Capítulo 3

La lluvia acompañó a Faolan en su viaje tierra adentro en dirección al cruce de caminos, donde finalmente tendría que elegir el suyo. Intentó concentrarse en la decisión que lo aguardaba, pero los pensamientos sobre Deord se inmiscuían: Deord, fuerte y sereno, como guardia de un cautivo solitario y talentoso; Deord dedicando todo lo que le quedaba después de la Sima a mantener a aquel hombre injustamente encarcelado a salvo de su propio hermano y de sí mismo. Deord, al final, luchando una última y heroica batalla y muriendo para que Faolan, Ana y el excepcional Drustan pudieran ser libres. En cierto sentido habían vengado su muerte. El cruel hermano había sido ejecutado en el bosque, encubiertamente. La forma en que murió nunca se haría pública. Su muerte les debía un poco a cada uno de ellos: al propio Faolan, a Drustan y a Ana. Ana, a quien Faolan amaba y que estaría casada con Drustan cuando el brazo derecho del rey regresara a Fortriu.

Siguió marchando pesadamente, con la capucha cubriéndole casi toda la cara y las botas empapadas. El diluvio continuaba. «Toma una decisión —se ordenó a sí mismo—. ¿Oeste o norte? ¿El Paso del Violinista o Colmcille?». Sin embargo, su pensamiento pasó rápidamente de Deord a la hija de este. Allí había algo que iba muy mal. No se trataba sólo de la suciedad y la miseria, de la expresión abatida de Anda y la temblorosa actitud desafiante de Eile. Allí había algo más, una sensación de maldad que le hacía difícil dejarlo pasar, incluso después de haber sido tan generoso con su dinero y de haberles dejado tan claro como era posible lo que pensaba del lamentable estado de Eile. No había duda de cuáles eran las prioridades de Anda y Dalach: su propia hija, la diminuta chiquilla silenciosa estaba bien alimentada y aseada en comparación con la joven medio muerta de hambre, de cabello lacio y uñas roídas y mugrientas. Faolan no podía apartar de su pensamiento los ojos asustados de la muchacha y sus palabras agresivas, que evidenciaban dolorosamente el amor que sentía por su padre aun cuando se burlaba de Deord por su último abandono, el más cruel. ¡Maldición! Les había dado dinero, probablemente más de lo que era sensato, pues en cuanto él se marchara podrían despilfarrarlo como se les antojara sin gastar ni una sola moneda en el bienestar de Eile. Habían dejado muy claro que no esperaban nada más y que se alegrarían de que no volviera. ¿Qué más podía hacer?

«Tendrías que haberte esforzado más. —Faolan se dirigió a Deord mentalmente—. Tendrías que haber vuelto a casa otra vez antes de que tu esposa perdiera la esperanza. Eras fuerte. Si alguien podía arreglárselas, sin duda eras tú». No era justo, por supuesto. Él, Faolan, era la última persona que tendría que reprender a otra por no enfrentarse a sus demonios. ¿Acaso no era él el chico que había huido de su poblado natal mucho tiempo atrás y que no había tenido el coraje de regresar? Y ahora allí estaba, a tan sólo unos pocos días de viaje del Paso del Violinista y con la cabeza llena de excusas para no recorrer aquellas últimas millas. Prefería recorrer primero todo el camino hacia el norte para buscar a este tal hermano Colm antes que cruzar un par de valles y un vado o dos para visitar su lugar de nacimiento, el lugar donde, siendo muy joven, había matado a su querido hermano mayor y había hecho caer una maldición sobre su familia de la que nunca se librarían. «¡Dubhán, oh, Dubhán…!». En aquellos momentos, en la mente de Faolan, la sangre escarlata fluía entre sus dedos. Después de todos aquellos años todavía sentía el cuchillo en sus manos.

Siguió caminando, perdido en el pasado, apenas consciente de lo que tenía alrededor. Al caer la noche se refugió en una caseta en ruinas en la que la paja húmeda se enmohecía. Continuaba lloviendo. No podía encender una hoguera y se había desprendido de gran parte de sus provisiones, pero tenía una tira de carne seca y una torta de avena dura que masticó distraídamente mirando al exterior de su rudimentario refugio y pensando en el río que tenía que cruzar y en el puente que se había derrumbado. Después de la última primavera Faolan tenía buenas razones para ser cauto con los vados. Si giraba hacia el norte en el cruce de caminos no tendría que salvar el río. Era otro motivo para no ir a casa.

Su sueño fue irregular. Estaba acostumbrado a las condiciones rigurosas. Podía seguir adelante con escasos suministros y mínimo descanso. Aquella noche era distinta. Su pensamiento daba vueltas en apretados círculos. La desdichada Eile en aquella casucha; el Paso del Violinista y tantas preguntas sin respuesta. Seguro que su aparición no hacía más que sumar más dolor al que su familia había soportado ya. Podría haberles ocurrido cualquier cosa durante los años que llevaba ausente. Podrían estar muertos. Podría ser que se hubieran marchado, incapaces de vivir en el lugar donde habían sucedido tales desgracias. Además su padre y su madre le habían dicho que se fuera. Le habían ordenado que saliera de su casa después de lo que había hecho. Lo que le había hecho hacer Echen para salvar a los demás. No, eso no era así. Echen no lo había obligado a hacer nada. Le había hecho elegir. Un hombre siempre tiene que elegir. Ir por este camino o por aquel otro. Al norte o al oeste. Matar a tu hermano o ver cómo muere el resto de tu familia, y él con ellos. Echen nunca había pensado que el joven bardo lo haría; se había quedado tan atónito como los demás cuando el niño pasó el cuchillo por el cuello de su hermano. El jefe de clan de los Uí Néill no había creído que Faolan tuviera el coraje de hacerlo.

Y entonces Echen había roto su promesa. Se había llevado a Áine, que todavía era una niña, para que les proporcionara placer a él y a sus hombres aquella noche. No pudo haber sobrevivido. Su muerte también pesaba sobre sus hombros. Su padre le había prohibido ir tras ella, intentar rescatarla. Faolan podía haberle odiado por ello si su corazón no hubiera estado ya entumecido del todo. Quizá no era tan sorprendente que, más adelante, sobreviviera a la Sima Pedregosa. Después de aquella noche, cualquier otra crueldad se desvanecía en la insignificancia. Y por lo visto ahora Echen estaba muerto. Le habían arrebatado la oportunidad de vengarse. Así pues, ¿qué sentido tenía regresar?

¡Dioses! Esto era intolerable. Cambió de posición sobre la paja mohosa, tratando de calmar el dolor de la rodilla. Su pierna nunca había vuelto a ser la misma desde que, en otoño, había resultado herido luchando contra una manada de lobos en territorio caitt. La larga caminata de vuelta a la Colina Blanca se hizo sentir en el miembro ya dañado. Eso lo irritaba. Él quería volver a ser el mismo de antes, rápido, sano y fuerte, con la mente cerrada al pasado, concentrada únicamente en la misión de Bridei y en cómo llevarla a cabo. La culpa era de Ana. Ella le había sonsacado la historia del Paso del Violinista, la historia que nunca le había contado a nadie. Ella había ablandado su coraza y había abierto su corazón al dolor, al amor y a la esperanza imposible. ¡Maldita fuera por eso! Él nunca quiso que ocurriera. Había resultado mucho más fácil representar un papel, ser un hombre sin pasado, carente de sentimientos. De no ser por la insistencia de Ana, nunca habría considerado volver a acercarse al Paso del Violinista. El hombre que había sido antes le hubiera entregado a la familia de Deord la bolsa de plata y los habría alejado de su pensamiento al instante.

Ahora no. Su mente iba saltando de la imagen de su hermana, a la que los guerreros armados de Echen sacaron a rastras del salón, y la de Eile, con sus ojos grandes y su horca. El perro, la niña, su madre colgando de un árbol y Eile diciendo que era adulta desde que tenía doce años. Algo iba mal; algo iba muy mal.

Llegó la mañana, que calmó la lluvia. Quizá se acercara al priorato y se informara discretamente sobre lo dispuestas que estarían las hermanas a recoger a una huérfana si cayera en sus manos un generoso donativo que sirviera para mejorar los servicios de su casa de oración. El hecho de que él no fuera un hombre de fe seguramente no influiría si el soborno era lo bastante bueno. Claro que eso lo llevaría más al oeste de lo que él quería. Cuanto más cerca se hallara del Paso del Violinista más probabilidades tenía de encontrarse con alguien que atara cabos. En cuanto empezara a circular el rumor de que se hallaba en la zona, ya no tendría más remedio que ir a la aldea a ver a su padre. Si es que su padre seguía viviendo allí. Si es que su padre seguía con vida. La perspectiva de volver a verle le helaba el corazón y le provocaba un nudo en el estómago. Él, espía y asesino de dos reyes de Fortriu, estaba tan aterrorizado como un niño pequeño frente a unas bestias salvajes. A decir verdad, no sabía si podría hacerlo.

Al día siguiente, por la tarde, llegó al cruce de caminos. Todavía quedaban varias horas de luz. Podía dirigirse hacia el oeste hasta llegar al río, echar un vistazo y decidir entonces si intentar llegar al priorato o poner rumbo al norte y alejarse de la provincia de Laigin. El hecho de hacer un viaje secundario para hablar con las monjas sobre Eile no lo comprometía a continuar el camino hasta su casa.

Faolan recogió su morral y enfiló el camino del oeste. Cuanto más caminaba, más familiares le resultaban las características del paisaje. Durante sus primeros años como aprendiz de bardo había viajado mucho para tocar en ferias y bodas, en las plazas de los pueblos y en los salones de los jefes de clan. Conocía esta colina cónica, este bosquecillo de olmos, aquel seto de hayas de color pardo invernal con un grupo de ovejas mojadas refugiándose a su abrigo. Sólo era cuestión de tiempo que alguien lo reconociera.

El río bajaba crecido y veloz. A la pasarela le faltaba un trozo en el centro, donde la corriente era más turbulenta en torno a los postes verticales. El hueco era de unas dos zancadas largas, más o menos. Un hombre en buenas condiciones físicas podría cruzarlo de un salto si le gustaban los riesgos, pero uno cauto sabía que eso sería la acción precipitada de un idiota. Al otro extremo del hueco había dos hombres, uno de los cuales sostenía un rollo de cuerda.

Faolan avanzó hasta el último poste vertical antes de que los tablones terminaran en un repentino borde irregular.

—¿Necesitáis ayuda? —les preguntó.

—No tendremos madera hasta mañana —gritó uno de ellos—. Vamos a poner una cuerda de momento, si podemos. Para mantenerlo unido hasta que podamos arreglarlo como es debido.

En tal caso era muy sencillo serles de utilidad, puesto que la presencia de una persona en el otro lado que agarrara y atara la cuerda era esencial en el proceso. Siguiendo el consejo de Faolan, doblaron la cuerda por la mitad y la ataron al pasamanos y al poste de manera que, si alguien tenía un especial interés en cruzar, pudiera intentar salvar el hueco deslizando poco a poco los pies por la cuerda inferior al tiempo que se agarraba a la superior. Faolan no tenía intención de pasar de ese modo. Había hecho unos nudos fuertes, pero no se fiaba de las viejas tablas.

—¿Vas a cruzar? —le preguntó uno de los hombres mirando a Faolan con los ojos entrecerrados por encima de las enojadas aguas.

—No hay prisa. Esperaré a que traigáis tablones. ¿Hay algún sitio en el que resguardarse por aquí cerca?

—Prueba en la choza del viejo barquero, río arriba bajo los sauces. Al menos no te mojarás. ¿Cómo te llamas y adónde te diriges?

Faolan fingió no haber oído la pregunta.

—Gracias. Os echaré una mano con los tablones por la mañana —dijo.

—¡Eh! —gritó el otro hombre—. ¿No serás pariente del juez del Paso del Violinista? ¿Del brithem Conor Uí Néill? Te pareces a un hombre que vivía por estos lares hace mucho tiempo.

Faolan volvió la cabeza para que no vieran su expresión.

—Nunca oí hablar de él —contestó, intentando por todos los medios que su tono sonara despreocupado—. Bueno, iré a buscar esa choza —se alejó rápidamente antes de que pudieran hacerle más preguntas.

Antes de llegar a la choza del barquero, empezó a hacerse sentir un repentino cansancio asociado a la información que el hombre del puente le había dado por casualidad. La pierna le dolía otra vez y tenía la cabeza repleta de una incómoda mezcla de profundo alivio y recuerdos poco gratos. Había llegado el momento de regresar al cruce de caminos y emprender la marcha por el sendero del norte. Lo había calculado detenidamente, pues en su profesión uno no podía permitirse el lujo de cometer errores. Podía estar de camino a Derry antes de anochecer y dejar atrás tanto el Paso del Violinista como a la familia de Deord. Nunca tendría que decirle a nadie que el brithem, Conor Uí Néill, era su padre, y que la historia más siniestra de por esos lares era la suya. Podía marcharse con la tranquilidad de que su padre seguía vivo sin tener que quedarse frente a él y ver la desolación grabada en su semblante. Sin embargo, de pronto el cruce parecía estar muy lejos y la perspectiva de dormir en una choza donde tal vez pudiera encender un fuego y secarse resultaba sumamente tentadora. Además, había prometido echarles una mano con el puente. Faolan dirigió sus pasos río arriba hacia la salceda. Los árboles tenían el tronco en el agua y él sintió alivio al ver que el bajo edificio de piedra y paja ennegrecida se había levantado en una elevación del terreno, por encima de lo que esperaba que fuera el nivel más alto al que llegara el agua. No había nadie en casa, ni nadie había estado allí desde hacía tiempo, pues el lugar no tenía ni un solo mueble. Estaba seco, y había unos leños revueltos junto al hogar, los suficientes para que le duraran toda la noche. El registro de una edificación anexa molestó a una colonia de ratas. Faolan encontró un montón de sacos, un cubo y una olla ennegrecida.

Tras las últimas dos noches aquello era un lujo. Encendió un fuego crepitante y calentó agua. Le quedaba media torta de avena y la remojó en el agua para hacer una especie de sopa que se bebió de pie junto al fuego, mirando por la ventana en dirección al puente mientras el anochecer se iba apoderando de los campos. El estruendo del río le impedía oír nada más, pero al menos vería si alguien se acercaba por esa dirección. El ruido del agua lo puso tenso. Le hizo pensar en un lugar llamado el Vado del Rompiente donde había estado a punto de ahogarse. Ana lo había salvado. Ana… La vio de pie junto a una ventana, con la luz del sol sobre sus rasgos pálidos, su brillante cascada de cabello teñida de oro y su cuerpo elegantemente ataviado con el vestido bordado…, su traje de novia… Gracias a los esfuerzos de Faolan, Ana no había contraído matrimonio con esa bestia de Alpin. Pero sí se casaría con Drustan, un hombre adecuado y digno de ella en todos los sentidos.

Faolan sorbió el brebaje de pan y agua e intentó apartar a Ana de su pensamiento. Ella era una princesa; él era un guardaespaldas, un espía, un asesino. Ana nunca había sido para él. En su cabeza, Faolan lo comprendía perfectamente, era una lástima que a su corazón le costara tanto aceptarlo.

Cuando consideró que era demasiado tarde para que los transeúntes vieran el fuego y decidieran molestarlo por alguna que otra razón, se echó a dormir. Llevaba una buena cantidad de plata escondida aquí y allá y, aunque era más que capaz de defenderse a sí mismo y al dinero, no tenía especial interés en llamar la atención por la zona lisiando o matando a cualquiera que fuera tan tonto como para intentar robarle. Durmió con la cabeza apoyada en el morral y un cuchillo en la mano. Los sacos no mejoraron demasiado la comodidad del suelo de piedra, pero el fuego alivió sus huesos.

No estaba seguro de qué era lo que lo había despertado, si la luz de la luna que se filtraba ahora que había escampado, el grito áspero de un pájaro nocturno o un sentido que había desarrollado a lo largo de los años en los que siempre necesitaba estar a un paso por delante de los problemas. Se levantó en silencio, con el cuchillo preparado, se acercó a la ventana y se quedó a un lado mientras escudriñaba el oscuro paisaje más allá de los sauces. No percibió ningún movimiento. Lo único que oía era la incesante voz del río. A pesar de ello, le acometió cierto desasosiego. Algo… algo no estaba bien, había algo que no tendría que estar allí. Volvió a mirar con atención hacia el puente, y en aquella ocasión sí le pareció distinguir movimiento, una forma oscura en el césped. Probablemente sólo fueran ovejas o reses que deambulaban por la ribera. Lo más sensato sería no moverse del refugio que había tenido tanta suerte de conseguir. Si se aventuraba a salir, era posible que se topara cara a cara con el toro enorme de algún granjero. Lo mejor era tratar de pasar inadvertido, por toda clase de motivos.

Ahí estaba otra vez, un leve movimiento, demasiado rápido para tratarse de ganado. Y una figura, abajo, junto al puente. Faolan notó un cosquilleo en el cuero cabelludo. No era asunto suyo. No había razón para intervenir. El sentido común dictaba no hacer nada en absoluto. Un instinto más profundo le hizo meterse el cuchillo en el cinturón, calzarse las botas, ponerse la capa y empezar a andar con cautela por el sendero de la ribera en dirección al puente.

Vio el lugar al que antes llegaba la barca. Había un embarcadero en ruinas que ahora se hallaba prácticamente sumergido y un par de cuerdas deshilachadas. Faolan se alegró de que hubiera luna. Allí, si dabas un solo paso en falso, podías caerte por la orilla y el río te arrastraría antes de que pudieras recuperar el aliento siquiera. Dejó atrás los sauces, allí de pie en las sombras como ninfas acuáticas de cabellos enmarañados, y cruzó un terreno más llano. Por delante de él apareció la oscura forma del puente maltrecho alzándose de unas aguas que, bajo la luz de la luna, parecían un caldero hirviendo.

Se oyó un sonido repentino: ladridos, fuertes, ásperos, una histérica advertencia. Al cabo de un instante volvió a ver la figura que, cubierta con capa y capucha y al parecer con algo cargado a la espalda, iba avanzando muy despacio por el puente, paso a paso. Alguien intentaba cruzar.

—¡Detente! —gritó Faolan—. ¡Detente! ¡El puente está roto! —pero la persona siguió adelante con una mano agarrada al endeble pasamanos y la otra extendida para mantener el equilibrio. Pronto se daría cuenta, seguro; tenía que darse cuenta de que había un punto en que los tablones daban paso a tan sólo un par de finas cuerdas, que era una insensatez cruzar de día y algo impensable hacerlo de noche—. ¡Detente! —bramó Faolan, que salió corriendo a toda velocidad, pero sabía que no lo oiría. El ruido del río se tragaba su voz. Corrió, con el alma en vilo. Cuando se aproximó al puente, la persona había llegado al lugar en el que Faolan había atado la cuerda anteriormente, se detuvo y se agarró a la barandilla con las dos manos. Gracias a todo lo sagrado aquel insensato había visto la rotura a tiempo y ahora retrocedería. Faolan imaginó que tendría que invitarle a compartir su refugio y el calor de su fogata.

El perro volvió a ladrar y entonces Faolan pudo verlo, un animal flacucho y gris con la mirada clavada en la figura que vacilaba en las cuerdas. Faolan soltó un juramento. Era ese perro. Lo sabía. Cuando el animal volvió sus desesperados ojos hacia él, vio que la persona del puente colocaba ambas manos en la cuerda superior y los pies en la inferior, bamboleándose violentamente. Él…, ella… estaba intentando cruzar al otro lado.

Faolan se lanzó sobre el puente al tiempo que pronunciaba una plegaria a cualquier deidad que estuviera dispuesta a escucharle. «Déjame alcanzarla a tiempo, deja que se sostenga, deja que este miserable remedo de puente no se derrumbe bajo mis pies…». Llegó al borde astillado y consiguió no mirar abajo. Eile se hallaba a cierta distancia en las cuerdas, demasiado lejos para que Faolan pudiera alargar el brazo, agarrarla y ponerla a salvo. Se le heló la sangre. Debería decir «agarrarlas», puesto que la muchacha llevaba a la niña, Saraid, a la espalda, sujeta con una tira de tela.

Tenía que ser rápido, pero no demasiado, y no levantar excesivamente la voz. Si la sobresaltaba, se caería. Si ponía el pie en la cuerda, lo más probable era que con su peso el resultado fuese el mismo.

—Eile —dijo en un tono de voz lo bastante elevado para que ella lo oyera por encima del agua—. Estoy aquí. Faolan, ¿recuerdas? Vuelve. Tengo un refugio y una hoguera. Trae de vuelta a Saraid. Si quieres cruzar, mañana te llevaré a la otra orilla.

Eile se quedó paralizada. Faolan no tenía ni idea de lo que haría la muchacha; obedecerlo y retroceder —ojalá fuera eso— o intentar seguir adelante, o quizá soltarse y caer. En tal caso, ella y la niña desaparecerían, el río se las llevaría antes de que él pudiera siquiera alcanzar la orilla.

—Tan sólo estás a unos pasos. Retrocede un poco y podré alcanzarte. Esto no es seguro por la noche. —Era una manera de decirlo: madera podrida, postes dudosos y sólo la luz de la luna para guiarse. Esa muchacha estaba completamente loca.

Eile se quedó allí, bamboleándose levemente sobre la cuerda inferior, con las manos aferradas a la superior.

—Tengo miedo —su voz era como la de una chiquilla.

«No mires abajo —se ordenó Faolan—. Recuerda que esto no es el Vado del Rompiente».

—Voy a ir a por ti —le dijo—. La cuerda va a moverse cuando la pise. Agárrate fuerte. ¿Estás lista? Bueno, allá voy.

—«Nunca imaginé lo difícil que iba a resultar corresponder a tu generosidad, Deord —pensó—. Ojalá le hubieras enseñado a tu hija un poco de sentido común». Faolan avanzó poco a poco y Eile hizo todo lo posible por no perder el equilibrio cuando la cuerda soportó el peso de su cuerpo. Alcanzó a la muchacha y logró situarse detrás, con los pies a ambos lados de los de ella, las manos agarradas a la cuerda y su cuerpo protegiendo el de Eile y el de la silenciosa niña que llevaba con ella. ¡Dioses!, si él fuera una niña en medio de todo aquello estaría dando aullidos de puro miedo. Saraid no emitía ni un solo sonido. Faolan vio su carita pálida y sus ojos grandes bajo la luz de la luna. Eile respiraba entrecortadamente. Su delgado cuerpo estaba rígido de terror. Él no concebía cómo ni por qué la muchacha había empezado a cruzar por la cuerda.

El río corría con furia bajo sus pies.

—Ahora —dijo Faolan procurando que su voz sonara lo más calmada y tranquilizadora posible— vamos a regresar juntos, paso a paso. Con cuatro tendría que bastar. Piensa en ese fuego, piensa en estar caliente y seca. ¿Preparada? Uno… dos…

En cuanto volvieron a alcanzar el puente Eile se separó de él de un tirón y fue hacia la orilla.

—Ten cuidado —le dijo Faolan cuando se alejaba—. Todavía podrías caerte. Espérame.

El perro, que no paraba de moverse, empezó a dar unos saltos frenéticos cuando Eile salió del puente. La muchacha extendió la mano para apoyarse en el poste más cercano. Faolan sabía cómo se sentía, pues a él también le temblaban las piernas. Oyó la respiración de Eile, áspera e irregular, como si ya no pudiera ni llorar. Él no sabía qué había motivado aquello. Era una huida descabellada que, si ya hubiera resultado imprudente de haberlo intentado sola, era una soberana estupidez cuando llevaba consigo a una prima pequeña. Su tía estaría horrorizada. ¿En qué estaría pensando Eile?

—Ahora ya estamos bien. —La chica intentó que su tono fuera firme y enérgico, pero Faolan vio que temblaba. Quería que la niña hiciera algún sonido, pues su silencio lo ponía nervioso.

—No puedo decir lo mismo de mí —repuso—. Vamos. Ya habrá tiempo para preguntas más tarde. No me queda comida pero, como ya te he dicho, hay una hoguera. Sígueme. ¿Podéis arreglároslas? —miró a la niña que sin duda pesaba considerablemente para que una cosita menuda como Eile la llevara a cuestas.

—¡Nos las estábamos arreglando perfectamente! —replicó Eile al instante.

Faolan se contuvo de hacer ningún comentario. Sólo esperó que Eile no decidiera salir corriendo y adentrarse en la noche antes de que pudiera averiguar a qué estaba jugando. Supuso que había cambiado de opinión sobre el priorato y había decidido seguirle. Pero, entonces, ¿por qué llevarse a Saraid? La niña tendría que estar en la Colina Nubosa con sus padres. Se le cayó el alma a los pies. Tendría que llevarlas a las dos a casa por la mañana, o hacer que Eile fuera con las monjas y devolver a la pequeña con su madre y su padre. «Gracias, Deord. Supongo que te diste cuenta de lo limitado que es mi talento como niñera».

Lo primero que hizo Faolan dentro de la cabaña fue avivar el fuego y echar más leña. Al levantarse vio que Eile no se había movido. Estaba allí de pie como paralizada, los brazos aferrados en torno a su cuerpo y la niña todavía en el cabestrillo a su espalda.

—Ven, permíteme —dijo, y se acercó a ella para desatar la tela que sujetaba a Saraid.

—¡No la toques! —gruñó Eile. De repente Faolan tuvo la punta de un cuchillo delante. No había duda de que era rápida.

Retrocedió un paso y alzó las manos con las palmas abiertas. La miró a ella, luego al cuchillo, el cuchillo que él se había dejado. La hoja brilló con un pálido color rojo a la luz del fuego. La mano de Eile, que agarraba firmemente la empuñadura, temblaba sin parar. Unas lágrimas silenciosas empezaron a brotar de sus ojos y a abrir surcos en sus mejillas sucias del polvo del viaje. A su espalda se oyó una voz diminuta y educada que dijo:

—¿Abajo, por favor?

—No le voy a hacer daño, ni a ti tampoco —dijo Faolan en voz baja—. Déjame que la desate. Las dos tenéis frío y estáis cansadas. Sentaos junto al fuego, descansad y recuperaos. —Alargó la mano muy lentamente para desatar la tela y en aquella ocasión Eile permitió que lo hiciera. La muchacha bajó el arma y se quedó allí temblando mientras él soltaba a Saraid. La niña estaba agarrotada. Se acercó cojeando a los sacos y allí se agachó, como un pequeño animal salvaje. En sus manos llevaba una amorfa muñeca de trapo, poco más que una pequeña bolsa de tela vieja con unos ojos de lana oscura. Saraid la abrazaba con fuerza.

—Dame el cuchillo, Eile —le ordenó Faolan—. Ahora ya no lo necesitas. Soy amigo de tu padre. Te protegeré.

Ella levantó una mano para limpiarse las lágrimas de la cara con enojo. Extendió la otra para entregarle el cuchillo y Faolan lo cogió.

—¿Qué ha pasado, Eile? —le preguntó—. ¿Qué…? —se calló de repente. La muchacha se había desatado la capa y la había dejado caer al suelo. Debajo, desde el cuello hasta las rodillas, el delantal de su vestido estaba manchado de algo oscuro que Faolan esperó que no fuera sangre.

—Tenemos que alejarnos —susurró la muchacha dirigiéndole una mirada a la niña—. Tenemos que alejarnos todo lo que podamos antes de que nos encuentren.

—¡Estás herida! ¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido?

—Estoy bien —alzó el mentón y con la mirada lo desafió a que le tuviera lástima. Tras ella, el perro, que se había quedado dentro en la puerta con la cola gacha, se acercó a la hoguera con sigilo y, al ver que no lo reprendían, se acomodó en el suelo de tierra al lado de la niña—. Después —añadió Eile, transmitiéndole con los ojos que no iba a explicar nada más mientras Saraid pudiera oírla—. Tiene hambre. ¿No te queda nada de comida? —Ahora ya tenía las lágrimas bajo control, con mera fuerza de voluntad.

Faolan no podía apartar la mirada de aquel vestido raído. Era sangre, lo sabía. Tendría que haberse dado cuenta de que no era de la muchacha. Quienquiera que hubiese teñido aquel tejido artesanal primero de color escarlata y luego pardo seguramente estaría muerto.

—Nada en absoluto —respondió distraídamente, preguntándose si despertaría pronto de aquel sueño inverosímil—. La regalé casi toda y me comí el resto para cenar. No esperaba visitas.

Eile se agachó al lado de Saraid y metió la mano en una bolsita que llevaba colgada del cinturón. Sacó un minúsculo pedacito de pan que se desmigaba y un diminuto trocito de queso, los restos de comida que él le había proporcionado y que ella se había guardado. Lo que tenía que constituir un único desayuno para una joven se había alargado para que durara más de dos días, y Faolan imaginó que Eile no habría comido prácticamente nada. Los sombríos ojos de Saraid se iluminaron; agarró la muñeca con una mano y la comida con la otra.

—Come despacio, Ardilla —le dijo Eile—. No lo engullas.

—¿Y tú qué? —preguntó Faolan mientras rebuscaba afanosamente en su propia bolsa.

—Yo no tengo hambre.

—¿Cuánto tiempo puedes seguir así, dándole tu comida a ella y esperando vivir del aire? Estás en los huesos.

—¿Quién eres tú? ¿Mi padre? Estoy bien. Ya te lo he dicho. ¿Por qué nos detuviste? Tenemos que seguir adelante.

—¿Sabes? —dijo Faolan, que encontró lo que buscaba—. Deord era un hombre de inteligencia considerable. Un hombre temerario, sí, pero práctico. Me sorprende ver a su hija actuando con absurda imprudencia. Me asombra que hayas traído a la niña. Quizá no te das cuenta de lo cerca que habéis estado las dos de que el agua fuera vuestra tumba.

—Hubiéramos cruzado sin problemas.

—Tonterías. Estabais paralizadas de terror, y no intentes afirmar lo contrario. A un hombre adulto ni se le ocurriría cruzar por ahí de noche. Toma. —Le tiró las prendas que había encontrado, su propia ropa de recambio. Parecía estar convirtiéndose en un hábito eso de regalar sus camisas y pantalones a mujeres en apuros. Le sobrevino una imagen de Ana con la ropa que él tenía previsto llevar puesta como emisario del rey a Alpin de los caitt. El atuendo masculino que, no sabía por qué, hizo que su princesa resultara más femenina que nunca.

—¿Qué es esto? —preguntó Eile en un tono de profunda desconfianza.

—Vayas donde vayas, y espero que tengas la cortesía de explicármelo a su debido tiempo, no puedes seguir llevando este vestido. Toma esto, póntelo, arremanga las perneras de los pantalones o haz lo que tengas que hacer para que te quede bien. Y te sugiero que eches al friego lo que llevas puesto ahora.

Elle sostuvo en alto la camisa de magnífico lino y los pantalones de lana de la mejor calidad.

—Esta ropa es demasiado buena —comentó la muchacha con rotundidad—, no puedo ponérmela —las prendas temblaron en sus manos—. Y si quemamos la mía no podré devolvértela.

—Eile —dijo Faolan, haciendo acopio de paciencia—, tú póntela, ¿quieres? Si lo deseas me daré la vuelta. O saldré fuera mientras te cambias. Pero date prisa. Hace frío.

A Saraid, que se había terminado su lamentable comida y se había acomodado contra el perro, se le cerraban los párpados. Eile recogió la capa que había dejado a un lado y tapó con ella a la niña. La ternura de su gesto pilló desprevenido a Faolan; aquella muchacha era un cúmulo de contradicciones.

—Vamos, sal —le ordenó bruscamente a Faolan.

Él salió, cerró la puerta a sus espaldas y se quedó allí escuchando el río y contemplando el cielo nocturno donde las estrellas aparecían aquí y allá en las ventanas que se abrían entre las inquietas nubes. La luna estaba baja y poco definida. ¡En nombre de todos los poderes! ¿Qué estaba ocurriendo allí? Sintió una profunda esperanza de que Eile hubiera estado matando pollos y hubiera olvidado quitarse el delantal. Sabía que no podía ser eso. Algo mucho más aciago ensombrecía esos ojos verdes y mantenía tenso como la cuerda de un arco aquel cuerpo frágil. Se había topado con algo que no quería, algo para lo que no le quedaba espacio. Pero se trataba de la hija de Deord. Eso convertía a Eile en asunto suyo, en su responsabilidad, fuera lo que fuera lo que hubiera ocurrido. ¡Maldición! Tendría que ir primero a Derry, a encargarse de la misión de Bridei. Una chica, una niña pequeña, un perro… La situación se estaba volviendo ridícula.

La puerta se entreabrió a sus espaldas con un chirrido.

—Entra si quieres —dijo Eile.

Daba la sensación de que la ropa de Faolan se la tragaba. Parecía un niño pequeño probándose el atuendo de su hermano mayor, salvo por el cabello largo más o menos sujeto en la nuca que le colgaba por la espalda. Faolan recordó lo exigente que había sido Ana con respecto a la limpieza, la frecuencia con la que había peinado sus rizos dorados durante aquel largo viaje a través de territorio caitt. Aquella chica no parecía haberse lavado en meses. Y había empezado a llorar otra vez en silencio, aunque su postura, con los brazos en torno al cuerpo, la mandíbula tensa y la mirada baja, ponía de manifiesto cuánto detestaba mostrar semejante debilidad delante de él.

Saraid se había dormido con la cabeza recostada en el perro. Tenía las mejillas coloradas; el fuego los calentaba a ambos.

Faolan no dijo nada y puso a calentar la olla con agua, una actitud que él consideraba sumamente tolerante. Después de todo, sí que tenía algo que ofrecerle a la muchacha: sus paquetes de hierbas medicinales. Con un par de estas hierbas podía prepararse una tisana que poco distaba de ser agua caliente y cuyo efecto soporífero no le haría ningún daño. Sacó las hierbas y echó un puñado en la olla. Olían bien; a él le parecía que el olor en sí mismo ya tenía la capacidad de tranquilizar el ánimo.

Eile estuvo un rato intentando combatir las lágrimas, temblando y sorbiéndose la nariz. Llegó un momento en que se desmoronó y empezó a sollozar abiertamente. Faolan la observó sin dejar que su expresión revelara nada, esperando hasta que la muchacha estuvo dispuesta a hablar. Tenía aspecto de necesitar que sus padres la rodearan con los brazos y le dijeran que todo iba a salir bien. Faolan no creía que pudiera tocarla. Lo más probable era que se encontrara con un cuchillo en la cara como muestra de gratitud.

Eile lloró, agachada junto al fuego, con la cabeza entre las manos. Se le sacudían los hombros. Faolan se tomó su tiempo preparando el bebedizo y luego vertió un poco en su taza de viaje para que Eile se lo tomara. Se lo puso delante, en el hogar.

—Bébete esto. Te hará entrar en calor. Quizá te amodorre un poco, pero es inofensivo.

—¿Amodorrarme? —hipó—. No puedo amodorrarme, tenemos que continuar…

—¡Chsss! —dijo Faolan—. Si tanta prisa tienes por salir al alba, te despertaré, pero esta noche no vas a ir a ninguna parte. La niña necesita descansar.

—¿Cómo sé que no es una trampa? Podría estar envenenado.

—Lo sabes porque soy el amigo de Deord. Si sirve de algo, lo compartiré contigo.

—Entonces tú tampoco te despertarás a tiempo.

—Me despertaré, créeme. El hecho de que de golpe y porrazo tenga que cuidar de vosotras es garantía de que mi sueño será ligero. —Tomó la taza, bebió y a continuación se la puso a ella en la mano. Los labios de Faolan esbozaban preguntas que él contuvo.

—Cuidar de nosotras —dijo ella con voz trémula, y tomó un sorbo con cautela—. ¿Qué significa eso? ¿Durante cuánto tiempo?

—Al menos hasta que estéis en algún lugar seguro, quizá en el priorato que te mencioné. También me ocuparía de devolver a la niña a su casa.

—¡No! —la taza se sacudió y unas gotas silbaron en el hogar—. ¡Saraid está conmigo! ¡No va a volver! —Eile hizo ademán de levantarse.

—Siéntate. Sé razonable. Sea lo que sea lo que ha ocurrido, tu tía y tu tío estarán locos de preocupación. Necesitan a su hija en casa.

La chica se lo quedó mirando fijamente, sus ojos enrojecidos de pronto hostiles. La luz del fuego atrapó el brillo de las lágrimas en sus mejillas.

—¿Eres tonto o algo parecido? —le preguntó.

Faolan aguardó, recordándose que la muchacha era muy joven, que estaba asustada y afligida. Escuchó el crepitar del fuego y la suave respiración de la niña.

—Saraid no es mi prima —dijo Eile con rotundidad—. Es mi hija. Es mía, y me la puedo llevar adonde yo quiera. Y no puedo ir al priorato. Ahora no.

Faolan la miró, sus palabras lo habían pillado desprevenido. Se preguntó si habría estado medio dormido en la Colina Nubosa para no darse cuenta de lo que en aquel momento le parecía penosamente obvio.

—¿Cuántos años dijiste que tenías? —le preguntó, y lo lamentó al instante.

—¡Hasta un niño podría calcularlo! —el tono de su voz era duro—. Faltaban pocos meses para mi decimotercer cumpleaños cuando la tuve. Es mía, Faolan, y nadie me la va a quitar. Tengo que llevármela lejos de aquí antes de que nos encuentren. Ya te lo dije.

—¿Antes de que os encuentre quién? ¿Tu tío y tu tía?

Eile sonrió. Era la expresión más alarmante que Faolan había visto nunca en una persona; en aquel momento no podía creer que la muchacha sólo tuviera dieciséis años.

—Él no —contestó Eile—. Ya no. Pero tía Anda sí. Habrá ido corriendo hasta la aldea, gritando, acusándome, soliviantándolos a todos. No puedo enfrentarme a una multitud. Lo único que puedo hacer es correr. Correr lo suficiente para que no me alcancen nunca —le castañeteaban los dientes. La voz se le había vuelto monótona y sus ojos lo miraban sin verlo.

Faolan se sentó en el suelo y se rodeó las rodillas con las manos.

—No voy a obligarte a que me lo cuentes —le dijo en voz baja—, pero creo que deberías hacerlo. Voy a serte de más utilidad si sé qué ha pasado, Eile.

—Ella no va a volver allí. Y yo no voy a irme con las monjas, ellas no la querrán y, en cualquier caso, están demasiado cerca, se sabrá la historia y me arrebatarán a Saraid.

—Eile —le dijo Faolan—, mírame. Vamos, mírame a los ojos. Ahora escucha un momento. Eres madre, eres adulta, tomas tus propias decisiones. Eso no significa que no puedas pedir ayuda si la necesitas. Se me da bien mantener a salvo a la gente, es una de las cosas que hago para ganarme la vida. La mayor parte del tiempo trabajo al margen de las normas: las normas de los hombres, las normas de los dioses. Dije que te protegería. Dije que cuidaría de Saraid y de ti. El vínculo que me unía a tu padre me obliga a hacerlo.

—Buen discurso —dijo Eile, que se sonó la nariz en la camisa de lino.

—Te doy mi palabra. Sea lo que sea lo que ha ocurrido, mantendré la promesa. Lo juro. —«Que no lo lamente demasiado por la mañana».

Ella se lo quedó mirando unos instantes y luego inspiró profundamente, estremeciéndose.

—Lo maté —dijo—. A Dalach. Le clavé el cuchillo en el corazón. Le dije a Saraid que estuviera preparada y que me esperara fuera. Lo hice y salimos corriendo.

—Mataste a tu tío. —Faolan tuvo que esforzarse mucho para mantener un tono de voz ecuánime.

—Ese canalla no merecía ser el tío de nadie. Bueno, ya no volverá a hacerme de las suyas, ni a mí ni a ninguna otra chica. Ese cerdo asqueroso ya no volverá a pasárselo bien. Y no divulgará más mentiras. No es que eso sirva de mucho; Anda es tan mala como él. En la Colina Nubosa todo el mundo cree lo que ellos dijeron de mí. Todo el mundo.

—¿Qué? ¿Qué dijeron? —A Faolan se le agolpaban las ideas en la cabeza: un hombre que se había desangrado hasta morir, una huida que debió de hacer notar la culpabilidad de Eile, la tía dando la alarma… La chica tenía razón después de todo. Probablemente tendrían que haber cruzado el río esta noche. Con la niña a cuestas su marcha por el sendero debió de ser lenta. Lo más seguro era que al amanecer hubiera una multitud de lugareños en la puerta, exigiendo que la asesina pagara sus culpas inmediatamente.

—Que soy una sucia putilla que se abriría de piernas para cualquiera que me diera un mendrugo de pan o un trago de cerveza —respondió Eile con amargura—. Que estaba corrompida desde el principio. Que la niña es hija de algún borracho que pasaba por ahí al que invité a que me tomara al borde del camino cuando apenas tenía doce años. Todos lo creen. ¿Por qué no iban a hacerlo? El puño y la bota de Dalach son un gran estímulo para estar de acuerdo con él.

—Lo eran —dijo él—. ¿Eile?

—¿Qué? —fue un rugido defensivo. Faolan sintió lástima por ella.

—Saraid. Has dicho que Dalach divulgó mentiras acerca de quién era su padre, que convenció a la gente de vuestra comunidad de que eras…

—¿Una prostituta?

—Eile, ¿me estás diciendo que es hija de Dalach? ¿Que él…? —no pudo acabar de expresarlo en palabras.

—Eres rápido, ¿eh? Podría decirse que fue un regalo sorpresa por mi doceavo cumpleaños. Del generoso de Dalach. Las primeras veces traté de resistirme. Resultó que eso le gustaba.

Faolan bajó la mirada.

—No sabes qué decir, ¿verdad? ¿O acaso piensas lo mismo que los hombres de la aldea?: «¡Bueno, debía de estar pidiéndolo a gritos!». Lo único que hace falta es un hombre fuerte y que sepa cómo amenazarte. Mi madre no estaba. Dalach podía hacer lo que quisiera; Antes de tener a Saraid no dejaba de escaparme. Nunca llegaba lejos. Él me quería de vuelta y salía a buscarme. Esta vez no lo hará.

—¿Por qué no se lo dijiste a tu tía? —preguntó Faolan—. Seguro que ella podría haber hecho algo para protegerte.

—Ella lo sabía —la voz de Eile era un susurro—. Lo supo desde el primer momento. Nunca hizo nada para detenerlo. Él sabía cómo manejarla a su antojo. También le pegaba. Al cabo de un tiempo aprendió a odiarme, porque él… —tomó aire—. Porque él me deseaba más que a ella. Decía cosas. Hacía comparaciones. Eso tenía que acabar. Tenía que poner fin a todo eso antes de que alguien le hiciera daño a Saraid. Es muy pequeña. Cuando la tuve ya no podía huir. Me decía que le haría daño si no hacía lo que él quería. Le habría hecho cosas a ella en cuanto hubiera crecido lo suficiente. De modo que, cuando dejaste el cuchillo, supe que era el momento de acabar con todo eso.

Había muchas cosas que Faolan podía haber dicho: que tendría que habérselo contado todo cuando se conocieron; que tendría que haber pedido ayuda, quizá a las mujeres del pueblo; que un cuchillo no era la mejor respuesta, ni siquiera a las agresiones de un hombre malvado.

—Tú tuviste el lujo de la venganza —fue lo que dijo—. A mí se me ha negado. En la Colina Nubosa me enteré de que el hombre que más daño le hizo a mi familia lleva muerto cuatro años. La persona cuyo nombre está en ese cuchillo que tan convenientemente dejé en tu posesión. Al menos tú tuviste la satisfacción de imponer un castigo justo. ¿Hizo que te sintieras mejor?

—No —contestó Eile con un susurro—. Me alegro de que ya no esté. Me alegro de que ya no pueda hacerle daño a Saraid ni a nadie más. Pero no me siento bien. Me siento… sucia. Asustada. Sola. —Faolan vio que lo hacía otra vez, alzar el mentón, haciendo acopio de una fuerza de voluntad formidable, y vio a su padre en ella. Bajo aquel exterior poco atractivo Faolan vio que la muchacha era muy fuerte y completamente desinteresada—. No pasa nada —continuó diciendo—. Estoy acostumbrada a estar sola. Todo el mundo se va, y tú también lo harás. Ya nos las arreglaremos.

—¿Cómo pensabas hacer cruzar al perro? —preguntó Faolan en tono despreocupado.

Ella lo miró fijamente. Por un momento sus ojos fueron como los de la niña, redondos y asustados. Luego hundió los hombros y apartó la mirada.

—Cállate —repuso entre dientes—. Ya te he dicho que puedo arreglármelas.

Faolan permaneció un rato en silencio, intentando aceptar la situación e ideando una estrategia que fuera a la vez posible y aceptable para Eile, pues una cosa era segura: no podía obligarla a hacer nada en contra de su voluntad. Si lo intentaba, ella se marcharía otra vez en un instante. La muchacha, a su propia manera extraña, era igual de fuerte que el indomable guerrero Deord. Había matado a un hombre. Si no se equivocaba con respecto a su tía, habría una persecución y se exigiría justicia. Aquello no iba a olvidarse callada y convenientemente.

—Ella le quería —dijo Eile como si le leyera el pensamiento—. Es curioso, ¿verdad? Después de todo lo que ha hecho, a ella, a mí, después de todo, ella aún le quería. La gente es rara. O tal vez sea eso lo normal, ella y él. Quizá la rara soy yo.

—Quizá —dijo Faolan—. Bébete lo que queda en la taza, Eile.

—La verdad es que no quiero dormir.

—Necesitas descansar. Pensaré en un plan. Se me da bien. Y te despertaré, te lo prometo. Por la mañana van a venir unos hombres a arreglar el puente. Si no podemos cruzar por aquí, ya buscaremos otro lugar.

—No voy a ir al priorato —volvía a enfurecerse—. Ya te lo he dicho. No voy a ir.

—Ya te he oído —respondió Faolan, que tomó aire con expresión pensativa—. Tengo otro sitio al que podemos ir. Será seguro. Mi padre es un brithem.

—¿Cómo dices?

—No de esos que hacen declarar a las chicas jóvenes para que respondan a preguntas incómodas. Él es de los que comprenden la verdadera justicia. Vive en el Paso del Violinista. No está demasiado lejos para Saraid si somos prudentes. Creo que ellos te darían refugio. Si no, iremos más lejos aún. —No le dijo que acababa de saber aquella misma mañana que su padre aún vivía y que seguía siendo persona de leyes. No le explicó que, para él, ir a casa era como hundirse en un pozo de sombras.

—¿Iremos? —la voz de la muchacha fue una mera brizna de sonido.

—Dije que cuidaría de ti. Lo haré hasta que sepa que te encuentras a salvo. Me quedaré contigo hasta que ya no me necesites más —esperaba oír una seca reprimenda, una brusca negación de semejante necesidad o una hiriente declaración de incredulidad. Sin embargo, Elle no dijo nada. Asintió con un cansado movimiento de la cabeza y luego se tumbó junto a Saraid con el brazo curvado sobre la chiquilla.

Faolan esperó hasta que la creyó dormida y entonces la cubrió con su capa.

Eile abrió los ojos.

—¿Qué hizo? —murmuró—. Ese hombre que dices que hizo daño a tu familia.

—No es una buena historia para irse a la cama —contestó lacónicamente. «No es una historia que quiera contar».

—La mía tampoco.

—La mía es antigua. Digamos que he pasado mucho tiempo fuera y no estoy seguro de si mi familia se alegrará de verme. Al igual que tú, dejé mi casa con las manos manchadas de sangre. —«Basta… no digas más».

—Pero entonces… —se incorporó a medias, la voz tensa.

—Podría ser que mi padre no me recibiera bien, pero es un hombre de firmes principios. Eso no habrá cambiado. Allí estarás segura.

Eile no pareció muy convencida.

—Ahora descansa —le dijo Faolan—. Te despertaré tal como te he prometido. Créeme, todo se verá mucho mejor por la mañana, después de dormir.

Broichan se había marchado. Entre el atardecer de un día y el amanecer del siguiente, el druida real había preparado una pequeña bolsa, se había echado una capa sobre los hombros y se había alejado de la Colina Blanca a caballo sin decir ni una palabra a nadie. El segundo consejero de Bridei, Tharan, alertado por la temprana partida, había bajado corriendo hasta los establos para expresar su preocupación y cuestionar la sensatez de un viaje en solitario con el invierno a las puertas. Las palabras habían muerto en sus labios al toparse con el muro de piedra que fue la mirada del druida. No importaba que la Diosa Madre se hubiese aferrado a la tierra, alargando las noches y llenando los días de vientos batientes y un frío que se te metía en los huesos. No importaba el hielo, la nieve, la larga y agotadora galopada Cañada abajo hasta Pitnochie, que era el hogar de Broichan. No importaba que entonces vivieran allí otras personas, dado que el druida real se había mudado a la corte hacía seis años cuando su hijo adoptivo se convirtió en monarca de Fortriu. Al cruzar la mirada con la de Broichan, Tharan supo que tales argumentos serían como la paja al viento, se disiparían sin que sirvieran de nada. Hacía mucho tiempo que conocía al druida.

En cuanto Broichan se marchó, el consejero empezó a caminar de un lado a otro hasta que ya no fue demasiado pronto para interrumpir el sueño de la reina y se presentó a la puerta de los aposentos reales. El nuevo guardaespaldas, Dovran, había estado de servicio toda la noche, pero su aguda vista y sus capaces manos en la lanza no sugerían cansancio alguno. Garth lo había elegido con esmero y lo había adiestrado de forma experta.

A Tharan se le permitió la entrada y se quedó de pie en la antesala, esperando. Apenas tuvo tiempo de tomar un sorbo de la cerveza que le trajo una sirvienta cuando apareció Tuala, completamente vestida y despierta, con una mirada precavida en sus grandes ojos. Siempre estaba pálida, pero aquella mañana la blancura de sus mejillas hablaba de un miedo terrible. ¿Qué otra cosa que no fueran las peores noticias traería al consejero de su esposo hasta sus aposentos a una hora tan temprana?

Tharan se apresuró a tranquilizarla.

—Lamento la intrusión, mi señora. No hay motivo de alarma. Es sobre Broichan.

Tuala lo escuchó en silencio. Cuando el hombre terminó de hablar, le dijo:

—Gracias por comunicármelo sin demora, Tharan. ¿Crees que se dirigía a Pitnochie? ¿Que se dirige a su casa?

—Parece lo más probable.

—No puede habérsele olvidado que les dejó la casa a Ana y Drustan para que pasaran allí el invierno. —Tuala pensaba en voz alta—. Pitnochie no es un lugar diseñado para albergar al mismo tiempo a Broichan y a otras personas, salvo a su grupo de leales criados, al menos no durante mucho tiempo. Podría resultar incómodo. Sé que Ana no desea imponerle a Drustan el regreso a la corte; a él le resulta difícil. Me pregunto si Broichan tiene intención de quedarse allí.

—¿Adónde iría si no en esta inclemente estación? —preguntó Tharan—. No se encuentra bien y ya no es joven.

—Habría hecho mejor retirándose con Fola a Banmerren si quería evitarnos. —Tuala parecía estar hablando consigo misma; Tharan no entendió a qué se refería—. No puedo creerlo —continuó diciendo—. Irse así, de este modo. Marcharse sin despedirse de Derelei. Abandonar tan repentinamente el trabajo que estaba haciendo. No estar aquí cuando Bridei llegue a casa. —Pareció recordar, con retraso, que no estaba sola. Al consejero le dio la impresión de que se contuvo para no decir nada más—. Es extraño, Tharan. Creo que deberíamos mandar a alguien tras él; a alguien discreto, que pueda vigilarlo a cierta distancia. Sería un trabajo para Faolan. Me sorprende mucho la cantidad de veces que he deseado que el brazo derecho de mi esposo estuviera de vuelta. Hay ciertas tareas que sólo se le pueden confiar a él. Dejaré que seas tú quien encuentre a alguien que tenga la habilidad de hacerlo sin que se detecte su presencia.

—Espiar a un druida no es tarea fácil —comentó Tharan.

—No es precisamente espiar lo que hace falta, se trata más bien de una presencia protectora. Cuando hayas elegido a alguien házmelo saber, Tharan. Debemos actuar con rapidez. Estoy segura de que comprendes los motivos.

—Sí, mi señora. —Ni la reina ni el consejero de su esposo dirían ni una palabra sobre el tema de Circinn y su trono aunque, en realidad, a ambos se les había comunicado la muerte de Drust el Verraco antes de que Bridei y Aniel partieran de la Colina Blanca. Existían distintos niveles de secretismo y de confianza: niveles dentro de niveles. Tal es la naturaleza de una corte real. Cada uno de ellos comprendía la necesidad de guardar silencio, sobre todo en aquellos momentos, cuando Broichan se había marchado, Broichan, que era el único miembro del círculo más allegado a Bridei a quien todavía no le habían contado aquella trascendental noticia.

Cuando Tharan se marchó, Tuala salió al jardín, donde la niebla de la fría mañana se cernía sobre los arriates de hierbas y las parcelas de verduras y hortalizas de invierno, cubiertos de paja. Un velo blanco lo envolvía todo. No veía los pinos de la ladera más allá de los muros de la fortaleza, ni el sendero que serpenteaba por la pendiente y que conducía a una bifurcación de caminos: al sudoeste por la Gran Cañada hacia Pitnochie, al este hacia Banmerren y Caer Pridne, al norte hacia Abertornie y, más allá, las agrestes tierras de los caitt. A Ana el viaje hasta allí le había proporcionado un amante que no tardaría en ser su esposo: Drustan, ese enigmático y apuesto jefe de clan con su misteriosa habilidad de cambiar de forma de hombre a pájaro. Se quedarían en Pitnochie a pasar el invierno, pues la inclemente estación hacía casi imposible el viaje de vuelta a los territorios de los que procedía Drustan. En primavera viajarían hacia el norte y afrontarían la sobrecogedora perspectiva de reclamar lo que el hermano de Drustan le había robado a este basándose en una mentira. Hasta entonces se habían retirado a la aislada propiedad de Broichan para recuperarse de la terrible experiencia a la que se habían enfrentado en otoño. No se esperarían que el druida regresara.

Tuala caminó a lo largo del parapeto, sumida en sus pensamientos. Broichan no era estúpido. No tenía ningún deseo de inmiscuirse con un par de enamorados que disfrutaban de la intimidad de sus dominios. No, no planeaba quedarse allí. Tuala creyó saber adónde iría: al bosque, a algún lugar donde Bridei no pudiera encontrarlo. ¿Solo? Ella esperaba que no; el druida seguía estando débil físicamente, pues no se había recuperado del todo de su larga y agotadora enfermedad. ¿Con los druidas del bosque en los nemetones? Tal vez. Quizá, después de lo que Tuala le reveló, sencillamente necesitaba tiempo para reflexionar, para rezar, para reconsiderar su postura. Allí, al menos, tendría refugio, sustento y compañía.

Tuala suspiró. Intentaba entenderlo, pero no le encontraba ningún sentido. El druida del rey se había comportado como un niño mimado. La noticia poco grata que le había dado había hecho que, en efecto, diera una patada en el suelo y saliera corriendo para esconderse. No intentaba comprender el hecho de que tenía una hija y un nieto. Seguía tratando de negarlo.

Lo más difícil de entender era que hubiera decidido abandonar a Derelei. Quizá no se daba cuenta de lo mucho que podía herir a un niño la repentina ausencia de una persona a la que quería, en quien confiaba y con la que había llegado a contar. ¿Cómo podría explicarle eso a su hijo, que apenas sabía hablar, a pesar de todas sus magistrales habilidades mágicas? Decir «Broichan se ha marchado» era tristemente inadecuado cuando el druida había pasado parte de las tardes encerrado con el niño, todos los días, guiando los primeros pasos de Derelei en el viaje al descubrimiento de sus asombrosas habilidades.

Y ahora que Broichan se había ido, ¿qué? ¿Tenía que interrumpir su capacitación? ¿Enseñarle ella misma un camino plagado de riesgos puesto que, como esposa del rey, se había esforzado durante mucho tiempo por desviar la atención de su diferencia? No sabía qué hacer. Quizá la Brillante tuviera respuestas.

En cuanto a la cuestión de Circinn y de la inminente elección de otro rey, Tuala rehuía pensar en ello, pero era de suma importancia; un gran desafío para el liderazgo de Bridei. Ella había cometido un grave error si la inoportunidad de su revelación le había negado a Bridei la posibilidad de discutir su decisión con su padre adoptivo. Era vital que Bridei le planteara el asunto a Broichan en cuanto él y Aniel regresaran de Caer Pridne. Si Bridei decidía lo que ella creía, ello supondría un doble golpe para el druida: su hijo adoptivo no tan sólo no aprovechaba la gran oportunidad que ambos habían planeado durante tanto tiempo, sino que además Broichan tendría que enfrentarse al hecho de que, de todos los consejeros más allegados del rey, él había sido el último en enterarse de la muerte de Drust con todas sus monumentales implicaciones. El druida lo vería como una traición.

En cuanto a los propios sentimientos de Tuala, debía dejarlos de lado. Broichan era su padre. Estaba cada vez más segura de ello. Si no fuera verdad, lo único que tendría que haber hecho él era decirlo, dar alguna otra explicación para la visión que la diosa les había mostrado. En cambio, se había encerrado en sí mismo, como si la verdad fuera demasiado repulsiva para contemplarla, y no digamos ya para aceptarla. Eso le dolía. Durante mucho tiempo, casi durante toda su vida, Tuala había ansiado saber quién era, quiénes eran sus padres y por qué la habían dejado en la puerta del druida para que Bridei la encontrara. No obstante, pensó que prefería no tener padre antes que tener uno que rehuía la mera idea de que fueran parientes. El amor que Broichan le tenía a Derelei se le notaba en el rostro cuando estaba con el niño; era patente en la delicadeza de sus manos y en la suavidad que le confería a su voz cautivadora. Estaba presente en la paciencia que tenía como profesor de un alumno tan pequeño. El druida debía de odiarla profundamente para darle la espalda a Derelei antes que aceptar su lazo de sangre. Aún debía de temer su influencia sobre Bridei, tal como había hecho desde el principio.

La criatura que llevaba en el vientre dio una patada, estirando sus miembros, probando su fuerza. «Mi hija —pensó Tuala—. En primavera el druida tendrá dos nietos». Si Broichan no regresaba, con el tiempo ella tendría a dos alumnos, y seguiría teniendo la necesidad de mantenerlo en secreto, por el bien de Bridei.

—Vuelve a casa, tozudo —dijo entre dientes—. Mi hijo te necesita. —Fuera hacía frío y el druida era más vulnerable de lo que él admitiría nunca.

Ahora mismo le vendría bien algún consejo, pero no había nadie que pudiera dárselo. Bridei no regresaría a casa hasta dentro de unos días. Fola estaba en Banmerren. Nadie más conocía el secreto de Broichan, no había nadie con quien pudiera hablar. El cuenco de hidromancia quizá tuviera respuestas, pero Tuala no estaba segura de que le resultaran gratas.