Faolan estaba sentado en un rincón oscuro de la taberna del Puente del Espino con una jarra de cerveza en las manos, observando y escuchando. Su misión lo había llevado lejos, hacia el sudeste, cerca del Recodo del Espino, el territorio natal de Carnach, y aún más cerca de la frontera con Circinn.
Conocía al hombre que dirigía esa posada; tiempo atrás había visto la ventaja de hacerse amigo de ese tipo. Cada vez que pasaba por allí se aseguraba de llevarle un pequeño pago en plata.
Allí no había ninguna aldea, sólo el puente y la posada, además de una o dos granjas próximas. Era un paraje agradable, una campiña ondulada salpicada de árboles; las ovejas que pastaban en esos campos tenían un aspecto sano y rollizo. Por el ancho valle corría el río Espino, un ancho curso de agua que señalaba, en líneas generales, la división entre los dos principales reinos de los priteni: Fortriu y Circinn.
En el puente confluían tres caminos. Uno de ellos iba hacia el sur, al Recodo del Espino, otro al noroeste en dirección a Caer Pridne. El tercero se dirigía hacia el este y penetraba en Circinn, donde desembocaba en otro camino que llevaba a la corte de Drust el Verraco. O, al menos, a la que había sido su corte, pues ahora había otro monarca en ese reino, el hermano de Drust, Carnet. Esto era lo que Faolan había averiguado de los viajeros que pasaban por allí y se detenían a tomar una copa, comer algo y tener la oportunidad de reposar los pies cansados o los caballos agotados. La posada del Recodo del Espino era el lugar perfecto para recabar información. Faolan llevaba allí varios días. En ocasiones le echaba una mano al posadero con esto o aquello para ganarse una cama en los establos —los pagos en plata eran más para que mantuviera la boca cerrada que para comida y alojamiento— y otras veces, como ahora, se limitaba a permanecer allí sentado. Se había cortado el pelo muy corto y había dejado de afeitarse desde que salió de la Colina Blanca. Llevaba una ropa sencilla de trabajador. Podría haber sido cualquiera. Cuando era necesario hablar utilizaba un acento neutro basado en Garth, una voz que lo identificaba como hombre de Fortriu y sin nada en particular que indicara su territorio natal o la posición de su familia. De momento nadie le había preguntado a qué se dedicaba. La gente no solía detener la mirada en él. Era una invisibilidad muy estudiada.
Pequeñas bandas de hombres armados recorrían los caminos viajando a una u otra parte. Por mediación de aquellos que no eran demasiado reservados y de los comerciantes y habitantes rurales, Faolan se había enterado de que Garnet era ahora rey de Circinn y de que Carnach había pasado por allí hacía algún tiempo rumbo a la corte del nuevo rey. Era raro hacerlo tan abiertamente, pues el jefe de guerra de Fortriu era un hombre astuto. Allí había algo que no cuadraba.
Faolan miraba fijamente su cerveza intacta, observando los dibujos que formaba mientras él hacía girar la jarra entre las palmas. Necesitaba algo más. Otro día, se quedaría allí un día más, y si no lograba nada concluyente, tendría que cruzar la frontera y dirigirse él mismo a Circinn. Los rumores apuntaban a una sombría posibilidad, y si resultaba que no era infundada, él tenía que asegurarse de ello antes de transmitirle la información a Bridei.
Faolan se estremeció y dejó la jarra de cerveza. Una rebelión; quizá otra guerra. Si ocurría, no iba a ser como la última vez, cuando el rey lo había enviado fuera a escoltar a Ana para que no tuviera que luchar. Aquel viaje había resultado ser tan oscuro y peligroso que tanto él como Ana habían salido de ello siendo personas distintas. Y luego Bridei lo había mandado a casa. A su casa. Otra aventura, extraña, aterrorizadora, llena de sorpresas. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Eile y su horca; Eile aferrada a aquel dichoso puente. La sonrisa se desvaneció. Eile toda cubierta de sangre. Saraid colorada de fiebre, con la respiración áspera en su pequeño pecho. Eile pidiéndole… No, no iba a pensar en eso. Aquel tema llevaba persiguiéndolo en sueños más noches de las que recordaba y quería desprenderse de él. Cuando regresara a la Colina Blanca, ella ya no estaría allí, eso era indudable con aquella misión que lo había llevado tan al sur y cuya información tardaría tanto en llegar. Se habría ido, y Ana también. Era lo que él quería. Era lo mejor para todos. Si volvía a haber una guerra, en esta ocasión entre Fortriu y Circinn, no habría ninguna razón posible para que Faolan no estuviera al lado de su patrón, protegiéndolo. Podía hacer uso de sus habilidades con los mejores. Si él iba, Garth podría volver a quedarse y sobrevivir; Garth, que tenía esposa e hijos que lo necesitaban. A Faolan no lo necesitaba nadie. Podía ser un guerrero perfecto, sin motivo alguno para temer a la muerte.
Por un momento se permitió imaginarlo: muriendo heroicamente como Deord había hecho, rodeado de enemigos abatidos. Luego hubo algo que le hizo levantar la mirada y vio a Deord sentado frente a él en la tosca mesa de la posada, con los brazos musculosos cruzados y unos ojos serenos clavados en él con expresión interrogante. «¿Lo has olvidado? —susurró el guerrero espectral—. Me lo debes. Ya sabes cuál es el pago. Vive tu vida. Vívela por todos aquellos que nunca salieron de la Sima». Y cuando la figura se desvaneció, Faolan oyó la voz de en su cabeza, un grito: «¡Faolan! ¡Hemos venido a buscarte!». Sintió el picor de las lágrimas en los ojos. Si alguna vez había habido un héroe oculto en él, estaba claro que ese hombre ya no estaba. No quería ir a la guerra.
—De momento lo he hecho muy mal, amigo —le susurró al desaparecido Deord—. Rompí una promesa. Dos promesas. —Le dijo a Eile que la estaría esperando cuando ella y Saraid llegaran a la Colina Blanca. Luego la había dejado sola otra vez. ¿Qué fue lo que le había dicho en Erin? «Estaré aquí hasta que ya no me necesites».
De todos modos, con Ana y Drustan estaría segura. Sería más feliz, tendría más posibilidades de llegar a ser alguien. ¿Qué más se suponía que tenía que hacer? Él era el hombre de Bridei; esta era su vida, una misión tras otra, una existencia configurada por viajes, riesgo, muerte repentina y situaciones peligrosas. Eso era lo que hacía. Era lo único que hacía y se le daba bien. Bridei lo necesitaba. No le podía fallar al rey.
Faolan permaneció allí sentado un rato más, con la mirada perdida en la oscura extensión de la taberna, que estaba vacía, salvo por el propietario de la posada, que estaba barriendo. Faolan intentó evitar que su mente se moviera en círculos improductivos. En aquel momento lo único que importaba era la misión de Bridei. Había tomado su decisión en Pitnochie, cuando habló con Ana y Drustan. Lo había vuelto a hacer cuando no pudo reunir la voluntad suficiente para dejarle un mensaje a Eile en la Colina Blanca. ¡Una cosa tan sencilla! «Me han mandado fuera. Lamento no estar aquí como prometí». Y quizá: «Espero que seas feliz en el Valle de la Ensoñación». Lo tenía en la cabeza, todo dispuesto. Pero ¿a quién podía decírselo? ¿Faolan, el asesino y espía del rey, el hombre tan misterioso y reservado que la gente lo consideraba incapaz de poseer sentimientos, de repente tenía como compañeras de viaje a una joven y una niña pequeña? ¿Les dejaba mensajes personales? Se imaginaba las cejas enarcadas, las sonrisas de suficiencia, las conjeturas. Ni siquiera fue capaz de decírselo a Bridei, quien hacía tiempo había intentado convencerlo de que no era ese profesional inmune de duro caparazón. Para seguir adelante, para hacer lo que su trabajo requería de él, debía ser ese hombre. Para hacer las cosas que tenía que hacer, debía desterrar la idea de llevar un tipo de vida distinto. Los sentimientos amables hacían vulnerable a un hombre. Lo dotaban de puntos débiles de los que alguien se podría aprovechar. Un hombre cuyo oficio se basaba principalmente en conspiraciones y subterfugios, en artimañas y muertes repentinas, al final debía seguir caminando solo. Intentar lo contrario era poner en terrible peligro a sus seres queridos. De no haberlo sabido, quizá se hubiese quedado en el Paso del Violinista. Eile habría sido feliz allí.
Recuperó la sonrisa al recordarla en la mesa, con su cabello pelirrojo recién lavado y brillante bajo la luz del sol que entraba por la gran ventana; se la imaginó con el vestido azul que Líobhan le había dado, cuyo color vivo realzaba su palidez. «Come despacio, Saraid», la oyó decir, y vio a la niña, con sus ojos grandes y solemnes, que rompía el pan en diminutos trozos uniformes.
Faolan se puso de pie y se dirigió a la puerta, pues de pronto se sentía incapaz de quedarse quieto. La lógica no tenía cabida en este argumento. La lógica no podía explicar el doloroso vacío de su interior. No podía explicar los sueños.
Pasó otra noche y, como no llegaron más noticias, Faolan abandonó el Puente del Espino y se encaminó a Circinn. No fue por el camino, sino por una ruta encubierta, unas veces a pie, otras subido a la carreta de alguien que se ofreció a llevarlo, siempre viajando aproximadamente hacia el sudoeste. La información que recabó por el camino estaba llena de contradicciones. Esperaba no tener que infiltrarse en la propia corte del sur. Aquello le estaba llevando demasiado tiempo cuando se esperaba la llegada a la Colina Blanca del influyente cristiano, Colm, antes del verano y el druida del rey seguía ausente de la corte. Faolan quería que aquel asunto de la rebelión saliera a la luz antes de tener que enfrentarse al nuevo desafío. Si Carnach planeaba una revuelta, que así lo declarara. Si ahora se había aliado con Circinn y había decidido unirse al nuevo rey, que lo anunciara para que todos pudieran oírlo. Si tenía que haber guerra otra vez, que al menos esos conspiradores tuvieran la decencia de permitir que Fortriu recuperara el aliento antes de asestar el primer golpe.
Dejó a Eile en un rincón de su mente y a Saraid con ella. Se dio cuenta de que no podía desterrarlas del todo, pues tenían la costumbre de reaparecer de vez en cuando en forma de breves y vívidas imágenes o fragmentos de conversación. Faolan dejaba pasar esos momentos e intentaba no pensar demasiado en ellos. Lo peor eran las noches.
Soñaba. A menudo se despertaba inquieto, con el cuerpo caliente y duro de deseo y tenía que darse un chapuzón en un frío arroyo o emprender una furiosa tanda de actividad física para sofocarlo. Hubo un tiempo en que la imagen de Ana lo había atormentado de la misma manera, una época en la que su princesa de cabellos dorados había penetrado con frecuencia en su sueño, encantadora e intocable como un hada de un antiguo relato. Para su asombro, aquello había cambiado desde el momento en que la vio en Pitnochie, entristecida por su reciente pérdida, pero inmensamente satisfecha con las decisiones que había tomado. Lo que antes había sido una pasión que amenazaba con poseer su mismísima alma se había convertido, sin que él fuera consciente de ello, en un sentimiento mucho más tranquilo y menos peligroso: un vínculo de la más profunda amistad para toda la vida.
Los sueños persistían, llenos de deleite sensual y elecciones atormentadoras. Sin embargo, Ana ya no tenía un lugar en ellos. En este viaje, la mujer que yacía con él por la noche era más joven, más menuda, con unos cabellos de un oscuro color fuego y una piel pálida salpicada de pecas; su tacto era dulcemente vacilante y su cuerpo una maravilla para explorar, ágil, lozano y entregado. En ocasiones, todo iba bien y la complacía, y oía el leve sonido de su satisfacción; notaba cómo se movía encima o debajo de él, suspirando; veía su sonrisa de sorprendido placer. A veces, su torpeza la mandaba de vuelta a la pesadilla de Dalach, al dolor y a la impotencia. Despertarse de esos sueños era un tumulto de culpabilidad y pesar atenuados por un intenso alivio. Gracias a los dioses que había rechazado su oferta.
En cuanto cruzó la frontera de Circinn, Faolan abordó su tarea con más cautela. No podía permitirse el lujo de que lo apresaran. Debía regresar a la Colina Blanca en cuanto tuviera lo que necesitaba. Siguió viajando durante dos días más, deteniéndose aquí y allá para preguntar el camino, charlando tranquilamente con los granjeros que lo llevaban, visitando la vivienda de unos monjes cristianos donde le ofrecieron pan y vino de chirivía y le aconsejaron que anduviera con cuidado puesto que los caminos de la región no eran seguros en aquellos momentos. Él preguntó el motivo y el clérigo le susurró que corría la voz de que había grupos de hombres armados que iban de un lado a otro, de emboscadas y de agitación general. Faolan no creyó prudente hacer más preguntas, de modo que se despidió de aquel hombre y siguió su camino.
Nunca había dormido mucho; la naturaleza de su trabajo implicaba con frecuencia tener que pasar las noches de guardia, escuchando los sonidos en la oscuridad. Se había acostumbrado a pasar con un breve o interrumpido descanso que sólo se tomaba si no había ningún peligro. Ahora sus sueños intentaban que abandonara la disciplina que había mantenido durante mucho tiempo. Al final de la jornada se encontraba sumiéndose en un pozo de sueño del que no salía hasta poco antes del alba. Los sueños lo enredaban; en ocasiones parecían más reales que el mundo diario de seguir camino, buscar un refugio y recoger la escasa cosecha de noticias. Cuando tenía el sueño bueno, con frecuencia se despertaba a medias para volver a sumirse en el tierno y secreto mundo de su imaginación. Un hombre en misión encubierta no podía permitirse el lujo de semejante indulgencia. Omitir los principios de esa manera sólo podía conducir al desastre.
Así le ocurrió a Faolan una mañana de su viaje cuando se adentraba en Circinn. Se hallaba tumbado a cubierto de un almiar envuelto en su capa. Un muro de mampostería sin argamasa mantenía el viento a raya. Ella estaba en sus brazos, esta vez no suspiraba ni se movía en un acto de pasión, sino que dormía acurrucada contra él, con el brazo sobre su pecho y la cabeza en el hueco de su hombro. La tapó con el cobertor y su mano se entretuvo en los largos y sedosos mechones de cabello de la muchacha. Casi amanecía. Parecía un milagro que estuviera allí tumbada de ese modo, piel con piel, el suave roce de su respiración contra el pecho de él, su calor inundándolo como una bendición, su sueño profundo diciéndole que, aunque pareciera mentira, él se había ganado su absoluta confianza… Se alzó una vocecilla desde allí al lado de la cama. «Levántate, Falan. Lamento tiene hambre».
Faolan abrió los ojos. Había una punta de lanza no muy lejos de su rostro y un hombre armado tras ella.
—¿Es que no entiendes ni una simple orden? —le preguntó el hombre de la lanza—. ¡Levántate! Vamos, sal adonde podamos verte con las manos abiertas. ¡Muévete!
Faolan se movió. No había solamente un hombre, sino todo un grupo, al menos eran siete u ocho. No tenía tiempo de coger sus armas; llevaba encima el cuchillo pequeño, pero los atacantes eran demasiados. No iba a ayudar a nadie haciendo que lo mataran. Mientras lo hacían avanzar a rastras, le ponían las manos a la espalda y le ataban las muñecas, observó que no se trataba de una horda de asaltantes de caminos, sino de un equipo disciplinado al que sin duda le habían adjudicado la misión de prenderlo.
—¿Quiénes sois? ¿Qué se supone que he hecho? —se aventuró a preguntar, e inmediatamente lo silenciaron con una mordaza que le colocaron desde detrás y le apretaron con presteza. Aquello no tenía buena pinta. Daba igual, de un modo u otro sacaría información de ello y luego les daría esquinazo. Todavía tenía el cuchillo.
—Registradle —dijo alguien—. Rápido. Aquí estamos demasiado cerca del camino.
Le quitaron el cuchillo así como su bolsa de provisiones para el viaje. No encontraron sus otras armas ni su dinero, ocultos en la paja. Luego lo hicieron marchar siguiendo el borde del campo, atravesar una verja y penetrar en la oscuridad de un bosque umbrío.
El druida tenía un único pensamiento: «Casa». Aún no estaba muy seguro de lo que significaba: un edificio rodeado de robles, una habitación de piedra silenciosa como un susurro, objetos colocados de forma ordenada… Corrió, sus pies desnudos reconocían la cambiante naturaleza del bosque como parte de sí mismo, su respiración era, por fin, prolongada y fluida y su cuerpo rebosaba del gozo de la libertad. «Me voy a casa». A su paso los árboles formaban un maravilloso y cambiante tapiz de hayas brillantes, abedules plateados, pinos oscuros, las suaves frondas de helechos debajo, los pinchudos acebos guardianes. Sus pies tocaban la crujiente suavidad de la hojarasca, pisaban la pinocha que desprendía un aroma acre, se deslizaban por la gravilla y chapoteaban por los riachuelos reconociendo hasta el último guijarro rodado, hasta la última gran piedra cubierta de líquenes, hasta la última traza de sol o sombra. El Guardián de las Llamas le sonreía desde su elevado trono en el cielo.
Al aproximarse a la linde del gran bosque aminoró el paso. Los recuerdos despertaron y se filtraron en los grandes espacios brillantes que su viaje invernal le había abierto en la mente. Fueron volviendo uno a uno: un niño, su querido discípulo… Rizos castaños, ojos azules; un niño menudo y serio que hablaba como un sabio… Su hijo… no, su hijo no, pero más querido de lo que pudiera hacerlo cualquier vínculo de parentesco. Bridei. Pero ahora Bridei era un hombre, un rey. Sin embargo, seguía viendo al niño…, un niño distinto, uno de talento excepcional, prodigiosamente prometedor, un niño extraño y precioso… un niño de su propia sangre…
—Derelei —susurró el druida con voz áspera y extraña tras haber pasado toda una estación en silencio. En cuanto le hubo dado un nombre a la imagen, otras fluyeron tras ella: Bridei el hombre, fuerte y circunspecto, y Tuala… Tuala, la hija con la que había sido muy injusto, la hija a la que debía aprender a conocer de nuevo, esta vez con amor, confianza y el corazón abierto. Creía que podía hacerlo. Creía que podía intentarlo.
Se detuvo en un claro bordeado de lánguidos sauces: un lugar de la Brillante. El arroyo cuyo curso había estado siguiendo desembocaba allí en un lago redondo y profundo, rodeado de piedras cubiertas de musgo y en cuyas aguas nadaban rápidamente unos peces pequeños que se escondían en la fronda de las plantas acuáticas en tanto que, por encima de la superficie, las libélulas trazaban caminos zigzagueantes con sus alas, una maravilla de gracilidad transparente.
El druida se arrodilló en las rocas junto al lago. «Casa». La palabra poseía abundantes significados. Al fin y al cabo, quizá para él su casa no fuera más que un estado mental. Quizá fuera el perdón, la aceptación, la pertenencia. ¿Acaso este sencillo mensaje era la síntesis del aprendizaje adquirido con gran esfuerzo durante el invierno?
Miró el agua. Para un experto en las artes de la adivinación, el augurio y la profecía eran algo instintivo. Si la Brillante tenía que transmitirle alguna enseñanza definitiva antes de que terminara el viaje, quizá se lo revelara allí, en aquel lugar tranquilo, su último lugar de reposo antes de que saliera de la floresta y regresara al reino de los hombres.
Un rostro le devolvió la mirada. Al principio creyó que era una visión, una imagen desde el otro lado de la muerte, pues no había duda de que se trataba de su viejo amigo Uist, un druida solitario del bosque a quien durante mucho tiempo habían creído medio loco. Llevaba el cabello desgreñado, los largos mechones estaban llenos de trozos de follaje, ramitas y musgo; sus ojos tenían una mirada enajenada, miraban sin ver; la figura iba completamente desnuda bajo una capa de mugre. El druida levantó una mano y el loco del lago alzó la suya como en un saludo irónico.
Se obligó a mirar de nuevo, se esforzó por analizarlo. Aquellos alborotados cabellos tenían toda la gama de tonos entre el negro y el blanco; no era el cabello de Uist, sino el de un hombre más joven. Los ojos eran negros como obsidianas pulidas; no tenían la pálida claridad del anciano sabio. El cuerpo… No quería bajar la mirada, no quería reconocer esa arrugada, pálida y escuálida desnudez como suya. «Pero yo me siento joven —pensó—. Me siento fuerte. Me siento más vivo que nunca. Quiero correr, gritar, cantar, obrar maravillas». Y oyó que una voz interior le respondía: «Él también». Era cierto; a Uist no le había faltado ni la visión de un joven ni la sabiduría de un anciano hasta el momento en que se fue de este mundo.
El druida no bajó la vista. Se puso una mano en las costillas, notó que los huesos sobresalían y que la carne había encogido durante su temporada de privaciones. Se tocó el codo, la rodilla; se tocó el cuello, la mejilla y volvió a mirar al agua. Intentó ver la imagen tal como lo haría un niño, o una mujer, o un pastor apacentando su rebaño por la linde del bosque y que, al levantar la mirada, viera una figura salir andando de debajo de los robles.
—¿En esto se resume mi aprendizaje? —susurró—. ¿En que en el espacio de una estación me he consumido y ya no soy más que una sombra de lo que era? —La figura del agua alzó la mirada con la locura brillando en sus ojos, el cabello como un nido de ratas y el cuerpo expuesto en toda su descarnada y sucia desolación. El druida se alejó del lago y se retiró adentrándose en las sombras de los árboles protectores—. ¿Qué me estás diciendo? —le preguntó a la Brillante, y se sentó en una piedra musgosa para reflexionar sobre las respuestas que ya empezaban a desvelarse en su mente. Se recordó que la apariencia externa no necesariamente expresaba la verdad, que con frecuencia los significados de las cosas se hallaban en un profundo interior. Quizá el viaje tenía que ser más lento; quizá tuviera que caminar en vez de correr.
—He renacido —murmuró sin estar seguro de si las palabras eran suyas o de otra voz distinta—. Un niño. Debo volver a aprenderlo todo: a caminar, a hablar, a escuchar. —Se vio en Pitnochie mucho tiempo atrás, con un pequeño de aspecto serio a su lado y una lección que enseñar.
«Recorre el sendero con cuidado —había dicho aquel hombre más joven—. Que tus pies sean parte de la tierra que pisan. Conoce el pensamiento del búho y de la nutria, del salmón y del escarabajo. Di las verdades del corazón». Se le ocurrió que había perdido el contacto con la sencilla sabiduría que le había impartido al niño Bridei. Ahora había otro niño al que enseñar, un niño peligrosamente capaz que lo necesitaba aún más de lo que lo había hecho aquel rey en ciernes. Así pues, seguiría adelante, pero despacio. Daría cada paso del camino con el amor de la Brillante en el corazón y sus sentidos despiertos a la gran lección del invierno. Esta lección era como una almenara para mostrarle el camino que debía seguir. Él creía que se llamaba amor.
Quiero… decir una cosa, Eile —dijo Ana en su vacilante escoto. La boda iba a tener lugar al día siguiente. A pesar de la trágica muerte de la doncella de Breda, se había decidido no retrasar la ceremonia. Eile estaba ayudando a la novia con los últimos arreglos en el conjunto que iba a ponerse, una túnica sencilla y una falda de magnífica lana color crema con pajaritos bordados en una banda a modo de ribete—. Los esponsales… ojalá tú… conmigo… no hermana. Suena mal, pero cierto. Tú… en el ritual… por Faolan. Nosotros… gustaría mucho…
Eile no respondió; no parecía haber una respuesta adecuada. Lo más probable es que lo hubiera entendido mal, aunque si, en efecto, lo que Ana quería decir era que preferiría que Breda no asistiera a la ceremonia, ella creía saber el motivo. El comportamiento de la muchacha era decididamente extraño en ocasiones y uno nunca podía estar seguro de que no saliera con alguna que otra manifestación vergonzosa. Desde su primer encuentro con Eile, la joven noble había ido a buscarla en numerosas ocasiones, como si quisiera convertirse en una amiga especial, pero a ella le resultaba imposible sentir simpatía por esa chica. Breda podía resultar divertida de un modo incisivo y mordaz pero, aparte de la edad, no tenían nada en común. En cambio, Ana era muy buena persona, sensata y dulce. Parecía imposible que sus palabras no significaran lo que Eile había interpretado.
Saraid se había acomodado en la cama, rodeada por el contenido del costurero de Ana. Sostenía un pedazo de tela tras otro contra la informe Lamento, que todavía iba ataviada con el vestido rosa que le había hecho la hermana de Faolan.
—¿Ropa nueva? —preguntó la niña, esperanzada.
—Un trozo —le dijo Ana—. Tú eliges. Eile coserá para Lamento.
—No es necesario. No debería pedir nada…
Ana le puso la mano en el hombro.
—Quiero hacerlo —le dijo—. Es muy pequeña… ¿qué sabrá ella? Un regalo. Una despedida. Triste… os echaremos de menos… Es una pena que no vengáis con nosotros. —Entonces, al ver la expresión de Eile, añadió—: Tú quédate. Faolan necesita… tú espera. Estar aquí cuando él regrese a casa.
Eile volvió a preguntarse si no lo habría entendido mal.
—No es bueno esperar —dijo con cautela en su nuevo idioma—. Mi madre… dejó de esperar. Yo no querría… ser mi madre… —las palabras empezaron a fluir en escoto—. Padre nunca regresó. Nosotras lo esperamos, pero nunca vino. —Se esforzaba por contener unas repentinas lágrimas; quizá se haría vieja antes de poder contar esta historia sin echarse a llorar.
Ana se agachó a su lado y la abrazó. Resultó agradable, pero provocó que las lágrimas afluyeran más rápidamente. Al darse cuenta de que Saraid tenía los ojos muy abiertos y el mentón tembloroso, Eile respiró hondo y se obligó a calmarse.
—Perdona —dijo Ana—. Debes perdonarlo. A tu padre. Era un buen hombre. Lo intentó. Y… Faolan no es Deord.
—Eso ya lo sé. —Eile se puso de pie y empezó a ayudar a Ana a quitarse la ropa de la boda—. Le daré una o dos puntadas y estará listo. ¿Qué va a ponerse Breda?
Ana hizo una mueca.
—No lo sé. Ella… no está interesada. Ojalá…
—Azul. —Saraid había elegido su pedazo de tela, de un color dulce y cálido como el cielo de una calurosa mañana de verano—. Haz ropa ahora —y, al cabo de un momento, añadió—: Por favor.
—Después —dijo Eile—. Dóblalo bien, tal como te enseñé. Quizá encontremos una cinta para el ribete, para que sea tan bonita como la falda de Ana. —Recogió la ropa de la boda mientras la novia volvía a vestirse de diario. Pensó en Breda, que la esperaba a menudo en el jardín exterior; Breda, a quien no le permitían visitar a la reina aun siendo ella de sangre real y Tuala no. A pesar del grupo de asistentas y de su lugar en la mesa del rey, Breda parecía sola—. Quizá tu hermana eche de menos su casa.
—Yo… rehén… ocho años —dijo Ana en voz baja—. Breda… quizá la siguiente.
—Sí, Drustan me lo explicó. —A Eile le resultaba extraño que Ana, que allí era evidentemente una invitada de honor y sin duda una de las amigas más íntimas de Tuala, hubiera llegado a la corte únicamente como garantía para que su primo actuara en conformidad con las normas de Bridei. Sintió que la invadía un sentimiento de compasión por Breda, por extraña que fuera la chica. Quizá no hubiera mucha diferencia entre una sierva, comprada mediante el pago de un éraic, y una rehén utilizada como influencia política. Ambas habían sacrificado su libertad; a las dos se las había privado de la capacidad de decidir su propio futuro. Y aun así, de las dos, Eile estaba segura de que ella era la que estaba en mejor situación. Quizá el éraic la convertía en una especie de esclava. A los ojos de algunas personas quizá siempre lo sería. Sin embargo, ella no estaba inquieta ni descontenta como Breda. Allí había muchas cosas buenas: afecto, seguridad, amistad, conocimientos… Parecía el principio de algo nuevo y estupendo. Debía tener cuidado. Tenía que acordarse de la facilidad con la que podían cambiar las cosas.
—Ven, Saraid —dijo, y le tendió la mano—. Dime qué clase de vestido quiere Lamento y empezaré a hacerlo.
—Vestido de novia —contestó Saraid—. Azul. Cita. Bonito, como el de Ana.
—Cinta —le corrigió Eile con una sonrisa.
Ana sonrió y le tendió un trozo de galón con mariposas bordadas con hilo de oro y unas diminutas cuentas de ámbar.
—¡Oh, no! No podemos… —protestó.
—Sólo un pedazo. Lamento estará preciosa. Faolan dice heroica… Como tú y Saraid.
Tras la malhadada cacería, había hecho todo lo posible para mantenerse alejada de todo el mundo. Había conocido un poco a Cella, pues las asistentes de Breda creían que Saraid era dulce como una muñequita y a menudo se detenían al pasar para agasajarla, no sin dirigir una o dos miradas curiosas en dirección a Eile. La propia Breda tenía dos caras por lo que a Eile concernía: cuando iba acompañada de sus sirvientas, la ignoraba por completo; pero cuando las dos estaban solas, aprovechaba la oportunidad para soltar un torrente de chismes sobre todos los miembros de la corte, sobre todo los hombres. Era una joven muy extraña.
Cella, en cambio, había sido una de las chicas más simpáticas. Era difícil imaginarla muerta: era muy joven, más joven que la propia Eile. En cuanto al hijo de Talorgen, si quería emular la destreza de su padre como guerrero jefe de clan, iba a necesitar toda la suerte que los dioses decidieran concederle ahora que tenía el brazo roto.
La mañana de los esponsales, Ana y Drustan fueron a ver a Eile muy temprano. Acababa de vestirse y Saraid todavía llevaba el vestido medio desabrochado. Eile se arrodilló para abrochárselo a la espalda mientras Drustan hablaba.
—Breda nos ha enviado un mensaje para decirnos que no se encuentra lo bastante bien como para tomar parte en el ritual de hoy —dijo—. No queremos retrasarlo, ya hemos esperado demasiado.
Eile asintió con la cabeza. Sabía cuánto detestaba él la corte y lo mucho que anhelaba ser libre para adoptar su otra forma, volar por el bosque y verlo todo a vista de pájaro. La inquietud que había ido acumulando de forma manifiesta tenía que encontrar pronto una válvula de escape o se volvería intolerable. La muchacha pensó en el bajo y oscuro lugar que le había descrito, el lugar donde su hermano lo había tenido encerrado durante siete años. Siete años en los que Deord había estado con él, lo había mantenido activo, había contenido su desesperación, lo había arriesgado todo para permitir que el hombre que tenía a su cargo realizara breves vuelos en libertad. Drustan llevaba más de un cambio de luna en la Colina Blanca. Le había contado a Eile que no efectuaría su transformación mientras la corte estuviera llena de invitados que pudieran verlo y no lo comprendieran. Sin embargo, tenía que cambiar pronto, pues la necesidad de hacerlo le creaba mucha tensión.
A ella se le ocurrió que Ana también se pasaría la vida esperando. La joven dama había tomado la decisión por sí misma y estaba satisfecha con ello. Quizá el amor lo hacía posible. Ellos dos tenían mucha suerte; suerte de haberse encontrado el uno al otro.
—Queremos que asumas el papel de Breda, Eile —dijo Drustan—. Nos sentiríamos honrados si aceptaras.
Ella notó que se ruborizaba.
—¡Oh! Es que… —empezó a decir.
—Bridei y Tuala están de acuerdo con nuestra decisión. Sólo hay que dar dos breves respuestas y tienes tiempo de sobra para memorizarlas.
Wid te ayudará. El druida entiende que el idioma es nuevo para ti. A nosotros nos parece totalmente adecuado.
—Por favor, Eile —dijo Ana, utilizando su limitado escoto—. Tuala deja vestido. La misma medida.
De este modo, al anochecer, se encontró ataviada con el vestido de una reina, una prenda de un suave color violeta con bordes grises, y una pequeña corona de flores en el pelo, en medio de una ceremonia de esponsales que se celebró bajo el cielo que se oscurecía en el pequeño patio superior. Las antorchas ardían en torno a aquel espacio enlosado con su mesa central. No se parecía en nada a la idea que ella tenía de la boda de una princesa y, aun así, le pareció absolutamente perfecta. Eile intentó fijarse en todo, por Faolan. Quizá hubiera dicho que no quería estar allí, pero en el fondo ella sabía que estaría ansioso por oír su descripción, si es que llegaba a tener la oportunidad de brindársela. Ana era su amada y la estaba perdiendo, aunque ello no menoscabaría lo que Faolan sentía por ella.
Asistieron a la ceremonia un pequeño círculo de personas. No se anunció públicamente el momento y el lugar de la celebración, y el robusto Garth y Dovran se apostaron allí donde las escaleras subían del patio inferior para asegurarse de que no acudiera nadie que no hubiera sido invitado. Ana era un sueño con su sencillo traje color crema y su cabello dorado suelto sobre los hombros. Drustan iba ataviado con una túnica y unos pantalones de color rojizo sobre una camisa nívea, llevaba su rebelde cabellera atada a la nuca, aunque de ella escapaban unos mechones indómitos que eran como lenguas de fuego sobre su frente. La corneja iba posada en uno de sus hombros y el piquituerto en el otro. Los ojos de los pájaros eran brillantes, aunque los de Drustan brillaban aún más, fijos en Ana con un amor y una ternura tales que Eile empezó a pensar en la posibilidad de que ciertas cosas que le había contado Faolan sobre los hombres y las mujeres fueran ciertas al fin y al cabo. Entre aquellos dos existía una dulce confianza y una tímida pasión que se hacía patente en cada roce, en cada mirada. Eile no podía imaginarse por nada del mundo a Drustan tratando a Ana con crueldad, o exigiéndole que soportara nada que ella temiera o que no le gustara. Eso no era posible en un hombre tan gentil, tan cortés, tan desinteresado. Ana había estado embarazada de Drustan. ¿Significaba eso que, en efecto, era posible yacer con un hombre y, si era el adecuado, encontrar placer en el acto? ¿Podía ser cierto realmente?
Si hubiera habido tiempo, mucho tiempo, quizá ella hubiera aprendido suficientes palabras para preguntárselo a Ana en el idioma priteni. Pero la joven dama iba a marcharse; ella y Drustan no se quedarían para asistir al banquete de la victoria. Eile no volvería a verlos después del día siguiente. Nunca era mucho tiempo. Probablemente visitaran de nuevo la Colina Blanca dentro de dos, tres años, quizá con sus hijos. Las pautas de su propia vida hasta el momento sugerían que, estuviera donde estuviera para entonces, no iba a ser allí.
El druida, Amnost, pronunció las palabras del ritual en voz baja y con reverencia. Eile no entendió casi nada, pero Wid le había explicado, mientras la preparaba para sus respuestas, que los esponsales se juraban por los poderes de la tierra, el agua, el fuego y el aire y que a la Brillante, la diosa más venerada por los priteni, se le pedía una bendición especial para el esposo y la esposa. Ana pronunció sus respuestas con una voz dulce, con el corazón. Drustan pronunció las suyas con ardor y voz temblorosa.
Bridei y Tuala observaron cogidos de la mano, más como un par de jóvenes enamorados que como monarca y consorte. El primo de Ana, Keother, también estaba presente, un rey por derecho propio, una figura imponente y silenciosa. La alta y severa Ferada se encontraba frente a Eile en el círculo; Ferada, quien, según había sabido la joven, dirigía la escuela para jóvenes mujeres que ella había descartado tan a la ligera en su primera conversación. Era una estudiosa, una mujer que había desafiado las convenciones y había tomado sus propias decisiones. Junto a Ferada había un hombre corpulento y poco agraciado cuya posición allí Eile no se explicaba. Ellos dos no se tocaban y apenas se dirigían la mirada. Sin embargo, había algo entre ellos, algo poderoso. Como si fuera consciente de los pensamientos de Eile, Ferada la miró a los ojos y enarcó sus bien perfiladas cejas.
Ayudando al druida con el ritual había una mujer sabia, una sacerdotisa cuyo nombre era Fola. Esta mujer era un personaje diminuto de cabellos blancos, ojos oscuros y penetrantes y nariz grande. Ella le pasaba a Amnost las viandas rituales: pan, miel, hierbas y agua. Ella pronunció la plegaria dirigida a la Brillante con los rasgos serenos y una mirada que evidenciaba el afecto que sentía por la novia y su aprobación del novio. A Eile la invadió la preocupación. ¿Qué estaba haciendo ella allí, entre personas tan inteligentes, reyes y reinas, druidas y sacerdotisas? Si supieran las cosas que había hecho, si supieran el sendero oscuro y sangriento que había recorrido…
Se hizo un silencio incómodo. Todas las miradas se posaron en ella, que se encontraba detrás de Ana. Eile se dio cuenta de que se suponía que tenía que hablar en aquel momento. Por un instante las palabras que había practicado una y otra vez durante el día se le olvidaron por completo y sólo dejaron un espacio lleno de terror y vergüenza. Bajó la mirada y sus ojos se posaron en el ribete bordado de la falda de Ana. «Bonito, como el de Ana». En su cabeza alguien dijo:
«Heroica, como tú». Las palabras volvieron a su mente. Alzó la cabeza e inspiró trémulamente.
—Recorred vuestro nuevo camino con amor y coraje —dijo en el idioma priteni, avanzó para encender una vela con la lámpara que había sobre la mesa de piedra, se la puso en la mano a Ana y a continuación hizo lo mismo para Drustan—. Honrad a los dioses y sed fieles el uno al otro. —Al retroceder de nuevo vio que Tuala le sonreía y Bridei le dirigía un gesto de aprobación con la cabeza. Ferada se había relajado lo suficiente para dirigirle también una pequeña sonrisa; mientras Eile miraba, la mujer pelirroja pasó la mano por el brazo del hombre desgarbado que tenía a su lado. Él colocó su mano grande sobre la de la muchacha, envolviéndola, y las pálidas mejillas de Ferada se sonrojaron.
Las anteriores explicaciones de Wid permitieron que Eile comprendiera el significado general de las palabras que se pronunciaron entonces para concluir la ceremonia. Fola invocó la bendición de la Brillante y a su luz para que iluminara el camino que los recién esposados tenían por delante. Mientras la mujer sabia hablaba, la luna se elevó majestuosamente sobre el oscuro perfil de los pinos, llena y perfecta en un cielo que intensificaba su oscuro tono violeta.
Entonces el druida invocó al Guardián de las Llamas para que iluminara las vidas de Drustan y Ana con coraje, y para que los bendijera dotándoles de descendencia. Eile vio que una expresión de dolor cruzaba por los rasgos perfectos de Ana; vio que la mirada de Drustan se ensombrecía. Fue sólo un momento. Ahora tenía que volver a hablar.
—Que la dichosa Diosa de las Flores llene de alegría vuestro hogar y os mantenga a vosotros y a los vuestros a salvo de la tormenta —dijo con voz firme. Tomó el puñado de pétalos colocados allí al lado y los esparció por la mesa de piedra. Era una lástima que Saraid ya estuviera metida en la cama bajo la mirada vigilante de Elda, pues a la niña le habría gustado esa parte. En cuanto lo hubo hecho, la ceremonia terminó.
Podría contarle a Faolan lo hermosa que estaba Ana, cómo la luz de la luna le había conferido una pálida pureza a su hermoso rostro. Podría contarle que el amor que Drustan sentía por ella se podía oír en todas sus palabras, cómo tocaba a su nueva esposa como si ella fuese al mismo tiempo su amante, su mejor amiga y su diosa. Tal vez Faolan no quisiera oír esta parte, pero se lo contaría de todos modos. Él amaba a Ana más que a nada en el mundo. La había amado lo suficiente para dejarla marchar, aun cuando eso le había roto el corazón. Él querría saber que Drustan reconocía el valor de ese regalo desinteresado. Querría estar seguro de que la haría feliz.
Se dieron las buenas noches. No habría banquete ni celebración alguna después de los esponsales. Por la mañana el druida celebraría un rito funerario por la joven que había muerto. Y Drustan y Ana se pondrían en camino en dirección al lago, tomando la ruta más fácil hacia su hogar del oeste, el Valle de la Ensoñación. Al día siguiente, por la noche, Bridei celebraría su banquete de la victoria. Eile pensó que debía de resultar difícil ser rey con una hija pequeñita y un hijo de apenas dos años, tenía escaso tiempo para darse un respiro y verlos crecer; escaso tiempo para aceptar un desafío antes de que surgiera otro. Decían que había sido muy valiente y hábil cuando el caballo de Breda se desbocó. Quizá un rey tuviera que ser capaz de hacerlo todo. Era una lástima que ello implicara que Bridei no tuviera tiempo de ser esposo y padre, pensó Eile. Anteriormente nunca había considerado que, en el fondo, los reyes y reinas eran personas de carne y hueso como ella misma.
Había llegado el momento de marcharse. Los demás estaban hablando entre ellos, el rey Keother felicitaba a Ana, el druida y Fola estaban enzarzados en un intenso debate y Drustan conversaba con Bridei. Eile masculló una despedida y bajó las escaleras. Al cruzar el patio inferior se encontró con que la seguía de cerca la alta forma de Dovran, el guardaespaldas del rey. Él dijo algo que Eile interpretó como un ofrecimiento para escoltarla hasta su habitación.
—No, estoy bien —dijo, pues la presencia del hombre a su lado por la noche la hacía sentir sumamente incómoda—. Puedo ir yo sola. —Entonces, al ver que él seguía andando, intentó encontrar las palabras para decírselo de una forma educada en su propio idioma—. No, gracias —logró decir.
Dovran continuó siguiéndole los pasos. Al levantar la vista, vio que su atractivo rostro —nariz larga y recta, bonitos ojos grises y mandíbula firme— tenía una expresión algo incómoda. El guardaespaldas dijo algo más; en sus palabras apareció el nombre de Bridei. Quizá el rey le había ordenado que lo hiciera, aunque no imaginaba por qué iba a necesitar un guardia personal que la ayudara a encontrar el camino por un par de pasillos y un tramo de escaleras. Eile siguió andando y Dovran caminó con ella. Al llegar a las escaleras el muchacho le ofreció la mano para ayudarla a bajar. Era una auténtica estupidez. ¿Qué se pensaba que haría, tropezar con la falda y caer desplomada? Dado que rechazarlo parecía descortés, Eile dejó que la ayudara. Al notar su tacto, el cuerpo de la muchacha se tensó de miedo. Esperaba que él no se diera cuenta de que el pánico hacía que le palpitara el corazón y que la piel se le cubriera de un sudor frío. Al pie de las escaleras Eile le soltó la mano, obligándose a no apartarla con demasiada rapidez.
Llegaron a la puerta de la alcoba que compartía con Saraid. Elda estaría dentro vigilando a la niña; los gemelos estaban al cuidado de una sirvienta.
—Gracias —murmuró Eile, manteniendo la calma—. Buenas noches.
—Buenas noches. —Dovran no era muy dado a las sonrisas; en aquel momento estaba más serio de lo habitual y tenía la mirada fija en la pared por encima de la cabeza de Eile. El chico dijo otra cosa, giró sobre sus talones y se alejó con paso resuelto sin decir ni una palabra más. Permaneció allí de pie un momento, uniendo las palabras y preguntándose si las había interpretado bien. Seguro que no había dicho «Esta noche estás muy bonita». Quizá era una ampliación de sus conversaciones sobre el tiempo y su comentario había sido mucho más inofensivo, «Hace una noche muy bonita». Ella no lo creía. Dovran parecía incómodo; vergonzoso, pero resuelto.
Saraid estaba profundamente dormida, arropada con Lamento, cuyo vestido de novia azul se hallaba a medio terminar sobre la mesita. Eile le dio las gracias a Elda, que bostezaba, y la acompañó a la puerta, luego se desnudó, se metió en la cama y apagó la vela. No podía dejar de temblar. Tenía la cabeza llena de imágenes que no parecían ir juntas, pero que, de un modo horrible e inevitable, casaban a la perfección: Drustan y Ana mirándose fijamente con el rostro radiante de felicidad; Bridei y Tuala agarrados de la mano como un par de niños inseparables; Ferada sonrojándose cuando aquel hombre corpulento le envolvió suavemente la mano con la suya. Dalach. Intentó sacarse a Dalach de la cabeza pero no se iba. Todavía estaba allí; estaría siempre allí. Y Dovran: un joven magnífico, guapo, soltero, con una buena posición en la corte; Dovran, cuyo tacto cortés había hecho que se le helara la sangre en las venas.
Eile se sorprendió llorando; tenía mucha práctica y lo hacía en silencio para no despertar a Saraid. Aquel era un buen sitio. Era un refugio. Pero… pero… Ver a Drustan y a Ana era como contemplar por una ventana algo brillante y precioso, algo que ella nunca tendría para sí. Algo que Dalach se había asegurado de que no pudiera tener nunca. A Eile le parecían los dos intensamente puros e inocentes, y el amor que sentían el uno por el otro, verdadero y desinteresado, una maravilla bendecida por los dioses.
Las lágrimas formaron un cálido río. «Tú nunca tendrás algo así —se dijo a sí misma—. Nunca. No importa lo mucho que lo desees, él se aseguró de que no pudieras alcanzarlo». Saraid se revolvió, hizo un leve sonido y ella se ordenó permanecer quieta, aunque las lágrimas le habían tapado la nariz y le escocían los ojos. Sabía que tenía que estar contenta y agradecida, asombrada por la buena fortuna que la había llevado a aquella casa de gente amable y generosa. La increíble suerte que la había llevado a ponerse el vestido de una reina y a participar en la boda de una princesa. La maravillosa fortuna que había hecho florecer a Saraid para convertirse en una niña distinta, una niña con la confianza suficiente no tan sólo para hacer nuevos amigos, sino también para cuidar de ellos… Y estaba agradecida, sí; comprendía lo mucho que se había alejado de la Colina Nubosa. Pero las lágrimas no cesaban. Su corazón era un tenso núcleo de sufrimiento. No estaba bien. Seguía sin estar bien. Intentó llenar su mente con una imagen de la casa de la colina, del gato, del jardín, de los sabrosos aromas, pero aquella noche la imagen la eludía. Tenía frío por todo el cuerpo. Notaba el tacto de los dedos de Dovran y recordaba a Dalach. Se hizo un ovillo y se subió la manta verde hasta la barbilla. En la oscuridad sus labios musitaron unas palabras: «¿Dónde estás?».