Tras el banquete de victoria del rey Bridei, los habitantes de la Colina Bianca se redujeron nuevamente a su número habitual. Los jefes de clan y sus familias cabalgaron rumbo a sus hogares y los hombres de armas se encaminaron a Caer Pridne en previsión de una estación de entrenamiento bajo el nuevo liderazgo de Talorgen.
Bridei había tomado su decisión y tenía intención de mantenerla, pero estaba intranquilo. En ausencia de Broichan, le había pedido a Fola que consultara los augurios para obtener la sabiduría de los dioses sobre el futuro inmediato y la cuestión de Carnach. ¿Era mejor enviar una fuerza al sudeste, estar preparados para defender la frontera contra una sublevación armada en esa zona o debería esperar con la esperanza de conseguir información más esclarecedora? ¿Cómo podía preparar estrategias contra un levantamiento cuando todavía no sabía quiénes eran los aliados de Carnach?
Los dioses no habían proporcionado respuestas claras. No era que Fola careciera de habilidad para interpretar la disposición de la tirada de las varas de abedul sobre una mesa de piedra. Ella era sacerdotisa desde hacía mucho tiempo, docta y profunda. El propio Bridei, criado en el conocimiento de tales herramientas, se dio cuenta de que el mensaje de las varas era poco claro, insinuando primero una interpretación y luego otra. Lo había consultado con Tuala, quien en el pasado había demostrado ser más astuta que nadie en su comprensión de los mensajes de los dioses. Ni siquiera ella había podido llegar a una conclusión.
—Se nos plantea confusión —había dicho la reina—. Retos: vallas y puentes. Pero esto ya lo sabíamos.
Aquella misma tarde Bridei convocó a su círculo de asesores más allegados a una reunión en su pequeña cámara de consejo privada. Allí había una mesa de roble, dos bancos y una ventana estrecha que daba al bosque situado por debajo del muro del parapeto. Había una lámpara en una hornacina, pues la habitación era oscura de por sí. La estancia no tenía más muebles, el suelo de piedra estaba bien barrido y las paredes carecían de decoración. Con la ventana tan alta y la puerta discreta y efectivamente defendible por un solo hombre —en aquellos momentos era Garth quien estaba de guardia—, era un lugar donde las conversaciones sobre asuntos delicados podían mantenerse con discreción.
Talorgen había acudido pronto; era evidente que quería hablar con Bridei antes de que llegaran los demás. El rey estaba solo en la estancia salvo por su perro, Ban, cuya pequeña forma blanca era como una mancha borrosa debajo de la mesa.
—Ya he recogido mis cosas y estoy listo para marcharme, mi señor —dijo el jefe de clan. Su expresión era incluso más ceñuda que la noche del banquete y se puso a caminar de un lado a otro de pequeña estancia sin descanso, lo cual puso nervioso a Ban—. Brethana y yo hemos decidido que es mejor que se lleve a los chicos con ella al Pozo del Cuervo, al menos de momento. Irán navegando debido al brazo de Bedo, lo cual significa que tendrán que quedarse aquí un tiempo sin mí, hasta que la travesía sea viable.
—Por supuesto —dijo Bridei, un poco sorprendido de que fuera necesario mencionarlo siquiera—. Tu familia puede quedarse en la corte todo el tiempo que quiera.
—Uric quiere venir conmigo, pero todavía es joven. Le he dicho que si las cosas van bien podrá viajar a Caer Pridne más entrado el verano. Bedo es quien más me preocupa.
—¿No se le está curando el brazo?
—¡Oh, sí! El brazo lo tiene bien, el físico está satisfecho con él. Sin embargo, sigue actuando de forma extraña. No puede dejar de lado sus sospechas sobre ese día, el día en que resultó herido. Tanto él como Uric se muestran reservados al respecto. No quieren decirme qué creen que ocurrió exactamente. Sé que están ofendidos por el hecho de que no pareciéramos tomárnoslos en serio la primera vez que sacaron el tema. Ahora temen que consideremos ridículos sus temores.
—Hice investigar lo ocurrido aquella tarde, Talorgen. No se descubrió nada sospechoso, aparte del hecho de que una yegua bien amaestrada respingara y se desbocara sin motivo aparente. Hay gente que piensa que Breda gritó antes de que el caballo se empinara, otros creen que lo hizo después, como cabría esperar. Si tus hijos no sacan a la luz su teoría, no veo motivos suficientes para seguir investigando, y tampoco los verá Keother, estoy seguro. Por lo que respecta a este asunto, él comparte mi opinión. De hecho, se ha mostrado extraordinariamente cooperativo.
—Lo cual es sorprendente en vista de su actuación en el banquete —observó Talorgen con una mueca—. Nunca he visto un intento más vergonzoso de denigrar y desautorizar a un líder como el espectáculo que dio la otra noche. No sé qué es lo que trama Keother, pero me alegraré cuando él y esa mocosa mimada de su prima se hayan ido de aquí. Su visita ha sido perjudicial y perturbadora.
—Breda fue muy rotunda cuando se le pidió que diera una explicación sobre el comportamiento de su caballo aquel día. En su opinión está claro que todo se debió a lo inadecuado del animal. Considera que no es culpa suya en absoluto. Hablé con ella personalmente. La chica parece demasiado inocente e infantil para ser la instigadora de alguna artimaña.
—Puede que su tío la haya presionado. Keother es poderoso y ella es joven. Espero que no tengas intención de retenerla aquí como sustituta de Ana.
—La insolencia de Keother en el banquete sugiere que quizá sea necesario tomar medidas de algún tipo para controlarlo. Si la única opción es tomarla como rehén, entonces lo haré.
—Dices que es demasiado infantil para ser peligrosa. Debo decirte que la obsesión de Bedo parece centrarse en ella. Últimamente le ha dado por mandar a su hermano a caballo para que lleve a cabo algún tipo de búsqueda en el campo donde ocurrió el accidente.
—¿Búsqueda? ¿De qué? Seguro que ahora ya han desaparecido todos los indicios, ha pasado el tiempo y hemos tenido lluvia.
—No fue precisamente claro al respecto, pero deduzco que lo que buscan es algún instrumento que pudiera haberse utilizado para asustar al caballo de Breda. Mi esposa no está segura de poder poner fin a todo esto cuando yo me vaya de la Colina Blanca. Mis hijos saben que tienen que volver a casa dentro de poco, pero Brethana cree que, llegado el momento, si no han encontrado lo que buscan, insistirán en quedarse aquí. La tratan con respeto, pero no es su madre.
—Entiendo. Está bien; si es necesario, ayudaré a tu esposa con este asunto. Es delicado cuando Keother y Breda siguen aquí. ¿Bedo hablaría conmigo ahora?
—Lo dudo, Bridei. Creo que sería mejor si…
Unos golpes en la puerta. Ban ladró con un sonido mucho más impresionante de lo que parecía posible a juzgar por su tamaño. Entonces se oyó la voz de Garth:
—¿Mi señor?
Con un gesto de la cabeza Bridei indicó a Talorgen que abriera la puerta.
—Lamento la interrupción, mi señor —dijo Garth desde fuera—. Faolan ha regresado.
Poco después, mientras el jefe de clan del Pozo del Cuervo esperaba discretamente fuera, Bridei contempló a quien era su brazo derecho desde el otro lado de la mesa e intentó disimular su preocupación. Faolan había entrado cojeando; sus esfuerzos por ocultar que sentía dolor no engañaron al rey. Tenía la tez pálida bajo unos moretones que ya perdían el color. Sus ojos oscuros estaban ojerosos, como si llevara mucho tiempo sin dormir. El perrito lo miró, pero guardó silencio, pues conocía muy bien a aquel leal confidente. Faolan siempre se exigía mucho a sí mismo, pero Bridei nunca lo había visto de aquella manera. Se le cayó el alma a los pies. Debía de traer malas noticias, las peores.
—Bienvenido, Faolan. Siéntate, por favor. Debo pedirte que me rindas tu informe de inmediato. Tengo previsto un consejo y pronto llegarán los asistentes. Pero primero escucharé lo que tengas que decir antes de decidir qué es lo que podemos compartir con ellos.
Faolan no se sentó.
—Es una historia extraña, mi señor —dijo—. Un viaje largo en el que no coseché nada nuevo, sólo los mismos rumores e historias de actividad de camino a Circinn y, en dicho reino, hombres armados y partidas de jinetes. Luego me topé con Carnach en persona.
Bridei se inclinó hacia adelante, con las manos entrelazadas sobre la mesa.
—En tal caso, serás el primer hombre de todo Fortriu que haya visto a mi pariente desde que se fue a casa para pasar el invierno. ¿Dónde? ¿En compañía de quién estaba?
—A primera vista parece un mal asunto, Bridei. —Faolan abandonó el tono más formal con el que se dirigía a él y adoptó la manera de hablar habitual entre amigos—. Estaba en Circinn y el hombre que estaba con él era Bargoit.
Bridei soltó un silbido.
—¿Estás seguro? —De ser cierto, era casi peor de lo que se había imaginado. Eso convertía a Carnach en un traidor de lo más vil.
—Estoy seguro. Me capturaron y me interrogaron. ¡Oh, no! La cosa no fue tan mala —añadió al ver el gesto de preocupación de Bridei—. Logré convencer a ese zorro de Bargoit de que yo era un hombre insignificante. El problema principal fue que eso retrasó mi regreso. Me hizo más lento.
Bridei no le preguntó por la pierna. Se percató de su postura forzada y del dolor que llevaba escrito en su bien dominado semblante.
—Por lo que me dices, entiendo que Bargoit no supo quién eras —comentó, pensándoselo bien—. ¿Entonces…?
—Creo que no son tan malas noticias como parecen —repuso Faolan—. Garth me contó que has nombrado a Talorgen para el puesto de Carnach. Me maldigo por haber tardado tanto en regresar. En lo referente a la cuestión de tu jefe de guerra, podrías haberte permitido esperar.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Que Carnach va a regresar? ¿Que espera recuperar su antiguo puesto después de confraternizar con gente como Bargoit? Mi pariente puede ser cualquier cosa, pero no es idiota.
—Bridei —dijo Faolan, que finalmente tomó asiento en el banco y estiró la pierna frente a él con una mueca de dolor—, hay algo de lo que tendrías que fiarte.
—¿Sí?
—En primer lugar, date cuenta de que Carnach no dio ni la más mínima señal de reconocerme cuando sus hombres me llevaron ante él. Me siguió el juego con mi supuesta identidad como mozo de labranza bastante lerdo que vagaba un poco demasiado lejos de su casa.
Si el asunto no hubiera sido tan serio, Bridei habría sonreído al oírlo.
—¿Tú un mozo de labranza? —dijo—. Debió de ser todo un reto.
—Me creyeron; o al menos Bargoit sí lo hizo. Tuve una extraña conversación con Carnach. Déjame que te lo cuente…
Bridei escuchó y sopesó la situación: sus palabras sobre lo de marcharse, sobre dar la espalda a un buen hogar y a un buen trabajo; sobre que la lealtad llama a un hombre a su hogar. Algo sobre las oportunidades en Circinn. La mención del verano. La confianza estaba muy bien. De todos modos, lo que Faolan sugería requería una gran dosis de fe.
—Si estás en lo cierto —dijo—, Carnach demostró un sorprendente grado de ingenio.
—Pregúntate si, antes del día en que se ofendió por tu decisión en lo concerniente a la corona de Circinn y se marchó de casa, tenías alguna duda sobre la lealtad de Carnach.
—Sabes que no tenía ninguna, Faolan. Pero él estaba enojado; amargamente decepcionado por mi decisión. ¿Puedo arriesgarme a creer que esta conversación entre vosotros dos, para la que no podía estar preparado, fue, en efecto, la transmisión de un críptico mensaje con el que quiere asegurarme que me es leal? ¿Y si sólo te siguió la corriente y resulta que estás equivocado? Podrían pillarnos peligrosamente desprevenidos para un ataque. Además, nada cambia el hecho de que Carnach estaba en Circinn en compañía de Bargoit. Este nunca ha sido amigo de Fortriu y es poderoso; más poderoso de lo que debería ser cualquier consejero.
—Lo único que puedo hacer yo es ofrecerte mi convicción de que la intención de Carnach era que te dijera que su lealtad no ha cambiado y que regresará a su puesto como jefe de guerra. Creo que cuando me ordenó que estuviera de vuelta en casa en verano se refería a que podrías esperar su regreso para entonces.
—¿Tienes alguna teoría respecto a Bargoit?
—Varias. Todavía no he decidido cuál es la más plausible. Creo posible que Carnach esté atrayendo a Bargoit hacia alguna especie de trampa. Sería muy ventajoso para Fortriu si Bargoit perdiera su influencia con el nuevo rey de Circinn. Estoy seguro de que mi aparición repentina en medio de todo aquello resultó muy inconveniente para Carnach. Sin embargo, se valió de su ingenio para aprovecharse de mi presencia. Seguramente supo que me habías enviado a descubrir qué estaba ocurriendo y me utilizó para responder a tus preocupaciones. Para hacerte saber que puede manejar la situación, sea cual sea. Que no has perdido su apoyo y que regresará.
—¡Que el Guardián de las Llamas nos asista! —exclamó Bridei—. Quizá sean buenas noticias de verdad. Sabes que confío en ti, Faolan. Yo no estaba allí y tú sí. Ahora la cuestión es: ¿debemos compartir esta información? Y, en caso afirmativo, ¿hasta qué punto?
—¿Quién estará presente en este consejo?
—Talorgen. Quizá te sientas aliviado al saber que ha aceptado su nuevo puesto un tanto a regañadientes y sólo como algo temporal. Fola, que pronto partirá hacia Banmerren pero que accedió quedarse para asistir. Aniel y Tharan. Quizá también Tuala, si puede.
Faolan asintió con la cabeza.
—La decisión es tuya, por supuesto. Creo que puedes informar del asunto a todo el grupo. Entiendo que Broichan no ha regresado todavía, ¿verdad?
—No sabemos nada de él. Mi próxima tarea para ti sería ir a recabar información sobre estos cristianos. Espero que su llegada no sea inminente. Keother y su prima siguen aquí. Preferiría evitar la complicación de tratar con ambos al mismo tiempo. Él es peligroso y ella imprevisible. Además, hay una fuerte presencia cristiana en las Islas Luminosas y es sabido que Keother la tolera.
—Sí, mi señor —el tono de Faolan había cambiado, lo mismo que su expresión; algo de lo que había dicho Bridei le había hecho buscar la protección de la formalidad.
—No tengo pensado mandarte fuera de inmediato, amigo —dijo el rey, que sólo pudo conjeturar sobre el motivo de dicho cambio, como normalmente había que hacer con Faolan—. Ahora tendrías que ir a lavarte, cambiarte de ropa y comer algo. Luego estaré encantado de que regreses para ofrecer tu versión al consejo.
—Sí, mi señor.
Estaba casi en la puerta cuando Bridei, siguiendo un impulso, dijo:
—Por cierto, esa joven dama tuya se ha adaptado muy bien.
Faolan se detuvo como si lo hubiera alcanzado el proyectil de una ballesta. Se quedó completamente inmóvil, medio vuelto hacia el rey.
—Me refiero a Eile —añadió Bridei cuando se hizo evidente que Faolan no iba a preguntárselo—. Está aprendiendo el idioma priteni, pues le dijimos a Wid que la ayudara, y haciendo nuevos amigos. Se ha convertido en toda una favorita. Tuala dice que tiene un don poco frecuente con los niños.
Vio que Faolan volvía a respirar.
—¿Sigue aquí? —su voz sonó extraña, tensa y forzada—. ¿Significa eso que Ana y Drustan no han abandonado la corte? Creía que…
—Ana y Drustan se casaron hace tiempo, Faolan. —Bridei mantuvo un tono neutral. Quizá fuera la única persona a quien el espía le había confiado la verdad sobre su pasión imposible por Ana y la complicada naturaleza del vínculo entre los tres: Ana, Faolan y Drustan—. Ya hace tiempo que partieron rumbo al norte, pero Eile y su hija se quedaron aquí.
—Entiendo —dijo tras una pausa en la que Bridei casi pudo sentir la confusión en la mente de su amigo, tal era la tensión en la pequeña estancia—. ¿Dónde las has alojado? Has dicho que tiene un don poco frecuente… ¿Acaso Eile trabaja como niñera? Eso no es…
—¿Por qué no vas y se lo preguntas a ella? —sugirió Bridei—. Lo más probable es que a esta hora se encuentre en nuestro jardín privado, arrancando unas cuantas malas hierbas y vigilando a Derelei.
—Tu consejo…
—Ve, Faolan. Podemos esperar un poco. Recuerda que eres humano. Él se dirigió cojeando hacia la puerta y se apoyó en el marco.
—Por extraño que parezca —comentó en voz baja—, ya no necesito que me lo recuerden.
El sol estaba bajo y sus rayos descendían oblicuamente sobre el tranquilo y pequeño jardín, calentando las hileras de hierbas y las enredaderas de las paredes de piedra y dándole un brillo amarillento al agua del estanque. El lugar parecía desierto. Tanto mejor; el corazón le palpitaba como un tambor de guerra y seguro que su lengua era incapaz de pronunciar nada coherente. Ella estaba allí. Seguía en la Colina Blanca y él tenía que encontrar las palabras adecuadas, las palabras seguras y tranquilizadoras en tanto que el deseo había sacudido su cuerpo al oír su nombre y su cabeza era una maraña de pensamientos caóticos y un revoltijo de emociones. El asesino y espía del rey, frío y profesional, de repente se hallaba completamente amedrentado.
Faolan fue a dar media vuelta. Lo mejor sería que se lavara y se presentara al consejo. Al menos eso podía hacerlo con eficiencia. Oyó un sonido que lo dejó inmóvil.
—Uno, dos, tres, el abejorro zumba bajo el ciprés…
Era Saraid, sin duda. Su voz provenía de detrás de unos arbustos de espliego donde le parecía recordar que había una pequeña franja de césped bordeada de arriates de flores.
—Cuatro, cinco, seis, al escarabajo en el palo no lo veis…
Eile. ¡Oh, dioses! Eile. Se le arremolinó la sangre en las venas. Entonces oyó otra voz, la de un joven.
—Siete, ocho, nueve, la hiedra se moja cuando llueve…
—Ahora Derry. —Esa volvía a ser Saraid. Una voz minúscula dijo algo, las palabras fueron casi imperceptibles y su inflexión copiaba exactamente la de los otros participantes en aquel juego, fuera el que fuera.
—Muy bien, Derelei —dijo Eile—. Dentro de nada hablarás escoto. Y tú también, Dovran.
Dovran. Mataría a ese hombre. No, se daría la vuelta y se alejaría sin hacer ruido. Iría a ver a Bridei y se ofrecería voluntario para viajar cañada abajo a buscar a los cristianos. No era necesario que ella lo viera. Parecía feliz, bien adaptada. Y Dovran, ¡mal rayo lo partiera!, daba la sensación de encontrarse como en su casa. Faolan empezó a bajar de nuevo por la escalera poco a poco. Al segundo paso que dio resbaló y se agarró a los arbustos del camino para no caerse. Al cabo de un momento Dovran estaba en lo alto de los escalones, lanza en ristre. Los guardaespaldas del rey eran todos profesionales.
—Di tu nombre y… ¡Faolan! —la expresión de Dovran se relajó y retiró el arma—. ¡Has vuelto! Bienvenido a casa.
Pero él no lo miraba. Tenía los ojos clavados en el espacio por detrás del joven guardia donde aparecieron una, dos, tres figuras: Saraid, ataviada con un vestidito de lana de color rosa y con Lamento bajo el brazo; Derelei, al otro lado del guardia con sus ojos grandes y solemnes, y Eile. La muchacha llevaba puesta una falda y una túnica de un verde intenso y el cabello de un rojo encendido peinado con dos pequeñas trenzas en las sienes y suelto a la espalda. Faolan sintió en sus manos lo suave que sería tocarlo; mentalmente recorrió la distancia que los separaba e imaginó la miríada de sensaciones al tenerla entre sus brazos. Vio que por el pálido y bello semblante de la muchacha cruzaba una secuencia de expresiones: sorpresa, impresión, confusión, algo más que no supo interpretar, algo que podría ser bueno… Quería estrecharla entre sus brazos, invitarla a que lo abrazara. Las defensas reflejas mantuvieron su cuerpo inmóvil.
Entonces Saraid exclamó:
—¡Falan! ¡Falan ha vuelto! —y se lanzó escaleras abajo, con lo cual las defensas de Faolan se desmoronaron completamente. Se arrodilló y la abrazó, estrechándola a ella y a Lamento, conteniendo las lágrimas. Murmuró algo que fue a la vez un saludo y una disculpa y notó la mejilla suave como la piel del melocotón contra la suya, tras lo cual se levantó con Saraid en brazos y le dirigió cierta mirada a Dovran.
—Será mejor que me vaya —dijo el guardaespaldas en priteni, no sin dirigirle también otra mirada—. Te veré en la cena, Eile.
—Gracias por jugar —dijo ella. Su acento había mejorado notablemente.
—De nada. —El joven guardia pasó junto a Faolan a grandes zancadas y se alejó por el jardín.
—¿Qué se supone que está haciendo? —preguntó Faolan en escoto.
—Vigilar. Evitar que la gente salga al jardín de la reina. No pongas esa cara. Ven aquí donde pueda verte.
Sus palabras eran sensatas, ¿por qué le temblaba tanto la voz? Faolan subió las escaleras y se quedó de pie frente a ella. No dijo ni una palabra. Eile lo escudriñó con la mirada, entrecerrando los ojos para protegerse del sol de la tarde.
—Tienes muy mal aspecto —dijo.
«Tú estás fantástica».
—Sigues aquí —repuso Faolan—. Creía que te habrías marchado. Pensaba que Drustan y Ana…
—Como puedes ver, no es fácil arrinconarme. Aquí tengo mucho que hacer y Saraid parece estar muy contenta. Tomé mi propia decisión. Ven a sentarte en el banco, Faolan. Tienes la pierna peor, ¿verdad? ¿Qué pasó?
Él se acercó al banco cojeando, incapaz de fingir ante la perspicacia de la muchacha. Tomó asiento y puso a Saraid a su lado. Eile se acuclilló delante de él con el silencioso Derelei allí cerca, mirando fijamente. Un escrutinio por todas partes: se sintió como si lo estuvieran pesando en una balanza. Sólo Saraid, que estaba acurrucada contra él sin hacer preguntas, parecía haberlo juzgado de manera satisfactoria. Faolan carraspeó y encontró palabras:
—Bridei me dijo que te habías adaptado bien. Ya veo que es así.
—Tal como lo dices parece que sea algo malo.
—No, por supuesto que no. Estoy sorprendido, eso es todo. Desconcertado.
—¿Te desconcierta que la seguridad y la amabilidad me hagan estar casi contenta? ¿Te sorprende que haya perdido la costumbre de amenazar con una horca a los desconocidos?
—Dovran. Eso fue lo que me sorprendió. Un hombre al que no conocías cuando te dejé aquí, sentado en el suelo como si formara parte de la familia, jugando contigo y con tu hija, mirándote como si te poseyera con la mirada. No he estado fuera tanto tiempo. Hace que me pregunte si te entendí mal anteriormente.
El enojo ensombreció la mirada de Eile, que se puso de pie.
—No podemos hablar de esto aquí ni ahora —dijo mirando a los dos chiquillos—. Ni siquiera estoy segura de querer hablar de ello. Parece que me estés diciendo que sólo te intereso si estoy menoscabada y con defectos. Las cosas cambian. Hay cosas que cambian a pesar de nosotros.
—Sabes que no era eso lo que quería decir —se sintió como si la muchacha lo hubiera golpeado. ¿Cómo podía pensar esas cosas de él?—. Esperaba… —En su cabeza tenía una imagen clara como el día, él con los brazos muy abiertos, tendiendo su corazón desnudo, y Eile corriendo hacia él con su cabello rojo al viento, corriendo para abrazarlo como si fuera el único hombre en el mundo. Era ridículo—. Olvídalo —dijo—. Debería regresar para asistir al consejo del rey. Primero debo lavarme; apesto. —Se levantó, sintiendo un fuego que le atravesaba la rodilla y, antes de que pudiera dar un paso, Eile alargó las manos y lo agarró de los brazos.
—Ten cuidado —le dijo con un tono completamente distinto—. Me doy cuenta de lo mucho que te duele. Si sigues fingiendo que no pasa nada, pronto no podrás ni andar. Aquí hay sanadores; haz que te lo miren. Si quieres, puedo ayudarte…
Eile guardó silencio sin dejar de sujetarlo por los brazos. Faolan sintió que su tacto calentaba todo su cuerpo. Por un instante la emoción lo despojó de toda cautela, inclinó la cabeza y le rozó la sien con los labios, sólo por un momento, un maravilloso y peligroso momento.
—Lo siento —dijo—. Voy a estropearlo todo. Creo que tendría que darme la vuelta y volver a marcharme. Sería más fácil para ambos. Sé que sería lo mejor para ti.
Eile no se había movido; no había proferido ni un sonido, ni siquiera se había encogido. Sus manos seguían sujetándolo, con fuerza y sin vacilar.
Una vocecilla habló a su lado:
—¿Falan se va? —las palabras estaban llenas de congoja. Al mirar, Faolan vio unas lágrimas silenciosas que se deslizaban por las mejillas de la niña.
—No, Saraid —respondió Eile con voz temblorosa—. Faolan no se va otra vez. No es necesario que llores, pequeña. ¡Chsss, chsss! Harás que Derelei empiece a llorar también. —Entonces, mirando a Faolan, añadió—: Sí que hueles un poco mal. No es peor de lo que olíamos todos cuando subíamos por la cañada, pero si hay un consejo será mejor que te tomes tu tiempo para lavarte y cambiarte. ¿Viniste aquí directamente después de ver al rey?
—Sí, yo… —no le parecía posible formar palabras coherentes, ni tomar una sencilla decisión—. ¿Dónde te alojas? —le preguntó—. ¿Puedo verte más tarde?
—Estamos en una pequeña alcoba junto a los antiguos aposentos de Ana.
—¿Estamos?
—Saraid y yo. ¿Quién si no? ¿Te imaginas que ha ocurrido un milagro y que ya tengo en mi cama a un joven perfecto? —Al cabo de un instante, añadió—: Faolan, ¿te has ruborizado? —su tono era muy dulce, hizo que el corazón del espía del rey se comportara de un modo totalmente extraño.
—Supongo —se obligó a decir— que si fuera cierto… Dovran y tú, tan pronto… sería bueno. Aun cuando ello significara que habrías roto una promesa. Pero… si fuera cierto me… me dolería, Eile.
—Fuiste tú el que rompió una promesa —le recordó.
—Lo sé, y lo lamento. Lo lamento amargamente. El rey me pidió que me fuera. No pude explicárselo.
Ella lo había soltado. Tomó de la mano a Saraid y a Derelei, como si se dispusiera a marcharse.
—No te vayas todavía. Por favor.
—No quiero irme, Faolan. Pero tengo responsabilidades, y tú también.
—No es una excusa. El rey me pidió que me fuera. Quería dejarte un mensaje. No pude encontrar las palabras adecuadas.
De pronto, algo quedó en el aire. La mirada de Eile planteó una pregunta cuya respuesta era de suma importancia.
—¿Puedes encontrarlas ahora? —le preguntó quedamente.
A Faolan le palpitaba el corazón; se le aceleró el pulso. Era una sensación similar al reto más difícil del mundo. No, quizá el más difícil no, pues creía que este estaba aún por venir.
—No quiero irme —susurró—, pero Bridei necesita que haga mi trabajo. Os abrazo, a ti y a Saraid, y os ruego que me perdonéis. Soñaré con vosotras cada noche hasta que vuelva a veros —notó un sudor frío en la frente. Ni que hubiera estado en lo más reñido de la batalla, solo, desnudo y desarmado se hubiera sentido más vulnerable.
Se hizo un largo silencio. Saraid bostezó. Derelei permaneció inmóvil, mirando a Faolan.
Al final Eile asintió con un rígido movimiento de la cabeza. Él no tenía ni idea de si estaba contenta, impresionada o asustada. No podía decirle lo que sentía: «Te quiero. Te necesito».
—De acuerdo —dijo Eile en tono constreñido—. Ahora debo marcharme, es la hora de cenar de Derelei y la reina quiere asistir a una reunión, probablemente a la misma que tú. Esto parece haberse complicado. Tendremos que hablar de ello. Después. Pero no puedes entrar en mi alcoba tranquilamente. Aquí en la corte no. No es lo mismo que cuando viajábamos por el bosque, donde no importa si duermes al lado de alguien.
—Soy experto en ir y venir sin que nadie se dé cuenta —dijo él.
—Faolan… —ahora ella se mostró más vacilante—. No me refería a…
—Eso ya lo sé. Adiós de momento, Eile. Te veré mañana, Saraid.
—Adiós —dijo la niña con voz lastimera.
—Sé que no te referías a esa clase de invitación, Eile. —«Aun cuando lo deseo con todas mis fuerzas; aun cuando me duele todo el cuerpo por la necesidad de tenerte».
—Entonces adiós.
—Hasta luego. Bueno, a ver si puedo convencer a esta pierna para que camine…
Te odio! —gritó Breda—. ¡Eres un sabelotodo estirado y no lo entiendes! —se deshizo en lágrimas furiosas.
Su primo Keother se hallaba de pie al otro lado de la sala de reuniones privada en las dependencias que tenía asignadas en la Colina Blanca, con los brazos cruzados y una expresión severa.
—Te estás comportando como una niña —le dijo—. Cada vez cuesta más creer que tienes casi diecisiete años, prima, una edad en la que muchas mujeres ya les han dado a sus esposos unos hijos magníficos. ¿Has entendido una sola palabra de lo que te he dicho, Breda?
Ella se sorbió la nariz y se echó la cabellera rubia hacia atrás para apartarse el pelo del rostro manchado de lágrimas.
—Todo un sermón sobre el decoro —dijo—. Ya lo he oído. Es una estupidez. Todo esto es una estupidez. ¿Qué se supone que debería haber hecho? Vamos, dime. ¡Dímelo! ¿Quién ha estado cotilleando? Apuesto a que ha sido Dorica, ¿verdad?, esa vieja aburrida que no puede soportar la manera en que me miran todos los hombres, incluido su esposo, que como mínimo tiene cincuenta años…
—¡Breda!
En ocasiones, Keother utilizaba lo que Breda llamaba su «voz regia». Aquella era una de esas ocasiones. La muchacha guardó silencio.
—Si no eres capaz de comprender que tu comportamiento es del todo inapropiado, entonces quizá lo mejor que puedo hacer es mandarte directamente a casa —dijo Keother con severidad—. No sé ni por dónde empezar.
—¡No me digas que vas a seguir con lo de ese estúpido caballo! —Breda le lanzó una mirada fulminante—. Eso no fue culpa mía. Me hice daño, me asusté, y en lugar de mostrar comprensión, todo el mundo se empeña en seguir haciéndome preguntas.
—Será mejor que nos olvidemos de ese episodio —repuso Keother—. Ya he perdido demasiado tiempo y energía excusándote. Tu completa falta de respeto hacia la familia de Cella y tu total ausencia de remordimientos no pudieron causar una impresión más desafortunada. Tengo trabajo que hacer en la Colina Blanca antes de volver a casa, prima. De esta visita dependen más cosas que tu oportunidad de exhibir tu mercancía ante un círculo más numeroso de jóvenes.
En una mesita auxiliar había un jarrón con campanillas; Breda alargó la mano, arrancó una flor de su tallo y empezó a romper los pétalos.
—Te han visto más de una vez en compañía de los mozos de cuadra, de los empleados de las cocinas y de otros miembros de la casa de Bridei. Si insistes en comportarte como una gata en celo, entonces hazme el favor de limitarte a los de tu propio grupo que ya han probado lo que tienes que ofrecer. Y ten un poco de discreción, por lo que más quieras.
—La culpa es tuya. —Los pétalos cayeron al suelo. Breda cogió otro tallo—. No me dejaste traer a Evard.
—Esperaba que fueras capaz de contenerte. De emular un poco a tu hermana.
—¡Ah, claro, Ana! La aburrida y mojigata de Ana.
—Según me han dicho, mientras estuvo aquí de rehén, se comportó con dignidad y discreción. Su matrimonio nos beneficia tanto a Bridei como a mí. Es difícil conseguir aliados entre los caitt. Puede que cueste más arreglar un matrimonio para ti. Seguro que costará si los rumores sobre tus escapadas salen de la Colina Blanca.
—No quiero casarme. Llevar a un hijo en el vientre cada año y tener en mi cama a algún zoquete que crea que un revolcón rápido va a satisfacerme… Me moriría de frustración. No tienes ni idea…
—Puede que no tengas alternativa. Lo más probable es que Bridei exija que te quedes en Fortriu cuando yo vuelva a casa. Si eso ocurre, será él quien decida cuándo y cómo entregar tu mano.
Breda se lo quedó mirando y empezó a reírse a carcajadas.
—¿Entregar mi mano? Eres tan retrógrado, Keother, que pareces un viejo. No entiendo cómo te soporta Orina, de verdad que no. Pero claro, tu esposa no es precisamente una muchacha alegre y llena de vida, ¿verdad? Cosa que, en realidad, es un ejemplo de la rapidez con la que las mujeres pierden su figura y su encanto durante los primeros años de matrimonio…
—¡Cállate! —Keother se acercó a ella a grandes zancadas y alzó la mano. Breda retrocedió y se rio tontamente, con un sonido que estaba entre la alarma y la excitación. Él bajó el brazo—. Me das asco —dijo—. No permitas que llegue a mis oídos ni un solo comentario de preocupación sobre tu comportamiento desde este instante y hasta el fin de nuestra estancia en la Colina Blanca. Estás limitando seriamente mi capacidad de ganar terreno en mis discusiones con Bridei y sus consejeros; estás echando a perder la oportunidad que tengo aquí. ¿Qué es lo que te pasa? Pensé que querías una invitación permanente en la corte de Fortriu. Recuerdo muy bien que me dijiste lo emocionante que sería después del tedio de mi propia corte.
—Me equivoqué —replicó Breda al tiempo que aplastaba el último pétalo entre sus manos—. Es peor que estar en casa. En este lugar hay muchas cosas que no están bien. Pero puedo ocuparme de ello.
Keother entrecerró sus ojos azules.
—¿Qué quieres decir con que puedes ocuparte de ello?
Ella le dirigió una sonrisa cándida a su primo.
—Nada —respondió—. Nada en absoluto.
Cuando estuvo de nuevo en su alcoba, tumbada sobre el cobertor mirando al techo arqueado, Breda realizó algunos cambios en la lista que tenía en la cabeza. No tenía sentido incluir en ella a Keother pues, por muy autoritario e irritante que pudiera llegar a ser su primo, se veía obligada a reconocer que le proporcionaba muchas cosas que le hacían más soportable la existencia. Era generoso a la hora de pagarle ropa y zapatos, un numeroso séquito y un buen caballo, no un animal loco como ese bruto que casi la había hecho salir despedida.
Dovran; estaba indecisa respecto a Dovran. La había decepcionado. No sólo había resultado increíblemente lento a la hora de captar sus señales, sino que encima había empezado a mostrar interés por esa pálida escota, excluyendo a todas las demás. Era muy extraño. Sería muy fácil hacer que Dovran perdiera su puesto de confianza en casa de Bridei. Por otro lado, si Eile no estaba de por medio, todavía existían posibilidades por lo que a él concernía. Breda disfrutaría con el reto de borrar esa tensa expresión de su cara y hacerlo sudar un poco. Así pues, nada de castigar al guardaespaldas del rey, aun cuando la hubiera ofendido. Con el tiempo cambiaría. Todos lo hacían; Breda tenía una gran habilidad.
Pero Eile… ¡Ah!, ella era otra cosa. ¡Y pensar que había estado a punto de entregarle su amistad a esa desgraciada! Pensar que había confiado en ella, que había hecho todo lo posible para ayudarla mientras que esa flacucha infeliz maquinaba para quedarse con Dovran. ¡Menuda advenediza!
Breda se puso boca abajo y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados. ¿Qué demonios había llevado a Eile a rechazar la oferta de una posición privilegiada como doncella? El argumento sobre la niña era una tontería. Cualquiera podía cuidar de un niño. Lo único que necesitaban los críos era que los alimentaran y los lavaran. Eile era una idiota si se creía indispensable. Bueno, al fin y al cabo era escota. Los escotos habían perdido la guerra, ¿no? Eile apuntaba demasiado alto. Esa chica ya tenía un guardaespaldas, el misteriosamente ausente Faolan, otro escoto, otro que había nacido perdedor. Sin embargo, eso no le había impedido invadir el territorio de Breda mientras ese tipo estaba fuera. Breda había visto a Eile y a Dovran intercambiando miradas en la mesa de la cena, participando en sus tontos jueguecitos con los niños en el jardín. Los había visto bailar la noche del banquete. Ella podría haber puesto fin a todo eso enseguida. Lo único que habría tenido que hacer era levantarse y bailar ella también. Poseía unas cuantas técnicas para atraer las miradas de todos los hombres. Sin embargo, Keother se lo había impedido. Todavía sentía su mano aferrándole el brazo —le había hecho un moretón—, y las furiosas palabras que le masculló: «¡Ni se te ocurra!». ¡Maldito Keother! Quizá tendría que volver a ponerlo en la lista. Pero en la cola, pues había otros que merecían un trato preferente.
Eile sería la primera de la lista. No le costaría nada desacreditar a la chica. Que viera lo fácil que resultaba mantener a su hija si perdía el patrocinio de la reina y la echaban de la Colina Blanca. Que viera lo mucho que le importaba a su enamorado entonces. Breda estaba segura de que la muchacha era de humilde cuna; se estaba situando muy por encima de la posición que le correspondía en la sociedad. Lo que pensaba hacer era devolver a esa escota al lugar al que pertenecía: lo más bajo del montón. Resultaba muy satisfactorio poder enmendar las cosas.
La niña se vería envuelta en aquel asunto, lo cual era una lástima, pues era una criaturita preciosa, pero si sobrevivía seguro que acababa siendo como su madre, que debía de haberla concebido siendo también una niña. Puta la madre, puta la hija. La Colina Blanca estaría mejor sin esas dos.
Breda se incorporó en la cama y se apoyó en las almohadas. Estaban llenas de bultos y eran incómodas. De todas sus doncellas, Cella era la única que sabía ponérselas bien. ¡Estúpida Cella! ¡Si no le hubiera tomado simpatía al hijo mayor de Talorgen! Bedo era joven, sin duda, pero el hecho era que tenía sangre real. Tenía unas posibilidades que Breda no había reconocido cuando al principio el muchacho se había dirigido a ella trastabillando y se había presentado torpemente. ¡Y si Bedo, a su vez, no se hubiese interesado por Cella con su sonrisa inocente y sus interminables historias sobre su dichoso terrier! La chica había cometido un grave error y Bedo se había visto involucrado en él. ¡Mala suerte para los dos! Ahora ya no volverían a interponerse en su camino.
De repente se le ocurrió una idea brillante que hizo que se riera a carcajadas. Cayó en la cuenta de cómo podía hacerse; no sólo con Eile, sino también con los siguientes de la lista. Ellos tres siempre estaban juntos: la escota, su hija y el enigmático hijo de la reina con sus ojos asustados y sus extraños silencios. El bebé deforme estaba fuera del alcance de Breda. Estaba claro que Tuala y Bridei no confiaban en ella. Habían adoptado unas extraordinarias medidas de seguridad para que no se acercara a las dependencias reales ni al jardín, como si tuviera alguna sucia enfermedad. Y dejaban entrar a Eile. La dejaban al cuidado de su hijo. Eso no estaba bien. Era un insulto, y dependía de Breda corregirlo.
Cuando el rey y la reina de Fortriu regresaron del consejo, Derelei estaba sentado en el suelo junto a la chimenea, balanceándose adelante y atrás. La niñera les dijo que ya llevaba un buen rato así. Anfreda se había despertado, se había echado a llorar, le había cambiado los pañales y se había calmado, y mientras tanto su hermano no había dejado de mecerse. Había permanecido con los ojos clavados en la pared y cuando la niñera se había arrodillado a su lado no había dado muestras de verla.
Tuala le dijo a la joven que no se preocupara y la despachó hasta el día siguiente. Entonces se sentó para amamantar a Anfreda y Bridei se acomodó con las piernas cruzadas a cierta distancia de su hijo. Aquello no parecía el trance de un vidente; Derelei tenía la mirada demasiado perdida, el cuerpecito demasiado rígido. Tampoco era un ataque, algo que pudiera resolverse administrándole una poción de hierbas. Tuala ya sabía perfectamente que la aparente deserción de Broichan había herido y confundido a su hijo. Aquella noche tuvo la impresión de que el daño causado había sido más grave de lo que todos habían creído. Derelei parecía aislado, inalcanzable. Aquello le heló el corazón.
—Le pregunté a Eile cómo estaba antes —le murmuró a Bridei—. Dijo que estuvo más callado de lo habitual. Y al parecer Saraid no deja de repetir que Derelei está triste. Sin embargo, esto es nuevo, este… retraimiento.
—Derelei —dijo Bridei en voz baja—. Derelei, papá está aquí, y mamá también, y Anfreda. No pasa nada.
El balanceo continuó. Bridei alargó la mano suavemente y fue a posarla sobre el hombro de su hijo. Derelei se apartó como si estuviera aterrorizado y a continuación retomó su movimiento constante.
Tuala vio la expresión consternada.
—No te ve —le dijo—. Creo que no solamente está triste, sino también asustado. Hace mucho tiempo que el cuenco de hidromancia no me muestra a Broichan. Empiezo a perder la confianza de que regresará a la Colina Blanca alguna vez, Bridei. Ha pasado demasiado tiempo. Le ha ocurrido algo, algo que Derelei sabe, pero que no puede contarnos.
—¿Crees que hemos perdido a Broichan para siempre? ¿Víctima del invierno y de su propia actitud equivocada frente a la verdad?
—Me cuesta creer que la revelación de que podría ser su hija lo conduzca a una absoluta desesperación. Es demasiado fuerte para eso. Pero si ello lo obligó a buscar la soledad y perdió de vista el hecho de que ya es mayor, de que su salud es precaria y de que además de druida es también humano, quizá podría haber caído víctima de la cruda estación. Al mismo tiempo no puedo aceptar que no regrese nunca. A lo largo de los años he experimentado toda clase de sentimientos hacia él: desconfianza, ira, terror, preocupación. Si de verdad es mi padre, sería muy triste que no tuviera la oportunidad de demostrarle el amor de una hija.
El perrito, Ban, había estado mirando al niño con cautela desde debajo de una silla. En aquel momento salió con sigilo y se acercó a Bridei; en la tranquilidad de los aposentos familiares, la criatura estaba dispuesta a olvidar su dignidad durante un rato, a subirse al regazo de su amo, hacerse un ovillo y quedarse profundamente dormido. Anfreda terminó de comer. Tuala caminó de un lado a otro sujetando a su hija contra su hombro. Derelei empezó a balancearse más despacio hasta que al final se detuvo y se tumbó en la estera delante del hogar con el pulgar en la boca. Cuando Bridei, que primero se quitó a Ban de encima, fue a coger a su hijo, Derelei no protestó. El rey lo estrechó entre sus brazos y lo meció como si fuera un bebé.
—Está temblando —dijo.
Tuala vio un miedo terrible en los ojos de su esposo. La influencia del Dios Innominado estaba por todas partes: el dios cuya orden Bridei había desobedecido mucho tiempo atrás en el Pozo de las Sombras.
La reina metió a Anfreda en la cama y volvió con la mantita a la que a Derelei le gustaba abrazarse durante la noche. Envolvieron con ella al niño, que tenía la carita vuelta, contra el pecho de su padre, aferrado a la túnica de Bridei.
—¿Recuerdas que cuando Broichan se marchó te dije que creía poder encontrarle? —dijo Tuala mientras iba a buscar una jarra de aguamiel y dos copas y tomaba asiento al lado de su esposo.
—Lo recuerdo —repuso él en un tono cargado de desasosiego.
—Quizá debería intentarlo. Derelei me está asustando de verdad. No puedo estar con él constantemente. Soy reacia a confiar su cuidado a nadie que no sea Eile. Elda está a punto de dar a luz a su propio hijo y ya tiene más que suficiente con los gemelos. Sin embargo, creo que llegará un punto en que, si no hacemos algo, ni la firme bondad de Eile ni el cariño que Derelei le tiene a Saraid bastarán para mantener la situación controlada. Ahora mismo parecía… casi perturbado.
—Sabes que siempre he respetado tus decisiones. Sabes que estoy tan preocupado por él como tú. También me siento culpable por estar tan ocupado con otros asuntos que no puedo proporcionarte el apoyo que necesitas.
—Lo haces muy bien, querido, no es necesario que te disculpes. Ya sabíamos que iba a ser así. El camino del reinado es solitario. Vamos, termina lo que estabas diciendo. Intuyo lo que viene a continuación.
—Dijiste que creías que Broichan podría estar muerto. Llevamos a cabo la más concienzuda investigación y la más rigurosa búsqueda. Lo único que no probamos fue mandar a Drustan para registrar el bosque desde el aire. ¿De qué va a servir ahora hablar siquiera de esa otra posibilidad?
—No estás diciendo lo que quieres decir.
En aquellos momentos Derelei parecía dormido en brazos de su padre, tenía los párpados cerrados y el pulgar metido en la boca. Bridei acarició los suaves rizos de su hijo con la mano. Habló con voz muy queda. No era la voz fuerte y segura a la que se habían acostumbrado sus jefes de clan y consejeros.
—Sólo con pensar que lo intentes me llena de absoluto terror —dijo él—. Una transformación, convertirte en otra criatura y partir, adentrándote sola en el bosque sin tener ni idea de si Broichan está vivo o muerto, ni siquiera de si está allí… No voy a decir: ¿qué pasará con Anfreda? No preguntaré qué le ocurriría a nuestro hijo si perdiera también a su madre además de a Broichan. Ni siquiera observaré que nunca has intentado esta clase de metamorfosis, que no conoces los riesgos. Si crees que puedes hacerlo, probablemente sea así, pero… Tuala…, todo mi ser se acobarda sólo con pensarlo. Seguro que podemos esperar un poco más, buscar la sabiduría de los dioses, darle a Derelei la oportunidad de que se recupere por sí mismo. Tal vez sea un egoísta. No quiero perderte. No creo que pudiera seguir adelante sin ti.
Tuala lo miró a los ojos.
—¿Me prohíbes que lo intente? —le preguntó.
—Sabes que no lo haría a pesar de mis temores. Debes tomar tu propia decisión. Me maravilla tu capacidad de perdón. Broichan no te ha demostrado el mismo grado de preocupación ni mucho menos. No solamente no arriesgó nunca su vida por ti, sino todo lo contrario: estaba dispuesto a sacrificarte por lo que veía como un bien mayor.
Tuala consideró sus palabras. Tenía imágenes en la cabeza, recuerdos de esas cosas que el arte de la videncia le había brindado durante la larga estación en la que el druida había estado ausente.
—Si regresa —dijo ella— creo que habrá reconocido el error. Yo se lo he perdonado. —Hasta que no lo dijo no cayó en la cuenta de que era cierto. El sentimiento de parentesco se había ido apoderando de ella aun cuando el vínculo no se hubiera demostrado. Ahora, cuando pensaba en Broichan, ya no lo hacía como «el padre adoptivo de Bridei» o «el druida real», sino como «mi padre»—. Sí, y me he sorprendido a mí misma —musitó—. Quizá se haya equivocado y algunas veces haya malinterpretado horriblemente las cosas, pero creía estar sirviendo a la diosa tal como esta requería de él. Si mi visión representaba la verdad, debió de resultarle muy duro descubrir que la había ofendido. Él siempre consideró importante la obediencia.
Se hizo un prolongado silencio tras el cual Bridei dijo:
—Si lo hicieras, ¿qué forma elegirías? Una vez, cuando eras pequeña, me dijiste que habías soñado que eras un búho. ¿Es eso lo que vas a hacer? ¿Adoptar forma de pájaro como hace Drustan? Imagino que así tendrías más capacidad para efectuar una búsqueda.
Tuala se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Sé que esto no te hace ninguna gracia. Lo noto en tu voz. Lo veo en tus ojos. Gracias por estar dispuesto a hablar de ello al menos. No, un pájaro no; hasta a mí me parece peligroso. Creo que elegiría algo más cercano y familiar. Probablemente sea mejor que no te lo diga. Tu imaginación evocaría más peligros para cualquier criatura en la que me convirtiera de los que posiblemente podría haber en el mundo real.
—¿Cuándo…?
Tuala se estremeció.
—No lo sé. Para serte sincera, también me asusta la perspectiva. No he olvidado que Anfreda depende de mí. No es una cosa que pueda hacer entre la comida y la cena. Tendríamos que buscar una nodriza durante el tiempo que me lleve, y no podemos hacerlo sin llamar la atención sobre mi ausencia. Sé lo peligroso que es. No querría complicar las cosas haciendo que la mitad de la Colina Blanca sepa que tu reina del otro mundo tiene pensado hacer un uso muy personal de la magia profunda. Todo este asunto requiere calma y es necesario pensarlo muy bien. ¡Es tan difícil mantener la calma cuando Derelei…! —se le apagó la voz y respiró hondo—. Tal vez podamos esperar un poco más. Quizá tenías razón antes. Quizá Derelei pueda salir de esta por sí mismo.
—Me vendría muy bien el retraso. Cada día se marchan unos cuantos invitados más, lo cual reduce el riesgo de cotilleos desafortunados. Si pudiéramos esperar hasta que se hubiera marchado Keother me quedaría mucho más tranquilo. No parece tener prisa por hacerlo.
—De acuerdo, esperemos al menos unos cuantos días. Teniendo aquí a Eile, cuento con un apoyo fiable para el cuidado de Derelei. Esa joven tiene un verdadero don. Saraid es una niña muy dulce; se ve que la han criado con amor. A menudo me pregunto cuál será el pasado de esa chica. Se muestra muy reticente con todo lo ocurrido antes de su llegada a la Colina Blanca.
—A mí quien me preocupa es Faolan —dijo Bridei—. No creo que pueda mandarlo fuera de nuevo, al menos hasta dentro de un tiempo. Bajo esa apariencia tranquila es un saco de nervios.
Tuala sonrió.
—Esperemos que el pulso firme de Eile se extienda al de tu brazo derecho. Me gustaría ver feliz a Faolan al fin. Me pregunto qué ocurrió cuando volvió a su casa.
—Supongo que nunca nos lo dirá —repuso él.
Llamaron discretamente a la puerta. Tanto Tuala como Bridei se sobresaltaron. Ban se puso en guardia al instante, con las orejas levantadas y el cuerpo en tensión. Dado que Dovran montaba guardia fuera, el visitante debía de ser un miembro de su círculo de allegados. No obstante, Tuala cogió a Derelei y se retiró a la alcoba en tanto que Bridei preguntaba:
—¿Quién es?
—Ferada. Tengo una información que creo que te interesará.
Cuando Tuala regresó tras poner a Derelei en la cama y después de servir más aguamiel, la hija de Talorgen se lo contó a ambos. La información era inquietante. Hacía poco tiempo había llegado un hombre tras transportar una carga de madera por el Lago de la Serpiente desde más allá de Pitnochie. Un barco estaba en camino y en él iba un grupo de monjes cristianos, unos nueve o diez. Se hablaba de ello por toda la Cañada. Bridei ya se lo esperaba, aunque no tan pronto. Pero había más. El grupo se había instalado en una aldea de la ribera del lago de la Doncella, donde un joven se hallaba postrado al borde de la muerte. Existían distintas versiones respecto a la causa de su enfermedad: disentería, unas fiebres, una herida de guadaña infectada. En cualquier caso, la visita del sanador local no sirvió de nada, otra que realizó uno de los druidas del bosque resultó infructuosa y los familiares de la víctima se habían resignado a encender unas velas y a aguardar la llegada de la Diosa Madre. Ferada comentó que en semejante estado de desesperación, probablemente decidieran que ya no importaba si dejaban entrar a los cristianos, puesto que las cosas ya no podían ir peor.
—Y parece ser que entonces —dijo— el jefe de estos monjes, ni más ni menos que este tal Colm al que hemos oído mencionar, le puso la mano en la frente al moribundo y dirigió una poderosa plegaria a su propia deidad, con lo cual el joven abrió los ojos, se incorporó y saludó a su familia. Estaba completamente curado; se tambaleaba un poco al andar, pero estaba sano. El padre y la madre, la hermana y el hermano cayeron de rodillas, pero Colm hizo que se levantaran y les pidió que entregaran sus corazones a la nueva fe, cuyo poder acababan de presenciar con sus propios ojos. Parece una historia fantasiosa, lo sé, pero el hombre que la ha traído hasta aquí dice haber oído otras versiones de la misma, y relatos de otros hechos milagrosos que ha llevado a cabo este clérigo en varios poblados a lo largo de los lagos. Se habla mucho de ello y las habladurías se centran en el poder y la influencia de este tal Colm. Me parece que poco importa si lo esencial de la historia es cierto o no. Lo que importa es que la gente lo cree. Pensé que querríais saberlo enseguida.
—Si ya ha dejado atrás el lago de la Doncella —dijo Bridei—, su grupo podría llegar en cuestión de días. ¿Navegan a vela o a remo?
—No lo sé. Oí que tu viejo amigo el hermano Suibne se cuenta entre ellos. Él se encargaba de traducir las palabras de su líder a la población. Parece ser que la desconfianza inicial de las gentes se funde como la nieve en verano cuando escuchan estos cuentos maravillosos.
—Entiendo. Hablaré personalmente con este barquero después de cenar. ¿Se lo has contado a Fola?
—No la he visto desde esta mañana. He estado haciendo el equipaje para regresar mañana a Banmerren. Ya es hora de que les preste un poco de atención personal a mis alumnas. Fola estaba pensando en venir conmigo.
—Por lo visto vamos a necesitar que se quede aquí un poco más de tiempo —dijo Bridei. Estaba pálido; Tuala vio los indicios de una inminente jaqueca de grandes proporciones. A su esposo le aquejaban dolores de cabeza en las épocas de mucha presión.
Ferada asintió.
—Es evidente que la corte de Fortriu no podrá apelar a su poderoso druida en este momento crítico —dijo—. Me pregunto cómo reaccionarán Colm y sus hermanos ante una mujer como principal consejera espiritual de un rey.
—Fola puede llegar a imponer a pesar de ser una mujer tan diminuta —dijo Tuala—. Hará frente a este visitante mejor de lo que lo haría, digamos, Amnost de Abertornie, al que nos hubiéramos visto obligados a pedirle que sustituyera a Broichan si no se hubiera marchado a casa todavía. Es un hombre tímido; no se encontraba nada cómodo confinado en la Colina Blanca.
—A Fola tampoco le gusta —dio Ferada—. Ella prefiere estar fuera teniendo los robles por muros y el cielo por tejado. Bridei, hay otro motivo por el que he venido. Tengo una petición de parte de mi hermano.
—¿De Bedo?
—No, de Uric. Puesto que a los chicos ya no se les permite acceder a las dependencias reales y dado que por lo visto se trata de un asunto sumamente confidencial, se han valido de su hermana mayor como intermediaria.
—¿Sumamente confidencial? —preguntó Tuala—. ¿Tendría que ausentarme?
Ferada sonrió.
—No será necesario. Uric quiere pedirte prestado a Ban durante el día de mañana.
Bridei se la quedó mirando.
—¿Pedirme prestado a mi perro? Eso sí que no me lo esperaba. ¿Puedo preguntar con qué objeto?
Ferada volvió a ponerse seria de repente. Tuala, que conocía muy bien a su amiga, percibió el matiz rojizo en torno a sus ojos y la palidez de sus mejillas. Garvan tenía encargos que cumplir en la Colina Blanca. La marcha de Ferada implicaba una difícil despedida.
—Creo que padre te ha explicado que Uric y Bedo llevan a cabo una búsqueda de algún tipo. Uric ha pasado mucho tiempo fuera a caballo. La próxima vez quiere llevarse con él a Ban. Supongo que cree que este perro en particular puede olfatear lo que sea que estén buscando. Lo llevan todo con mucho misterio. —Ferada miró al animal con escepticismo—. No entiendo por qué quieren a Ban antes que a un perro de caza entrenado para seguir un rastro.
—Ban posee cualidades especiales —repuso Tuala, que bajó la mirada hacia la pequeña criatura blanca que se hallaba sentada a los pies de Bridei—. Es un ser con una historia muy larga y complicada.
—Aun así —terció Bridei—, lo que me dijo Talorgen sugería que este rastro en particular se había enfriado hacía tiempo.
—No se pierde nada por intentarlo —comentó Tuala—. Siempre y cuando Ban esté dispuesto a ir.
Ban era perro de un solo hombre. Desde el día en que había aparecido junto al lago de las visiones en Pitnochie, una criatura de una visión que de pronto se hizo de carne y hueso, siempre había seguido a su amo con una lealtad tan completa y absoluta como puede llegar a ser la de un perro. Cuando Bridei se había marchado a la guerra con los escotos y lo había dejado atrás, Ban fue el ser más triste de toda la Colina Blanca y, al regreso de Bridei, el más dichoso.
—Dile a Uric que me reuniré con él en los establos por la mañana —dijo Bridei—. A Ban no le hará ningún daño correr un poco. Podría aprovechar y supeditar mi conformidad a dejarles mi perro a que tus hermanos accedan a limitar sus actividades a esta última incursión antes de regresar a casa con su madrastra. Creo que es mejor olvidar el episodio que les preocupa. En cuanto a Ban, si yo le pido que vaya, irá. Espero que no decepcione demasiado a Uric. Tiene mucho talento para hacer salir a los conejos, pero dudo mucho que sea eso lo que tus hermanos andan buscando.
Eile no sabía cómo se sentía exactamente. Después de llevar a Derelei con su niñera, se dirigió a su alcoba con Saraid y se encontró alisando las mantas por tercera vez, sacando un vestido tras otro de su arcón y volviéndolo a guardar. Tanto ella como la niña vestían mucho mejor ahora, puesto que la amable reina Rhian les había mandado unas prendas sencillas y de calidad de un almacén de la casa y Tuala le había regalado varios de sus conjuntos. Las manos de Eile se movían de forma automática, plegando y alisando la ropa mientras los sentimientos se arremolinaban en su interior, un monstruoso revoltijo de sentimientos que apenas entendía.
—¿Mamá triste? —preguntó Saraid, que estaba sentada en la estera color verde desabrochándole el vestido a Lamento. En la Colina Nubosa le habían enseñado a llamar Eile a su madre para no llamar la atención sobre lo irregular de su parentesco. Aquí, donde los gemelos y Derelei decían mamá y papá, Saraid había adoptado la misma costumbre. A Eile le hacía sonreír.
—No, no estoy triste. Estoy contenta de que haya vuelto Faolan. —Era cierto, pero no tan sencillo. Estaba más que contenta, estaba jubilosa. Al mismo tiempo se sentía confusa y asustada. Cuando le había pedido a Faolan que expresara con palabras el mensaje que tendría que haberles dejado, ella se esperaba una simple disculpa, no una declaración. Trató de encontrarle sentido. ¿Qué había querido decir exactamente? Las palabras habían sido casi… tiernas. No obstante, un padre podría hablarle del mismo modo a su hija, o un hermano a una hermana. ¿De verdad había soñado con ella y con Saraid todas las noches? ¿Qué clase de sueños?
Eso no podía preguntárselo, ni mucho menos. Al hablarle de ese modo, al mirarla como lo había hecho, al demostrar tan claramente sus celos de Dovran, Faolan había cambiado las cosas entre ellos. De hecho, lo había complicado. Y ahora ella estaba tan confusa que ni siquiera estaba segura de si podría ir a cenar al salón, donde sería objeto de muchas miradas si Faolan estaba presente. En cuanto a lo de después, lo de hablar con él a solas allí en su alcoba, lo temía y lo deseaba. Sólo con mirarlo, el recuerdo de su viaje le volvió vívidamente a la memoria, las noches en un refugio improvisado, la naturalidad con la que hablaban a medida que se iban acostumbrando el uno al otro, el recuerdo de lo maravilloso que había sido sentir que por fin tenía un verdadero amigo y saber que las mantendría a salvo. El hecho de que hubiera encontrado refugio en la Colina Blanca y ahora tuviera nuevos amigos no contribuía a debilitar aquel vínculo.
Volvió a sacar el sencillo vestido azul, el que le había dado Líobhan.
—Tal vez debería cenar contigo, Saraid —dijo entre dientes. En la Colina Blanca los niños solían comer en una pequeña zona a cierta distancia de las cocinas, bajo la supervisión de una sirvienta con experiencia—. Creo que soy demasiado cobarde para esto. —Sin embargo, fue a buscar el agua, desnudó y lavó primero a Saraid y luego se lavó ella, intentando con todas sus fuerzas no pensar en Dalach. «Lávate. No quiero que me pegues tu hedor».
Saraid, vestida con una faldita y una blusa de color gris paloma, permaneció sentada en silencio en tanto que Eile se ponía el vestido azul y se cepillaba el pelo con tanta energía que los mechones rojizos crujieron. Se puso las medias y los zapatos buenos para andar por casa que le habían dado en la Cuesta del Endrino. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde entonces, de que era una época muy lejana. Habían recorrido una larga distancia, una distancia que no se podía medir únicamente en millas.
Eile caminó nerviosa de un lado a otro. Saraid la observaba. Tras lo que pareció un rato increíblemente largo, el sonido de un plato metálico que golpeaban con una cuchara de madera en el patio indicó que la cena era inminente.
—Vamos allá —dijo Eile.
Cuando Saraid estuvo instalada con Gilder y Galen y un pequeño grupo de otros niños a los que se consideraba lo bastante mayores para sentarse a la mesa a comer, pero no lo suficiente como para compartir la comida con los adultos, Eile vaciló un momento. Podía pasar con un cuenco de la sopa que la sirvienta les estaba dando a los pequeños y luego regresar tranquilamente a su habitación. Después, si Faolan decidía acudir, lo afrontaría.
—Adiós, mamá —dijo Saraid, y le lanzó un beso.
—Adiós —repuso Eile, que decidió que debía ser valiente—. Disfruta de la cena. —Pensó que era posible que ni siquiera le viera en el salón. A pesar de que mucha gente recogía sus cosas y abandonaba la corte, todavía había unas cincuenta personas o más en la mesa cada noche; demasiada gente, aunque solamente tenía que hablar con los que estaban sentados cerca.
Eile se entretuvo en el comedor de los niños y llegó más tarde de lo habitual. Recorrió el salón con la mirada, pero no vio a Faolan. Dovran protegía al rey; estaba de pie detrás de la silla de Bridei, alerta y con aspecto adusto. El monarca parecía cansado. Tuala, sentada a su lado, estaba pálida y demacrada. Eile sabía que la reina estaba preocupada por Derelei. Últimamente se había estado comportando de un modo cada vez más extraño y, aunque siempre había sido un niño poco corriente, había costado mucho más engatusarlo y sacarlo de sus arrebatos de melancolía. Eile decidió ofrecer sus servicios para la mañana del día siguiente. Se llevaría a Saraid y a Derelei a dar un paseo muy largo, a explorar nuevas partes de la Colina Blanca. Los cansaría tanto que por la tarde dormirían un buen rato. De ese modo, Tuala podría descansar al menos un poco. Después de todo estaba amamantando a un bebé.
Garth tenía la mano levantada y le hacía señas a Eile. En torno a él se hallaba sentado el surtido de personas habitual: Elda, Wid, Garvan y Ferada, estos últimos sentados casi al lado aquella noche; había un asiento vacío entre ellos. Eile se dirigió a la mesa y se sentó en el lugar que le habían guardado, entre Garth y Wid. Lanzó una mirada furtiva a uno y otro lado y no lo vio. Quizá aquella noche ella había sido más valiente que él.
—¿Has oído lo que se dice de los cristianos? —le preguntaba Ferada al anciano erudito.
—Mmm —murmuró Wid, que se hallaba seriamente concentrado en el caldo de cebada—. Era de esperar, por supuesto, que acudieran a la corte con una solicitud, una petición o algo por el estilo. Quieren el permiso del rey para difundir sus doctrinas por todo Fortriu, como están haciendo en Circinn otros como ellos. Supongo que Bridei debería alegrarse de que se tomen la molestia de pedírselo. Lo que nadie se esperaba era una llegada acompañada de milagros. A la gente le gustan las hazañas mágicas. Ese tipo de cosas les llama la atención. Este tal Colm es astuto.
—Entonces, ¿crees que es cierto que ese sacerdote hizo que un hombre resucitara en su lecho de muerte? —preguntó Garth.
—¿Quién sabe? Quizá no estuviera tan enfermo como todo el mundo creía.
—Ni siquiera Broichan sería capaz de llevar a cabo semejante proeza —comentó Elda—. Resucitar a los muertos.
—A los casi muertos. —Wid rompió un pedazo de galleta de avena y la mojó en la sopa—. Tenemos que preguntarnos a nosotros mismos: ¿fue cosa de magia o fue un milagro? ¿Y cuál es la diferencia entre la magia y los milagros?
—Necesitas a Fola para debatir sobre esta cuestión —dijo Ferada, que a continuación volvió la cabeza—. ¡Oh! Alguien ha llegado más tarde que tú, Eile.
Allí estaba, cruzando el salón hacia ellos por entre las mesas. Ahora iba bien afeitado y vestido con ropa limpia, de azul y gris, el tipo de atuendo anónimo que prefería. Intentaba no cojear. Eile tuvo la sensación de que, una vez puestos los ojos en él, no había nada más en todo el salón que valiera la pena mirar. No le sonrió ni lo saludó, simplemente clavó la mirada en sus rasgos bien definidos, en sus ojos oscuros y cautos que aquella noche tenían la misma expresión que había visto en ellos cuando pronunció aquellas palabras: «Soñaré con vosotras cada noche».
—Siéntate aquí, Faolan —le dijo Ferada indicando el lugar que quedaba libre entre Garvan y ella—. Casi te pierdes la sopa.
Faolan se detuvo detrás del banco y miró a Eile, sentada al otro lado de la mesa. Por un momento ella se preguntó si le dolía tanto la rodilla que no podía realizar el movimiento necesario para pasar por encima del banco y sentarse. Entonces Faolan miró a Garth e hizo un gesto brusco con la cabeza. El guardaespaldas suspiró, deslizó su cuenco, su cuchillo y su cuchara por la mesa y puso frente a él los que estaban sin usar en el otro lado. Se levantó y dio la vuelta a la mesa, lo que significaba pasar poco a poco por detrás de un gran número de personas, llamando considerablemente la atención sobre sí mismo. Elda, Wid, Ferada y Garvan observaban con manifiesto interés. Faolan fue hacia el otro lado. Si le dolía la pierna lo disimulaba muy bien. Se acomodó junto a ella. Al sentarse le rozó la mano y Eile notó que se ruborizaba. Alargó el brazo para coger el cucharón y le puso sopa en el cuenco. Al menos de ese modo hacía algo.
Después, aunque prosiguió la animada y a veces combativa charla sobre los cristianos, la amenaza que representaban y lo que el rey debería hacer al respecto, Eile lo oyó todo sin comprenderlo. La conciencia de tenerlo a su lado, tan cerca, el nuevo sentimiento que ello engendraba, algo dulce y bueno y al mismo tiempo profundamente inquietante, le impedía prestar atención a cualquier otra cosa.
—¿Vosotros dos no coméis? —preguntó Garth con una sonrisa.
Faolan apenas había tomado un sorbo de la sopa. Ahora tenía delante un plato con un pedacito de la empanada que había esa noche, pero él no había ni cogido el cuchillo. Eile se sentía incapaz de hablar; ni siquiera logró hacer un comentario intrascendente que pudiera hacer que la situación fuera más parecida a cualquier otra cena. Para distraerse miró hacia la mesa del rey y se sorprendió al encontrarse con que dos pares de ojos miraban fijamente en su dirección: Dovran, con expresión triste e inquisitiva desde su puesto de guardia y, lo que era más preocupante, los de Breda, entrecerrados con aparente furia, antes de que la muchacha apartara la mirada de un modo harto significativo. Eile sabía que la había contrariado con su negativa absolutamente razonable a convertirse en su doncella. Sin embargo, la actitud de Breda le parecía desmesurada. Quizá hubiera hecho alguna otra cosa mal, algo que ni siquiera sabía. Bueno, al menos aquello le dio un tema sobre el que conversar mentalmente. Faolan se había dado cuenta de que Dovran le miraba fijamente y le estaba respondiendo del mismo modo.
—No olvides que tenéis que trabajar juntos —comentó Garth.
Eile habló con Faolan en escoto y en voz baja.
—Mientras estabas fuera tuve la oportunidad de asistir a la boda de Ana y Drustan. Aquel día la hermana de Ana no se encontraba bien y me invitaron a ocupar su lugar. Fue hermoso, Faolan. Vino un druida del norte a celebrar la ceremonia. Fue al atardecer y al aire libre. Sé que serán felices juntos. Si quieres, puedo contártelo todo.
Él asintió con la cabeza distraídamente. Tenía la mano al lado de la de Eile en el banco.
—Sé que es un poco difícil para ti —prosiguió ella—, pero creo que te haría bien oírlo. Lo que vi, y lo que sé de Drustan, me convencieron de que la amaría y la cuidaría durante el resto de su vida. —Esperaba que el murmullo de voces en derredor evitara que los vecinos que entendían escoto oyeran demasiado de aquella afirmación bastante personal.
Al cabo de un momento Faolan dijo:
—Si deseas contármelo, hazlo.
—Yo… No es que yo desee contártelo…, sino que pensé que tú necesitabas oírlo.
Faolan bajó la mirada al plato. Contestó con poco más que un susurro.
—No fue en Ana en quien pensé mientras estuve fuera.
Eile respiró hondo para tranquilizarse.
—Quizá deberíamos hablar de otra cosa —dijo.
—No puedo explicarte dónde he estado ni qué he estado haciendo. Lo lamento, pero así es la naturaleza de mi trabajo para el rey —había acercado más la mano, que por un momento rozó la de Eile. Era extraordinario cómo algo tan insignificante podía hacer que se pusiera colorada, cómo podía hacer que le palpitara el corazón de ese modo.
—Yo podría contarte lo que he estado haciendo. No es muy interesante.
—Quiero oírlo.
—Cómete la empanada y te lo contaré. Pareces cansado y sé que estás dolorido. La buena comida te ayudará a reponerte más deprisa.
—¿Entre las cosas que has estado haciendo se incluye dar órdenes a los pequeños? —Faolan cortó la empanada y utilizó el cuchillo para llevarse un bocado a la boca.
—Dar órdenes no. Por norma general, hacen lo que les digo. De hecho, es a Saraid a quien le ha dado por mandar.
—Utiliza tu nuevo idioma, Eile —terció Wid con una mirada de furia fingida en sus marcadas facciones. Ella y Faolan volvieron la cabeza hacia él al unísono. El anciano vio algo en sus rostros que le hizo decir—: ¡Oh, bueno! Quizá esta noche no. Supongo que el regreso de los amigos merece que se relajen un poco las normas. Tu joven dama aquí presente ha resultado ser toda una erudita, Faolan. Es muy lista, muy lista.
—No creo que a Eile le guste que la llamen mi joven dama —dijo él—. Es dueña de sí misma. Si has pasado algún tiempo en su compañía, imagino que ya lo sabes.
—En Fortriu abundan las mujeres que saben lo que quieren. —Wid se rio y miró a Ferada—. Será por el agua.
—Yo no soy de Fortriu —dijo Eile en priteni—. No lo dice con mala intención —añadió en escoto, y se encontró con que, sin haberlo decidido realmente, había movido la mano lo suficiente para acurrucarla contra la de Faolan en el banco, donde nadie podía verlo. Eile vio que él se sonrojaba, notó que le apretaba los dedos y sintió calor por todo el cuerpo.
—Lo he oído —dijo Wid con una sonrisa—. Será mejor que la vigiles, Faolan, ahora que sabe dos idiomas se está volviendo peligrosa.
—Deberías verla con una horca —comentó él con voz absolutamente calmada. La tensión de su mano no decía lo mismo.
Mientras comían la empanada y el budín que siguió, Eile le relató su rutina diaria en la Colina Blanca. Le habló de la creciente confianza en sí misma de Saraid, de la relación entre su hija y Derelei, de la confianza que Tuala había depositado en ella. Incluso le describió la ropa que le habían prestado y el vestido de boda que le había hecho a Lamento.
—La verdad —dijo al final— es que no creo que esto te interese mucho, pero te lo cuento para convencerte de que en la Colina Blanca me ha ido muy bien sin ti.
—A mí no me ha ido tan bien sin ti —repuso Faolan—. Aquí es difícil hablar. No estoy de humor para comer ni para mantener una conversación en público.
Conversaban en voz baja. En aquellos momentos sus compañeros de mesa estaban enzarzados en un debate sobre la naturaleza de los milagros y, si estaban escuchando las quedas palabras en escoto, no dieron muestras de ello.
—Yo voy a retirarme pronto de todas formas —dijo Eile—. Tengo que ir a buscar a Saraid y meterla en la cama. Tienes que acordarte… No deberías…
—Lo entiendo, Eile. Sé que aquí la gente ve cosas y saca conclusiones precipitadas. Esperaré aquí un rato. De todos modos… —le apretó la mano una vez más.
Dovran seguía mirándolos y a Eile no le preocupó mucho lo que vio en sus ojos. Quizá, al fin y al cabo, tendría que haber sido completamente sincera con él desde un principio. Si le hubiera dicho que era un joven estupendo, pero que ella todavía tenía que esforzarse mucho para no encogerse cuando la tocaba, probablemente él hubiera dirigido su atención a otra parte. No había sido justo mostrarse simpática con él cuando sabía que nunca podría satisfacer sus expectativas. En cuanto a lo que hubiera entre ella y Faolan, había que superar una barrera antes de que se hiciera patente su verdadera naturaleza. Quizá era adecuado hablar de milagros. No, lo mejor era no pensar de ese modo. Se arriesgaba a esperar demasiado, a querer lo imposible. Eso era invitar a la decepción. Era una dura lección que había aprendido muy pronto y mejor que no la olvidara entonces. Provocar que se te rompa el corazón era sin duda el colmo de la estupidez.
—Será mejor que me vaya —dijo Eile con falsa alegría, y se puso de pie, su mano todavía en la de Faolan—. Tengo que ir a buscar a Saraid. Buenas noches a todos. Te deseo un buen viaje, Ferada.
—Gracias. —La directora de la escuela de Banmerren tenía una expresión sombría—. Deberías venir a visitarnos alguna vez, Eile. Creo que mi trabajo te interesaría.
—Supongo que todo son canciones y finos bordados —dijo Eile con una sonrisa burlona—. No es el tipo de educación que a mí me gusta.
Ferada soltó una risotada, lo cual era raro en ella.
—Espero que vengas. Tengo esperanzas para Saraid dentro de unos cuantos años. Quizá su influencia tranquilizante en los niños pequeños se haga extensible también a las niñas.
—Gracias. No sé cuánto tiempo voy a estar aquí, pero agradezco tu amabilidad.
La mano de Faolan se aferró a la suya un momento más. Eile notó que le rozaba los dedos a modo de lenta despedida antes de soltarla del todo. Entonces se dio la vuelta y abandonó el salón sin volver la vista atrás.