(Del relato del hermano Suibne).
Estamos construyendo un barco. Un granjero nos ha dejado utilizar un viejo granero y no ha hecho preguntas, aunque nos mira de forma extraña mientras trabajamos, sin duda considerando la nuestra una extraña ocupación para el invierno. El hermano Colm, ansioso por alcanzar nuevas costas, ve en el trabajo de nuestras manos y el sudor de nuestras frentes una manera de que su visión llegue a toda nuestra comunidad. En esa otra costa de sus sueños puede llevar una vida enteramente dedicada a la contemplación del amor de Dios, donde cada momento es una plegaria. También puede vivir alejado por completo de sus problemáticos parientes. No diría esto claramente en su presencia. Si este relato estuviera destinado a otros ojos que no fueran los míos, elegiría un lenguaje más circunspecto. No es mi intención criticar a ese hombre. Su situación es de una persona de menor valía podría sucumbir a la tensión. Dios instila un férreo vigor en Colm; el aliento de Dios se mueve en sus pulmones y llena su voz de un fervor con el que inevitablemente nos arrastra a los demás, por escasa que sea nuestra maña en carpintería y curtido, en calafatear o hacer cuerdas y en el centenar de otros oficios que uno debe ejercer para construir una embarcación en condiciones de navegar.
Espero que esté en condiciones de navegar. Se me hace un nudo en el estómago cuando contemplo el mar picado entre los dos territorios llamados Dalriada, uno en mi tierra natal y otro en Fortriu: el oleaje, el interminable roción que te empapa. Tiemblo al contemplar la posibilidad de hacer otro viaje tan pronto. Dios me pone a prueba. No temo a los hombres poderosos, ni las nuevas experiencias, ni los desafíos para la mente. En realidad, disfruto de mi trato con las cortes de Circinn y Fortriu, y de mis experiencias de los últimos días en la corte escota de Dalriada. Tal vez mi afición por semejante trabajo sea inapropiadamente excesiva para un clérigo. Así pues, Dios, en su divina sabiduría, no me ha puesto frente al obstáculo de un jefe de clan difícil de aplacar, o de traducir una conversación delicada a un idioma extranjero. Él hace que me enfrente a un barco de madera, a doce compañeros clérigos y a una extensión de mar zarandeado por la tormenta. Lo alabo por su perspicacia y le doy las gracias de todo corazón por no tener que marcharnos hasta la primavera.
Siento cierto alivio al pensar que, esta vez, la embarcación se está construyendo con madera sólida y no con pieles de buey extendidas sobre mimbres. De todos modos, lamento no ser hijo de un pescador en lugar de serlo de un erudito, pues entonces la fuerza del oleaje no me resultaría escalofriante, sino tranquilizadora: el balanceo de la gran cuna del mundo.
Me duelen las manos. Las tengo llenas de ampollas y no puedo sostener bien la pluma. Que se termine pronto el trabajo. Que Dios le conceda obediencia a mi espíritu y fortaleza a mí cuerpo.
De vez en cuando viene algún joven para unirse a nosotros en nuestro refugio temporal. En los últimos siete días hemos tenido a dos. Uno era inteligente, entusiasta, de habla educada. Me hubieran venido bien sus habilidades en lectura y escritura, pues no son muy frecuentes. El joven, en su entusiasmo, dejó fluir las palabras con demasiada libertad y mencionó Cúl Drebene; un milagro, dijo. Colm fue severo. Le pidió al joven que terminara de hacerse mayor y regresara dentro de unos cuantos años. Para entonces, si el barco no se hunde, estaremos lejos, en Fortriu.
El segundo joven era un muchacho callado y torpe, de mirada firme. Dijo llamarse Eibhear y dijo ser hijo de un marinero. Lo aceptamos.
Suibne, monje de Derry.
Eile se despertó de un mal sueño en el que alargaba la mano para coger el cuchillo y no lo encontraba; un sueño en el que Dalach se reía y alzaba el puño y en el que el pequeño rostro de Saraid estaba encogido de terror. Había sangre… mucha sangre. Se incorporó, con la respiración agitada. Una luz fría penetraba a través de la ventana sin postigos de la cabaña del barquero. Era de mañana y estaba helada de frío. Saraid. ¿Dónde estaba Saraid?
Eile se puso de pie de un salto al tiempo que miraba a su alrededor con ojos desorbitados. El fuego se había reducido a cenizas. No veía a la niña por ninguna parte y, por si eso fuera poco, el hombre y el perro tampoco estaban. La bolsa de Faolan seguía allí, junto al hogar; su propio fardo estaba junto a la cama improvisada y llevaba encima la capa de aquel hombre. No era de extrañar que hubiese dormido profundamente.
El corazón le latía con fuerza. Faolan se había llevado a Saraid. ¿Adónde? ¿Qué había hecho? Corrió hacia la puerta y la abrió de un tirón. ¿Cómo podía haberse quedado dormida después de eso, después de todo eso, y no haber protegido a la niña? Lo que Anda había dicho era cierto. Nunca sería una buena madre, sencillamente no lo llevaba dentro.
Eile dio dos pasos hacia fuera y se detuvo. Saraid estaba sentada en un viejo banco, con las piernas colgando, mirando hacia el puente. El perro estaba agazapado junto a ella, masticando algo que había atrapado. Por encima de ellos las gaviotas volaban hacia el este en medio de un coro de gritos. La constante voz del río casi ahogaba los reclamos de los pájaros. Cuando Eile salió, la niña volvió la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
Eile se acuclilló junto al banco y le susurró al oído a su hija:
—¿Adónde ha ido el hombre? ¿Faolan? ¿Dónde está? —No podían permitirse el lujo de perder tiempo. Debían cruzar el río y alejarse antes de que las alcanzaran los que las perseguían.
—¡Chsss! —esta vez Saraid rozó los labios de su madre con el dedo.
—¿Te dijo…?
—¡Chsss!
Al cabo de un momento Eile vio que Faolan se acercaba por el sendero que pasaba junto a los sauces con un viejo saco sostenido en alto para no mojarse la cabeza. Le había dado la capa a ella, claro.
—Entrad —dijo al llegar a la puerta, y ellas obedecieron. Su voz sonó calmada, pero Eile estaba tan preocupada que tenía un nudo en el estómago, atenazada por la necesidad de ponerse en marcha. Era de mañana; debían recoger sus cosas y cruzar el río. Tenían que volver a pasar por la cuerda.
—¿Qué? —dijo entre dientes cuando volvieron a estar dentro de la cabaña—. ¿Qué ocurre?
—Tenemos compañía. —Faolan parecía un hombre acostumbrado a convencer a los demás de que todo va bien cuando, en realidad, el cielo está a punto de venirse abajo—. Son siete u ocho, todos van armados a su manera y, lamento decírtelo, están hablando de una muerte violenta y de la necesidad de que la autora dé cuenta de sus actos. Respira hondo, Eile, y mantén la calma. Saldremos de esta.
La chica tragó aire, consciente de que los ojos de Saraid estaban puestos en ella.
—Estoy tranquila —dijo—. Será mejor que sigas adelante sin nosotras. No tiene sentido que tú también te metas en problemas.
Él hizo una mueca; Eile no podía adivinar en qué estaba pensando.
—Tengo una sugerencia mejor —afirmó Faolan—. Negaremos descaradamente lo evidente. No me vieron, de eso estoy seguro. Esperaremos a que esos tipos vengan a arreglar el puente. Entonces mentiremos. Al menos yo. Tú no digas nada. Ahí afuera no vi a Brennan ni a ninguno de los hombres de tu aldea. Diré que estáis conmigo.
Aquel hombre era más tonto de lo que ella había pensado.
—Nos están buscando a mí y a ella. Una chica y una niña. ¿Quién va a creerte? De todas formas subirán a mirar aquí y nos encontrarán antes de que el puente esté arreglado. Es una idea absurda.
Faolan la miró. No parecía ofendido ni enfadado.
—¿Crees que pelearía con todos ellos a la vez? Dije que había siete u ocho, quizá no me has oído.
—Mi padre podría haberlo hecho. —Recordaba verlo practicar. En aquella época su padre había sido como el guerrero de un cuento, un héroe que nunca podía ser derrotado. El que lo matara debió de ser un hombre excepcional.
La mirada de Faolan se había vuelto extraña; estaba viendo algo que ella no podía ver. Su boca se había transformado en una fina línea.
—Nosotras nos vamos. —Eile recogió su fardo y alargó la otra mano para tomar la de Saraid—. Nos alejaremos río arriba. No hace falta que te pelees con nadie. Me las arreglaré.
—No recorrerás ni dos millas antes de que te atrapen, Eile. ¿Es eso lo que quieres para tu hija? ¿Una persecución, un final violento, quizá el confinamiento entre personas desconocidas? Dijiste que no querías que se la llevaran, fue tu razón para negarte a ir al priorato. Si haces esto, la perderás antes del mediodía.
Eile lo odió por decir la verdad.
—Nadie va a creerte —le dijo—. ¿Qué piensas decir, que soy tu hermana pequeña? ¿Tu hija?
—Ni una cosa ni otra. En cuanto hayamos cruzado el río, la gente me conocerá. Sabrán que tengo… que tenía tres hermanas en el Paso del Violinista. Sin embargo, llevo fuera mucho tiempo. Más que suficiente para tener esposa y una hija.
Eile no dijo nada. La idea le daba asco. La necesidad de rechazarla batalló con la conciencia de que tal vez pudiera hacerles cruzar el puente.
—Siempre y cuando no esperes nada —respondió.
—Ya te lo dije —replicó Faolan en tono suave—. He renunciado a ello por mi propia tranquilidad. Eile, oigo a alguien gritando ahí afuera. Creo que tenías razón; se están acercando. Quiero que me prometas una cosa.
—Yo no hago promesas.
—Escúchame. Cuando se trata de mi plan, son mis reglas. Cuando el plan sea tuyo, serán tus reglas. ¿De acuerdo?
—¿Entonces qué hacemos?
—No digas nada y no preguntes nada. Cuida de Saraid, procura que esté callada y haz lo que yo te diga.
—¡Ja!
—Sólo hasta que hayamos cruzado a la otra orilla y ya no puedan oírnos. Hace falta que seas una esposa silenciosa y sumisa.
Eile lo fulminó con la mirada. Las voces se aproximaban a la cabaña; no parecía haber otra alternativa. Notó los brazos de Saraid en torno a la pierna, apretándola, y se inclinó para tranquilizar a la niña.
—No pasa nada, Ardilla. Nadie va a hacernos daño. Ahora estate callada, abraza fuerte a Lamento y no te separes de mi lado. Faolan va a cuidar de nosotras. Cruzaremos el río e iremos a una casa nueva. Una casa bonita.
—¿Lamento? —murmuró Faolan.
—Así es como llama a su muñeca. Antes también se refería a ella misma con este nombre. ¡Silencio! —exclamó entre dientes cuando el perro empezó a ladrar a modo de advertencia.
Estaba claro que Faolan no era de los que esperaban a que los problemas lo encontraran. Recogió el morral, abrió la puerta y salió con paso resuelto, en tanto que el perro fue tras él, erizado, lanzando su desafío al grupo que se acercaba. «No tengo miedo —se dijo Eile—. Ella sólo me tiene a mí. No puedo tener miedo». En su cabeza arremetía con el cuchillo una y otra vez hasta que el arma y sus dedos estuvieron cubiertos de sangre pegajosa; hasta que Dalach quedó sobre ella como un peso muerto y creyó que quizá nunca pudiera librarse de él. Eile había creído que en cuanto lo hiciera la oscuridad abandonaría sus sueños, pero seguía allí. En aquel mismo momento se cernía sobre ella, cuando estaba totalmente despierta.
—… refugiado a pasar la noche —estaba diciendo Faolan—. No era seguro para mi mujer… embarazada, siempre mareada… Ya sabéis lo que es…
—Haz callar a tu perro, ¿quieres? No oigo ni mis pensamientos —dijo alguien.
Faolan le dio una orden brusca al perro, que continuó ladrando. Miró por encima del hombro.
—El animal es de mi esposa —dijo entre dientes—. A mí no me hará caso. ¿Querida…?
Eile llamó al perro, que volvió a la entrada, lo tranquilizó y lo sujetó por el trozo de cuerda deshilachada que llevaba por collar. La chica aprovechó la oportunidad para recorrer rápidamente con la mirada aquel círculo de rostros. Había uno o dos que le resultaban conocidos del mercado de la Colina Nubosa. La muchacha bajó la vista. Era fácil ser sumisa. Lo único que tenía que hacer era actuar como tía Anda.
—Buscamos a una chica —dijo uno de los hombres—. Una joven con una niña. ¿Las has visto?
—La única mujer y la única niña que he visto son las mías —contestó Faolan con toda naturalidad—. Vamos de camino al Paso del Violinista; estamos esperando a que el puente sea seguro.
—Podría ser que tuvieras que esperar bastante.
—Sólo si los hombres a los que vi ayer son unos mentirosos —repuso Faolan—. Se supone que tengo que ayudarles esta mañana, en cuanto traigan los materiales. Después nos pondremos en camino. Lamento no poder ayudaros.
—Pídele a esa esposa tuya que salga aquí para que la veamos bien —terció una voz distinta, esta en un tono más autoritario—. Y a la niña también. Buscamos a una fugitiva. No podemos confiar en tu palabra de que no está ahí dentro.
—Buscadla si queréis. En cuanto a mi esposa, ya os he dicho que no se encuentra bien. Y no me hace ninguna gracia que me den órdenes en lo concerniente a mi familia.
Eile tomó de la mano a Saraid, salió de la cabaña y se quedó de pie al lado de Faolan. La reconocerían, estaba segura de ello. ¿Cómo no iban a reconocerla? Y si su rostro no la delataba, sus manos temblorosas seguro que sí.
—¿Cómo se llama tu esposa? —preguntó bruscamente aquel hombre, con los ojos entrecerrados.
—Aoife —respondió Faolan sin vacilar.
—¿Y la niña?
—Casi siempre la llamamos Ardilla. Me parece que veo a alguien en el puente. Como ya he dicho, prometí ayudarles. Tendremos cuidado con esa fugitiva por el camino. ¿Es peligrosa?
Eile se mordió el labio Él no dejaba de asustarla con sus estúpidos nombres y sus preguntas imprudentes. Sus pies querían echar a correr y sentía la misma inquietud en el cuerpecito de Saraid. La estaba invadiendo un sollozo de puro pánico que se esforzó por contener.
—Perdonadnos —dijo Faolan—. Como ya os he dicho, mi esposa se encuentra mal… Será mejor que nos dejéis pasar a menos que queráis que os eche el desayuno en las botas.
Además era un gracioso. ¡Dioses! En aquellos momentos Eile estaba tan mareada que podría hacer una muy buena imitación de una mujer embarazada, aunque en su estómago no había mucho que vomitar.
—¿Estás seguro de que es tu esposa? —el cabecilla del grupo había hecho una señal a sus hombres para que entraran a registrar la cabaña en tanto que él se acercó más a Eile y escudriñó su rostro—. Parece tener la misma edad que la qué estamos buscando, y la niña también, unos tres años, cabellos oscuros… ¿De dónde sois? ¿Qué os trae por estos lares? ¿Por qué va vestida con ropa de hombre?
Les lanzó las preguntas como si fueran cuchillos. Eile carraspeó.
Faolan retrocedió un paso. Le puso el brazo sobre los hombros a Eile y la muchacha notó que él inspiraba profundamente.
—Soy el hijo del brithem del Paso del Violinista, Conor Uí Néill —dijo—. El hijo que aún le queda.
Entonces ocurrió algo extrañísimo. El semblante de aquel hombre cambió ante los ojos de Eile y una expresión de fascinado horror cruzó por sus facciones. No dijo ni una palabra.
—He estado ausente mucho tiempo —añadió Faolan en voz baja—. Cuando me fui de aquí, no tenía esposa ni hijos. Fundé un hogar lejos de estas tierras. La gente que me recuerda te dirán que soy un bardo, y un bardo viaja. Me pareció que ya era hora de presentar a Aoife, aquí presente, y a mi hija, a la familia. Y ahora, si te parece, nos pondremos en camino.
El hombre se hizo a un lado y los dejó pasar. Eile estaba segura, casi segura, de que al menos uno de aquellos hombres la había reconocido. Había ido al mercado de vez en cuando, aunque Dalach prefería que fuera Anda. Tenía sus razones para querer que Eile se quedara en casa. Además, Anda se negaba a cuidar de Saraid a menos que no le quedara más remedio —«es la bastarda de la chica, que la cuide ella»— y Eile no confiaba en que su tía se portara bien con la niña. Anda estaba celosa. ¡Qué idiota! ¡Como si las atenciones de Dalach fueran una cosa codiciable!
Bueno, ahora se había terminado, al menos esa parte y, aunque pareciera mentira, por lo visto Faolan acababa de sacarlas de un lío gracias a su labia. Eile agarró con fuerza la mano de Saraid, clavó la mirada en el suelo y avanzó al mismo ritmo que él. No tenía elección, Faolan seguía rodeándola con el brazo. El contacto con él la ponía tensa y la asustaba; quería zafarse, quitarse el brazo de encima, volver a ser ella misma de nuevo. Que no pensara que con toda esa historia de la esposa iba a ocupar el puesto de Dalach. Decía que había renunciado a ello, ¡ja! Los hombres nunca renuncian. Lo tomaban cuando querían y no sabían pasar sin ello. Faolan era un mentiroso como los demás. Igual que Deord, que probablemente nunca había tenido intención de regresar.
—¿Estás bien? —murmuró Faolan cuando llegaron al saucedal y en tanto que el grupo de hombres que habían dejado atrás empezaban a hablar con voces rápidas y apagadas, aunque no lo bastante claras como para que pudiera entender nada.
—¡Mmm!
—No te detengas. Llevaré a Saraid si quieres.
—No. Necesitas tener las dos manos libres. Ella ya sabe andar.
—Si tú lo dices. No digas nada hasta que no hayamos cruzado el puente. Tendremos que esperar a que pongan las tablas en su sitio. La niña no va a pasar por esa cuerda, y yo tampoco.
Salieron al descubierto. Vieron claramente el río que corría veloz y el espacio roto de la pasarela. En la otra orilla se había congregado un grupo de hombres y los materiales habían llegado en una carreta: trozos de madera, rollos de cuerda, herramientas. Cuando Faolan y Eile caminaban por el sendero hacia el río, un grupo de jinetes apareció por detrás de la cuadrilla de trabajadores, un grupo de unos diez hombres más o menos ataviados con túnicas y calzas azules y negras. La ropa que llevaban parecía ser de excelente calidad, las camisas eran de lino de color pálido, las botas estaban bien lustradas. Una cadena de plata, un sombrero con penacho o una empuñadura de bronce aquí y allá ponían de manifiesto su posición social como miembros de una gran casa. Debían estar esperando a cruzar hacia el otro lado; quizá eso explicaba que los obreros hubieran acudido tan pronto.
Fue una larga espera. Faolan intentó buscar un lugar para que Saraid y Eile se sentaran y ella se contuvo de rechazarlo con brusquedad y decirle que no hacía falta que la ayudara en algo tan sencillo como eso. Se sentaron. Faolan compelió a un par de sus perseguidores para que echaran una mano con el puente. Parecía una tarea delicada, agarrar las tablas cuando los hombres del otro lado las deslizaban hacia fuera, alinearlas bien y sujetarlas con más cuerdas en este lado. Eile observó al amigo de su padre, que se inclinaba por encima del agua rugiente, y consideró cuál sería su próximo movimiento si el hombre se caía y se ahogaba. Lo más probable era que se delatara en cuanto abriera la boca; era él quien sabía mentir y hacer que pareciera verdad. Era él quien tenía autoridad. Quizá podría echarse al suelo gritando y llorando, como hubiera hecho Anda, y hacer que la llevaran ante ese brithem, o ante algún miembro de los Uí Néill. Conocía ese nombre; todo el mundo lo conocía. Eran personas importantes, hacendados, jefes de clan y reyes. Eile se imaginaba la cara que pondrían si Saraid y ella aparecían ante su puerta. Además, ¿qué podía decir? ¿Soy la esposa de tu hijo? Daba risa. De todos modos, no podía ni gritar ni llorar, ni aunque Faolan se ahogara ante sus propios ojos. No podía hacerle eso a Saraid, que ya era como un pequeño fantasma, silenciosa y asustada.
Los demás hombres estaban hablando. Había dos conversaciones: Eile oía fragmentos de ambas mientras permanecía allí sentada envuelta en la capa, con Saraid apoyada contra su cuerpo y el perro a sus pies. Una de las conversaciones giraba en torno a ella.
—Estoy seguro de que es ella.
—Pero él dijo…
—Mírale. Se nota quién es: rico, de alta cuna, habla como si fuera dueño y señor del lugar. Ella es una escuálida insignificante: porquería de la cuneta. ¿Su esposa? No lo creo.
Eile intentó apretujarse en sí misma, hacer como si aquello no mereciera ni siquiera su atención. Rezó. «Deja que escapemos. Por favor, oh, por favor». Combatió el impulso de levantarse de un salto, agarrar a Saraid y echar a correr. El plan era de Faolan, eran sus reglas. Probablemente había sido una idiota en confiar, aunque sólo fuera por un momento.
La segunda conversación era sobre Faolan, y lo que oyó la asombró.
—¿Sabéis lo que hizo, verdad?
—No quiero ni pensarlo. Apuesto a que su padre nunca creyó que volvería a casa.
—No sé cómo puede vivir consigo mismo.
—Parece bastante normal.
—¿Tú crees?
—Me pregunto adónde fue, todos estos años.
A pesar de la dificultad, el puente se pudo utilizar perfectamente antes de bien entrada la mañana y los hombres del otro lado invitaron a Faolan a ser el primero en cruzar, puesto que los había ayudado sin tener ninguna obligación de hacerlo. El grupo de jinetes había atado sus caballos y aguardaron a cierta distancia mientras se llevaba a cabo el trabajo. Entonces se pusieron en movimiento y Eile distinguió una figura con capa y capucha entre ellos, alguien que parecía dar todas las órdenes.
Al fin podrían marcharse. Colocó a Saraid en el cabestrillo y se echó a la niña a la espalda. Faolan se acercó a ellas con las manos ensangrentadas y su túnica buena un tanto desgastada.
—¿Estás lista? —le preguntó, como si fuera una especie de viaje que hicieran cada día los tres, como una pequeña familia, para ir al mercado o a visitar a unos parientes. Era la clase de cosas que las familias normales y corrientes hacían juntos. Quizá ella lo había hecho con padre y madre, tiempo atrás cuando era pequeña. ¡Ojalá pudiera acordarse! La cuerda seguía estando allí a modo de asidero, pero las tablas proporcionaban un apoyo seguro, aunque estrecho, para los pies. Abajo el río corría formando una espuma blanca en torno a los soportes del puente. Faolan avanzó sobre las tablas y se volvió hacia ella con la mano extendida.
—Una mano en la mía y la otra en la cuerda —le dijo—. Paso a paso.
—Cierra los ojos, Ardilla —dijo Eile, alzando la voz por encima del ruido del agua—. Cuenta hasta diez lo más despacio que puedas, luego hazlo otra vez y ya estaremos en el otro lado. —Apretó los dientes y dio el primer paso.
—¿Sabes una cosa? —le dijo Faolan mientras caminaba hacia atrás—, nunca había visto una niña que se portara tan bien como esta. Has hecho un trabajo maravilloso con ella. Allí de donde vengo hay varios niños pequeños y por lo visto pasan bastante tiempo corriendo y gritando por ahí. Me parece que Ardilla se sorprendería al verlo… —prosiguió, haciéndola avanzar sin mirar ni una sola vez hacia dónde iba, por lo que antes de terminar de hablar ya habían llegado a la otra orilla sin que ni por un instante Eile pensara en la caída.
La chica bajó del puente y oyó que Faolan le decía en voz baja:
—Bien hecho.
Al cabo de un instante una voz exclamó con brusquedad:
—¡Ese es! —y, antes de que Faolan pudiera darse la vuelta siquiera, un par de esos tipos ataviados de negro y azul le habían inmovilizado los brazos a la espalda y se lo llevaban lejos de ella.
Faolan se resistió. Luchó bastante bien, a juicio de Eile; a los dos hombres se les unieron dos más, y luego otro, antes de que pudieran atarlo, amordazarlo y empujarlo hacia uno de los caballos de carga. Uno de los hombres sangraba por la nariz, otro gemía con la mano en la cabeza. Un tercero estaba tumbado en el suelo agarrándose la rodilla. Saraid se había echado a llorar. Eile lo notaba. La niña lloraba sin hacer ruido, una habilidad que había aprendido de su madre.
«Mi plan, mis reglas». El plan había salido mal y las reglas debían romperse.
—¡Soltadle! —gritó Eile—. ¡Él no ha hecho nada! —pero, entre la gente de azul y negro maldiciendo y dando órdenes a gritos, los caballos que había por todas partes y la voz del río, había tanto ruido que nadie pareció oírla. Estaba de pie en medio de un sitio de otra persona, de un asunto de otro, y daba la impresión de que era invisible al fin, cuando no quería serlo—. ¡Escuchadme! —chilló—. ¡Vosotros! ¡Escuchad! ¡Es inocente, él no ha hecho nada!
Alguien levantó una mano y reinó una repentina calma. Las voces se silenciaron, se calmó a los animales. Un caballo avanzó para situarse junto a Eile, un animal grande con plata en sus arreos. El jinete con capa miró hacia abajo.
—¿Y tú quién eres? —era la voz de una mujer, fuerte, impaciente. Era la misma voz que había dado las órdenes.
Eile respiró hondo y levantó la mirada. La mujer tenía un porte erguido y orgulloso, tal como ella se imaginaba que debía de ser una reina. Llevaba el cabello completamente cubierto por un velo y al cuello un pañuelo de un azul profundo como el del cielo de la tarde, hecho de un material tenue como una telaraña. Sus ojos eran de un azul grisáceo, duros como el hierro bajo unas cejas elegantes. La mujer no tenía aspecto de estar enojada, parecía como si tuviera prisa y no pudiera molestarse en escuchar.
—Por favor —dijo Eile, que, con el corazón acelerado, se esforzó para que su voz sonara firme—. Él no ha hecho nada malo, no es más que un viajero. Suéltalo, por favor.
—¿Y a ti qué te importa, chica? —el tono fue seco—. Conal, encárgate de ella, ¿quieres? —La mujer empezó a hacer virar a su caballo.
—¡Por favor! ¡Tú estás al mando, haz que lo suelten! Esto no es justo…
La aplomada cabeza se volvió ligeramente.
—¿Qué relación tienes con él?
«Soy su esposa». No, eso no. El plan de Faolan era para el otro lado del río.
—Soy su amiga —respondió, preguntándose qué era lo que la había hecho quedarse y hablar cuando por lo visto podría haberse limitado a alejarse en medio del caos y ser libre—. ¿Adónde lo llevas? —Eile le veía la cara a Faolan, que estaba cabeza abajo a lomos de un caballo. Distinguió su mirada furiosa, vio el esforzado movimiento mientras seguía resistiéndose a ser atado de pies y manos. Entonces se le acercó un hombre con un garrote que le dio con él en la cabeza y los ojos se le cerraron—. ¡No le hagas más daño! —gritó Eile.
Una mano le tapó la boca y un brazo grande le rodeó la cintura. Notó que Saraid se ponía tensa del susto. Eile utilizó los dientes. La mano la soltó. Al cabo de un momento sintió un dolor punzante en el oído cuando el hombre le propinó un bofetón. Las lágrimas brotaron de sus ojos, lágrimas de dolor y de indignación, lágrimas de puro terror. No tenía una horca, ni un cuchillo, tan sólo tenía sus manos.
—Ten cuidado, Conal —dijo la mujer del velo—. Ahí hay una niña. —Su voz no tenía ni un dejo de suavidad. Era más bien el tono de alguien que considera prudente salvaguardar una nueva posesión hasta conocer debidamente su valor—. ¡Chica! ¿Adónde os dirigíais?
—Al Paso del Violinista.
—¿Ah, sí? ¿Con qué propósito?
«No es asunto tuyo».
—Para visitar a unos parientes, mi señora. —Debatiéndose entre el miedo y la furia, se obligó a darle el tratamiento.
—¿Y qué parientes son esos?
¿Y ahora qué? ¿Mentía descaradamente? ¿O decía la verdad, una verdad que, por alguna extraña razón, los había librado de los primeros perseguidores?
—Parientes suyos, mi señora. La familia del hombre de leyes de esa aldea. Mi amigo es su hijo.
La mujer la miró con detenimiento. El aire pareció enfriarse.
—¿Y tú te llamas…?
Eile hizo una reverencia y se odió por ello.
—Aoife, mi señora.
—Aoife, ya veo. Como el hada de la balada. ¡Qué poco apropiado! —Aquellos fríos ojos azules miraron de arriba abajo a Eile, que se vio reflejada en ellos, desde el cabello lacio a las uñas mordidas, desde la cara sucia a las botas desgastadas. La ropa que le iba demasiado grande, prendas masculinas; las manitas de la niña agarrándola.
Eile se puso derecha.
—Supongo que a mi madre y a mi padre les parecía hermosa cuando era pequeña —se oyó decir—. No todos podemos elegir aquello en lo que nos convertimos. —Mal, muy mal. Le mandó una disculpa silenciosa al inconsciente Faolan. Silenciosa y sumisa, había dicho él. Con aquellos ojos penetrantes clavados en ella no podía conseguirlo.
—Esta chica no nos interesa —dijo la dama—. Dejadla. Seguid adelante.
—¡No! —No le hacían caso, se alejaban, un hombre llevaba el caballo de carga con Faolan inerte sobre la silla—. ¡No! ¡No os lo podéis llevar! —Eso no estaba bien. Alguien tenía que hacer que lo comprendieran.
—¿Mi señora? —dijo un hombre por detrás de Eile.
—¿Y ahora qué? —la mujer detuvo una vez más su montura.
—He tenido unas palabras con esos tipos de la otra orilla. Esta chica es sospechosa de un homicidio. Un hombre apuñalado: su tío, no hace ni dos días. Quieren llevársela de vuelta a la Colina Nubosa, ocuparse de ello como es debido.
—Entonces entrégasela a ellos y sigamos nuestro camino. No tengo tiempo para esto.
—Lo que pasa —dijo el hombre— es que la historia que contaron la chica y ese tipo —hizo un gesto con la cabeza hacia Faolan— es que ella es su esposa y la niña su hija. De no ser por eso se la habrían llevado inmediatamente. Creí que querrías saberlo, mi señora.
—No pasa nada, Ardilla —murmuró Eile—. No llores, todo irá bien.
—Le había prometido una nueva casa, una casa bonita, Saraid sólo tenía que cruzar el río. Le había mentido a su propia hija.
—¿Eres su esposa? —las palabras eran como gotas de hielo. Eile no sabía si la mujer estaba enojada, divertida o acaso jugaba a algún extraño juego que los demás no entendían.
—Viajamos juntos. Los tres. Por favor, no lo encierres. Lo necesitamos. —Que esa orgullosa criatura lo interpretara como quisiera.
—Han insistido mucho —comentó el hombre ataviado de azul y negro—. Quieren que sea su propia gente quien se encargue de ello. ¿Quieres que la lleve de vuelta al otro lado, mi señora?
«No, por favor, no. Suéltalo y déjanos marchar. A algún lugar lejano. Nunca volveremos a molestarte».
—He cambiado de opinión, Seamus. Ahora estos viajeros están en mi territorio y bajo una jurisdicción distinta. Diles a esos hombres que nos ocuparemos de este asunto en conformidad con el debido proceso. Diles que se vayan a casa. ¡Conal! Búscale una montura a esta chica. Si no es capaz de mantener la boca cerrada amordázala. Ya nos hemos entretenido demasiado aquí, vayámonos a casa.
—Mi señora, la niña… y hay un perro…
—¡Por lo que más quieras, Conal! ¿Necesitas que te dé instrucciones paso a paso? Pon a la chica y a la niña en el otro caballo de carga y olvídate del perro… Si quiere seguirnos, que lo haga.
Les buscaron un caballo. Un hombre intentó ayudar a montar a Eile, pero ella le lanzó un gruñido cuando tocó a Saraid. Desató el cabestrillo, subió a la temblorosa criatura a lomos del animal y entonces permitió que aquel hombre ahuecara las manos para que ella pusiera el pie. Se le tensó todo el cuerpo. No iba a decir que nunca había montado a caballo. Tenía que seguir el ritmo. Tenía que cuidar de Faolan, puesto que no había nadie más que pudiera hacerlo.
Entonces la mujer acercó su caballo a él y desmontó. Mientras Eile la observaba, ella agarró a Faolan por el pelo y le levantó la cabeza para contemplar su rostro pálido, inconsciente. La mujer tenía una mirada extraña. Por un momento Eile pensó que la magnífica dama iba a escupir, a abofetear al herido o a gritar una maldición. En lugar de eso, sus dedos engalanados con anillos soltaron los cabellos de golpe y la mujer se dio la vuelta para volver a montar en su caballo.
—A la Cuesta del Endrino —gritó. Era una orden. El grupo avanzó, alejándose del puente. Sosteniendo a Saraid en equilibrio frente a ella y apretando los dientes, Elle cabalgó con ellos.
La Diosa Madre se había afianzado en la Gran Cañada. Casi era pleno invierno y los pinos se extendían oscuros bajo un cielo de pizarra. Las aguas del Lago de la Serpiente estaban sombrías y peligrosas de orilla a orilla, entrecruzadas por corrientes cambiantes. Bajo la superficie, unas presencias ocultas acechaban en la hambrienta estación.
«Seré una golondrina y volaré hacia climas más cálidos en el soplo de la tormenta», pensó Broichan. Siguió caminando, arrepintiéndose de su decisión de ponerse a prueba dejando el caballo en una granja local y continuando hasta Pitnochie a pie. Las sandalias le pesaban en el musgo empapado, sus vestiduras húmedas se le adherían al cuerpo. Y pensó: «Seré un ciervo, correré más rápido que la luz del sol y me refugiaré en los bosquecillos de abedules». Allí la orilla del lago quedaba recortada por unos cuantos entrantes angulosos. El agua se arremolinaba en pequeñas bahías repentinas que penetraban en la espesa ladera boscosa. Había habido desprendimientos de rocas y de tierra. La serpiente se había tragado pedazos del terreno. Aquí y allí el sendero desaparecía completamente. Broichan trató de encontrar nuevos caminos y trepó hasta que sintió un fuerte dolor en los muslos. «Seré un salmón —pensó—, y recorreré a nado toda la longitud de estas extensas aguas, impulsándome con fuerza; mis escamas reflejarán el brillo plateado de la Brillante como una melodía de notas refulgentes. Seré una abeja, una serpiente, una palomilla…».
Al caer la noche buscó el hueco de un viejo roble que conocía bien y se refugió dentro, arrebujado en su capa. Un druida posee numerosas técnicas para aminorar el ritmo del funcionamiento corporal, la mejor manera de soportar las privaciones. Broichan seguía siendo un maestro en tales habilidades, aun cuando la capacidad de viajar en formas distintas a la humana lo había abandonado cuando luchaba con la larga enfermedad por el control de su cuerpo. Los cambios maravillosos y las formas de distintas criaturas ya no eran más que vívidos recuerdos, un nivel del arte de la magia que nunca volvería a dominar. Le dolían las piernas. Tenía la espalda dolorida. El frío húmedo de la estación le había entumecido las articulaciones. No era un hombre muy entrado en años, pero aquella noche se sentía viejo.
Llegó la lluvia. Las nubes envolvían a la Brillante; la noche era oscura. Broichan empezó a respirar a un ritmo constante; los latidos de su corazón se espaciaron, la sangre le corría con menos rapidez, su cuerpo se apaciguó bajo la envolvente capa, dentro del árbol que lo cobijaba. Era un susurro de aliento en la noche; un par de ojos oscuros en medio de la gran sombra del invierno. Oró en silencio. «Busco la sabiduría. Necesito un camino. ¿Qué es lo que se me exige?».
Y, tras un lapso interminable, le pareció que la respuesta se hallaba allí, en el batir de las aguas del lago contra la orilla y en el suspiro del viento entre los pinos: «Admite tu debilidad. Aprende a aceptar las cosas. Abre tu corazón al amor».
Sin embargo, cuando preguntó: «¿Es cierto? ¿Es mi hija?», la voz guardó silencio. La única respuesta fue el lento latido de su propio corazón.
La noticia era preocupante. Poco después de que Bridei regresara a la Colina Blanca, Carnach le había enviado a un mensajero para decirle que regresaba a casa, a sus tierras del Recodo del Espino para pasar allí el invierno y que todavía no estaba seguro de si volvería a Caer Pridne y a sus obligaciones como adalid del rey. Dado que las fuerzas de la fortaleza del norte ya se habían visto muy reducidas, Carnach había dejado las cosas en manos de sus subordinados en el ínterin. El mensaje era motivo de preocupación no por su comunicado, sino por lo que no decía. Carnach había dejado muy clara su amarga decepción ante la decisión de Bridei cuando se reunieron en Caer Pridne. Ahora, en efecto, le retiraba su apoyo como consecuencia de ello.
A juicio de Bridei y de sus consejeros, Carnach no había dicho en serio lo de presentarse él mismo a las elecciones para el trono de Circinn, aunque por su linaje estaba capacitado para hacerlo, puesto que su madre había sido una mujer de estirpe real. No obstante, parecía evidente que, al decidir dejar escapar la oportunidad en esta ocasión, Bridei había perdido a un poderoso aliado y a un amigo. El territorio de Carnach se hallaba estratégicamente situado en la frontera entre Fortriu y Circinn. Hacía seis años, su decisión de apoyar la candidatura de Bridei al trono de Fortriu había sido crítica; como perpetuo aliado era inestimable. Como enemigo sería formidable. Había que tomar medidas para volver a ganarse su confianza.
En cuanto a Broichan, Bridei se preguntaba si habría juzgado mal a su padre adoptivo. Lo echaba de menos; temía por él, que andaba a pie bajo la lluvia y el frío, solo y con la salud precaria. Por otro lado, Broichan poseía una disciplina férrea, un núcleo de fortaleza que Bridei comprendía perfectamente.
Había sido una sorpresa encontrarse con que el druida se había marchado de la Colina Blanca y saber que había perdido la oportunidad de comunicarle la noticia de su decisión a Broichan antes de anunciarla a la corte. Eso lo había llenado de recelo. Parecía una traición. En aquellos momentos, en la víspera de la asamblea en la que tenía que hacer pública la noticia de la muerte de Drust y sus propias intenciones, lo que más deseaba era el sabio consejo de su padre adoptivo.
Bridei había aprendido a muy temprana edad que para conseguir que un hombre como Broichan aceptara una noticia poco grata la cuestión era presentarla de cierta manera, con claridad y honestidad, con argumentos lógicos que la apoyaran. Si su padre adoptivo estuviera allí, él le explicaría sus motivos: el deseo de paz, la necesidad de que su reino herido sanara tras la temporada de guerra, la conveniencia de forjar alianzas y consolidar fronteras. La íntima convicción de que, aunque la voluntad de los dioses era ver a Fortriu y Circinn reunidos en los antiguos patrones de la fe, ahora no era el momento para ello.
Bridei se hallaba sentado a solas en su pequeña cámara de consejo, reflexionando sobre estas cuestiones y considerando el hecho de que ejercer la autoridad en tiempos de una paz frágil podría constituir un reto todavía mayor de lo que lo fue en tiempos de guerra. Los conflictos unían a las personas; solían hacer que estas siguieran de buen grado, siempre y cuando creyeran en la causa. Era una vez pasado el peligro cuando la gente empezaba a poner las cosas en duda. Cuando no estaban unidos contra un enemigo común, se inventaban sus propias disputas y desacuerdos. Bridei habría agradecido las observaciones de su padre adoptivo al respecto. Habría disfrutado debatiéndolo con Faolan.
Bridei suspiró. Cuanto más tiempo pasaba desde la marcha de su brazo derecho, más parecía necesitarlo. Faolan podría haber ido a buscar a Broichan. Podría haber ido tras Carnach y valorar el riesgo en ese sentido. Y, sobre todo, podría haber servido en la Colina Blanca como protector y pantalla del rey. No podía haber nadie más distinto a Broichan que Faolan, pero este poseía una sabiduría particular que se abría camino por las irrelevancias como haría un cuchillo en la mantequilla blanda. Nadie conocía el pasado de Faolan. Nunca hablaba de ello. No, eso no era del todo cierto; por lo visto, durante el largo y duro viaje que realizaron por el norte el pasado otoño, Faolan se había sincerado con Ana y Drustan, pero ninguno de los dos traicionaría su confianza, y así tenía que ser. Fuera cual fuera la historia de ese hombre, lo había hecho fuerte. Bridei consideraba que, cuando Faolan regresara a Fortriu en primavera, se habría recuperado de su corazón roto —lo cual había constituido un acontecimiento asombroso— y estaría preparado para volver a asumir sus obligaciones en la Colina Blanca una vez más. Mientras tanto, la que tendría que recibir las confidencias de Bridei y ayudarle en sus dilemas era Tuala.
Como en respuesta a sus pensamientos, en aquel momento llegó la esposa del rey, que primero dio unos suaves golpes en la puerta antes de entrar. Aunque se conocían desde que él era un niño y ella un bebé, a Bridei seguía dándole un vuelco el corazón cada vez que la veía de nuevo. Aquella noche Tuala llevaba puesta una túnica del color de las violetas, con un corte más amplio para acomodar al niño que crecía en su vientre, sobre una falda de lana gris y unas zapatillas de suave cabritilla. Llevaba su oscura cabellera peinada con una trenza que le bajaba por la espalda, pero los mechones que se escapaban en torno a su pálido rostro formaban un sedoso halo y el lazo que la sujetaba estaba medio desatado. Volvió los ojos hacia Bridei cuando este se acercó para abrazarla y su mirada era atribulada.
—¡Oh, Bridei! —dijo Tuala—. Otra vez estás sentado aquí a oscuras, preocupándote. Lo siento mucho. De haber sabido que Broichan reaccionaría de este modo no me hubiese encarado con él hasta que terminara la crisis, lo de Drust y las elecciones, quiero decir…
—¡Chsss! —repuso Bridei, que le puso los dedos suavemente sobre los labios y se inclinó para besarla. Aunque su embarazo ya estaba muy avanzado, la hinchazón de su vientre no era todavía muy grande; siempre había sido una chica menuda y lo más probable era que este bebé se pareciera a su madre en cuanto a estatura, como Derelei—. No te disculpes. ¿Quién de nosotros hubiera previsto que Broichan actuaría de una manera tan drástica? No se le conoce por su impetuosidad precisamente. He estado sentado a oscuras, como tú dices, planeando cómo le explicaré mi decisión cuando regrese. —Se separó de ella y fue a encender una lámpara con la única vela que había en la mesa, a su lado—. Me pregunto si el futuro de los reinos priteni le parecerá una nimiedad a mi padre adoptivo comparado con la noticia de que quizá sea el padre de la reina de Fortriu. Todavía me resulta difícil entender que nunca se le ocurriera pensarlo.
El brillo de la lámpara se extendió por la pequeña estancia, haciendo que los grandes ojos de Tuala relucieran como los de un búho.
—Espero que se encuentre bien —comentó la muchacha con seriedad—. Ahí afuera hace mucho frío.
Ambos permanecieron callados, recordando un invierno del pasado, uno en el que los resueltos esfuerzos de Broichan por expulsar a Tuala de la vida de su hijo adoptivo provocaron que ella también emprendiera un desesperado viaje por la Cañada a través de la nieve. Si de verdad era su padre, tenía muchas cosas que aceptar.
—¿Sabes…? —empezó a decir Tuala, pero se detuvo.
Bridei aguardó.
Ella se retorció las manos, con el ceño ligeramente fruncido, y continuó hablando:
—Cuando me escapé de Banmerren con esos dos…
Se refería al chico y a la chica de los Seres Buenos. Guías del Otro Mundo que la habían ayudado en su huida y que habían estado a punto de convencerla para que abandonara el mundo humano para siempre. Bridei no era capaz de evocar aquella noche de miedo, maravilla y muerte sin estremecerse.
—Ajá —respondió.
—¿Recuerdas lo que te conté sobre cómo bajé del muro creyendo que era un búho? Debí cambiar igual que lo hace Drustan, pero sólo durante un momento. Debí volar. Sin embargo, no había ningún hechizo ni encantamiento, nada. No era consciente de estar utilizando la magia. Lo hice sin pensar. Bridei, supongo que si quiero podría volver a hacerlo.
Bridei no estaba seguro de adónde quería llegar Tuala, sólo sabía que estaba sumamente intranquila, caminando inquieta de un lado a otro de un modo que no era propio de ella. Ella siempre había sido el centro de calma de Bridei, su ancla y su reposo.
—Me imagino que podrías —dijo él—, y entiendo por qué nunca lo has intentado desde entonces.
—Es que pensaba… Supongo que he estado pensando en Derelei y en lo que ocurrirá con la ausencia de Broichan. Nuestro hijo es demasiado pequeño para entender el concepto de «nunca». Busca a Broichan cada tarde. Se sienta y espera con más paciencia de lo que es normal en un niño de su edad, y cuando Broichan no aparece, se hace un ovillo y se mete el pulgar en la boca como si fuera un bebé.
—Todavía es un bebé. ¿No decías que era demasiado pequeño para someterlo a unas sesiones de estudio tan intensas? Quizá esto permita que Derelei pase más tiempo siendo niño antes de que tenga que convertirse en un mago, un druida o lo que sea que le depare el futuro.
—Dejo que corra por ahí con Ban, que le dé puntapiés a la pelota y que juegue con los niños de Garth —dijo Tuala con un dejo en la voz que no era habitual—. Y él disfruta con estas cosas. No hace mucho te habría dicho que era más que suficiente para un niño de su tierna edad. Sin embargo, Broichan tenía razón desde el principio: Derelei tiene un talento precoz. No puede evitar lo que ha heredado, de mí, de ti, del propio Broichan. El pequeño saborea su tutela en las artes. La ansía. Ya echa terriblemente de menos sus clases. Sería mucho más fácil si supiera cuánto tiempo piensa estar fuera Broichan.
Bridei hizo una mueca.
—Por lo que parece, no fue algo demasiado planeado. Lo único que sé es que si no quiere que lo encontremos, hará falta una persona de notable habilidad para seguirle el rastro. Dudo que el guardia de Tharan sea capaz de hacerlo.
—Estoy de acuerdo —asintió Tuala—. Pero creo que yo sí podría.
—¿Qué…? —Bridei reprimió su réplica. Su esposa no era dada a hacer afirmaciones estúpidas o ridículas. En ese sentido se parecía a Broichan—. Esto me llena de temor —dijo—. Si te refieres a lo que creo que te refieres, sería peligroso en tantos aspectos que apenas puedo empezar a enumerarlos. Broichan ha actuado con insensatez. No se merece una reacción así, Tuala. Además, está el bebé.
—¿Te refieres a este? —apoyó su mano blanca en el vientre—. La reproducción no impide que las hembras del zorro, el venado o el tejón atraviesen la espesura, Bridei, sea cual sea la estación. En cuanto a lo de merecerlo, si es mi padre, estoy obligada a procurar por su seguridad, tanto si se lo merece como si no. Te has quedado blanco como el queso fresco, querido. No te alarmes. No tengo intención de actuar precipitadamente, lo único que hago es pensar en voz alta. Quizá pronto recibamos un mensaje diciéndonos que ya ha llegado a Pitnochie y que no hay motivos para temer nada en absoluto. Pensé en ello en parte por Derelei. Creo que quizá yo tenga que continuar con lo que empezó Broichan con él. Ya ha aprendido algunos trucos, algunas habilidades que podrían resultar peligrosas si se deja que las desarrolle sin nadie que lo guíe.
Bridei asintió con la cabeza; eso ya se lo esperaba. Lo demás no.
—Adopta medidas —dijo—. Confíate a Aniel. Es una persona de absoluta confianza y tiene muy buena opinión de ti. Wid también podría resultar útil. Estoy seguro de que ahora mismo tienes la aprobación de todo el mundo en la corte, pero los que van y vienen son una incógnita y nos aproximamos a una época difícil, gracias al fallecimiento de Drust.
—Tendré cuidado —dijo ella—. No haría nada que te desautorizara, Bridei. Espero que lo sepas —de pronto parecía estar al borde del llanto.
—No quería decir que… Tuala, no llores, por favor. No me refería a eso, por supuesto. —La rodeó con los brazos, consciente de lo delgada que era, con el bebé nonato y todo—. Si hablo de adoptar medidas, es, porque temo por ti, no por mí, querida. No toleraré que te hagan daño, ni la más mínima palabra cruel. Ya sabes cómo piensan algunas personas. Aprovecharían la menor singularidad en la vida personal del rey si creyeran que es un medio para desacreditarlo. A la luz de mi decisión de no presentarme para el reinado doble, vamos a estar bajo un escrutinio más intenso aún.
—Singularidad. Me parece que nunca me habían llamado eso. —Tuala sonrió a través de las lágrimas.
—No era mi intención…
—Es broma, Bridei. Últimamente me parece que lloro por las cosas más estúpidas; lo atribuyo al hecho de estar esperando un hijo. En cuanto haya nacido, confío en que esta debilidad cesará. Y no te preocupes por mi otra sugerencia. Si se me ocurre intentar una transformación mágica, te lo advertiré antes para que sepas que el escarabajo de la almohada en realidad podría ser tu esposa.
—Siempre y cuando puedas volver a cambiar —comentó Bridei, restándole importancia. El terror que le atenazó las entrañas sólo con pensar que Tuala intentara algo semejante se lo guardó para sí.
Un dolor rabioso y regular. Un caballo, medio galope, cada paso era otra punzada en el cuello, otra sacudida de la cabeza que le colgaba. Estaba encima de una silla, boca abajo. Vadeaban un arroyo y el agua lo mojó hasta los ojos. Lo único que veía era el costado del caballo y una tira de cuero con una hebilla. ¡Dioses, cómo le dolía!
Eile. ¿Dónde estaba Eile? Nadie hablaba; se cabalgaba con seriedad, rapidez y resolución. Si había permanecido un tiempo inconsciente, esos tipos del puente podrían estar llevándose a Eile y a la pequeña de vuelta a la Colina Nubosa para castigarla. ¡Maldición! ¿Por qué, en nombre de todos los poderes, se les había metido en la cabeza a la gente de Echen apresarlo precisamente ahora? Al menos Faolan suponía que se trataba de la gente de Echen, aunque se dijera que su jefe de clan llevaba muerto cuatro años. Habría reconocido esa ropa azul y negra en cualquier parte. Llevaba viéndola en sueños desde la última noche que pasó bajo el techo de su padre, una noche cuyo sueño agitado había estado precedido de otro fuerte golpe en la cabeza. Quizá el jefe de la Cuesta del Endrino estuviera muerto, pero sus hombres no habían cambiado los métodos. ¡No era posible que la antigua enemistad siguiera viva, después de todo lo que había pasado! ¡No podía ser que hubiera alguien, al menos en su bando, que tuviera ganas de seguir con ello! Sólo él, y su disputa era con Echen, no con los parientes de ese hombre. Ahora era demasiado tarde para vengarse.
Eile. Saraid. Tenía que salir de aquella situación de algún modo y volver a buscarlas. A pesar de todas sus bravatas, la chica estaba asustada, y con razón. Lo que había hecho iba a alcanzarla en algún momento, y frente a la justicia formal no tendría nada que hacer. Lo más probable era que le entregaran la niña a la tía y que la pequeña no recibiera una calurosa bienvenida. En cuanto a Eile, Faolan no estaba seguro de la pena a la que se enfrentaría, pero se le ocurrían varias posibilidades, ninguna de ellas agradable. No podía permitir que eso ocurriera, no a la hija de Deord. La chica era frágil: estaba en los huesos. Tenía que llevarla a un lugar seguro, a las dos.
El caballo subía por una ladera. La cabeza de Faolan iba dando sacudidas y se mordió la lengua sin querer. Notó el sabor de la sangre y vio fugazmente a los demás jinetes, botas negras, pantalones azules y el brillo de la plata en los arreos. Una ladera con abedules; una torre. Le pareció reconocer aquel lugar. Un perro. También lo conocía. Una criatura persistente. Se le agitaban los ijares y llevaba la cola gacha, pero mantenía el paso. Así pues, quizá Eile estaba allí. ¿Por qué? ¿Por qué la habían cogido a ella también?
El sendero embarrado pasó a ser de grava y luego de losas. Habían llegado a alguna parte. El caballo se detuvo, unas manos bruscas desataron a Faolan de la silla y lo dejaron caer en el suelo como si fuera un saco de nabos. El perro le lamió la cara por encima de la mordaza. Faolan buscó a Eile con la mirada, pero no la vio, sólo vio un círculo de rostros masculinos.
—Llevadle dentro y encerradlo —dijo una voz de mujer—. No le desatéis las manos ni los pies hasta que lo tengáis a buen recaudo. Tiene fama de escaparse. Vamos, no os entretengáis.
Un hombre grandote que olía a ajo lo levantó en peso. Lo transportaron a hombros de esta persona hasta un edificio de piedra, lo arrojaron sobre la paja y entonces, gracias a los dioses, el hombre grandote le quitó las ataduras y la mordaza en tanto que otros dos blandían unas lanzas arrojadizas cuyas puntas se hallaban incómodamente cerca del pecho de Faolan.
—Después de esta cabalgada —dijo con voz ronca— no estoy en condiciones de intentar arrastrarme hasta la puerta, y mucho menos de escapar, créeme. —¡Que los dioses fueran compasivos! ¿Podía tratarse del preludio de otra estancia en la Sima Pedregosa? Se le puso la piel de gallina al pensarlo. «Deord, amigo mío, ¿qué me has hecho?»—. ¿No me digas que mi informante lo entendió mal y Echen Uí Néill no está muerto después de todo?
—Cállate, ¿quieres? —exclamó el hombre grandote entre dientes—. Es la Viuda quien da las órdenes aquí, y no nos corresponde ni a ti ni a mí el cuestionarlas. Y ahora no intentes ninguna estupidez o te volveremos a atar en un abrir y cerrar de ojos. Toma —había aparecido otro hombre con una manta, quizá un mozo de cuadra, y el grandote la arrojó sobre la paja donde Faolan yacía medio tumbado, medio agachado, deseando con todas sus fuerzas volver a tener sensibilidad en sus acalambrados miembros. No tenía ningún sentido intentar resistirse. Sólo conseguiría que lo pincharan con las lanzas. La manta parecía una buena señal.
—Gracias —masculló, acercándosela—. Había una chica. Y una niña. ¿Acaso las…?
No obstante, en respuesta a una palabra de su jefe, sus guardias retrocedieron y salieron de la habitación.
—No intentes nada raro —dijo el grandote desde la puerta—. Hay un hombre armado allí al final y más fuera.
—Ni se me ocurriría. —Entonces, cuando el hombre se alejaba, añadió—: Supongo que no puedes decirme por qué estoy aquí. ¿Qué cree esta Viuda que he hecho?
—No tengo ni idea. Nosotros nos limitamos a hacer lo que nos dice. Parece como si la hubieras ofendido de algún modo. Te lo dirá cuando esté dispuesta a hacerlo.
—¿Y por qué será que eso no me tranquiliza? —murmuró Faolan, que se echó la manta sobre los hombros.
El hombre grandote se cruzó de brazos y se apoyó en el marco de la puerta.
—Puede llegar a ser muy dura —dijo—. Tanto como un hombre. No obstante, si tienes la conciencia tranquila no debes preocuparte por nada. —La puerta enrejada se cerró; Faolan oyó el sonido metálico del cerrojo al deslizarse en su sitio. Los pasos se alejaron.
¿Y ahora qué? Por lo visto se preparaba un interrogatorio. Ya tenía práctica en eso. No estaría de más saber qué quería de él esa mujer. ¿Quién era? La Viuda; lo habían dicho como si fuera un título. Tenía que suponer que se referían a la viuda de Echen, aunque no recordaba que este tuviera una esposa en el pasado. Alguien había dicho, al otro lado del río, que ella mantenía las tierras para su hijo; que el hermano de Echen, que podía heredarlas, no estaba interesado. Así pues, era una mujer poderosa… ¿Volvería a ser todo igual que con su esposo? Faolan se dio cuenta de que estaba temblando y se obligó a dejar de hacerlo. Habían pasado años desde el verano en que su hermano había encabezado una resistencia local contra la cruel autoridad de Echen y había pagado por ello, no sólo con su propia vida, sino con la estructura misma de su familia.
¿Acaso esta viuda sabía quién era Faolan? La pasada noche uno de esos hombres del puente pareció adivinar su identidad. ¿Podía ser que su regreso hubiera suscitado tanto interés como para provocar que el hombre enviara un mensaje urgente a su señora, precipitando así la aparición de esta en la orilla aquella mañana? Seguro que no. Ella conocería la historia, por supuesto; por aquellos lares todo el mundo debía de saberla, formaría parte de la leyenda local. Sin embargo, nadie se lo había echado en cara delante de ella. Faolan no había tenido tiempo ni de decir su nombre antes de que lo ataran y amordazaran. Quizá sólo fuera un simple caso de identificación equivocada.
Había otra posibilidad. Ella era una Uí Néill, al menos por afinidad, era familia del alto rey y de Gabhran, el monarca depuesto del Dalriada escoto. Y él se encontraba en aquellas tierras como espía. Estaba al servicio del enemigo: Bridei de Fortriu, el mismo que había conseguido una victoria aplastante contra un ejército en el que abundaban los príncipes de los Uí Néill. No creía que ella supiera todo esto; Faolan era un experto en misiones encubiertas. Le habían quitado la bolsa, pero por suerte no le habían pedido que se desnudara. Por lo tanto, no sabían la cantidad de plata que llevaba, ni el alcance de sus armas ocultas. Podía ocuparse de la situación.
Realizó un eficiente reconocimiento del lugar en el que estaba confinado. La última vez que había estado encerrado, en la fortaleza de Alpin en el Brezal, un pájaro había ido a buscarle la llave. Eso no iba a pasar allí, ni tampoco ninguna otra clase de huida más normal, pues la única ventana tenía unos sólidos barrotes, la puerta era fuerte y, a menos que empezara a excavar un túnel bajo las paredes de piedra, no había mucho que pudiera hacer. Tenía en la cabeza una imagen de Eile y de la niña, cautiva y conducida de vuelta al escenario de aquel asesinato sangriento. Aquel asesinato sangriento y absolutamente justificado. Le asqueaba y le repelía pensar en ello, en ese desgraciado zoquete forzándola, robándole su niñez, convirtiéndola en una especie de esclava, utilizando su amor y su miedo por la pequeña para que se mantuviera dócil… La tía no era mejor que él: demasiado débil para hacer lo correcto. Eile no había hecho nada más que sobrevivir, a juicio de Faolan, porque era la hija de su padre. Fuerte, indómitamente fuerte, a pesar de que por su constitución pareciera frágil. Debía mantener la esperanza de que la muchacha estaría a salvo hasta que pudiera llegar a ella. Debía esperar que no cometiera ninguna estupidez, como intentar resistirse o enojar a las personas equivocadas. En el Paso del Violinista, hacía mucho tiempo, lo habían privado de la oportunidad de salvar a su hermana. Pero podía salvar a Eile. Podía salvarla a ella y a su hija, y lo haría, no importaba lo mucho que le costara. Los dos eran supervivientes; él las ayudaría. Se tumbó en la paja, se puso la manta encima y sus ojos se fueron cerrando hasta que sólo quedó una rendija. Ocurriera lo que ocurriera, estaría preparado.
No! —protestó Eile, alzando la voz hasta que se convirtió en un chillido a pesar de sus esfuerzos por controlarla—. ¡Está asustada! No te la lleves, por favor…
—No puede quedarse aquí tal como está, ni tú tampoco, muchacha. —La que hablaba era una mujer corpulenta, vestida con ropa de buen tejido artesanal y con un níveo delantal atado a la cintura—. Veo correr los bichos por tu pelo. Nadie va a poner la cabeza en uno de mis colchones en este estado.
—Déjame ir con ella.
—¡En nombre de Brighid, muchacha! Deja de dar aullidos, ¿quieres? No es más que un baño. La niñera cuidará de la pequeña y yo te vigilaré a ti. Cualquiera diría que ninguna de las dos habéis visto nunca el agua caliente. Ahora cierra el pico y ven conmigo. La niña no llora, ¿verdad? Es más buena que el pan, una chiquitina callada. Y si ella no está inquieta, ¿por qué ibas a estarlo tú?
Saraid iba en brazos de una joven criada de dulce semblante que se la llevaba a alguna otra parte de aquella enorme vivienda. Estaba callada, sí; había aprendido lo necesario que era en los más de tres años que pasó en la cabaña de Dalach. Eile vaciló un momento, tras el cual se zafó de un tirón de la mujer corpulenta y cruzó la habitación a todo correr para recuperar a su hija antes de que pudiera desaparecer para siempre.
—¡No! —exclamó. No fue exactamente un grito—. Si tenemos que lavarnos lo haremos, pero las dos juntas.
Las dos sirvientas parecían perplejas, pero había algo en el rostro de Eile que acalló sus protestas.
—Bueno, pues vamos —dijo la de más edad—. Aoife, ¿verdad? Un nombre curioso para una chica como tú. ¿Cómo se llama tu hermana pequeña?
—Ardilla.
—¿Ah, sí? —la mujer la miró de manera extraña—. Es un tesoro, ¿verdad? Tan callada. ¿Sabe hablar?
—Tiene tres años. Por supuesto que sabe hablar —repuso Eile con los dientes apretados—. Está asustada, nada más. ¿Dónde está ese baño?
La mujer las condujo a una habitación que parecía ser un anexo a la cocina o un cuarto de lavar, aunque era más grande que la casa de Dalach y Anda entera. Un fuego ardía en el hogar. Había cubos, cepillos, trapos, tendederos para secar cosas y estantes con tarros, botellas y vasijas de barro. En el centro del suelo enlosado había una tina enorme de la que salía vapor.
—Yo soy Maeve —dijo la mujer corpulenta—. El ama de llaves. Quítate la ropa. La de la niña también. Luego meteos dentro. Nos va a costar trabajo, Orlagh. Será mejor que traigas un poco de aceite de romero para el pelo. Y pídele a una de las doncellas que busque ropa limpia para las dos. ¿Qué es esto que llevas puesto, muchacha? ¿Los pantalones de un hombre? —arrugó la nariz.
—No es asunto tuyo —masculló Eile, que miraba la tina humeante. No recordaba la última vez que se había bañado con agua caliente. Había sido antes de ir a vivir con ellos, sin duda. Anda sólo permitía el agua fría, excepto para Dalach, y él no se lavaba mucho de todos modos.
Saraid tenía un puño en la boca y la muñeca agarrada con la otra mano.
—Muy bien, Ardilla —murmuró Eile, agachándose a su lado—. Vamos a quitarnos la ropa y a tomar un baño, y estas amables señoras van a ayudarnos. Deja a Lamento aquí, deja que la coja yo. ¿Ves? Ella puede sentarse en el cofre y observarnos. Ahora yo me quitaré esta camisa y tú la tuya…
Intentó que ni su hija ni aquella mujer inquietantemente competente vieran que tenía miedo. Nadie le había dicho quién era su captora ni qué iba a ser de ellas. Aquella gente sabía lo que había hecho; se lo había contado aquel hombre del puente. Podrían llevarse a Saraid en cualquier momento. Podrían encerrar a Eile y tirar la llave, y nunca volvería a ver a su hija. No había manera de saberlo. Desde que habían llegado allí nadie le había dicho nada, excepto para ordenarle cosas como: «¡Por aquí! ¡Dame la bolsa! ¡Siéntate!».
—¿Tú sabes…? —empezó a decir, temblando mientras se quitaba la camisa de Faolan por la cabeza—. Sí, muy bien Ardilla… Me pregunto si sabes dónde está el hombre que vino con nosotras. El que iba colgando en el caballo. Es amigo nuestro.
—No puedo decírtelo. —Maeve estaba esperando con los brazos cruzados y dando golpecitos con el pie en el suelo—. ¡Vamos, date prisa y trae las cosas, no tengo todo el día, Orlagh! ¿Dónde está ese aceite?
Pero Orlagh no se movía. Estaba allí de pie mirando cómo Eile se despojaba de los pantalones y de su raída ropa interior. Por un momento Eile no entendió el motivo; ya era bastante malo tener que desnudarse en casa de unos desconocidos sin una mujer que la mirara boquiabierta. Entonces se dio cuenta de que era por los moretones. Estaba tan acostumbrada a ellos, los antiguos que se volvían grises y amarillos, los recientes azules y púrpura, que nunca se había parado a pensar cuántos tenía en el cuerpo, o que quizá otras mujeres como aquella ama de llaves bien alimentada y su curiosa ayudante no tenían hombres que utilizaran la fuerza con ellas, que les pegaran por norma. Anda también tenía moretones. Estar del lado de Dalach no le había evitado probar sus puños. Elle intentó taparse con las manos sintiendo una repentina vergüenza y, con ella, un curioso orgullo desafiante.
—No pasa nada, muchacha —dijo el ama de llaves en voz baja—. Orlagh, te dije que fueras a buscar el aceite.
Eile tomó a Saraid de la mano y se acercó a la tina. La niña se puso tensa y profirió un diminuto gemido.
—No está tan caliente como parece —dijo Eile, que hundió una mano con cautela—. Mira, está calentita y buena. Vamos, Ardilla: uno, dos y tres.
Un poco más tarde, sentada en el agua cálida y sintiendo su reconfortante abrazo por todo su agotado cuerpo, Eile se preguntó si todo aquello no sería una especie de sueño extraño. Quizá se despertaría y volvería a estar en la cabaña con Dalach, y tendría que volver a hacerlo todo. Pero esta vez no habría cuchillo… Volvió a la realidad de pronto. La mujer, Maeve, le echaba agua en la cabeza con un cucharón y luego le aplicó algo y se la frotó con dedos enérgicos.
—Tú házselo a la niña —le ordenó—. Por toda la cabeza, ¿de acuerdo?, tenemos que eliminar todos estos bichos antes de que pongáis un pie en el resto de la casa. Hará falta peinarlo muy bien. ¡Qué Brighid nos asista, muchacha! ¿Quién ha estado cuidando de vosotras dos? Esto es vergonzoso.
—Nos cuidamos solas —replicó Eile, herida por la crítica—. La niña está perfectamente, ¿no es cierto? ¿Qué importancia tienen unos cuantos bichos? —Vio que Orlagh cruzaba una mirada con Maeve; no supo interpretarla.
Los dedos del ama de llaves se abrieron camino dolorosamente por el cuero cabelludo de Eile; un dulce olor a hierbas impregnó la atmósfera llena de vapor. Saraid estaba metida hasta el cuello en el agua, sentada entre las rodillas de Eile. La niña se sometió silenciosamente al lavado del cabello, pero ella notaba la preocupación en aquel cuerpecito, el mismo impulso impaciente de huir que notaba en sus propios miembros a pesar de la delicia de volver a estar calientes. Estaba desnuda, mojada y se encontraba entre personas desconocidas. No sabía qué iba a ocurrir. Y tenía un montón de preguntas, pero todas eran de las que no podía plantear. «¿Qué me hará esta magnífica dama? Me castigarán, ¿verdad? ¿Me encerrarán, me harán daño? No dejes que se lleven a Saraid, por favor, por favor…».
—¿Adónde iremos después? —preguntó. Parecía una pregunta razonablemente segura.
—Me han pedido que os lave, que os vista como es debido y que os dé de comer, nada más. —Maeve estaba enjuagando el aceite y con una mano evitaba que a Eile se le metiera el agua en los ojos—. Podréis pasar la noche en un catre en un rincón si no manda a buscarte antes. Parece que a las dos os iría bien dormir un poco.
—¿A buscarme? —Eile procuró que su voz sonara firme.
—Es lógico, ¿no? La ley te persigue, y en estos lares la Viuda es la ley. Esperará que te expliques y entonces decidirá qué va a ser de ti. No pongas esa cara, muchacha. No tiene ningún motivo para no ser justa contigo. Toma, usa este cucharón para enjuagarle el cabello a este tesoro y luego nos secaremos. No puede quedarse con esta cosa aquí, estará infestada de bichos.
El ama de llaves fue a coger la muñeca de trapo, que sostuvo con cuidado con el pulgar y el índice. Se dio la vuelta hacia el fuego que crepitaba en el hogar.
Saraid gritó. El sonido atravesó a Eile como un cuchillo y salió de la tina de un salto, derramando una oleada de agua sobre el suelo limpio.
—¡No! ¡La necesita!
Maeve había palidecido. Sin mediar palabra, le tendió el lacio retazo a Eile, que lo agarró bruscamente.
—¡Chss, calla, Saraid! Mira, aquí tengo a Lamento, y está bien. Sal y deja que la señora te seque, entonces te la daré. Lamento está bien, Saraid. Ahora calla.
Había unos gruesos paños con los que secarse y luego prendas para vestirse, no tan magníficas como las de Faolan, pero de buena calidad, sin apenas parches o remiendos. A Saraid le pusieron un vestidito suelto, unas medias y un manto de lana en el que arropó bien a la muñeca. Eile se puso una camisa, una falda y una especie de sobretodo. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan abrigada, y notaba un hormigueo en la piel, una sensación extraña después del agua caliente y el restregamiento. Estaba cansada, como si pudiera dormirse en aquel mismo instante, aunque todavía era de día.
Las llevaron a otra habitación y en tanto que Orlagh peinaba el largo cabello de Eile con meticulosidad y una cantidad de rezongos considerable, ella se ocupó del de Saraid, una tarea más sencilla, puesto que los rizos oscuros de la niña solían peinarse cada día. Eile cayó en la cuenta de lo insuficientes que habían sido sus lamentables intentos de mantener unos principios en la Colina Nubosa. Le resultaba evidente que aquellas mujeres, ellas mismas sirvientas, las consideraban tanto a ella como a Saraid unas desdichadas, débiles y sucias. La vergüenza que ello le provocaba era difícil de soportar. Ella había intentado mantener bien arreglada a Saraid. Había hecho todo lo que había podido.
—No es necesario que te nos quedes mirando —espetó, interceptando la mirada de Maeve cuando el ama de llaves volvió a entrar con una bandeja en las manos—. ¡No somos animales salvajes!
—¿Es cierto lo que dicen? —la voz de Orlagh sonó vacilante—. ¿Que mataste a alguien?
—¡Orlagh! —el tono de Maeve fue de clara advertencia.
Eile se apartó del peine con el rostro crispado.
—¡Si crees que voy a responder a eso, es que eres idiota! Ya lo haré yo, gracias. No necesito que nadie cuide de mí. Si esa señora vuestra cree que no somos lo bastante buenas para estar en su magnífica casa, quizá podríais dejarnos salir por la puerta de atrás y no haría falta que volvierais a vernos nunca más. Nadie ha pedido un baño.
—Orlagh, ya no te necesitamos. —Maeve dejó la bandeja y la mujer más joven se retiró ante la gélida mirada que le dirigió el ama de llaves—. Quizá no lo entiendes, muchacha. Ven, siéntate aquí junto al fuego, come un poco e intentaré explicártelo. Estoy segura de que a la pequeña le gustaría tomar un cuenco de sopa y un poco de pan. Vamos, ven —era como si intentara convencer a una criatura salvaje para que saliera de su escondite.
Eile recordó una cosa.
—Nuestro perro, el perro que iba con nosotras. ¿Dónde está?
—¿Un perro? No sabría decirte. Supongo que estará en alguna parte del patio, si es que no se ha marchado.
—¿Podrías averiguarlo? —La sopa olía maravillosamente bien, tanto como el desayuno que les había llevado Faolan hacía tan sólo dos días—. Puedes comértelo, Ardilla. Siéntate derecha y no te llenes demasiado la boca.
—Un perro es la menor de tus preocupaciones, muchacha. Lo que me han dicho es que se te acusa de un homicidio. Tendrás que explicarte primero a la señora y luego, dependiendo de lo que ella decida, puede que tengas que presentarte ante un brithem, un juez.
—Sé lo que es un brithem. No soy una ignorante.
—Come, chica. Pareces medio muerta de hambre.
Eile partió el pan en cuatro pedazos y volvió a dejar uno de ellos en el plato, luego buscó algún bolsillo en la ropa que le habían prestado; los tres trozos que quedaban le durarían un día o dos a Saraid. Levantó la mirada y se topó con los perspicaces ojos de Maeve.
—No es necesario que hagas eso —dijo el ama de llaves—. Aquí damos de comer a la gente como es debido. Más tarde habrá cena. Esto es para ahora. Tu hermanita tiene muy buenos modales. Ni yo misma podría haberla educado mejor.
Unas repentinas lágrimas traicioneras asomaron a los ojos de Eile, que se sorbió la nariz deseando con todas sus fuerzas que no cayeran. ¿Por qué esa desconocida era tan amable?, ¿qué quería con seguir?
—Responderé a las preguntas de esa señora —dijo Eile—, pero sólo si dejas que Saraid… que Ardilla esté conmigo. Soy lo único que tiene. No puedo dejar que tenga miedo.
—Aquí en la casa hay niños, juguetes, niñeras… No es necesario que la pequeña…
—Nadie se la va a llevar. —Eile había dejado la cuchara sin apenas tocar la deliciosa sopa llena de cereales y verduras—. No iré a ninguna parte ni haré nada sin ella. Y quiero saber dónde está Faolan. Le hicieron daño. Eso no me gusta.
Los labios de Maeve esbozaron algo parecido a una sonrisa.
—¡No te rías de mí! —Eile perdió su precario control.
—Cómete la sopa, chica. Te daré un consejo. Es mejor que contengas tu mal genio con la Viuda. Ella admira la fortaleza. Y le gusta aún más cuando se utiliza debidamente. Quizá te parezca amedrentadora, pero si eres cortés y honesta, te irá bien. Es lo que más te ayudará. Vamos, cómete esto, te sentará bien. Tu hermana ya se lo ha terminado, y eso que no tiene ni la mitad de tu tamaño.
—Es mi hija —dijo Eile entre dientes. Si se suponía que debía ser honesta, aquel parecía un buen momento para empezar.
—¡Que Brighid nos guarde! —exclamó Maeve en tono suave—. ¡Pobrecita de ti! Ahora escucha. Voy a quedarme aquí vigilando hasta que te termines hasta el último bocado, y el pan también. Luego voy a meteros a las dos en la cama para que descanséis. La señora no querrá veros hasta más tarde, hay tiempo.
A Saraid se le cerraban los párpados. El cabello se le estaba secando delante del fuego, formando unos rizos brillantes.
—¿Preguntarás por Faolan? ¿Por favor?
—Ya veremos. Ahora come, ¿o acaso tengo que dártelo como si fueras un bebé?
Poco después condujeron a Eile a un dormitorio que a ella le pareció espléndido, con camastros colocados en filas y arcones para guardar las cosas. En una mesa lateral había un aguamanil y un cuenco, y una ventana con postigos pintados de azul.
—Aquí es donde duermen Orlagh y las demás sirvientas —le explicó el ama de llaves—. Toma esta cama, mete a la niña en la otra y me aseguraré de que os dejen tranquilas un rato. Pareces agotada y ella ya está medio dormida. Trae, dámela, la meteré en…
—Puede dormir conmigo. —Eile sostenía a la chiquilla con firmeza—. Es a lo que estamos acostumbradas. ¿Estás segura de…? —no podía expresar lo que temía: que de repente se presentaran desconocidos menos amables que ella, que hubiera maldiciones y golpes, gente que se la llevara separándola de Saraid. No le parecía seguro dormir, no sin que Faolan las vigilara.
—Te avisaré con tiempo de sobra. No te molestarán.
Cuando Maeve se fue, Eile puso a Saraid en una de las camas, se sentó a su lado y se puso a tararear hasta que la chiquilla se quedó dormida abrazando con fuerza a Lamento envuelta en el manto. Recordaba haber hecho a Lamento con uno de los viejos vestidos de su madre, y lo mucho que se disgustó Anda por el desperdicio de materiales. Eile creía recordar haber tenido una muñeca propia, hacía mucho tiempo, en la casa de la colina. Con un cabello de lana lo bastante largo como para poder trenzárselo, unos zapatitos hechos con pedazos de cuero y unos ojos verdes como los suyos. Quizá sólo fuera cosa de su imaginación. Lamento era una cosa burda, unos retales metidos en un basto tejido artesanal, que cuanto más sobrevivía menos forma humana tenía. Para Saraid, era la muñeca más hermosa del mundo.
Quizá se echara un rato. Podía permanecer alerta mientras descansaba. Le dolía la espalda de montar a caballo y la cabeza le daba vueltas. Se tumbó en la cama junto a la niña que dormía. Una manta cálida.
Aquí trataban bien a los sirvientes. Una almohada blanda que parecía rellena de plumas. No era de extrañar que aquella mujer no hubiera querido que Eile pusiera la cabeza sucia encima. Observó con indiferencia que, al secarse, su cabello adquiría un color completamente distinto de su habitual tono sucio. Parecía contener toda una gama de rojos, desde el de la piel de zorro hasta el de las hojas de las hayas en otoño. Antiguamente, su padre había tenido el cabello pelirrojo. Cuando regresó de aquel lugar, de la Sima Pedregosa, se le había vuelto blanco, y entonces se afeitó la cabeza. El cabello de madre era de un suave color castaño, como el de Saraid.
—Padre —susurró Eile—. Tengo miedo. Pero lo haré lo mejor que pueda. Cuidaré de ella, madre. Lo prometo —y se quedó dormida.