Tengo que decirte una cosa, Eile —anunció Conor con expresión seria.
—¿De qué se trata? —preguntó ella, consciente de que debía de ser algo concerniente a las leyes, las infracciones y el castigo. El día anterior, cuando habían traído a Faolan de vuelta a casa, no era buen momento para hablar de estos asuntos. Eile había visto a Faolan de rodillas en el salón de Áine, con las mejillas inundadas de lágrimas mientras su padre le ponía la mano en la cabeza como bendición. Había oído la furia fría en la voz de la Viuda cuando les ordenó a todos que abandonaran su casa. Había visto a Líobhan estrechar entre sus brazos a su hermano, dándole la bienvenida como a un niño perdido y encontrado, con el acompañamiento del excitado aluvión de preguntas de Phadraig. Hoy había venido la otra hermana, la que era monja, y se hallaban todos reunidos en la estancia que una vez fue un lugar de muerte y que ahora era un remanso de amor y familia. Estaban todos, menos Eile y el brithem. El hombre la había llamado a una pequeña habitación en la que había una mesa con objetos de escritorio y estantes llenos de rollos en las paredes. A ella le parecieron unos dominios mágicos, abundantes en posibilidades. Debía de ser maravilloso saber leer y escribir. Relatar historias, interpretar mapas de lugares exóticos, sostener en las manos las palabras mismas de los antiguos…
—Dímelo —le pidió Eile.
—La ley es clara en lo relativo a un homicidio —dijo Conor. Sus ojos grises mostraban compasión. Ella se estremeció, preguntándose si estaba a punto de decirle que no tenía más remedio que entregarla a la gente de la Colina Nubosa—. Anoche discutí tu caso con Faolan —siguió explicándole el brithem—. Estuvimos hablando hasta muy tarde. La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que se dieron poderosas circunstancias atenuantes. Por desgracia, estas no cambian el hecho de que la ley lo perciba como un delito. No actuaste en defensa propia. Planeaste el acto, lo ejecutaste y huiste. Los parientes del muerto tienen derecho a prenderte y a mantenerte bajo custodia indefinidamente y, como careces de recursos, sería posible que se impusiera una pena mucho más grave. Eile esperó.
—Una pena de muerte —dijo Conor—. No es probable, pero necesito que tomes conciencia de ello. Faolan me dijo que quieres saber toda la verdad.
Ella asintió con una sensación de distancia, como si el mundo entero hubiese retrocedido y ella estuviera sola en aquel pequeño espacio propio donde nadie podía verla de verdad.
—Saraid —susurró—. ¿Qué le ocurrirá a mi hija?
—No es necesario que nos anticipemos tanto —dijo el brithem—. Dime, ¿tienes algún pariente consanguíneo aparte de tu tía? ¿Tu madre tenía algún hermano?
Eile dijo que no con la cabeza.
—Madre nunca me habló de ningún familiar.
—¿Estás segura? Lo pregunto porque hay una cosa llamada éraic, la multa por la víctima, una suma pagadera por un homicidio. Lo que necesitas, Eile, son parientes ricos. Por lo que me ha contado Faolan, creo que tu tía estaría dispuesta a aceptar el pago del éraic en vez de verte encarcelada o ejecutada. Eres joven, tienes a una hija que criar. Las circunstancias de tu acción fueron tales que parece evidente que no supones ninguna amenaza para la comunidad.
El corazón volvía a palpitarle; la niebla de su cabeza se disipaba.
—¿A cuánto asciende el éraic? —preguntó. Esperanza. Tienes que aferrarte a la esperanza.
Conor dijo una suma tan grande que Eile no pudo completarla mentalmente. Quizá se quedó con la boca abierta; en cualquier caso, el brithem dijo:
—A un hombre de buena posición no le resultaría imposible reunir esta suma. Le proporcionaría seguridad a tu tía durante muchos años; le permitiría volver a establecerse. Creo que tendría que acceder a ello.
—No tengo dinero y no tengo familia —repuso Eile—. Saraid y yo estamos solas.
El brithem asintió con la cabeza.
—Tengo que decirte algo más —dijo—. Antes de que lo haga, debo explicarte que cuando una persona paga el éraic en nombre de un asesino, este entra en lo que se llama una servidumbre por deudas para con el pagador. Él o ella tiene que permanecer al servicio del que paga el tiempo necesario hasta poder comprar la libertad devolviendo la suma en cuestión. Si son los miembros de la familia los que pagan el éraic, todo es relativamente sencillo, por supuesto. Sin embargo, si por cualquier motivo una persona que no es familia del transgresor decidiera pagar la multa por la víctima, lo que se espera es que tome el control de la persona y posesiones del deudor hasta que este salde la deuda. Tengo que estar seguro de que entiendes esto, Eile.
—¿Por qué? —preguntó ella, sin comprender, mientras la habitación empezaba a retroceder de nuevo, dejándola sola en una pequeña isla, aparte del resto del mundo. Había sombras por todo alrededor. No iba a llorar—. Nadie pagaría nunca eso por mí; es dinero suficiente como para… para comprar un castillo. La ley no es justa. Esto significa que los ricos pueden salir en libertad y los pobres no. Yo…
—¿Qué, Eile? Dime.
—¿Cómo…, cómo lo harán? Ejecutarme, quiero decir. ¿Qué es lo que…?
Conor alargó los brazos por encima de la mesa y le tomó las manos.
—Eile —le dijo—. Faolan ha dicho que él pagará el éraic por ti.
—¿Cómo dices? —No podía ser cierto.
—Faolan tiene fondos suficientes para pagarlo, y lo hará si tú estás de acuerdo. No estaba seguro de cómo te sentirías al respecto. Si estás dispuesta a considerar su oferta, hablará contigo sobre lo que ello implicaría.
—¿Faolan tiene todo ese dinero? —Eile había empezado a temblar—. ¿Dónde? ¿Cómo?
—Puedes preguntárselo a él. La plata entró en la Cuesta del Endrino con él y salió con él. Mi hijo ha aprendido unas habilidades sorprendentes en estos años desde que se fue de casa.
—No me gusta la idea de ser una especie de esclava.
—Él ya previó que reaccionarías así. Al menos deberías considerar la oferta. De hecho, tendrías que tomar una decisión lo antes posible.
—¿Tomar una decisión? —Eile se lo quedó mirando—. Puede que a veces sea un poco terca, pero no tengo la cabeza tan dura como para elegir la muerte o el encarcelamiento sólo porque no quiero deberle nada a nadie. Tengo que pensar en mi hija. Por supuesto que aceptaré. Pero necesito hablar con Faolan. Tengo que dejar claro… —se detuvo. No iba a imponer normas. En cuanto él pagara aquella fabulosa suma, sería su dueño.
—Muy bien. —Conor sonrió y a Eile le pareció que su sonrisa tenía tanto de tristeza como de alegría—. Iré a buscarle.
—No los interrumpas ahora. —La familia tenía que hablar de muchas cosas, llorar a aquellos que habían perdido, celebrar su supervivencia, intercambiar noticias de diez años; Eile no formaba parte de todo eso y no quería inmiscuirse. Todavía le daba vueltas la cabeza. Al mismo tiempo, sabía que se había quitado un gran peso de encima. Estarían a salvo. Saraid estaría a salvo. En cuanto a ella, quizá nunca tuviera la casita de su sueño, pero era un sueño egoísta de todos modos, un sueño que ella no merecía alcanzar. Si tenía que dejarse las manos para resarcir a Faolan, lo haría.
Fue a buscar a Saraid. Aquel día no llovía. El perro gris y el sabueso de Líobhan tomaban el sol en una esquina del patio y Phadraig y Saraid estaban ocupados disponiendo algo en un banco. Cuando Eile salió, la niña corrió hacia ella y la tomó de la mano.
—Arregla a Lamento ahora —le ordenó—. Cinta. Volante. Ropa nueva.
—Madre ha preparado todas las cosas —dijo Phadraig señalando el banco—. Le ha hecho el vestido; es de uno viejo que tenía ella. Miramos cómo lo hacía. Pero no quiso arreglar a Lamento, dijo que querrías hacerlo tú.
—Arregla a Lamento ahora —dijo Saraid.
Todo estaba allí: aguja e hilo, la cinta y el volante prometidos, más tela que casi hacía juego y un vestidito de color rosa terminado con unas diminutas y pulcras puntadas para que lo vistiera Lamento una vez sus dos partes volvieran a estar unidas. Sería como ponerle las vestiduras de una reina a un espantapájaros.
—La lavamos mientras no estabas —dijo Phadraig— y madre la secó junto al fuego, pero aún se la ve un poco sucia.
—Son heridas honrosas —dijo Eile con una sonrisa—. Ahora, Phadraig, pásame la aguja, y tú, Saraid, sostén la cabeza de Lamento en su sitio mientras yo empiezo.
—Sé valiente, Lamento —susurró la niña—. No te dolerá mucho.
La delicada operación se llevó a cabo prácticamente en silencio y sólo se vio interrumpida por la llegada de los perros que acudieron a investigar. Phadraig se los llevó para tirarles la pelota y Eile deslizó el vestidito por la cabeza de Lamento, se lo abrochó al cuello y depositó la muñeca en los brazos de Saraid, que la aguardaban.
—Podrías ir a enseñársela a la madre de Phadraig —sugirió.
La pequeña vaciló; el orgullo y la timidez lucharon una pequeña batalla en sus ojos.
—Phadraig te acompañará. —Eile vio que Faolan se acercaba por el patio. Llevaba ropa limpia, unos pantalones de lana gris, una camisa azul un poco grande para él y una túnica encima. Se había afeitado la negra barba que le había salido en cautividad y Eile se fijó en su palidez enfermiza y en la lividez que rodeaba sus ojos. El regreso a casa, pensó, no había comportado sólo abrazos, sonrisas y finales felices. Y ahora él también iba a ser pobre, todo por una promesa que le hizo a su padre. Probablemente estuviera maldiciendo el día que conoció a Deord.
—Llévate el cesto de costura de tu madre, Phadraig. Fue muy amable al dejármelo, y al dejarme arreglar la muñeca a mí.
El niño tocó la hilera de puntadas que rodeaban el cuello de Lamento, mirándolas detenidamente.
—Está muy bien —dijo—. Vamos, Saraid.
Se fueron. Faolan tomó asiento en el banco junto a Eile y estiró las piernas.
—Padre me ha explicado que has accedido a que lo haga —dijo sin mirarla.
—Mal podía negarme. —Estaban un tanto cohibidos. Aquella era su primera conversación a solas desde antes de que llegaran a la Cuesta del Endrino. Durante el tiempo que habían estado separados, Eile había llegado a considerarlo un amigo, lo más parecido que tenía a una familia. Ahora era incómodamente consciente de que era casi un desconocido—. Tu padre dijo que, a menos que se pagara esta fianza, Anda podría solicitar mi muerte. Tengo que pensar en Saraid.
Faolan movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Lo que quiero decir —añadió de forma atolondrada— es que no quiero que crezca siendo una especie de esclava, pero al menos estará conmigo. La quiero. No hay nadie más que se preocupe por ella. De esta manera estará bien. Supongo. No sé exactamente qué significa, sólo que no van a encerrarme y que no voy a morir antes de que ella crezca.
Él sonrió. Al igual que su padre, su sonrisa parecía triste.
—Lo siento —dijo Eile—. Olvidé darte las gracias. Me has salvado la vida. No me imagino por qué vas a desprenderte de tanto dinero por mí. El hecho de ser amigo de mi padre no te obliga a empobrecerte por mi culpa. Yo no soy nada. No lo merezco.
—¿Y no lo merece Saraid? —Ahora la estaba mirando; Eile no tenía ni idea de lo que él pensaba.
—Para mí, sí, claro que sí. Es lo más valioso del mundo. Moriría por ella. Pero yo soy su madre, es normal que lo piense. Tú ni siquiera eres de la familia.
Faolan se miró las manos.
—Eile —dijo—. No tengo ninguna intención de tenerte como a una esclava. Se me ponen los pelos de punta sólo con pensarlo. Sólo voy a pagar el éraic, nada más. ¿De verdad no entiendes por qué lo hago?
Ella negó con la cabeza.
—Sé que crees que le debías algo a mi padre. Pero esto… esto es demasiado, sin duda.
—¿Me estás pidiendo que retire la oferta? —arqueó las cejas. Por un momento pareció que volvía a ser el de antes.
—¿Tú qué crees? —replicó ella.
—Creo que eres demasiado sensata para hacerlo. Tu padre me salvó la vida a expensas de la suya, Eile. Eso, por encima del vínculo natural entre los que hemos estado en la Sima Pedregosa, bastaría para obligarme a hacer esto por ti. Pero lo cierto es que no es la única razón por la que he hecho la oferta. Parece que te has olvidado de ayer. Fue tu grito el que me salvó la vida, por no hablar de tu plan para que os dejaran entrar en la Cuesta del Endrino. Te debo muchísimo. Me alegra tener esta oportunidad para corresponderte.
Eile estaba confusa.
—¿Salvarte la vida? ¿Quieres decir que tu hermana iba a matarte?
—No sé qué tenía planeado Áine ni qué piensa hacer ahora. Su mente va por senderos incomprensibles para las personas corrientes.
—¿Corrientes? En tu familia no hay nadie corriente. —Eile pensó en la cariñosa y generosa Líobhan y en su callado y fuerte esposo; en el afable y curioso Phadraig; en el honorable Conor y en el serio y buen anciano. Y en Faolan, el hombre al que habían capturado y encerrado cuando intentaba ayudar a una fugitiva manchada de sangre a quien la mayoría de la gente habría rehuido—. Si alguien te salvó la vida, fue tu padre. Él convenció a tu hermana para que nos dejara salir de allí.
Eile siempre recordaría ese día: el miedo que sentía mientras esperaban frente a las puertas de Áine, pues ni siquiera entonces estaba segura de que los guardias de la Viuda no la apresaran y la encerraran para enfrentarse a una acusación de asesinato. Seamus había dejado entrar en el patio al grupo de Conor. Les habían dicho que esperaran allí hasta que la señora de la Cuesta del Endrino volviera a casa. Aunque no lo afirmó de manera explícita, el jefe de la guardia dejó claro que estaba infringiendo las normas de su ama al dejarles entrar.
Sin embargo, el instinto le dijo a Eile que no esperara. Estaban allí dentro, pero ¿por cuánto tiempo? De modo que lo había llamado, y cuando la voz de Faolan resonó en el interior de la fortaleza, los ojos de su padre se habían llenado repentinamente de lágrimas y el jefe de la guardia había parecido, cuanto menos, aliviado.
—¿Por qué sigue ahí? Está encerrado, ¿verdad? —le había preguntado Eile a Seamus, infringiendo la norma de Conor de que sería él el único que hablaría.
—Será mejor que se lo preguntes a la señora —fue lo único que respondió Seamus, pero había hecho un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
Áine se había enfurecido. Eile se estremeció al recordar el frío de aquellos ojos azules, el odio manifiesto en sus rasgos delicados. Conor era un juez; supo llevar muy bien la situación. No derramó ni una sola lágrima más, sólo pronunció palabras de lógica mesurada. Si se sentía apenado al ver en qué se había convertido su hija, lo disimuló bien. Su argumento fue sencillo. Sabía que tenía prisionero a Faolan; todos habían oído su voz. Si no lo soltaba y lo dejaba a su cargo, Conor se aseguraría de que la historia de lo que había hecho fuera del dominio público en toda la provincia de Laigin y más allá. Haría que llegara a oídos de su poderoso cuñado, el ausente jefe de clan de la Cuesta del Endrino. Ruaridh Uí Néill no estaría tan dispuesto a dejar que la viuda de Echen gobernara allí si sabía que había encarcelado a su propio hermano sin cargos y había mentido al respecto. Ruaridh, dijo Conor, no era el tirano que había sido Echen.
Quizá la quiso engañar. Eile no tenía manera de saberlo. Áine había amenazado con tomar represalias. Conor le había recordado que había testigos y había mencionado un informe escrito sobre la historia de Eile que había depositado en otro sitio por si acaso les acontecía algo malo a su grupo. Entonces, por fin, la Viuda había ordenado a Seamus que trajera a su cautivo, una sombra de tez blanca y ojos enrojecidos. Y, haciendo caso omiso del brusco «¡No lo toques!» de Áine, el brithem había avanzado tres pasos y había abrazado a su hijo. Sus susurros le habían traspasado el corazón a Eile: «Mi niño. Mi niño».
Recordaba la sonrisa que resplandeció en el rostro de Faolan, la sonrisa de un hombre liberado de las puertas del infierno. Su gesto había sido en gran parte para su padre y su abuelo. No obstante, cuando salían del salón de Áine le había rozado el hombro y le había musitado «gracias», y en aquel momento la sonrisa había sido toda para ella.
—Tu padre estuvo muy calmado aquel día —le dijo entonces a Faolan—. La procesión le iba por dentro y fue todo un modelo de control por fuera. Ojalá yo pudiera hacer eso.
—Padre no sabe toda la historia. —Faolan volvió a evitar su mirada y la clavó en el suelo junto a sus botas. Había bajado la voz.
—¿Qué historia?
—Como te dije anoche, Áine esperó cincuenta días antes de verme. Estoy acostumbrado a la cautividad. Me conozco todos los trucos para mantenerse en buena condición física y no perder la cordura y los utilicé. Entonces ella me llamó al salón y… y no tan sólo averigüé quién es la Viuda, sino lo mucho que aún me odia por lo que hice. No puede perdonarme por no rescatarla aquella noche.
—Eso lo entiendo. ¿Qué es lo que no pudiste decirle a tu padre?
—Antes de mandarme de vuelta a la celda, Áine dijo unas mentiras horribles, mentiras muy verosímiles, pues llevo diez años viendo a mi familia en sueños, Eile. He visto lo que podría haber sido de ellos. Áine me pintó un panorama mucho más cruel que la verdad. Volví a mi celda solitaria creyendo que los había destruido a todos de un modo u otro: mi madre muerta, la única verdad que me dijo, mis hermanas resentidas y apesadumbradas, mi abuelo enfermo de muerte y mi padre…
Eile le tomó la mano.
—Puedes contármelo —le dijo, sintiéndose de pronto mucho más mayor que los dieciséis años que tenía.
—Dijo que su mente estaba destrozada, que ya no podía ni pensar. Esa fue la noticia más dolorosa de todas. Lo has conocido. Él siempre fue nuestra roca, nuestro refugio, nuestra tranquilidad de que podíamos ser valientes y justos y recorrer caminos rectos en el mundo. Siempre, Eile, durante estos diez años, por grande que fuera mi desesperación, siempre me negué a tomar la salida fácil, el final rápido y compasivo, aunque el oficio que ejerzo me enseñó cien maneras de hacerlo. Siempre he sido lo bastante fuerte para seguir adelante. Sin embargo, después de esas revelaciones, después de ver en lo que se había convertido Áine y de verme incapaz de perdonarla, la desesperación me abrumó completamente. Ya no le encontraba propósito a nada, las cosas ya no parecían tener sentido. ¿Alguna vez te has sentido así?
—No —respondió Eile—. Yo tenía a Saraid. No podía rendirme. De todas formas, siempre creí que padre volvería a buscarnos algún día. Cuando me dijiste que no iba a volver, hice lo que tenía que hacer. Supe que dependía de mí. Lamento que ello supusiera que tuvieras que salvarnos después de todo. Hubiera preferido hacerlo yo misma. ¿Me estás diciendo que cuando grité tu nombre en el patio estabas a punto de suicidarte?
Faolan asintió con la cabeza.
—Tenía la soga al cuello. Tu voz fue lo más hermoso que he oído en toda mi vida, Eile. Tus palabras me dijeron que tenía futuro. Ni toda la plata del mundo puede pagar eso.
Permanecieron sentados en silencio unos instantes. Líobhan se acercó a la puerta de la cocina, miró afuera y volvió a entrar.
—Así pues, ¿qué significa esto? —le preguntó Eile, haciendo un pliegue con la falda entre los dedos—. ¿Esto del éraic? ¿Qué tienes pensado hacer al respecto?
—Es difícil. Aquí Saraid parece una niña distinta, hasta yo me doy cuenta. Líobhan estaría encantada de que os quedarais las dos. El problema es Áine. No nos perdonará por esto. Ambos representamos un peligro para esta casa por lo que ella podría hacer. Puedo comprar tu libertad, pero no puedo comprarte seguridad frente a la Viuda. Sabe que te tiene para echarte la culpa de venir aquí a decirle a mi padre dónde estaba y por traer al grupo de rescate. En cuanto a mí, mi hermana nunca dejará de intentar castigarme, si permanezco a su alcance.
—¡Oh! —Aquella era una casa encantadora, llena de gente amable, de cariño y cortesía. Por primera vez en más tiempo del que podía recordar, Eile había sentido que podía respirar—. De manera que tenemos que irnos. ¿Cuándo? —¿Cómo iba a decirle otra vez a Saraid: «Nos vamos, Ardilla. Es una aventura.»?
—Pronto. Lo siento.
—Para ti es peor. Esta es tu familia. Acabas de encontrarla de nuevo.
—No tenía planeado quedarme aquí mucho tiempo. En realidad, sólo vine por ti. Había decidido pasar de largo el Paso del Violinista porque me resultaba demasiado difícil.
Eile asintió.
—¿Te alegras ahora de haberlo hecho? ¿A pesar de lo ocurrido con tu hermana? ¿A pesar de haber tenido que renunciar a todo tu dinero? Faolan sonrió.
—Supongo que me ves la respuesta en la cara. Otro motivo por el que estoy en deuda contigo. Y no es exactamente todo mi dinero. Quedará suficiente para ir tirando.
—Has dicho que no tenías planeado quedarte, pero esta es tu casa. No deberías permitir que Áine te obligara a marcharte, no está bien.
—Tengo una misión que llevar a cabo en el norte antes de primavera. Después debo embarcar rumbo a Dunadd y a algunos lugares más allá. Tengo que seguir ganándome el sustento, por no hablar del tuyo y el de Saraid.
Ella lo miró.
—Aquí, tan cerca de la Cuesta del Endrino, no estás segura —le dijo—. Áine tiene mucho poder. No solamente corréis peligro tú y la niña, mi familia también sería vulnerable si nos quedáramos. Quiero que puedan recuperar la recelosa tregua que tenían con Áine. No se puede aspirar a más.
—Entiendo. Entonces, ¿quieres una esclava después de todo?
—Para serte sincero, podría realizar el viaje con más facilidad yendo solo. Estoy acostumbrado a ello. Por otro lado, la presencia de una familia instantánea podría ayudarme a pasar relativamente desapercibido, y eso sólo puede resultarme útil.
—Familia —la voz de Eile se convirtió en un gruñido—. ¿Te refieres a que volvamos a ser tu esposa y tu hija? Eso no me gusta. Ya sabes por qué.
—Me niego a decir que eres una esclava, Eile. No me parece nada bien. Ya te lo he explicado antes; deberías saber que puedes confiar en mí. Y si no te gusta que duerma en el suelo y le dé a mi esclava la cama, entonces podemos turnarnos. Ambos hemos pasado penurias otras veces. Lo que necesitamos es honestidad. Yo no voy a ponerte la mano encima, lo juro. No esperaré de ti nada más que sentido común y discreción. A cambio, te ofrezco mi protección. Me doy cuenta de que hasta ahora no te ha ayudado mucho pero, lo creas o no, soy muy diestro en este campo y te lo demostraré. Quieres que Saraid esté a salvo. Yo la mantendré a salvo.
Eile no dijo nada. Aunque estaba bastante segura de que Faolan mantendría su palabra, la idea le repelía. No podía quitarse de la cabeza a Dalach: al pesado, hediondo y violento Dalach con su sonrisa burlona.
—El lugar que tengo que visitar en el norte es una comunidad de monjes cristianos —le explicó Faolan—. No quiero crear una impresión equivocada llegando con una joven a la que no puedo identificar como mi esposa o hermana.
La pregunta obvia, pensó Eile, era por qué, si no le gustaba tener una esclava, no se las llevaba a ella y a Saraid a algún lugar lo bastante alejado y simplemente dejaba que se las arreglaran solas. No se lo preguntó. Faolan tal vez no creyera importante que le devolviera su cuantiosa deuda, pero ella no estaba de acuerdo.
—¿Dijiste Dunnad? —le preguntó—. ¿Eso no está al otro lado del mar?
—Sí, así es —repuso Faolan—. ¿Qué te parecen los barcos?
Esta vez, pensó Eile, no tendría que mentirle a Saraid. Esta vez sería una aventura de verdad.
—No lo sé —contestó, recordando las historias de Deord sobre viajes épicos y nuevos reinos desconocidos—. Creo que podrían gustarme bastante.
Al cabo de pocos días abandonaron el Paso del Violinista. Era temprano, el aliento de los caballos formaba un vaho blanco con el frío de la mañana y Saraid y Eile estaban pálidas y silenciosas, envueltas en la ropa buena y cálida que les había proporcionado Líobhan. Faolan contuvo multitud de pesares: no poder permitir que se quedaran allí donde podrían ser felices; que tuviera que despedirse de su familia tan pronto después de haberlos encontrado; que no hubiera sido capaz de perdonar a la pobre y lastimada Áine y tuviera que dejar que otros lidiaran con su retorcido deseo de venganza. Sin embargo, había acallado a sus otros fantasmas. Sus heridas interiores ya casi se habían curado. El perdón de su familia era un potente bálsamo, pero él no olvidaba que, sin Eile, no hubiera estado allí para recibirlo.
En aquellos momentos su padre estaba de pie frente a él. Conor, con una mirada a la vez severa y cariñosa, le había puesto las manos en los hombros a Faolan y lo contemplaba.
—Ve con mi bendición —le dijo—. Que tengas buen viaje —rozó la frente de su hijo con los labios. Entonces volvió su mirada a Eile, que se estaba despidiendo de Donnan y el anciano con seriedad—. Es una joven magnífica —dijo el brithem—. O lo será, cuando aprenda que no tiene al mundo entero en contra.
Faolan reprimió las lágrimas. Había derramado unas cuantas desde que llegó a su casa, durante unos días y noches que pasaron rápidamente y en los que habían hecho todo lo posible por dar cabida a diez años de tiempo desvanecido. No era posible estar allí de pie entonces sin recordar aquella otra partida, la mañana siguiente a la muerte de Dubhán: el rostro exhausto de su madre al darle un pequeño hatillo con comida para el camino, la impotente desesperación de su padre, el hecho de que sus hermanas no hubieran salido a decirle adiós. Al mirar entonces a Conor a los ojos vio el mismo recuerdo, vio las mismas lágrimas no derramadas.
—Faolan —le dijo el brithem en tono grave—, no olvides nunca que eres mi hijo y que te quiero. Siempre fue así, aun en los momentos más aciagos. Vayas donde vayas, que creo que será lejos, llevas a tu familia contigo. Guárdanos en tu corazón y vuelve a casa con nosotros algún día.
En aquel momento Faolan perdió el control durante el tiempo justo para que cayera una única lágrima y estrechó a su padre entre sus brazos, diciéndole algo, no sabía el qué, una especie de promesa. Abrazó a Líobhan, que intentaba sonreír.
—Volverás, Faolan —le dijo su hermana, abrazándolo con fuerza—. Lo sé. Llegará el momento.
Se despidió de su abuelo, de Donnan y de Phadraig, que estaba muy callado, cosa rara en él. Le dio las gracias a Donnan por conseguirle los caballos que los llevarían rápidamente más allá de las fronteras de Laigin. No le había dicho a nadie, ni siquiera a su padre, adónde se dirigían; era más seguro así.
Llegó la hora. Ayudó a Eile a subir al caballo. Su padre tenía razón; se estaba convirtiendo en una joven magnífica, no sólo por su honestidad y fortaleza, que Faolan había visto desde el principio, sino también en otros sentidos. Los pocos días de buena comida y la sensación de seguridad temporal habían empezado a transformar a la infeliz medio muerta de hambre de la Colina Nubosa en una chica delgada, pero de aspecto saludable con una larga cabellera reluciente del mismo color que las hojas de los robles en otoño. Los ojos verdes eran brillantes, si bien todavía cautelosos, y su piel tenía ahora mejor color. Aquella mañana estaba callada. Faolan sabía que le habría gustado quedarse allí.
—¿Saraid monta caballito? —preguntó una vocecilla—. ¿Por favor?
Faolan levantó a la chiquilla y la sentó en la silla delante de su madre.
—¿Vais bien? —le preguntó a Eile—. Tú sígueme, nos lo tomaremos con calma.
—Ajá.
—Cuida de él, Eile —dijo Líobhan.
—Bueno, supongo que ha llegado la hora de irse —anunció Faolan con voz menos firme de lo que era su intención. Miró a su familia una última vez, lo cual estuvo a punto de ser su perdición; si en aquel momento su padre le hubiera pedido que se quedara a pesar de todo, sabía que le hubiera resultado muy difícil negarse. Montó apresuradamente e hizo dar la vuelta a su caballo para que los demás no vieran su rostro—. Vamos pues, Eile —dijo, y se alejaron rumbo al norte.
La fiesta del Baile de la Doncella, que celebraba los más tempranos indicios de la primavera, pasó en la Colina Blanca únicamente con una observancia simbólica. Una gran tormenta había alfombrado la región con una fuerte nevada. Azotaban unos vientos fríos que convertían el hecho de abandonar el refugio de las casas y jardines tapiados en una prueba de resistencia. El ganado que no se hallaba guarecido en los establos quedó a merced de la última arremetida estacional de la Diosa Madre y los corderos tempranos fallecieron a docenas.
En el entorno doméstico del rey, la atmósfera era tensa. Reinaba la expectación en tres aspectos. Tuala esperaba a su bebé en menos de un cambio de luna. No habían tenido noticias de Broichan desde su precipitada marcha de hacía algunos meses. Entre los miembros de la casa corría el rumor de que, si tenía pensado volver, seguramente lo haría en cuanto el tiempo mejorara y, una vez más, la Diosa de las Flores instilara el cálido aire de primavera a través de la Gran Cañada. Si el druida no llegaba a la Colina Blanca cuando las primeras flores asomaran bajo los árboles que rebrotaban en el bosque, entonces tal vez no regresara nunca. Algunos creían que había perdido el juicio, cosa que solía ocurrirles a los druidas en ocasiones, y que había perecido en el frío oscuro de los bosques invernales. Tuala sólo había hecho partícipes de su visión a su esposo y a Aniel. En su opinión, lo que ocurriera a partir de ahí era decisión de Broichan, y era responsabilidad de su familia —constituida, al parecer, por Bridei y ella— ser pacientes al respecto.
La tercera causa de la tensa expectación reinante era Carnach, y las crecientes murmuraciones de descontento de las que Bridei tuvo conocimiento por mediación de los espías que mandó para que recabaran toda la información posible en las tabernas de los pueblos y los lugares de reunión de los hombres poderosos. Carnach no le había enviado a ningún mensajero. Bridei sabía que su pariente había pasado el invierno en su casa del Recodo del Espino, situada al sudeste, lejos de allí. Sus espías le habían traído la noticia de que Carnach no había reivindicado su derecho al trono de Circinn; las informaciones más fiables decían que el aspirante sería uno de los hermanos de Drust el Verraco, tal como Aniel había previsto. Sin embargo, el silencio de Carnach se prolongaba demasiado. A estas alturas al menos tendría que haberle comunicado al rey cuáles eran sus intenciones para la primavera y el verano, para la dirección de la guarnición de Caer Pridne y para la defensa que se estaba llevando a cabo de las fronteras de Fortriu. Si dejaba pasar demasiado tiempo, Bridei tendría que buscar a otro hombre para que fuera su jefe de guerra, lo cual equivaldría a darle una bofetada a su influyente familiar. No quería verse obligado a ello.
Mientras tanto, el tiempo limitaba en gran medida las entradas y salidas de la fortaleza del rey y también de los niños que vivían allí, quienes privados de sus acostumbradas actividades al aire libre, estaban volviendo loco a todo el mundo. Tuala hacía breves y concisas las lecciones a Derelei, pues en los últimos días de embarazo se encontraba cansada con frecuencia. Habían aprendido mucho juntos, sin embargo, ella siempre sentía esa insistente resistencia a los límites que establecía para su hijo, la urgente necesidad de ahondar más. Él quería cruzar fronteras y Tuala se negaba a permitírselo. Si no lo guiaba con su control, Derelei poseía la capacidad de causar estragos. Era agotador. Cuando llegara el nuevo bebé, no creía que tuviera energía, ni voluntad, para mantener el ritmo.
Así pues, cuando llegó un día en que la atmósfera parecía un poco más cálida y el viento un poco menos cortante, la reina le mandó un mensajero a Fola en Banmerren solicitando la presencia de la mujer sabia en la corte tan pronto como le fuera conveniente. El motivo oficial era la inminente llegada del segundo hijo del rey. Banmerren podía proporcionar parteras, puesto que esta era una función que la sacerdotisa sanadora de la Brillante llevaba a cabo con frecuencia en la zona. Fola conocía a Broichan casi mejor que nadie que viviera todavía, y ella comprendería que Tuala necesitara consejo además de partería.
Aún hacía demasiado frío para que los niños pasaran mucho tiempo afuera. A los tres pequeños —los gemelos de Garth, Galen y Gilder, así como Derelei— les había dado por correr por los pasillos de la Colina Blanca a toda velocidad, precipitándose escaleras arriba y abajo, lanzándose contra cualquiera que les obstruyera el paso y profiriendo chillidos ensordecedores de risa exaltada a la menor provocación. Las niñeras se tiraban de los pelos. A la esposa de Garth, Elda, que también estaba embarazada, se la oía sermoneando a sus hijos de vez en cuando, tras lo cual todo permanecía en calma durante un rato antes de que estallara nuevamente el caos. Derelei solía llevar las rodillas con rasguños, los brazos y las piernas con moretones y un desenfreno en la mirada que a Tuala no le gustaba demasiado. Siempre que podía se lo llevaba a jugar al jardín con Ban, o a mirar a los hombres que practicaban juegos de lucha en el salón. Sin embargo, la agitación de Derelei iba más allá de la forzada inactividad del invierno. Tuala se preguntaba si Broichan había estado en lo cierto la primera vez que había sacado el tema de los talentos especiales del niño. Quizá debería mandar fuera a su hijo, por pequeño que fuera. Quizá su lugar estaba con los druidas de las profundidades del bosque, los cuales podrían instruirlo con sabia disciplina, libre de las distracciones. Dicha posibilidad la aterrorizaba.
La ayuda para el problema más inmediato llegó de un modo insólito. El guerrero jefe de clan del Pozo del Cuervo, Talorgen, era a la vez amigo y partidario de confianza de Bridei y había llegado recientemente a la Colina Blanca con sus dos hijos. Una mañana, Bedo y Uric fueron a ver a Tuala a sus dependencias privadas. Los curiosos muchachos que había conocido cuando tenían siete u ocho años y ella poco menos de trece se habían convertido en unos jóvenes larguiruchos y pelirrojos con unas sonrisas exactamente igual de encantadoras que la de su padre.
—Bedo, Uric, ¡cuánto me alegro de veros! Os diría que habéis crecido muchísimo, pero estoy segura de que debéis de estar hartos de oírlo. ¿Ha venido también vuestra madrastra?
—Sí, Brethana también está aquí. Lo cierto es que no quería, pero padre dijo que cuando se acostumbrara a la corte le gustaría. —Bedo, el mayor de los dos, entró en la habitación y, a un gesto de Tuala, tomó asiento junto al fuego. Su hermano se apoyó en la repisa de la chimenea, dando una imagen de afectado descuido.
—Tengo muchas ganas de conocerla, espero poder hacerlo en cuanto se haya recuperado del viaje —dijo Tuala—. Me alegra ver tan feliz a vuestro padre. —Talorgen se había vuelto a casar hacía poco tiempo; la historia de su primera esposa no se hizo pública. Dreseida había sido dejada de lado por su esposo y desterrada de Fortriu como consecuencia de una conspiración para poner a su propio hijo mayor en el trono en lugar de Bridei. Ese hijo, Garnait, había muerto en el extraño curso de los oscuros acontecimientos subsiguientes. En gran medida, había sido gracias a la valerosa intervención de la mejor amiga de Tuala, Ferada, hija de Talorgen, que Bridei había sobrevivido para convertirse en rey—. Espero que vuestra hermana llegue pronto a la corte —les comunicó Tuala—. La he invitado para que me haga compañía cuando nazca el bebé.
—Ferada odia a los bebés —anunció Bedo con una sonrisa burlona—. Harás bien arrancándola de su nuevo proyecto. Todo el mundo habla de ello, la primera escuela seglar para mujeres de todo Fortriu. Es típico de mi hermana abordar una cosa de la que nadie querría saber nada. ¿Te das cuenta? Echa de menos mangonearnos a Uric y a mí, ese es el único motivo por el que hace lo que hace.
En aquel momento se oyeron unos gritos infantiles al otro lado de la puerta y el sonido de unos pasos que corrían acompañado por unos ladridos histéricos.
—¡Derelei! —el tono de voz de Tuala fue más severo que de costumbre. Ese día se sentía intranquila e incómoda, y el hecho de estar constantemente preocupada por si su hijo molestaba a la gente o se las arreglaba para hacerse daño otra vez no la ayudaba demasiado.
—¡Es mía! —gritó uno de los gemelos tras la puerta.
—¡No, es mía!
—¡No lo es! ¡Dámela!
Un lamento: Derelei. Su vocabulario aún era muy escaso, cosa que le hacía difícil defenderse con los gemelos, un año mayores que él y mucho más desenvueltos, además de más corpulentos.
Un grito. Antes de poder pensarlo siquiera, Tuala se puso de pie y abrió la puerta de un tirón, pues el sonido había indicado un absoluto terror. Salió al pasillo, Uric y Bedo fueron detrás de ella.
Derelei estaba de espaldas a la pared con las manos extendidas. Enfrente, apretado contra la pared contraria, estaba Gilder, prodigiosamente inmóvil y con la tez muy colorada. No podía moverse, tenía una mirada aterrorizada. Los gritos provenían de Galen, que se encontraba a cierta distancia con una pelota de cuero rellena de paja en sus manitas. Ban tenía las patas rígidas y sus ladridos iban aumentando de intensidad.
—¡Derelei, no! —espetó Tuala, con el corazón palpitante.
El niño movió las manos y cerró los puños sin apretar. La rígida forma de Gilder se relajó, cayó sobre las losas y un sollozo de miedo salió de sus labios. La reina avanzó.
—Perrito —dijo Derelei con calma, y en un instante Gilder había desaparecido y había dos perros en el pasillo. Era como si Ban hubiera generado un gemelo. No había manera de separarlos. Estalló un nuevo frenesí de ladridos en tanto que los animales se rodeaban el uno al otro con el pelo del lomo erizado. Galen había tenido la sensatez de retroceder y seguía aferrando la pelota.
Uric lanzó un largo y lento silbido.
—¡Por el sagrado granizo! —exclamó Bedo con lo que pareció sobrecogimiento.
—¡Derelei! —la voz de Tuala casi fue un grito—. ¡Trae de vuelta a Gilder! ¡Ahora mismo!
Quizá se había enojado demasiado. Derelei la miró. El pequeño arrugó la boca y le saltaron las lágrimas. De repente tan sólo parecía un niño de dos años excesivamente cansado. No era habitual que Tuala lo reprendiera. Siempre se portaba muy bien.
—Hazlo ahora, Derelei. Nada de perrito. Trae al niño de vuelta.
—Pelota —dijo su hijo con voz temblorosa, mirando al otro gemelo, que estrechó el objeto en disputa contra su pecho.
Sería muy fácil coger la pelota y dársela a su hijo. Cuanto menos vieran Uric y Bedo, mejor. Sin embargo, no podía permitirlo; Derelei no debía aprender que podía utilizar la magia para salirse con la suya.
—No —repuso Tuala—. No puedes tener la pelota. Trae a Gilder de vuelta, Derelei.
El pequeño pasó junto a su madre, rozándola, y se metió en la habitación de esta, donde se le pudo ver retrocediendo para agacharse bajo la mesa. Uric se inclinó para separar a los dos perros, que intentaban morderse mutuamente, preparándose para un enfrentamiento serio. Bedo había levantado al asustado Galen y lo había apartado para que no recibiera ningún daño.
Se acercaba alguien; Tuala oyó voces, pensó que sería Elda que acudía en busca de los gemelos.
—¡Ban! ¡Siéntate! —ordenó resueltamente.
Tras un momento de vacilación, uno de los perros apoyó obediente la cadera en el suelo en tanto que seguía emitiendo un gruñido rencoroso. Uric agarró al otro por el pescuezo e hizo un gesto de dolor cuando los dientes del animal estuvieron a punto de rebanarle un dedo.
Sería mejor que aquello funcionara. Tuala apuntó en dirección al perrito, cerró los ojos y susurró unas palabras. Se hizo un momento de silencio y a continuación se oyó un gemido ensordecedor. Cuando Elda y una sirvienta doblaron la esquina del pasillo, Uric estaba agachado junto al histérico Gilder, sujetándolo con firmeza por los hombros.
—Estás bien —le dijo—. No estás herido. Sé un hombre.
—¿Qué pasa? ¿Qué han hecho esta vez? —Elda parecía tan exhausta como se sentía Tuala.
—Nada, se han peleado por una pelota —respondió Bedo tranquilamente—. Ya lo hemos solucionado. Creo.
—La culpa fue de Derelei —le dijo Tuala a la madre de los gemelos—. Voy a tener unas palabras con él. Quizá deberías llevarte a los gemelos un rato, Elda. Están muy disgustados. —Esperaba de verdad que cualquier historia sobre transformarse en animales sería considerada un producto de unas imaginaciones desbocadas.
Cuando se hubieron llevado a un sollozante Gilder y a un gimoteador Galen, Tuala miró a los hijos de Talorgen, y Uric y Bedo le devolvieron la mirada.
—No voy a mentiros —dijo ella—. Hubiera preferido que no lo vierais. La gente sabe que Broichan ha estado enseñando a Derelei, pero nadie sabía que podía hacer eso.
—¿Recuerdas aquella vez cuando éramos pequeños —dijo Bedo— y me dijiste que ibas a convertirme en un tritón —al cabo de un instante añadió—, mi señora?
—No hice tal cosa —repuso Tuala con fingida severidad—. Tú me preguntaste si podría hacerlo y te dije que podía intentarlo si querías. Y te pusiste verde. Lo recuerdo perfectamente.
Uric se rio.
—Pero podrías haberlo hecho, ¿verdad? Igual que has arreglado lo del perro. ¡Menos mal que Bedo no te pidió ser un monstruo o un poderoso hechicero o algo así! ¿Y si realizaras un hechizo y no pudieras invertirlo?
—O no quisiera —comentó Tuala en tono grave—. Bueno, chicos, tenéis que comprender una cosa.
—¿No tenemos que decírselo a nadie? —preguntó Bedo con una sonrisa.
—Os estaría sumamente agradecida si os lo guardarais para vosotros. Esta clase de cosas no ocurren a menudo. Lo que les hace falta a estos niños es divertirse. Necesitan estar tan ocupados que no tengan oportunidad de hacer travesuras.
Hubo un breve silencio.
—A nosotros no nos mires —dijo Uric.
—No sé. —Bedo tenía un brillo inconfundible en los ojos—. Esto es muy aburrido cuando hace mal tiempo. Me pregunto si esas carretas estarán todavía por ahí, en alguna parte. Las que trajimos hace un par de años del Pozo del Cuervo, ¿sabes? Irían bien en la cuesta que baja hasta la puerta principal, ¿no crees? Y podríamos enseñarles el juego de esquivar la pelota —se volvió hacia Tuala—. Las carretas tienen ruedas de hierro. Aquí mismo hay un herrero que puede hacérnoslas. Van muy bien para hacer carreras.
—Siempre y cuando nadie salga herido —le dijo Tuala con firmeza—. Nada de huesos rotos ni contusiones graves. Y no hay que molestar a la gente en sus quehaceres diarios. Ferada siempre tenía muchas historias que contar sobre vosotros dos. Las he oído todas.
—¡No somos tan malos! —exclamó Bedo con una sonrisa torcida. Tuala tuvo la sensación de que, a pesar del estudiado aire de frialdad de Uric, sería su hermano quien tuviera a todas las chicas detrás dentro de uno o dos años.
—Y si hubiera algún… problema, tendréis que comunicármelo enseguida.
—Sí, mi señora.
No había duda de que esos chicos habían cambiado durante los años que habían pasado bajo la tutela de su hermana, pensó Tuala cuando ellos se alejaban, rebosantes de un relajado buen humor. Ferada los había convertido en unos jóvenes magníficos, parecía haber borrado la sombra que se cernió sobre esa familia en la época de la elección al trono de Bridei. Tuala debía acordarse de felicitar a su amiga por un trabajo tan bien hecho.
En aquel momento de quien debía ocuparse era de Derelei, que estaba hecho un ovillo debajo de la mesa, en silencio. Tuala entró en la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido. Se acercó a la mesa y se sentó en el suelo, un poco incómoda al tener que equilibrar el bulto del bebé que llevaba en el vientre:
—¿Derelei? —no alzó la voz—. Ya no estoy enojada. Gilder está mucho mejor. Sal, vamos.
No hubo respuesta. Tuala sentía la tensión que emanaba de su hijo, aun estando a dos brazos de distancia.
—Derelei, no debes utilizar la magia cuando te enfades. Hace daño a la gente. Gilder estaba asustado. No le gustaba ser un perro. —¡Dioses, si fuera un poco mayor, un poco más capaz de hablar y de entender!—. Vamos, cariño. Mamá no está enojada.
Ban se metió debajo de la mesa y empezó a lamerle la cara al niño. Nadie podía aguantar mucho sometido a unas atenciones tan enérgicas como aquellas. Derelei se desovilló, lloriqueando, y salió a gatas. A Tuala ya no le quedaba regazo en el que sentar al niño y lo abrazó lo mejor que pudo.
—¿Quién te enseñó a hacer eso? ¿A convertir a un niño en perro? Nunca lo hemos probado, y estoy segura de que con Broichan tampoco lo hiciste —luego, después de un silencio, insistió—: ¿Derelei?
—Perrito —el tono de su voz era de rebeldía.
—Perrito no. No tienes que asustar a tus amigos. Mamá dice que no. Silencio.
—Y Broichan dice que no. —O lo diría, estaba segura, si estuviera allí. El pequeño drama de este día había abierto unas posibilidades que la llenaban de terror. Mantener bajo control los poderes sin explorar de su hijo le ocuparía todas las horas que pasara despierta, hasta el último ápice de energía. No era posible. Iba a tener un bebé. Y estaba Bridei, que la necesitaba.
Rompió el silencio un leve y triste sonido. Su hijo estaba llorando.
—Botan —susurró. Ban puso el hocico contra la pierna del niño. Estaba claro que el perro había perdonado la anterior afrenta.
—Ya lo sé, cariño —dijo Tuala—. Yo también lo echo de menos. —No le diría: «Volverá». A aquel niño no se le podía calmar con nada que no fuera la verdad—. Si te portas bien y no vuelves a hacer lo que has hecho nunca más, mañana los chicos mayores jugarán contigo y con los gemelos. Tienen una carreta en la que podéis montar. Con ruedas. Va deprisa. —No pensaría en miembros rotos o cabezas fracturadas. A los niños había que permitirles jugar. Incluso a los que tenían una terrorífica facilidad en el arte de la magia.
—Reda —dijo Derelei con poco entusiasmo, moviendo la mano en el aire como un pájaro que se abatiera. Tuala creyó ver una imagen de ruedas, chispas volando y árboles y arbustos que pasaban vertiginosamente. Parpadeó y la imagen desapareció.
—Eso es —dijo—. Pero tienes que ser bueno. Nada de perritos. Nada de magia en absoluto a menos que mamá esté contigo. ¿Prometido?
El niño profirió un leve sonido, no una palabra, pero quizá sí una indicación de asentimiento. De momento tendría que bastar con eso. Tuala pensó que, tarde o temprano, su hijo iba a realizar un hechizo que ella no podría deshacer por falta de conocimiento o de poder. Esperaba que Derelei no llegara a ese punto antes de tener un mejor dominio de la palabra, antes de poder aprender los peligros que entrañaba su habilidad. En cuanto al episodio de hoy, la había maravillado. Broichan había enseñado a Derelei de un modo sensato y cuidadoso; ella también había contribuido a su enseñanza con el mismo espíritu. Sin embargo, lo que el pequeño había hecho esa tarde, la compleja transformación realizada sin esfuerzo aparente, no lo había aprendido de ninguno de los dos.
(Del relato del hermano Suibne)
Gracias a Dios, esta mañana arribamos a la costa del territorio priteni con nuestra nave intacta. La tripulación no sufrió los estragos de ninguna tormenta, serpiente marina o corriente imprevisible y nuestros corazones siguen rebosantes de fervor por la nueva vida que nos espera en estas tierras lejanas. No todos nosotros somos marineros. Tengo las entrañas como si me las hubieran aporreado, retorcido y colgado a secar, y volver a pisar tierra firme de nuevo es una bendición. Avistamos tierra cerca de Dunadd, gradas a la experta navegación de Colm, la pericia de nuestro joven novicio Éibhear y la ayuda de nuestros inesperados pasajeros. El viajero, Faolan, quien me resultaba familiar de la corte de Fortriu —nunca olvido una cara por corriente que sea—, resultó ser un experto con el remo y la vela, lo cual no me sorprendió, puesto que ya me había parecido un hombre de muchas facetas. Su menuda esposa, aunque callada y dócil, fue más bien una revelación. A mis hermanos no les hacía ninguna gracia llevar a una mujer de pasajera, sobre todo cuando iba acompañada por una niña pequeña; existen muchas historias de barcos hundidos y viajes acosados por la mala fortuna por llevar una presencia femenina a bordo. En cuanto nos hicimos a la mar y la mayoría de nosotros estábamos inclinados sobre la barandilla sufriendo la agonía de un intenso mareo, se hizo patente que la mujer era una ventaja. Colm, que había crecido entre gentes de mar, no se vio afectado. Éibhear tenía agua salada en las venas. Faolan los ayudó, y también la chica, Eile, quien hizo lo que le correspondía de buen grado y dio muestras de disfrutar con ello. De hecho, una sonrisa de puro placer se extendía en su rostro con el vaivén de nuestra frágil embarcación que surcaba las olas de aquel horrible estrecho. En cuanto a la niña, permaneció sentada en silencio, abrazada a su muñeca mientras miraba los mares monstruosos con absoluta ecuanimidad. Cuando vimos unas grandes criaturas grises saltando de las aguas, la pequeña no mostró ni rastro de miedo, sino que sonrió y las señaló.
Forman una familia extraña. Faolan no parece la clase de hombre que viaja con esposa e hijos; él tiene el aire de un solitario, cauto y enigmático. A Colm le causó muy buena impresión y le admiró lo que tenía que contar sobre la corte de Fortriu. Hicimos ciertas indagaciones mientras esperábamos la llegada de la primavera; se diría que las raíces ancestrales de este hombre se hallan en el mismo territorio que las de Colm, aunque el curso de su vida no ha sido convencional. Tiene sus propias y apremiantes razones para formar un hogar lejos de las costas de Erin. Los tres, Faolan, su esposa y su hija, se alojaron en una granja cercana a nuestra casa de oración durante gran parte del invierno y Faolan nos dijo claramente que necesitaba regresar a la Colina Blanca en cuanto la estación lo permitiera. De ahí el ofrecimiento de un pasaje. A Colm le convenía ayudarle, aún con esposa, hija y todo.
El perro no. Había un perro, una pobre criatura delgada que entró en nuestro patio con este trío de caminantes y se dirigió directamente a la puerta del refectorio, donde se quedó esperando fuera con mirada esperanzada. Era imposible que el perro nos acompañara en el barco. La pequeña lloró al oírlo, pues se hallaba muy unida al desdichado animal. Durante el tiempo que pasaron alojados en la granja surgió una solución. En la casa teníamos entre nosotros a un hermano venerable y muy anciano, el hermano Seosabh, que había empezado a desvariar afablemente; pasaba el tiempo sentado junto al fuego o en un rincón soleado del exterior, mascullando para sus adentros y asintiendo con la cabeza a cualquiera que estuviera dispuesto a sentarse a charlar con él un rato, aunque era imposible saber hasta qué punto entendía las cosas. El perro se encariñó con Seosabh y él con el perro; parecían comprenderse el uno al otro. El animal salía tranquilamente de la granja en cualquier momento del día y lo encontrabas durmiendo a los pies del anciano o sentado a su lado mientras este le acariciaba la cabeza y le murmuraba ternezas. Cuando le llevábamos a Seosabh su tazón de caldo, el perro solía recibir uno o dos bocados al mismo tiempo, pues éramos incapaces de hacernos fuertes ante la mirada llena de reproche que la criatura nos dirigía si nos olvidábamos de su ración.
Seosabh, por supuesto, no se hallaba entre los voluntarios de la expedición de Colm. Hay unos treinta hermanos en la casa de oración de Kerrykeel y sólo doce de ellos se ofrecieron voluntarios o fueron escogidos para la misión a Fortriu. Más adelante vendrán otros, cuando hayamos construido una vivienda, una iglesia y todo lo que necesitamos para sobrevivir en nuestra isla. Nosotros somos la punta de lanza, la brillante antorcha que ilumina el camino. Cuando botamos nuestra embarcación y pusimos rumbo a nuevas costas, la niña se despidió del perro con lágrimas, pero las palabras tranquilizadoras de su madre diciéndole que la criatura había encontrado su verdadero hogar y las manos del anciano acariciando suavemente las de la niña como si esta fuera lo que más quería en la tierra de Dios reportaron cierto consuelo a la pequeña.
Así pues, desembarcamos y caminamos hasta la fortaleza de Dunadd, que ahora está en manos de los priteni aunque el depuesto rey de Dalriada sigue residiendo allí. Gabhran se hallaba en la última fase de su enfermedad; se consideró demasiado arriesgado mandarlo de vuelta a su tierra natal al otro lado del mar. Hubiera resultado aceptable si los hombres de Bridei lo hubieran asesinado en la gran batalla de Dovarben. Hacer que pereciera durante un obligado viaje al exilio no le hubiera parecido bien al rey de los priteni, que tenía fama de poseer imparcialidad y justicia, así como unos sólidos conocimientos de estrategia. Gabhran renunció al trono de Dalriada; un jefe de clan priteni supervisa a los miembros de su casa. No obstante, en Dunadd reina el habla y las costumbres escotas. No ha cambiado mucho desde mi última visita.
Esta mañana nos despedimos de Faolan y de su pequeña familia. Dijo que su esposa no deseaba quedarse en magníficos establecimientos como aquella fortaleza que anteriormente fuera la corte escota de Dalriada; sus orígenes le conferían poco tiempo y paciencia para semejantes salones de los ricos y poderosos. En realidad, Faolan tenía asuntos urgentes que atender en el otro extremo de la Gran Cañada. No era necesario que me lo contara, ni a Colm tampoco. Huelga decir que llevará un mensaje a la corte de Bridei, rey de Fortriu, preguntándole si el poderoso monarca estaría dispuesto a recibir a una delegación de hermanos cristianos. Se mencionará el nombre de Ioua, la Isla del Tejo, el lugar que el rey escoto le prometió a Colm como refugio de los asuntos políticos de sus parientes.
Ioua ya no está en manos de Gabhran. Si queremos quedarnos, es Bridei quien debe aprobar nuestro establecimiento en dicho lugar.
De no haberme contado yo entre el pequeño rebaño de Colm, Faolan quizá no hubiera optado por identificarse. Podría ser que su misión consistiera en espiar más que en negociar. Pero yo lo conocía, a mí no podía ocultarme la naturaleza de su misión. Creo que esto es bueno. Las cosas irán más deprisa como resultado de ello, lo cual complacerá a Colm, a quien no le gusta esta sombría seudocorte en la que nos alojamos y que se irrita por todo aquello que suponga un retraso en el asentamiento de los cimientos de nuestro nuevo hogar en Ioua. Aquí hay hombres armados por todas partes. Algunos son del propio Gabhran y otros pertenecen a un jefe de clan llamado Umbrig, que por lo visto tiene el control de la fortaleza y de sus habitantes en nombre de Bridei, si bien él reside en otra parte y, según dicen, rara vez acude por aquí. Los guardias son enormes y tienen un aspecto aterrador. No creo que tengamos muchas posibilidades de convencerlos para que se unan a nosotros en nuestras plegarias matutinas. Por otra parte, sólo hace falta que Colm abra la boca para que la gente escuche. A la luz de su poderosa fe, puede que incluso estos hombres desgarbados y osunos presten oídos a la palabra del señor.
Suibne, monje de Derry.