosas en posición vigilante. Esperando. ¿Esperando qué? El corazón de Faolan redoblaba con violencia. Las horribles posibilidades se iban representando en su cabeza, una tras otra.

—¿Qué es? —Uric estaba a su lado.

—La muñeca de Saraid. Aquí, en los arbustos. Eile nunca hubiera salido de la muralla. La niña jamás hubiera abandonado su muñeca. Es como su otro yo.

—Quizá salieron a pasear. Tal vez se le cayó. —Uric intentaba resultar útil.

—Eile estaba cuidando del hijo del rey. Nunca se le hubiera ocurrido salir. ¡Saraid! ¡Saraid, haz algún ruido para que podamos encontrarte!

—¡Dioses, menuda elección!: quedarse allí a buscar mientras iba oscureciendo o cabalgar hacia la fortaleza arriesgándose a dejar a la niña sola en el bosque por la noche. Eile nunca, nunca hubiera dejado a su hija sola allí afuera.

—He oído algo —susurró Uric—. Escucha.

Allí estaba; no era exactamente un sollozo, sino una respiración, el aliento ahogado, desesperado, de un niño aterrorizado.

—¿Saraid? —Faolan se puso de pie y avanzó por entre la maleza, con cuidado a pesar de sus temores, puesto que la niña se encontraba allí mismo; un rescate ruidoso y dramático sólo serviría para asustarla aún más—. ¿Dónde estás, Ardilla?

Fue Ban quien la encontró, pues se había adelantado a todo correr y anunció su éxito con un único y fuerte ladrido. Cuando Faolan llegó al lugar, un pequeño hueco al pie de un roble, Saraid tenía abrazado al perro y el rostro pegado a su pelaje.

Faolan se acuclilló a su lado, con Uric a un paso por detrás de él.

—¿Saraid? No pasa nada, Ardilla, hemos venido a llevarte a casa. —Alargó la mano para tocar a la figura encorvada y notó que la niña se encogía. Todo el cuerpo le temblaba de la tensión—. Saraid, mírame. Soy Faolan. Tengo a Lamento. Ella me encontró. Mírame, cariño. Eso es. ¿Ves? Soy yo, y mi amigo Uric. —La niña parecía un pálido fantasma, tenía los ojos hundidos y las mejillas mojadas por las lágrimas. No emitió ni un solo sonido—. Aquí está Lamento. Estaba preocupada por ti. —Saraid cogió la muñeca. Ban volvió la cabeza para lamerle el rostro a la pequeña. Al cabo de un momento la niña estaba en brazos de Faolan y se aferraba a él como si no fuera a soltarlo nunca. Unos sollozos silenciosos sacudían su cuerpo.

Faolan se quedó de pie abrazándola.

—Saraid —dijo en voz baja—, ¿dónde está Eile? ¿Dónde está mamá? ¿Está aquí en el bosque?

No hubo respuesta; la carita estaba apretada contra su hombro y las manos agarraban fuertemente su camisa. Lamento estaba apretujada entre Faolan y la pequeña.

—Faolan —murmuró Uric—, pronto se hará de noche. Está tan asustada que no puede hablar.

Era la pura verdad. Faolan llevó a la niña hasta su caballo, hizo que Uric lo ayudara a montar y puso a Saraid delante de él. Ella quería seguir agarrada a Faolan, esconderse contra su cuerpo. Uric lo sorprendió cuando le habló a la pequeña en voz queda y serena, explicándole que tenía que sentarse como una buena jinete y que él la sujetaría y se encargaría de que no se cayera. Ella, a su vez, tenía que agarrar a Lamento. De ese modo todos estarían seguros.

—¿Quieres que me adelante y averigüe qué ha pasado? —preguntó el joven tímidamente.

—No, quédate conmigo, Uric. Iremos tan deprisa como podamos. Y si crees en los dioses, reza para que esto no sea tan malo como parece.

Atravesaron las puertas después de que los hombres que estaban de guardia les dieran el alto como era habitual. En cuanto entraron en el patio inferior les resultó evidente que estaba ocurriendo algo. Los hombres se estaban congregando allí, cogían antorchas y salían en todas direcciones por el interior de los muros. Garth estaba dando órdenes. Al ver a Faolan con Saraid muda e inmóvil frente a él en la silla, el robusto guardaespaldas se quedó de piedra, mirándolos, tras lo cual se apresuró a acercarse para bajar a la niña del caballo.

—¿Dónde estaba? ¿Dónde la encontraste?

—Sola en el bosque cerca del pie de la colina. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Eile? —Tenía frío, frío por todo el cuerpo.

—No la encontramos, ni a Derelei tampoco. Creíamos que Saraid estaba con ellos. Nadie los ha visto desde esta mañana.

—¿Esta mañana? ¿Y ahora los buscáis?

—Eile estaba con los dos niños; todo el mundo suponía que estaban a salvo en alguna parte, en la casa y los jardines. Faolan, necesito que…

—¿Cómo puede ser que nadie los haya visto? Es ridículo… —oyó el pánico en su propia voz y se obligó a respirar.

—El rey está hablando con la gente, interrogándolos. Se está haciendo todo lo necesario, Faolan, te lo prometo. No obstante, si encontraste a la pequeña fuera de los muros, vamos a tener que cambiar de táctica. ¡Dioses! ¡Menudo contratiempo!

—Saraid no quiere hablar —dijo Faolan—. No nos puede decir qué ocurrió. —Notó la manita que lo agarraba de la túnica, la pequeña forma a su lado, apretándose contra su pierna.

—Algo podrá decirnos. —Garth miró a la niña, que apartó el rostro y lo ocultó de nuevo contra el muslo de Faolan—. ¿Hablaría con Elda? De todos modos, será mejor que la lleves a nuestras dependencias. Quizá podamos sacarle algo que nos dé una pista. Cuando haya entrado en calor, haya comido y esté entre amigos, tal vez esté dispuesta a hablar. Dile a Elda que es urgente.

Faolan asintió con la cabeza y cogió a Saraid, preguntándose si podría soportar dejarla, incluso tratándose de Elda, en quien confiaba plenamente. Iba a tener que pedirle a la esposa de Garth que desnudara a la chiquilla y comprobara si estaba herida, que descubriera si alguien había abusado de ella. Sólo con pensarlo se sintió invadido por una furia candente.

—Volveré en cuanto pueda —dijo, adoptando una expresión de calma bien ensayada. «Eile, Eile…»—. Te sugiero que organices a los hombres para que registren la ladera antes de que se vaya la luz; si Eile y el niño estuvieran en la casa o el jardín, seguramente a estas alturas ya los habríais visto. Uric, nuestro otro asunto debe esperar. No lo olvidaré.

Faolan nunca había visto a Bridei con un aspecto tan pálido, ni tan avejentado. Lo sucedido parecía haberle arrancado algo al rey; era evidente lo mucho que le estaba costando mantener la calma y la compostura. Aniel estaba con él mientras interrogaba, uno a uno, a todos los miembros de la casa que podían haber visto a Saraid, a Derelei o a Eile aquel día. Faolan rindió informe, esforzándose también por no perder el control de su voz ni de su expresión.

—No creo que Saraid haya sufrido ningún daño —dijo al terminar—, pero está asustada; sea lo que sea lo que haya pasado, parece tener demasiado miedo para hablar, ni siquiera conmigo. Elda está comprobando que no esté herida y luego intentará que le diga algo útil.

—Necesitamos saber si Eile y mi hijo salieron de las murallas; si se fueron andando o si se los llevó alguien. Si los han secuestrado. ¿No podrías preguntarle tú mismo a la niña?

—Ya lo intenté, Bridei. Saraid se ha encerrado en sí misma herméticamente. Parece resuelta a no decir nada.

—Inténtalo de nuevo —el tono de voz de Bridei fue desacostumbradamente brusco—. No me imagino cómo puede haber ocurrido esto. Semejante fallo en la seguridad, aquí en el corazón de la Colina Blanca, parece impensable. Crees que salieron de los muros, ¿verdad? Lo he oído en tu voz.

—Eile nunca dejaría a su hija sola en el bosque. Nunca permitiría que Saraid saliera de la fortaleza sin ella. Si la niña estaba fuera, Eile también debe de estarlo, y Derelei con ella.

—Tendrían que haber salido por las puertas. Ninguno de los hombres que estaban de guardia los vio.

—En efecto. Y Eile sabe, al igual que toda tu gente, que Derelei no sale de la Colina Blanca sin un séquito de guardias. Aquí pasa algo raro, Bridei. Tenemos que trasladar la búsqueda al bosque. La gente no puede desaparecer sin más dentro de las murallas de un lugar como este. Y menos un niño pequeño como Derelei. —Faolan no expresó una obvia excepción a su teoría: que, cuando un niño estaba muerto, ya no hacía ruido si tenía hambre, sed o estaba cansado. No iba a decirlo; Bridei ya estaba bastante nervioso—. Me pondré al frente de una partida de búsqueda por el exterior, si estás de acuerdo.

—Casi ha anochecido. No servirá de nada ir más allá del pie de la colina antes del amanecer, sería fácil no verles. Garth ya ha mandado a unos hombres a la aldea. La registrarán a conciencia. Sí, por todos los medios establece un registro de los bosques en torno a la colina, y llévate perros. Faolan… —Bridei vaciló.

—¿Qué ocurre? —El espía del rey apenas lo escuchaba, pues su mente estaba concentrada en el modo de efectuar la búsqueda para que fuera lo más efectiva posible, en cómo desplegar a los hombres y a los perros, cuáles eran los lugares en los que con más probabilidad se escondería un niño. Cuáles eran las rutas que un hombre, o varios, debían tomar si querían secuestrar a una mujer.

—Oirás ciertos rumores. —Fue Aniel quien habló, con sus facciones graves más serias de lo habitual—. Teorías sobre lo que ha ocurrido y por qué. Son tonterías, pero en momentos como este la gente tiende a querer acusar a alguien, a buscar un culpable.

—¿Qué es lo que intentas decirme?

—Eile es escota. Ocupaba un puesto de confianza cuidando de Derelei. Es inevitable que la gente se precipite a sacar la conclusión de que se trata de un rapto tramado por unos desafectos habitantes de Dalriada o por los poderosos jefes de clan de Gabhran en tu tierra natal. Se dice que la infiltraron aquí para ganarse la confianza del rey y de la reina y luego esfumarse con su hijo y retenerlo para pedir un rescate. Nuestros enemigos tendrían mucho que ganar con una confabulación como esta. A algunas personas les parece totalmente plausible.

Faolan apretó los puños, furioso.

—¿No me estaréis diciendo que os creéis esa porquería?

—No —respondió Aniel cansinamente—. Conozco a la chica y te conozco a ti. Si se confió en Eile, fue porque se lo merecía. Pero hay otros que, al mirarla, sólo ven en ella al enemigo. No ha pasado mucho tiempo desde que nosotros y los de Dalriada arremetíamos los unos contra los otros. Estas personas han perdido a padres y hermanos a manos de los escotos.

—Si vas a asumir el control de la búsqueda, ya sea en su totalidad o en parte, has de saberlo. Dovran ya la ha emprendido a puñetazos con un individuo por hacer un comentario sobre Eile. Todos necesitamos mantener la calma. Es la mejor manera de hacerlo. Es la mejor manera de encontrarlos —al rey le tembló la voz con las últimas palabras.

—Lo siento, mi señor —se obligó a decir Faolan—. Garth y yo lo organizaremos juntos. Saraid se hallaba muy cerca del pie de la colina. Con suerte no tardaremos en encontrar a tu hijo y a Eile.

—Quiero ir con vosotros —dijo Bridei—. Quiero encontrar a mi hijo. Sólo tiene dos años y ahí afuera hace frío. Aniel y Tharan me dicen que no debo. Existe una posibilidad de que todo esto se haya planeado para sacarme de la protección de la Colina Blanca por la noche y separarme de mis guardaespaldas. Un intento de asesinato. Dovran se quedará de guardia aquí con nosotros. Garth y tú haced lo que podáis; sabed que confío en vuestro coraje y pericia. Lamento que esto te toque tan de cerca. Que Eile esté involucrada.

Faolan logró asentir con un leve movimiento de la cabeza, luego se dio la vuelta y los dejó. Cuanto antes regresara con Garth, cuanto antes cambiaran las órdenes para que los miembros de la partida de rescate salieran fuera con perros y antorchas, más posibilidades tenían de encontrar a Derelei antes de que pereciera de frío, y de llegar hasta Eile antes de que… de que ocurriera algo que le robara la felicidad y seguridad que acababa de descubrir. Antes de que algo volviera a sumirla en la pesadilla de Dalach.

Llegado a cierto punto, antes de que el cielo empezara a iluminarse, suspendieron la búsqueda y mandaron a los hombres a casa para que descansaran. Casi todo el personal de la Colina Blanca había salido. Faolan había visto a los hijos de Talorgen entre los que buscaban: a Uric, atento y concentrado, y a Bedo, que hacía lo que podía con el brazo aún sujeto con un cabestrillo. De momento su otra empresa dejó de ser prioritaria. Incluso el rey Keother se había unido a la búsqueda, acompañado por sus propios guardias, y su mata de pelo rubio e impresionante estatura lo hacían claramente visible entre las formas más bajas y morenas de los hombres de Fortriu. En una o dos ocasiones los perros habían encontrado un rastro y la búsqueda había adquirido una nueva dimensión que, sin embargo, terminó decayendo cuando los sabuesos fueron perdiendo la pista y acabaron dando vueltas por ahí, confusos.

A cada momento que pasaba Faolan sentía el corazón más encogido, un nudo más fuerte en el estómago. Se esforzaba por evitar imaginársela en peligro, herida, muerta de frío y de miedo. Para hacer bien el trabajo debía desprenderse por completo de sus sentimientos. Se aproximaba la hora en que los hombres debían ir a dormir o de lo contrario no estarían en condiciones de retomar la tarea a la luz del día. Alcanzó a Garth, quien estuvo de acuerdo en dar la orden aun cuando no se podía negar que su impulso también era el de seguir buscando.

Regresaron a casa y los hombres se dispersaron en silencio hacia sus distintas dependencias, sólo se dejó una guardia simbólica en lo alto de los muros y en el patio.

—Iré a informar al rey —le dijo Faolan a Garth—. No voy a molestar a Elda a estas horas, pero me complacería si, antes de irte a descansar, comprobaras que Saraid se encuentra bien y está durmiendo. Si está despierta y pregunta por mí, avísame, por favor.

—Por supuesto. —Garth mostraba signos de agotamiento, fornido y fuerte como era—. Empezaremos de nuevo al alba, ¿no?

—Los hombres tendrán que comer; después hablaremos con ellos en el patio. Al ser de día la búsqueda debe de ser más amplia. Tengo un plan.

—Bien, lo has hecho mejor que yo; mi cabeza es incapaz de seguir pensando de forma racional. Procura dormir un poco, Faolan. Nadie puede resistir eternamente.

Al entrar a las dependencias reales, le resultó evidente que nadie esperaba que anunciara que habían tenido éxito. Bridei estaba sentado con la cabeza entre las manos; junto a él se hallaba Tuala, más calmada que su esposo, pero con una mirada en sus ojos que hizo que Faolan se detuviera en seco. No era dolor, ni miedo, ni ira, aunque las tres cosas estaban presentes. Era una expresión de determinación implacable. Junto a la chimenea estaba Aniel, una presencia tranquilizadora con sus vestiduras de consejero, su cabello cano y una mirada que mantenía la calma. En la mesa pequeña había una jarra, unas cuantas copas y una bandeja de comida, todo ello intacto.

Faolan ya se había cruzado con Dovran en el pasillo. Intercambiaron una mirada que transmitía disculpa, angustia y comprensión por ambas partes.

—Quiero participar en la búsqueda —le había dicho Dovran—. Al amanecer, cuando vuelvan a salir, yo quiero estar ahí. —Alguien tiene que vigilar al rey.

—Que lo haga Garth. Necesito salir. Necesito encontrarla.

—No es decisión mía —le había respondido Faolan, que contuvo su primer impulso—. Si te sobra energía, aplícala a la planificación. A estas alturas podrían estar muy lejos. ¿Cómo cubrimos el territorio con los medios que tenemos? Concéntrate en eso. No importa quién la encuentre, siempre y cuando los encontremos a los dos antes de que sea demasiado tarde.

La atmósfera era tensa entonces en las dependencias del rey. Faolan informó sobre lo que se había hecho y se disculpó por no haberlo hecho mejor. Se sentía muy raro. Ya no se trataba tan sólo del dolor siempre presente de su pierna, sino de una distracción, una disociación, como si su mente no perteneciera a su cuerpo. Era vagamente consciente de que Garth tenía razón. Necesitaba descansar. Pero ¿quién podría descansar en un momento como ese?

—Gracias —dijo Bridei—. Tendrías que ir a echarte un rato. No falta mucho para que amanezca.

—Antes de que te vayas, Faolan —Tuala lo miró desde su posición, de rodillas en el suelo junto a su esposo, con Ban a su lado—, tenemos que decirte una cosa. ¡Fola! Entra.

La mujer sabia salió de la habitación interior. De todos ellos, era la que tenía un aspecto menos cansado, con el cabello plateado pulcramente recogido atrás, sus ancianos y marcados rasgos serenos, aunque sus ojos oscuros tenían una mirada de preocupación.

—Anfreda se está despertando —dijo.

—Bien —repuso Tuala—. Mejor que coma antes de… Faolan, hay un asunto que debes saber. Es mejor que quede restringido a un grupo muy pequeño de personas. Los que estamos aquí, además de Tharan y Dorica, ya estamos al corriente. Se lo comunicaremos también a Garth y a Elda, y a Dovran. Faolan, yo… tengo una manera de llegar a mi hijo. Creo que es posible. No me refiero a la hidromancia, a intentar verlo en una vasija o un espejo. Ahora nos hace falta más que eso. Derelei posee poderosas habilidades en el arte de la magia. Tan grandes, quizá, como Broichan, pero sólo formadas en parte, y carecen del control experto que se requiere para canalizar dichas aptitudes con sensatez. Derelei no es más que un niño pequeño. Tiene un vocabulario limitado, sus dotes físicas son las mismas que cualquier otro niño de dos años. Puede que sea un mago en ciernes, pero al mismo tiempo es una criatura vulnerable con pocos conocimientos del mundo y sus peligros. Necesito traerle de vuelta a casa lo antes posible. Sólo tengo una manera de hacerlo. Ello implicaría tener que… marcharme.

—¿Marcharte adónde? —preguntó Faolan pero, a pesar de su agotamiento, empezó a intuir la verdad.

—Cambiar —repuso Tuala—. Adoptar otra forma. No creo que con una búsqueda normal encontremos a mi hijo, por muy persistentes y valientes que sean tus hombres. Sus habilidades mágicas harán que resulte difícil seguirle la pista. Sé que lo que tengo intención de hacer es peligroso. Sin embargo, es impensable que arriesgue la vida de Derelei sólo porque me falta coraje para hacerlo.

Bridei no decía nada. Faolan vio la renuencia del rey en la postura de sus hombros y en las manos fuertemente apretadas. Sintió lástima por él. Era una terrible decisión. El precio del rescate —posible rescate— del hijo de Bridei implicaba un riesgo de muerte o de algo peor para su esposa. La transformación que ella sugería era muy peligrosa.

—Huelga decir —intervino Aniel— que esto debe mantenerse en secreto. Todos sabemos las posibles consecuencias de llamar demasiado la atención hacia las habilidades especiales de la reina. Dorica conoce a una mujer en el pueblo que puede asumir las funciones de nodriza para lady Anfreda. Irá a buscarla mañana a primera hora de la mañana. Con un incentivo suficiente, a la mujer se la puede convencer para que se adhiera a la historia oficial, que será que la reina Tuala está tan afectada por la desaparición de su hijo que ya no puede seguir amamantando al bebé.

—Tengo intención de quedarme en las dependencias reales y supervisar a la nodriza —dijo Fola—. También les diremos la verdad a las niñeras de más confianza de Anfreda. La enfermedad de Tuala será la excusa para dejar a las demás al margen. Uno de vosotros tres, tú, Garth o Dovran, estará de guardia en la puerta a todas horas. Todos mantendremos la boca cerrada hasta que la reina regrese —habló con enérgica seguridad.

—Entiendo. —Faolan miró a Tuala con cierto asombro—. Me impresiona tu coraje, mi señora —le dijo—. Te deseo éxito en tu misión y un regreso sin percances. Mientras tanto me aseguraré de que la otra búsqueda continúe. ¿Cuándo te irás?

Tuala posó en él sus ojos grandes y extraños.

—Después de darle de mamar a Anfreda una última vez. Cuando salga el sol, ya estaré en camino. Espero encontrar a mi hijo, y espero encontrar a Eile por ti, Faolan. Es una chica valiente y muy leal. Derelei y ella estarán juntos, seguro —le tembló la voz al pronunciar el nombre de su hijo.

—Vete a descansar, amigo —le dijo Bridei alzando la mirada. La expresión de dolor de su rostro dejó sin palabras a Faolan—. Sabemos que compartes nuestros temores. No espero que busques el consuelo de los dioses, pero tienes que saber que estás en mis oraciones, y Eile también. Que la Brillante la libre de todo mal.

Faolan no se dirigió a su camastro en las dependencias de los hombres, sino que fue a la alcoba de la manta verde. Cerró la puerta tras él y se quedó allí de pie mientras se le habituaba la vista a la penumbra. Un atisbo de luz penetraba por el ventanuco. ¿Las antorchas que había fuera en el jardín? ¿O acaso era el primer rubor del cielo previo al amanecer? Ojalá fuera eso, pues necesitaba salir, necesitaba hacer algo. ¿Cómo iba a perder ni un solo momento cuando ella seguía perdida? Y también Derelei. La seguridad del hijo del rey siempre había formado parte de su trabajo desde que aquel niñito llegó al mundo. Le correspondía a Faolan dar las órdenes a los guardias del rey, supervisar la seguridad del monarca y de su familia. El hecho de que hubiera estado ausente de la corte cuando esto ocurrió, cumpliendo con una misión de Bridei, no cambiaba las cosas. Si había algún peligro, él tendría que haberse dado cuenta y haber estado preparado para ello. Si existía alguna amenaza, él debería haber tomado medidas preventivas. Les había fallado a Bridei y a Tuala, y le había fallado a Eile.

Se tumbó en la cama y clavó la mirada en las sombras del techo de paja. «Sé fuerte —le instó mentalmente—. No abandones la esperanza. Pronto se hará de día otra vez y te encontraré». Y en silencio, le dijo todas las palabras cariñosas y tiernas que se le ocurrieron; palabras que, hacía una estación o dos, no estaban en su vocabulario. No se permitió derramar ni una sola lágrima, puesto que ello era como admitir la derrota, y si le decía a ella que fuera fuerte, él tenía que demostrar esa misma fortaleza. Daba igual que aquello cortara como un cuchillo; daba igual que el miedo que sentía por ella y por la niña le royera y destrozara el corazón. Se quedaría echado sin moverse. Descansaría. El rey se lo había ordenado. Al primer atisbo de verdadera luz se levantaría y volvería a organizar a los hombres, y a la puesta de sol Derelei volvería a estar en brazos de su padre y Eile estaría a salvo. Para darle esperanzas a ella debía encontrar la esperanza en su interior.

Mientras el cielo palidecía al aproximarse el alba, Tuala estaba sentada con su bebé en el pecho, respirando lentamente, para serenarse. Tarareaba una cancioncilla mientras memorizaba la piel marfileña de su hija, sus pestañas largas y oscuras, sus asombrosos ojos azul pálido y el dulce capullito que tenía por boca. Anfreda tenía hambre, succionaba y tragaba, succionaba y tragaba mientras que su mano minúscula no paraba de dar palmaditas en la curva del pecho de su madre.

Aniel se había retirado a descansar antes de que amaneciera; Fola estaba dormida en la habitación interior. Fuera, Dovran permanecía de guardia.

Tuala miró a su esposo, que se había quedado desacostumbradamente callado. Vio su angustia en sus bonitos ojos azules. Tenía muy claro que él no quería que se fuera. Él no quería que se arriesgara al peligro de cambiar. Sin embargo, no se lo diría, ahora no. Era elección suya, no de él. De todos modos, Tuala vio en su rostro que el miedo lo embargaba. Miedo por ella, por sus hijos. A cada momento preveía el castigo del dios oscuro. Llevaría esa carga toda su vida bajo la máscara de aplomo de su realeza.

—Anfreda estará muy bien —se obligó a decir Tuala mientras cada movimiento de aquel cuerpecito, cada leve resoplido, cada mirada de los mágicos ojos de su hija le decían «Adiós. Quizá para siempre»—. Tendrá muchas personas que la cuiden. Siempre y cuando esté bien alimentada, caliente y seca, y la gente no se olvide de cogerla en brazos y hablar con ella, estará perfectamente contenta. A esta edad es lo único que necesitan. —Entonces, al cabo de unos instantes, dijo—: ¿Bridei?

—¿Mmm?

—Confía en mí.

Él inclinó la cabeza.

—Siempre. Ya sabes que lo hago.

—Pues no lo olvides. Ocurra lo que ocurra.

—¿Puedes decirme adónde irás? ¿En qué dirección, al menos?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sabré hasta que no me convierta en esa otra criatura. Creo que encontraré el camino mediante el olfato, mediante unos instintos que el hombre y la mujer apenas poseen. Pero no me creo los rumores del secuestro y de que lo tengan retenido para pedir un rescate. El corazón me dice que nuestro hijo se ha ido por propia voluntad. Se ha ido a una misión.

—¿Con dos años?

—Recuerda que no se trata solamente de un niño de dos años. Se trata de Derelei. Estoy segura de que ha ido a buscar a Broichan.

Eile se despertó dolorida. Le dolía todo el cuerpo: las piernas, los brazos, el cuello. Le ardía la cabeza y le palpitaban las sienes. Tenía la garganta seca; se pasó la lengua por los labios e intentó tragar saliva. Hacía frío, mucho frío, como en lo más crudo del invierno. ¿Dónde estaba su capa, su mantón? ¿Por qué estaba tan oscuro? ¿Dónde estaba… dónde estaba…? Volvió a sumirse de nuevo en la inconsciencia.

Tuala hizo que su esposo se quedara al pie de las escaleras con Dovran. Fola, a quien hubiera agradecido tener a su lado, se había quedado dentro con Anfreda. Le había costado mucho devolver a su hija dormida al canasto; le había costado mucho alejar sus pensamientos de todo lo que podía salir mal y concentrarlos en la Brillante con una plegaria: «Pase lo que pase, mantén a salvo a Anfreda». Acarició su mejilla pálida y aterciopelada con el dedo, sus labios rozaron la boquita de capullo, le hizo una promesa: «Volveré pronto, pequeña».

Ahora, en el pequeño patio superior donde Broichan acostumbraba a consultar los augurios, para bien o para mal, Tuala se hallaba sola bajo un cielo teñido de violeta, gris y rosa. Cerró los ojos, extendió los brazos y evocó en su mente una poderosa imagen de lo que necesitaba ser. Era un encantamiento sin palabras. Surgía de lo más profundo de su ser, un regalo de los Seres Buenos de quienes descendía, el pueblo de su madre. Aquello no había tenido que aprenderlo, sino que ya formaba parte de ella. Dio una, dos, tres vueltas, una figura delgada y pálida con su sencillo atavío de color gris, el cabello oscuro trenzado a la espalda y los pies silenciosos, calzados en sus zapatillas de cabritilla.

La luz cambió; un pájaro pasó volando por lo alto, profiriendo un vacilante saludo al amanecer. En la superficie enlosada del patio superior no había nada; la mesa de piedra estaba vacía. Allí no había ninguna mujer que saludara el nuevo día. Sólo una pequeña forma se movía al pie del muro, un par de ojos brillantes y una larga cola. Con un solo movimiento y un salto subió al parapeto; en un abrir y cerrar de ojos la criatura desapareció por encima del muro, alejándose hacia la oscuridad del bosque.

Temblaba, temblaba tanto que ya no podía dormir, si acaso era sueño esa oscura y profunda inconsciencia de la que se esforzaba por salir de nuevo. ¿Dónde estaba? Estiró un brazo con cautela, luego el otro… Allí había algo, piedras, le rozaron la mano… Trató de moverse y sintió un dolor lacerante en el hombro. ¡Dioses, cómo dolía! No podía doblar la rodilla como era debido. Estaba oscuro. Estaba muy oscuro. ¿Por qué seguía habiendo tanta oscuridad, como si la noche fuera eterna?

Se puso de pie y las rodillas le flaquearon con el peso de su cuerpo. Alargó la mano en una dirección, luego en otro; se dio la vuelta, palpó, se tambaleó sin dar crédito. ¿Dónde estaba? ¿Qué eran esas paredes, tan cercanas, que la confinaban en un espacio reducido? Se le avivó el recuerdo.

—¿Saraid? —susurró Eile con voz bronca y seca, pronunciar esa única palabra le supuso un inmenso esfuerzo—. ¡Saraid! ¿Dónde estás? —De haber podido, hubiese gritado, pero algo le pasaba en la voz. El grito le salió como un murmullo, su chillido desesperado no fue más que un susurro—. ¡Socorro! —chilló, y tuvo la sensación de que la palabra se encogía antes de dejar sus labios, convirtiéndose en un endeble y débil sonido—. Saraid —gimió, y se agachó contra la pared, rodeando con los brazos su tembloroso cuerpo—. Sé valiente, Saraid. No me pasará nada. Sé fuerte, Ardilla. Ya viene mamá.

Tuala se había ido. Bridei le dijo que aceptaría su decisión y él siempre cumplía su palabra. En aquellos instantes, con su hija en brazos mientras Dorica le mostraba a la nodriza la alcoba donde dormirían ella y la niñera, dónde estaba el excusado y dónde encontrar ropa limpia, agua fresca y sábanas de repuesto, Bridei deseó no tener que moverse de allí hasta que Tuala volviera a estar en casa. Si pudiera quedarse allí junto a la ventana, observando el cielo, meciendo el cálido bulto que era Anfreda, quizá fuera posible soportar la espera sin venirse abajo.

La nodriza se llamaba Tresna. Era la esposa de un herrero. Al parecer tenía leche suficiente para alimentar a su propio bebé, una niña robusta de mejillas sonrosadas, así como a Anfreda. En cuanto a lo de guardar silencio sobre la ausencia de la reina, Dorica se había ocupado de ello a su manera habitual, con discreción y eficacia. Se realizarían ciertas mejoras en la herrería. Habría un puesto en la corte para una hija mayor que estaba a punto de cumplir los trece años; un buen trabajo, no como ayudante de cocina, sino en el cuarto de costura o, si demostraba su valía, como niñera. Tresna era una mujer tranquila y callada. Tomó a Anfreda de brazos de Bridei y se la llevó, dirigiéndose a ella con sonidos tranquilizadores.

Entonces él no tuvo nada que hacer ni nadie a quien abrazar. Se inclinó para darle unas palmaditas a Ban y acariciarle la cabeza. Luego llamó a Aniel y a Tharan y, mientras los hombres de la partida de búsqueda se reunían en el patio tras tomar un temprano desayuno, el rey y sus consejeros se dispusieron a efectuar más interrogatorios.

Habían seguido un orden de prioridad. Poco después de que se descubriera la ausencia de Derelei, los primeros entrevistados fueron aquellas personas que tenían más posibilidades de haber visto al niño o a Eile: los guardaespaldas, Elda, las niñeras reales. Fola y Wid; Garvan y su aprendiz. Después habían preguntado a los guardias que se hallaban apostados en el patio exterior y en los adarves y que tenían una buena vista de las idas y venidas. Para entonces ya había anochecido, Faolan había regresado y la búsqueda pasó a realizarse por el exterior de las murallas. De todos modos, Aniel había seguido hablando con los hombres y mujeres de las cocinas y con otras personas cuyos hijos podrían haber jugado con Saraid o Derelei. Faolan ya había interrogado a los guardias de la puerta principal. Ellos no habían visto nada en absoluto.

Aquella mañana era necesario interrogar a los invitados de la Colina Blanca, aquellos que por sus propios motivos se habían quedado mucho más tiempo tras el banquete de la victoria. Resultaba incómodo, sobre todo cuando los invitados eran personas de cierta posición social, gente que se consideraría por encima de toda sospecha.

Sin embargo, Aniel y Tharan eran unos veteranos de la diplomacia y habían invitado a Wid para que les echara una mano. El anciano erudito poseía abundante experiencia en los salones de hombres poderosos. La había utilizado eficazmente para instruir al joven Bridei en estos asuntos, y a Tuala después de él.

Al final les llegó el turno a Breda de las Islas Luminosas y a las cuatro doncellas que le quedaban. Dorica le había informado de que al principio Breda se había mostrado muy amistosa con Eile y que últimamente las cosas se habían enfriado entre ellas. De hecho, en una o dos ocasiones había oído a la joven dama hacer comentarios muy hirientes sobre esta extranjera que con tanta rapidez se había ganado el favor de la reina. Dorica no le había dado importancia, pues consideraba que eran tonterías; era bien sabido que Breda no poseía la madurez de su hermana.

No fue posible que Keother estuviera presente durante el interrogatorio de su joven prima. El rey de las Islas Luminosas los había sorprendido a todos ofreciendo una vez más sus servicios en la búsqueda. En cierto sentido eso añadía una complicación más, pues no se podía permitir que el invitado real de la Colina Blanca se aventurara a salir sin una guardia personal. Sería inconcebible que el rey vasallo de Bridei sufriera un accidente o un ataque mientras disfrutaba de la hospitalidad de la Colina Blanca. Las repercusiones políticas serían enormes. No obstante, la disponibilidad de Keother para ayudar le desarmaba a uno, y salió a caballo con sus dos guardias y varios de sus propios cortesanos, acatando las órdenes de Faolan como cualquiera.

Hicieron entrar a Breda. Aquella mañana el comportamiento de la princesa de las Islas Luminosas era inmejorable. Le hizo una reverencia al rey y luego una inclinación de cabeza a los otros hombres. Miró a Bridei y dijo:

—Lo siento mucho, mi señor. Tu hijo… Debes de estar muy disgustado. Si hay algo que pueda hacer…

—Gracias —repuso él—. Nos gustaría hacerte unas cuantas preguntas y luego hablar con tus sirvientas. Entiende que es una formalidad. Tenemos que hablar con todos los que estaban en la Colina Blanca ayer. Como sin duda habrás oído, no sabemos cuándo desaparecieron Derelei y Eile, ni cómo. Eso hace que sea mucho más difícil organizar una búsqueda efectiva.

—Oh. —Breda esperó con las manos cruzadas con gracia en su regazo. En reconocimiento a su posición social le habían ofrecido un taburete mullido para que tomara asiento.

—¿Cómo pasaste el día ayer, lady Breda? —le preguntó Tharan con educación.

—¿Que cómo pasé el día? No querrás decir… ¿Qué es lo que me estáis diciendo? —sus ojos azules se abrieron de indignación.

—Sencillamente necesitamos averiguar quién vio a Derelei o a Eile y a su hija, y cuándo —dijo Aniel—. Y dónde estaban todos, para así poder descartar ciertas posibilidades.

—Ciertas posi… No puede ser que queráis decir… Oh, muy bien, de todos modos es fácil. Estuve en mis aposentos por la mañana, mis asistentas me trajeron el desayuno. Después salí a sentarme al jardín. Estuve allí mucho tiempo. Más tarde entré a la hora de la cena. Para entonces todo el mundo ya andaba corriendo por ahí con antorchas.

—¿En qué parte del jardín? —preguntó Aniel con los ojos entrecerrados.

—En la principal, por supuesto. No se me permite la entrada en el jardín «especial» de la reina Tuala —miró a Bridei—. Estuve sentada en un banco cerca de un rosal. Pasé allí la tarde.

—¿Allí sentada? —Wid la observó con expresión de incredulidad.

Breda se sonrojó.

—Tenía el bordado. A decir verdad, me harto de mis sirvientas. No paran de parlotear y de reírse como unas tontas.

—¿Hay alguien que pueda dar fe de tu presencia allí?

—Si me estáis acusando de algo, ¿por qué no lo decís directamente? —Breda alzó un poco la voz. Se volvió una vez más hacia Bridei—. Mi señor, esto es…

—Limítate a responder a la pregunta, por favor —la interrumpió él con calma. La muchacha parecía estar más a la defensiva de lo normal; era una criatura extraña, con una actitud a la vez ingenua y sapiente. Bridei no sabía qué pensar de ella.

—Pues claro que hay alguien que puede dar fe de dónde estaba. Mis asistentas confirmarán lo que he dicho. Y Dovran también estaba allí, en el jardín. No sé si me vio, pues se concentra mucho en su trabajo, pero yo sí que lo vi.

—Lady Breda —terció Aniel—, ¿cuál es tu teoría sobre esta desaparición? ¿Qué crees que es lo que ha ocurrido?

Breda se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Todo esto es muy triste. Esa dulce chica… No soporto pensar lo que puede haberle ocurrido. Me cuesta creer que Eile fuera tan malvada. Me caía muy bien.

—Crees el rumor que está haciendo correr la gente, ¿verdad? —la voz de Wid era calmada—. ¿Un secuestro, quizá en beneficio de los intereses de Dalriada?

—Es una escota, ¿no? Y hace poco que ha llegado aquí. Nadie sabía nada sobre ella.

—Lady Breda —dijo Tharan—. No estoy seguro de entenderlo correctamente. ¿Puede ser que no haya llegado a tus oídos la noticia de que a la pequeña Saraid la encontraron sana y salva en el bosque anoche y que ya está de vuelta en la Colina Blanca?

Una expresión de lo más extraña cruzó por el rostro de Breda; era demasiado complicada para interpretarla.

—Ah —bajó la mirada, volvió a alzarla y luego la dirigió a la puerta, como si quisiera salir corriendo—. ¿En serio? Bueno, eso es estupendo, ¿no? Es una niñita encantadora. Me alegro mucho. ¿Y no explicó qué había pasado? ¿O dónde están su madre y Derelei?

—De momento no —respondió Bridei—. Está demasiado alterada para hablar.

—¡Oh, qué triste! ¿Dónde está ahora? ¿Quién la cuida? Hubo una pausa. Entonces, Wid contestó:

—Está bien atendida. Me parece que no es necesario entretenerte más, mi señora.

—Por ahora —añadió Tharan.

—¿Por ahora? ¿Quieres decir que tendré que volver a pasar por esto?

—Ha desaparecido un niño —le dijo Aniel con rotundidad— y una joven. Estoy seguro de que bien valen la pena unas leves molestias si sirven para encontrarlos antes.

Breda se puso de pie. Juntó las manos.

—Hay una cosa —dijo en un hilo de voz, una voz infantil.

Los cuatro hombres la miraron. De pronto reinó un tenso silencio en la sala del consejo.

—¿Sí? —dijo Tharan.

—No quería decirlo… Me refiero a estos rumores del secuestro, de una traición, es todo muy desagradable. Y podría ser que me hubiera confundido, que hubiera malinterpretado lo que vi…

—Sea lo que sea, explícanoslo ahora y con palabras sencillas. —Bridei se había levantado, tenía la tez pálida.

—Yo… sí que la vi. Los vi. Fue cuando salí afuera, mientras me dirigía al jardín. Eile llevaba la ropa para andar fuera de casa y tenía a los dos niños, a Saraid y al pequeño… a tu hijo, mi señor. Salieron por la puerta, la puerta pequeña que hay junto a la entrada principal.

Los hombres la miraron fijamente.

—¿Viste eso y no se te ha ocurrido contárnoslo hasta ahora, cuando llevan toda la noche desaparecidos? —Aniel, un experto en guardar la compostura, no pudo contener la furia de su voz.

—Es que… parecía tan raro, tan poco probable, que empecé a preguntarme si me habría equivocado. —Los rasgos de Breda eran la viva imagen de la confusión infantil—. Pensé que tal vez hubiera alguien más con ellos. Además, aunque fuera Eile, seguro que los guardias no los hubieran dejado salir sin autorización. Supuse que le habían dado permiso para llevarse a los niños a dar un paseo. Todo el mundo sabe lo mucho que confía la reina Tuala en esa pequeña escota. Imagino que debería decir «confiaba».

Bridei inspiró profundamente y volvió a tomar asiento a la mesa.

—Siéntate, Breda —dijo—. Lamento mucho que no lo comunicaras en cuanto viste que Eile se marchaba. Podrías habérselo mencionado a Dovran o a Garth, a cualquier miembro de la casa y ello nos habría permitido traer de vuelta a mi hijo y a ellas dos enseguida. Todo el mundo sabe que Derelei no sale de estos muros sin una guardia armada. Todo el mundo. No entiendo por qué te lo has guardado tanto tiempo.

—Nadie me lo preguntó —respondió Breda con su hilo de voz y los hombros hundidos.

—Vuélvenoslo a contar, por favor. Tenemos que precisar una hora del día, una dirección.

—Quiero ayudar en todo lo que pueda. Fue alrededor de mediodía, creo. ¿Una dirección? No lo vi con claridad, pero estoy bastante segura de que se dirigían hacia el sendero del oeste, el que conduce al Lago de la Serpiente. Lo siento, mi señor. No quería causarle problemas a Eile… —una única lágrima cayó por su preciosa mejilla.

—¿Qué saben tus doncellas al respecto? —preguntó Wid.

—Nada. Ya os lo he dicho. Decidí que debía haberme equivocado. No les conté nada. Ya sabéis cómo chismorrean las chicas, y que hacen una montaña de un grano de arena.

—Está bien. Hablaremos con esas jóvenes ahora, una a una. Puedes retirarte, lady Breda. Reflexiona sobre las consecuencias de tu decisión de no decir nada a nadie. El hecho de habérselo contado a alguien, a cualquiera, podría haber salvado vidas.

—Pero si ya os lo he contado —dijo ella con los ojos muy abiertos—. Os he contado todo lo que sé.

Todas las sirvientas dijeron lo mismo. Breda había pasado la mañana en sus aposentos y la tarde en el jardín. La mayoría de ellas se habían quedado en la casa cosiendo, jugando o practicando con el arpa. Ninguna de ellas había visto a Eile, a Saraid o a Derelei. Aniel las despachó.

—No me lo puedo creer —dijo Bridei con voz temblorosa—. Breda debe de ser débil mental. ¿Cómo no cayó en la cuenta de lo importante que era? Puedo entender, quizá, su renuencia a decirlo enseguida al no entender por qué era tan importante. Pero en cuanto nos dimos cuenta de que Derelei había desaparecido, cualquiera hubiera sabido que había que contarlo, ¿no?

—La última joven parecía estar al borde de las lágrimas —comentó Aniel—. Todas estaban un tanto alteradas, demasiado nerviosas.

Wid logró esbozar una sonrisa gélida.

—Tan sólo tienen catorce años, el hecho de ser interrogadas por cuatro hombres adustos, uno de ellos rey, basta para hacerles saltar las lágrimas o para que se muestren desafiantes. Además, se encuentran lejos de su casa, y este asunto es problemático.

—Por desgracia —comentó Aniel—, nos hemos enterado de esto demasiado tarde para que nos sirva de algo, excepto que confiere credibilidad al inverosímil rumor que corre por la casa, que a Eile la infiltraron aquí deliberadamente para llevar a cabo un secuestro. De hecho, podría parecer que lo ha hecho con notable eficacia.

—No puedo creerlo —dijo Bridei—. Y sé que Tuala tampoco lo creería.

—Odio decirlo —terció Tharan con gravedad—, pero eso quizá no haga más que reflejar el hecho de que quien quiera que esté detrás de todo esto eligió a su agente con suma habilidad. ¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos?

—Si hay un hombre del que se pueda prescindir —dijo Bridei—, mandadlo al encuentro de Faolan y que le transmita esta nueva información, que no será bien recibida. Tiene que saberlo. Por nuestra parte me parece que no podemos hacer nada más hasta que la partida de búsqueda nos informe.

—Parece ser que nuestra única opción es suplicarles a los dioses que esto termine bien y aguardar el retorno de Faolan y los demás —dijo Aniel—. Y del otro emisario que enviamos esta mañana. Bridei, si necesitas compañía, estamos aquí. Creo que va a ser un día muy largo.

La oscuridad palideció ligeramente en el pequeño y profundo lugar en el que Eile estaba atrapada. No era de día, a menos que el sol estuviera muy, muy lejos. Había perdido y recuperado la conciencia tantas veces que había perdido la cuenta. Cada vez que se despertaba su prisión parecía más pequeña y el aire más frío. Cada vez que abría los ojos, con cada nuevo retorno de la pesadilla del «aquí y ahora», el dolor de su cuerpo era más intenso y su voluntad más débil.

Se esforzó por recordar lo ocurrido, dónde estaba y cómo había ido a parar allí. Recordaba que se habían levantado y vestido, Saraid con el traje rosa y Lamento con el vestido de fiesta azul. Faolan… Faolan había dormido en su alcoba, pero cuando ella se despertó él ya se había marchado. Iban a… Hubieran… ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Por qué no había ido a buscarla? ¿Por qué no había acudido nadie, absolutamente nadie?

Calma; no debía perder la calma. Tenía que respirar. Pensarlo todo bien. Eile se frotó los brazos y las piernas, los movió y los dobló intentando que entraran en calor. Derelei. Estaba con los dos niños, con Saraid y con Derelei. Explorando, buscando pequeños tesoros. Primero en el jardín, donde saludó a Dovran y se sintió extraña por la pasada noche y por las dulces palabras de promesa de Faolan. Saraid, alegre, corría por delante de ella. Derelei estaba retraído y callado. Entonces… ¿entonces qué? Entonces se sumió en la oscuridad y se despertó en aquel sombrío agujero.

Calculó que llevaba allí bastante tiempo. Tenía la vejiga llena y se vio obligada a agacharse y orinar junto a la pared. Estaba sedienta. ¿Cuánto tiempo? ¿Dónde estaban los niños? Saraid estaría desesperada sin ella… Y Derelei, ¿dónde estaría el niño? Se suponía que tenía que estar buscándolo; la reina había confiado en ella…

Examinó lo que la rodeaba. Un círculo de tenue luz en lo alto le reveló que se hallaba en el fondo de un hoyo, probablemente un pozo. Por suerte no había agua, aunque las paredes se desmenuzaban por la humedad, lo cual no resultaba tranquilizador. Parecía haber un buen trecho hasta arriba, quizá tres veces la altura de un hombre, quizá más. ¿Podría ser que fuera de día y que la sombría oscuridad estuviera causada por algún tipo de barrera en lo alto? ¿Podría ser que llevara allí abajo desde el mediodía de un día hasta la mañana del siguiente? ¿Cómo podía ser que la hubieran dejado allí tanto tiempo? ¿Cómo podía ser que no la hubieran encontrado? Y si hasta ahora no se les había ocurrido mirar allí, eso quería decir… No, no iba a pensar en la posibilidad de que se hallara en algún lugar desconocido, un lugar que nadie podría encontrar. Claro que alguien la estaría buscando. Al menos Faolan la estaría buscando… No dejaría de buscarla hasta que la encontrara. Confianza. Esperanza. Sin ellas nunca habría llegado a la Colina Blanca, nunca habría empezado a liberarse de las sombras que se aferraban a ella; su padre, su madre, Dalach… Ahora, en aquel lugar oscuro, rondaban más cerca. Quizá siempre las llevara con ella, como una carga de la que no puedes desprenderte jamás. Quizá había sido estúpida al suponer que las cosas podrían ser distintas, que Faolan podría ayudarla a escapar de las sombras del pasado.

Se acurrucó contra la pared, intentando contener las lágrimas. Llorar era un derroche de energía y debía reservar la poca que le quedaba. Tenía que sobrevivir. Lo que ocurriera después no importaba, todavía estaba Saraid. Pero allí hacía frío, tanto que le dolían los huesos. No pensó si se había roto algo con la caída, aunque tenía sangre seca en la cara, junto a la sien, y el hombro no estaba bien del todo, de lo contrario no le dolería tanto al moverlo. Se preguntó, vagamente, cuánto tiempo podía sobrevivir sin agua una persona.

«Lucha». Era la voz de su padre. Eile lo vio, débilmente, sentado contra la pared de enfrente, no al joven Deord de cabello rojo y sonrisa serena, sino a uno mayor, al de después de ese lugar, al hombre que había quedado casi destrozado, aunque no del todo. «Debes luchar. Tomar el control. Salvarte».

—No puedo —susurró Eile—. ¿Cómo voy a poder? —El pozo era demasiado ancho como para trepar afirmando las piernas a un lado y la espalda al otro, aun suponiendo que tuviera fuerzas para hacerlo. La superficie de la piedra parecía resbaladiza y traicionera—. Me duele el hombro y me fallan las piernas. Tengo sed y estoy cansada. Ni siquiera puedo gritar para pedir ayuda.

«Eres fuerte, hija. Levántate. Trepa».

Eile trató de vencer el impulso de tumbarse en el suelo, de echarse a llorar, de rendirse. Se obligó a pensar en las palabras de su padre. Quizá su voz fantasmal no dijera más que la verdad. En el pasado siempre había sido fuerte, en efecto. Había soportado a Dalach, había protegido a Saraid, había tomado medidas, al fin, para poder marcharse de aquel lugar con su hija. Fue con la aparición de Faolan cuando aprendió lo que era no tener que llevar toda la carga ella sola. Y hasta había salvado a Faolan con su fortaleza. Sin ella, ahora estaría muerto por su propia mano.

La imagen de su padre se había desvanecido, pero Eile no tenía ninguna duda de que podía oírla, de que la observaba y deseaba con todas sus fuerzas que lo lograra. La quería, y quería que viviera.

—Tengo que hacerlo —masculló Eile—. Si no lo hago ahora, dentro de poco no voy a ser capaz de hacer nada. Debo hacerlo. Por Saraid. Y por mí misma. Y por madre y padre, para demostrarles que la historia no tiene por qué terminar así. —Se puso de pie, haciendo caso omiso del dolor. Se remangó la falda, apretó los dientes y empezó a trepar.