Falan? —Saraid tenía la vocecilla tomada—. Me duele la cabeza.
Eile estaba fuera preparando el conejo que Faolan había cazado para cenar. La niña estaba acostada al abrigo de la cabaña abandonada en la que se habían instalado de manera temporal cuando se hizo evidente que Saraid tenía fiebre y no podía continuar. Al despejarse el tiempo las noches habían sido glaciales, con una niebla espesa y baja que cubría las laderas boscosas hasta bien pasada el alba. Habían llegado a la vía fluvial que separaba el lago de la Doncella de la amplia extensión del lago de la Serpiente, que se extendía en dirección norte hasta la Colina Blanca.
—Bebe un poco de esto, Ardilla —dijo Faolan, que sostuvo a la niña con el brazo para que pudiera incorporarse y tomar un sorbo del bebedizo de hierbas que había preparado. En el interior de la choza había un pequeño hogar y en él mantenían un fuego ardiendo además del de afuera, que usaban para cocinar. Saraid tan pronto tenía calor como frío. Faolan le puso la mano en la frente al ver que tenía las mejillas coloradas. Estaba caliente… demasiado. Sin embargo, la pequeña se acurrucó bajo la manta como si estuviera helada.
Quizá tendrían que retroceder y llevarla al Pozo del Cuervo. Lo más probable era que para entonces Bridei ya hubiera invitado a Talorgen y a su esposa a la corte, puesto que dentro de poco tenía que celebrar una ceremonia de agradecimiento y reconocimiento. No obstante, en la casa habría mujeres que sabrían cómo cuidar de una criatura enferma. Podría ser que hubiera un sanador. Su dominio de la ciencia herbaria se limitaba a lo que podría mantener a un hombre en pie y en movimiento cuando había un trabajo que hacer y a proporcionar sueño aun en la más dura de las camas. Lo único que haría este brebaje era darle a la pequeña un breve respiro de la fiebre. No le gustó el ruido áspero que hacía al respirar. Desde fuera llegó el sonido de la tos de Eile.
Saraid había cerrado los ojos. Faolan tomó la taza y salió.
Ya llevaban bastante tiempo viajando juntos. Faolan nunca hubiese imaginado que podría acostumbrarse a la presencia constante de otras personas, particularmente de una mujer y una niña que eran vulnerables y, en el caso de Eile, un tanto imprevisibles. Sin embargo, el hecho era que en aquel preciso momento se encontraba mucho más preocupado por la respiración de Saraid y el aspecto agotado del rostro de Eile de lo que lo estaba por la necesidad acuciante de llegar a la Colina Blanca. Al ritmo que iban, Colmcille iba a adelantarles por el camino. No importaba. Eile y Saraid lo eran todo la una para la otra. Él había prometido mantenerlas a salvo, y eso era lo que tenía que hacer.
Faolan adoptó un semblante calmado, salió y se dirigió a la fogata para cocinar. Eile se había agachado para darle la vuelta al conejo, ensartado en un improvisado espetón. La estancia obligada de varios días en aquella cabaña solitaria los había inducido a inventar algunas mejoras en su organización doméstica: además de este medio para asar carne, habían recogido helechos que dispusieron sobre los restos de los camastros que había en el lugar y habían reparado el tejado para no tener goteras. No era precisamente un lujo, pero resultaba más confortable que las noches que habían pasado en el suelo bajo las estrellas en su viaje desde Dalriada.
—Ya vuelves a cojear —dijo Eile, que se sentó sobre los talones y lo observó mientras se acercaba—. Te duele con el frío, ¿verdad? Ven, arrímate al fuego. ¿Está dormida?
—No del todo. Le di un poco más de pócima. Tendré que salir otra vez a buscar hierbas: achicoria silvestre, hierba lombriguera, hojas de acebo, tal vez. Ya casi se ha terminado lo que preparé. —Se inclinó para frotarse la pierna con un gesto de dolor. Eile enseguida había descubierto su debilidad; no tenía sentido fingir que no lo entorpecía. La rodilla le dolía por las noches y por las mañanas la tenía entumecida. Cuando él le había contado que recibió la herida luchando contra una manada de lobos, ella se había negado a creerlo.
—Ya iré yo —dijo Eile, y tosió de nuevo—. ¿Dónde están? ¿A qué distancia río arriba?
—No, iré yo. Quiero que estéis calientes, que estéis bien. Hay unos amigos del rey que viven no muy lejos de aquí, Eile. Supondría medio día de viaje retrocediendo por donde hemos venido y luego tomar un sendero que sale en dirección este. Allí podríamos alojarnos como es debido, habría camas calientes y mujeres que podrían ayudar.
—¿Es eso lo que quieres hacer? —su mirada era cautelosa.
—Es una posibilidad. Ardilla tendrá más probabilidades de recuperarse rápidamente estando allí, pero tendríamos que sacarla de nuevo al frío para llegar al Pozo del Cuervo. Si nos quedamos aquí a esperar, lo único que podemos hacer es mantenerla en la cama, al abrigo del aire frío.
Eile asintió con la cabeza.
—¿Me estás pidiendo que lo decida yo?
—Que lo consideres. Lo decidiremos juntos.
—Podrías ir tú a buscar ayuda —propuso Eile, que lo miró de reojo desde donde se hallaba acuclillada junto al fuego.
Faolan quedó asombrado por la fuerza de su propia reacción a lo que sabía que, en cierto sentido, era una sugerencia absolutamente razonable.
—De ninguna manera —respondió—. No voy a dejaros aquí solas. —Su mente le mostró, uno tras otro, todos los males que podían acaecerles en su ausencia. Cada uno era más aciago que el anterior, y todos inconcebibles.
—Ya hemos pasado por momentos difíciles, Faolan —comentó Eile en voz baja—. Creo que podríamos arreglárnoslas solas por un día. Tenemos comida y refugio. Tenemos fuego.
—No voy a hacerlo. No quiero discutirlo más.
—¡Ah! —Pinchó el conejo para ver cómo estaba—. Bueno, ahora es demasiado tarde para emprender el camino hacia ese lugar, de manera que lo mejor será que esperemos y decidamos por la mañana. Tal vez se encuentre mejor.
Faolan captó el miedo en la voz de la muchacha a pesar de sus esfuerzos por parecer serena y capaz. No creía que la pequeña fuera a morir; aunque estuviera delgada, era una niña sana. Estaba más preocupado por la tos bronca de Eile. Pero ¿qué sabía él? El verano anterior, sin ir más lejos, dijeron que una enfermedad se había extendido por la Colina Blanca y se había llevado a varios niños, así como a corderos recién nacidos, en una repentina ola de frío. Ni los servicios de la corte, ni las atenciones de nada menos que el druida del rey habían sido capaces de evitarlo. Saraid era pequeña y vulnerable como una violeta nueva. Eile era frágil; su feroz voluntad no podía disimular la palidez translúcida de su piel y sus ojos seguían pareciendo demasiado grandes para su cara a pesar de que su dieta había mejorado últimamente.
Faolan le puso una mano en el hombro y, al notar que ella se encogía, la retiró.
—No soy ningún experto —dijo—. Ahora mismo, preferiría que las dos estuvierais calientes y secas, aquí donde pueda vigilaros. Lo mejor será que no nos movamos hasta que las dos volváis a estar bien. Esta noche quiero que tú también te tomes la pócima de hierbas.
Eile torció el gesto.
—Huele a orines de perro —dijo, lo cual le recordó a Faolan que la muchacha sólo tenía dieciséis años.
—Y sabe peor aún, sin duda. Pero te hará bien. Ahora voy a por esas hierbas. Traeré cebollas silvestres para acompañar el conejo, si encuentro algunas. No iré muy lejos, Eile. Mantente alerta y grita si me necesitas.
La sonrisa de la muchacha era difícil de interpretar. Faolan dedujo que era una buena señal que sonriera. Entonces arrancó de nuevo a toser y él se encaminó río arriba con la esperanza de que ella no hubiera visto su expresión alarmada antes de que se diera la vuelta.
Ya había recogido casi todo lo que necesitaba cuando oyó que Eile alzaba la voz en tono desafiante. Echó a correr. El suelo estaba embarrado y salpicado de rocas musgosas y marañas de vegetación. Le resbalaron los pies y estuvo a punto de caerse, golpeando contra un árbol con una sacudida. Recuperó el equilibrio y, sintiendo un dolor penetrante en la rodilla herida, se obligó a seguir adelante, empuñando ya el cuchillo que había utilizado para cortar las hierbas. Tras aquel único grito, Eile ya no había vuelto a alzar la voz. Faolan llegó al claro donde se encontraba la pequeña choza. Había hombres, caballos. La muchacha estaba en la puerta, apuntando el cuchillo con firmeza hacia los tres hombres que se hallaban frente a ella. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos de terror.
—Si dais un paso más, os clavaré esto en las entrañas —exclamó Eile entre dientes en escoto.
Faolan levantó el brazo y preparó el cuchillo para lanzarlo. Alzó la voz para que lo oyeran con claridad y les habló en el idioma priteni.
—Si le ponéis un solo dedo encima, estáis muertos. Daos la vuelta lentamente y dejad las armas.
Los hombres se volvieron y Faolan vio que ninguno de ellos iba armado. Vio que le resultaban familiares. Su pose no cambió, ni tampoco su tono de voz.
—Alejaos de ella —dijo.
—¡Faolan! —exclamó uno de los hombres, un individuo alto, de espaldas anchas y con el cabello muy corto—. Baja eso, ¿quieres? No queremos hacerle ningún daño; le estábamos ofreciendo compartir nuestras provisiones a cambio de poder calentarnos junto al fuego. Fue la chica quien empezó a empuñar cuchillos.
Faolan bajó la mano.
—No entiende el idioma —dijo mientras se acercaba cojeando hasta la cabaña para situarse entre Eile y los viajeros—. Y vosotros tres no es que tengáis un aspecto tranquilizador precisamente. —Eran miembros de la casa de Broichan: el alto Cinioch, el robusto Uven y un tipo más joven cuyo nombre no recordaba. No eran una amenaza, desde luego, al menos para él. Entendió que hubieran impresionado a Eile con su porte adusto y sus tatuajes de guerrero, por no hablar del despliegue de arcos, cuchillos y espadas que llevaban colgando. Se recordó que, aunque formaban parte de la guardia doméstica, todos aquellos hombres habían servido en el ejército de Bridei el pasado otoño.
—No hay motivo de alarma —le dijo a Eile en el idioma que ella entendía—. Conozco a estos hombres, son amigos y quizá puedan ayudarnos. Lamento haber tardado tanto en volver —no iba a decir, «lamento que te hayas asustado», aunque veía el terror en sus ojos.
—Te has hecho daño en la pierna. —A la muchacha le temblaba la voz.
—No es nada. Eile, tendré que dejar que compartan nuestro fuego. Puede que tengan información útil.
Ella asintió con un tenso movimiento de la cabeza.
—Diles que no intenten nada.
—Les dije que los mataría si lo hacían.
Eile le dirigió una mirada extraña y desapareció en el interior de la choza. Faolan enfundó su arma.
—¿Quién es la chica? —preguntó Cinioch.
Hasta ese punto del viaje Faolan la había presentado, cuando fue necesario, como a su esposa, y a Saraid como a su hija. Se encontraba demasiado cerca de la Colina Blanca y eso ya no era apropiado. No le gustaba especialmente eso de «la hija de un amigo»; unido al dolor que sentía en la rodilla, lo hacía sentir raro.
—Eile es una amiga —dijo simplemente—. De mi tierra natal. Ella y su hija viajan a la corte bajo mi protección. La trataréis con respeto.
—Como ya ha dicho Cinioch, fue la chica la que quería pelea, no nosotros. ¿También tienes a una niña ahí adentro? —preguntó Uven con las cejas enarcadas.
—Necesitaban ayuda. Yo era el único que podía ofrecérsela. No hablemos más de ello. Compartid nuestro fuego si queréis. Eile y la pequeña están enfermas, tienen fiebre y tos. Hemos acampado aquí hasta que puedan continuar. Sacad vuestras cosas y luego contadme las nuevas que tengáis. Si tenéis comida para compartir, os lo agradeceremos.
Los tres estaban de camino, remontando el lago rumbo a Pitnochie; habían acudido al Pozo del Cuervo a transmitir unos mensajes y para ver si allí tenían noticias de Broichan. Mientras cenaban el pescado que había atrapado Cinioch, el conejo asado y gachas de avena, le proporcionaron a Faolan más información de la que había esperado oír, mucha de la cual resultaba inquietante. Eile había optado por comer dentro de la cabaña con Saraid. Llevaba la desconfianza escrita en su semblante.
Faolan escuchó con atención y eligió sus preguntas con cuidado. Repicaban campanas de alarma. El rey de Circinn había muerto. Bridei decidía no presentarse como candidato al trono del reino del sur. Broichan no estaba en la corte, se había ido a alguna parte sin dar ninguna idea de cuándo iba a volver o de si iba a hacerlo. Todo ello resultaba perturbador, además de extraño. Cuando los cristianos subieran por la Cañada, y Faolan creía que no tardarían mucho en hacerlo, el rey de Fortriu iba a necesitar a su druida.
—Oímos otra cosa extraña —dijo Cinioch—. Algo que tal vez quieras transmitir en la Colina Blanca, aunque sólo es un rumor. Un hombre que pasó por el Pozo del Cuervo lo había oído de otro que se hallaba de paso por las proximidades del Recodo del Espino y que había estado viajando de un lado a otro de la frontera con Circinn. ¿Sabes que Carnach se fue a casa a pasar el invierno?
—No lo sabía, pero no me sorprende —repuso Faolan.
—Se dice —prosiguió Cinioch— que ha estado hablando de rebelión. Descontento con la decisión del rey sobre estas elecciones, está hablando con todos los jefes de clan de su región sobre organizarse para desafiar a Bridei. Carnach no va a reivindicar el trono de Circinn, aunque podría hacerlo puesto que es de sangre real. Lo que quiere Carnach es Fortriu. Cree que Bridei se ha vuelto débil. Corre el rumor de que hay otros que están de acuerdo con él.
Faolan sintió un escalofrío que le recorrió la espalda.
—¿Qué otros? —preguntó con serenidad.
—Ese tipo no lo dijo. Lo retamos a que nos proporcionara pruebas y se quedó callado. Insinuó que había ayuda de las altas esferas; no tengo ni idea de lo que quiso decir con eso, pero no me gustó lo que oí. Se lo hubiera comunicado enseguida a Broichan de haberlo encontrado en su casa. Aunque sólo sean historias maliciosas, el rey debe saberlo.
—Yo se lo diré —repuso Faolan mientras pensaba rápidamente. En tanto que él se había tomado su tiempo para realizar el viaje, yendo a un paso adecuado a Eile y Saraid, parecía que toda suerte de desastres en potencia se habían cernido sobre Bridei. Si hubiera ido solo, a estas alturas ya podía haber estado en la Colina Blanca—. Ya ha pasado un tiempo desde que empezó la primavera. ¿Carnach no debería estar en Caer Pridne, donde el rey podría preguntárselo directamente? ¿Quién está al mando de la gente de armas de Fortriu?
—Por lo que yo sé, podría ser que estuviera ya de vuelta. —Cinioch chupaba un hueso de conejo con deleite—. Yo lo he dejado. Me voy a casar pronto, a establecerme para ayudar a mi prima y a su esposo a cuidar de las tierras de labranza de Pitnochie. No me importa si no vuelvo a ver a otro escoto en mi vida. —Se hizo una pausa—. Exceptuando a los presentes, claro está —añadió dirigiéndole una mirada a Faolan, desviándola hacia la cabaña y volviéndola a él de nuevo. Dentro se oía la tos de Saraid y a Eile que le hablaba en voz baja.
Nadie dijo nada durante unos momentos. La reputación de Faolan implicaba que los hombres de armas de Pitnochie no entablarían una charla con él sobre frivolidades, ni le plantearían las preguntas obvias como: «¿Cuándo teníais pensado seguir adelante?», o «¿Cómo podemos ayudaros?». La mayoría de la gente le tenía miedo; todo el mundo se mostraba receloso en su presencia. Su repentina e insólita adquisición de una mujer y una niña pequeña no contribuyó a aplacar su habitual cautela.
Al cabo de un rato, Faolan preguntó:
—Cinioch, si Broichan está ausente, ¿quién reside actualmente en Pitnochie? —la casa del druida era la siguiente parada lógica del viaje cañada arriba; había un buen trecho, pero era una casa de amigos, capaz de proporcionarle todo lo que necesitaba para Eile y la niña, y habitada por gente que sabían lo que era la discreción. Era un lugar tranquilo y aislado y a la muchacha le resultaría menos atemorizador que el magnífico establecimiento del Pozo del Cuervo. Pero…
—La señora de las Islas Luminosas sigue ahí —respondió Uven—. Ella y su prometido. Llevan en la casa todo el invierno. Son unas personas encantadoras, da gusto cuidar de ellas: tranquilas, corteses, nada afectadas. Le gustan incluso a Mara. Pero se irán pronto.
Faolan se ordenó respirar lentamente.
—¿Se irán?
—Al norte, a las tierras de Drustan —repuso Cinioch—. Esperaban que Broichan celebrara los esponsales, pero por lo visto ahora contraerán matrimonio en la Colina Blanca y otro druida se hará cargo de la ceremonia. Nos llegó esta noticia justo antes de que saliéramos hacia el Pozo del Cuervo. Podría ser que cuando regresemos ya no estén. ¿Queréis venir con nosotros? —echó una mirada en derredor, por lo visto buscando algún caballo.
—Nosotros vamos a pie —dijo Faolan—. Eile no es muy buena jinete. Tenía la esperanza de conseguir un pasaje en alguna embarcación que nos llevara hacia el norte por el lago de la Serpiente, si es que hay alguien que vaya en esa dirección. Ahora mismo las dos están demasiado enfermas como para moverse.
—Y tú tienes prisa —se aventuró a decir Cinioch.
—Y que lo digas.
—¿Quieres que llevemos a la chica y a la pequeña al Pozo del Cuervo mientras tú sigues adelante? Podemos dejarte un caballo y reemplazarlo por otro de los establos de Talorgen. No tenemos mucha prisa, de modo que nos da lo mismo un día más.
—No. —Tuvo que hacer un esfuerzo para pronunciar aquella palabra. Bridei necesitaba esta información; podía ser vital. Aquel era el trabajo de Faolan, su misión. Si tomaba una de esas fuertes monturas, podría estar en la Colina Blanca en uno o dos días—. Eile tendría miedo; no conoce el idioma. Y la niña está demasiado enferma como para ir aunque sólo sea al Pozo del Cuervo. Esperaré a que puedan continuar.
—Haz lo que quieras. —Uven le dirigió una mirada inquisitiva.
—Podéis ayudarme comunicándoles a los habitantes de Pitnochie que pasaremos por allí, aprovecharemos para refugiarnos en la casa al menos durante una noche. Si Eile y Saraid no pueden seguir viajando, las dejaré en manos de Mara. ¿Tenéis suficiente harina de avena para dejarnos un poco? Os lo agradecería. La niña necesita una buena comida.
—Puedes quedarte toda la que tenemos —contestó Cinioch—. Y el pan también. No tengamos que ir muy lejos y podemos cazar sin problemas.
Faolan advirtió una mirada divertida en los ojos de los tres hombres; probablemente aquel encuentro sería motivo de muchas especulaciones cuando siguieran su camino. A él le daba igual. Que pensaran lo que quisieran. Ahora mismo había asuntos más importantes de los que ocuparse. Cuando los hombres de Pitnochie se acomodaron en sus capas junto al fuego, él entró en la cabaña.
Saraid se había dormido, bien acurrucada bajo las mantas. Eile estaba sentada con las piernas cruzadas junto al hogar, mirando fijamente el fuego. Apenas había tocado la cena. La expresión de su rostro inquietó a Faolan; ni siquiera la enfermedad de su hija había ensombrecido tanto su mirada.
Se acuclilló a su lado, sacó las hierbas de la bolsa y alargó el brazo para coger el pequeño cazo del agua.
—¿Qué voy a hacer? —a juzgar por su voz, parecía que Eile hubiera estado llorando—. Aquí no entiendo nada de lo que dicen, las palabras que me has enseñado no sirven de nada. ¿Cómo voy a —arreglármelas? Esos hombres…, creía que habían venido a matarnos o a… a utilizarme como hacía Dalach…
—No dejaré que eso ocurra, Eile, te lo prometo.
—¿Qué te estaban diciendo? Era algo importante, ¿verdad? Tienes que irte. Tienes que seguir adelante.
Se le escapó una lágrima, que bajó por su mejilla reflejando la luz del fuego. Faolan no se permitió pensárselo dos veces, dejó el cuchillo y las hierbas, alargó la mano y la puso sobre la de ella.
—Nos quedaremos aquí hasta que Saraid esté bien —dijo—. No se me ocurriría irme sin vosotras.
Extrañamente, la muchacha no apartó la mano. Era la primera vez y parecía un pequeño milagro. Faolan se sorprendió conteniendo la respiración.
—Pero tú quieres irte —afirmó en tono rotundo.
—He tomado una decisión. Estos hombres me ofrecieron llevaros de vuelta al Pozo del Cuervo mientras yo seguía adelante. Tienes razón, hay mensajes urgentes que entregar, mensajes que sólo yo puedo transmitir. Decliné la oferta. Van a dejarnos unas cuantas provisiones y seguirán su camino por la mañana. No voy a mentirte; parte de mí quiere estar en la Colina Blanca lo antes posible. Es importante. Pero otra parte de mí sabe que tengo que esperar. Hice una promesa.
—Te dije que podríamos arreglárnoslas sin ti.
—¿Entonces por qué lloras? —le preguntó en voz baja.
La respuesta fue instantánea:
—¡No estoy llorando! —Al cabo de un instante, la muchacha apoyó la cabeza en su hombro y se deshizo en unos sollozos silenciosos y convulsivos. A Faolan le dio un vuelco el corazón; aquello no se lo esperaba en absoluto y no sabía qué hacer. No se trataba de una mujer a la que pudiera consolar dándole un abrazo; Eile había dejado muy claro que semejante proximidad le repugnaba. Aun así, su instinto le hizo rodearle los hombros con los brazos, con cierta torpeza, y apoyar levemente la mejilla en su cabello. La muchacha lloró y él la abrazó. En todo momento el corazón le palpitó en una especie de advertencia, pero no estaba seguro de qué era lo que le advertía. No había tenido a una mujer entre sus brazos desde que se había despedido de Ana. Ana… ¡Dioses! Pitnochie no estaba muy lejos subiendo por la Cañada y ella seguía allí. Anhelaba verla y sin embargo deseó con todo su ser no tener que hacerlo nunca más.
—¡Shh! —susurró—. ¡Shh! Puedes confiar en mí. Créeme. No dejaré que te ocurra nada, ni a ti ni a Saraid.
—Tengo miedo, Faolan. —A pesar de lo infantil de la afirmación, el tono era el de una mujer. El miedo que percibió en su voz era el de una mujer adulta, el terror de dar otro paso, de otra pérdida, de otra traición—. Estoy cansada, triste y me asusta lo que está por venir. Y estoy enojada. Enojada conmigo misma por ser tan débil. Tendría que estar contenta. Agradecida. Podría seguir en la cabaña de Dalach, y Saraid también. Podría tener que enfrentarme a una ejecución. Lo lamento. Has hecho mucho por nosotras. No sé qué es lo que me pasa. —Al fin pareció darse cuenta de que él la rodeaba con los brazos y se soltó, echándose el cabello hacia atrás y luego secándose las mejillas.
—Estás cansada y enferma y tienes que cuidar de Saraid. No seas tan dura contigo misma.
—Tú también estás cansado y te duele la rodilla, pero parece que sigues adelante.
—Si crees que nunca me he sentido desesperado es que tienes muy poca memoria —le dijo—. Eile, quiero que te comas la cena. —Estoy mareada. No la quiero.
—Te hace falta. Sólo las gachas, si te es más fácil. Y bebe un poco del brebaje cuando esté preparado —al cabo de un instante, añadió—: Por favor.
Ella inspiró con un estremecimiento.
—Si es lo que quieres. Me pregunto si siempre voy a ser así.
—Come, Eile. ¿Así cómo?
—Siempre recordando. De manera que en cuanto las cosas van mal, me siento como si volviera a estar en la cabaña de Dalach, se me hace un nudo en el estómago de terror y tengo que obligarme a hacer lo que hay que hacer cuando lo único que quiero es volver a ser una niña pequeña, que vengan madre y padre y hagan que todo sea mejor.
—No sé. Creo que es tal y como te dije antes: el recuerdo sigue ahí, pero se va desvaneciendo hasta que puedes soportarlo. A mí me ayudó volver. No creía que fuera a hacerlo, pero Ana tenía razón al hacerme ir. Ver que mi familia estaba bien y contenta… me curó una herida, aun cuando mi madre no esté, aunque Áine ya no sea ella misma. No obstante, no borró lo que le hice a mi hermano. Sigo soñando con la sangre. Sigo deseando, cada día, que pudiera cambiar el pasado. —Se dio cuenta de que no era eso lo que había pensado decirle—. Eres joven —añadió—. Las cosas mejorarán.
—Creo que nunca seré capaz de confiar en nadie —susurró Eile. Había tomado un bocado de gachas y había vuelto a dejar el plato. Las hierbas que estaban en infusión empezaron a llenar la atmósfera de un aroma acre.
Faolan pensó en la manera en que había dejado que la tocara. No dijo nada.
—Háblame de Ana —le dijo cuando él menos se lo esperaba. No era momento de volverse hermético y negarse a hacer una confidencia.
—Ya te he contado lo más básico.
—Cuéntame más.
—Como ya te dije, la pasada primavera mi misión era escoltarla hasta territorio caitt para que contrajera matrimonio con un jefe de clan de allí. Ella no lo conocía. Era una alianza estratégica. Nos sucedieron varios desastres. Conocimos a Deord, y cuando nos vimos en problemas, él nos salvó y murió. El hombre con el que Ana va a casarse ahora es el hermano del jefe de clan que Bridei tenía pensado para ella. Se llama Drustan.
—No puede decirse que esto sea un relato. —Los ojos verdes de Eile lo escudriñaron detenidamente.
—Me llevaría toda la noche contártelo todo. Había lobos, eso sí es verdad. Hubo el espectáculo del emisario del rey haciendo el papel de bardo de la corte.
—Pero tú fuiste bardo.
—Hacía años que no tocaba ni cantaba. Me las arreglé para realizar una actuación convincente en el Brezal. Ana quedó asombrada. No volvería a hacerlo. Duele demasiado.
—¿Cantar duele?
Él asintió.
—Va demasiado unido al corazón. Despierta cosas. Todo empezó a ir mal el día que canté un pequeño fragmento de una canción… Llevaba a Ana en mi caballo para cruzar un vado. Lo que me sucedió fue peor que cualquier maldición de un hada. Fue inoportuno, inconveniente e inútil, puesto que ella iba a contraer un matrimonio estratégico y mi trabajo consistía en llevarla hasta allí sana y salva. Además, yo sería el último en proponerse como pretendiente de una princesa.
—¿Por qué? Tu familia es de alta cuna, ¿no? Príncipes y jefes de clan de los Uí Néill. ¿Acaso las princesas priteni no contraen matrimonio con hombres así?
La había distraído de su sufrimiento; se dijo que eso era bueno y siguió hablando obstinadamente.
—No cuando entre sus empleos se cuentan el de asesino y espía. No cuando son escotos.
—Ah.
—Eso no se lo digas a nadie. Es mejor si me consideras únicamente un guardaespaldas, que también lo soy.
—Un asesino. ¿En serio? ¿De manera que con esa horca no hubiera podido acercarme ni para rasguñar tu bonito rostro?
—Me alegro de que no lo pusiéramos a prueba. No vas a comerte eso, ¿verdad? Toma, bébete la pócima entonces. Tengo intención de quedarme aquí vigilando hasta que te la hayas terminado.
—¿Faolan?
—¿Qué?
—No es demasiado tarde, ¿sabes? Me refiero a que Ana todavía no se ha casado, ¿verdad? ¿Por qué no haces algo al respecto? Las cosas no cambian a menos que uno sea lo bastante valiente como para hacer algo para cambiarlas.
La sugerencia lo llenó de una gélida mezcla de anhelo y terror.
—Es una idea muy mala, la verdad —dijo—, por más razones de las que te puedo enumerar. Para empezar, en la Colina Blanca nadie sabe a qué familia pertenezco. Ana sí, pero ella no se lo dirá a nadie. Ni siquiera el rey sabe que su guardaespaldas principal es pariente de Gabhran de Dalriada. Además, Ana ama a Drustan. Si se casara conmigo, todo el mundo sería infeliz.
—¿Incluso tú?
—Yo quiero que se case con su jefe de clan y se vaya. Puedo sobrellevarlo siempre y cuando no tenga que verlos juntos. Sé que no soy el hombre adecuado para ella, Eile. Siempre lo he sabido.
La muchacha permaneció sentada en silencio, con la taza entre las manos.
—En cualquier caso —dijo Faolan—, yo no te digo con quién deberías casarte. ¿Por qué te crees con derecho a sugerirme una cosa semejante? —intentó mantener un tono despreocupado, intrascendente; no lo logró del todo.
—Tú lo has hecho —replicó Eile en voz baja—. Un magnífico joven de mi misma edad que un día me cortejará y que me hará olvidar a Dalach y el hecho de que el contacto de un hombre me asusta y me repugna. Lo tenías todo pensado.
Al cabo de unos instantes, Faolan dijo:
—Lo siento. No era mi intención parecer tan… superficial. Comprendo que te han herido de un modo terrible. Unas heridas como esas tardan mucho tiempo en curarse. Lo que quería decir es lo mucho que admiro tu fuerza de voluntad, tu coraje. Y que estoy seguro de que puedes hacerlo; curarte, ser feliz, tener una vida. Lo veo en ti.
—¿Ah, sí? —la voz había vuelto a cambiar; ahora albergaba una frágil esperanza.
Faolan asintió y la miró a los ojos.
—Eres hija de tu padre. Si Ana y Drustan siguen en Pitnochie cuando lleguemos allí, te podrán contar más cosas sobre él. Sobre su valentía y su bondad. Él fue el único compañero de Drustan durante siete años.
Eile hizo una mueca.
—Los años que yo pasé esperando a que volviera.
—Lo siento. Lamento haber sido el único que regresara.
Saraid se movió, resolló y masculló algo. Eile fue a colocarla un poco más arriba, sobre las prendas enrolladas que servían de almohada, murmurándole palabras tranquilizadoras.
—Ahora no se la nota tan caliente.
—Bien. ¿Puedes hacer que beba?
—La verdad es que sigue dormida. Hablaba en sueños.
—Tú también deberías dormir. ¿Te has terminado la pócima?
—Casi toda. —Regresó junto al hogar y se dejó caer para sentarse con las piernas cruzadas y la espalda erguida—. Quiero preguntarte una cosa.
—Pregunta.
—¿Sabes eso que dijiste sobre un magnífico joven de mi edad? ¿Lo que dijiste sobre los hombres y las mujeres, que lo que hacen no tiene por qué ser tal como era con Dalach?
—¿Mmm? —Faolan se sintió incómodo con el giro que tomaba la conversación, sobre todo cuando había tres hombres tendidos junto al fuego ahí afuera. De todos modos, no creía probable que ninguno de ellos supiera escoto. Entre Eile y él existía una forma de hablar que había ido surgiendo durante el viaje, una confianza fruto de los largos días de marcha y las noches en cualquier refugio que pudieran encontrar. Hasta cierto punto se debía a lo que habían compartido en Laigin.
—Si te pidiera… si te pidiera que me lo enseñaras, que me demostraras que dices la verdad, ¿lo harías?
Faolan se quedó boquiabierto.
—¿Cómo dices? —espetó antes de tener tiempo para pensar. Fue incapaz de dominar su expresión. La mirada de Eile cambió y la muchacha apretó los labios con fuerza—. ¿Me estás diciendo lo que creo que me estás diciendo? —recuperó el habla, pues sabía que debía decir algo antes de que ella interpretara su silencio de otra manera—. ¿Que tendría que hacerte una demostración práctica para probar que no todos los hombres son como Dalach?
—Más que eso. —Ella estaba muy seria; le temblaba la voz a pesar de sus evidentes esfuerzos por controlarla—. Necesito que me demuestres que no me ha arruinado el futuro; que me enseñes a… a sentir placer y no dolor. Alegría y no miedo. Si hay alguien que pueda hacerlo, eres tú.
—¿Yo? ¿Un maltrecho guardaespaldas con una rodilla que le falla? ¿Un hombre que ha adquirido fama de ser incapaz de sentir nada? Debes de estar loca.
—La cuestión es —dijo Eile con mucha delicadeza— que tú eres la única persona en quien puedo medio confiar. Creo que tú podrías ayudarme a no tener miedo. Quizá. Quiero decir… —daba vueltas y más vueltas a la taza vacía entre las manos—. ¿Y si llega ese magnífico joven y jugamos al juego del cortejo y cuando llega el momento el roce de sus manos me hace vomitar?
—No puedo creer que estemos teniendo esta conversación —dijo Faolan—. Lo que sugieres es… es…
—Si tanto aborreces la idea, olvida que lo he mencionado —la voz de Eile era tensa; no le miraba a los ojos—. Alguien como tú y una… y alguien como yo no sería aceptable, por supuesto, debo de ser estúpida por haberlo considerado siquiera. —Hundió los hombros y clavó la mirada en el fuego.
Faolan tuvo la sensación de que las palabras no expresadas llenaban la pequeña choza de una tristeza casi palpable. Se las había arreglado para herirla profundamente. Por mucho que lo intentara, no se le ocurrían las palabras para enmendarlo.
—Soy demasiado viejo —dijo—. Lo bastante viejo como para ser tu padre. Bueno, quizá no tanto, pero demasiado viejo de todos modos. Y…, Eile, ¿quieres una respuesta sincera?
—No lo sé —repuso ella entre dientes—. Supongo que depende de lo que sea.
Faolan eligió sus palabras con cuidado. La confusión de sentimientos que la muchacha había avivado en su interior lo hacían necesario.
—Creo que he llegado a conocerte bastante bien durante nuestro viaje. Ahora mismo estás enferma y abatida, preocupada por Saraid, con dudas en cuanto a cómo te las arreglarás en una nueva tierra con un nuevo idioma. Estoy seguro de que no estás preparada para un… experimento… como el que has sugerido. Date tiempo.
Eile lo miró.
—¿Acaso no soy yo la que sabe si estoy preparada o no?
¡Dioses! Aquello era como cruzar un embravecido torrente por un pasadero que se bamboleara. Un error y los dos se hundirían.
—De una cosa estoy seguro. No soy el hombre adecuado para la tarea. Me lo pides a mí porque soy lo único que tienes para comparar. Será mucho más seguro que me veas como al amigo de tu padre, alguien que te está ayudando a llegar a un lugar seguro y ha encauzado tu vida. De todas formas, he abandonado esa actividad en particular, ya te lo dije.
—¿Quieres decir que eres incapaz?
—¡Eile! —Bajó la voz al recordar a los viajeros que estaban junto al fuego—. No, por supuesto que no.
—Entonces soy yo el impedimento. El pedazo de porquería. Apuesto a que lo hubieras hecho con Ana si ella te lo hubiese pedido.
—Ana es una dama. Nunca se le ocurriría hacer semejante petición. —Las palabras habían salido de su boca antes de que pudiera contenerlas y vio que ella se estremecía—. No quería que sonara así, Eile.
—No me mientas. Se te ve en la cara. Ella es una dama y yo una fulana. No finjas. La mera idea te da asco.
—Eile, esto es una locura.
—¡Vaya! De modo que soy una fulana y encima estoy loca. Olvida que te lo pedí, Faolan. Ya encontraré a algún otro para practicar. Espero encontrar la manera adecuada de pedirlo si lo pruebo con unos cuantos.
De repente, Faolan se sintió enojado. Se tragó el otro sentimiento que lo invadía a la vez, algo que era como una patada en la entrepierna.
—Si no supiera lo mucho que detestas que te toquen —dijo—, te daría una buena sacudida por esto.
—¿Por qué? —la pena furiosa hizo que su voz sonara discordante.
—Por esto… por amenazarme.
—¿Amenazarte? ¿A qué te refieres?
Faolan se obligó a inspirar largamente.
—Vamos a ver —dijo, intentando pensar como un padre, con calma y competencia—. En primer lugar, creía que me habías prometido no utilizar estos términos para definirte: fulana, porquería. Si esperas que mantenga mis promesas, tú deberías hacer lo mismo.
—Lo olvidé. —En aquellos momentos estaba sentada, encorvada como una vieja, y su voz carecía ya de desafío.
—No vuelvas a olvidarlo.
Ella agachó aún más la cabeza.
—Y ahora quiero que me prometas otra cosa —dijo Faolan.
—¿Qué?
—No le pidas a nadie más lo que acabas de pedirme a mí. Eile guardó silencio, por lo visto considerando detenidamente sus palabras. Luego dijo:
—¿Qué te da derecho a impedírmelo?
—Ya que lo preguntas, está el éraic, entre otras cosas.
Otro silencio.
—¿Cómo voy a averiguarlo a menos que alguien me lo enseñe? —preguntó al final—. Acabas de decir que me estabas ayudando a encauzar mi vida. Esto forma parte de ello.
—Es… es inapropiado, Eile. Tu iniciación en estas actividades ha sido cruel y brutal. Entiendo que quizá no… Que tal vez no seas consciente…
—Ya has dicho que no soy una dama. Dime algo que no sepa.
—Lo que quiero que me prometas es que esperarás. Que te darás más tiempo. Eso es todo.
—¿Cuánto tiempo? ¿Quieres que espere a que ese joven magnífico haga acto de presencia?
—Espera y habla conmigo otra vez antes de hacer nada al respecto. Y prométeme que mientras tanto no ofrecerás esta… invitación… a nadie más. Te estarías poniendo en peligro.
—¿Crees que soy estúpida, verdad? ¿Por qué piensas que te lo he pedido a ti y no a uno de esos tipos que hay fuera? Porque sé que tú no me harías daño, por eso.
En el silencio subsiguiente, a Faolan le pareció que el palpitar de su corazón era tan fuerte que llenaba el espacio entre los dos, tan violento que ahogaba el pensamiento racional.
—Lo siento —dijo—. He fallado tu prueba. Si quieres saber lo que sentí cuando me lo preguntaste, fue… Me sentí honrado de que confiaras en mí para algo tan importante. Y aterrorizado.
—¿Por qué? —Fue un susurro.
—Por si estropeaba las cosas. Por no poder darte lo que necesitabas. Es demasiado pronto, Eile.
—¿No creerás de verdad que saldría ahí fuera y me ofrecería a cualquier hombre que pasara por allí? ¿Este es el concepto que tienes de mí?
—Pensé que Dalach podría haberte alterado el juicio. No resultaría muy sorprendente. Al fin y al cabo, me dijiste que creías que todos los hombres debían de ser como él.
Eile se miró las manos.
—No creo que tú lo seas —repuso—. Pero si no me quieres… Otra respiración cauta.
—Yo no he dicho eso.
—Un hombre como Dalach hubiera aprovechado la oportunidad antes de que hubiéramos pasado una noche fuera del Paso del Violinista —afirmó con rotundidad.
—Me comprometí a mantenerte a salvo, Eile. Llegará un día en que comprenderás por qué he dicho que no.
Ella alzó la cabeza. Sus ojos verdes, penetrantes e inquisitivos, cruzaron la mirada con la de Faolan.
—Honrado —dijo—. ¿Lo dices en serio?
—Eso, y una confusión de otras cosas —contestó Faolan—. Ahora voy a echarme en la cama y tú vas a echarte en la tuya y vamos a olvidar que esto ha ocurrido.
—¡Ja! —exclamó Eile en voz baja al tiempo que se ponía en pie y se dirigía a su lugar habitual junto a Saraid—. ¿Y cómo se supone que vamos a hacerlo?
—Intenta concentrarte en otra cosa.
—Podrías cantar una canción —sugirió ella.
—¿Esto se supone que es una broma?
—Sólo a medias. Alguna vez me gustaría oír tu voz. A Saraid le encantan las canciones de cuna.
—En lugar de eso, te enseñaré algunas palabras en el idioma priteni.
—De acuerdo.
Faolan oyó el crujido de los helechos cuando la muchacha se acomodó junto a la niña que dormía y se acurrucó bajo la manta.
—¿Qué quieres aprender? —le preguntó.
—Amabilidad —contestó ella—. Esperanza. Él se lo tradujo.
—Fortaleza —le pidió Eile—. Amor. Faolan carraspeó y pronunció las palabras.
—Sería mejor enseñarte a decir «¿Por dónde se va a la aldea?» o «¿Puedo coger más pan?» —comentó en medio de un silencio tan profundo y oscuro como el viejo bosque que había en el exterior de la cabaña.
—Ahora quiero aprender estas palabras. Son como… como… No sé cómo decirlo. Algo poderoso que te mantiene a salvo. Una especie de don.
—Un talismán —dijo Faolan.
—Ajá. Amabilidad, esperanza, fortaleza, amor. Como si fueran mágicas y su magia nos protegiera.
—Te deseo todas estas cosas, Eile.
—Y yo también a ti.
—No confío en los talismanes. No creo en los dioses ni en la magia. —Por un instante pensó en Drustan, el hombre al que había visto transformarse en una criatura con alas, garras y una impresionante habilidad para volar—. Siempre me ha parecido mucho más sencillo depender de mí mismo.
—Es… triste —la voz de Eile pareció un tanto remota, como si, contra todo pronóstico, se estuviera quedando dormida—. Muy solitario. Al menos yo tengo a Saraid. No sé si podría seguir adelante estando sola.
Faolan estuvo un buen rato sin dormir. Permaneció tumbado junto al fuego, pensando, haciendo que sus ideas siguieran una pauta más manejable. Dividió el futuro inmediato en un conjunto de tareas, una prioridad de misiones. Asegurarse de que Eile y Saraid volvieran a ponerse bien. Llevarlas sanas y salvas hasta Pitnochie. Pedirles a Ana y Drustan que asumieran la responsabilidad de cuidarlas a partir de ese momento. Sin duda, después de esta noche lo mejor era que Eile estuviera con otras personas, con una familia y una casa, y no seguir con aquella situación extraña, con aquel toma y daca que tenía con él. La chica esperaba de él algo que no podía darle. Si se quedaba con él, era inevitable que la decepcionara de un modo u otro. Le fallaría igual que había hecho su padre. Eile sería mucho más feliz con Drustan y Ana. Ellos la acogerían gustosamente; era la hija de Deord.
La siguiente misión era la Colina Blanca y Bridei. Una doble advertencia: Colmcille y Carnach. Transmitiría la información y le pediría al rey que lo mandara en busca de los conspiradores. Ningún otro hombre de la corte podía llevar a cabo ese tipo de vigilancia encubierta con la efectividad con la que podía hacerlo él. Además, una misión como esa lo mandaría lejos. Cuando regresara, ya se habrían marchado todos: Ana, Drustan, y también Eile…
«Eres un consumado cobarde», dijo una voz en su interior.
—Cállate —masculló él.
Saraid estaba dormida en el camastro, y Eile también, con su larga cabellera extendida sobre la almohada como un río de oscuras llamas. Fuera, junto al fuego, los hombres de Pitnochie yacían en silencio, acurrucados debajo de sus capas. No lo oyó nadie, sólo las sombras.
Breda de las Islas Luminosas no había tardado mucho tiempo en dejar su impronta en la corte de la Colina Blanca. Se movía entre los jefes de clan, los guerreros, los consejeros y los criados de la casa como una exótica mariposa pálida acompañada por el tropel de criaturas menos agraciadas de su séquito. Tenía escarceos con el bordado o la música, acariciaba un gato o admiraba una flor al parecer sin ser consciente del impacto que causaba su presencia. Los hombres no podían quitarle los ojos de encima; atraía las miradas de todos, desde la del anciano erudito Wid hasta la de los hijos de doce años de los jefes de clan visitantes. Los comentarios de Wid eran irónicos y concisos: «Veo problemas en cada uno de los cabellos de esta criatura». Los admiradores más jóvenes estaban deslumbrados y confusos. Varios hombres mayores bien relacionados tantearon la situación preguntándole a Keother si su joven prima había recibido alguna oferta formal de matrimonio. Hubo individuos más osados que tomaron como misión ganarse la amistad de Breda.
Desde el primer momento en que vieron aquella curvilínea visión de cabellos dorados, Uric y Bedo habían sido incapaces de pensar en mucho más. Habían decido que la tarea de entretener a los pequeños que habían asumido de motu proprio seguramente obstaculizaría sus oportunidades con Breda. Por lo tanto, durante varios días habían estado demasiado ocupados para jugar con Derelei, Gilder y Galen. En lugar de eso, rondaban por el gran salón escuchando la tediosa música de arpa e intentando aparentar que estaban allí con algún propósito. Ninguno de los dos había conseguido dirigirle más que unas breves palabras antes de que la mirada de Breda se apartara de ellos para posarse en alguien más interesante. Al final su padre les había dicho que dejaran de vagar por ahí y se buscaran una ocupación útil o los mandaría a los dos de vuelta a casa al Pozo del Cuervo. Talorgen estaba irritable; sus hijos lo achacaron a que le molestó que lo hubieran trasladado a unas dependencias menos espaciosas para dejar su sitio a las visitas reales.
Bedo se las arregló por fin para entablar conversación con una de las doncellas de Breda. Cuando el séquito de Breda cruzaba majestuosamente el patio, resultó que Ban, el perro del rey, pasaba por allí y la chica morena se agachó para acariciarlo mientras las demás seguían adelante.
—¿Te gustan los perros? —Bedo, que se encontraba allí cerca, aprovechó la oportunidad.
Ella asintió con la cabeza.
—Tengo uno en casa, un terrier. Lo echo mucho de menos.
—En el Pozo del Cuervo tenemos sobre todo perros de caza. Este es el perro de Bridei, Ban. Es muy simpático. ¡Ah, por cierto! Me llamo Bedo, hijo de Talorgen.
—Celia. Mi padre es uno de los consejeros del rey Keother. Sé quién eres. Tu hermano y tú os presentasteis a lady Breda el otro día. O lo intentasteis, mejor dicho.
Bedo sonrió. Tenía la misma sonrisa contagiosa de su padre y la chica se la devolvió.
—Uric y yo estaríamos encantados de entretener a la señora, si pudiéramos averiguar qué la divierte —dijo—. ¿Montar a caballo, quizá, o los juegos?
Celia lo evaluó con la mirada.
—Le oí decir a lady Breda que le gustaría ver al bebé real —dijo—. Parece difícil de conseguir. Ya sé que aún es pronto, por supuesto. Bedo pensó con rapidez.
—Mi padre es amigo íntimo del rey Bridei —dijo—. Uric y yo vemos mucho al pequeño Derelei; hemos estado ayudando a mantenerlo ocupado con una cosa u otra. Más tarde espero que estaremos en el jardín con él. ¿Quizá podríamos…?
Ferada, la hija de Talorgen, había estado actuando como el perro guardián de la reina. Era una joven alta, con un cabello lacio y brillante de color caoba, conocida por su aspecto inmaculado y su excelente porte, y su posición como educadora de las hijas de las familias nobles de Fortriu significaba que tenía mucha autoridad. Con Ferada vigilando la puerta, las únicas visitas que se admitían eran las autorizadas.
De momento Anfreda estaba demostrando ser un bebé fácil de cuidar, una niña plácida y tranquila que comía bien y dormía profundamente. La primera vez que le permitieron ver a su hermana, Derelei se había pasado un buen rato de pie junto a su canasta, examinándola con gravedad. Había alargado el brazo para tocarle el cabello oscuro, la nariz respingona, la boquita rosada. Había movido la mano en el aire por encima de la cuna, haciendo que una bandada de brillantes pájaros diminutos apareciera momentáneamente sobre la forma dormida de Anfreda, y Tuala, que lo observaba, había visto que Ferada abría mucho los ojos, aunque su amiga no hizo ningún comentario.
—Bebé bonito —había declarado Derelei, y se inclinó para darle un beso a su hermana. Luego se fue en busca de otras diversiones.
Aquel día la niñera se había llevado a Derelei al jardín. Ferada estaba sentada con Tuala en las dependencias reales en tanto que el bebé dormía allí cerca. La mujer sabia se había retirado a una arboleda situada por debajo de las murallas para orar en privado y, como dijo Ferada, para tomarse un respiro de la abrumadora naturaleza de la vida familiar.
—En Banmerren es todo mucho más tranquilo —le comentó Ferada a su amiga—. Incluso en mi parte del establecimiento, que como ya sabes está lleno de niñas que añoran su casa y quieren contárselo unas a otras, reina una gran sensación de paz y orden. Con los bebés y los niños pequeños, una tiene que estar ahí todo el tiempo, para darles de comer o limpiar alguna que otra parte de su anatomía, o atender sus ruidosas aflicciones.
—Tú y yo, por supuesto —dijo Tuala con una sonrisa—, siempre podemos tener a alguien que nos ayude en esas cosas. Aquí tengo a un grupo de personas que están encantadas de cuidar de los niños por mí. Hago más de lo que la gente considera apropiado para una reina. Pero el hecho es que no confío plenamente en que los demás lo hagan de manera adecuada. No con estos niños en particular. Y me imagino que sería igual, aunque Derelei y Anfreda fueran completamente normales.
Ferada contempló a su amiga y una sonrisa cruzó por su boca severa.
—¿Sabes? Sigues aparentando unos dieciséis años —dijo—. Parece extraordinario que seas madre de dos hijos. Te admiro por encargarte tú misma de gran parte del duro trabajo cuando no necesitas hacerlo. Yo encuentro que cuidar de los niños pequeños es agotador. Prefiero mil veces escribir o hacer cálculos.
—Pero es que yo lo hago porque quiero —repuso Tuala—. No serán pequeños mucho tiempo. Además, hay gente que me ayuda. Tus hermanos, por ejemplo. Y Broichan, por supuesto, cuando está aquí.
—Pareces agotada —el tono de voz de Ferada fue firme—. Creo que deberías aceptar más ayuda. Yo puedo quedarme un poco más de tiempo, mi trabajo está en buenas manos.
—Y se espera que Garvan llegue a la Colina Blanca en cualquier momento —terció Tuala con una sonrisa burlona. La amistad de Ferada con el picapedrero real no era un asunto de dominio público. Dicha amistad había surgido de un modo inesperado durante una temporada en que se estaban realizando trabajos de mampostería en Banmerren y Tuala sabía que cualquier referencia a ello probablemente provocara una brusca negación por parte de Ferada. Resultaba interesante considerar cómo se las arreglarían ella y su enamorado en el entorno mucho más público de la Colina Blanca.
—No te preocupes, Tuala, seremos discretos. —Ferada torció los labios en una sonrisa burlona—. No quiero causaros ninguna ofensa a Bridei y a ti, o a mi padre y madrastra. Además, en vistas a mi nuevo papel como educadora de las hijas de la gente de alta alcurnia, es de suma importancia que se me vea como un modelo de buen comportamiento.
—¿Sólo que se te vea? —inquirió Tuala.
Ferada, que normalmente era una mujer segura de sí misma, fue renuente a cruzar la mirada con su amiga.
—Somos personas adultas —dijo—. Lo que hagamos es asunto nuestro. Lo que la gente no sepa no puede ofenderles. Es lo que creo. —Y tras una prolongada pausa durante la cual la reina se limitó a clavarle sus ojos grandes e interrogadores, añadió—: Estas cosas surgen de la nada, Tuala. No me lo esperaba. Lo cierto es que ni siquiera lo deseaba. Resulta incómodo e inconveniente. Pero ahí está. Me gusta. Me gusta mucho. Es tan… tan fuerte y profundo. Y tranquilo. Como un río que fluye lentamente —se calló de pronto.
—¿Estás contenta con cómo son las cosas? —preguntó Tuala para tantear el terreno—. ¿Con veros de vez en cuando, cuando el trabajo de Garvan lo trae cerca de ti? ¿Manteniendo en secreto lo que sentís el uno por el otro?
—No puede ser de otra manera —en aquella ocasión su tono tenía un dejo distinto—. Como artesano de baja cuna, Garvan sería considerado poco apropiado para mí. Podría convencer a padre para que accediera, si tuviera tiempo suficiente, pero no veo razón para formalizar nuestra relación con unos esponsales. Tengo intención de quedarme en Banmerren y convertir mi proyecto en un éxito. Hay mucho que hacer allí. La naturaleza del oficio de Garvan significa que debe viajar por todas partes y pasar gran parte del año lejos de casa. Además, el propósito principal del matrimonio son los hijos, sin duda. Nunca he querido tenerlos y ahora tampoco. Se lo he dejado claro a Garvan y él lo entiende.
La mirada de Tuala era escrutadora.
—Ferada —le dijo—, ¿le has preguntado a Garvan qué quiere él?
Unos golpes en la puerta evitaron que Ferada respondiera: una de las sirvientas, quizá, que traía un cesto, o Fola que había regresado pronto y no quería entrar sin llamar.
—Piénsalo —dijo Tuala mientras su amiga iba a abrir la puerta.
—¡Ver bebé! —El primero en entrar fue Derelei, cuyos piececitos se dirigieron con paso resuelto directamente a la cuna de su hermana—. ¡Bedo y Uric ver!
Los hermanos de Ferada estaban en el umbral, Bedo mostrando una sonrisa contrita y Uric apoyado en el marco de la puerta como si, con sus catorce años, fuera demasiado hombre para que los bebés le interesaran lo más mínimo, pero hubiera venido por si acaso resultaba divertido.
—¿Qué estáis haciendo aquí vosotros dos? —Ferada no disimuló su desagrado—. Es demasiado pronto para recibir visitas; se le ha transmitido este mensaje a todos los miembros de la casa.
—No me importa, Ferada. —Tuala les sonrió a los dos muchachos—. Uric y Bedo pueden echar un vistazo rápido si Derelei quiere enseñarles a su nueva hermana. No hagáis ruido, está dormida.
Ferada se apartó y los muchachos entraron. Al cabo de un momento se hizo evidente que no habían acudido solos. En la entrada apareció una visión de relucientes cabellos rubios, ojos grandes y un entallado vestido de color verde mar. Tuala vio que Ferada abría la boca para decir «Nada de visitas», y que se tragó las palabras. Uno no podía arriesgarse a ofender a esta visita en particular cuya posición era la de rehén político en potencia y de alguien que posiblemente le iría con el cuento a su influyente primo Keother. Aunque Ferada no dijo nada, no pudo evitar que sus rasgos expresaran su irritación. Su mirada perspicaz se dirigió primero a Bedo, quien, con quince años, tendría que habérselo pensado mejor, y luego a su otro hermano, que andaba por ahí con abandono.
Tuala se puso de pie.
—Tú debes de ser la hermana de Ana —dijo—. ¡Qué sorpresa! Te pareces mucho a ella —esto parecía ser cierto e incierto a la vez. Ana era una amiga íntima tanto de Tuala como de Ferada, había compartido su educación y había pasado cinco años en la corte bajo el reinado de Bridei. A Tuala le pareció que aquella muchacha se le parecía físicamente: era esbelta, aunque más baja que su hermana, y poseía la misma impresionante cabellera y la misma belleza. Los ojos eran distintos. En lugar de ser grises y serenos como los de Ana, los de Breda eran azules y parecían desafiar a la reina a que cuestionara su presencia allí. Y también tenían otra cosa; una diferencia más sutil que Tuala no sabía decir concretamente qué era. La estaba mirando fijamente—. Lamento no haber estado en el salón para recibirte a tu llegada —se apresuró a decir—. Anfreda sólo tiene unos días. Pasará algún tiempo antes de que esté preparada para aparecer nuevamente en público. De hecho, no recibimos más visitas que las de las mujeres sabias que nos atienden y la de la reina viuda, lady Rhian. ¿Conoces ya a Ferada, hija de Talorgen? Es mi mejor amiga, se quedará un tiempo en la Colina Blanca para ayudarme.
Breda le hizo una profunda y grácil reverencia a la reina que rayó en la burla y a continuación se volvió hacia Ferada, a quien saludó con un somero gesto de la cabeza. Quizá no supiera que también pertenecía a la línea real de los priteni.
—Me gustaría ver al bebé —dijo Breda.
—Bebé —repitió Derelei, que estaba de puntillas, asomado a la cuna donde Anfreda dormía envuelta en varias capas de fina lana.
Tuala evitó mirar a Ferada. Aquello era precisamente lo que habían estado intentando evitar. Bueno, ahora Breda estaba allí y no podían hacer más que fingir que la situación no tenía nada de malo.
—Puedes verla, por supuesto —dijo la reina—. Todavía es muy pequeña y necesita descansar, igual que yo. La visita tendrá que ser breve.
Bedo estaba acuclillado al lado de Derelei. Daba gusto ver la sonrisa del rostro del joven, un espontáneo gesto de deleite ante algo tan diminuto y perfecto. Anfreda, en sueños, había cerrado la mano en torno a uno de los dedos de su hermano. Derelei permanecía sumamente quieto, como si la pequeña fuera a romperse si se movía. Junto a la puerta, Ferada conversaba con Uric en voz baja. Tuala estaba segura de que lo estaba sermoneando, y con razón.
Breda se acercó a la cuna con aire altanero. Permaneció allí un buen rato, mirando la forma de la pequeña. Tuala se fijó en que una serie de expresiones cruzaron por aquellos rasgos hermosos y descontentos, y ninguna de ellas resultó tranquilizadora. Era obvio que Breda estaba pensando. A Tuala le sobrevino un fuerte impulso de ofrecer algún comentario apaciguador, de disculpa, como: «Sé que tiene un aspecto un tanto inusual, pero es completamente normal, de verdad». No dijo nada. No iba a disculparse por su hija, que era absolutamente perfecta en todos los sentidos. Breda no era más que una niña de apenas diecisiete años. Probablemente su interés era superficial y en ningún caso peligroso. Lo que Bridei le había contado a su esposa sobre esta princesa que los visitaba era que parecía muy joven para su edad y que no dominaba las sutilezas del comportamiento tan bien como su hermana. Era una tontería tener miedo de lo que pudiera hacer. Sin embargo, mientras la muchacha miraba fijamente a Anfreda, Tuala vio algo inquietante en sus ojos y tuvo escalofríos.
—¿Puedo cogerla en brazos? —Sin esperar respuesta, Breda alargó las manos hacia la cuna para levantar a la pequeña durmiente. Tuala fue a detenerla rápidamente, pero hubo alguien más rápido.
—¡Ay! —exclamó Breda, que se retiró antes de que sus dedos pudieran tocar al bebé—. ¿Qué ha sido eso? ¡Me ha dolido! —Había empalidecido de repente y se miraba las manos que le temblaban violentamente.
Derelei había retrocedido un paso. Miraba a todas partes menos a su madre. Tuala hizo un leve gesto y el hechizo de protección que su hijo había lanzado sobre su hermana se deshizo.
—¿Te ha picado algo, Breda? —preguntó, obligándose a que su voz sonara tranquila—. Lo lamento. Tenemos un gran problema con los insectos ahora que el tiempo se ha vuelto tan cálido. Ferada, quizá podrías acompañar a Breda a la recocina y ver si Elda tiene un poco de loción. La mezcla de ajenjo y lavanda resulta muy efectiva.
Ferada permanecía de pie junto a la puerta y su mirada expresaba el firme mensaje de que los visitantes ya se habían quedado más de lo debido. Uric y Bedo, que interpretaron perfectamente a su hermana, se dispusieron a salir.
—Esperad —ordenó Breda en tono frío—. Eso no ha sido un mosquito ni una mosca, estoy segura. Fue algo más parecido a… como una especie de… pared. Como si la pequeña estuviera rodeada de una barrera sólida, pero invisible. Y, de algún modo, estaba viva. Me ha dado un calambre en la mano. Esto es muy extraño. No sé cómo pudo pasar. O quién pudo hacerlo —le lanzó una mirada fulminante a la reina, y luego a Ferada.
—¡Qué raro! —repuso Tuala con suavidad—. Supongo que cuando estamos un poco cansados, solos o nos encontramos mal podemos imaginar toda clase de cosas. Breda, la niña se está despertando, hacemos demasiado ruido. Creo que deberías marcharte con Ferada. Cuando Anfreda sea un poco mayor, podré sacarla fuera y dejar que la gente la admire. Si para entonces sigues en la Colina Blanca, podrás verla, por supuesto.
—Entiendo. —La tensa voz de la muchacha denotaba que había comprendido que la despedían.
—Vamos —dijo Ferada—. Elda es muy buena con las hierbas curativas. Te mostraré sus dependencias. Lo más probable es que estén llenas de críos. Pero a ti te gustan los niños, ¿verdad? Tuala, ¿quieres que nos llevemos a Derelei?
—Prefiero que se quede aquí un rato. Por favor, busca a Garth y pídele que venga a verme enseguida. Gracias, Ferada.
Cuando se quedó a solas con sus hijos, Tuala llamó a Derelei y lo sentó en su rodilla. Anfreda apenas estaba despierta; todavía pasaría un rato antes de que necesitara comer. Tuala se dirigió a su hijo con tranquilidad, aunque lo que había hecho la había alarmado.
—¿Derelei? Ya no pasa nada. La señora se ha marchado y Anfreda está perfectamente bien.
—Bebé no daño. —Parecía ser consciente de que había hecho algo que era necesario y que, al mismo tiempo, no estaba bien.
Resultaba imposible explicárselo. La situación era demasiado compleja para su limitada comprensión del lenguaje. Aun así, de forma instintiva, el niño había hecho lo que hacía falta para proteger a su hermana. De algún modo, sin saber realmente de qué iba todo aquello, había utilizado su arte en el momento preciso. Quizá Breda tan sólo quería acunar un poco a Anfreda, tal como les gusta hacer a las chicas con los bebés. De todos modos, la propia Tuala había intuido peligro en aquel momento.
—Derelei —dijo—, nada de hechizos cuando otras personas están aquí. Nada de magia, ¿entendido? —y cuando el chiquillo hizo un mohín y agachó la cabeza, añadió—: Fuiste bueno, Derelei. Buen chico. Ayudaste a Anfreda. Pero a partir de ahora deja que lo haga mamá. Puedes utilizar tu magia con mamá y con Broichan. Eso es todo. ¿Lo entiendes, cariño?
Tan sólo tenía dos años.
—Bebé no daño —repitió, con una mirada a la cuna.
—La próxima vez espera a mamá.
Volvió sus grandes ojos hacia ella.
—¿Botan a casa? —preguntó esperanzado.
De repente Tuala se sintió al borde de las lágrimas.
—Eso espero, Derelei. Espero que Broichan esté en casa muy pronto. —Se imaginó al druida de vuelta en la corte, sin duda cambiado tras pasar el invierno en los bosques, pero aun así consagrado a su hijo y listo para reemprender la educación sin la cual (Tuala se daba más cuenta de ello con cada día que transcurría) las sorprendentes habilidades de su hijo podían pasar rápidamente de ser un don y una bendición a suponer un peligro y una carga—. Echas de menos tus clases.
—Botan a casa. —No podía decirse con certeza si era una afirmación de un conocimiento previo o simplemente de esperanza.
Tuala lo abrazó un rato y luego le dio el pecho a Anfreda mientras Derelei jugaba en el suelo con el caballito de piedra que le había hecho Garvan. Más tarde regresó Ferada acompañada por el guardaespaldas de Bridei, Garth, y Tuala creó con él un plan para asegurar que, aun cuando sus asistentas estuvieran ausentes, ninguna visita, salvo las autorizadas expresamente, pudieran acercarse a cierta distancia de su puerta. Era renuente a hacerlo, puesto que ello significaría que al menos dos de los mejores hombres de Bridei tendrían que abandonar otras obligaciones en unos momentos en los que la afluencia de invitados poderosos mantenía constantemente ocupados a todos los guardias. No obstante, sabía que Bridei estaría de acuerdo. Si tanto ella como Derelei habían tenido la misma sensación de peligro, entonces la amenaza era real. Por desgracia, existían peligros de una índole que hasta los guardias más expertos eran incapaces de combatir.