Capítulo 15

Debía de estar esperándole. Cuando llamó con suavidad a su puerta, ella la abrió de inmediato. Faolan entró y Eile cerró la puerta sin hacer ruido.

Saraid, que todavía estaba despierta, se incorporó rápidamente y clavó la mirada en él.

—Falan canta una canción —le ordenó.

—Lo siento —dijo Eile—. Le dije que vendrías y estaba demasiado emocionada para dormirse. Normalmente cantamos una canción antes de acostarnos, o le cuento un cuento. He intentado mantener la costumbre. —Entonces se dirigió a Saraid—: Yo te la cantaré, Ardilla…

El espía del rey tenía la sensación de que se le presentarían unas cuantas pruebas y que debía hacer lo posible para superarlas todas.

—¿Qué tipo de canción quieres escuchar? —le preguntó a la niña mientras se acercaba para sentarse en la cama.

—Una canción sobre Lamento. —En respuesta a una mirada de su madre, Saraid añadió—: Por favor.

A un hombre que había sido bardo, aunque de ello hacía mucho tiempo, no le suponía un reto difícil. Contó una historia sobre las proezas de Lamento, presentada con la forma y el estilo de una aventura mítica, en tanto que la niña lo miraba embelesada y Eile, sentada en el arcón, no dijo ni una palabra. Faolan hizo que Lamento sufriera un terrible accidente y soportara la cirugía en estoico silencio; la hizo navegar en un barco por mares monstruosos; hizo que le regalaran ropa nueva, una ropa que la convirtió en la criatura más encantadora en la que nadie había posado la mirada. Parecía aquel un buen punto para acabar y le puso un estribillo final. Ya se oía la vocecilla de Saraid que se sumaba a los «tralarás y tralariros».

—Ahora ya es hora de dormir —le dijo Eile.

—¿Más? —preguntó Saraid, esperanzada.

—Esta noche no. Claro que esta canción tiene muchos, muchos versos. Suficientes para unas cuantas noches.

—¿Cuántas?

—Montones y montones. Tiene tantos versos como aventuras Lamento. Pero reservaremos el resto para más adelante.

—¡Ay! Acabas de empezar algo —observó Eile con una sonrisa.

Faolan también le sonrió, percibiendo un tono nervioso en su voz que era el eco de la desagradable sensación que él tenía en la boca del estómago. No se había disipado ni al tener que concentrarse en la música.

—Mamá una historia ahora —dijo Saraid, que esa noche quería alargar ese rato de cuentos y canciones antes de acostarse.

—Sólo una corta, y tienes que tumbarte y cerrar los ojos mientras te la cuento.

La niña se acurrucó bajo la manta verde con Lamento a su lado y apretó los ojos.

—Casa en la colina —dijo—. Por favor.

Eile parecía un poco renuente. Faolan vio que una expresión cruzaba por su rostro como una rápida sombra, y los ojos verdes cambiaron.

—Está bien —dijo—. Érase una vez una niña pequeña que vivía con su madre y con su padre…

—… en una casa en una colina. —Estaba claro que Saraid se sabía el cuento palabra por palabra.

—Así es. No era una casa grande y magnífica, sino pequeñita y hecha de piedras y paja. Además de la niña, su mamá y su papá, vivían allí tres gallinas…

—Una negra como el carbón, una parda como la tierra y una blanca como la nieve.

—Había alguien más que vivía en la casa de la colina…

—¡Un gato! —Saraid abrió los ojos de pronto.

—Cierra los ojos —le ordenó Eile—. Un gato listado que seguía a la niña a todas partes y se hacía un ovillo para dormir en su cama todas las noches.

—¿El gato tenía nombre? —preguntó Faolan en voz baja, pues no estaba seguro de si se le permitía participar en lo que obviamente era un ritual familiar que se practicaba desde hacía mucho tiempo.

Pelusa —la voz de Saraid era ya un murmullo.

—Cada día la niña les daba de comer afrecho y grano a las gallinas, le daba la comida a Pelusa y ayudaba a su madre a desherbar el huerto y a cuidar de las hortalizas que allí crecían.

—Coles, puerros y alubias.

—Y cultivaba todas las plantas que le gustaban, las que olían maravillosamente bien: espliego, romero, camomila. Tomillo, salvia, ajedrea y zarzarrosa.

Saraid suspiró y cambió la muñeca de posición en sus brazos.

—Cuando su padre llegaba a casa, ella le cocinaba huevos que batía con hierbas frescas. Y él le daba un abrazo y le decía: «Esta es mi chica». Cuando hacía eso, ella sabía que su papá y su mamá la querían, y que era la niña más afortunada del mundo.

Tras un largo silencio, Eile dijo:

—Buenas noches, Ardilla —y se inclinó para darle un beso en la mejilla a su hija—. Ya casi está dormida —dijo, y se sentó en la cama junto a él—. La verdad es que estaba muy cansada, pero se empeñó en esperarte. Considéralo un honor.

—Ya lo hago —repuso Faolan, que se levantó y fue a sentarse en el arcón, pues tenía una necesidad imperiosa de tocarla y sabía que debía tener cuidado. Tenía mucho que perder si lo hacía mal y la asustaba o la ofendía. Lo podía perder todo.

—Bueno —dijo Eile, mirándolo desde los dos brazos de distancia que les separaban. El vestido azul le sentaba bien; hacía resaltar la cremosa palidez de su piel—. No sé por dónde empezar. No sé qué decir. Antes me sorprendiste. Lo que dijiste. No estoy segura de haberlo entendido.

—Tenía la certeza de que te habrías marchado. Me impresionó verte. He… he llegado a reconocer que… —clavó la mirada en la estera del suelo, su lengua se negaba a pronunciar un conjunto de palabras adecuado.

—¿Por qué querías que me fuera? —Eile lo estaba haciendo mejor que él—. ¿Por qué querías que me marchara con Drustan y Ana?

—Parecía lo mejor para ti. Y para Saraid. Más seguro. Más… estable.

—Y mejor para ti —afirmó ella con rotundidad.

—Creía que sí. En cierto sentido aún lo creo. No sé si puedo… No creo que pueda ser…

—Si sigues pensando eso —dijo Eile—, ¿por qué estás aquí? —Se había levantado, se había cruzado de brazos y ahora caminaba hasta el ventanuco que daba al jardín y por donde se filtraba la noche veraniega, de un fantasmagórico azul blanquecino—. Quiero decir en esta habitación, contraviniendo las convenciones.

Una respiración profunda.

—Porque mientras estuve fuera no pude dejar de pensar en ti. Una parte de mí decía que sí, que lo más adecuado era que te fueras, por tu bien; una parte de mí reconocía la clase de hombre que soy, el tipo de trabajo que desempeño, la absoluta imposibilidad de… Sin embargo, otra parte de mí… Sentí tu ausencia como una herida. Y también la de Saraid. Sabía que había cometido el peor error de toda mi vida. Había desperdiciado algo irreemplazable, algo que creí que nunca recuperaría.

Eile permaneció junto a la ventana, de espaldas a él. Faolan percibió un cambio en la respiración de la muchacha. Él tenía las palmas sudorosas y el corazón le palpitaba con fuerza.

—¿Y qué pasa con Ana? —preguntó ella con voz tensa—. No ha pasado mucho tiempo desde que me contaste lo de aquel viaje; no hace ni un año que ocurrió. Tú la amas. Sé lo importante que ella es para ti. Lo vi en el modo en que la mirabas, Faolan. —Entonces se dio la vuelta, con las manos apretadas y la mirada sombría—. Es la clase de amor que no se desvanece en una estación. Es para siempre, tal como cuentan las historias. Lo que pasa es que estás… confundido y solo. O peor aún, me dices esto por lástima, porque decidí quedarme en la Colina Blanca y ahora Saraid y yo no tenemos protector.

Faolan se encontró con que los sentimientos lo invadían y rompían la precaria barrera que había levantado en torno a ellos.

—Por lo que he visto, Dovran parece muy dispuesto a asumir ese papel. Y si no es él, será otro hombre. Sería idiota si creyera que me necesitaras para eso.

—¡Basta, Faolan! —Él percibió el dolor en la voz de la muchacha, vio que crispaba la boca y reprimió el impulso de avanzar dos pasos y estrecharla en sus brazos—. ¡No digas estas cosas! Si le gusto a Dovran, eso es algo que no puedo evitar. Además… —se le apagó la voz.

Faolan se había levantado y volvió a sentarse.

—Dime —le dijo.

—Supongo que tendremos que hablar de ello algún día. —Eile volvió a sentarse en el borde de la cama y apoyó una mano sobre la acurrucada forma de Saraid—. No sé por qué motivo, pero ahora resulta más difícil de lo que era antes. Recuerdas lo que te pedí que hicieras por mí, eso que te negaste a hacer. Sabes por qué te lo pedí. —No lo miraba a los ojos y hablaba en voz muy baja.

—Lo recuerdo.

—En cierto modo todo eso ha cambiado. He aprendido algunas cosas aquí en la Colina Blanca.

«Cosas que te ha enseñado Dovran». Reprimió el comentario.

—¿Qué cosas?

—Antes pensaba que era una falsedad que las mujeres pudieran disfrutar acostándose con hombres, disfrutar entregando sus cuerpos y permitiendo… que… les hicieran eso, aun cuando fuera un hombre a quien le tuvieran cariño. Después de lo de Dalach, no creía que algo así fuera posible. Sin embargo, he visto a personas que se miraban y se tocaban con tanto amor y ternura en sus ojos y tanto cuidado en sus manos que tengo que creer que puede ser posible. Bridei y Tuala; Ferada y su amigo Garvan. Y Ana y Drustan más que nadie, y lo siento si esto te hace daño. No se trata únicamente de amistad y cercanía, es… pasión. Algo profundo y hermoso. Lo vi.

Faolan asintió con la cabeza y contuvo el aliento.

—¿No tienes nada que decir? —Entonces lo miró.

—Te preguntaría… —carraspeó—. Te preguntaría si esto significa que ya no necesitas a un hombre con quien compartir cierto… experimento.

—¿Me estás diciendo —preguntó ella eligiendo las palabras con cuidado— que ahora lo harías si todavía lo quisiera?

—Dímelo tú primero.

—No es justo Faolan. Esto ya es bastante difícil. Dímelo tú primero. Él cruzó la mirada con ella.

—Si desearas que intentara superar la prueba —respondió—, me ofrecería a hacerlo lo mejor que pudiera, sí.

—¿Prueba? —Eile frunció el ceño—. Yo no lo consideraría una prueba. ¿Acaso este tipo de cosas no os resultan fáciles a los hombres?

—Yo lo consideraría uno de los retos más difíciles a los que me he enfrentado, Eile.

Ella se lo quedó mirando.

—Después de lo que has dicho, o lo que has dicho a medias, no puedo creer que sea porque te repele la idea de compartir la cama conmigo, aunque fue eso lo que pensé cuando te negaste la primera vez. Es un reto para mí, pero ¿por qué iba a ser tan difícil para ti?

—No sé si querrás oír una respuesta sincera.

—¿Me consideras de esa clase de mujeres a las que les gusta que les mientan para tranquilizarlas? Cuéntamelo. Dilo.

—Está bien. —Se encontró con que se había rodeado el cuerpo con los brazos a modo de defensa. Se levantó y bajó los brazos—. En primer lugar, quiero dejar claro que yo no… espero nada de ti. Que si lo hacemos, tú y nadie más que tú elegirá el momento, el lugar y la manera. Debo decirte también que ya he vivido esta situación en sueños, noche tras noche, mientras estuve ausente. Lo he vivido a veces como un placer y otras veces como un… amargo fracaso. El deseo era un compañero constante. No un deseo por Ana, sino por ti, Eile. La amaba a ella, sí, no voy a mentirte sobre eso. Supongo que aún la quiero. Sin embargo, lo que se apoderó de mí en aquella estación fue algo como lo de los cuentos, la pasión de un hombre imperfecto y solitario por un ideal imposible, una mujer perfecta que siempre estaría fuera de su alcance. Tú eres… real. Tú eres mi mejor amiga, mi fiel compañera y… y, si quisieras, mi amante más apasionadamente deseada. Cada vez que te miro quiero tocarte, rodearte con mis brazos. Quiero protegerte, confiar en ti, pasar la vida contigo. Y yacer contigo por la noche, tenerte. Tenía miedo de confesarlo. No te asustes, por favor. Si quieres, me marcharé.

—Entiendo. —Eile se sentó en la cama y apartó la mirada de Faolan—. Un hombre imperfecto y solitario necesita una compañera imperfecta y solitaria, ¿verdad? Por eso te has decidido por mí.

—No quería decir… —se detuvo a medio camino de negarlo automáticamente—. Tal vez —dijo—, tal vez fuera eso lo que nos acercó, el motivo de que nos hiciéramos amigos. Al menos, creo que seguimos siendo amigos.

—Quiero decirte una cosa —anunció ella—, pero primero voy a hacerte una pregunta. Faolan esperó.

—Quiero que vengas a sentarte a mi lado y que me cojas la mano. —Eile lo miró y a él le dio un vuelco el corazón al ver la mezcla de afecto y recelo que expresaba su rostro—. ¿Te parece bien?

Él hizo lo que le pedía. Eile tenía la mano fría.

—Sí —dijo ella—, es distinto. Lo fue durante la cena y lo es ahora. Creo que es probable que sea buena señal.

—¿Qué es distinto? —Faolan intentaba hacer caso omiso del efecto que provocaba en él el roce del muslo de la muchacha contra el suyo.

—Bailé con Dovran —le explicó—. Nos cogimos de las manos y dejé que me tocara. No fue como ahora. Inspiración. Espiración.

—¿Cómo fue?

—No me gustó. Me asustaba. Me ocurre lo mismo con otros hombres, por ejemplo con Garth, o con Garvan, si uno de ellos me pasa la sal y me roza la mano sin querer. Es distinto con Wid, pero él es un anciano. Los demás, aunque me caigan bien, cuando me tocan me devuelven el recuerdo de Dalach. He intentado superarlo. Utilicé un poco a Dovran para hacerlo. Dejé que me ayudara a bajar las escaleras y cosas por el estilo. Lamento si esto te disgusta o te hiere —su voz se había ido volviendo menos audible y más vacilante.

—¿Y cogerme la mano a mí es diferente? ¿Debo entender que ello me sitúa en la misma categoría que Wid? ¿Una figura paterna?

Al cabo de un momento, Eile respondió:

—No, Faolan —y apoyó la cabeza en su hombro—. Es una sensación agradable. A ti no me da miedo tocarte. Y no me pareces una figura paterna en absoluto; nunca fue así, ni siquiera al principio. Sin embargo, sigo teniendo miedo de acostarme con un hombre, y eso te incluye a ti, aun cuando me pregunto si… si estaría bien, si tú y yo… Tengo miedo de hacerlo, porque si no funciona, si no puedo disfrutar contigo, sabré que nunca irá bien. Y yo quiero que vaya bien, quiero tenerlo, quiero tener mi casita y mi jardín, el gato, las gallinas, la cálida cocina, y quiero que Saraid tenga una familia como es debido. Que tenga un hermanito o una hermanita. Le encantaría. Y eso no va a ocurrir si no puedo superar mi miedo. Nunca ocurrirá.

—¡Chsss, chss! —susurró Faolan, que le rozó el cabello con los labios y alzó la mano para acariciarle suavemente la mejilla—. ¿Así está bien? —le preguntó al notar que ella temblaba—. Dímelo. Si te asusta cualquier cosa que haga, cualquier cosa, debes decírmelo…

—Esto no. Es agradable. Me hace sentir segura. Pero lo otro me dará miedo. Lo sé.

—Yo también tengo miedo. Miedo de que mi ardor no me permita ir despacio, de que el deseo me haga egoísta.

—No podrías ser egoísta, Faolan. Posees mucha fortaleza. Él le tomó la mano y se la llevó a los labios.

—Tú también. Eres la persona más fuerte que he conocido. Quizá más fuerte que tu padre. No es necesario que nos precipitemos con esto, Eile. —Seguramente ella se daba cuenta de que su cuerpo contradecía sus calmadas palabras; en aquellos momentos el deseo lo dominaba y su respiración se iba haciendo más rápida e irregular.

—Aquí no —dijo ella—. Ahora no. Pero deberíamos hacerlo pronto. Es como un puente que hay que cruzar, un puente aterrador: cuanto antes pases al otro lado mejor. Mañana por la noche. Eso es lo que quiero. —Miró a la niña que dormía—. Pero no en esta alcoba. La habitación de al lado está vacía. Nadie la usó después de que Ana y Drustan se marcharan. Tiene chimenea y una cama. Si vamos a hacerlo, quiero que sea… agradable. No quiero acostarme contigo en un rincón, en cualquier parte, a escondidas. Espero que lo entiendas.

—Todas las decisiones son tuyas —musitó Faolan—. Tú decides si sí o si no, si quieres que pare o que siga. Haré todo lo que tú quieras. Me gustaría hacerte una pregunta, Eile. Sobre el futuro. Tendría que habértelo preguntado cuando empezó todo esto…

—¡No! —se apresuró a decir ella—. Ahora no. Después. Cuando hayamos descubierto si va bien o no.

—Si eso es lo que quieres. —«¿Te casarás con un hombre que aparenta por lo menos treinta y cinco años, que tiene una pierna herida y una tendencia a desaparecer durante largos períodos de tiempo sin dar explicaciones?». Quizá fuera mejor que no se lo preguntara—. Supongo que debería marcharme.

—¿No quieres quedarte?

¡Que los dioses tuvieran compasión!

—Tengo que serte sincero, Eile. Si me tumbo en esta cama contigo y tengo que tener las manos quietas, no voy a pegar ojo. Y creo que necesitaré descansar si mañana tengo que enfrentarme a tu reto.

—¡Oh! No se me había ocurrido.

—Podría dormir en el suelo. ¿Tienes una manta de sobra?

—Cogerás frío. ¿Y qué me dices de tu pierna?

—Estaré bien. ¿Puedo darte un beso de buenas noches?

—Si quieres. —Faolan percibió un dejo de preocupación en la voz de la muchacha.

—Sí. —Con los labios ligeramente separados rozó los de la muchacha con suavidad. Ella le puso la mano en la mejilla y por un breve instante su boca le devolvió la presión; luego se apartó.

—Buenas noches. ¿Estás seguro de que estarás bien en el suelo?

—He dormido en camas más duras, como bien sabes. Buenas noches, Eile. —Encontró la manta y se acomodó en la estera verde; al menos no tuvo que echarse directamente sobre las losas.

Eile se movió por la habitación, llevó la vela a un estante pequeño que había junto a la cama, se puso el camisón —le hizo cerrar los ojos— y luego se deslizó bajo la manta al lado de Saraid.

—Ahora voy a apagar la vela —le dijo, y lo hizo.

La pálida luz del exterior empezó a entrar lentamente en la alcoba, dándole un aspecto extraño e irreal. Faolan se preguntó si al día siguiente se despertaría en su cama de las dependencias de los hombres y descubriría que había sido otro sueño cruel.

—¿Faolan?

—¿Mmm?

—Va a resultar un poco difícil pasar el día de mañana. ¿No crees? La cena de hoy ya resultó embarazosa.

—Lo fue. Sí, estoy de acuerdo. Va a ser un día muy largo.

—Creo que sería más fácil si nos mantenemos ocupados y nos vemos lo menos posible —dijo Eile—. No es que no quiera verte, y además Saraid tiene muchas ganas de estar contigo, pero… Bueno, ya sabes a lo que me refiero.

—Pero no pases el día con Dovran —como broma no fue demasiado afortunada.

—Si está de guardia, no puedo evitar verle, Faolan.

—¿Vas a volver a cuidar de Derelei?

—Es probable. Últimamente no está muy contento y su madre necesita tiempo para el bebé. Tengo intención de mantenerlo tan entretenido como pueda. ¿Y tú qué harás?

—Creo que estoy oficialmente fuera de servicio hasta que se me cure la pierna. Ya encontraré algo que me mantenga alejado de ti hasta la hora de la cena. Pero…

—Mmm… te echaré de menos —dijo Eile.

—¿Quieres explicarme una cosa?

—¿El qué?

—Esa historia, la de la casa de la colina; ¿era así cuando eras una niña de la edad de Saraid?

—Así es como lo recuerdo.

—Pobre Deord —murmuró Faolan.

—¿Por qué dices eso?

—Si eso es lo que tenía y al regresar después de la Sima ya no pudo formar parte de ello… ¡Qué terrible tuvo que ser la decisión de marcharse antes que destruirlo! —Seguramente a Deord se le rompió el corazón. No era de extrañar que después nunca hablara de su esposa ni de su hija durante todos los años que pasó en el Brezal.

—Lo destruyó de todas formas —comentó Eile con frialdad—. Sin él nunca volvió a ser lo que era. ¿Quién crees que podría ser lo bastante fuerte para mantenerlo igual? Mi madre no. Ella lo amaba como si fuera el sol, la luna y las estrellas, y él le volvió la espalda. Yo tampoco. Sólo tenía ocho años cuando se marchó. Apuesto a que Dalach ya me había echado el ojo incluso entonces.

—Lo siento. No tendría que haberlo mencionado.

Al cabo de unos instantes, Eile dijo:

—No pasa nada. Forma parte de lo que ahora compartimos tú y yo. Hay cosas buenas y cosas malas. Me gustó lo que dijiste antes, Faolan. Cuando dijiste que yo era real. Quizá ello signifique que tengo virtudes al igual que defectos. Puntos fuertes y débiles. Puede que ese sea el motivo de que nos compenetremos. Tú eres muy real. Lo supe cuando me dijiste que mi padre había muerto, aun cuando no querías hacerlo. Lo supe cuando ni siquiera te planteaste entregarme a las autoridades; cuando quemaste mi ropa y mentiste por mí. Lo sé esta noche porque estabas celoso, porque cantaste una canción y porque… —se le fue apagando la voz.

Faolan había pensado que no podría dormir. Le dolía la pierna, por debajo de la puerta entraban pequeñas corrientes de aire y tanto su cuerpo como su mente se mantenían despiertos por la impaciencia, agudizada por la presencia de Eile allí tumbada en camisón, tan cerca que casi podía tocarla. Sin embargo, el sueño lo reclamó rápida y completamente y al despertarse se encontró con que la luz del amanecer penetraba por la estrecha ventana y vio a Saraid incorporada en la cama, mirándole. Cayó en la cuenta de que, por lo que podía recordar, había dormido toda la noche sin tener ni un solo sueño.

(Del relato del hermano Suibne).

Como nuestro líder estaba un tanto agotado tras el milagroso acto de sanación que Dios, en su gracia, realizó a través de él, accedió a regañadientes a pasar una noche en una pequeña aldea situada en la ribera de esta larga y solitaria vía fluvial que los priteni llaman el Lago de la Serpiente. Ese lugar contaba con un sencillo embarcadero y una o dos chozas; un poco más lejos, colina arriba, había una vivienda más sólida (en este relato todo debe considerarse relativo) y allí nos proporcionaron un espacio para dormir. A Colm lo alojaron en la casa y el resto de nosotros compartimos la paja con una cerda y un puñado de lechones. Nuestro anfitrión nos informó de que el bosque cercano los proveía de generosos frutos para que se alimentara el ganado porcino. No dudamos de sus palabras.

A Colm le resulta difícil admitir cualquier debilidad. La llama de Dios arde en él con tanta brillantez que lo hace seguir adelante a pesar de sus limitaciones. En momentos como estos tengo la impresión de que este fuego está a un paso de consumir al hombre que lo transporta. Quizá sea la voluntad de Dios. No es que sea mi ánimo discutir los propósitos del Señor para con su siervo. Incluso después de esa noche, Colm estaba agotado y pálido. Tras mucho debatir, lo convencimos de que debíamos permanecer en aquel lugar una segunda noche y luego zarpar hacia el margen superior del lago y la fortaleza del rey en la Colina Blanca.

El segundo día, después de nuestras oraciones matutinas, disfrutamos de la tranquilidad del paraje. El hombre se había llevado a los cerdos al bosque. Hacía un día hermoso, soplaba una brisa del oeste y tres de nuestros pequeños botes habían salido a pescar con red en el lago. Me senté en el embarcadero con dos de mis hermanos embargado por una profunda sensación de paz, maravillado ante la belleza de la creación de Dios. Pensé en el rey Bridei, con quien pronto me encontraría. Coincidí con él brevemente con ocasión de su victoria sobre nuestras gentes de Dalriada. Antes, cuando se convirtió en rey de Fortriu, había llegado a conocerle y a admirarlo mucho. Me pregunté hasta qué punto lo habría cambiado el trono. Siempre se había mostrado firme en su fe, por equivocados que sean los principios de esta. Quizá optará por cerrarnos las puertas y mandarnos de vuelta a nuestra tierra natal.

Oímos un grito desde el otro lado del agua. Mi hermano y yo nos quedamos mirando horrorizados mientras se alzaba una extraña ola, que sacudió violentamente uno de los botes en tanto que los demás, más alejados, permanecían quietos. Vimos que el hombre que se hallaba a bordo de la embarcación afectada tiraba de su red dando unos gritos llenos de terror. Se me hizo un nudo en el estómago. Vimos algo que nadaba en torno a su barca, algo tan enorme que nos quedamos boquiabiertos, parpadeando y mascullando una plegaria mientras que con las manos hacíamos la señal de la cruz. «Dios bendito», murmuró el hermano Éibhear… «¿Puede ser…?», susurró el hermano Lomán, con la tez lívida. «Id a buscar a Colm», dije yo, sin saber qué otra cosa se podía hacer, pues aquel ser —una serpiente monstruosa, un dragón, una sierpe— se había enroscado en la embarcación y parecía dispuesta a aplastarla y hacerla astillas. El pescador se aferró al mástil aterrorizado, con la boca muy abierta, pero sin que de ella escapara ni un solo sonido, tal era la magnitud de su miedo. El lago se hallaba en calma salvo por aquel único punto en el que el agua se arremolinaba en torno al monstruo escamoso. Era una visión increíble.

Entonces vi que el hermano Colm estaba junto a mí, con su alta presencia grave y serena. Con la mirada clavada en la espantosa escena que teníamos delante, extendió los brazos de forma que su cuerpo fue como una cruz y pronunció las siguientes palabras: «Que la paz de Dios reine en estas aguas y en todos los que las surcan. En su nombre destierro de este lugar a todos los demonios malignos, a todas las criaturas malvadas, a todos los remolinos, olas y corrientes infernales. Señor, libra a tus siervos de la ira de los monstruos y sierpes. Hágase tu voluntad».

Mientras conteníamos el aliento, las agitadas aguas se calmaron y la criatura volvió a sumergirse. Dio una última sacudida con su cola, de un irisado azul verdoso bajo la luz matutina, y se fue. Con tal desafiante y último saludo, la serpiente hizo volcar la barca y su ocupante fue arrojado al lago.

Gritó pidiendo ayuda. Vimos que se revolvía en el agua. La habilidad de nadar es poco frecuente, incluso entre los pescadores, y el hombre casi había enloquecido de terror. Vimos que los demás marineros empezaban a maniobrar para acercar a él sus embarcaciones; no había duda de que el hombre se ahogaría antes de que pudieran llegar hasta él.

El hermano Éibhear se despojó de su hábito y se zambulló. Debo dejar constancia de que estas aguas son particularmente frías incluso en verano. El lago es gélido, oscuro y profundo todo el año. Yo me había preguntado cuál sería el objeto de los amuletos de hierro que vi que llevaban en torno al cuello los pescadores que regresaron la noche anterior y entonces comprendí su propósito. Este tipo de supersticiones abundan entre nuestra propia gente. El hierro proporciona protección contra lo que ellos consideran fuerzas de Otro Mundo. No había evitado que la serpiente se acercara a ese desventurado.

Rezamos; el pescador chapoteaba, se sacudía y gritaba; el hermano Éibhear nadaba.

—Dios no permitirá que este pobre desdichado muera —declaró Colm—. Su red recogerá a este hombre y lo llevará a casa sano y salvo.

Y así fue. La red, en forma de nuestro robusto Éibhear, alcanzó justo a tiempo al hombre que se ahogaba y, no sin cierta dificultad dado que aquel desdichado estaba fuera de sí de terror, lo remolcó hasta la orilla sin ningún percance. Su barca había desaparecido, había quedado reducida a unos cuantos pedazos de madera que flotaban en unas aguas tranquilas, pero salvó su vida por la gracia de Dios y la intervención de su siervo Colmcille.

—Lo que has hecho ha sido muy valiente —le dije a Éibhear, que estaba temblando en la orilla, chorreando desde la cabeza tonsurada hasta los pies calzados con sandalias—. ¿Y si esa cosa hubiera vuelto? Le salvaste la vida a ese hombre.

—No fui yo —repuso Éibhear, y miró a Colm—. Si no hubiera sabido que sus rezos me mantendrían a salvo, no me habría metido en el agua. Ninguna serpiente tiene la fuerza suficiente para hacerle frente. Es como un portavoz del mismísimo Dios.

Mientras lo ayudaba a secarse y a vestirse en tanto que los demás atendían al pescador medio ahogado, reflexioné sobre ello. Si una gran sierpe no podía prevalecer contra nuestro líder, me pregunté si podría hacerlo un rey pagano. Mañana nos dirigiremos a la Colina Blanca y allí, imagino, lo averiguaré.

Suibne, monje de Derry.

Garth lo había estado buscando, aunque era muy pronto. Faolan evitó, por poco, que lo vieran subir por un tramo de escaleras cercano a los aposentos de Eile. Ejerciendo ciertas habilidades logró encontrarse con su compañero guardaespaldas en un lugar neutral, cerca del patio superior.

—¡Faolan! ¿Dónde te habías metido? El rey quiere verte.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. Está en el patio de los establos. No preguntaré dónde has pasado la noche. Será mejor que vayas a verle enseguida. Creo que tiene un trabajo para ti.

—Gracias. Y gracias por no preguntar. —Habían trabajado juntos durante mucho tiempo y se entendían bien.

—De nada —respondió Garth.

Faolan encontró al rey en el patio de los establos en compañía de los dos hijos de Talorgen y de un par de caballos ensillados. Ban husmeaba por allí, anticipando una excursión. Bridei se acercó para hablar con Faolan sin que los jóvenes lo oyeran. La misión fue una sorpresa: cabalgar con Uric para realizar una especie de búsqueda, llevarse al perro e intentar encontrar un objeto no especificado que los muchachos parecían considerar de vital importancia. Bedo no podía ir puesto que llevaba el brazo en cabestrillo. A juzgar por la expresión ceñuda de ambos jóvenes, estaba claro que se hallaban molestos por el hecho de que Bridei hubiera decidido mandar a su guardaespaldas con Uric.

—¿Querrás hacerlo? —le preguntó Bridei tras resumirle por encima la tarea.

—Si puedo encaramarme al caballo con esta pierna, sí. —Así tendría algo que hacer, una distracción útil que lo alejaría de la Colina Blanca y de Eile hasta la noche.

El rey puso mala cara.

—No me olvido de tu herida. No te lo hubiera pedido de no ser porque me hacen falta tus habilidades para este trabajo. Talorgen necesita que esto se solucione. Me imagino que ya te habrás enterado de la malhadada cacería en la que murió una joven, ¿no?

—Sí, Garth me lo contó.

—Esto tiene relación con ello. Fue en ese mismo accidente en el que el joven Bedo se rompió el brazo. Los chicos llevan muchos días con esta búsqueda. Esta es su última oportunidad, se lo he dejado claro. ¡Uric! —alzó la voz—. Faolan ha accedido a ir contigo. No es un perro guardián, lo mando para que te ayude. Su presencia supone una ventaja adicional, puesto que Ban lo conoce bien y obedecerá sus órdenes. Tenéis que regresar antes de la puesta de sol.

—Sí, mi señor —la voz de Uric era malhumorada y agresiva, pero subió al caballo con elegancia.

—En cuanto a ti, Bedo —dijo el monarca—, me imagino que tu madrastra estará preocupada por ti.

—No soy un niño, mi señor rey —el joven tenía la boca tensa y la tez pálida bajo la luz de la mañana.

Bridei suspiró.

—Bien que lo sé. Entiendo tu obsesión por resolver este misterio, créeme. Sé que tus sentimientos son los de un hombre. Sin embargo, tu padre es amigo mío y lo tienes preocupado. Hay cosas que lo mejor es dejarlas correr. Seguir adelante.

Bedo repuso con un seco movimiento de la cabeza, se dio media vuelta y se marchó. Fuera lo que fuera lo que eso significaba, estaba claro que no era asentimiento.

Faolan logró montar el otro caballo sin ayuda, aunque no sin dificultad. Su pierna protestaba frente a unos requerimientos que, hasta hacía poco tiempo, eran cotidianos. Al volver tendría que hacérsela mirar.

—Bueno —le dijo alegremente al imperturbable Uric—, será mejor que nos pongamos en marcha. ¿Adónde nos dirigimos exactamente?

Breda había encontrado el lugar perfecto. La fortaleza de Bridei gozaba de un buen mantenimiento y contaba con un considerable número de personas que hacían que todo funcionara a la perfección. Constantemente te encontrabas con gente arreglando los tejados de paja, engrasando bisagras o reparando las bombas de agua y no había muchas cosas olvidadas o descuidadas, ni tampoco mucho espacio desaprovechado. Sin embargo, encontró lo que necesitaba en una esquina, al final de un pasaje situado debajo de los aposentos que ocupaba el grupo de Keother. Un día en el que ya no podía estar más aburrida, explorando, había visto la puerta y esperó encontrarse con una mazmorra, una cámara de tortura u otro descubrimiento emocionante. El lugar estaba cerrado con una pesada cadena que pasaba por un agujero de la puerta y se enroscaba en un poste. El cierre lo habían colocado en el interior, a salvo de dedos curiosos.

Breda tenía unas manos pequeñas cuya delicadeza le alababan con frecuencia. Le había resultado muy sencillo abrir esa cosa, meterse dentro y volver a cerrar dejando la cadena suelta. Dentro había una habitación estrecha, débilmente iluminada a través de una baja abertura situada al pie del muro que daba al exterior, un espacio por el que apenas pasaría un gato. Quizá por eso no se había bloqueado el hueco, porque ningún invasor iba a meterse allí a menos que sólo te llegara a la altura de las rodillas. En aquella cámara había un pozo. Un pozo seco. Breda lo había comprobado con una cuenta de ámbar de un collar roto que llevaba en su bolsa con la intención de pedirle a una de sus doncellas que lo volviera a ensartar. La había oído caer al cabo de un momento, no con un sonido de agua sino con un minúsculo golpe seco. El borde del pozo era bajo, situado a apenas dos palmos del suelo, y el lugar estaba tan oscuro que sería muy fácil caer en él. Sobre todo un niño. No resultaba difícil atraer a los niños, ni siquiera a los extraños como ese… ¿Cómo se llamaba?

La idea tomó forma en su mente. Cualquier historia le serviría: un gatito perdido, un tesoro que se cayó accidentalmente… ¿Sería bastante profundo? Se agachó para mirar dentro, pero estaba muy oscuro y no vio nada. Quizá tuviera tres o cuatro veces la altura de una persona. Una caída conseguiría hacer bastante daño. ¿Haría ruido? Tal vez eso no importara. Aquel era un rincón aislado de la Colina Blanca. A Breda le pareció que, con la pesada puerta cerrada y encadenada de nuevo, era poco probable que los gritos de un niño pequeño llegaran muy lejos. Claro que bien podría ser que la caída… No, no iba a pensar en eso o perdería el valor. No se trataba del niño, se trataba de la escota. Si Eile dejaba que ocurriera, es que no merecía su posición de confianza. Era la pura verdad.

La oportunidad llegó antes de lo que Breda se había esperado. El día después de que Faolan regresara a la Colina Blanca —la noche anterior los había visto a ambos soñando el uno con el otro durante la cena—, Eile andaba por ahí con los dos críos, con Saraid y el niño. No se quedó en el lugar donde solía, el jardín de la reina, con Dovran rondando por allí, sino que iban paseando por todas partes. Por lo visto estaban jugando a una especie de juego en el que los niños buscaban y recogían toda una serie de cosas: una pluma, un guijarro blanco, una polilla muerta. Era asqueroso. Breda los observó a escondidas mientras ellos recorrían el jardín general, el pequeño patio de arriba, las escaleras que bajaban al pasillo cerca de la alcoba de Eile. Su alcoba: eso en sí mismo ya era irritante. ¿Por qué la escota se alojaba en las dependencias que antes se habían asignado a la propia hermana de Breda, una mujer de la línea real de las Islas Luminosas? Eile debería estar en las cocinas fregando cacharros. Tendría que estar en los establos apilando estiércol. No, debería marcharse. Esa escota no tendría que estar allí.

—¡Eile! —Breda salió de detrás de una columna y los saludó a los tres con una exclamación de sorprendido deleite—. ¡Me alegro mucho de verte! Esperaba que me hubieras perdonado por ser tan grosera el otro día. Confieso que me sentí decepcionada, pero no tanto como para no entender tus razones para decirme que no. Hoy tienes un aspecto distinto. Pareces… feliz. —«Y mejor que sea tu aburrido Faolan quien te haya puesto esa mirada en el rostro, porque si es Dovran, créeme, desgraciada, te durará poco».

—Hace un día estupendo —dijo Eile—. Eso basta para hacerme feliz. Me alegra que me hayas perdonado.

—¿Por qué no traes a los pequeños a que visiten mis dependencias? Les ayudará a pasar el rato. Tengo algunos dulces. —Vio la expresión en el rostro de Saraid. La comida siempre funcionaba.

—Oh, bueno, es que estábamos haciendo una especie de expedición —repuso Eile. El otro niño se quedó atrás, intentando esconderse en las sombras. Si no le caía bien, peor para él, pensó Breda, el sentimiento era totalmente mutuo.

—Parece una cosa seria. Los exploradores necesitan sustento. ¿Por qué no envolvemos unos dulces en un paño y te los llevas para que se los coman fuera en alguna parte? ¡Vamos! —Breda le tendió la mano a Saraid. La pequeña se la tomó, pues era mucho más confiada que Derelei, y se dirigieron a los aposentos de Breda.

No resultó fácil coger lo que necesitaba y salir sin tener la atención de todo un grupo de sirvientas. Todas sus doncellas querían agasajar a Saraid, que tenía un aspecto muy dulce con su vestido de color rosa. Le dieron un lazo para que se lo pusiera a esa espantosa parodia de muñeca y otro para su pelo. Fue Eile quien consiguió salir de allí diciendo que Derelei empezaba a estar cansado y que tenían que empezar a pensar en regresar.

Para la siguiente parte sería necesario calcular muy bien el momento. ¿Cómo conseguiría quedarse unos instantes a solas con el niño, que no se separaba de las faldas de Eile? ¿O acaso podría hacerlo estando Eile presente y lograr que pareciera un accidente? Incluso si la escota lo veía, ¿quién iba a creerla a ella antes que a Breda? Al oír lo ocurrido, el rey y la reina reconocerían al instante lo equivocados que habían estado al confiar el cuidado de su hijo a una mujer prácticamente desconocida, además de escota.

—¡Oh, no os vayáis todavía! —dijo con toda la dulzura de la que fue capaz—. Aún no nos hemos comido el festín. Trae el paquetito, Saraid. Tengo algo muy interesante que enseñaros. Un lugar secreto. Lo encontré yo sola. Venid a ver, está ahí abajo.

—No creo que… —empezó a decir Eile, pero Saraid salió trotando al lado de Breda y poco pudo hacer su madre para detenerla, a menos que agarrara a su hija y la hiciera volver.

La joven dama sacó la cadena, abrió la pesada puerta y entró, con Saraid a su lado.

—Ten cuidado —le advirtió. Si la pequeña caía primero no habría manera de hacer que eso funcionara—. Ven, siéntate aquí. Si quieres puedes desenvolver los dulces.

—Breda —dijo Eile en tono cortante. Se había quedado en la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a la tenue luz de aquel estrecho espacio entre los muros exterior e interior—. Este lugar no parece muy seguro… Vamos, Saraid, Derelei…

El extraño niño estaba junto a Eile. Ahora entraría, curioso, Breda le daría un rápido y fuerte empujón y…

Derelei se movió con tanta rapidez que nadie tuvo tiempo de detenerlo. Antes de que la sobresaltada Breda pudiera siquiera tomar aire, el pequeño cruzó la habitación y salió por el diminuto espacio que había al pie del muro. Fuera. Al otro lado del muro, él solo.

—¡Derelei! —gritó Eile, que se lanzó hacia el otro extremo de la cámara y se agachó para mirar por el hueco—. ¡Vuelve, Derry! ¡Oh, dioses! ¡Saraid, ven aquí, deprisa! No lo veo, ¿puedes ver adónde ha ido? ¡Breda, tenemos que ir a buscar ayuda!

La pequeña se agachó junto a su madre y miró hacia la ladera inclinada, hacia la intensa sombra bajo los apiñados pinos que rodeaban la Colina Blanca por debajo de las murallas de la fortaleza.

—Derry se ha ido —declaró la niña.

—No armes un escándalo —dijo Breda con el corazón palpitante de excitación. El plan había cambiado. El que ahora tenía en la cabeza era aún más emocionante—. Es pequeño, no puede haber ido muy lejos. Puedes subir a buscar a Dovran, ¿no? Mándalo a él fuera y la reina no tiene por qué enterarse…

—¡No seas estúpida! —Eile se puso de pie de un salto—. ¡Claro que tengo que…!

Breda levantó la mano con la que sostenía la cadena y le propinó un fuerte golpe en la sien a la escota. Eile tuvo la deferencia de situarse en la posición perfecta. Los ojos verdes de la muchacha se abrieron desmesuradamente con una expresión horrorizada y cayó al pozo.

Saraid se quedó inmóvil, con sus ojos redondos, aferrada a la dichosa muñeca.

—¿Qué estás mirando?

La niña retrocedió un paso.

—No pasa nada —dijo Breda, que cayó en la cuenta de que en aquel nuevo plan había un elemento que no había estudiado detenidamente—. Ven aquí, Saraid. Acércate. Tengo unos dulces muy buenos.

La pequeña retrocedió aún más, hasta que quedó pegada al muro exterior.

—No tengas miedo. No voy a hacerte daño. —La joven intentó endulzar la voz, pero no le estaba saliendo bien. Vio el terror en los grandes ojos castaños de la niña—. Vamos, tesoro, ven aquí.

Saraid se agachó, retrocedió y se escurrió a través del agujero de la pared. No huyó como Derelei, sino que se quedó allí, al otro lado. Breda la oyó gimotear.

—¡Pues muy bien! —le gritó a través de la diminuta abertura—. Vete si quieres. Ve a buscar a tu amiguito. Estoy segura de que está ahí afuera en alguna parte; lo encontrarás colina abajo.

Saraid rompió a llorar. ¡Dioses, menudo escándalo! ¿Cómo era posible que los niños pequeños tuvieran semejante vozarrón?

—¡Cállate! —le espetó Breda—. ¡Lo digo en serio! ¡Si haces ruido, si le dices una sola palabra de esto a nadie, tu madre no volverá nunca! ¿Me has entendido, Saraid? ¡No se lo digas a nadie! ¡Si quieres volver a ver a tu mamá, deja de hacer ruido ahora mismo!

El llanto se calmó y pasó a ser un desconsolado lloriqueo. Todavía veía a la niña a través de la grieta, una franja de falda rosa y un par de piececillos calzados en botas de cabritilla.

—¡Ahora vete! ¡Ve a buscar a tu amiguito! Y no lo olvides, no se lo cuentes a nadie o si no…

Las botas se movieron, corrieron, alejándose. Todo quedó en silencio, salvo por los latidos del corazón de Breda, la emoción de la sangre que corría por sus venas, el jadeo de su aliento. Lo había hecho. Lo había hecho tan bien que apenas daba crédito a su propio ingenio.

No miró al interior del pozo. Lo que había dentro podría resultar desagradable. Se escabulló por la puerta, volvió a colocar la cadena y le dio la vuelta para que el cierre quedara dentro de la sombría habitación. Se cercioró de que no hubiera nadie cerca antes de marcharse, no para dirigirse a sus dependencias, sino para ir al jardín general. Allí encontró un banco bajo un escaramujo cargado de capullos y se sentó donde no era probable que la viera nadie. Más arriba Dovran caminaba de un lado a otro, recorriendo el margen entre aquel jardín y el otro más pequeño. Breda podía observarlo sin que él la viera, a través de un frondoso arbusto de romero que la ocultaba. Desenvolvió los dulces y eligió uno. Luego dio rienda suelta a su imaginación.