Ahí está la casa —dijo Faolan señalando al frente, hacia una impenetrable maraña de oscuras ramas de roble vagamente teñidas de verde.
—Yo no veo ninguna casa. —Eile estaba cansada y no se encontraba bien. Le había mentido a Faolan al decirle que se había recuperado por completo y ahora estaba pagando el precio de su mentira. En cuanto Saraid empezó a correr por ahí y a comer con entusiasmo otra vez, Eile se había declarado en condiciones de viajar. De ninguna manera iba a impedir que Faolan llegara a la Colina Blanca y transmitiera sus mensajes urgentes. Ya lo había retrasado bastante. Le había costado una fortuna y lo había avergonzado con su proposición. Él no la quería. A medida que se acercaban a la corte del rey Bridei, se iba haciendo patente que Faolan tenía cosas importantes que hacer, una vida de la que ella no podía formar parte. No era tan tonta como para esperar nada de él. Entonces, ¿por qué le dolía tanto? Desde que madre murió siempre había estado sola. Siempre lo había hecho todo por su cuenta; siempre se las había arreglado. No necesitaba a nadie. Ni siquiera a Faolan. Tenía que dejar de sentirse decepcionada. No podía permitirse el lujo de estar triste. Tenía que pensar en Saraid.
—Allí, entre los robles.
—No la veo.
—¡Gato! —exclamó Saraid, y empezó a retorcerse para que la dejaran bajar de la espalda de Faolan—. ¡Gatito!
El felino rayado se alejó a toda prisa adentrándose en la maleza con un floreo de su cola peluda.
—¿Abajo, por favor? —pidió Saraid.
Faolan la dejó en el suelo. Habían llegado a Pitnochie en una barcaza que transportaba troncos. Como no había nadie en el embarcadero, habían ido andando hasta la casa de Broichan.
—¡No te alejes! —le advirtió Eile a su hija—. Si el gato quiere que lo encuentres, ya saldrá. Es probable que sea medio salvaje.
Faolan le puso la mano en el hombro y volvió a señalar hacia adelante, entre las ramas.
—Bridei decía que Broichan, el druida propietario de Pitnochie, había hechizado los árboles de manera que estos se movían para ocultar su vivienda —le dijo a Eile en tanto que Saraid se agachaba entre los helechos y llamaba al gato.
Ella lo miró con escepticismo.
—¿Y por qué hacía eso?
—Para proteger a Bridei mientras crecía. Había mucha gente que no quería que se convirtiera en rey. Fortriu también tiene sus conspiradores e intrigantes. En este sentido, no es muy distinto de nuestra tierra —sonrió tristemente. No parecía alegrarse de haber vuelto. Pero, claro, probablemente esa mujer, Ana, estuviera allí; esa mujer a la que él amaba y a quien no quería ver.
—Si ahora Bridei es rey, ¿por qué los árboles siguen ocultando la casa? Veo el humo que se alza en el aire, pero no distingo ningún edificio.
—Broichan tiene sus propios enemigos. Esos hombres dijeron que ha desaparecido. Es otra cosa que tengo que investigar.
—Me pregunto cómo ha podido arreglárselas este rey sin ti. Faolan entrecerró los ojos.
—Es una broma, ¿verdad?
—No lo sé. No lo conozco.
—Bridei es muy capaz, virtuoso e inteligente. Pero un rey no puede llevar a cabo su propia protección. No puede hacerse invisible cuando es más necesario. Nunca puede ser anónimo. Hay otros hombres buenos que lo vigilan. Supongo que, de no estar yo, otro ocuparía mi puesto.
—Da la impresión de que lo dudas. —Eile interpretaba sus expresiones cada vez mejor, por muy controladas que fueran—. En realidad, no crees que nadie más pueda hacerlo.
Hubo un momento de silencio, interrumpido tan sólo por Saraid cuando decía «Ven, gatito», y por algún que otro susurro de los arbustos que indicaba que su presa era, al menos, medio mansa.
—Vamos —dijo Faolan—. Será mejor que nos acerquemos a la casa. Las dos necesitáis descansar. Nos estarán esperando.
Mientras hablaba, apareció una figura delante de ellos que avanzaba a grandes zancadas por debajo de los árboles: un hombre alto con unos cabellos de un rojo encendido y unos ojos desacostumbradamente brillantes. Iba vestido con una túnica rojiza y unos pantalones de excelente calidad y calzaba unas botas de buen cuero. A su lado caminaba con paso suave un enorme perro gris. Saraid se retiró tras las faldas de su madre. A Eile se le hizo un nudo en el estómago, provocado por un conocido miedo. Si los desconocidos ya constituían suficiente amenaza de por sí, los que además vestían como señores y hablaban un idioma que ella no entendía todavía resultaban más inquietantes. Aquel noble sonriente hizo que se sintiera sucia y patética. Irguió los hombros y alzó el mentón.
—¡Faolan! —El hombre peligroso se acercó a ellos y abrazó a Faolan como si fueran amigos íntimos o hermanos. Este respondió al saludo con más sobriedad, aunque le devolvió el abrazo. Dijo algo en el idioma priteni; Eile oyó «Drustan» y luego «Ana». Faolan le estaba preguntando algo; quizá dónde estaba Ana y si se encontraba bien.
El otro hombre le dio una respuesta breve y sombría. Eile vio que el semblante de Faolan se alteraba y una expresión de intensa preocupación dominó sus rasgos. Entonces pareció recordar que ella estaba allí y la tomó de la mano. Eile dejó que lo hiciera. Se sentía muy sola y el hecho de que la tuviera agarrada la tranquilizaba. Faolan dijo algo más, algo que contenía las palabras «Eile», «Deord» y «Saraid».
Los ojos de Drustan brillaron aún más cuando la miró. Era un hombre de aspecto extraño. Eile percibió una especie de sabiduría salvaje en aquellos ojos que parecían estrellas, algo que no concordaba en absoluto con su ropa de noble y su voz suave. Entonces el hombre le dijo en un escoto prácticamente sin acento: «Bienvenida, Eile», y le tendió la mano. Ella no pudo evitar echarse atrás. Los dedos de Faolan le apretaron la mano.
—Este es Drustan —le dijo.
—Habla escoto —susurró Eile, que recuperó la compostura. Tenía que ser educada, hablar de manera apropiada. Aquel era el amigo de Faolan, una persona importante para él—. Soy Eile —dijo—, la hija de Deord. Faolan me contó que conocías a mi padre.
—Fuimos compañeros durante un largo período detrás de unos barrotes —respondió Drustan, que no dejaba de mirarla con lo que parecía asombro—. Venid a la casa, por favor. Ana no se encuentra bien. Acabo de explicárselo a Faolan, pero estará ansiosa por conocerte. Los tres le debemos la vida a Deord.
Eile asintió con la cabeza; de pronto tenía un nudo en la garganta.
—El idioma —dijo—, ¿te lo enseñó él? ¿Mi padre?
Drustan sonrió.
—Le gustaba mantenerme ocupado. Encontró toda clase de maneras de hacerlo.
—Vamos, Saraid. Ya no falta mucho. —Eile se arrodilló para abrazar a su hija, que se había quedado muy callada. Otro lugar nuevo, más desconocidos altos.
—Me imagino que en la casa hay gatos —dijo Faolan, que se acuclilló junto a Saraid—. Apuesto a que a Lamento le gustaría verlos. Y también hay un hombre que cocinaba unos pastelitos buenísimos. ¿Quieres que te lleve?
Mientras avanzaban por el sendero daba la impresión de que los robles se apartaban para dejarlos pasar y Eile se fijó en el semblante maravillado de Drustan cuando este miraba a Faolan. En sus ojos había algo parecido al deleite. No estaba segura de por qué todo lo que hacía Faolan inspiraba semejante sentimiento. Cuando una niña tiene miedo, la tranquilizas. Cuando está cansada, la llevas en brazos. Era lo que Faolan hacía: lo correcto. Llevaba haciéndolo durante todo el camino desde el Paso del Violinista, e incluso antes. ¿Por qué resultaba tan sorprendente?
La casa fue apareciendo poco a poco: un tejado de paja y juncos en cuya superficie, aquí y allá, había pequeños pájaros tejidos con briznas, paredes de piedra, ventanas pequeñas con los postigos abiertos para dejar entrar el sol de primavera y una puerta grande reforzada con hierro. La puerta estaba abierta; había gente que iba y venía en el interior. Desde algún lugar más alejado le llegaron balidos, un perro que ladraba, voces que llamaban. Detrás de la casa, colina arriba, había bosques, un espeso manto de robles y fresnos, saúcos y serbales. Al llegar a la entrada Eile vio un par de pájaros, aquellos de verdad, que descendieron volando del tejado para posarse en los hombros de Drustan: en el derecho una corneja cenicienta y en el izquierdo una criaturita extraña de plumaje rojo y un pico de forma rara. Ni Drustan ni Faolan mostraron sorpresa alguna ante aquellos recién llegados. Saraid sonrió y alargó la mano hacia las aves, pero la retiró de inmediato cuando Drustan la miró.
—Eile y su hija han hecho un largo viaje y han experimentado muchos cambios desde el invierno —le dijo Faolan a Drustan en escoto para que ella lo entendiera—. No están acostumbradas a tratar con la gente, por no hablar de estar en la casa de un druida. ¿Puedo explicarle a Eile lo de Ana?
—Por supuesto —respondió Drustan con seriedad—. Es mejor que lo sepa desde el principio.
—¿El qué? —preguntó Eile, que no estaba segura de si quería enterarse de lo que había hecho que los dos hombres palidecieran y apretaran los labios.
—Perdió un bebé —dijo Faolan—. Fue al principio del embarazo; no hubiera nacido hasta otoño. Dice Drustan que Ana se está recuperando, pero que está muy desanimada, igual que él.
—Lo siento —dijo ella mirando a Drustan—. ¿Ana quiere que la gente hable de ello o le resulta demasiado perturbador? —¡Qué triste! Era terriblemente triste. Ella había querido a Saraid desde el principio; incluso teniendo que enfrentarse a Dalach y a un futuro impensable, había amado a su bebé desde el momento en que había notado que se movía en su vientre. Eile había pensado que Ana, la perfecta Ana, la princesa de Faolan, no iba a gustarle demasiado. Aquello cambió las cosas. De pronto Ana fue real.
—El niño, o la niña, nos fue arrebatado antes de que lo conociéramos —dijo Drustan—, pero lo queríamos mucho de todos modos. Hablar de estas cosas nos ayuda a curar las heridas. Lo mejor es mostrarse abierto al respecto, encerrar el dolor dentro sólo sirve para permitir que este nos corroa. Entrad, por favor. Os hemos preparado unas alcobas. Nuestro cocinero, Ferat, tendrá preparada comida y bebida. Sabíamos que veníais, claro está. Los hombres de Broichan nos trajeron la noticia. La gran sorpresa fue descubrir que la compañera de Faolan era la hija de Deord. No sabía… —interrumpió sus palabras un instante demasiado tarde.
—¿Nunca te dijo que tenía una hija? —Eile se detuvo en los escalones delante de la puerta y oyó el dejo tenso y herido de su propia voz—. ¿Nunca me mencionó? ¿Ni una sola vez?
—Eile —terció Faolan—, es una historia larga y complicada que es mejor no contar delante de la pequeña. No estés dolida. Hablaremos de ello más tarde.
—No estoy dolida. He aprendido a no esperar nada, de ese modo no me decepciono. Él se fue. Nos olvidó. Es una historia sencilla.
—Imposible —dijo Drustan—. No pudo haberte olvidado, Eile. Decidió no hablar de ti ni de tu madre por sus propias razones. En ocasiones uno necesita guardarse lo más querido para sí o de lo contrario perdería el norte por completo. Dejémoslo para después. Tendríamos que comer, tendríais que descansar y luego te llevaré a que conozcas a Ana. Ya tendremos tiempo de hablar.
Pitnochie no era como la casa del brithem en el Paso del Violinista. Era una vivienda más oscura, más tranquila, más sombría en general. La gente los recibió bien. El ama de llaves, una mujer grandota y adusta, le mostró a Eile una pequeña habitación donde Saraid y ella podían estar solas. El cocinero sacó sopa y pan y prometió hacer gatos de masa para Saraid. Drustan lo tradujo todo con su voz suave y educada. El perro los observaba a todos, tranquilamente alerta. Sin embargo, Eile estaba paralizada. Se sentía como si hubiera un muro entre ella y los demás. Allí no había una Líobhan, con su sonrisa fácil y sus palabras cálidas, aceptándola al instante como a una igual sin necesidad de preguntas. No había un Phadraig que cautivara a Saraid con su bondad natural. La niña estaba cansada y asustada. Se sentó en un banco entre Faolan y Eile y empezó a chuparse el pulgar. No tocó la comida, aunque no habían comido nada desde primera hora de la mañana. Eile vio la mirada perdida que tenían sus ojos.
Drustan estaba haciendo todo lo posible, de eso no había duda. Se encargó de que Eile entendiera lo que decía la gente. Sin embargo, estaba preocupado, y no era el único. La muchacha nunca había visto en los rasgos de Faolan una máscara de control tan tensa como la que había adoptado entonces. Dedujo que estaría contando los momentos que faltaban para poder ver a Ana. Y Drustan estaba preocupado por su esposa.
Hubo un momento durante la cena en el que Faolan le hizo una pregunta a Drustan en el idioma priteni y ambos iniciaron un rápido diálogo del que lo único que Eile captó fue alguna que otra palabra de las de la lista que Faolan le había enseñado: «rey, peligro, cabalgar». Y nombres: «Bridei, Broichan, Carnach, Colm». Ella fijó la mirada en su cuenco vacío, preguntándose si algún día llegaría a comprender el idioma lo suficiente para arreglárselas en aquel lugar. El hecho de no saberlo la hacía sentir totalmente excluida.
—Eile —le dijo Faolan, que se detuvo en medio de ese fluir de palabras—. Lo lamento. Drustan y yo tenemos que intercambiar mucha información con rapidez: charla política. Aunque habla escoto con fluidez, le costaría llevar esta clase de conversación. Me he informado de lo que sabe sobre el estado de la situación en la corte y más allá, y le he explicado que hicimos la travesía con los misioneros cristianos que iban de camino a Dunadd. Cuando hable de ti lo haré en escoto, te lo prometo. Drustan dice que va a ver si Ana está despierta y a preguntarle si está lista para recibirnos.
—Gracias. ¿Puede ir a verla también Saraid? Creo que está inquieta. Han sido demasiados cambios. —Las palabras de Faolan la habían tranquilizado en cierta medida. No era la primera vez; pensó en la clase de hombre que era y en lo bien que parecía interpretar su estado de ánimo. A veces mejor incluso de lo que ella querría.
—Saraid es la nieta de Deord —dijo Faolan—. Ana querrá conoceros a las dos.
Los hicieron entrar casi de inmediato. Ana estaba en la cama; su pérdida debía de haber sido muy reciente. Eile pensó que, cuando se encontraba bien, Ana debía de ser una mujer de extraordinario encanto, como una dama de un antiguo relato heroico: cabellos ondulados del color del trigo, ojos grandes y grises, piel perfecta y pálida. Ahora aquellos ojos graves tenían ojeras y estaba claro que habían derramado lágrimas amargas. Eile miró a Faolan de soslayo. Se había quitado la máscara. Su rostro tenía una expresión nueva, compuesta de amor, anhelo y pena. Al verla, la joven sintió un curioso dolor en el pecho. No estaba segura de qué era más fuerte, si el deseo de hacer que, de alguna manera, las cosas fueran mejores para él, o el reconocimiento de que, extrañamente, ella compartía su infelicidad.
—¡Faolan! —exclamó Ana en voz baja y afectuosa. Siguió hablando en el idioma priteni y con gestos le indicó que se sentara junto a su cama en un taburete. Le tomó las manos; el vínculo que había entre los dos era evidente. Habría sido demasiado esperar que Ana también hablara escoto.
Durante un rato pareció que aquellos dos estuvieran solos en la habitación. Sus voces, que no pasaron de un tono íntimo, le hablaron vívidamente a Eile sin que fuera necesario que entendiera las palabras. Drustan no parecía en absoluto inquieto por ello. Se sentó a cierta distancia con la mirada tranquila y una postura relajada.
—Son viejos amigos —le murmuró a Eile—. Han compartido momentos muy duros. Tanto Ana como yo tenemos a Faolan en mucha estima —se volvió hacia la niña—. ¿Saraid? Mira lo que tengo en esta bolsa.
La niña no se movió del sitio y lo miró con desconfianza.
—¿Ves que este juego tiene figuritas de hombres, mujeres, criaturas, árboles y otras cosas? —continuó diciendo él—. Van en este tablero, en los cuadros.
Saraid miraba fijamente con ojos de lechuza mientras él desplegaba el tablero de taracea. Ella no hizo ningún movimiento.
—Las pondré en esta mesita —dijo Drustan—. Puedes moverlas si quieres. Pertenecían a un anciano que vivía aquí. También son antiguas; antiguas y valiosas. Sólo a las visitas muy especiales, como tú, se les permite jugar con ellas.
—¡Drustan! —Ana lo llamó desde la cama. Entonces dijo algo que tenía la palabra «Eile».
—Ana sólo sabe unas pocas palabras en escoto —dijo él—. Yo traduciré, o lo hará Faolan. Ana os da una calurosa bienvenida a Pitnochie a ti y a tu pequeña. Le comenté que a Saraid le gustan los gatos y dice que encontraréis varios en el granero. Los hijos del granjero pueden mostraros dónde.
—Gracias. Saraid es muy tímida. Ha sufrido demasiados cambios. Y no hablamos vuestro idioma. Estoy intentando aprender. Faolan me está enseñando.
Ana sonrió mientras Drustan traducía aquellas palabras.
—Por favor —añadió Eile—, dile que lamento muchísimo que perdiera a su bebé. Es muy triste. Estoy segura de que habrá otros, aunque eso no puede compensar la pérdida del que le ha sido arrebatado antes de tiempo.
Drustan tradujo. Faolan contemplaba a Eile con curiosidad, como si sus palabras le sorprendieran. Ana se lo agradeció con un movimiento de la cabeza y una mirada afectuosa.
—Bridei nos ha pedido a Ana y a mí que viajemos a la Colina Blanca —dijo Drustan—. Él no sabía que Ana estaba enferma cuando nos lo pidió, y no tenemos intención de hacerlo público. La gente aquí en Pitnochie sí lo sabe, por supuesto, y se lo explicaremos a nuestros amigos, pero no hay necesidad de que lo sepa nadie más.
Faolan se lo tradujo a Ana e hizo lo mismo con la respuesta de esta.
—Ella dice que ya se encuentra mucho mejor y que estará en condiciones de emprender el camino a la corte en cuestión de unos siete días. Lo mejor será que no cabalgue. El viaje es bastante corto en barco. Sugiere que Saraid y tú viajéis con ella y Drustan. Os resultará mucho más cómodo que hacer el camino andando o a caballo.
«Más cambios», pensó Eile. Quizá sería así toda su vida. Quizá nunca llegaría a tener un hogar. Hogar: ¿qué significaba eso de todos modos? La casita soleada de sus primeros recuerdos había desaparecido para siempre; la casa en la colina con jardín y un gato listado era un sueño, una tontería creada en la soledad y fruto de una esperanza desesperada. El hogar era un lugar como la casa de Líobhan, un lugar lleno de afecto y amor, un lugar de familia. Probablemente aquella casa de Pitnochie fuera un sitio así para los que pertenecían a ella. Se preguntó si Saraid y ella llegarían a pertenecer de verdad a algún sitio alguna vez.
—Está previsto que pronto tenga lugar una gran celebración en la Colina Blanca en reconocimiento de las contribuciones de los jefes de clan de Bridei en la victoria del pasado otoño contra los escotos —explicó Drustan—. Es algo que tiene que hacer, aunque estos rumores sobre Carnach y la rebelión, por no hablar de la extraña ausencia de Broichan, deben de hacer que Bridei lamente tener que pasar tiempo pronunciando discursos, dando regalos y entreteniendo a numerosos invitados. Lo que nos cuentas sobre la llegada al oeste del grupo de cristianos de Colm añade otra complicación más. La situación es bastante imprevisible.
—Es alarmante, sí —dijo Faolan con aire ausente. A Eile le pareció que estaba pensando a toda prisa.
—Ana y yo teníamos intención de que Broichan oficiara nuestros esponsales a principios de primavera. Pensábamos salir hacia el norte inmediatamente después —siguió diciendo Drustan—, pero no encuentran a Broichan por ninguna parte y la primavera ya casi llega a su fin. Bridei sugiere que nuestra boda se celebre como parte de las festividades. Nos han hecho llegar la noticia de que la hermana de Ana está en la corte junto con Keother, rey de las Islas Luminosas. Ana no ha visto a Breda desde que eran pequeñas. Iremos en cuanto pueda desplazarse sin peligro. Por lo que respecta al viaje al norte, tendrá que quedar aplazado. Ana no debería ir hasta que no se haya recuperado por completo.
—Estaré bien —protestó ella cuando se lo tradujeron—. Tenemos que ir, Drustan. Cuanto más lo retrasemos, más difíciles serán las cosas en el Brezal. Y estoy deseando ver a Breda. Sólo tenía siete años cuando yo me fui de casa. Ahora ya será toda una joven.
—Verás —le dijo Drustan a Eile—, dejamos las tierras de mi hermano en circunstancias un tanto complicadas. En ese lugar hay quien cree que no estoy en mis cabales y que soy peligroso. Ahora que mi hermano ha muerto, debo reclamar ese territorio y demostrar que soy capaz de gobernarlo.
A Eile le pareció la clase de persona que sería reconocida al instante como más que capaz. No era un comentario que pudiera hacer en voz alta. A un hombre como aquel no podía importarle menos su opinión.
—¿Faolan? —se aventuró a decir—. Tendrás que marcharte enseguida, ¿verdad? Tendrás que ir a caballo, puesto que ese barco ya debe de haber partido. No puedes esperar siete días.
Él sonrió. Tenía un aspecto triste y terriblemente cansado.
—Sí, debería ponerme en marcha lo antes posible. Drustan y Ana son amigos míos, Eile. Con ellos estarás a salvo. Si os quedáis en Pitnochie estos siete días, Saraid y tú tendréis la posibilidad de descansar como es debido —parecía que estuviera intentando convencerse a sí mismo, como si no acabara de creerse sus propias palabras o, al menos, como si no esperara que ella las creyera.
—Por supuesto —repuso Eile. Mentón arriba, espalda recta; no dejaría que supieran que tenía un nudo en el estómago por la inquietud que le provocaba pensar en quedarse allí, donde sólo el imponente Drustan hablaba el idioma que ella entendía. No iba a revelarle a Faolan lo mucho que quería que se quedara.
«No esperes nada —se recordó—. Ello hace que la vida sea más fácil».
—Estaremos bien, ¿no es cierto, Saraid?
La niña, con la muñeca sujeta bajo el brazo, estaba observando las piezas del juego que Drustan había dejado en la mesita. De momento no se había atrevido a tocarlas. Miró a Eile y dijo que sí con un hilo de voz apenas perceptible: una respuesta automática a una pregunta cuyas implicaciones no había comprendido del todo.
—Podemos ir a buscar a los gatos, y comer cosas buenas, y animar a Ana.
—Mmm —dijo Saraid, con los ojos llenos de dudas.
«Algún día —pensó Eile—, algún día podré decírselo. Ahora sí que estamos en casa de verdad, y será cierto. Algún día podré decir: “Esta es nuestra casa y este es nuestro gato y aquí es donde vamos a plantar nuestro jardín con romero, lavanda y cosas buenas para comer”. Las cosas no pueden seguir así para siempre. No lo permitiré».
—No estás bien en absoluto. —Faolan le escudriñaba el rostro—. Estás disgustada. Hablaremos de esto más tarde.
—No seas tonto. Tienes que ir. Lo comprendo. No es necesario que hablemos de nada —trató de que pareciera que lo aceptaba con calma.
—De todos modos, no voy a marcharme hasta el amanecer. Si Saraid y tú pudierais cabalgar lo bastante deprisa, os llevaría conmigo. «¿Ah, sí?».
—Olvídalo, Faolan —dijo Eile—. Haz lo que tengas que hacer. Si algo has aprendido de mí, sabrás que puedo cuidar de mí misma. Y de ella.
—Después.
Drustan había observado la conversación con la misma expresión maravillada que Eile había visto anteriormente en su rostro, en el bosque. No había duda de que después se lo traduciría todo a su esposa. No, a su esposa no; por lo visto aquellas personas de alta cuna no estaban casadas cuando yacieron juntas e hicieron un bebé destinado a perecer antes de ver la luz. Y no solamente eso, sino que además la irregularidad de su situación no parecía preocuparles; se habían mostrado muy francos al respecto. Tenía que preguntarle a Faolan por qué eso era así y por qué sus amigos no dejaban de mirarlo como si sus palabras y acciones fueran asombrosas. Tenía que preguntarle… No, no preguntaría. Por la mañana él se habría marchado. Lo más probable era que partiera en alguna que otra misión antes de que ella llegara a la Colina Blanca. Le había venido muy bien que Drustan y Ana estuvieran en situación de escoltarla el resto del camino. Ello eximía al asesino y espía del rey de una incómoda responsabilidad. En cuanto a Eile, tendría que acostumbrarse a estar sola otra vez.
Has cambiado —dijo Ana en voz baja, mirando a los ojos oscuros de su amigo cuando este tomó asiento junto a su cama más tarde. Drustan había convencido a Eile y a la niña para que se atrevieran a dar un paseo con Nube en busca de gatos—. Algo ha ocurrido en este viaje y creo que es para bien. —No hizo ningún comentario sobre el hecho de que no hubiera regresado solo; no le preguntó si había visto a su familia ni, de hecho, ninguna otra cosa. Si él quería contárselo, lo haría. En cuanto a lo que había entre los dos, lo mejor sería que no se lo mencionara a Faolan, a menos que fuera él quien sacara el tema. El daño infligido ya era más que suficiente.
—Mmm… —murmuró Faolan—. Hice lo que me pediste: fui a casa y lo afronté todo. No te contaré toda la historia. Tengo el perdón de mi padre. Subestimé la fortaleza de mi familia, Ana. Ha habido dolorosas pérdidas y los problemas no han quedado del todo atrás, pero les va bastante bien, mucho mejor de lo que hubiera creído posible.
—¿Estuviste tentado de quedarte? ¿De no regresar a Fortriu?
Faolan lo negó con la cabeza.
—Tenía una misión. Además, Eile y yo teníamos problemas; teníamos que seguir adelante.
El tono de su voz impedía inquirir más sobre ese tema.
—Se nota que es hija de Deord —afirmó Ana con una sonrisa—. Bajo el frágil exterior, veo algo… intrépido. ¡Ojalá supiera hablar bien escoto! Me gustaría mucho tener una conversación como es debido con ella. Si se queda unos días, Drustan puede ayudarla con el idioma priteni. Le hará falta, ocurra lo que ocurra. Y a él le vendría bien distraerse, la inclemencia del tiempo restringe sus vuelos.
Faolan la contempló unos instantes con una expresión abiertamente burlona.
—Sencillamente lo has aceptado, ¿verdad? —le dijo—. Su diferencia, su rareza… Dudo que pienses siquiera en lo mucho que eso lo distingue de los demás. Es un hombre afortunado.
Ana notó que se ruborizaba.
—Sé que eso lo hace vulnerable en compañía de hombres poderosos, o con prejuicios —repuso ella—. Por este motivo tenía la esperanza de poder evitar la corte. Sin embargo, ahora tenemos que ir. Quiero ver a mi hermana y podemos aprovechar la estancia en la Colina Blanca para celebrar los esponsales. A la larga creo que la mayor parte del tiempo residiremos en el Valle de la Ensoñación. Parece ser un lugar seguro. Un buen lugar para los niños. —No pudo evitar que se le quebrara la voz. Había parecido tan real, las imágenes de Drustan adentrándose en el bosque con una criatura de cabellos rojos en sus brazos, o ella cantando las antiguas tonadas de sus islas natales mientras mecía a un bebé para que se durmiera. En cuanto supo que estaba embarazada, había empezado a coser ropa de bebé, pequeñas prendas suaves con pájaros bordados en ellas. El día anterior, sin ir más lejos, lo había guardado todo en un rincón de un arcón de roble.
—Lo siento mucho —la voz de Faolan sonó tensa—. Lo siento de verdad, Ana. Quiero que Drustan y tú seáis felices, créeme. Espero que Eile tenga razón, y tengáis otro hijo.
—Te creo, querido amigo… ¿Faolan? —vaciló, pensando que quizá podía arriesgarse a expresar en palabras el tema más delicado.
—¿Qué ocurre?
—Esto parece distinto. Tú y yo, hablando. No resulta tan difícil como lo fue en la Colina Blanca, antes de que te marcharas. Faolan respondió en voz muy baja.
—Si lo que me preguntas es si mis sentimientos hacia ti han cambiado, no puedo decirte que ya no te quiera, pero ahora la naturaleza de ese amor es distinta. No puedo explicar exactamente por qué. Han pasado muchas cosas durante el invierno, cosas que podrían haberme roto el corazón. Estuve a un paso de terminar con todo, Ana. Te lo cuento a sabiendas de que no hablarás de ello con nadie, ni siquiera con Drustan. Cuando un hombre se permite hundirse tanto en la desesperación y aun así sobrevive a ella, la única salida es hacia arriba. El pasado otoño te dije que me alegraba por ti de que hubieras encontrado el amor en Drustan. Cuando te lo dije, supongo que no eran más que palabras. Cuando te lo digo ahora, lo siento en el corazón. Hablo con el convencimiento de que podré seguir adelante, encontrar mi propio camino. Ello no menoscaba el vínculo que tengo contigo, o con Drustan. Afrontamos juntos la adversidad. Eso nunca cambiará.
—¿Sabe Eile que estuviste a punto de matarte? —preguntó Ana.
Los labios de Faolan se curvaron en una dulce sonrisa, una expresión de la que ella no lo había creído capaz anteriormente.
—Oh, sí —respondió—. Ya lo creo que lo sabe.
Mucho más tarde, tras una suculenta cena en la que ni Eile ni Saraid comieron mucho y después de que la pequeña llorara hasta quedarse dormida, desconsolada e incapaz de explicar exactamente qué le pasaba, Faolan fue a buscar a Eile y llamó a la puerta.
«No te despiertes», le dijo la joven a la niña con el pensamiento. Habían sido unos días angustiosos y lo único que quería era meterse bajo las mantas y dar rienda suelta a las lágrimas que se habían ido acumulando en sus ojos al no poder consolar a la acongojada pequeña.
—Soy yo —le llegó la voz de Faolan—. ¿Se ha dormido ya Saraid? Tengo que hablar contigo.
Eile abrió la puerta tan sólo una rendija.
—Acaba de dormirse. Estaba alterada. No paraba de llorar. Tengo que quedarme aquí por si acaso vuelve a despertarse.
—De acuerdo, hablaremos aquí. Si me dejas entrar.
—No pienso hacerlo.
Faolan le dirigió una mirada que se podría calificar de directa.
—No hace mucho me pareció oírte decir que confiabas a medias en mí —le dijo—. O entro o tenemos la conversación aquí afuera en el pasillo donde hace frío y cualquiera que pase puede oírnos.
—No es necesario que tengamos una conversación. Te vas y nosotras nos quedamos. Ya está. Buenas noches.
Fue a cerrar la puerta. De pronto Faolan metió el pie en el hueco.
—Sabes que no está. Por favor, Eile. Déjame entrar sólo un momento. No creerás que…
—De hecho, no. Vi la expresión de tu cara cuando hice mi poco meditada sugerencia.
—Por favor. Será breve.
—Si la despiertas, creo que podría pegarte. Estaba tan alterada que casi me echo a llorar yo también. —Eile abrió la puerta y fue a sentarse en la cama, con la mano apoyada en la forma acurrucada de la pequeña. Faolan se acercó y se quedó de pie con la espalda contra la pared de piedra. La joven se fijó en que había dejado la puerta ligeramente abierta—. Eso es para proteger tu reputación, ¿verdad? —inquirió con una mueca.
—No —contestó Faolan—. Es para que no te sientas atrapada.
Ella no replicó. Entonces, de pronto, le brotaron las palabras y no pudo contenerlas.
—Todo resultaría mucho más fácil si no fueras tan amable con nosotras —dijo.
—¿Amable? ¿Yo? Te equivocas de hombre.
—Tú entiendes las cosas sin que haya que decírtelas. Estaba empezando a acostumbrarme a eso. —«Y no puedo permitírmelo porque tarde o temprano te irás para siempre».
—Sólo serán siete días —la voz de Faolan sonó un poco extraña—. Tengo que ir, Eile. Pensaba que lo entendías.
—Lo entiendo —repuso ella en tanto que un nuevo sufrimiento la embargaba—. Esto es lo que eres, lo que haces con tu vida. Continuamente. Una misión y luego otra. Siempre yendo a alguna parte, haciendo algo importante.
Al cabo de un momento, Faolan preguntó:
—¿Qué me estás diciendo? ¿Que crees que estoy huyendo?
A Eile le dio un vuelco el corazón. Había estado pensando únicamente en sí misma y en Saraid. Lo miró a los ojos y vio dolor en ellos. Se recordó que Ana estaba en la casa; Ana, la mujer que tanto significaba para él, Ana, a quien Faolan había perdido.
—No —respondió—. Quizá lo hayas hecho en el pasado. Pero regresaste al Paso del Violinista, ¿no es cierto?
—De haber sido por mí, hubiese pasado de largo y me hubiera dirigido al norte. El único motivo por el que dejé de huir, la única razón por la que vi a mi familia fuiste tú. Tú y Saraid.
—Te fuimos de mucha ayuda, desde luego. Hicimos que te encerraran y luego te costamos todo tu dinero. Ahora te hemos retrasado en un asunto importante. Será mejor que salgas de aquí por la mañana o empezaré a sentirme mal de verdad.
A Faolan se le animó un poco la mirada, pero no dijo nada.
—Pareces cansado. —Eile lo observó con atención.
—No necesito dormir mucho —volvió a ensombrecérsele la mirada.
—Tonterías. Pareces agotado. Vamos, ve a descansar un poco. —Faolan estaba inquieto, rumiaba algo—. Lamento mucho lo de Ana —añadió Eile, intentando adivinar—. Parece muy buena persona. Debes de estar preocupado por ella.
—Mmm… —respondió él distraídamente—. Tenía pensado salir temprano. Al alba. ¿Le dirás a Saraid que me despedí y que estaré en la Colina Blanca cuando lleguéis allí? ¿O debería retrasar mi partida hasta que se despierte?
Eile volvió la cabeza para que Faolan no viera que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Ya se lo diré yo —contestó—. Espero que mañana duerma hasta tarde para compensar lo de esta noche. Y ahora, ¿quieres marcharte, por favor?
Se hizo el silencio. Entonces Faolan dijo:
—No olvides hablar con Drustan sobre tu padre. Podrá explicarte muchas cosas. Es mejor que habléis de ello aquí; en la Colina Blanca no se siente a gusto; al igual que a ti, no le gustan las multitudes.
—De acuerdo.
—No te preocupes por el idioma, Eile. Deord hablaba escoto y la lengua priteni hábilmente. Tú también lo harás con el tiempo. Será cada vez más fácil. Lamento que estés triste. Durante el viaje hasta aquí, en aquel dichoso barco con su variopinta tripulación de clérigos, creí que disfrutabas. Vi una expresión en tu rostro que nunca he vuelto a ver: te vi segura y contenta. Ojalá pudiera…
—Vete, Faolan, por favor. Quiero dormir.
Una pausa.
—Buenas noches, Eile. Te veré dentro de siete días —lo dijo en voz muy baja.
—Mi padre era marinero. —Se sintió obligada a decirlo—. Quizá soy como él. Lo que ocurre es que pienso que los viajes deberían terminar en casa, y eso es difícil cuando no sabes dónde está tu hogar.
—No eres la única. Que duermas bien. No olvides decirle a Saraid…
—Se lo diré. Buenas noches, Faolan. Cabalga con cuidado.
Eile oyó que la puerta se cerraba suavemente. Faolan procuraba no despertar a la niña. La muchacha se dio cuenta de que, después de todo, no iba a llorar. Rodeó a su hija con los brazos, cerró los ojos y se imaginó la casa de la colina. Allí estaba el gato listado, allí estaban las hileras de hierbas y flores, lozanas y brillantes bajo la luz del sol. Alguien cantaba y se oía la risa de Saraid. En aquel lugar siempre era verano.
Los hombres que había en la Colina Blanca eran todos demasiado viejos, demasiado jóvenes, demasiado feos o demasiado estirados. Breda se estaba volviendo loca de aburrimiento. Keother no había traído de las islas a ninguno de los miembros de su séquito favoritos. Era como si su primo hubiera decidido dejar atrás al mozo de cuadra más atractivo de Breda, a su guardaespaldas más musculoso, a su músico más ingenioso. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Pasar el rato dando puntadas en inútiles trozos de lino y practicar buenos modales en la mesa?
La princesa de las Islas Luminosas, de pie junto al parapeto en lo alto de la Colina Blanca, con la barbilla apoyada en las manos y mirando al norte, pensó que quizá esta visita que su tío le prometía hacía mucho tiempo como algo especial era en realidad un castigo. Quizá aquella vez que el entrometido consejero de Keother la había sorprendido en los establos con Evard haciendo algo más que darles fruslerías a los caballos, alguien le había ido con el cuento al rey. Keother no había dicho ni una palabra y el consejero tampoco. De todos modos, Evard no había ido a la Colina Blanca, ni aun cuando era mozo de cuadra principal. La elección de acompañantes de su primo parecía inclinarse hacia los hombres viejos o feos.
¡Dioses! Si las cosas seguían así la situación no tardaría en hacerse intolerable. Allí no había absolutamente nada que hacer. Sus doncellas estaban alteradas e irascibles y ella no tenía a nadie con quien hablar. Si esta era la emocionante vida que Keother le había prometido en la corte de Fortriu, a ella no le causaba muy buena impresión. Aquella gente no tenía ni idea de divertirse.
Breda caminó por el adarve levantándose la falda de manera que no tocara los escombros que los fuertes vientos de Fortriu habían depositado allí arriba y asegurándose de que se le vieran los tobillos. Los guardias apostados por allí cerca mantuvieron resueltamente la mirada en la ladera que descendía desde las murallas. Alguien debía de haberles dicho algo. Le echó la culpa a la reina, esa extravagante mujer de tez pálida y mirada extraña. En realidad, no era una mujer: era otra cosa. En cuanto a los críos, eran de lo más inquietante. El niño poseía una rara singularidad que hacía que Breda se sintiera insegura. El bebé parecía algo que tendrían que haber ahogado al nacer. Algo que había salido mal y no merecía vivir. La joven no entendía cómo la gente podía tolerar semejante rareza. En una granja si un cordero, un cabrito o un ternero nacían deformes, los sacrificabas. Era lo más práctico. De hecho, era compasivo. Eliminaba las futuras complicaciones. Podría decirse que el bebé real era bonito de una manera singular, como su madre, pero tenía algo que… no estaba bien.
Breda suspiró. Si no sucedía pronto algo interesante, ella misma tendría que hacer que ocurriera. Estaba la boda de Ana, por supuesto, pero resultaba difícil emocionarse demasiado con eso. Recordaba muy vagamente a su hermana. Solían hacer cosas juntas: caminar por la playa, cantar canciones, bordar. La tía que las había criado nunca había castigado a Ana; ella había sido la hermana buena. Breda llevaba las palmas llenas de verdugones entrecruzados mientras que las de Ana se mantenían suaves y blancas. Su tía tenía un modo muy imaginativo de enfocar el castigo. La quema de los juguetes favoritos, períodos de reclusión en la leñera donde unos escarabajos enormes acechaban por todos los rincones. Palizas y reprimendas. Retener las cosas bonitas, las preciosas cintas y los zapatos que Breda tanto codiciaba. Prohibirle jugar con ciertos amigos. Ana era callada y se portaba muy bien. Ella siempre había podido evitar la crueldad de la tía. Entonces, cuando tenía diez años, se había marchado a Fortriu y no había vuelto nunca más. Por lo visto, Ana no había dejado el hábito de la costura y la música al hacerse mayor. Seguro que aquel tipo con el que se iba a casar era otro aburrido jefe de clan de mediana edad como muchos de los hombres que había allí en la corte. ¿Dónde estaban los guerreros? ¿Dónde estaban los temerarios? ¿Dónde había un solo hombre que pudiera demostrar que lo era de verdad?
El guardia del rey, el más joven, Dovran, era un buen espécimen: espaldas anchas, piernas largas, abundante cabello castaño. De momento Breda apenas había conseguido que la mirara, pero estaba en ello. El otro, Garth, estaba casado y tenía hijos, lo cual no era un obstáculo en sí, pero lo veía demasiado mayor; Breda calculaba que rondaría los cuarenta. Y esos dos muchachos, con sus patéticas ansias de agradar, eran demasiado jóvenes. Estarían bien como un capricho, para un encuentro rápido…, probablemente demasiado rápido. Bedo era el mayor. El hecho de que Breda lo hubiera considerado seriamente, aunque sólo fuera por un instante, demostraba lo desesperada que se estaba volviendo la situación. No obstante, el chico la había decepcionado. Desde el episodio con el bebé, parecía haber dejado de perseguirla. De hecho, lo había encontrado varias veces conversando sonriente con su asistenta, Cella. ¡Con Cella! ¿Quién la miraría a ella estando Breda presente? Esa chica no era nadie, y además era fea, aburrida y muy ordinaria. Cella no debería coquetear con el hijo de un jefe de clan, un chico cuya madre había sido princesa. Era totalmente inapropiado. Esa chica tenía que ser castigada, pero no de la manera habitual; aquello requería algo más entretenido. Sería divertido decidir en qué consistiría exactamente el castigo.
Breda sonrió. La corte no tenía por qué ser tan tediosa. Lo único que hacía falta era un proyecto y un poco de imaginación. Y la materia prima, que la tenía alrededor. Ya vería qué podía hacer con ella.
Cuando Eile se había enterado de que Faolan iba a seguir adelante sin ellas, siete días le habían parecido mucho tiempo. Sin embargo, pasaron muy deprisa. Drustan y Ana estuvieron encantados de contarle la historia de su padre, que era profusa, mucho más de lo que ella había esperado. Pasaron largas horas hablando, primero en el dormitorio de Ana y luego delante del fuego en el salón, donde los sirvientes de Broichan, unas personas evidentemente bien capacitadas en cortesía y discreción, los dejaban solos.
Eile tenía un fuerte impulso de echar una mano. Le resultaba inapropiado quedarse sentada con aquel jefe de clan y su señora, que según le había dicho Faolan era una verdadera princesa, en lugar de ayudar a Mara a lavar sábanas o a fregar los cacharros en la cocina. No era necesario hablar el mismo idioma para llevar a cabo tareas semejantes y en una o dos ocasiones vio que Mara la miraba como si estuviera a punto de sugerir que se levantara de una vez e hiciera algún trabajo de verdad. Sin embargo, Drustan y Ana dejaron claro, aun sin decirlo explícitamente, que ella era su invitada, una amiga, y que tenía que pasar el tiempo en consecuencia. A Eile le resultaba extraño, no le parecía del todo adecuado.
Los días fueron transcurriendo y los tres daban moderados paseos por la granja y los bosques, en compañía de Saraid; Ana intentando recuperar fuerzas y Drustan sosteniéndola y contándole su historia a Eile mientras tanto.
Los hijos del granjero eran todos mucho mayores que Saraid y, aunque su esposa Brenna era muy buena persona, todo el mundo andaba atareado y la niña estaba abrumada por la actividad constante. Cuando el tiempo era inclemente, la pequeña jugaba con las piezas que Drustan había sacado para ella y que sus deditos manipulaban con cuidado. En una o dos ocasiones, el cocinero, Ferat, la convenció para que entrara en la cocina a hacer conejos, gatos u hombrecitos de masa. El hombre parecía tener mucha práctica. Se hizo amiga del perro grande, al que parecían gustarle los niños.
Fuera, Ana y Drustan se acomodaban al paso lento de la niña y le hablaban en voz baja. Ella caminaba al lado de Eile y se alejaba en breves incursiones para investigar hongos, erizos o rocas interesantes con dibujos. En tanto que el perro, Nube, siempre permanecía cerca de Ana, los dos pájaros de Drustan seguían a Saraid. Eile tenía la extraña impresión de que estaban vigilando a la pequeña.
A medida que iban pasando los días, Eile supo de la fortaleza y resistencia de Deord. Supo de su heroísmo. Descubrió que su padre, medio destrozado por el tiempo pasado en prisión, había sido el más humano y compasivo de los carceleros. Empezó a preguntarse cosas sobre él, pues lo que Drustan le contó no indicaba una persona que hubiera decidido olvidar a su familia. Aquel no era un hombre cuyas sombrías experiencias hubieran borrado de su corazón la capacidad de amar.
—Me pregunto por qué no habló de nosotras —le comentó a Drustan uno de los últimos días—. Él nos quería. Lo recuerdo. Y eso seguro que no desaparece así como así. Incluso cuando estuvo en la Sima, cuando llegó a casa tan triste, me llamaba su pequeña llama, su luz brillante. Por mi pelo rojo. Al menos eso creía yo. Quizá significara más que eso. Él amaba a mi madre. Era dulce con ella, incluso entonces. Solía despertarse llorando. Tenía unas pesadillas terribles. Recuerdo que me escondía bajo las mantas, pero seguía oyéndole. Oía a mi madre cantándole para que se volviera a dormir, como si fuera un bebé. —Eile se enjugó unas lágrimas—. ¡Ojalá se hubiera quedado! Pero, claro, entonces tú habrías tenido algún otro guardia y no te hubieras salvado.
Drustan asintió con expresión grave.
—Sin Deord me habría vuelto loco enseguida. No sé si Faolan te lo dijo, pero… existe un motivo concreto por el que me resulta dan difícil tolerar el confinamiento. Poseo la habilidad de pasar de una forma a otra, de transformarme de hombre a pájaro, y viceversa. Estas criaturas son, en cierto sentido, partes de mí —señaló a la corneja y al otro pájaro, que según le había dicho Drustan era un piquituerto, que rebuscaban entre la maleza cerca de Saraid mientras la niña le enseñaba unos escarabajos a Lamento—. Es al mismo tiempo un don y una maldición. Fue por esta singularidad que mi hermano pudo acusarme de un crimen que no cometí y calificarme de loco. Ana y yo todavía tenemos que enfrentarnos a la sombra de todo eso cuando regresemos al norte.
—Eres la persona menos loca que he conocido nunca —le dijo Eile—. Es decir, aparte de Faolan.
Ana sonrió abiertamente cuando su prometido le tradujo esto último. Le habló en voz baja. La luz del sol, que se filtraba por el dosel del nuevo verdor de primavera, le daba a su cabello dorado un brillo casi mágico. La voz de Ana era suave y queda y sus ojos rebosaban una profunda calma. Eile lamentaba no poder hablar con ella directamente, sin necesidad de traducción. Puede que Ana fuera una mujer de sangre real y de una belleza sobrecogedora, pero poseía un aire de autenticidad y honestidad que sugería que podían llegar a ser amigas. A Eile se le fue haciendo cada vez más evidente por qué Faolan amaba a aquella mujer; ¿quién no lo haría? Drustan dijo:
—Ana dice que no pareces sorprendida por lo que te he contado. A algunas personas le resulta inquietante.
—Que seas un… ¿cuál es la palabra adecuada? ¿Un transfigurador? Creo que es maravilloso. A mí me encantaría poder volar. Es un tipo de libertad que me cuesta imaginar.
Ana le dijo algo a Drustan. Su tono alertó a Eile de un cambio en la conversación. La oyó pronunciar su nombre.
—¿Qué? —preguntó con brusquedad.
—Dice que ya es hora de que te planteemos una cosa, Eile, y yo estoy de acuerdo. Nos preguntábamos si habías pensado en el futuro.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Tengo una niña de tres años. Por supuesto que he pensado en el futuro.
—¿Qué camino ves para ti y para Saraid después de la Colina Blanca?
—Después… —Eile sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo, el conocido aliento frío del cambio—. No estoy segura. Tendría que hablar con Faolan.
Drustan y Ana intercambiaron una mirada.
—¿Qué? —preguntó la chica, consciente de que había algo que no le decían, algo que no iba a gustarle.
—Eile —dijo Drustan—, si quisieras venir con nosotros a los territorios de los caitt, Ana y yo estaríamos encantados de llevarte. Eres la hija de Deord y ambos lo respetábamos profundamente. Saraid y tú podríais tener un hogar permanente con nosotros en el Valle de la Ensoñación. Son mis tierras, situadas en la costa oeste, un lugar remoto y hermoso. Es un sitio estupendo para criar a un niño; es un lugar tranquilo, seguro, lleno de buena gente. Mi hermano lo cambió un poco con sus barcos y sus guerreros, pero yo le devolveré la tranquilidad que poseía antes. Ana y yo hemos decidido hacer el viaje bajando por los lagos, subir luego siguiendo la costa y dirigirnos primero al Valle de la Ensoñación para instalarnos allí y establecer una base fuerte. Sólo entonces emprenderé el camino hacia lo que fue el territorio de mi hermano, para arreglar las cosas en esa casa. Nos gustaría que vinieras con nosotros. Ana agradecería tener compañía. A mí me honraría tener esta oportunidad de corresponder a la deuda que tenemos con tu padre.
—¡Oh! —Eile no se lo esperaba, aun cuando en una o dos ocasiones Faolan se había referido a un arreglo de este tipo—. Es una oferta muy generosa. Ni siquiera me conocéis —la embargaba una confusión de sentimientos. Poco tiempo atrás aquello le habría parecido un sueño maravilloso hecho realidad: seguridad, el fin de los cambios arbitrarios, gente amistosa, no más luchas desesperadas para alimentar a su hija y mantenerla abrigada y segura. Un futuro: uno de verdad. Sabía que eran buenas personas; eran amigos de Faolan, ¿no? Todos los argumentos sensatos apuntaban a responder «sí». Sin embargo, hubo una parte de ella que, al instante y sin lógica alguna, dijo «no». Era una parte que no podía pasar por alto.
—Gracias —dijo—. Vuestra generosidad es abrumadora, pero no puedo.
Ni Drustan ni Ana dijeron nada. Estaba claro que Ana había comprendido la negativa sin necesidad de traducción. Parecían bastante tristes, pero no sorprendidos.
—Lo siento —añadió Eile—. Ni siquiera puedo decir por qué. Me doy cuenta de que sería bueno para Saraid, pero sé que no puedo hacerlo. Hablaste de corresponder a una deuda. Yo tengo una propia y, si me voy, nunca podré pagarla. —Sabía que Faolan no esperaba que le devolviera la plata; últimamente Eile apenas había pensado en el éraic. No obstante, marcharse y dejarlo atrás le parecía mal.
—Quizá podrías tomarte un tiempo para considerarlo —le sugirió Drustan—. Vamos a pasar unos días en la Colina Blanca para que Ana pueda ver a su hermana.
—Y para la boda —dijo Eile, pensando en lo doloroso que iba a ser para Faolan.
—Sí, eso también, aunque creo que vamos a decepcionar a algunas personas. Tenemos intención de celebrar unos esponsales discretos y en la intimidad. Bridei y Tuala lo comprenderán. A Ana y a mí no nos gustan las celebraciones magníficas —y, traduciendo lo que decía Ana, añadió—: Por lo visto hemos trascendido la necesidad de semejantes acontecimientos. Además, a nuestros ojos, así como a los de los dioses, sabemos que ya somos marido y mujer de verdad.
Eile asintió con la cabeza, pensando en qué poco corrientes eran esas personas y en que era una pena no tener tiempo para llegar a conocerlas mejor.
—No me hace falta considerarlo —dijo. Esperaba que no la creyeran una desagradecida—. No puedo ir.
—Ya nos imaginábamos que dirías eso. —Fueron palabras de Ana. Drustan sonrió mientras las traducía al escoto. Entonces Ana le dijo algo más y su sonrisa se desvaneció. Parecían discutir alguna cosa; Eile oyó que ella decía el nombre de Faolan.
—Contádmelo —dijo—. ¿Qué decís de Faolan? Sí que me habló de la posibilidad de que Saraid y yo pudiéramos quedarnos con unos amigos suyos; quizá se refiriera a vosotros.
Los dos la miraban. La muchacha no estaba segura de cómo interpretar sus expresiones. ¿Sentían pena por ella? ¿No querían disgustarla? ¿No estaban seguros de cuánto contarle? Con un nudo en el estómago, Eile miró a Saraid para asegurarse de que no les oyera y entonces dijo:
—Contádmelo, sea lo que sea.
—Será mejor que hablemos de ello cuando estemos de vuelta en casa —dijo Drustan—. Ana y yo tenemos que discutirlo primero.
—Ahora, Drustan —dijo Ana en escoto.
—Está bien. Eile, Faolan nos preguntó si asumiríamos el papel de tutores tuyos. Quería que te lleváramos al norte con nosotros. Insistió en que se lo garantizáramos antes de marcharse. Está muy preocupado por tu bienestar.
Por un momento ella fue incapaz de responder. Se dijo a sí misma que era totalmente razonable; que era mucho mejor de lo que había esperado. Clavó la vista en el suelo, deseando poder actuar como lo haría Ana en las mismas circunstancias: como una dama.
—Gracias por decirme la verdad —dijo. Su voz sonó tensa y herida; no pudo controlarlo—. Así pues, aceptasteis. Era un compromiso con mi padre. Faolan ha cumplido su parte y ahora os pasa a vosotros la responsabilidad.
—Nuestra oferta se hizo con el genuino deseo de recibiros a ti y a tu hija en nuestra casa —repuso Drustan—. Es cierto que tenemos una deuda con Deord que ninguno de nosotros podrá pagar nunca del todo. No obstante, cuando te conocimos y supimos cuáles eran tus circunstancias, Ana y yo hubiéramos hecho nuestra oferta tanto si Faolan nos lo hubiera pedido como si no. Tu padre nos merecía muy buena opinión. Tú nos gustas y te respetamos.
Ana agregó unas palabras con su seria mirada fija en Eile. No era una mirada de lástima, era más bien escrutadora. A ella le gustó más esa mirada que la anterior.
—Dice que das por sentado que le respondimos afirmativamente a Faolan. En realidad, no le dimos respuesta. Ana le dijo que la decisión debía ser enteramente tuya. Si decides no venir con nosotros, respetaremos tu decisión y él también.
—¡Ah! —Eile lo consideró. Faolan no era de esa clase de hombres a los que la gente daba órdenes. Quizá Ana era la única excepción.
—En cuanto Faolan se marchó, Ana y yo hablamos detenidamente sobre esto. Ella dice que deberíamos decirte que los dos pensamos que has tomado la decisión adecuada.
Ana dio una patada de frustración en el suelo, hizo gestos, incapaz de encontrar las palabras que buscaba.
—Dice que le da rabia no poder hablar contigo de mujer a mujer, en privado. Creo que quiere decirte algo que yo no tengo que oír. Me temo que deberá esperar, pues aquí nadie más habla escoto con fluidez.
Empezaron a andar de vuelta a la casa. Eile se sentía muy extraña, como si hubiera estado a punto de caerse y algo la hubiera salvado de forma inesperada. Como si la hubieran levantado para volver a dejarla en el camino, aunque quizá entonces fuera un camino distinto. No tenía ni idea de adónde conducía y, aun así, se sentía mejor.
—Dijiste que supisteis cuáles eran mis circunstancias —dijo—. ¿Qué os contó? —Que no les hubiera hablado de Dalach. Ni del éraic. O, traidoramente, de la petición que Eile le había hecho, la que él dijo que le, hacía sentir honrado. Casi seguro que aquello fue lo que había inclinado la balanza y había hecho que se decidiera a deshacerse de ella.
—Se mostró hermético con los detalles —respondió Drustan—. Está claro que eras muy joven cuando tuviste a tu hija. Faolan nos contó que ambos tuvisteis que marcharos de Erin por culpa de una continua amenaza a tu seguridad. Nos explicó que tu madre había muerto; que habías pasado muchas penurias y que las habías afrontado con coraje, tal como él se esperaría de la hija de Deord. Eso fue todo lo que estaba dispuesto a contarnos. Él piensa que Saraid y tú estaréis mejor con una familia, con alguien que pueda proporcionaros estabilidad. Me imagino que te habrá dicho a qué se dedica, ¿no?
Eile crispó los labios.
—Oficialmente, es el guardaespaldas del rey. Extraoficialmente, es algo más, pero no voy a hablar de ello. De modo que una familia ¿eh? Sensato sí lo parece. Como lo del magnífico joven del que no deja de hablar, el que voy a conocer algún día.
Drustan la miró con una sonrisa. Ana se había inclinado para admirar unas flores; Saraid contaba los pétalos.
—Mira, Lamento —dijo la niña—, son estrellitas.
—Drustan, ¿por qué creéis que he tomado la decisión adecuada? —preguntó Eile—. Ni siquiera sé lo que va a ocurrir en la Colina Blanca. No conozco el idioma. No puedo hacer mucho, excepto cuidar de Saraid y realizar trabajos de sirvienta. ¿Por qué traerme hasta aquí sólo para eso? Quiero decir que hizo una promesa, sí, pero habría formas más fáciles de cumplirla.
Drustan se lo tradujo a Ana, cuya respuesta fue una pregunta:
—¿Quieres decirnos qué promesa fue esa?
—Que se quedaría conmigo hasta que ya no lo necesitara —no pudo evitar un dejo de tristeza en su voz. Ahora ya no dudaba que Faolan no entendía dicha promesa igual que ella.
Ana volvió a hablar.
—Dice —explicó Drustan— que es una lástima que no puedas preguntarle a Faolan si él cree necesitarte a ti. Ser amigo de ese hombre es como cuidar de una persona perdida en un laberinto. Los giros son muchos y complejos; está rodeado de esquinas oscuras, de callejones sin salida, de trucos y trampas, algunos de ellos creados por sí mismo. Si eres su amiga, tienes que quedarte con él, aunque te ordene que lo dejes. No es un camino fácil. Resultaría mucho más sencillo decirle adiós y seguir tu propio rumbo.
A Eile le pareció que, de un modo extraño, tenía sentido.
—Lo que sí nos dijo —añadió Drustan— fue que tú no eres de las personas que eligen el camino fácil.
Habían puesto a prueba al druida hasta el extremo de que este ya no sentía dolor. El día y la noche se habían desdibujado en un único y continuo caminar. Sus ojos se posaban en lo familiar y lo encontraban extraño. Se le olvidaron los nombres; los objetos ya no tenían sentido para él. El sonido era efímero e insignificante, o inmediato y aterrorizador. La llamada de una criatura del bosque se convirtió en un aciago llamamiento a la muerte; el murmullo de un arroyo era el eco de la pérdida del intelecto, de la conciencia, del propio ser. Era un canto que rodaba ante la inevitabilidad del río. Era una pluma que los vientos azarosos llevaban de aquí para allá. Era una rama de serbal aguardando el roce de la llama devoradora. Al final, cuando huesos y tendones habían sido azotados, estirados y golpeados, cuando ojos y oídos ya no percibían formas ni sonidos como antes, sino que sólo conocían un indómito continuo de existencia, cuando de una tormenta de invierno su mente surgió limpia y desnuda, él era una charca de aguas calmas: un recipiente para la voluntad de la Brillante. «Estoy listo», dijo el druida.
Bridei y Faolan se hallaban en el muro del parapeto de la Colina Blanca con Garth, que vigilaba a una discreta distancia. El sol se ponía en la Gran Cañada, ribeteando de rosa y carmesí un revoltijo de nubes. El hecho de que el rey se hubiera excusado de la compañía de Keother, entre otros, para tener una inmediata reunión confidencial con su recién llegado guardaespaldas daba una idea de la especial posición que Faolan ocupaba en el círculo de Bridei.
No se habían dado un abrazo. Bridei sabía que era mejor no ofrecérselo, aun cuando consideraba a Faolan su amigo más allegado. Intercambiaron saludos, el deseo de que el otro se encontrara bien de salud.
Bridei le comunicó la noticia del nacimiento de Anfreda y Faolan le transmitió sus felicitaciones. Entonces pasaron inmediatamente a los asuntos que les ocupaban.
Las noticias eran preocupantes por ambas partes. Colmcille ya estaba en las costas de Dalriada y, en la considerada opinión de Faolan, lo más probable era que emprendiera el camino hacia la Colina Blanca más bien temprano que tarde. Por lo visto, Carnach tramaba una especie de golpe de Estado, o al menos un serio desafío al rey. Broichan estaba ausente; Keother y su joven prima, en la corte. Hasta el más experimentado de los malabaristas consideraría un reto tener que manejar tantas bolas adicionales.
Mientras Faolan hablaba, Bridei dudaba hasta qué punto podía preguntarle a su amigo sobre el viaje. ¿Había visto a su familia? ¿Había resuelto lo que fuera que tuviera que resolver allí? La expresión de Faolan era una máscara muy bien controlada. La mirada de sus ojos oscuros era cauta. Fuera lo que fuera lo que hubiera ocurrido durante su ausencia, su autocontrol parecía estar intacto.
—Tenemos que decidir cuál es nuestra prioridad —dijo Bridei—. Tú y yo, quiero decir. Le diré a Aniel que convoque una reunión selecta para mañana. Fola está aquí, lo cual es una suerte, dada la continuada ausencia de Broichan. Se lo expondremos a ellos. Faolan, mis instintos me empujan en cierta dirección. Quiero saber si estás de acuerdo.
—Antes de darte mi opinión, dime cuál es exactamente la situación con Broichan. Si los cristianos deciden hacerte una visita mientras estos otros asuntos siguen sin resolver, necesitarás a tu druida para que se ocupe de Colm. Tengo entendido que Broichan desapareció sin decir adónde se dirigía.
—No hemos sabido nada. Parece haber desaparecido por completo de Fortriu. De no ser por las visiones de Tuala, lo habríamos creído muerto. Ella sigue estando segura de que regresará.
—Pues a ver si se da prisa —comentó Faolan con sequedad.
—El instinto de Tuala es muy fiable. Llegará a tiempo, a menos que esos cristianos posean maravillosos poderes de transportación.
—Colm sabe navegar. No puedo decir lo mismo de los demás.
Bridei se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra la pared.
—Si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías primero? —le preguntó en voz baja—. Respóndeme con franqueza.
Por primera vez, Faolan parecía vacilante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bridei.
—Nada. Creo que tenemos un poco de tiempo, no mucho, pero quizá suficiente para que tu druida regrese a la Colina Blanca antes de que Colmcille decida emprender el camino cañada arriba. Podemos ocuparnos de Keother; él está aquí, delante de nuestras narices, lo cual debería mantenerlo alejado de los problemas. Es probable que la chica no sea importante. Keother sabe que podría ser la próxima rehén. Sabe que esperamos de él su mejor comportamiento. Esperemos que se avergüence de ser el único jefe al que no se le reconozca una contribución en la guerra del pasado otoño. Tienes que celebrar tu banquete de la victoria. Si lo cancelas, ofenderás a tus jefes de clan y decepcionarás a sus familias. Sería interpretado como una señal de indecisión. En vista de tu decisión de no intentar conseguir la corona de Circinn, podría considerarse como debilidad.
—Continúa. —Gracias a los dioses por Faolan, pensó Bridei. No había nadie tan astuto ni tan preparado para aconsejar a su rey con absoluta sinceridad. De nuevo se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos a su amigo.
—A mi juicio, la mayor amenaza es el asunto de Carnach —dijo Faolan—, es el que pide a gritos nuestra atención inmediata. Cuando oí hablar de esta rebelión, me costó creerlo. ¿Carnach un traidor? ¿Carnach, a quien conocemos y respetamos tanto? Si ha hecho esto, debe de haber sido con gran congoja. El ama Fortriu, y hubiera jurado que su lealtad hacia ti era inquebrantable. Sin embargo, ahora me dices que ha habido otros rumores del mismo estilo que el que llegó a mis oídos, historias provenientes de muchos lugares distintos. Alguien debe ir y averiguar la verdad. No tiene que ser un grupo grande de guerreros armados, ni un emisario oficial como Tharan o Aniel. Tiene que ser alguien que pueda pasar desapercibido.
Faolan permaneció relajado, sus rasgos calmados. De todos modos, reinaba una tensión que Bridei casi podía sentir. El silencio se alargó.
—¿Algo va mal?
—¿Mal? ¿Te refieres a algo que no sean los importantes asuntos que acabamos de exponer?
Bridei habló con cuidado, eligiendo cada palabra. Tener una conversación con Faolan sobre temas personales requería un grado de habilidad que con frecuencia le sobrepasaba incluso a él.
—He notado que no has presentado voluntariamente tus servicios de inmediato. Ambos sabemos que esto requiere tu particular pericia. Reconozco que acabas de llegar tras una prolongada ausencia, pero la necesidad de pasar directamente de una misión a otra nunca te había resultado un impedimento anteriormente.
Faolan no respondió. Tenía la vista clavada en la distancia como si no lo hubiera oído.
—Quizá no sepas —continuó diciendo Bridei— que la boda de Ana y Drustan tendrá lugar en un futuro muy próximo, justo antes del banquete de victoria. La ausencia de Broichan lo retrasó. Basándome en tu actitud del pasado otoño, me imagino que no querrás estar en la Colina Blanca para los esponsales.
—Sé lo de la boda. Los vi en Pitnochie —la expresión de Faolan prohibía seguir insistiendo—. Me iré, por supuesto. ¿Cuándo?
—Quiero que estés aquí para la reunión de mañana —dijo Bridei—. La asistencia será reducida. Sólo los hombres y mujeres en quienes confío plenamente. Te harán falta un par de noches de descanso antes de marcharte. Uno de los hombres que trajo las noticias sigue aquí, quizá quieras oír su versión.
—No necesito descansar. Me iré tan pronto como necesites que me vaya.
—Muy bien. Valoro tu lealtad, Faolan. Y tu honestidad. No lo dudes.
Faolan asintió con un forzado movimiento de la cabeza.
—A Tuala le gustaría verte. —Bridei le indicó a Garth que iban a entrar—. Creo que es esencial que oigas lo que tiene que decir sobre Broichan, pues es un asunto igualmente importante, aunque quizá no tan urgente.
—Si lo deseas —la voz de Faolan sonó tensa.
—Para serte del todo sincero —dijo Bridei ocultando su preocupación, pues estaba claro que algo le ocurría a su amigo, pero vio que este no quería hablar de ello—, me muero de ganas de enseñarte a mi nueva hija, aunque sé que no te interesan los niños pequeños. Es la viva imagen de mi esposa cuando era un bebé. —Por un momento, fueron dos iguales, no el rey priteni y el guardia escoto—. Te has impuesto unas reglas muy duras —añadió Bridei—. Demasiado duras a veces.
—Es una parte esencial del trabajo. Así me lo voy recordando.
El rey descendió por los escalones de piedra hacia el jardín. Casi al pie de la escalera, oyó la voz de Faolan a sus espaldas en un tono completamente distinto.
—¿Bridei?
Este se dio la vuelta. Su hombre de confianza se hallaba sumido en la sombra, cerca de lo alto de la escalera. Apenas se había movido.
—¿Qué ocurre, Faolan? —Allí había algo, una intranquilidad, una reserva.
Garth surgió por detrás del escoto, una presencia vigilante, lanza en mano.
Faolan meneó la cabeza, no para negar nada, sino como si quisiera despejar su mente de pensamientos poco gratos.
—Nada —respondió, y bajó por la escalera—. No es nada.