Capítulo 13

Lo interrogarían. Le darían una paliza y lo abandonarían a su suerte. Lo ejecutarían sumariamente. Una combinación de estas tres cosas. Mientras sus captores lo adentraban a toda prisa en la oscuridad bajo los árboles, Faolan consideró las posibilidades y cómo podría afrontar cada una de ellas. No le habían vendado los ojos. Observó sus ropas, sus armas, su comportamiento, y dedujo que se trataba de hombres de armas de la casa de algún jefe de clan o guerreros de la corte de Circinn. Una fuerza organizada. No eran hombres de Carnach, a menos que sus tropas hubieran abandonado los colores de su jefe de clan, pues aquellos hombres llevaban un atuendo anónimo, pardo, gris, nada que llamara la atención. Si eran hombres del nuevo rey, tampoco mostraban señales concretas de ello. Drust el Verraco había llevado su emblema sobre un fondo rojo; cabría esperar lo mismo de su hermano. La mordaza le impedía preguntar nada. En lugar de eso, Faolan observó el camino que seguían, las vueltas y giros que daban con facilidad a pesar de la densa sombra bajo los viejos robles; adondequiera que lo condujesen esos hombres, el camino les era tan conocido que lo recorrían sin necesidad de pensar.

Se detuvieron al pie de un muro de piedra natural más alto que una persona. Estaban cerca de los árboles, pero allí había más luz que se filtraba iluminando el musgo y los diminutos helechos, los hongos y enredaderas que ocupaban todas las grietas y resquicios de la roca.

—Por aquí —dijo alguien, que le tiró de la manga a Faolan.

En la piedra había una abertura estrecha bien oculta por la maleza. Entraron por ella en fila india, Faolan con torpeza por llevar las manos atadas. La grieta se abría a un espacio abrigado, bordeado por grandes piedras y con el suelo cubierto de hierba. Allí había unos caballos maneados y unos hombres que recogían los bártulos, como si se preparan para trasladarse. Más allá de esta escena de actividad había dos hombres juntos, hablando. Cuando el hombre alto y pelirrojo se volvió para mirar en su dirección, Faolan mantuvo el semblante impasible. Se aseguró de no dar muestras de reconocerlo. Carnach posó la mirada en él con aire pensativo. Entonces su interlocutor volvió la cabeza y Faolan apretó los puños detrás de la espalda. El hombre de ojos oscuros y expresión adusta que estaba al lado de Carnach era Bargoit, consejero principal de la corte de Circinn.

Faolan era bueno en lo que hacía. Permaneció calmado en tanto que uno de sus captores se acercó a Carnach para darle lo que Faolan supuso que era un breve informe. Entonces lo hicieron avanzar hasta que estuvo frente al jefe de clan de Fortriu y de esa rata del consejero de Circinn. Le quitaron la mordaza. El resto de los hombres concentró su atención en los caballos y el equipo.

Al principio, lo mejor era guardar silencio. Aquello no pintaba bien; parecía una conspiración. En tal caso, Carnach tendría que optar por un interrogatorio seguido de una ejecución inmediata. Por otra parte, daba la impresión de que el jefe del clan había decidido no reconocerlo. Faolan mantuvo la respiración regular. «Aguarda; no hables. Estate preparado para lo que puedan decirte, sea lo que sea».

—¡Dinos tu nombre y qué es lo que haces por estos lares! —le espetó Carnach—. Date prisa. Nos han llegado informes de que hay un hombre haciendo preguntas. Demasiadas preguntas. Si eres tú, será mejor que nos las hagas ahora y que nos digas quién te envió aquí para recabar información.

Faolan pensó muy rápido, la verdad. Era un juego; un juego peligroso estando Bargoit allí presente. Debía jugarlo con el mismo ingenio que Carnach y esperar que hubiera adivinado las reglas correctamente.

—Me llamo Donal —dijo, intentando adoptar un tono de inocente confusión—. Soy un mozo de labranza, mi señor, que busca trabajo para ir tirando. La situación no es muy buena en casa. Mi suegro me echó. Ya sabes cómo son estas cosas.

Carnach lo observó pensativamente.

—¿Y dónde está tu casa? —preguntó.

—En un lugar llamado el Paso del Violinista, mi señor. Al otro lado de Pitnochie, en Fortriu, al oeste. —No creía que Bargoit se acordara de él. Habían pasado seis años desde la última vez que el consejero podía haberlo visto, cuando Bridei fue elegido rey, y Faolan era experto en el arte de pasar desapercibido. Además, su aspecto había cambiado; ¿acaso no le había dicho Eile que ahora parecía tener al menos unos treinta y cinco años?

—¿Cómo se llama tu suegro? —saltó Bargoit, rápido como una serpiente—. Si eres un peón de granja, ¿dónde están tus herramientas?

—Garth —respondió Faolan—. Cometí el error de hacerme demasiado amigo de cierta dama; mi esposa no se lo tomó demasiado bien y su padre es muy estricto. Ella me dejará volver. Siempre lo hace. No traje herramientas. Es un largo camino para hacerlo con una horca a cuestas.

Carnach dio un paso al frente y le propinó un fuerte golpe en la mandíbula.

—Cállate —le dijo con bastante suavidad—. No pierdas el tiempo con tus tonterías sobre esposas y devaneos. ¿Acaso eres idiota?

Faolan no dijo nada. ¿Cuál era la verdad? Si se equivocaba, Carnach tendría que matarlo para que no hablara. Si acertaba, quizá, después de todo, no fuera necesario encontrar un modo de escapar de un gran número de hombres armados en un espacio reducido sin tener ni un triste cuchillo.

—¿Una horca? —los suspicaces ojos de Bargoit se entrecerraron aún más. La serpiente parecía lista para atacar—. ¿Desde cuándo la gente apila heno en primavera?

—En realidad —Faolan bajó la vista al suelo—, se quedó con mis cosas. Mi suegro. Las encerró. No me dejó ni siquiera…

—Sí, sí —terció Bargoit con irritación—. ¿Por qué te has alejado tanto? Pitnochie se encuentra a medio camino cañada abajo. Seguro que debe de haber trabajo más cerca de tu casa, ¿no?

Faolan lo miró con desánimo y no intentó responder. Carnach y el consejero cruzaron una mirada.

—Ahora… ¿Cómo dijiste que te llamabas? ¿Donal? Ahora, Donal, te haré una pregunta —dijo Carnach con los labios un poco curvados, dando la impresión de que el desafortunado mozo le resultaba entre divertido y pesado—. ¿Por qué iba a dejar tu suegro que volvieras? ¿Eh? De hecho, ¿por qué iba a aceptarlo tu esposa si tienes la costumbre de descarriarte? Quizá tendrías que buscar nuevos horizontes. En Circinn hay magníficas tierras de labranza, oportunidades para un hombre sano como tú.

Bargoit se estaba aburriendo; su mirada se había desviado hacia los hombres de armas y le hizo un gesto a alguien para indicarle que debía ensillarse cierto caballo.

—Me dejará volver porque, en el fondo, confía en mí, mi señor —contestó Faolan—. Y mi esposa me dejará volver porque hay ciertas actividades para las que tengo un talento especial. ¿Por qué iba a poner a otro hombre en mi lugar cuando yo la satisfago perfectamente? —miró a Carnach a los ojos, pero mantuvo un tono distendido. Los hombres que estaban más cerca soltaron unas risitas.

—Entonces te aconsejo —dijo Carnach en voz baja— que regreses a tu casa sin dilación. Que llegues allí en verano, vuelvas al trabajo y demuestres a tu esposa y a tu suegro que aún te queda una pizca de lealtad. Eres un idiota y me temo que también un fanfarrón. No empeores las cosas malgastando la buena voluntad de tu familia. Si van a dejarte volver, es que eres más afortunado de lo que mereces —se volvió hacia Bargoit—. Este tipo es tonto. Es insignificante.

—¿Mmm…? —Bargoit no estaba escuchando. Fijó entonces su penetrante mirada en Faolan una vez más—. Un tonto merece una paliza. ¡Tú y tú! —hizo un gesto con la cabeza a dos de los hombres que habían traído al espía de Fortriu hasta allí—. Devolvedlo al lugar donde lo encontrasteis. Dadle una lección, pero no os entretengáis demasiado. Nos encontraremos allí donde el camino se bifurca hacia el norte.

Así pues, finalmente, sería una paliza y dejarlo para que muriera, pensó Faolan mientras volvían a recorrer el camino a través del bosque. No podría enfrentarse a ellos, aunque sólo fueran dos; si lo intentaba, sabrían de inmediato que no era ningún mozo de labranza. Tratar de escapar acarreaba las mismas dificultades. No le importaba someterse a una paliza; pero iba en contra de todos sus instintos. No devolver los golpes era una de las habilidades más difíciles de dominar.

Lo arrojaron sobre la paja junto al muro, con las muñecas atadas todavía. Por suerte tenían prisa; no fue tan afortunada su decisión de utilizar las botas. Cuando se marcharon, Faolan todavía estaba consciente, aún era capaz, vagamente, de reconocer que el episodio de aquella mañana significaba buenas noticias para Bridei. Tenía un dolor punzante en la pierna, la que ya tenía dañada desde la batalla con los lobos el pasado otoño, un dolor que hacía que se le entrecortara la respiración. A medida que se iba alzando el sol y el día se calentaba con los indicios de un pronto verano, Faolan se hizo un ovillo sobre la paja y observó impasible que había una gran cantidad de sangre. Entonces se rindió a la oscuridad.

Breda no estaba lo bastante recuperada como para asistir al funeral de su sirvienta, una pequeña ceremonia privada. Sólo estaban presentes las personas más allegadas a la chica: el padre de Cella, por supuesto, así como Keother y las jóvenes compañeras de la sirvienta. Bridei y Tuala también asistieron. El período de confinamiento oficial tras el nacimiento de Anfreda no había finalizado todavía, pero la reina de Fortriu había hecho saber que sentía un gran dolor por aquella pérdida y deseaba corresponder a la fortaleza del padre de la muchacha ofreciéndole sus condolencias en persona.

Eile lo sabía porque le habían pedido que se quedara con Derelei y Anfreda mientras Tuala asistía al ritual. Dovran estaba de guardia y una de las niñeras también se hallaba presente, pero Tuala había dicho que confiaba más en que Derelei no causara problemas si Eile y Saraid estaban allí. Era un día templado, el jardín estaba lleno de dulces aromas, la lavanda y el romero en flor estaban plagados de abejas y mariposas. Eile se entretuvo arrancando la maleza de los arriates; Saraid y Derelei estaban tendidos boca abajo, uno al lado del otro, mirando el estanque. La niñera había tomado asiento en la puerta de las dependencias de la reina con Anfreda a su lado en una canasta cubierta con una fina tela de batista para mantener alejados a los insectos.

A Eile le gustaba que le pidieran ayuda; le gustaba que le confiaran a los niños reales cuando llevaba tan poco tiempo en la Colina Blanca. El dolor seguía allí debajo. Afloraba cada vez que veía pasar a Dovran por el extremo del jardín privado, en ocasiones con la mirada al frente y expresión severa y una o dos veces volviendo la vista en su dirección con un atisbo de sonrisa. Al menos no lo había ofendido. Él no tenía la culpa de que no pudiera soportar que la tocara.

También se sentía triste por Cella, aunque probablemente fuera demasiado tarde para eso. Fuera lo que fuera lo que ocurría cuando una persona moría, la doncella de Breda ya había pasado por eso. O se hallaba en algún otro reino, o su espíritu había renacido como un nuevo bebé, humano o animal, o empezaba la larga y gradual decadencia para convertirse en polvo y aquella cosa interior que había hecho que sus ojos brillaran, que su piel se ruborizara y que su cuerpo corriera, bailara y montara había desaparecido por completo, apagada con la misma facilidad que una pequeña vela.

Eile arrancó una raíz de achicoria silvestre que había brotado entre los arbustos de espliego y la metió en el cesto. Desherbar era una ocupación extraña. Al fin y al cabo, ¿una mala hierba no era una planta perfectamente buena que sencillamente había decidido crecer en un lugar que casualmente alguien había elegido para otra cosa? La achicoria tenía un uso medicinal; Elda se lo había contado cuando le reveló los secretos de la destilería. La verdad es que parecía una lástima arrancar esas plantas. Al echar raíces allí habían demostrado iniciativa y fuerza. Habían demostrado que eran unas supervivientes. Eile volvió a mirar a Saraid; la niña estaba apoyada en los codos mirando a Derelei, que se hallaba completamente inmóvil con la mirada fija en el agua. «Ella y yo somos como malas hierbas —pensó—. Un par de hierbecitas escuálidas que asomamos la cabeza en un arriate lleno de magníficas flores». La idea la hizo sonreír.

Oyó una tosecilla educada a cierta distancia. Eile se enderezó. Allí estaba Dovran, de pie en el jardín, a unos pocos pasos de ella. Eile se levantó con el corazón palpitándole tontamente.

—Buenos días —dijo el guardaespaldas.

—Buenos días. —Lo mejor era que pensara en aquello como en una oportunidad para practicar su nuevo idioma. No había ningún motivo para temer nada, ninguno en absoluto.

—¿Estás bien?

—Esto… sí. ¿Y tú?

Dovran sonrió. Era posible darse cuenta de que, para alguna otra mujer, el muchacho fuera encantador, amable y atractivo con su largo cabello castaño y su buena dentadura.

—Tengo un mensaje para ti —le habló despacio para que pudiera entenderlo—. Lady Breda quiere verte. Envió a una sirvienta.

—¿Lady Breda? —No parecía probable; precisamente cuando tenía lugar el funeral al que la princesa no había podido atender por encontrarse indispuesta. Eile intentó encontrar palabras para decir, «¿Estás seguro?», o «No puede ser».

—Preguntó si podrías acudir ahora a su alcoba. Le dije a su sirvienta que estabas vigilando a Derelei. Desea verte en cuanto puedas.

—Oh. Gracias.

El muchacho sonrió y arrastró un poco los pies. Su incomodidad resultaba fuera de lugar con su impresionante estatura, su peto de cuero y la colección de armas que llevaba a la espalda: espada, cuchillos, ballesta.

—¿Vas a…? —empezó a decir, y se detuvo para aclararse la garganta—. ¿Vas a ir al banquete de esta noche, Eile?

Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Por un momento se quedó demasiado sorprendida para responder. Entonces dijo:

—Quizá… tenga que estar con los niños otra vez. El rey y la reina… deben asistir al festín.

Dovran asintió con la cabeza de un modo que podía significar cualquier cosa y a continuación reanudó su marcha por el jardín. Eile se lo quedó mirando mientras se alejaba y pensó en Faolan, que le había pedido que no le hiciera su proposición a ningún otro hombre sin hablar primero con él. Bueno, él no estaba, ¿verdad? No había dado señales de que fuera a regresar. Si no volvía nunca, ¿qué se suponía que debía hacer ella? Eile veía que Dovran estaba interesado. Se daba cuenta de que era un buen partido. Precisamente se trataba del tipo de joven al que probablemente debería pedírselo, puesto que había demostrado una reticente amabilidad que sugería que no sería un amante egoísta. La joven hizo una mueca. No se lo pediría nunca…, ni en un centenar de años. El simple tacto de su mano le había bastado para saber lo imposible que resultaba.

Eile se estremeció y se envolvió bien en el manto que llevaba sobre los hombros. Drustan y Ana se habían ido. Habían partido temprano, sin ocultar su vivo deseo de marcharse. La despedida había resultado dura. No hacía mucho tiempo que los conocía, pero se habían convertido en unos amigos muy queridos. Antes de marcharse, Ana le había pedido, en su vacilante escoto, que le dijera a Faolan que esperaba que fuera feliz. Drustan le había pedido que recordara que era la hija de su padre y que Deord estaría orgulloso de ella. Añadió que esperaban verlos a los dos, a Eile y Faolan, en el Valle de la Ensoñación algún día; que a Saraid le gustaría el jardín y los dos pequeños lagos situados cerca de su casa, el Cáliz de Cielo y el Cáliz de Rocío. No parecía haber palabras adecuadas para agradecerles su amabilidad.

—Ahora debemos irnos —había dicho Drustan—. Dile…

Ana había dicho algo en el idioma priteni, demasiado difícil para que Eile lo entendiera.

Drustan había mirado a Eile directamente a los ojos; ella siempre recordaría la brillante intensidad de su mirada, como la de una criatura salvaje.

—Llegará un día en que deberá dejar de correr —había dicho—. Todo ser necesita su refugio, todo hombre tiene el deseo de un hogar.

—Pero ¿y si no puedes encontrar un hogar? —había preguntado Eile—. ¿Y si no sabes cómo es?

—La búsqueda requiere paciencia. Entereza. Un buen sentido de la observación y un corazón fuerte. No tardará en reconocerlo.

Eile no había respondido. En su cabeza, de todos modos, estaba la respuesta: «¿Y qué pasa si yo no lo reconozco?». La seguridad de los muros de la Colina Blanca, la confortable alcoba, la mano de la amistad extendida, incluso por reyes y reinas, eso era un refugio, por supuesto. Pero no era un hogar. No era su casita; Saraid con el gato listado en el regazo, ella cocinando con sus propios cacharros y cuidando de su propio huerto. No era… De alguna manera no estaba completo. «Pides demasiado», se dijo a sí misma. Pero esta mañana había asentido con la cabeza a las palabras de Drustan, contuvo las lágrimas y les dijo adiós con la mano cuando los dos salieron por las puertas de la fortaleza del rey con su modesta escolta y emprendieron su camino cañada abajo.

—¿Eile?

La voz de su hija irrumpió en su ensueño y Eile se acercó al estanque. Saraid estaba sentada en el suelo con Lamento en el regazo en tanto que Derelei no parecía haberse movido en absoluto. Sus ojos estaban fijos en el agua tranquila.

—Derry está triste —dijo Saraid.

Quizá lo estuviera; a Eile le resultaba más alarmante su prodigiosa quietud, asombrosa en una criatura tan pequeña. Por un momento se preguntó si al niño no le habría dado una especie de ataque y alargó la mano para tocarlo, pero hubo algo que la contuvo. Percibió que el niño mantenía un delicado equilibrio, todas sus energías se concentraban en lo que veía, sus oídos eran sordos al mundo en el que se encontraban ella y su hija, la niñera, el bebé, las abejas que zumbaban por el jardín. Él se hallaba tras una pared invisible; tenía un pie en otro mundo.

—No le pasa nada, Saraid —dijo en voz baja—. Tenemos que vigilarlo y esperar. —Esperaba estar en lo cierto; Tuala la había dejado al cuidado de su hijo y el comportamiento del niño era muy extraño. Pero, claro, Derelei y Anfreda no eran como los demás niños. Eile suponía que, con ellos, había que esperarse lo inesperado.

Se sentó en las losas a un par de pasos de Derelei y Saraid se fue acercando. Aguardaron. La niña le cantaba bajito a Lamento una breve canción de cuna que Eile había aprendido hacía mucho tiempo en alguna parte y que había tarareado en voz baja noche tras noche en aquella horrible cabaña de la Colina Nubosa para tranquilizar a su inquieta hija para que se durmiera:

La oveja en el redil, la vaca en el prado.

El sol se pone, rojo y dorado.

El niño en la cuna, el pájaro en el nido.

Sale la luna y todos se han dormido.

Es una canción preciosa, Saraid —dijo Eile—. ¿Lamento está dormida? —La pequeña meneó la cabeza con aire de gravedad.

Lamento está triste. Llora. —Sostuvo la muñeca contra el hombro y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Oh. ¿Por qué está triste?

—Quiere que vuelva Falan.

Fue como un puñetazo en el estómago. Ella creía que Saraid lo había olvidado; había supuesto que unos nuevos amigos y un refugio seguro alejarían de la mente de su hija los recuerdos de aquel largo viaje que hicieron los tres solos por la campiña. ¡Qué estupidez! Las imágenes de aquellos días también seguían vividas y frescas en su memoria; soñaba con ellas cada noche. ¿Por qué iba a ser distinto con Saraid por el simple hecho de que era pequeña? Eile se preguntó qué más recordaría su hija.

Quería decirle «Faolan regresará pronto», pero eso sería alimentar falsas esperanzas. Saraid no debía soportar lo que ella había soportado: interminables años esperando a un ser querido que nunca volvió a casa. Era demasiado cruel.

—Faolan está de viaje —le dijo a su hija.

—¿Falan perdido? —preguntó Saraid.

—No lo sé. No sé dónde está.

—Falan vendrá pronto, Lamento —le susurró la niña a su muñeca, meciéndola de nuevo en sus brazos—. «La oveja en el redil, la vaca en el prado…».

—Podría ser que viniera. —Eile se sintió obligada a corregirla.

Finalmente, Derelei se movió, parpadeó, se estiró y se levantó con una expresión tan extraña en sus grandes ojos azul pálido que Eile sintió un cosquilleo en la nuca. Por un momento pareció totalmente un ser del Otro Mundo. Se llevó las dos manos a los ojos y se los frotó. Al cabo de un instante empezaron a temblarle los labios y el mentón y rompió a llorar.

—Derry está triste. —Saraid estrechó a Lamento contra su pecho y se quedó mirando al niño.

Los sollozos eran tan lastimeros que te encogían el corazón. Eile tomó al niño en sus brazos y lo abrazó con el corazón palpitante. ¿Cuál podría ser el motivo de tan repentino e intenso sufrimiento?

—No pasa nada, Derelei —dijo con impotencia—. Estamos aquí, estás bien. —Le pareció que era la clase de llanto que seguía a una pesadilla: en parte confusión y en parte miedo. Al cabo de unos instantes detectó unas palabras entre los sollozos del niño, aunque por la edad que tenía su vocabulario era escaso. No dejaba de repetir algo que sonaba como «botan» o «botan pedido». Eile no tenía ni idea de lo que eso significaba.

—Eile cantar —sugirió Saraid—. Canción del perro. —Su vocecilla era temblorosa, parecía estar a punto de echarse a llorar por empatía.

Parecía una idea razonable. La canción del perro ya las había ayudado otras veces a salir de unas cuantas situaciones delicadas.

El perrito tiene un hueso; el perrito tiene un hueso.

El perrito va a comérselo y va a volver corriendo a casa.

Saraid dejó a Lamento en el suelo y se puso de pie, lista para la acción. Derelei seguía hipando y sollozando convulsivamente en brazos de Eile.

—¿Preparada? —dijo Eile—. El perrito tiene un… ¡patada! El perrito tiene un… ¡patada! El perrito va a comérselo y va a volver corriendo… ¡patada! Muy bien, Saraid. Ahora Derelei y yo lo haremos contigo —se puso de pie con el niño en brazos; los sollozos se habían calmado un poco—. El perrito tiene un… ¡patada, palmada! —Hacerlo mientras sujetaba al niño requería cierta agilidad—. El perrito tiene un… ¡patada, palmada!

Al cabo de un rato, cuando el número de acciones necesarias llegó a cinco, Eile se dio cuenta de que tenía público: la niñera con Anfreda, ahora despierta, en brazos y, lo que era más embarazoso, Dovran observándola desde más abajo del jardín con una amplia sonrisa en la cara. Bueno, al menos Derelei ya había superado la peor parte de su repentina tristeza. El niño se revolvió para que lo dejara en el suelo y se quedó allí mirando mientras Eile y Saraid terminaban la canción del perro con una enérgica secuencia de patada, palmada, vuelta, sacudida, salto y reverencia.

Lamento ya está mejor —dijo Saraid, que no estaba sin aliento ni mucho menos—. ¿Derry ya está mejor?

Derelei no dijo nada. Algún que otro sollozo sacudía aún su diminuto cuerpo, pero sus ojos ya no veían lo de aquel otro mundo. Eile se agachó para limpiarle la nariz con un pañuelo. Era difícil saber cómo consolarlo; las sencillas palabras que utilizaría con su propia hija, los besos y abrazos parecían servir de algo, pero intuyó una profundidad en aquel renacuajo que superaba con mucho su propia experiencia. No había forma de saber qué era lo que había visto.

Tuala regresó del funeral con aspecto triste y cansado y Eile se sintió un tanto renuente a explicarle lo que había pasado. Lo hizo de todos modos, pues se puso en el lugar de Tuala y reconoció que ella querría saberlo. La reina pareció tomárselo con ecuanimidad.

—Sí —dijo—, ve cosas que la gente común y corriente no puede ver. El agua lo atrae con fuerza y es demasiado pequeño para saber que debería mirar hacia otro lado. Lo único que se puede hacer es asegurarse de que no se caiga dentro y esperar a que vuelva en sí. Lo has hecho bien, Eile. Debería haberte advertido al respecto.

—No dejaba de repetir una cosa. Creo que decía «botan». «Botan pedido». No lo entendí.

Tuala se estaba quitando los zapatos buenos y se acomodaba en un banco para darle de comer al bebé.

—Broichan —dijo la reina—. A menudo habla de su… su profesor y amigo, el druida del rey. Broichan abandonó la corte antes del invierno; nadie sabe adónde fue. Derelei sigue echándolo de menos. Botan pedido… Broichan perdido.

—Parecía mucho peor que una simple tristeza. Estaba consternado. ¿Qué es lo que ve? ¿Una visión de otro lugar? ¿Cosas que están por venir?

Tuala tomó a Anfreda de brazos de la niñera y se la llevó al pecho.

—No sabría decirte —respondió—. Es distinto para cada vidente. Creo que Derelei ve a Broichan, sí. Quiere que su profesor vuelva a casa. Si las visiones son al azar o si mi hijo puede evocar lo que más desea que se le muestre, sólo Derelei puede decírtelo. O podría, si tuviera palabras para hacerlo.

Eile sintió que algo frío le recorría el cuerpo, como un aliento de invierno.

—¡Es tan pequeño! —dijo—. Muy pequeño para tener semejante poder. Si yo fuera su madre, estaría tan asustada… Lo siento, mi señora, no tendría que haber dicho eso.

—Tranquila. Aprecio tu franqueza. Mi hijo me asusta en ocasiones, pero no tanto como pensar que gente sin escrúpulos podría reconocer su singular talento e intentar aprovecharse de ello. Derelei tendrá mucho que ofrecer a Fortriu cuando sea adulto, si puede mantenerse a salvo hasta que aprenda a utilizar su poder.

—Mucho que ofrecer… ¿Como rey, quieres decir?

Tuala sonrió.

—Mi hijo no puede ser rey de Fortriu, Eile. Para los priteni la sucesión real pasa por la línea materna de la familia. Los reyes se eligen entre los hijos de dichas mujeres. La madre de Bridei era prima del último rey, Drust el Toro. Los hijos de Ana serían candidatos, así como los de Breda. También los de mi buena amiga Ferada, cuya madre era otra pariente de Drust. Claro que Ferada jura que nunca se casará ni tendrá descendencia, pero yo no estoy convencida de ello.

—Ayer en los esponsales había un hombre con ella —se aventuró a comentar Eile—. Me parecieron… encariñados el uno con el otro.

—Garvan, el picapedrero real, sí. Quizá pienses que forman una extraña pareja. Son amigos, eso es todo. O al menos eso es lo que Ferada querría que pensáramos. Es una mujer muy decidida y está compensando el tiempo perdido. Su propia escuela; hace mucho tiempo que sueña con que su empresa sea un éxito y con formar a jóvenes que sepan lo que quieren y no tengan miedo de decir lo que piensan. Es un camino difícil. Debe nadar contra una fuerte corriente, pues a muchos de nuestros hombres les resulta extraño su proyecto, incluso peligroso. Yo la admiro enormemente.

Eile no respondió. Una mujer que tuviera la fortaleza de hacer semejantes cosas en contra de la opinión de gente poderosa era una figura digna de respeto.

—Todas nosotras tenemos nuestra propia fuerza —dijo Tuala—. Ahora tendría que dejarte marchar. ¿Querrías dejar a Saraid aquí un ratito con nosotros? Hoy Derelei necesita un compañero de juegos comprensivo.

Eile se dirigió a la parte de la Colina Blanca en la que se alojaban Breda y su primo, el rey de las Islas Luminosas, con su numeroso séquito. Esas dependencias se hallaban en el otro extremo de las cocinas y el gran salón. Recorrió un ancho pasillo de techo arqueado, cruzó una gran puerta y entró en una estancia con tapices de colores vivos en las paredes donde varias de las asistentes de Breda se hallaban agrupadas en torno a una pequeña chimenea, conversando en voz baja. Todas guardaron silencio cuando entró Eile. Por un momento lamentó haber accedido a dejar a Saraid con Derelei; si su hija hubiera estado presente, al menos esas muchachas hubieran sonreído y fingido un buen recibimiento. Por otro lado, supuso que acababan de regresar del funeral de Cella. Quizá el dolor había helado sus sonrisas y les había robado las palabras amables.

Eile detestaba esas cosas. Una parte de ella sabía que era escota y sierva, y que no le correspondía estar allí con esa gente; las miradas de las chicas le dijeron que estaba tan por debajo de ellas que ni siquiera podían despreciarla. Otra parte de ella le decía: «Soy la hija de mi padre; soy fuerte, una superviviente. ¿Qué más me dan un puñado de chicas afectadas?».

—¿Lady Breda quería verme? —Utilizó las palabras que tenía preparadas, haciendo que su voz sonara firme—. Lamento lo de Cella. Es muy triste.

Una de las chicas habló, pero lo hizo tan deprisa que le resultó imposible seguirla. Otras se le unieron. Eile permaneció con las manos juntas detrás de la espalda intentando mostrarse calmada. Aguardó hasta que la conversación, con apartes susurrados y todo, terminó y en el silencio subsiguiente repitió:

—¿Lady Breda quería verme?

—¡Eile! —la llamó una voz conocida desde una alcoba interior.

—Vamos, entra —dijo alguien de mala gana. Al ver que nadie mostraba intención de acompañarla, Eile alzó la barbilla y cruzó la estancia sola, deteniéndose para llamar a la puerta abierta que daba a la habitación en la que, por lo visto, se alojaba Breda.

—¡Por fin has venido! ¿Por qué has tardado tanto? Entra y cierra esa dichosa puerta, las chicas me están volviendo loca con sus gemidos. —Aquel torrente de palabras en escoto fue como música para sus oídos; ahora que Drustan se había marchado no quedaba mucha gente en la Colina Blanca que hablara su idioma con fluidez. No podía acudir al rey o a la reina cuando necesitaba alguien con quien hablar, y Wid se empeñaba en que utilizara el idioma priteni con él. Eile obedeció la orden de Breda.

La chica rubia estaba en la cama, tal como Eile se había esperado. Estaba incorporada con una montaña de almohadas detrás de la espalda y una jarra y una copa al lado, en una mesilla. El dormitorio era amplio, mucho más grande que el que habían compartido Ana y Drustan y que había sido la habitación de Ana en la corte. Aquel lugar daba una sensación de agobio; la luz del sol sólo entraba por una rendija que hacía de ventana y había numerosas velas encendidas en los estantes, junto con una lámpara de aceite que iluminaba con luz tenue los bordados de las paredes, escenas de gente recogiendo bayas, cazando ciervos y navegando en una embarcación achaparrada. Eile sonrió al recordar la travesía por el mar picado en compañía de los monjes. Había resultado muy agradable descubrir que podía ayudar; saber que no solamente era útil, sino que formaba parte esencial de un equipo. Había desembarcado en Dalriada con honrosas ampollas y un dolor de espalda que casi agradeció. Aún podía sentir los cabos en las manos. Todavía veía la sonrisa de Faolan cuando la miraba, una sonrisa alegre y poco frecuente, y la mirada de asombro de Saraid mientras el mar se hinchaba en torno a ellos.

—¡Siéntate! —le ordenó Breda dando unas palmaditas en el cobertor, y Eile se sentó.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó educadamente. De hecho, Breda tenía un aspecto sonrosado y descansado; si la muerte de Cella la había consternado, lo disimulaba muy bien. Tenía los ojos brillantes, pero las manos inquietas; tiraba de la ropa de la cama y daba vueltas a los anillos de plata en sus delgados dedos—. Lamento mucho lo de tu sirvienta —añadió—. Ha sido un suceso horrible.

—Por poco me mato —dijo Breda—. Ese puñetero caballo que me dieron estuvo a punto de hacerme salir despedida. Nunca he pasado tanto miedo en toda mi vida.

—He oído lo ocurrido —dijo Eile—. El rey Bridei te salvó. Debe de ser muy buen jinete, y valiente, además. Me alegro de que no te hicieras daño. Ese chico, Bedo, se fracturó el brazo gravemente.

—Fue Dovran quien efectuó casi todo el rescate —puntualizó Breda con una mueca—. ¡Es tan fuerte! Me cogió como si yo no pesara nada en absoluto —se puso colorada—. Claro que los guardaespaldas del rey son guerreros cuidadosamente escogidos. Son hombres fornidos. Pero él… Sentí su fuerza bruta. Él es algo especial. Me hizo reflexionar…

Eile se abstuvo de hacer ningún comentario.

—¡Bueno! —suspiró Breda—. Supongo que fue una aventura, aunque podría pasar sin las magulladuras. Bridei me hizo volver a montar de inmediato. Me pareció muy desconsiderado por su parte.

Eile pensó que no le correspondía a ella sugerirle a la princesa de las Islas Luminosas que quizá fuera apropiado expresar su dolor por la muerte de su sirvienta o preocupación por la grave herida de un joven de la casa. A menudo Breda parecía una chiquilla de nueve o diez años que creía que todo el mundo debía estar pendiente de ella y obraba en consecuencia.

—No creo que Bridei te hubiera hecho montar si ello hubiera entrañado algún peligro —dijo Eile—. Parece una persona muy sensata. Me pregunto por qué se desbocó el caballo. ¿Hubo algo que lo asustó?

Breda se encogió de hombros.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Parece que todo el mundo piensa que tengo la respuesta para todo; uno tras otro, todos quieren entrar aquí y hacer que se lo explique una y otra vez. Probablemente fuera el estúpido esmerejón de Cella con sus aleteos. Ella no lo dominaba como era debido. Habría que retorcerle el pescuezo. Bueno, Eile, tengo que pedirte una cosa. Creo que probablemente ya te imaginas lo que es. —Los grandes ojos azules se clavaron en ella y arqueó sus cejas perfectamente perfiladas.

—No me lo imagino.

—¿En serio? Me decepcionas. Creía que eras una chica lista. Bueno, ya veo que tendré que exponértelo todo. Sé que lo has pasado mal, siendo tan joven y con una hija a la que cuidar, y tan lejos de casa…

Por un momento de horror Eile se preguntó si Ana o Drustan le habrían revelado parte de su historia a aquella extraña joven; ella no le había hablado de sus orígenes a nadie de la Colina Blanca, ni sobre cómo había conocido a Faolan, ni el oscuro motivo por el que el guardaespaldas principal del rey más o menos la poseía. Entonces se impuso el sentido común. Ni siquiera Ana y Drustan sabían esas cosas; Faolan les había contado que lo había pasado mal, nada más.

—De modo que pensé que alguien debería darte una oportunidad —prosiguió Breda—. Una posibilidad de mejorar.

Eile aguardó. La joven dama parecía estar esperando que lo adivinara. Eile no estaba segura de querer hacerlo. «No necesito mejorar. Estoy bien tal y como estoy». Se contuvo. Si ofendía a aquella muchacha obstinada, seguro que las cosas se torcían.

—¿De verdad que no te lo imaginas? Bueno, Eile, ahora que Cella no está voy a necesitar otra doncella, ¿verdad? Siempre tengo cinco. Tú pareces la persona ideal para el puesto. Tienes que entender que no es un trabajo de criada; es un puesto entre asistente personal, confidente y amiga. Eres joven, eres presentable sin ser demasiado… Hablas escoto, de modo que puedo hablar contigo sin que los demás lo entiendan. Yo lo veo como un gran punto a tu favor. Y ya me caes bien. No te da miedo decir lo que piensas. Detesto a esas chicas calladas y recatadas, son unas pelmazas —farfulló Breda, que dejó de hablar y miró a Eile toda expectante. No parecía posible responder con una simple negativa.

—Olvidas —repuso la joven escota manteniendo un tono educadamente respetuoso— que tengo que cuidar de Saraid.

—¿La niña? ¡Ah, eso no es ningún problema! Aquí hay montones de sirvientas a las que les gusta la pequeña, que es un encanto. Cualquiera podrá vigilarla. Y cuando lleguemos a casa, habrá mucha gente que podrá hacerlo.

—¿Cuando lleguemos a casa? —a Eile se le hizo un nudo en el estómago.

—A las Islas Luminosas, claro. Después de todo, no creo que me quede aquí. Odio este lugar. ¡Imagínate! Sería un nuevo principio para ti. A hay un montón de lozanos pescadores —la sonrisa de Breda parecía casi rapaz—. Te casaríamos en menos de una estación, mira lo que te digo. Tengo mucha habilidad como casamentera. Un nuevo padre para… ¿cómo dijiste que se llamaba?

—Saraid. Gracias, lady Breda, me siento… honrada, pero no puedo aceptar tu oferta.

Una pausa. La expresión de aquellos ojos azules cambió.

—¿Cómo dices? —la voz de Breda adoptó entonces cierto retintín.

—No quiero ofenderte. El hecho es que no podría dejar a Saraid al cuidado de otras personas. No todo el tiempo. Es mi hija. Tengo que asegurarme de que crezca de manera adecuada. Con bondad y ecuanimidad. Con amor. Para que así aprenda a vivir bien su vida.

—No eres la única que puede hacerlo —el tono de Breda fue seco—. La mayoría de niños de alta cuna crecen viendo muy poco a sus madres. La mía murió cuando yo tenía dos años. Luego Ana se marchó. Yo no tuve a nadie.

Eile habría jurado que vio lágrimas en los ojos de la muchacha. Se contuvo de hacer un comentario del estilo: ¡Y mira cómo has salido tú!

—Es muy triste. Yo también perdí a mi madre muy pronto. Por eso quiero estar cerca de Saraid.

—¡Pero tú todavía eres joven! —exclamó Breda—. ¿No quieres divertirte antes de que te salgan arrugas, eches barriga y nadie se digne a mirarte nunca más? Apuesto a que el único hombre con el que te has acostado es ese Faolan del que hablas. Es el padre de la niña, ¿verdad? Tengo que señalar que no parece tener ninguna prisa por volver aquí. Diría que no le podría importar menos. No puedes desperdiciar los buenos años que te quedan cantando nanas y limpiando mocos. Vamos, Eile. ¡Será divertido!

—La cuestión es —repuso ella, que de repente se sintió como si estuviera nadando en algo espeso y tirante, como gachas de sebo de añojo— que yo no cuido de Saraid sólo porque tenga que hacerlo. Lo hago porque la quiero, porque deseo hacerlo. Y no puedo marcharme. No tan lejos, al otro lado del mar y todo eso.

—¿Por qué no?

No había una buena respuesta a esa pregunta; ninguna que estuviera dispuesta a expresar con palabras. No podía decir que Fortriu fuera su hogar. La única familia que tenía allí era Saraid. No podía afirmar que tuviera una verdadera posición en la Colina Blanca, no cuando Ana y Drustan se habían marchado. Lo mejor que podía esperar era convertirse en miembro del equipo permanente de niñeras y asistentas que ayudaban a la reina Tuala y cuidaban de los niños reales. Por muy amables y amistosos que fueron los reyes de Fortriu con los trabajadores de la Colina Blanca, aquella era una posición de sirviente.

—No puedo explicarlo —contestó—. Sólo sé que Saraid y yo tenemos que quedarnos aquí, al menos de momento.

—Entiendo —de pronto Eile vio algo en la mirada de Breda que la alarmó y sintió un escalofrío.

—Lo siento —dijo, deseando profundamente estar en otra parte—. Lo siento mucho. Soy consciente de lo generosa que es tu oferta. Tu hermana también se portó muy bien conmigo. Es una mujer encantadora.

—¡Ah, Ana! —su tono fue desdeñoso—. Bueno, Eile, supongo que debes marcharte. Tendrás cosas importantes de que ocuparte. Cargar con niños pequeños y limpiarles el trasero.

Eile se las arregló para sonreír.

—No todo es trabajo duro —dijo al tiempo que se levantaba y alisaba el cobertor—. También hay diversión y risas. Abrazos, besos y buenos momentos. Cambiarás de opinión cuando tengas tus propios hijos. —Por nada del mundo podía imaginarse a esa chica como madre. Breda era como una niña terca.

—Adiós, Eile —las palabras sonaron frías y distantes—. Gracias por venir a verme. Ahora quiero descansar. —Se arrellanó en las almohadas y cerró los ojos.

Por un momento Eile sintió verdadera lástima por ella. La chica había perdido a su madre siendo muy pequeña, luego a su hermana. Quizá no había tenido a nadie que le enseñara, que se asegurara de que crecía como era debido. Se prometió a sí misma que nunca dejaría que eso le ocurriera a Saraid.

—Adiós, Breda —dijo—. Entiéndelo, no puedo decir que sí. Espero que podamos seguir siendo amigas.

Los grandes ojos azules de la joven dama se abrieron de pronto, sobresaltándola, y su boca se curvó en una sonrisita de suficiencia.

—Pues claro —repuso—. Claro que seremos amigas.

El niño lo estaba llamando. Su vocecilla era temblorosa, como si estuviera al borde de las lágrimas. Los extraños ojos claros eran suplicantes.

El druida veía el conocido y querido rostro en todos los lagos del bosque; oía las palabras en el canto del tordo, en el gorjeo del carrizo. Ven a casa.

Se encaminó hacia el norte, yendo por el bosque durante el día y atravesando el campo abierto por la noche, como lo haría un ladrón. De hecho, se convirtió en uno cuando robó una prenda del tendedero de una humilde casita, una camisa informe y muy remendada que le llegaba hasta los muslos. Cerca de una herrería encontró un cuchillo oxidado en un banco. Al día siguiente, a la sombra de los pinos, se cortó los cabellos enmarañados, dejando la largura de un dedo meñique. El resultado, que contempló en un lento riachuelo bajo el pálido cielo de principios de verano, no fue ni mucho menos tranquilizador. Si el instrumento hubiera estado más afilado, se hubiera afeitado del todo la cabeza. Ahora tenía un aspecto menos parecido a un vidente loco y más a un malhechor fugitivo. No viajaría abiertamente; si lo veían y lo reconocían le ofrecerían caballos y enviarían mensajes a la Colina Blanca, de donde partirían jinetes a su encuentro y lo escoltarían de vuelta. No se trataba simplemente de un viaje del cuerpo, sino de una prueba de la mente y la voluntad, por lo que tenía que emprenderlo a su propio ritmo. Cada paso entrañaba su propio aprendizaje. Cada puesta de sol, cada salida de la luna eran un regalo de los antiguos, un mensaje que tenía que considerar y valorar.

Aquella noche, cuando descansaba en una cama de helechos mientras los pájaros ululaban, gritaban y chillaban en lo alto, las palabras volvieron a él lentamente, palabras que antes habían significado mucho para él. «De todo se aprende». ¿Cuántas veces se lo había repetido a Bridei tras una lección frustrante? ¿Cuántas veces se había recordado a sí mismo dicha sapiencia cuando…? Las imágenes se deslizaron en el espacio que había sido liberado para ellas: él mismo atormentado por la enfermedad después de que un enemigo le hubiera envenenado la comida, luchando para salir adelante, para cumplir con su deber. Bridei desafiándolo, haciéndolo elegir entre la aceptación pública de Tuala y la pérdida del rey perfecto que había dedicado quince años en preparar. Aquel día había aprendido que Bridei era independiente.

Mientras las estrellas aparecían por encima de él, una, tres, siete, un despliegue tan generoso como las campanillas en un claro de primavera, pensó que, sin embargo, aquella no era la única enseñanza resultante de aquel día en Pitnochie cuando su hijo adoptivo salió del bosque, medio ahogado, con Tuala en sus brazos. Había otra lectura, otra interpretación que ninguno de ellos había reconocido. La chica que Bridei había puesto como precio de su reino era hija de Broichan.

Aquella noche no durmió. Permaneció tendido, contemplando el cielo, mientras los recuerdos iban repoblando su mente, uno a uno. Él los consideró a medida que iban acudiendo a su cabeza: la confianza de Bridei, siendo niño, reemplazada por una cautelosa tregua entre ellos; Bridei diciéndole, en efecto, que escucharía a su druida, pero que, como hombre y rey, tomaría sus propias decisiones. Tuala agotada y muerta de frío tras su desesperada huida de Banmerren en pleno invierno, sola. La forma en que él le impidió el acceso a su casa. Tuala, más recientemente, cauta ante su presencia, delicada al exponerle la verdad difícil de aceptar. Tuala confiando en él, a regañadientes, de una manera en que Bridei ya no podía hacerlo. Fola, su vieja amiga… Fola, que había adivinado la verdad, quizá mucho antes que cualquiera de ellos… Le gustaría ver a la mujer sabia. Le gustaría hablarle del invierno y de lo que había experimentado. Le gustaría mucho oír su voz acerba, sus comentarios mordaces y sensatos.

Cuando el cielo empezó a clarear y los primeros pájaros emprendieron el leve y corajudo vuelo anuncio del nuevo día, Broichan se levantó, se enjugó los ojos y buscó raíces comestibles, hongos y hojas que lo mantuvieran con vida un poco más. Había perdido una noche de marcha. Aquel día tenía que pasar desapercibido; había una pequeña aldea cerca de allí y no quería arriesgarse a que lo vieran. Reemprendería su viaje al atardecer.

Pues claro que no tienes que volver a cuidar de los niños esta noche! —exclamó Tuala—. Hoy ya has hecho más de lo que te correspondía y tienes que asistir al banquete… habrá música y baile. Eile hizo una mueca.

—Nunca he bailado de verdad, sólo las tonterías que hago con Saraid, para divertirnos. ¿Estás segura? —La idea del gran salón abarrotado de toda la gente de alcurnia que se alojaba en la Colina Blanca le resultó momentáneamente abrumadora. La mayoría de las veces había comido en el comedor de los niños con Saraid. Además, ¿qué iba a ponerse? Le había devuelto a Tuala la ropa que esta le había prestado para la boda y la que tenía seguro que no era adecuada para la celebración de un rey.

—Elda prefiere no asistir —dijo la reina—. Se cansa fácilmente ahora que está a punto de dar a luz, y Garth estará de servicio. Dice que Saraid puede dormir en sus aposentos con los gemelos, si te parece bien. Derelei y Anfreda ya tienen sus niñeras. Y he buscado un vestido para ti. Debería servir: no es demasiado sencillo ni demasiado ostentoso. Me he fijado en que prefieres no llamar la atención.

—Eres muy amable, mi señora…

—No es nada, Eile. Faolan es amigo de mi esposo, no solamente un guardaespaldas. Yo te veo de la misma manera. Toma, llévate el vestido a tu alcoba y pruébatelo. Si te va bien y te gusta, puedes quedártelo. A menos que de verdad no quieras ir…

—Gracias, mi señora. Iré. —Eile tomó el vestido doblado, de un verde intenso con encaje de hilo de oro en el cuello y los puños. Ante tamaña generosidad, por no hablar de la previsión, difícilmente podía negarse.

—Te habría puesto al lado de Elda en la mesa —dijo Tuala—. Sé lo que se siente al no tener a nadie con quien hablar. Creo que le pediré a Dorica que te siente con Ferada. A ella le trae sin cuidado sentarse en la mesa del rey, aunque tiene derecho a hacerlo por su linaje. Y Wid puede traducir lo que no comprendas. Me ha dicho que prometes mucho. Dijo que aprendías muy deprisa.

—¡Oh! —Eile notó que se ruborizaba de placer—. Es un buen maestro. Bastante estricto, pero hace que las lecciones resulten divertidas. El tiempo pasa muy deprisa.

—Lo sé —repuso Tuala con una sonrisa—. Él nos enseñó a Bridei y a mí, hace tanto tiempo que en ocasiones parece que sea otra vida. Aprovecha bien a Wid, es una especie muy poco común.

—Estoy muy agradecida, mi señora. No es necesario hacer todo esto por mí…

—¡Chsss! Nos alegra tener la oportunidad de hacerlo. Lamento que Faolan no esté para verte con mi vestido verde. Siempre me ha gustado especialmente.

Eile se sintió obligada a ofrecer una corrección.

—Las cosas no son así entre nosotros. Él no se fijaría en este tipo de cosas, ni aunque estuviera aquí —entonces, incapaz de contener las palabras, añadió—: ¿Ha habido algún mensaje suyo? ¿Sabes cuándo va a volver a casa?

—Todavía nada. Espero que sea pronto. Bridei tiene que tomar una decisión respecto a su caudillo de guerra. Le hubiera sido de considerable ayuda tener el informe de Faolan antes de hacerlo, pero parece que no podrá ser. —Entonces, escrutando el semblante de Eile con la mirada, agregó—: No deberías preocuparte sin motivo. Faolan está acostumbrado a salir airoso de las situaciones más peligrosas. Este retraso significa simplemente que su misión se ha complicado o que lo ha llevado más lejos de lo que habíamos previsto.

Eile pensó en la Cuesta del Endrino y en Faolan con una soga al cuello. No había salido airoso de aquello; si ella no hubiera estado allí, ahora él estaría muerto y su familia cargaría con el peso de otra tragedia más.

—Gracias por el vestido —dijo—. Intentaré no mancharlo —y se marchó para dirigirse a sus aposentos.

El gran salón de la Colina Blanca tenía aforo para mucha gente y aquella noche se habían dispuesto tres largas mesas con bancos a ambos lados. Había una mesa más corta en una plataforma elevada situada en un extremo. Esta era para el rey y la reina y otras personas de alcurnia. De unos soportes de las paredes, colgaban numerosas lámparas y una extensión de tejido de colores suavizaba la superficie desnuda aquí y allá. Aunque Eile no conocía a la mayoría de los presentes. Ferada, a su izquierda, y Wid, a su derecha, se mostraron muy dispuestos a indicarle quién era cada cual y a explicarle cómo se desarrollaría la celebración, con la comida festiva en primer lugar, luego un discurso formal de Bridei para reconocer las contribuciones de sus jefes de clan en la guerra contra los escotos del pasado otoño. Después vendría la entrega de obsequios, seguida por la música y el baile que Tuala había mencionado.

Garvan, el picapedrero real, estaba sentado enfrente de Wid. Eile se preguntó si esto sería casual o se había hecho con la intención de permitir que Ferada y él intercambiaran palabras y miradas sin que se les identificara como pareja. Su amistad la intrigaba. Pensaba en las tres chicas, Tuala, Ana y Ferada, juntas en el establecimiento de Fola en Banmerren y en el hecho de que las tres parecían haber desacatado abiertamente las convenciones y amoldado las normas para seguir cada una su propio camino al crecer. Estaba Tuala, una forastera, una hija de los Seres Buenos, casada con Bridei y convertida en reina de Fortriu. Ana había elegido a un hombre de cualidades insólitas como futuro padre de sus hijos y había viajado lejos de su hogar. Y estaba la cuestión de Ana y Faolan, que Eile todavía no acababa de entender. Ferada era la más admirable de todas: una mujer que estaba decidida a dejar su impronta. Garvan hacía la situación más interesante todavía. No había duda de que un picapedrero no se consideraba adecuado para una mujer de alta cuna como Ferada. De todos modos, ellos se miraban con la ternura de los enamorados. Se contemplaban con una expresión que era una lección en sí misma. Eile sintió una punzada de envidia.

—¡Que la Brillante nos guarde! —comentó Ferada entre dientes—. Mira quién está ahí —su mirada se había desviado hacia la mesa del rey, donde acababa de aparecer Breda, con su cabellera dorada peinada en una elaborada corona de trenzas y su esbelta figura ataviada con un vestido de un intenso azul claro, el color de sus ojos. Tenía un aspecto interesantemente pálido y tuvo que sujetarse en el respaldo de la silla antes de tomar asiento junto a Keother. Incluso él pareció sorprendido.

—Demasiado enferma para acudir a la boda de su hermana —murmuró Ferada—, demasiado consternada para asistir al funeral de su amiga, pero lo bastante bien para presentarse a este evento. Me pregunto si se levantará para bailar.

Esa no fue la única sorpresa. En la mesa había un espacio vacío al lado de Garvan; Eile se preguntó quién había decidido no asistir al banquete. Cuando trajeron el primer plato, pescado al horno con puerros y cebollas, apareció Dovran, que no iba ataviado con el cuero y el hierro de su trabajo diario, sino con una túnica y unos pantalones de lana de color rojo oscuro y el cabello sujeto con un cordón, y tomó asiento en el lugar vacante, justo enfrente de Eile. Le ofreció su tímida sonrisa.

—¿Te han dado la noche libre? —le preguntó Garvan. Era un hombre poco agraciado, en efecto, con un rostro cuadrado, de mandíbula prominente, y unas manos grandes. Pareció un poco desafortunado que ahora estuviera sentado al lado del hombre más apuesto del salón.

Dovran asintió con la cabeza.

—Ordenes del rey. Garth se ocupa del trabajo. Me alegraré cuando vuelva Faolan; rara vez tengo la noche libre. —Luego, tras una pausa, añadió—: El verde te favorece, Eile —lo dijo con incomodidad. Resultó evidente que necesitó hacer acopio de coraje antes de hacerlo.

—Gracias —masculló ella, evitando su mirada—. Mi señora, ¿quién es ese hombre tan alto lleno de tatuajes? Parece que va vestido con pieles de gato.

—Es un jefe de clan de los caitt —respondió Ferada en escoto—. Umbrig. Combatió en la guerra, en nuestro bando. Ahora vive en Dalriada… ¿Sabes dónde está eso?

—Faolan y yo pasamos por esa región.

—Claro. Umbrig se hizo cargo de una fortaleza escota allí; supervisa al antiguo rey de ese territorio, que se halla bajo custodia en Dunadd. Los caitt son unos guerreros feroces. Drustan es una notable excepción.

—¿Quiénes son las personas que llevan esa ropa de colores tan vivos? —Eile había visto a una mujer, a un niño y a varios hombres en la mesa de al lado, todos con prendas de un vistoso tejido multicolor a cuadros y rayas.

—Habla en tu nuevo idioma —le ordenó Wid desde su sitio, al lado de ella—. Si no tienes palabras, ya te ayudaremos. ¿Un poco de pescado? Detecto ajo en abundancia; será mejor que todos tomemos una ración.

—Esas personas son la esposa e hijo de un jefe de clan que murió en la guerra, Ged de Abertornie —dijo Ferada—. Varios hombres de su casa han venido con ellos. La gente de Ged es muy leal y la muerte de este no ha hecho más que consolidar ese sentimiento. Estaba muy unido a Bridei. Hubo muchas muertes, muchas pérdidas. Esta noche no puede ser únicamente de celebración.

—Para ti —se aventuró a decir Dovran mirando a Eile—, debe de resultar difícil. Confuso.

Por un momento ella no estuvo segura de a qué se refería. Luego cayó en la cuenta y se esforzó por encontrar palabras en el idioma priteni.

—Sí, soy escota…, pero en casa no sabía nada de la guerra…, nada de todo esto… —se sintió obligada a sonreír, pues con su comentario, el muchacho había demostrado una sensibilidad que la sorprendió—. ¿Tú luchaste en la guerra? —le preguntó.

—Sí. No como guardia del rey. Me eligieron para este puesto después. Sólo se llevó a uno de sus guardaespaldas a Dalriada, y ese hombre cayó en batalla.

Eile dio gracias a los dioses en silencio de que Faolan no hubiera participado en esa guerra. Luego se retractó, pues el hecho de pensarlo parecía menospreciar la valía del hombre que había muerto. La guerra era una estupidez. Un terrible desperdicio. Por cada héroe al que honrarían y recompensarían aquella noche probablemente hubiera cincuenta que no habían vuelto a casa.

No le fue posible comer mucho, aunque a un suntuoso plato seguía otro: ternera, sopa, manitas de cerdo, gelatina de verduras, budines y frutas en conserva.

—Comes como un pajarito, Eile —dijo Wid, que estaba aprovechando al máximo aquel festín.

Ella sonrió, pero no dijo nada. Difícilmente podía explicar que cuando habías pasado años y años con una dieta de casi nada, no necesitabas un banquete para satisfacerte, bastaba sólo con una pequeña cantidad. Su cuerpo ya había reaccionado a la mejora en la alimentación. El espejo no le mostraba a una chica escuálida, sino a una mujer delgada y bien formada. Su menstruación, que no había visto durante años tras el nacimiento de Saraid, había reaparecido regularmente: una molestia, pero buena, pues evidenciaba que sus ritmos corporales habían sobrevivido a ese período de privaciones. De degradación. Teniendo a Dovran frente a ella, mirándola con admiración, intentaría por todos los medios no pensar en ello.

Cuando finalizó el banquete y la multitud allí reunida estaba relajada en sus asientos con copas de cerveza o aguamiel en la mano y todo un surtido de dulces frente a ellos, el rey Bridei se puso de pie, flanqueado por sus principales consejeros, el alto y moreno Tharan y el canoso Aniel, de aspecto cansado.

—Amigos míos y honorables invitados —empezó a decir el rey—, esta es una noche de luz y oscuridad, de feliz celebración y profunda tristeza…

Eile no comprendió muchas de sus palabras, aunque Wid y Ferada le tradujeron algunos fragmentos en voz queda. Ella dejó vagar su mente de vez en cuando mientras la voz de Bridei, cálida, confiada y en ocasiones casi íntima, como si no hablara a una multitud sino a cada uno individualmente, mantuvo a su auditorio subyugado. Eile observó sus rostros y vio en ellos la mezcla de alegría y dolor que el rey había mencionado, el reconocimiento de que la victoria y la muerte iban de la mano. Al cabo de un rato pudo distinguir aquellos rostros menos cautivados por el indudable don que tenía el rey para la oratoria pública. Keother, rey de las Islas Luminosas, sentado en la mesa principal: distante, comedido, cauteloso. Breda: aburrida y contrariada. Entre los jefes de clan que se hallaban sentados en silencio con los ojos iluminados por la esperanza y la lealtad que evocaban las palabras de Bridei, había uno o dos cuyos semblantes mostraban escepticismo, irritación o duda.

—¿Quién es ese? —susurró Eile—. ¿Y ese otro? —Le dijeron los nombres y Ferada le dirigió una mirada totalmente sabedora.

—No los tiene a todos en la palma de la mano —murmuró la hija de Talorgen—. Todavía no. Y aún tiene que anunciar una cosa, que es lo que ellos están esperando.

No obstante, primero fueron llamados todos los jefes de clan, que se acercaron uno a uno para recibir el agradecimiento de Bridei en persona y un obsequio. Aniel sostenía un cofre; Tharan se hallaba de pie junto a una mesita en la que había dispuestos objetos de mayor tamaño. A cada uno de ellos se le entregó un obsequio, piezas de joyería, prendas de calidad o armas. Lo que a Eile más le gustó fue cuando el niño vestido de colores vivos, con su madre al lado, fue a recibir el agradecimiento en nombre de su padre muerto. Tendría quizá unos diez años. Bridei lo besó en ambas mejillas, formalmente, y le habló de hombre a hombre. Su obsequio fueron un par de enormes perros de caza, unas formidables criaturas lanudas de noble elegancia. El chico se mostró digno. Le dio las gracias al rey con unas palabras corteses y una inclinación de la cabeza. Cuando se dio la vuelta para alejarse, fue cuando Eile vio que cruzaba la mirada con su madre y le sonreía con puro gozo.

El guerrero caitt grandote con su capa de numerosas pieles pequeñas recibió un pesado brazalete de plata. Avanzaron muchos otros, todos recibieron su felicitación y Bridei habló con cada uno de ellos como si fuera un viejo y querido amigo. Eile miró a Tuala, sentada en la mesa elevada en lo que era su primera aparición ante la corte desde el nacimiento de su hija. La reina iba vestida de color gris paloma. Sus rizos oscuros y sueltos estaban en parte ocultos por un velo corto y vaporoso; sus grandes ojos miraban atentamente a su esposo mientras este pronunciaba su largo discurso y cumplía con los agradecimientos personales, ofreciendo a cada uno de aquellos hombres el respeto que se le debía por su coraje y sacrificio. A Eile le dio la impresión de que Tuala vivía cada momento con Bridei y que, de alguna manera, le prestaba su propia fuerza para que él pudiera continuar. Volvió a pensar en Faolan presa de la desesperación, en Faolan a punto de rendirse a la oscuridad y en cómo su grito lo había salvado.

Se entregaron los obsequios. La gente empezó a moverse de nuevo, las jarras y las copas tintinearon y el murmullo de las conversaciones volvió a alzarse en las mesas.

—¡Silencio para el rey! —gritó alguien con un vozarrón.

Bridei habló y dijo algo sobre música y baile que Eile sólo pudo traducir a medias, y entonces Wid se inclinó hacia ella y le susurró:

—Te haré una traducción aproximada de la siguiente parte; será una arenga importante. Ahora levántate, el rey nos pide que honremos a los caídos en la guerra del año pasado.

Se pusieron de pie. El silencio fue tan absoluto que Eile creyó oír los latidos de su corazón.

—Gracias —dijo el rey con seriedad—. Por último, tengo que hablaros de un asunto. Mi pariente, Carnach del Recodo del Espino, que sirvió con gran entusiasmo como mi jefe de guerra en nuestra empresa, no puede estar con nosotros esta noche. Es evidente que algo ha retrasado la reanudación de sus responsabilidades en Caer Pridne, donde tenemos concentrado el núcleo de nuestras fuerzas combativas, dispuesto para volver a entrar en acción en caso de que surgiera una nueva amenaza. Soy consciente de que, tras un gran triunfo, hay que permanecer alerta. Fortriu tiene muchos enemigos y debemos mantener los ojos abiertos y las armas afiladas. Por este motivo, y porque no sé cuándo podrá regresar con nosotros Carnach, esta noche nombraré a otro jefe de clan como jefe de guerra en su lugar.

Un suspiro general recorrió el salón. Wid le susurró a Eile al oído:

—Llevan mucho tiempo esperando esto, desde que se iniciaron los rumores de la defección de Carnach y de una posible rebelión. Bridei no quiere hacerlo, pues significa reconocer públicamente que cree que los rumores tienen cierto fundamento. Sin embargo, al no haber noticias sobre lo que está haciendo exactamente Carnach, el rey debe hacer el anuncio esta noche. Retrasarlo más le haría parecer poco resuelto.

—¡Chsss! —exclamó entre dientes un hombre sentado a la mesa sólo un poco alejado de ellos y al que Ferada miró con altanería.

—He invitado a Talorgen del Pozo del Cuervo a ocupar dicho puesto y él ha accedido —dijo Bridei con calmada seguridad. Eile se alegró al descubrir que comprendía el discurso más de lo que se había esperado; sólo necesitaba que Wid le tradujera las partes más complicadas—. Confío en su capacidad —siguió diciendo el rey—. Es un guerrero con una gran experiencia. De su mano perfeccioné mis propias habilidades en el combate armado; bajo su liderazgo participé en mi primera batalla. Os pido que reconozcáis mi elección y espero que la apoyéis sin reservas. Talorgen entrenará a los hombres en Caer Pridne durante el verano en previsión de ciertas posibilidades. Le agradezco su buena disposición a la hora de asumir esta pesada tarea. Después del derramamiento de sangre del pasado otoño, todos nosotros albergamos la firme esperanza de tener una estación de paz y tiempo para reconstruir. Fue con esa esperanza que tomé la decisión de no presentarme como candidato al trono de Circinn. Sé que dicha decisión no es del agrado de todos mis jefes de clan. Podéis estar seguros de que comprendo los problemas a los que nos enfrentamos en nuestras fronteras. Conozco la necesidad de mantener una fuerza de guerreros muy bien entrenados y dispuestos para la batalla. Talorgen es el hombre que estará al frente de esa fuerza. Si vuelve a estallar la guerra, estaremos preparados.

Eile se sobresaltó cuando, en lugar de aplausos y palabras de aprobación, un coro de gritos, desafíos y objeciones estalló en el salón y los hombres alzaron la voz para protestar: «¿Por qué no se ha hecho en asamblea abierta?», «¿Por qué no votamos?», «¡Elige a alguien más joven!», «¿Qué me dices de Morleo?».

Aniel, el consejero real, que no era un hombre alto, se puso de pie y alzó la mano. El salón quedó en silencio; la autoridad de Aniel era muy respetada. Talorgen ya se había levantado y se hallaba en la cabecera de una de las largas mesas con su hijo menor al lado. Ferada había empezado a morderse las uñas y, frente a ella, su amigo Garvan murmuró:

—Él ya sabe lo que tiene que decir. Todo irá bien.

—Debo aclarar —dijo el jefe de clan del Pozo del Cuervo— que accedí a asumir estas obligaciones con ciertos requisitos. Confío en que, cuando os los explique, vuestras preocupaciones se aliviarán. Podéis estar seguros de que si el puesto de caudillo de guerra queda disponible a largo plazo, la elección del cargo se realizará en sesión abierta y que cualquiera que se considere digno de tener en cuenta tendrá la oportunidad de presentarse.

—¡Explícate! —gritó alguien. Inmediatamente se alzó otra voz en contra de la primera:

—¡Cállate! ¡Talorgen es la mejor elección en cualquier caso! —El primer hombre lo abucheó y Eile vio que Ferada palidecía. Puso su mano sobre la de ella. La directora de la escuela de Banmerren podía parecer amedrentadoramente capaz, pero era a su padre a quien estaban atacando públicamente.

—He accedido a ocupar el puesto sólo hasta que Carnach regrese o hasta que el rey Bridei decida que es momento de nombrar a un sustituto permanente —dijo Talorgen—. No obstante, desempeñaré mi nuevo cargo con toda la energía y dedicación que pueda ofrecer. —A él también se lo veía pálido. El padre de Ferada era un hombre apuesto a pesar del toque grisáceo en su cabello rojizo, pero aquella noche resultaba evidente que estaba intranquilo.

—Está preocupado por los chicos —dijo Ferada entre dientes—. Sobre todo por Bedo. Es demasiada carga para mi madrastra. En realidad, padre no quiere hacerlo.

—Todo esto está muy bien —terció alguien por encima de un continuo murmullo de malestar—, pero ¿dónde está Carnach? Eso es lo que todos queremos saber. Los hombres necesitan seguridad, no medidas a corto plazo. Todos la necesitamos después de una guerra.

—Si queréis saber mi opinión —intervino otro—, ahora es el mejor momento para nombrar a ese sustituto permanente.

—¡Cállate! —gritó alguien desde más abajo—. ¿Qué intentas hacer? ¿Desafiar al rey?

Se hizo un silencio incómodo.

Keother de las Islas Luminosas se puso de pie y todas las miradas se volvieron hacia la mesa principal.

—En realidad —dijo Keother al tiempo que se pasaba la mano por su mata de pelo rubio—, un banquete de celebración no es precisamente la ocasión para un debate tan… enérgico. El rey Bridei ha tomado su decisión. Ahora no es momento de desafiarla. Si ha nombrado a Talorgen aquí presente, estoy seguro de que él hará un excelente trabajo.

Ferada dijo algo entre dientes.

—No hay duda de que con el tiempo, quizá dentro de relativamente poco —siguió diciendo Keother con soltura—, se seguirá un proceso como es debido y se realizará un nuevo nombramiento. Todos hemos oído lo que dice la gente sobre Carnach del Recodo del Espino. En una época de semejante amenaza, lo que hace falta es un dirigente firme. Uno que no se acobarde ante las decisiones difíciles.

—¿Cuándo empieza el baile? —una cascada de risas siguió a esta pregunta que había planteado Umbrig de los caitt con voz de trueno.

—Gracias, Umbrig —dijo Bridei con ecuanimidad—, por recordarnos por qué estamos aquí: principalmente para celebrar la victoria y el valor. Ya habrá tiempo de debatir este otro asunto. Os lo prometo. Y os aseguro que no se discutirá antes del momento adecuado. Elegir un camino basándose en rumores y conjeturas es decisión de un idiota impulsivo.

—En tal caso, ¿por qué no consultar los augurios? —terció Keother, que evidentemente no había terminado todavía—. Deja que los dioses te aconsejen.

—Esto es un golpe bajo —susurró Wid.

—Tú eres una persona de profunda fe, mi señor rey —continuó Keother—. ¿No debería ser el Guardián de las Llamas quien tuviera la última palabra en este asunto?

En aquel momento, un hombre excepcionalmente atrevido, o estúpido, exclamó desde algún lugar de la tercera mesa:

—¿Dónde está el druida real, entonces? ¿Dónde está Broichan? ¡Pregúntale a él qué es lo que opina!

—¡Ya basta! —la voz de Bridei tenía un timbre que cortó el comentario igual que un hacha afilada parte un pino seco—. Hemos terminado. Que los músicos empiecen su trabajo, pues ya es hora de dejar de lado los asuntos importantes durante un tiempo. No dudéis que escucharé las preocupaciones de todos a su debido tiempo, pero esta noche no. Hemos esperado mucho para celebrar.

La gente se levantó; los criados empezaron a retirar los bancos y las mesas. En medio de aquel agolpamiento de personas se vio a Ferada que se acercaba a su padre y hablaba con él para tranquilizarlo en tanto que Garvan se quedaba por allí cerca, guardando una decorosa distancia. Wid se levantó más lentamente; Eile le ofreció el brazo. Al cabo de un instante Dovran se puso al otro lado del erudito e hizo lo mismo.

—Todavía no chocheo, jovencitos —se rio Wid—. Pero sí que es cierto que prefiero un asiento cómodo; mi época de correr y brincar ha terminado. Dejadme al lado de Fola y de su mujer sabia que están allí en el rincón. Ellas me tendrán entretenido. Ahora id y divertíos, que es lo que el rey quiere. A ver cómo bailáis vosotros dos. Apuesto a que eres muy ágil, Eile.

«Es un reto —pensó ella con gravedad—. Deja que Dovran te tome de la mano, deja que te toque la cintura, convence a todo el mundo de que te lo estás pasando maravillosamente bien. Y ten la esperanza de convencerte a ti misma». La música era buena, aunque no es que tuviera mucho con que compararla. Creyó recordar una boda o algo parecido en casa de Brennan en la Colina Nubosa. De eso hacía mucho tiempo. Quizá tanto que su padre había estado allí y su madre todavía era capaz de sonreír. Había un pequeño instrumento arqueado que tenía un sonido chirriante y un tambor de piel de cabra —ese sí le gustó—, y una flauta de caña, aguda y estridente. Creyó recordar que se levantó para bailar y que alguien —¿Deord tal vez?— le decía con una sonrisa de aprobación: «¡Esta es mi chica!». Estos músicos estaban muy por encima de aquellos otros, tanto como el sol lo está de una pequeña margarita amarilla en un campo. La flauta vibraba y silbaba, el tambor hacía que la gente diera golpecitos con los pies en el suelo. También había un arpa. Ese fue el instrumento que más le gustó a Eile, pues emitía un tipo de música mágico, como una voz de un mundo de hadas. Le hizo pensar en Derelei y en sus visiones en el agua.

—¿Quieres? —le preguntó Dovran tendiéndole la mano.

—Yo… no sé… los pasos. Nunca lo he hecho… antes.

—Yo tampoco —respondió él con una sonrisa.

Eile quedó desarmada.

—Entonces supongo que tendremos que pisarnos —comentó en escoto, y le hizo una demostración de lo que quería decir, lo cual hizo reír al muchacho. A continuación le había tomado la mano y se dirigieron hacia el remolino de parejas.

«Es posible —se dijo Eile— soportar su tacto. Si me concentro en otras cosas puedo hacerlo. A duras penas. Me pregunto si Faolan sabe bailar».