(Del relato del hermano Suibne).
Hemos visitado la isla. Otra travesía, otra prueba de fe y fortaleza. Ioua es un lugar de una profunda calma a pesar de todos sus vientos y mareas. Caminando por esa pálida costa sentí que mi alma quedaba limpia de pecado, mi corazón aliviado de todas sus cargas. Colm dijo: «Esta es una isla de nuevos principios», y nuestros espíritus lo sabían con certeza. Dios nos quiere aquí; es su lugar.
El pescador que nos trajo —no tomamos nuestro propio barco, pues varios de nuestros hermanos no querían volver a navegar tan pronto— nos dejó deambular por toda la embarcación. Nos seguía con unos ojos como el mar, profundos y vigilantes. Cuando llegó el momento de irnos, nos llevó hasta la isla mayor, la que se encuentra a cierta distancia de la costa de Ioua y desde allí de vuelta a Dunadd.
Si anteriormente Colm se irritó por la necesidad de quedarnos aquí en esta seudocorte con su monarca enfermo y sus guardias cautelosos, ahora su estado de ánimo es otro. Volvió a hacerme preguntas sobre Bridei y su druida. Me interrogó sobre la fe de los priteni, sobre sus deidades y rituales. He hablado con él muchas veces de estos temas, pero volví a contárselo todo. En esta ocasión, le hablé del Pozo de las Sombras y de la ceremonia que requería el sacrificio de una vida humana a un dios que hasta ahora sigue sin nombre. Colm me escuchó en silencio. Por una vez no hizo preguntas. Ya vendrán más adelante.
Esta noche examino mi corazón y descubro el porqué de mi renuencia a divulgar esta definitiva y oscura verdad sobre las gentes de Fortriu. Quizá me di cuenta de que, llegado cierto punto de la narración, hasta el más perspicaz y equilibrado de los oyentes dejaría de escuchar mis palabras. Es demasiado espeluznante: un vestigio de una existencia primitiva basada en el miedo. No creo que Colm me oyera cuando le dije que Bridei había prohibido dicha práctica, o que este rey sólo había participado en ella una vez. Quizá sea este el motivo por el que nunca lo había contado antes. El rey de Fortriu es una buena persona, un hombre de sólidos principios. El hecho de contar esta historia parece ir en descrédito de Bridei. Preferiría que Colm y él se conocieran sin prejuicios ni impresiones.
¡Alma arrogante! Leo mis palabras recién escritas en la página y la mortificación me abruma. ¿Quién soy yo para manejar las vidas de rey y sacerdote según las pautas que se me antojen? ¿Quién es este humilde copista siervo de Dios?
Después de reflexionar vuelvo a coger la pluma. Al igual que todos y cada uno de mis hermanos, soy, en efecto, el bien amado hijo y siervo de Dios. Él iluminará el camino para mi, para Colm y para todos nosotros. Me pregunto quién ilumina el camino de Bridei.
Ahora, aquellos de nosotros que hicimos el viaje tenemos Ioua ante nuestros ojos. Colm ha mandado a Sean, que se crio en una granja, y a Tomas, que era carpintero, a la isla mayor para conocer a la gente que vive en aquellas aldeas. Cuando sea el momento, se encargarán de adquirir materiales de construcción y ganado. Nos hará falta una vivienda, una pequeña iglesia, almacenes, un granero, un establo… Se me encoge el corazón al considerar el transporte del ganado por mar.
La isla no es nuestra… todavía. Está en manos de Bridei. Antes de poder empezar nuestra nueva vida en estas tierras tranquilas y solitarias debe celebrarse una reunión. Bridei ha prohibido la práctica de nuestra fe en estos lares. Ha desterrado a muchos, mandándolos al otro lado del mar, a nuestra tierra natal. No hay motivo para suponer que considerará la petición de Colm de manera favorable.
Recuerdo al druida, Broichan, un hombre que exhalaba autoridad por todos sus poros. Es una figura muy temida, incluso entre los suyos. Broichan no es simplemente el consejero espiritual de Bridei, también es su padre adoptivo. Es experto en la magia, o al menos eso dicen. Colm me preguntó al respecto. Dijo: «¿De modo que a este hombre le impresionan los trucos, las muestras de poder? ¿Las demostraciones de lo maravilloso y sobrenatural?». No sé qué es lo que planea Colm. Su poder reside en su voz y en su mirada; viene de Dios. Broichan debe de ver en Colm a un adversario, una amenaza contra su propio dominio. Acudirá a la mesa del consejo con la vista y el oído ya cerrados. En cuanto al propio Colm, lamento mi honestidad al explicarle el ritual del Umbral con todos sus crueles detalles.
Dios me exige sinceridad y franqueza. Eso es lo que yo he dado. Quizá, al final, estos dos hombres poderosos, ambos adeptos incondicionales de sus propias creencias, resulten ser fuerzas opuestas de igual peso. En tal caso, ¿cómo puede prevalecer uno de ellos?
Creo que en algún momento tendré que quemar este diario, o hacerlo trizas y dárselo de comer a las cabras, o romperlo en pedazos y arrojarlo a las olas al oeste de Ioua para que viaje donde quiera. Hay veces en que mis reflexiones me resultan inquietantes incluso a mí mismo. Tengo una teoría sobre el Umbral.
No creo en el dios Innominado de Bridei. Creo que el pozo representa nuestro pasado. Las sombras que contiene son las de nuestras propias fechorías y las de nuestros ancestros desde tiempos inmemoriales. Para un hombre que no conoce a Dios nuestro Señor, la carga de sus fracasos, sus omisiones, sus errores y meteduras de pata puede llegar a hacerse intolerable con el tiempo. Se te puede romper el corazón bajo su peso. De ahí el sacrificio. La deidad oscura acepta; la carga desaparece durante otro giro de la rueda. Creo que hay algo de verdad en ello, una verdad un tanto cruda. Incluso sin el pozo, el dios o el ritual, un hombre puede convertirse en esclavo del propio pasado, pues su remota maraña puede ser como una red que te retenga con fuerza. Si no te liberas lo arrastrarás contigo durante toda tu vida. Es como caminar con grilletes y con los ojos vendados. Cuando vayamos a la Colina Blanca, y la mirada de Colm me dice que será pronto, debo discutir sobre esto con Bridei. Si quiere.
Ya es suficiente. Corro el peligro de volver a ser demasiado ambicioso. Creo que le rogaré a Colm que se construya un pequeño escritorio en la isla; bastaría con una mera choza. Allí estaré tranquilo y en silencio. Copiaré los pasajes de las Escrituras que más amo, o mejor todavía, los que con más probabilidad arrullarían hasta dormirlos todos los pensamientos peligrosos y azarosas filosofías. Por otra parte, siempre he tenido muy claro que la fe debe fortalecerse cuando a uno lo ponen enteramente a prueba.
Suibne, monje de Derry.
Eile estaba esperando en el jardín. Saraid se agachó para mirar en el estanque y luego se quedó de pie junto a los arbustos de lavanda, mostrándole a Lamento las hojas livianas, de un verde grisáceo, las puntas con cabezas de flores fragantes. Era un buen sitio, resguardado por altos muros de piedra y caldeado por el sol de la tarde. No hacía mucho que habían llegado a la Colina Blanca. En el patio los habían recibido una confusión de gente priteni, personas que parecían conocer bien a Ana, personas cuyas miradas rozaban a Eile y a Saraid sin demasiada curiosidad. Quizá sólo sabrían que era escota en cuanto abriera la boca. Eile se recordó que no hacía mucho tiempo había habido una guerra y que los escotos habían sido el enemigo. No había previsto que aquello fuera una dificultad. Siempre que se había imaginado la Colina Blanca, Faolan estaba disponible allí cerca. Él era escoto y era el guardia de confianza de Bridei; al menos eso le había dicho él. De momento no había ni rastro de Faolan.
En el otro extremo del jardín, Drustan hablaba con un hombre de espaldas anchas que llevaba una espada y dos cuchillos en el cinturón. Ana había ido a ver a la reina, quien por lo visto era una vieja amiga. Los viejos amigos eran los únicos que tenían permitida la entrada, puesto que la reina Tuala acababa de tener un bebé. Eile se preguntó cómo se sentiría Ana al respecto. Triste, claro está; pero quizá también le supusiera un consuelo si las dos mujeres eran tan íntimas. Un bebé era la garantía de que, a pesar de todo, la vida continuaba. Con el tiempo seguro que Ana y Drustan tendrían otro hijo.
—Abeja —observó Saraid, señalando con la mano—. Bzzz.
—Ajá. —Eile se alegró de que Ana las hubiera dejado allí esperando y no en las partes de la casa que eran un hervidero de gente de aspecto alarmantemente espléndido. Seguro que tan sólo era cuestión de tiempo que dijera algo malo, que ofendiera a alguien, que se metiera en un lío como había sucedido en la Cuesta del Endrino. ¿Dónde estaba Faolan? Supuso que estaría ocupado. Ocupado con sus misteriosas obligaciones, planeando y conspirando. Había pensado que estaría allí para recibirlas. No era realista esperar eso, pero aun así ella había tenido la esperanza.
Pasó el tiempo. Drustan y el otro hombre seguían allí, alejados para que nadie los oyera, inmersos en una seria conversación. ¿Qué le diría Ana a la reina sobre ella? ¿La mencionaría? «Está esta chica que Faolan recogió por el camino; no sabe qué hacer con ella…». No, eso no. Ana era buena persona. Ella quería que Eile se quedara en la Colina Blanca. En momentos como aquel, la idea de ofrecerse voluntaria para ser la sirvienta de Ana y viajar al norte con ellos le resultaba muy atractiva al fin y al cabo. Probablemente había sido una boba al decir que no iría.
—Mira, una dama —dijo Saraid, señalando un banco medio oculto que había a un lado de arriate de hierbas, junto al muro—. Y un gato.
Había un gato, uno pequeño de piedra en una hornacina, con una expresión petulante en su rostro labrado y una pata levantada como si se estuviera lavando. Eile volvió a mirar. En efecto, allí había una dama, una de verdad. Se parecía tanto a Ana que no podía ser otra que la hermana a quien la princesa de las Islas Luminosas no veía desde hacía mucho tiempo y a quien por fin iba a encontrar en esta visita a la corte. Si la chica había visto a Eile y a su hija Saraid, no dio muestras de ello. Estaba de pie junto al banco, inmóvil como una criatura que evaluara a su presa antes de cazarla. Sus perspicaces ojos azules miraban al otro extremo del jardín, hacia la alta figura de cabellos refulgentes de Drustan. La expresión de su rostro sorprendió a Eile. Parecía hambrienta.
—Ya está comprometido —dijo Eile antes de poder evitarlo.
La chica rubia se sobresaltó; estaba claro que no se había dado cuenta de que tenía compañía. Le espetó un desafío en un tono de voz culpable y ofendido a la vez.
—Sólo hablo escoto. —Eile había memorizado esta frase en el idioma priteni. Se había esforzado mucho en Pitnochie bajo la supervisión de Drustan, repentinamente desesperada por mantenerse a flote en cuanto llegaran a este lugar de habla extraña.
—¿En serio? ¿Quién eres? —El escoto de la chica era casi perfecto. Su mirada pasó de la cabeza de Eile y su cabello rojo oscuro a los rizos leonados de Drustan—. ¿Su hermana? —miró a Saraid, que observaba con aire de gravedad—. No, supongo que eres una niñera. ¿O una esclava? Eres escota, ahora me doy cuenta. Se te nota en los ojos.
Eile se tragó su irritación. Había soportado insultos peores. Además, si se tomaba en cuenta el éraic, era una especie de esclava.
—Soy… —¿qué podía decir?, ¿una amiga de Ana? Quizá Ana tolerara que lo describiera así, pero el hecho de decirlo parecía presuntuoso. ¿Una viajera? Cierto, pero insuficiente bajo la mirada sagaz de aquella chica—. Soy una amiga de Faolan —dijo—. Viajé hasta aquí con Ana y Drustan. Creo que tú debes de ser la hermana de Ana. Te pareces mucho a ella —le gustó la seguridad con que lo dijo.
—¿Faolan? —la muchacha enarcó las cejas—. ¿Quién es?
—El guardaespaldas del rey. Es escoto, como yo.
—¿Guardaespaldas? Creía que Bridei sólo tenía dos, a Garth, que está allí, y a otro más atractivo, Dovran. Nunca he visto a un tercero. ¿Este tal Faolan es joven?
—Debería de andar por aquí —repuso Eile, que tuvo un escalofrío—. Tendrías que haberlo visto, creo. Es… —las palabras la abandonaron. Tenía una imagen perfecta de Faolan en la cabeza, correcta hasta el último detalle: su fuerza, su amabilidad, su coraje. Su reticencia, su cautela. Estas cosas constituían la esencia de aquel hombre, pero no era eso lo que aquella chica quería saber—. Cabello oscuro —prosiguió Eile—. Constitución mediana, un aire un tanto adusto. Aproximadamente de la misma edad que Drustan, pero parece mayor. Debería llevar varios días aquí. Pero, claro, este parece un lugar muy bullicioso.
—Quizá se me pasó por alto —dijo la chica sin darle importancia—. ¿Quién es esta pequeña? Me imagino que no es de Ana, pues por lo visto mi hermana no se ha casado todavía. Tengo entendido que ha pasado todo el invierno viviendo con su prometido. Es extraño, ella siempre fue muy correcta y formal, incluso de pequeña. —Volvió a mirar a los dos hombres y entrecerró los ojos—. Aguarda un momento. ¿Me estás diciendo que ese de ahí es él? ¿La estirada de mi hermana se va a casar con ese magnífico espécimen?
La forma de hablar de la muchacha asombró mucho a Eile. Seguro que las cosas no solían ser así en la corte. Quizá fuera la oportunidad de hablar en escoto, un lenguaje que probablemente pocos de los allí presentes entendían, lo que le había soltado la lengua de forma tan alarmante a esa joven.
—Esta es mi hija Saraid —dijo Eile—. Y sí, el hombre pelirrojo es Drustan. Viajamos todos juntos hasta aquí. Yo me llamo Eile.
—Yo soy Breda. —La chica apartó la mirada de Saraid y la dirigió a Eile—. Veo que mi hermana no es la única que desacata abiertamente las convenciones. Te pusiste manos a la obra muy pronto, ¿eh? ¿Cuántos años tienes exactamente?
Por lo visto a las princesas no siempre les enseñaban buenos modales.
—Más o menos la misma edad que tú, me imagino. Mi señora. Breda sonrió.
—No son necesarias las formalidades. Al fin y al cabo, sólo estamos nosotras dos. Ninguna de las otras chicas habla escoto. Podría ser divertido. Un lenguaje secreto.
Eile se preguntó si aquella chica no sería más joven de lo que aparentaba.
—¿Cómo aprendiste a hablarlo tan bien? Ana sólo conoce unas pocas palabras.
—En las islas tenemos a unos cuantos cristianos, compatriotas tuyos. Van deambulando por ahí contando historias e intentando convertirnos. También tenemos esclavos, y no todos son unos desgraciados ignorantes. No obstante, lo aprendí principalmente de mi bardo escoto. —Una sonrisita extraña—. Es muy talentoso; tiene unos dedos mágicos. Me ha enseñado toda clase de cosas. Aquí puedes llegar a aburrirte mucho. Una tiene que pasar el rato de alguna manera.
—Entiendo. —A pesar del idioma común no tenía nada que ver con ella. Eile pensó en la casa de Dalach y en las dolorosas y desgarradoras tareas que empezaban al alba y sólo terminaban cuando estaba más que exhausta.
—Me estás juzgando. Lo veo en tu mirada —de repente Breda se mostró severa.
Eile reprimió una negativa automática. No iba a mentir sólo para ser educada.
Resonó una carcajada que hizo que los dos hombres volvieran la cabeza en dirección a Breda.
—¡Tendrías que verte! —barbotó la hermana de Ana—. ¡Menuda expresión! ¡Oh! —su tono cambió bruscamente y su mirada se ensombreció—. Garth se ha fijado en que estamos aquí. Mira, se acerca pisando fuerte para ordenarnos que nos marchemos del jardín privado de la reina. Esto me da mucha rabia. Es una norma estúpida, y hacer que una persona de mi posición social la cumpla resulta absolutamente ofensivo. Aquí hay muchas cosas que no están bien. Alguien tiene que arreglarlas.
El corpulento y bien armado Garth se acercó a grandes zancadas, con Drustan a uno o dos pasos por detrás con sus pájaros en los hombros. El guardaespaldas habló con brevedad y firmeza. Nadie le ofreció a Eile una traducción. Breda miró a Garth con el ceño fruncido, le ofreció a Drustan una sonrisa torcida y un aleteo de pestañas y se marchó. Eile tomó a Saraid de la mano con la intención de seguirla. Si este jardín le estaba prohibido a una princesa, seguramente Ana había cometido un error al sugerirle que la esperara allí.
Garth volvió a hablar y extendió una mano. Eile retrocedió antes de que el hombre pudiera tocarla.
—Tú no, Eile —dijo Drustan—. Tú y yo podemos quedarnos aquí hasta que la reina esté lista. ¿Esa era la hermana de Ana? Es una pregunta estúpida, pues el parecido es evidente.
—¿Drustan?
—¿Qué ocurre, Eile?
—¿Podrías preguntarle a este hombre…? Es uno de los guardias del rey, ¿verdad?… ¿Podrías preguntarle…? No, no importa.
—He preguntado —repuso Drustan con aire de gravedad—. Faolan ha dejado la Colina Blanca. Garth no está autorizado a decirme a dónde ha ido. Lleva fuera unos cinco o seis días.
—¡Oh! —Otra promesa rota. Gracias a los dioses que había decidido no transmitirle el mensaje de Faolan a Saraid. De ningún modo iba a tolerar que su hija se aferrara a una falsa esperanza y se desilusionara continuamente. Si no esperabas gran cosa, resultaba menos doloroso cuando las esperanzas se hacían pedazos.
Eile tenía preguntas. La mayoría de ellas no podía plantearlas. Los asuntos de Faolan no eran asunto suyo. Nunca había estado tan claro como ahora. No habría dejado ningún mensaje. Él creía que ya había terminado con ella, que Ana y Drustan continuarían allí donde él lo había dejado.
—Supongo que nadie sabe cuándo va a regresar, ¿no? —se aventuró a inquirir.
En el otro extremo del jardín tapiado se abrió una puerta por la que salió una elegante mujer de cabello color caoba que tendría unos veintitrés años aproximadamente. Dijo algo con brío. Garth se retiró a su anterior posición y la mujer les hizo señas a Eile y a Saraid para que se dirigieran a la puerta.
—Esta señora es Ferada, la amiga de la reina —dijo Drustan—. La reina quiere conocerte. De momento, yo esperaré aquí. El único hombre al que dejan entrar en las dependencias de Tuala, aparte de a su hijo, es al rey Bridei. Esta regla se aplicará hasta que el bebé sea lo bastante mayor para salir y estar en compañía.
—Pero…
—Tuala sabe un poco de escoto —le explicó Drustan—. No pongas esa cara, Eile. Puedes hacerlo. Utiliza las palabras que practicamos. —Se dirigió hacia las escaleras que ascendían hasta lo alto del elevado adarve por el que patrullaban los guardias. Eile lo vio subir en tres zancadas, como si apenas pesara, con su cabello reluciente como un llameante destello; recordó su rareza, su maravilloso talento. La corneja y el piquituerto se alzaron de sus hombros con un aleteo mientras él avanzaba y a continuación volvieron a posarse en la muralla a su lado.
—Venid —dijo Ferada en escoto, y Eile entró tras ella.
Había esperado encontrarse a una persona con aires de grandeza, a alguien como la amedrentadora Áine, pero mayor, más alta y más ricamente vestida. La reina Tuala no era así en absoluto. Era menuda y pálida, con un bonito y desordenado cabello oscuro y unos ojos enormes. No parecía mucho mayor que la propia Eile y su sonrisa era afectuosa, aunque cauta. Aparte de su amiga, Ferada, que al parecer de Eile tenía un aspecto verdaderamente severo, las únicas personas allí presentes eran Ana y un niño muy pequeño, menor que Saraid. Y un bebé. El niño estaba de pie junto a la cuna, pero al verlas entrar se dirigió directamente hacia Saraid y alargó la mano para agarrarla del mantón. La niña utilizó a Lamento para golpearle la mano a Derelei y él la soltó. No parecía un comienzo muy prometedor.
—Sólo hablo escoto, mi señora —dijo Eile, haciéndole una reverencia a la reina y recordando la última vez que Saraid había atacado al hijo de un noble—. Lo lamento; mi hija se asusta. Hemos pasado por muchos cambios… —guardó silencio cuando Saraid soltó las faldas de su madre y siguió al pequeño hasta la cuna. El niño dijo algo como Feda y los dos se asomaron juntos a la camita. De repente los rasgos de Saraid se iluminaron con una sonrisa radiante. «Bebé», dijo, y alargó el brazo para rozarlo suavemente con el dedo.
—Ven, siéntate a mi lado —el escoto de la reina, aunque con acento, no resultaba difícil de entender—. Ferada y yo podremos juntar palabras suficientes para hablar contigo, espero. Has realizado un largo viaje, Eile.
Ella asintió con la cabeza sin apartar la mirada de los niños.
—Normalmente se porta muy bien —dijo.
—Y mi hijo también. A veces olvida la manera adecuada de hacer las cosas. Está orgulloso de su nueva hermana y se muestra protector. Parece que tu hija le gusta. Saraid, ¿verdad?
Debía de habérselo dicho Ana. Eile asintió, preguntándose cuánto le habría contado Ana. No se le ocurría ninguna razón por la que la reina de Fortriu debiera mostrar el más mínimo interés por una joven errante y su hija ilegítima. No, eso no. Le había prometido a Faolan que no diría esas cosas.
—Vi a tu hermana Breda —le dijo a Ana al recordarlo, pensando que debía decírselo—. Ahora mismo, ahí fuera. —No le diría que a Breda la habían echado del jardín, ni que había mostrado muy poco interés en encontrarse con su hermana a la que no veía desde hacía tanto tiempo. No haría ningún comentario sobre la particularmente extraña manera de hablar de Breda.
Tuala le habló a Ana en el otro idioma; la mujer rubia dio un respingo, se le iluminaron los ojos y se excusó.
—¡Um! —comentó Ferada cuando Ana se hubo marchado—. Una reunión interesante. Me pregunto qué pensarán la una de la otra. —Parecía que hablaba bastante bien el escoto.
—No hablaremos de ello ahora. —La voz de Tuala era suave; no obstante, Eile se recordó que era la reina—. Eile, Ana me ha dicho que eres una buena amiga de Faolan.
—Viajamos juntos. Él nos ayudó, a Saraid y a mí. —Entonces, tras una pausa durante la cual intentó contener las palabras sin conseguirlo, añadió—: ¿Sabes cuándo va a volver, mi señora?
—Me temo que no. Faolan trabaja para mi esposo, no para mí. Bridei domina el escoto y sé que querrá hablar contigo. También sé que el trabajo de Faolan es de una naturaleza tal que ni siquiera Bridei podrá decirte adónde ha ido o cuándo regresará.
Eile asintió. ¿El rey querría hablar con ella? No era muy probable. Aunque lo hiciera, ella tendría tanto miedo de decir algo mal que se orinaría encima cada vez que le hiciera una pregunta.
—Podemos encontraros alojamiento a ti y a Saraid aquí en la Colina Blanca —dijo Tuala—. De momento le diré a Dorica, que actualmente está a cargo, que te acomode al lado de Ana y Drustan.
—Gracias.
—Ana me ha dicho que no tienen pensado quedarse mucho tiempo. Tengo entendido que has decidido no ir al norte con ellos.
—Así es.
Los dos niños se habían acomodado en la alfombra frente al fuego. Parecía que intercambiaban palabras, aunque no estaba claro en qué idioma. Saraid tenía a Lamento sentada en su rodilla. El pequeño sostenía un caballo hecho de piedra tallada; Eile pensó que era un juguete regio, hermosamente detallado. Le pareció que el animal movía una pezuña en miniatura y agitaba su diminuta cabeza aristocrática. Debía de estar mucho más cansada de lo que creía.
—¿Faolan te explicó muchas cosas sobre la corte? —el tono de voz de la reina era dulce.
—Sólo que aquí había buena gente, mi señora, y que estaría a salvo. Dijo que quizá se me podría encontrar alguna ocupación. O en una escuela; mencionó una escuela, pero yo no voy a ninguna parte sin mi hija. Además, no creo que encajara en un establecimiento como ese. Me imagino que será todo bordar y cantar.
—Me imagino —terció Ferada con gravedad.
—Eile —dijo Tuala—, ¿qué crees que tenía pensado Faolan para ti? Ella notó que se ruborizaba.
—Creo que esperaba que me quedara con lady Ana. No creo que considerara mucho más las cosas. El hecho es que solamente tengo aptitudes para un trabajo de sirvienta: fregar suelos, lavar la ropa, cocinar platos sencillos. Me gusta cuidar del jardín. Ah, y cuidar de los niños. Se me da muy bien. —Miró a Saraid y a su compañero. Ahora su hija tenía el caballo de piedra entre sus manos cuidadosas y lo examinaba detenidamente. El niño acunaba a Lamento, escudriñando sus ojos de lana y el cuello lleno de cicatrices de batalla. A Eile se le debió de notar el asombro en la cara. Ni siquiera al encantador Phadraig se le había permitido sostener el único tesoro de Saraid.
—Derelei puede ser muy… persuasivo —comentó Tuala con una sonrisa—. Eile, Ana cree que Faolan no tenía intención de darte un puesto de sirvienta y, en realidad, no te lo ofreceremos.
—Oh. —¿La iban a hacer marchar? ¿La iban a echar antes de que pudiera tener la oportunidad de despedirse siquiera?
—Si eres amiga suya, lo cual resulta sorprendente en sí mismo por toda suerte de razones, debes recibir un trato adecuado. Quiero que tú y tu hija os consideréis como en vuestra casa. Que os sintáis a salvo. Tenéis que quedaros en la Colina Blanca todo el tiempo que queráis.
Eile notó el picor de las lágrimas en los ojos. Recordó la Cuesta del Endrino y a Áine. Debía aprender a ser cauta; los recibimientos calurosos no se traducían necesariamente en futuros felices.
—Gracias, mi señora. Yo quiero trabajar. Quiero ganarme el sustento, y el de Saraid. Cualquier otra cosa no estaría bien. —Consideró el éraic, la fenomenal suma que tardaría toda una vida en devolver.
—Hablaré con mi esposo. Saraid y tú necesitáis tiempo para descansar y recuperaros. Aquí, en la corte, hay varios niños que tienen aproximadamente la misma edad de tu pequeña. Todo chicos, me temo, y bastante escandalosos. Tu hija parece una criaturita muy tranquila.
—No ha tenido más remedio —todas esas veces con Dalach, y Saraid sentada fuera en el peldaño, inmóvil como un ratón, esperando. Se estremeció cuando le vino ese recuerdo a la memoria.
—Tal vez sirva de ejemplo —dijo Tuala. Miraba a los dos niños, que tenían las cabezas juntas y susurraban. Derelei ayudaba a Lamento a acariciar el caballo.
—Hay ciertas normas que tienes que conocer. —Ferada casi no había dicho nada y ahora su voz fue como un jarro de agua fría—. Ha habido que adoptarlas para mantener a salvo a la reina y a su hija recién nacida. Sólo unas cuantas personas tienen permitida la entrada a estas dependencias y a la parte del jardín adyacente. Hay dos guardias de servicio para que esto se respete en todo momento. Ahora mismo la corte está muy concurrida. Las normas se relajarán un tanto cuando las visitas se hayan ido. Consultamos con Faolan durante su breve parada aquí. Él lo aprobó.
—Ah. —Eso explicaba lo que había dicho Breda de que le pedirían que se marchara del jardín privado. Resultaba extraño que la prohibición se aplicara a la propia Breda, siendo la hermana de Ana—. En tal caso imagino que deberíamos marcharnos. ¿Es esto lo que estás diciendo? Saraid, ven conmigo.
—Eile… —empezó a decir Tuala, pero Ferada terció, ceñuda:
—Estaréis cansadas. Llamaré a alguien para que te enseñe…
—No es necesario —dijo Eile, que se dio cuenta de la tirantez de su voz—. Drustan dijo que me esperaría. No me acercaré al jardín, no os preocupéis. Estamos acostumbradas a no molestar a la gente —y entonces, cuando las dos la miraron, añadió—: Mi señora.
—Eso no era lo que Ferada quería decir, Eile —le explicó la reina con calma—. Eres amiga de Faolan. Estoy segura de que con el tiempo también llegarás a ser amiga nuestra —dirigió la mirada a los niños, a Saraid que volvía a estar pegada a las faldas de Eile y a Derelei que parecía alicaído—. Mi hijo ya tiene ganas de que así sea, creo. Pero tienes razón, ya es hora de que te vayas. Tienes que instalarte. Ana me ha dicho que estás un poco preocupada por el hecho de no entender el idioma priteni. Tenemos a un anciano erudito que disfrutaría enseñándote el idioma; como maestro es mucho menos aterrador que Ferada, aquí presente, y obtiene magníficos resultados. Hablaré con Wid. Le vendrá bien tener algo que lo mantenga ocupado.
—Gracias, mi señora. Antes de irme, ¿podría ver al bebé? ¿Feda, se llama?
Vio que Ferada estuvo a punto de decir que no y la propia Tuala pareció vacilar, pero Derelei oyó el nombre y se puso en pie de un salto.
—Ver Feda —dijo, y extendió la mano para conducir a Eile hacia la cuna. La joven comprendió ese poquito en el idioma priteni.
—Anfreda —rectificó Tuala—. Se llama así por la madre de Bridei, que se casó con el rey de Gwynedd. Derelei se aprendió su nombre enseguida. Tiene más de dos años, pero no habla mucho.
—Aprenderá a su propio ritmo, estoy segura —dijo Eile—. Todos los niños son distintos. ¡Oh, es preciosa! ¡Se parece tanto a ti! —Eile contempló la piel translúcida, las pestañas largas, el cabello negro como el carbón. De repente, el bebé abrió unos ojos grandes, profundos y extrañamente sabios que la miraron—. Es muy hermosa. Y muy…
—¿Poco corriente? —el tono de voz de Tuala era despreocupado—. Mi madre era de otra raza. ¿Faolan no te lo mencionó?
Eile negó con la cabeza y se apartó de la cuna. Si estaban tan preocupados por la seguridad personal que no dejaban entrar a la gente al jardín, seguro que no querrían tener a una perfecta desconocida como ella cerca del bebé.
—Hablamos principalmente de nuestras casas, de cómo nos habían ido las cosas antes. Y sobre mi padre, a quien él conocía. Luego estaban las cosas del día a día: conseguir comida, mantener el fuego encendido, cuidar de Saraid. —Volvían a mirarla de forma extraña, como si fuera una curiosidad. Eso la ponía nerviosa—. Cuando hablaba del rey Bridei y de ti, sólo decía que erais buenas personas, sensatas y amables. No dijo nada sobre cunas ni linajes.
—Son cosas que no deberían importar —dijo Ferada—. Pero aquí en Fortriu sí importan. Algunos de nosotros optamos por hacer caso omiso y nuestras vidas se complican como resultado de ello.
—No lo entiendo.
Tuala dijo:
—Mi madre era… Dime, ¿en tu tierra tenéis a una raza de gente que pertenecen… que moran en un reino que se halla fuera del mundo humano, cuyas viviendas se encuentran en lo más profundo del bosque, o en pozos y cuevas, en lugares al otro lado de un margen invisible? Mi madre pertenecía a esa raza. Aquí en Fortriu llamamos a los de su especie los Seres Buenos, aunque es un término que no abarca de forma adecuada tan extenso y variado despliegue de seres.
Eile tuvo la sensación de que a Tuala le daba un poco de miedo la reacción que pudiera tener. Le sorprendió que la reina de Fortriu pudiera temerla a ella, una mera… No, no iba a permitirse ni pensarlo.
—Los llamamos los Seres Bellos —respondió con cierta vacilación—. Nunca supe con seguridad si eran reales o sólo una leyenda. Esta es una tierra muy extraña. —Era maravilloso, la verdad. Si un hombre podía estar hablando contigo y al cabo de un momento transformarse en pájaro y la gente aceptaba como reina a una persona que sólo era medio humana, quizá allí hubiera lugar incluso para ella—. Tu padre debe de ser un hombre de cierta importancia para que hayas llegado tan alto. Lo siento, ha parecido una descortesía…
—¡Oh, sí! Sí es importante. —La sonrisa de Tuala fue un tanto extraña, como si estuviera triste y alegre al mismo tiempo—. Y no te disculpes, por favor. Estoy segura de que comprenderás la necesidad de ser discretos sobre lo que se habla aquí. Te lo he contado únicamente porque Ana me ha asegurado que tanto ella como Faolan te consideran de absoluta confianza. Ella es una buena amiga mía y sé que puedo fiarme de su criterio. Y Faolan nunca se equivoca juzgando a la gente.
Eile no pudo evitar que le temblara la voz:
—Gracias, mi señora. No revelaré ninguna confidencia.
—Feda hambre —dijo Derelei, y así era, en efecto. Ferada acompañó a las visitas a la puerta con expresión adusta.
—Adiós, Derry —dijo Saraid, que se quedó atrás y se despidió con la mano.
Derelei puso cara de estar a punto de echarse a llorar. Su madre le dijo algo y el niño se animó.
—Le he dicho que puede jugar con Saraid mañana, si a ti te parece bien, claro —dijo Tuala—. Ahora ve y descansa bien. Me alegro de haberte conocido. Y estoy sumamente sorprendida. Nunca habíamos conocido a ningún amigo de Faolan. Siempre nos decía que no tenía ninguno.
Qué te ha parecido? —le preguntó la reina de Fortriu a su amiga un poco más tarde, cuando Anfreda mamaba y Derelei se había ido con su niñera.
—Que eres demasiado confiada —respondió Ferada—. No conoces a esta chica. Podría ser cualquiera.
—Confío en Ana. Ella dice que Eile es hija de su padre y él, tengo entendido, fue valiente y noble hasta un extremo sobrehumano. ¿Acaso no se sacrificó por los tres, por Ana, Drustan y Faolan? Esta muchacha parece sincera. Me gusta su honestidad. Es muy madura para su edad.
—Si utilizas este argumento, podrías deducir que nuestra amiga Breda debe de ser gentil, sensata y honorable simplemente porque es hermana de Ana.
—Está Derelei. Él se puso en guardia al instante con Breda. A esta chica le permitió acercarse, que admirara al bebé. Le tomó la mano.
—Tuala —dijo Ferada—, puede que tu hijo sea un niño excepcional, pero sólo tiene dos años. Probablemente le llamara la atención la hija de Eile. Supongo que ni siquiera se le ocurrió pensar en el peligro. La pequeña es una niña encantadora.
—Sí, ¿verdad? —Tuala contempló a su amiga con mirada sabionda.
—No dije que quisiera una —replicó Ferada, que levantó la mano para arreglarse un peinado ya inmaculado. Últimamente le había dado por vestir con más sencillez, acorde con su nuevo papel como directora de una innovadora escuela para las jóvenes de la nobleza. Sin embargo, en todo momento había conservado la elegancia natural de su atuendo y su porte.
Tuala suspiró.
—¡Pobre Ana! —dijo—. Espero que las circunstancias sean distintas cuando volvamos a verla. Concebir un niño tan rápido y perderlo tan pronto… Para ella ha sido un golpe tremendo. Nunca ha ocultado que ansiaba tener un esposo e hijos. Imagino que la llegada de Faolan con esta chica y su hija justo en el momento más doloroso no le ha resultado de ayuda. Aunque Ana, generosa como es, fue toda elogios respecto al coraje y la inventiva de Eile.
—Puede ser —el tono de Ferada fue seco, aunque sus ojos expresaban simpatía—. Estoy de acuerdo, son unos momentos tristes para Ana, y espero que ella y su singular compañero tengan más suerte en el futuro. Pero en cuanto al tema de esta chica, no puedo coincidir contigo, Tuala. En una época tan peligrosa debes acatar tus propias reglas, es una completa desconocida.
—Tú no estabas presente cuando Ana y Faolan llegaron a casa el pasado otoño. Él se hallaba muy perjudicado por lo que había ocurrido en su viaje, y no me refiero únicamente a la pierna destrozada. Estaba… perdido de algún modo. Desolado. Ana y Drustan se preocupan muchísimo por él. Y también Bridei. Ana quiere que la chica se quede aquí al menos hasta que vuelva Faolan. Cree que, de alguna manera, es importante. No conozco el pasado de Eile y Ana tampoco. Por lo visto, es igual de retraída que Faolan. Ana cree que ha pasado una época difícil. Quiero confiar en esa chica, Ferada. Mi instinto me dice que puedo hacerlo.
—Una cosa sí le reconozco. No parpadeó cuando le hablaste de tus orígenes. Cuesta sorprenderla para ser tan joven.
—No sabemos cuántos años tiene.
—Yo no le pondría más de diecisiete; más o menos de la edad de Breda. Por mi vida que no me imagino a Breda criando a un hijo. Seguro que su descendiente no sonríe al ver un bebé ni comparte sus juguetes.
Tuala sonrió.
—Le dio un golpe en la mano a Derelei.
—Eso fue lo que más me gustó —dijo Ferada—. Un hombre debe aprender a pedir permiso antes de tocar.
—Hablando de estos temas —dijo Tuala—, tus hermanos están creciendo deprisa. No me refiero tan sólo a su buena disposición para entretener a los más pequeños. La reina Rhian me ha dicho que Bedo está mostrando mucho interés en una de las sirvientas de Breda, una chica llamada Cella. Encantadora, dijo Rhian, y con muy buen carácter. El comportamiento de ambos es totalmente discreto, por supuesto: breves charlas en el Gran Salón, miradas cuando creen que nadie los ve, una sonrisa especial. Tengo tendencia a pensar en Bedo y Uric como si fueran niños, pero está claro que ya son unos jovencitos.
—Sí. —Los finos labios de Ferada se torcieron en una sonrisa—. Me esforcé mucho para asegurarme de que crecieran bien. Sí, son buenos chicos, debo admitirlo, a pesar de todos los dolores de cabeza que me han causado. Claro que lo de Bedo y esta chica no llegará a nada. Es demasiado joven. En cuanto a Eile, Tuala, prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Habla con Bridei antes de decidir hacerte amiga de la chica. Al fin y al cabo, es escota, y a mucha gente les va a parecer extraño. Ahora mismo se supone que no tienes que llamar la atención de manera desfavorable. Comprueba si Bridei está de acuerdo con esta teoría de Ana. Para ser un individuo tan adusto y hermético, Faolan parece tener a mucha gente que se preocupa por su bienestar. A un hombre como él lo hubiera considerado más que capaz de dirigir su propia vida.
—Ya oíste a Eile —repuso Tuala, que cambió de posición a la niña para que mamara del otro pecho—. Viajó con él desde su tierra natal. Hablaron sobre el pasado. Cuidaron juntos a una niña de tres años. Estamos hablando de Faolan.
—Quizá esta sea la prueba de que la chica miente.
—Eres muy cínica, Ferada. Recuerda que Ana habló con el propio Faolan. Él quería que cuidáramos de Eile.
—Si tanto le preocupa, ¿por qué se marchó antes de que ella llegara?
—Porque no tuvo alternativa —de repente Tuala se puso seria—. Su reticencia no le ha hecho ningún favor ni a Eile ni a él. Hablaré con Bridei, por supuesto. Hablamos de todo. ¿No lo hacéis también Garvan y tú?
Drustan ayudó a Eile y a Saraid a instalarse en sus nuevas dependencias y luego fue a buscar a su prometida. Mandó a la corneja delante y, cuando esta volvió volando a él, sólo tuvo que seguirla por el jardín hasta un pequeño patio superior protegido por un muro cubierto de hiedra. En el patio había una mesa redonda de piedra y desde allí, por encima del parapeto, se dominaban las bajas colinas y el distante mar. Ana estaba muy quieta, con una mano en la mesa y la otra cerrada contra su boca. A medio camino del patio Drustan se dio cuenta de que estaba llorando.
Subió los escalones que faltaban de una zancada y fue a rodearla con sus brazos.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —le preguntó con los labios pegados a su pelo.
—Estoy bien —dijo ella—. Lamento haberte preocupado.
—No pareces estar bien, querida. Dime. ¿Qué es lo que te ha entristecido tanto?
—Me encontré con mi hermana. Breda. Ya sabes cuánto lo anhelaba, cuánto deseaba que llegara el momento de volver a verla ahora que ha crecido —le temblaba la voz.
Drustan le dio un beso en la frente, pero no dijo nada.
—Ella… Al verla le eché los brazos al cuello y la abracé. Noté cómo todo su cuerpo se ponía tenso, como si el contacto conmigo le resultara desagradable. Fue extraño. Extraño y terrible. Pensé que quizá tuviera miedo, pues debía saber que podría ser la siguiente rehén. Y entonces pensé que todavía era joven. Aquello debía de resultarle muy extraño, encontrarme después de tanto tiempo; quizá no sabía qué decir. Intenté hablar con ella, empezar a explicarle lo mucho que lamento todos esos años perdidos y cuánto la he echado de menos y me he preocupado por ella. Se limitó a mirarme como si no me viera, Drustan. No parecía interesarle nada de lo que le decía. Estuvo… fríamente educada. Como si yo fuera una desconocida, y bastante aburrida, además.
—Lo siento —murmuró él—. No te mereces esto, después de todo lo que has pasado. Quizá Breda tan sólo necesite tiempo.
—Quizá. —Ana parecía dudarlo—. Espero que sólo sea eso. Estuvo… no sé cómo describirlo, pero me hizo sentir incómoda. Y… esto te va a parecer una tontería, pero estuvo muy maleducada, como si nunca hubiera aprendido a comportarse de forma apropiada con la gente. Sin embargo, ya lleva tiempo en la corte de nuestro primo. Debería saber ciertas cosas. Es como si no le importara. No le dije nada del bebé —las lágrimas empezaron a caer de nuevo y a Drustan se le encogió el corazón. La tristeza de Ana hacía que se sintiera impotente.
—Vamos —dijo—. ¿Estás lista para entrar? Tengo entendido que nos han alojado en tu antigua alcoba, una estancia muy confortable con hermosos bordados en las paredes. No me resultó difícil adivinar qué manos los habían creado. Eile y Saraid están en la habitación de al lado. Si no quieres hablar más con Breda, no es necesario que lo hagas.
—Por supuesto que quiero —repuso Ana mientras bajaban por las escaleras—. Pero no estoy segura de saber cómo hacerlo.
Eile comprendió que le habían ofrecido una oportunidad en la Colina Blanca, por lo que tomó la determinación de tragarse sus dudas y recelos y aprovecharla al máximo. El anciano erudito, Wid, era estricto y amable a la vez. Por lo visto pasaba gran parte de su tiempo sentado en una posición estratégica allí donde el jardín privado de la reina lindaba con la más amplia extensión del jardín general con sus arriates de hortalizas y hierbas, sus considerables estanques, sus pequeñas estatuas y los miles de lugares por los que pasear, descansar o, en el caso de los niños y los perros, correr por ahí persiguiendo cosas. Al observar la pauta que seguían las guardias, el hecho de que Garth o Dovran solieran estar de servicio allí con algún otro hombre de un pequeño grupo cuyos miembros se iban turnando, Eile dedujo que Wid, con su barba blanca y su feroz nariz aguileña, era un miembro no oficial del grupo cuyo papel consistía en alertar a los demás con una tos o un movimiento si veía algo adverso.
Wid era un buen profesor. Eile pasaba diariamente parte de la mañana con él y en menos de un cambio de luna había adquirido un conocimiento del idioma suficiente como para probar sus habilidades básicas con otras personas empezando, tal como le había sugerido su profesor, con los guardaespaldas del rey, que a menudo se hallaban convenientemente presentes al otro lado del jardín. Al principio se había sentido cohibida con ambos. Garth era corpulento, de ese tipo de hombres ante los que ella se acobardaba de forma instintiva, pero tenía una sonrisa agradable y Eile había visto lo dulce que era con sus hijos pequeños. Dovran era serio y severo; se tomaba muy en serio sus obligaciones. Eile no creyó que se dignara a hablar con ella. Resultó que sus vacilantes esfuerzos provocaron respuestas amistosas por parte de ambos y logró mantener una breve conversación diaria con aquel de los dos que estuviera de servicio. La conversación solía limitarse a unos comentarios sobre el tiempo o a preguntar educadamente por la salud de la familia, pero a medida que iban pasando los días Eile se fue volviendo cada vez más audaz en su uso de las palabras. Se sentía reconfortada cuando la entendían y le contestaban de un modo sencillo para que, a su vez, ella también los comprendiera. Wid expresaba su satisfacción exigiéndole más.
Saraid estaba aprendiendo más deprisa aún. Mientras Eile estudiaba, su hija jugaba con Derelei, que se había pegado a la recién llegada excluyendo todo lo demás. Quizá decir que jugaban no era exacto. Por norma general, se los podía ver sentados tranquilamente en un rincón, con Lamento como inevitable tercera presente, examinando algún objeto de interés mutuo —una pluma, una hoja, una piedra con dibujos— y susurrando en un lenguaje que se hallaba a mitad de camino entre el de los escotos y el de los priteni. Esta amistad enseguida les había proporcionado acceso a Saraid y Eile a la parte privada del jardín. Para su sorpresa, la joven se encontró en alguna ocasión con que la dejaron a cargo de los dos niños, aunque nunca sola por completo; siempre había un guardia en algún lugar por ahí cerca. Saraid era entonces una visitante asidua de las dependencias de la reina; Tuala decía que su compañía era excepcionalmente buena para Derelei. A Eile le costaba creer que, por lo visto, antes de su llegada, el hijo del rey se pasaba el día corriendo por ahí con los activos gemelos de Garth y que los tres volvían locos a todos los de la casa con su exaltación.
Eile había tenido su propio enfrentamiento con los gemelos. Una tarde lluviosa se había ofrecido voluntaria para cuidar a los cuatro niños mientras Elda descansaba. La esposa de Garth esperaba un bebé que estaba previsto que llegara en menos de dos cambios de luna y sus hijos la agotaban. Eile había cogido una serie de bolas y se había llevado a su pequeña tropa a un patio cubierto resguardado del viento. Marcó la meta con tiza y se turnaron para hacer que la cruzaran rodando el mayor número de bolas posible. Convencieron al hombre de armas, cuyo trabajo consistía en montar guardia allí cerca, para que lo intentara, pero se estaba riendo tanto que falló por un palmo. Se generó un ambiente escandaloso, competitivo y caótico; los gemelos estaban colorados y trataban de ganarse mutuamente, Derelei se retiró para observar desde un escalón y Saraid, para sorpresa de su madre, jugó un poco, observó un ratito y luego asumió el mando.
—Gilder, deja la bola. Le toca a él.
—¡Me toca a mí!
—He dicho que no. Le toca a Galen. —Tenía las manos en las caderas, como un comandante en miniatura, y Gilder, un niño de ojos redondos, cedió la bola.
—Ahora le toca a Derry. Vamos, Derry.
Derelei se levantó, obediente a la voz de su nueva alma gemela, y lanzó las bolas por encima de las losas logrando que todas pasaran entre las marcas de tiza. Para que este resultado perfecto fuera posible, hubo una bola que tuvo que cambiar bruscamente de dirección mientras rodaba. Saraid le dirigió una mirada fulminante al niño, que tuvo la gentileza de mostrarse avergonzado.
—Esa no vale —declaró la niña—. Vuelve a tirar.
Y así había seguido todo, de forma pacífica y civilizada, hasta que la madre de los gemelos, renovada por el descanso, vino a buscarlos e invitó a Saraid a jugar con Gilder y Galen siempre que quisiera. Elda habló despacio y utilizó gestos; Eile descubrió con deleite que la entendía y que sabía palabras suficientes para aceptar su oferta con educación.
—Saraid jugar con Derry —dijo Derelei con su semblante infantil ceñudo.
—Tú también —se apresuró a decirle Elda—. Y tú también puedes venir, por supuesto —añadió dirigiéndose a Eile con una sonrisa—. Podría enseñarte la destilería, si es que te interesa.
Había muchas cosas que le interesaban: las hierbas y pociones de Elda, la maravillosa música que se tocaba en el gran salón después de la cena, las historias que Tuala les contaba a los niños y que le recordaban a los relatos que su padre le narraba mucho tiempo atrás. Se le ocurrió que, siendo ella muy pequeña, debió de haber oído el idioma priteni en casa, puesto que su padre y Anda procedían de territorio caitt, de los reinos del norte de los que era originario Drustan, y seguramente debían de haber hablado su lengua materna de vez en cuando entre ellos. Se preguntó en qué habría invertido Anda la fabulosa suma que Faolan le había pagado por su libertad. Se preguntó si su tía tenía la capacidad de utilizar el dinero sensatamente o si volvería a caer víctima de otro hombre como Dalach, un hombre que veía a las mujeres como posesiones que podía utilizar, explotar y dejar de lado. Se sorprendió al reconocer que un atisbo de lástima se entremezclaba con los sentimientos que le inspiraba su tía. Esperaba que Anda la hubiera perdonado. Empezó a pensar que tal vez, algún día, ella también sería capaz de perdonar.
A Saraid y a ella les habían asignado una pequeña alcoba al lado de la que compartían Ana y Drustan. En ella había una cama cómoda, una mesa pequeña, un arcón para guardar las cosas y en el que sus posesiones sólo ocupaban un rincón y una ventana que daba al jardín. Los postigos podían cerrarse para que no entrara el viento helado y abrirse para dejar entrar el sol. En la cama había una manta teñida de verde y una alfombrilla de fieltro también verde en el suelo. No era la casa de la colina, pero era un buen sitio. Eile se ordenó que no le gustara demasiado, no empezar a darlo por sentado. Si se permitía hacer eso, inevitablemente, se lo arrebatarían.
Ana y Drustan no tardarían en marcharse. Ella percibía su agitación, el profundo deseo de emprender su nuevo viaje. Se le había ocurrido que su situación en la Colina Blanca podría cambiar cuando ya no estuviera bajo su protección. Ana la trataba como a una amiga, aunque fuera una amiga muy desconcertante. La actitud de Drustan hacia ella parecía en parte la de un hermano mayor y en parte la de un sabio consejero. Su dominio del escoto lo había convertido en el destinatario de ciertas confidencias que Eile no podía expresarle directamente a Ana. Iba a echarlos muchísimo de menos a los dos. Tenía la impresión de que era gracias a ellos que no había descendido a su posición natural en la jerarquía de la corte, que hubiera estado en lo más bajo, fregando suelos, haciendo la colada y comiendo en la cocina y no en una mesa del gran salón con reyes y princesas. Sin el patrocinio de Drustan y Ana hubiera descendido por debajo del nivel medio, el que integraban personas como Garth y Elda, que se hallaban en algún punto entre los sirvientes y los dirigentes. Los dirigentes también se dividían en dos niveles: estaban los consejeros y jefes de clan, los druidas y las mujeres sabias y, por encima de todos ellos, las personas de sangre real. Claro que en la Colina Blanca había lugares en los que dicho orden se mezclaba. Tuala trataba a Elda como a una amiga; sus hijos jugaban como iguales. Eile se imaginaba que Faolan sería otra pieza que no encajaría bien en el rompecabezas, y quizá fuera esa la razón por la que ella, inesperadamente, había trabado amistad con las personas de alcurnia y podía deambular por su jardín cuando quisiera y aprender de su viejo maestro.
Eile había conocido al rey. Había sido necesario, por mucho que a ella le intimidara, pues él había solicitado verla poco después de su llegada. Bridei no era un hombre de físico formidable como Garth y tampoco poseía el notable atractivo de Drustan. Sin embargo, no había duda de que era un rey. Eile sintió su autoridad innata desde el momento en que lo vio, una figura erguida, de espaldas anchas, que se movía entre sus asistentes ofreciendo ora una sonrisa grave, ora una palabra considerada. Cuando la llamaron para que fuera a verle, el rey se hallaba a solas con Tuala, y a Eile le había costado un poco dominar los nervios, pero le había parecido una persona cortés, directa y perceptiva. Se había dirigido a ella como a una igual y eso le había gustado. Eile intuyó que el rey tenía preguntas sobre Faolan, preguntas que no estaba del todo dispuesto a hacer. Ella le contó lo mismo que a Tuala de forma breve y precisa, sin entrar en detalles.
Al final de la reunión, tras explicarle la naturaleza del trabajo de Faolan y su frecuente necesidad de viajar sin previo aviso, Bridei había dicho algo que Eile estuvo a punto de pasar por alto, pues ella estaba pensando en Saraid, que se hallaba al cuidado de Ana y que quizá estuviera inquieta al no verla.
—… extrañamente reacio a marcharse. Nunca lo había visto dudar anteriormente —estaba diciendo Bridei.
—¿Perdona? —Eile regresó de pronto al tiempo y lugar presentes—. ¿Podrías repetirlo, mi señor?
—Faolan sabe cuando una misión requiere sus propias habilidades en particular. Esta era una de ellas. Él siempre está dispuesto a ofrecerse voluntario de inmediato y a partir enseguida. Es el mejor de mis hombres. En esta ocasión fue distinto. Noté que tenía reservas, que quería decirme algo, pero no encontraba palabras. Supongo que ya sabes cómo es.
Eile se sorprendió sonriendo; era ridículo, Bridei pensaría que era boba. Le dio las gracias al rey, se excusó y regresó a toda prisa a su pequeña alcoba con aquellas palabras abrazadas a ella, como un regalo inesperado y maravilloso. Al fin y al cabo, Faolan quizá no la había dejado de lado como algo sin importancia. Tal vez no había olvidado que los niños pequeños esperan que las promesas se cumplan. Eile sabía cómo era. Él habría querido estar allí; hubiera deseado, al menos, dejar un mensaje. Quizá había intentado expresarlo con palabras y no había podido, consciente de que su deber principal era hacia su rey: un hombre bueno y magnífico que se merecía lealtad. Eile no estaba segura de lo que eso significaba. Sólo sabía que con ello se mantenía vivo un nuevo y minúsculo calor en su corazón.
Al rey de Fortriu nunca le había gustado cazar. Poseía habilidades para ello, pues estas formaban parte esencial de la educación de cualquier noble priteni, así como el combate sin armas y la equitación, la capacidad de mantener un debate lógico y los conocimientos de música y poesía. Al haber sido criado por un druida, Bridei había recibido una capacitación un tanto más extensa que comprendía un profundo conocimiento de las enseñanzas y un amor por los dioses de su tierra más profundo aún. A todo ello se sumaba la conciencia de que la vida de la Cañada y la del más extenso reino era como una enorme red, intrincadamente entretejida y delicadamente equilibrada. Los seres humanos, las criaturas y la gente del otro lado de los márgenes habían desempeñado un papel vital en ello. Una cosa era matar a un ciervo para comer. Los dioses aceptaban la necesidad del derramamiento de sangre siempre y cuando el cazador realizara la matanza con el espíritu adecuado, con gratitud y respeto. Perseguir y matar por diversión era un asunto totalmente distinto y, siempre que podía, Bridei lo evitaba.
A veces uno tenía que apretar los dientes y hacer lo que era necesario. Había descuidado a Keother. El rey de las Islas Luminosas era un hombre de buena posición y tenía la capacidad de convertirse en un importante aliado o en un poderoso enemigo. Bridei sólo podía dejar su entretenimiento en manos de Aniel y Tharan durante un tiempo antes de que su constante ocupación en otras cosas pudiera interpretarse como un insulto. En lo concerniente a Breda, a Bridei le habían indicado que se trataba de una chica difícil, inquieta y falta de tacto. Aunque Dorica y las otras mujeres mayores de la casa no lo dirían, Bridei se había ido dando cuenta de que su joven invitada estaba sacando de quicio a todo el mundo. El hecho de ver a su hermana después de pasar tanto tiempo separadas no había servido para tranquilizarla. Tuala le había dicho que Ana, a su vez, parecía entristecida por el encuentro y no se había apartado de su ferviente deseo de contraer matrimonio y abandonar la Colina Blanca lo antes posible.
La viuda de Ged, Loura, y su hijo habían llegado de Abertornie trayendo con ellos a su druida local, un hombre tímido llamado Amnost. Fueron llegando otros invitados procedentes de lugares más distantes, entre ellos Umbrig, jefe de clan de los caitt, tan enorme y osuno como siempre. Sin embargo, Carnach no llegó. No se sabía nada de él y, de momento, tampoco nada de Faolan, que se había marchado hacía veinte días. La fiesta del Equilibrio había pasado hacía tiempo y ya casi era verano. No podían esperar más. Bridei fijó los esponsales de Ana y Drustan para la luna llena, dentro de dos días; el banquete de la victoria se celebraría la noche siguiente. Entonces se llevó de caza a sus visitas reales.
Fue una expedición a caballo con halcones y perros, apropiada para las onduladas tierras costeras situadas entre la Colina Blanca y la fortaleza del rey en Caer Pridne. Por aquella zona y estando tan temprana la estación lo más probable era que consiguieran presas pequeñas: conejos y liebres, uno o dos zorros y, más cerca del mar, grandes bandadas de pájaros de las marismas. Formaban un grupo numeroso, pues la mayoría de jefes de clan guerreros habían agradecido la oportunidad de ejercitar a sus caballos y de escapar de los confines de la corte durante un tiempo. Al verlos cabalgar, riendo y bromeando, Bridei recordó el otoño anterior y el campo de Dovarben donde muchos hombres buenos habían caído bajo su bandera. Entre los rostros saludables y sonrientes de sus jefes de clan, Bridei vio entretejidos a unos jinetes fantasmales, los hombres leales que había perdido en la empresa para recuperar Dalriada: su guardia y amigo Breth; el extravagante y alegre Ged, que había yacido sobre su sangre musitando palabras de alegría y dolor; los hombres de Pitnochie a quienes Bridei conocía desde que tenía cuatro años y lo mandaron a que lo ahijara un druida. También había otros cabalgando allí; los priteni habían sacrificado a generaciones de hombres para recuperar su territorio y su orgullo. «No voy a pensarlo —se dijo Bridei—. No voy a hacerme la pregunta». Pero siempre la tenía en la cabeza. «Pagué un precio monstruoso por mi victoria. ¿Valió la pena? Si aquellos que cayeron pudieran hablar ahora, quizá les oiría decir: “No luchaste por la corona de Circinn; malgastaste la ventaja que ganamos para ti”».
Había unas cuantas mujeres en la partida. Breda había traído a tres miembros de su séquito. Algunas de las esposas habían acompañado a sus maridos, pero la mayoría se habían quedado. Ana y Drustan tenían motivos poderosos para no querer ver cómo levantaban a los animales para matarlos. No había sido necesario brindarles una invitación, bastó con advertir a Drustan de la cacería para que él y sus criaturas no se pusieran en peligro inadvertidamente.
También habían acudido los hijos de Talorgen. Ahora eran unos jóvenes apuestos. Bridei no podía mirarlos sin ver a Gartnait, su hermano mayor, que había sido su amigo más íntimo. Tiempo atrás, Gartnait se había visto envuelto en el complot de su madre para matar a Bridei y había pagado el precio de esa traición con su propia vida. El pasado tenía muchas sombras, oscuros recuerdos que se cernían sobre los días más soleados y las ocasiones más jubilosas. Los hombres buenos cometían malas acciones; los amigos leales se veían recompensados con la muerte. Dudas que amenazaban con paralizar la mano que debía moverse con decisión para gobernar. Si no recibía pronto noticias de Carnach, tendría que nombrar a otra persona como jefe de guerra. Si Faolan traía la noticia de un levantamiento debería actuar con rapidez contra un hombre que había sido su seguidor incondicional desde el primer día de su reinado. Eso no estaba bien. El instinto le instaba a esperar. Pero no podía esperar mucho tiempo; todos estaban allí, en la corte, y en cuanto Faolan regresara, Bridei tendría que tomar la decisión. Era el rey. Debía llevar las riendas.
La cacería fue bien. Otra parte esencial del boato de una corte real era tener un completo y saludable surtido de aves de presa. A los invitados les asignaron un pájaro y los jefes de clan locales trajeron los suyos. El halcón de Keother cobró una liebre; el de Talorgen, un zorro. Otros también tuvieron éxito. Aled, el joven hijo de Ged, abatió una paloma con el azor que se había traído de casa. Bridei hizo volar a su halcón porque no deseaba llamar la atención negándose a participar, pero su ave no cazó nada; era la voluntad de los dioses que aquel día el rey no cobrara ninguna vida, y les dio las gracias por ello.
Breda no cazó. Montaba bien, se mantenía recta y su figura se veía favorecida por la túnica de corte sencillo y la falda azul oscuro que vestía. Llevaba la abundante cabellera rubia recogida atrás en una ingeniosa especie de redecilla con cuentas. Breda observó a una de sus sirvientas que hacía volar a un pequeño esmerejón que cazó una polla de agua todavía más pequeña. Observó al hijo de Talorgen, Bedo, que felicitó a la sirvienta y desmontó para ayudarla a coger la presa y volver a ponerle el capirote al sobreexcitado pájaro. Observó a Uric, que la miraba lánguidamente. Dirigió también varias miradas en la dirección aproximada de Bridei, quien supuso que no era él, con sus veintiséis años, casado con hijos y de aspecto sólo corriente, a quien la muchacha le había echado el ojo. Aquel día había traído a Dovran como su guardia personal y había dejado a Garth de servicio con Tuala y el bebé. Dovran era joven y de complexión fuerte; tenía tendencia a atraer las miradas de las damas de un modo en que no lo había hecho antes ningún otro guardaespaldas de Bridei. La disciplina que Garth le había inculcado implicaba que Dovran estuviera haciendo caso omiso de Breda de un modo muy meritorio. Tanto ella como Keother tenían designados a sus propios observadores, Bridei se había cerciorado de que así fuera. La única función de Dovran era garantizar la seguridad del rey. No habría conservado su puesto tanto tiempo si no hubiera desempeñado bien su trabajo.
Ocurrió cuando menos se lo esperaban. El pájaro de la joven dama estaba causando problemas, aleteaba e intentaba escapar del guante. Ella estaba de pie a cierta distancia de su montura y los dos hijos de Talorgen estaban ocupados ayudándola a encapirotar bien al esmerejón. Otros estaban sentados en sus caballos, con los halcones tranquilos en las manos, hablando de esto o lo otro; ya casi era hora de regresar a casa y cenar agradablemente. Unas nubes rizadas salpicaban el cielo, teñidas de oro por el sol de la tarde; los gansos, nerviosos por la presencia de los halcones, balbuceaban su reclamo sin cesar por las marismas.
—Mi señor rey —dijo Keother, que situó su caballo junto a Bridei—, ¿qué opinas de…?
Breda soltó un grito, un repentino y penetrante sonido de absoluto terror. Su caballo se empinó, dejándola a ella colgando peligrosamente, con los pies fuera de los estribos y las manos retorcidas en la crin del animal. Los cascos delanteros de la criatura descendieron con fuerza entre una multitud de personas y el animal echó a correr.
No hubo tiempo para pensar. En el instante en que Bridei miró a Dovran, los dos hombres espolearon a sus monturas, que salieron tras la asustada yegua y su jinete, que se aferraba desesperadamente. El terreno era ondulante, una pradera salpicada de inesperados agujeros y tachonada con grandes piedras de superficie rugosa. Si Breda caía o salía despedida podía romperse el cuello o fracturarse la cabeza. La chica tenía una rodilla sobre la silla, pero casi todo su peso seguía pendiendo de las manos que se asían. No podría aguantar mucho más. Los gritos y chillidos se desvanecieron rápidamente a sus espaldas y sólo quedó el golpeteo de los cascos, los graznidos de los pájaros y el distante batir de las olas.
—¡Socorro! —chilló Breda, y la yegua volvió a asustarse, con lo que viró rápidamente en dirección al terreno pantanoso. Bridei conocía bien aquel lugar. Allí cerca había una ciénaga succionadora; el pantano que aminoraría la velocidad de la aterrorizada huida podía igualmente tragarse a caballo y jinete a la vez.
El rey hincó los talones en los flancos de Nieveardiente y, a su izquierda, Dovran espoleó también a su montura para seguirle el ritmo. Aquellos caballos habían visto una batalla tras otra. Formaban un solo ser con sus jinetes. Tiempo atrás, un hombre llamado Donal le había enseñado a Bridei ciertos trucos del manejo del caballo y él a su vez se los había trasmitido a sus guardias. La yegua agitó la cabeza cuando se aproximaron a ella, uno a cada lado; la espuma de su saliva volaba por los aires. El cabello de Breda se había soltado de su pulcro confinamiento y se desplegaba en la brisa marina como una bandera dorada. Cuando los dos hombres se acercaron, cada uno de ellos le habló a su montura y se deslizó a un lado en la silla, inclinándose hacia la yegua y su jinete. Dovran alargó la mano para hacerse con la brida de la yegua, manteniendo el impulso hacia adelante. Bridei agarró la parte de Breda que le resultó más fácil: el cabello. «¡Ay!», gritó ella. El rey fue acercando poco a poco a Nieveardiente al tiempo que Dovran empezaba a aminorar el paso de su caballo y a frenar gradualmente a la aterrorizada yegua. Bridei se inclinó sobre el espacio entre Nieveardiente y la yegua y con el peso de su torso sostuvo a la jadeante Breda para evitar que se cayera. La huida desesperada se convirtió en un galope, en medio galope y luego en un paso exhausto y vacilante. Se detuvieron.
La dignidad y comodidad de las que había carecido el rescate habían quedado sin duda compensadas por la eficiencia. Bridei se soltó y ayudó a la chica a bajar al suelo en tanto que Dovran le murmuraba a la yegua y la inspeccionaba para ver si se había hecho daño. La cabalgada los había alejado un buen trecho. El resto de la partida de caza no era más que un distante revoltijo de pequeñas figuras que se movían por ahí. Nadie los había seguido, lo cual parecía bastante extraño. A Bridei lo acometió un mal presentimiento. La chica estaba impresionada, pero ilesa, salvo por unas cuantas magulladuras. Dovran declaró que la yegua tenía las patas en perfectas condiciones, aunque los arbustos con los que había rozado en su precipitada huida le habían causado graves arañazos. Pero algo iba mal.
—Lleva a lady Breda contigo —le dijo Bridei a su guardia—. Yo guiaré a la yegua.
Dovran obedeció y entrelazó los dedos para ayudar a Breda a subir a la silla.
—Lo mejor es que vuelvas a montar enseguida —le dijo Bridei a la muchacha—. Te ayudará a recuperar la confianza —mantuvo un tono enérgico, pero aun así observó detenidamente a Breda. Aunque sin aliento, la muchacha estaba extraordinariamente serena tras la aventura. Cuando Dovran saltó sobre la silla ella volvió la cabeza para mirarlo con admiración y sus mejillas adquirieron un favorecedor, sonrojo. El guardaespaldas mantuvo la mirada al frente con expresión severa.
—Muy bien —dijo Bridei, sujetando con una mano las riendas de la yegua y con la otra el cuello de Nieveardiente—. Mantened el paso regular, esta criatura ha recibido un buen susto.
Mientras cruzaban el terreno desigual, las pequeñas figuras fueron aumentando de tamaño y se distinguió más claramente su actividad:
—¡Que el Guardián de las Llamas nos guarde! —exclamó Dovran entre dientes—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué desgracia ha acaecido?
Pero Bridei no dijo ni una palabra cuando distinguieron los crueles detalles, uno tras otro: los hombres que improvisaban unas angarillas, la gente apiñada en torno a alguien sentado en el suelo, un hombre arrodillado que se tapaba la cara con las manos. Keother daba órdenes y los hombres de Bridei se apresuraban a obedecer. Y cuando los jinetes llegaron junto a la partida de caza, allí donde los mozos de cuadra sujetaban a varios caballos y los perros se arremolinaban alrededor, vio una capa extendida en la hierba y bajo ella una forma inmóvil. Un pie sobresalía de dicha cobertura, un pie más bien pequeño calzado con una bota de montar de mujer. El hombre que lloraba era uno de los de Keother.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Oh, no! —empezó a decir Breda entrecortadamente.
—No pasa nada, mi señora, no te aflijas —dijo Dovran con torpeza. Pero la princesa de las Islas Luminosas se deslizó del caballo, avanzó dando traspiés, se acuclilló junto a la forma tendida en el suelo y retiró la tela de lana gris que la cubría. El sol de la tarde cayó sobre los rasgos pálidos y los ojos abiertos de su sirvienta de cabello oscuro, aquella cuyo padre era consejero de Keother, el hombre de tez cérea que temblaba agachado junto a ella. Una mancha carmesí cubría la sien y el cabello de la chica.
Breda no dijo nada. Volvió a colocar la capa sobre el cuerpo de su sirvienta y se retiró.
—Está muerta —dijo con rotundidad. Bridei achacó la expresión perdida de la muchacha a la impresión—. Cella está muerta.
El rey desmontó. Parecía evidente que al descender en picado después de empinarse, la yegua había causado estragos antes de salir corriendo.
—Keother —dijo con todo el control del que fue capaz—, este es un aciago final para nuestra jornada de caza. Lo lamento más de lo que puedo expresar. Tu prima ha salido ilesa. Pero esta joven…
—El animal la golpeó con los cascos —dijo la voz de Talorgen; Bridei lo vio entonces, a una corta distancia, arrodillado junto a su hijo Bedo. El chico estaba blanco como la leche, con la mandíbula tensa por el dolor y una mirada furibunda en los ojos. Su padre le estaba atando un rudimentario cabestrillo en torno a un brazo que sin duda estaba roto entre la muñeca y el codo. Uric, igualmente pálido, se hallaba de pie junto a ellos con el halcón de la chica muerta encapirotado y tranquilo en su guante.
—Ella… —empezó a decir Bedo, que entonces soltó aire entre dientes cuando Talorgen colocó el cabestrillo en su sitio—. Ella gritó…
—Calla —le dijo su padre—. Déjalo para después. Bridei, como ves mi hijo también resultó herido. Uric fue arrojado al suelo, pero está ileso. Unos cuantos hombres están haciendo angarillas para llevar de vuelta a la pobre muchacha y a Bedo.
—Puedo andar —replicó el chico con brusquedad. Su tono dejaba traslucir tanta furia como pena.
—Lo lamento —repitió Bridei. Era deplorablemente inadecuado. Después de todo los dioses habían decidido ser crueles ese día—. Bedo, haz caso a tu padre. Cuanto antes te pongan el hueso en su sitio más probabilidades tendrás de que se cure lo bastante bien como para volver a utilizar la espada y el arco. Keother, debemos decir una plegaria junto al cadáver de esta joven; luego la transportaremos de vuelta a la Colina Blanca con todo el cuidado que podamos. —Se arrodilló junto al padre de la chica—. Te ofrezco mis respetos, amigo, y lamento profundamente que esto haya ocurrido en vuestra visita a Fortriu y en mi territorio. No tengo palabras para expresar mi dolor. Vamos, unámonos en una plegaria y emprendamos después el triste camino de vuelta.
Mucho más tarde, cuando todos habían regresado a la corte y el cadáver de Cella se había lavado y envuelto para enterrarlo, Bridei se hallaba en el pequeño patio superior con su mesa redonda de piedra contemplando la salida de la luna e intentando ordenar las ideas. Había hablado con todos los miembros de la casa reunidos. Les había hecho saber que era su deseo y el de Keother, así como el del padre de Celia, que el rito fúnebre se celebrara con prontitud allí en la Colina Blanca ya que no había tiempo suficiente para que su madre viajara desde las Islas Luminosas para despedirse de su única hija. Cuando la noticia del trágico accidente llegara a su tierra natal, Cella llevaría muerta dos cambios de luna. Las flores de verano estarían creciendo en su tumba. Si se hubiera quedado en casa, ahora podría estar jugando con su perro, o contemplando la luna que se alzaba sobre el mar, o rasgueando su arpa. Entre lágrimas, su padre había mencionado su excepcional talento para la música.
Bridei había anunciado que el festín de la victoria seguiría adelante tal y como estaba planeado, puesto que eran muchos los que habían viajado desde muy lejos para estar presentes. Las celebraciones se teñirían de tristeza. Esta nueva tragedia sólo serviría para recordarle a la gente las muchas bajas que se había cobrado la guerra del pasado otoño. La victoria llegó de la mano del dolor.
En aquellos momentos Bridei estaba solo, salvo por la poco exigente presencia de su perro, Ban, a sus pies, y la sólida forma de Garth que estaba de guardia a una corta distancia. Pronto bajaría a ver a Tuala. Lo hablaría con ella a solas y buscaría consuelo en la serenidad y equilibrio que su esposa aportaba a las situaciones más retadoras. Hallaría solaz en las formas de sus durmientes hijos, para quienes, de momento y felizmente, la vida había carecido de complicaciones crueles.
La muerte de aquel día era triste; era muy fácil ponerse en la piel de aquel hombre, el hombre a quien, en un instante, la Diosa Madre le había arrebatado a su hija y se la había llevado de este mundo de forma totalmente arbitraria. Si se tratara de Derelei o Anfreda, Bridei dudaba de su capacidad para actuar con tanta dignidad y compostura como aquel hombre. Pensó que él gritaría, recriminaría a los dioses, se postraría en el suelo. En una situación tan extrema sabía que el rey quedaría en segundo lugar frente al padre.
Ban aulló y Bridei se inclinó para tranquilizarlo.
—No pasa nada, buen chico.
—¿Quién anda ahí? —la severa voz de Garth se abrió paso entre la suya—. ¡Identifícate!
—Soy Talorgen. Estoy solo. —El jefe de clan del Pozo del Cuervo dio la impresión de estar sumamente cansado.
—Está bien, Garth —dijo Bridei—. Sube, Talorgen, estoy aquí junto a la mesa. ¿Qué tal está tu hijo?
—El algebrista está prudentemente satisfecho —respondió Talorgen mientras cruzaba el pequeño patio para acercarse al rey. La luz de la luna transformaba sus apuestos rasgos en una máscara sombría; no había ni rastro de la pronta sonrisa que la gente conocía tan bien—. Sólo ha sido un hueso roto. Es posible que Bedo recupere por completo la fuerza del brazo, siempre y cuando haga caso de los consejos del físico, entre los que se incluye la desagradable orden de hacer reposo durante dos cambios de luna y llevar el brazo vendado. Bridei…
—Suéltalo ya —dijo el rey. Eran viejos amigos. Bridei había pasado buena parte de su vida, su transición de niño a adulto, en casa de este alto jefe de clan. En el Pozo del Cuervo había adquirido habilidades que no podría haber desarrollado en el erudito reino de la casa del druida en Pitnochie—. Algo va mal, ¿verdad? Lo noto.
—Todos estamos afectados. —Talorgen se apoyó en la pared de piedra y cruzó los brazos—. Ha sido un desafortunado acontecimiento.
Bridei aguardó sin responder.
—Mi hijo —dijo el jefe de clan bajando la voz— está vendado y descansando, con una tisana de hierbas junto a la cama y un físico de la corte que lo mira con el ceño fruncido cada vez que mueve aunque sólo sea un dedo… Bedo está haciendo unas acusaciones muy extrañas, Bridei. Me siento muy inquieto por todo este episodio. Claro que estamos todos nerviosos por el asunto de Carnach. Necesitamos urgentemente tener noticias de Faolan, sino del propio jefe de clan que falta. Si se avecina una rebelión, debemos estar preparados para ello.
Bridei trazó un dibujo con el dedo sobre la superficie de piedra de la mesa. La luz de la luna proyectaba la sombra de su mano en la pared como una garra gigante.
—¿Qué es lo que ha dicho Bedo exactamente? —preguntó en voz baja.
—Parece creer que lo que ocurrió no fue del todo un accidente —murmuró Talorgen—. Que hubo algo extraño en la forma en que el caballo de Breda se empinó de manera tan brusca sin motivo aparente. El chico está tenso como un muelle a punto de saltar. Esto es especialmente penoso para él dado que se había hecho amigo de la chica, Cella. Sé cómo es ser un muchacho que se está convirtiendo en hombre. Bedo es un cúmulo de sentimientos confusos. La muerte repentina de una joven de su misma edad debe de haberle hecho cuestionar a los dioses, si no los entresijos de nuestras vidas diarias. De todos modos Bedo es un chico serio, responsable y tranquilo. Maduro para su edad. No es que esté destrozado, no exactamente. Los pedazos están dentro. Los mantiene unidos por pura fuerza de voluntad. Uric parece compartir las mismas sospechas: que tal vez alguien lo provocara todo, alguien que quería hacer daño a la muchacha. A mí me parece muy poco probable; al fin y al cabo, era una sirvienta, por muy buenos contactos que tuviera su padre. De todas formas…
—Dilo, Talorgen. No nos oye nadie, salvo Garth, que es la discreción personificada. Por cierto, ¿dónde está tu guardaespaldas? No deberías salir solo.
—Lo dejé con los chicos, vigilando su puerta. Quizá me esté haciendo viejo, Bridei. Esta noche me encuentro acosado por un miedo irracional. —Se arrebujó en la capa.
—Deja que te haga una pregunta.
—Tú dirás.
—¿Qué fue lo que hizo que el caballo de Breda se desbocara? ¿Pasó algún pájaro volando bajo? ¿Lo asustó uno de los halcones? ¿Alguien hizo un ruido fuerte? Ese caballo es de los nuestros, elegido para nuestra invitada real por su temperamento sereno. La reina Rhian solía montarlo para cazar.
Talorgen permaneció en silencio.
—Tus hijos estaban ayudando a Cella a tranquilizar al pájaro. Tal vez el esmerejón hiciera algún movimiento brusco. De todos modos, los jóvenes tienen razón al pensar que una cosa tan nimia no debería haber asustado a un caballo tan bueno.
—Quizá Breda tenga menos experiencia como jinete que la mayoría de las chicas de alta cuna de su edad. —Talorgen no parecía convencido de sus propias palabras.
—Se aferró con mucha tenacidad cuando la criatura se desbocó, aun cuando no pudo detener su huida —dijo Bridei.
—Cierto. Vuestro rescate fue un acto de gran habilidad y coraje, Bridei; con el horror de las repercusiones nadie se acordó de mencionarlo.
—No fue nada. Sencillamente actuamos como requerían las circunstancias. Gracias a los dioses por los trucos de Donal en el manejo del caballo. Sin ellos, Breda se habría roto una pierna en el mejor de los casos, o en el peor se habría ahogado en el cenagal junto con el pobre caballo. En cierto modo, Talorgen, entiendo la preocupación de tus hijos, pero no puedo creer que haya verdadero fundamento para ello. Un ataque difícilmente iría dirigido a la desafortunada muchacha que murió. Si la intención era hacer daño a la joven prima de Keother, no se me ocurre ningún buen motivo.
—A mí se me ocurren varios —replicó Talorgen con sequedad—. Para crear inestabilidad; para abrir una brecha entre tú y Keother, con quien es fundamental tener una relación cordial. Para recordarle a Keother la facilidad con la que puede acaecer una muerte en medio de una actividad placentera en un día soleado.
—¿Quieres decir para que el rey de las Islas Luminosas se muestre dócil?
—Es una teoría.
—Talorgen —dijo Bridei—, si fuera este el motivo de semejante acto, entonces el autor más probable sería yo. O mis agentes. Yo soy el único soberano de Keother. Teniendo a Breda como invitada, perfectamente situada como rehén en potencia en previsión del buen comportamiento de su primo, no se pude decir que me haga falta matar a una joven para dejarlo claro.
—Nadie en su sano juicio sospecharía de ti, Bridei.
—Tú me conoces. Hay gente que no.
—También debemos considerar que Keother podría haber contraído nuevas alianzas. —Talorgen echó un vistazo en derredor y bajó aún más la voz—. Este asunto de Carnach, por ejemplo. Si es cierto que tiene intención de levantarse contra ti y ya hubiera sondeado a Keother para que este le diera su apoyo, los dos podrían preparar una ofensiva desde el norte y el sur. También podría ser que Keother se hubiera aliado con los jefes de clan de los caitt. No sabemos mucho sobre las alianzas de los que habitan el territorio más septentrional, que sólo se halla a un paso de las islas de Keother.
—Amigo mío —dijo Bridei—, sé que estás preocupado por tu hijo; una herida como la suya es algo muy serio para un joven cuyo futuro debe incluir su servicio como guerrero. Creo que es muy probable que lo que dijiste antes sea la clave de esto: los sentimientos de Bedo hacia la chica muerta y su confusión y angustia por el hecho de que esta muerte violenta le haya tocado tan de cerca. Estos chicos sufrieron una dolorosa pérdida siendo más jóvenes. La muerte de un admirado hermano mayor debe de dejar una cicatriz muy profunda. Espero no ofenderte al mencionarlo; podría tener algo que ver en la manera en que Uric y Bedo se enfrenten a esto. Soy renuente a considerar teorías conspiratorias, y más renuente aún a discutirlas con Keother, lo cual podría resultar sumamente incómodo. Supongo que podríamos preguntarle a Breda. Cuando se haya recuperado de la impresión, quizá recuerde qué fue lo que alarmó a la yegua. Ahora no podemos hacerlo, me han dicho que se ha metido en la cama. Hablaré con Keother por la mañana; quizá sería más apropiado que la interrogara él. Hoy se ha comportado muy bien. Las circunstancias no han sido fáciles para él; el padre de la chica está destrozado. Debemos darles un poco más de tiempo a todos.
—Espero que tengas razón —comentó Talorgen en voz queda—. Quizá lo que ocurre simplemente es que sufro un acceso de preocupación paterna. Me angustié al ver heridos a mis chicos. Son buenos muchachos, los dos.
—Desde luego. Aconseja a tu hijo de mi parte que obedezca a su físico y que descanse el brazo. Me inclino a creer que esto no fue más de lo que pareció: un inusual accidente de trágicas consecuencias. Pero también puedes decirle a Bedo que tomaré en consideración las versiones de los demás sobre lo ocurrido para ver si hay algún fundamento para su teoría. ¡Que los dioses nos ayuden! En el espacio de dos días tenemos que soportar un funeral, una boda y un banquete de celebración. Ruego para que no nos manden más catástrofes antes de cumplir con dichas observancias. En cuanto a Carnach, volveré a buscar la sabiduría de los dioses. Quizá pueda convencer a Fola para que consulte los augurios. —Existía otra vía para buscar orientación, una mucho más poderosa, pero no se la mencionaría ni siquiera a Talorgen, gran amigo y consejero de confianza. Tuala podía recurrir a la hidromancia para intentar conseguir respuestas. Podría buscar alguna noticia de Carnach en el agua de un recipiente de videncia. Si Bridei se lo pedía, debía hacerlo en privado y la visión tenía que invocarse en secreto—. Si eso no nos proporciona respuestas —dijo—, supongo que tendremos que esperar a Faolan.