Capítulo 2

Eile los oyó venir poco después de amanecer y fue presa de la habitual sensación fría y opresiva en el pecho. Saraid estaba despierta, sentada en el camastro con su informe muñeca de trapo en brazos, susurrándole. Aunque hacía un frío glacial en el diminuto cobertizo en el que dormían, el miedo hizo que Eile se moviera con rapidez. Ya estaba completamente vestida, pues era el único modo de mantener un poco el calor durante la noche, pero siempre hacía que Saraid se pusiera el camisón y le daba a ella la segunda manta para que no tuviese frío. La animaba a lavarse la cara cada día y a sentarse bien para comer. Si Saraid no aprendía a comportarse como una dama, estaría condenada a una vida como la suya, a una existencia de miseria y esclavitud. Alguien tenía que asegurarse de que Saraid escapara antes de que se hiciera demasiado mayor. Ahora la única que podía hacerlo era Eile.

—Vístete, Saraid. ¿Puedes hacerlo sola? Están en casa y tengo que ocuparme del fuego.

La niña asintió con la cabeza, solemne y silenciosa, mientras Eile disponía el vestidito, el mantón, el delantal, las medias y las botas en la cama junto a ella, luego se echó el cabello hacia atrás y se lo sujetó con un trozo de cordel. Se calzó las gastadas botas, un viejo par de tía Anda, y cruzó la estancia principal a trompicones. Fuego; luz; agua caliente. Rápido. Daba igual que hiciera un frío capaz de congelarle el rabo a un cerdo o que se hubiera pasado casi toda la noche llorando. Dalach se enfadaría si no estaba todo preparado.

Tenía las manos entumecidas de frío. No quedaba más leña, tan sólo unas cuantas astillas para encender el fuego. El perro había salido de la alcoba tras ella y ahora estaba junto a las cenizas, mirándola. El animal sólo se quedaba cuando Dalach y Anda no estaban. Aquellas noches eran mejores. El sabueso era un tercer ocupante de la cama, muy poco exigente.

La pila de leña; todo estaría empapado tras el aguacero de la pasada noche. ¡Maldita fuera! Era imposible evitar una paliza. Los oyó entrar en el patio, Dalach ya iba levantando la voz en tanto que la de Anda apenas resultaba audible.

Eile apartó la colgadura de la puerta.

—Vete —dijo, y el perro obedeció. Era más dócil de lo que había resultado ese hombre, Faolan. Lo más probable era que no volviera. Los hombres eran así: llenos de promesas vacías. Como padre.

Cerró los ojos unos instantes, notó que las lágrimas se acumulaban detrás de los párpados y sabía que no debía dejar que cayera ni una más, no ahora que Dalach podía verla. Había anhelado que llegara el día en que padre, ese hombre grandote, fuerte y callado, regresara de nuevo a casa y la tomara en brazos como había hecho la última vez, después de haber estado en ese lugar, en la Sima Pedregosa. Había soñado que le susurraría la verdad y que él se la llevaría de allí, a ella y a Saraid, a algún lugar donde pudiera protegerlas a las dos y la niña pudiera crecer feliz, bien alimentada y sin temor. Un lugar donde ella misma no tuviera que soportar las constantes garras del miedo, ni el terror de que, algún día, ya no pudiera mantener a salvo a Saraid. «¡Padre, oh, padre! ¿Por qué no podías haber vuelto a casa?».

Eile salió por la puerta y vio que alguien había traído unos cuantos leños de la pila empapada y los había dejado en un ordenado montón junto a la entrada, donde el alero de paja y juncos que sobresalía del tejado cubría un trozo del suelo que permanecía más seco. La leña todavía estaba húmeda, pero con paciencia quizá lograra hacerla arder. Era un detalle; se preguntó qué buscaba Faolan a cambio. Se preguntó si la habría oído llorar, cuando ella pensaba que se había marchado. Llenó el cesto, lo llevó adentro y ya se había agachado para avivar los rescoldos de la noche anterior cuando entró Dalach a grandes zancadas, y Anda detrás de él, como una sombra sumisa.

—¿Cómo? ¿No hay fuego? ¡Muévete, haragana canija! He recorrido un largo camino y estoy helado hasta la médula. ¿Dónde está mi desayuno?

Quizá se esperaba que la muchacha lo hiciera aparecer de la nada como por arte de magia.

—No nos dejaste mucha comida y se ha terminado toda, aparte de un puñado de copos de avena. —«Y por favor, por favor, deja que se los coma Saraid, ella lo necesita». Eile estaba temblando; siempre que aquel hombre estaba en casa era como caminar sobre cáscaras de huevo, como un constante juego de adivinanzas. La muchacha sentía ira, pero no podía demostrarla, por el bien de la niña. De no ser por Saraid, haría tiempo que ya le habría hecho mucho daño a ese hombre y asumido las consecuencias.

—Tendrías que habértelas arreglado mejor. —Anda dejó el fardo que llevaba y se quedó de pie con las manos en la parte baja de la espalda. Tenía aspecto de estar agotada, pero Eile no pudo encontrar en ella ni un atisbo de compasión. La chica consideraba que una persona que se mantenía al margen y dejaba que ocurrieran cosas malas era tan culpable como la persona que las hacía—. Deberías haberlo hecho durar más.

Eile pensó en las veces que no había comido para que Saraid pudiera alimentarse como era debido. No dijo nada.

—Eres una puerca y una gandula —dijo Dalach, acercándose. Era un hombre grandote, alto, fornido y fuerte como un toro; Eile sabía muy bien lo fuerte que era. Sintió sus dedos en el pelo y luego un intenso dolor cuando la alzó de un tirón. Eile se mordió el labio para no gritar. No le daría esa satisfacción—. Menos mal que hay algo para lo que sí sirves —siguió diciendo Dalach— o ya estarías de patitas en la calle, y no hay vuelta de hoja. —La soltó con la misma brusquedad con la que la había agarrado y ella cayó junto al hogar—. ¿Se supone que esto de aquí es un fuego? Enciéndelo de una vez, desgraciada. Estoy empapado. —Se volvió hacia su esposa—. Tendrás que bajar a la aldea. A ver qué puedes gorronear. Toma. —Se sacó un puñado de monedas de cobre de la bolsa y se las dio a Anda—. No te des prisa en regresar.

Volvió nuevamente la vista hacia Eile, que sintió su mirada mientras avivaba los rescoldos y echaba al fuego las últimas astillas. «Arde, por favor. Arde».

—Puedo ir yo, si quieres —dijo, con el corazón palpitante—. Puedo llevarme a Saraid. Ha dejado de llover. Tú ya has hecho un largo camino, tía Anda.

—¿Quién te ha pedido tu opinión? —rugió Dalach—. Vamos, Anda, estoy hambriento.

—Un hombre estuvo aquí ayer. —Eile no había planeado decírselo hasta más tarde, pero las palabras le salieron atropelladamente. De ningún modo quería quedarse allí con Dalach, sobre todo estando Saraid despierta. En aquellos momentos la niña se encontraba en la puerta de la habitación interior, como una pequeña sombra que los miraba—. Trajo noticias de padre.

Al instante tuvo toda su atención.

—¿Un hombre? —preguntó Dalach, que frunció el ceño—. ¿Qué hombre?

—¿Qué noticias trajo? —preguntó Anda con vacilación.

Eile echó una rama más grande al fuego, que silbó mientras las llamas la envolvían.

—Malas noticias. No va a volver. Lo mataron no hace mucho en algún lugar al otro lado de las aguas. Tuvo una muerte heroica, eso fue lo que dijo el hombre.

Anda se sentó en un banco. No dijo ni una palabra.

—De manera que no va a volver a buscarte —dijo Dalach con tosquedad al tiempo que se dejaba caer en el banco con la mirada fija en Eile—. Nos deja a cargo de tu manutención. Típico. Siempre fue de los que abandonan sus responsabilidades. Nos ha dejado contigo y con la mocosa, con las dos —dirigió la mirada a Saraid y la niña se encogió tras el marco de la puerta, con el pulgar en la boca.

—La mocosa, como tú la llamas, es de la familia. —No era prudente desafiarlo, pero Eile no pudo contener sus palabras.

—Es otra boca que alimentar. Uno no puede permitirse tener familia si esta no puede ganarse el sustento.

—Tiene tres años —dijo Eile, tentando la suerte, mientras el fuego empezaba a chisporrotear.

—Tres años y sigue creciendo —los labios de Dalach se estiraron en una sonrisa forzada—. No tardará en ser de utilidad.

En aquel momento Eile supo que había llegado la hora de actuar. Padre estaba muerto; no tenía sentido esperar, soñar y desear, ya no. Ahora dependía de ella. Ya se había escapado anteriormente, antes de que naciera Saraid, y Dalach siempre había ido a buscarla y la había arrastrado de vuelta. En aquella ocasión iba a asegurarse de que no pudiera seguirle la pista.

—¿Dónde está ahora ese hombre? —preguntó Anda lánguidamente—. ¿Trajo algo para nosotros?

—No seas más idiota de lo que ya eres —le espetó Dalach—. ¿Acaso alguna vez Deord se mostró generoso con nosotros? Como sostén siempre fue un inútil. Habrá muerto siendo más pobre que las ratas. Me figuro que se enzarzaría en alguna pelea de taberna y tuvo problemas con alguien más grande que él.

—El hombre, que se llama Faolan, dijo que iba a volver hoy para veros. Sí que mencionó un dinero. Y no fue en una pelea de borrachos. Mi padre murió en batalla. Se sacrificó para que otros pudieran vivir. Y sí fue un sostén. —Eile se tragó las lágrimas—. Antes teníamos una buena casa y comida en la mesa. Quizá creas que no puedo acordarme, pero sí lo recuerdo. Entonces éramos felices…

El puño de Dalach salió disparado y le dio a Eile en la mandíbula. A la muchacha le cimbrearon los dientes y el dolor le atravesó el cuello como una lanza. Se quedó callada. Lo que había dicho era cierto y ni un centenar de golpes podrían cambiarlo. Quizá fuera pequeña, de la edad de Saraid, pero lo recordaba. La casa en la colina, el jardín con hortalizas y flores, lavanda, romero y una especie de lirios altos junto a la pared. Un gato; recordaba al gato, un animal de pelaje listado que traía ratones y los dejaba a los pies de madre como si fueran valiosos regalos. Madre riéndose. Madre hilando y cantando. Y padre, que no siempre estaba allí, pues solía ir de viaje, pero que siempre regresaba y, cuando lo hacía, la casa se iluminaba con su presencia. Padre contándole historias a la hora de acostarse, historias sobre los extraños lugares a los que había llegado navegando y sobre las exóticas gentes que vivían en ellos. Padre con esa mirada en sus ojos, esa mirada que la hacía sentirse segura. En aquel entonces no vivían con Anda y Dalach. En aquel entonces ella creía que su vida estaría llena de cosas buenas.

—¿Qué es lo que veo, lágrimas? —Dalach la miró con el ceño fruncido y ella se restregó las mejillas sin saber si lloraba por el golpe o porque el pasado se había ido y nunca volvería a repetirse. Mientras ella permanecía allí arrodillada soñando, Anda había abandonado la cabaña y ahora Eile se hallaba a solas con la persona a la que más odiaba en el mundo.

—Aviva el fuego y luego lávate —le ordenó Dalach—. Apestas como un montón de estiércol. No quiero que se me pegue el hedor. Cuando te hayas lavado un poco, ve atrás.

—Allí está Saraid.

—La mocosa puede mirar. Ya va siendo hora de que aprenda unas cuantas cosas. Date prisa, Eile, llevo diez días viajando y me muero por hacerlo. ¿No creerás que ese palo seco con el que estoy casado es capaz de satisfacerme, eh? Es como montar un espantapájaros.

La chica sólo podía prolongar su aseo hasta que él se impacientaba y le arrebataba el paño con brusquedad o volcaba de una patada el cubo de agua gélida y tonificante. Dalach no se lavaba. A él le traía sin cuidado si a Eile le molestaba su olor, una fetidez sudorosa intensificada por sus días y noches de marcha para volver a casa después del último mercado de caballos de la estación. Los inviernos eran la peor época. Al no tener nada que hacer, Dalach dividía sus días entre gastarse sus escasos ahorros en bebida y atormentar a los demás.

Eile se limpió la cara y las manos, luego se levantó la falda y se lavó entre las piernas. Saraid estaba a su lado en silencio. Ella también había mojado un paño en el cubo y se había lavado la cara, frotándose suavemente por detrás de las orejas y por todo el cuello. Se había lavado las manos y se las había secado en el delantal. «No voy a consentir que se quede aquí con nosotros. Nunca haré eso, nunca».

—¿Saraid? Toma, ponte mi mantón y sal fuera. Quédate sentada en el peldaño de la puerta hasta que venga a buscarte. No te muevas de ahí. Tía Anda no tardará en venir con el desayuno. Puedes mirar a ver si la ves. Ya sé que hace frío.

La niña asintió con la cabeza y se alejó, tan obediente como el perro. Eile no estaba segura de hasta qué punto entendía la situación. Sospechaba que más de lo que la debería entender una niña tan pequeña como ella, y se hizo fuerte para enfrentarse a lo que debía hacer a continuación. Se lo haría sólo una vez, una última vez, y ella tendría que dejarle, y luego…

Eile se había acostumbrado a aislar su mente mientras él gruñía y empujaba dentro de ella, sumido en una especie de trance propio. Pensaba en cómo habían sido las cosas antes: antes de Saraid, antes de estar en casa de Dalach, antes de encontrar a madre colgando de un árbol. Antes de la víspera de su duodécimo cumpleaños, cuando el esposo de su tía se había acercado en la oscuridad, la había inmovilizado y le había robado la inocencia. Ahora, mientras él se saciaba con ella con un ansia fruto de los días que había estado ausente, Eile pensaba en la época en la que su padre había regresado después de su estancia en la Sima Pedregosa. Ella tenía ocho años. Quizá fuera demasiado pequeña para darse cuenta de lo mucho que el encarcelamiento había cambiado a Deord. Estaba muy callado, pero siempre había sido callado. No le había contado historias al acostarse. Cuando se lo pidió, él le dijo que ahora sólo sabía historias tristes, de modo que fue Eile quien se las narró a él, los relatos que recordaba de antes y algunos que se inventó. A veces sus historias lo hacían llorar y ella se subía a su rodilla, le rodeaba el cuello con los brazos y apretaba su cálida mejilla contra la de él, mojada. Sí, estaba distinto en aquella época. Pero seguía siendo padre. Cuando se marchó de nuevo, ella había visto cómo la esperanza iba abandonando a su madre poco a poco. Cada día sin falta Eile había rezado para que regresara a casa. Tras la muerte de su madre, después de lo de Dalach, las plegarias se habían convertido en meros anhelos desesperados y no madurados. Ahora, ni siquiera eso servía de nada. Lo único que tenía era aquel momento, a Dalach que se agitaba con el rostro colorado y con su siempre dispuesta virilidad dentro de ella, y la mano aferrada al cuchillo que Faolan había dejado, bajo un pliegue de la manta. Lo agarró con más fuerza y respiró hondo.

Se oyeron unas voces provenientes del exterior: su tía y un hombre que respondía. Faolan. Había vuelto después de todo. Debía de haberse encontrado a Anda por el camino y esta se habría visto en la necesidad de acompañarlo y de volver con las manos vacías. Eile empujó el cuchillo bajo el saco viejo que servía de almohada y Dalach, que no quería renunciar a la oportunidad que le había brindado la breve ausencia de su esposa, empujó con más fuerza y rapidez y se descargó dentro de ella con un gruñido sordo, tras lo cual se dio la vuelta en el camastro, se levantó y se subió los pantalones a toda prisa.

—Adecéntate un poco, puerca —le dijo entre dientes, y se fue.

Eile no salió inmediatamente. Seguro que el amigo de su padre percibía el olor a Dalach en ella. Seguro que oía el palpitar de su corazón, pues había estado muy cerca, en un tris de hundir el arma que él le había dejado convenientemente en su torturador, dándole a probar a Dalach su propia medicina. La primera vez que se lo había hecho le dolió mucho. Nunca había dejado de dolerle, pero se había acostumbrado y había aprendido que era más soportable si respiraba lentamente y le dejaba hacer. Si se resistía, él era más brusco y luego le daba una paliza. Dalach no necesitaba excusas para utilizar los puños y tanto Anda como ella tenían su ración de magulladuras. Saraid no… todavía. La niña era muy callada, muy obediente. Había aprendido a hacerse invisible.

Eile se arregló la ropa y extendió la fina manta sobre el camastro, asegurándose de que el cuchillo estuviera bien escondido. Aguardó hasta que pudo controlar mejor la respiración. Ellos estaban hablando en la habitación de afuera.

—He traído unas cuantas provisiones. —Ese era Faolan—. Espero que no os importe. En cuanto acabe con esto tengo que emprender la marcha a campo traviesa y no he desayunado. Un poco de pan recién hecho, un poco de queso y aquí hay un puñado de ciruelas pasas que a la niña quizá le gusten. Me alegrará compartirlo.

—¡Eile! —Esa era la voz de él, gritándole como si fuera una criada. Él, que acababa de tomarla con despreocupada indiferencia. La muchacha apenas existía para él, salvo como un receptáculo para su lujuria—. ¡Ven aquí y sirve a nuestro invitado! Necesitamos platos limpios y el fuego está humeando.

Eile hizo lo que él le ordenó. Habría otro momento, otra oportunidad. Nada era más seguro que eso. Siempre y cuando Faolan no le pidiera que le devolviera el cuchillo. Lo haría mañana, al día siguiente. Hasta los criados recibían un salario, y ella cobraría el suyo en sangre.

Faolan partió el pan. Cortó el queso, no con su cuchillo sino con otro romo que le pasó Eile. Bajo la mirada penetrante de aquel hombre, la muchacha fue consciente de sus manos llenas de sabañones, de sus uñas roídas, de su cabello sucio y su vestido remendado. Saraid había salido y se había quedado pegada a Eile con sus grandes ojos fijos en la comida. Faolan no podía saber que para ellos aquello era un festín como no habían visto desde hacía muchos cambios de luna.

—¿Puedo darle un poco a ella? —le preguntó Eile directamente a Faolan.

Él no dijo nada, se limitó a cortar un trozo de queso, lo puso sobre un pedazo de pan y se lo ofreció a la niña. A Saraid le habían enseñado a sentarse erguida y a comer despacio. Eile lo había hecho lo mejor que había podido. En aquel momento, abrumada por semejante botín, la criatura le arrebató el pan y el queso a Faolan y salió corriendo hacia la habitación interior estrechando la comida contra el pecho.

—Lo siento —dijo Eile—. Es que tiene hambre.

—Tu tía me ha dicho que les has comunicado la noticia —dijo Faolan. La observó mientras ella servía a Dalach, a quien le puso una generosa porción en el plato, y servía después al propio invitado. El pan olía como las mejores cosas del verano todas juntas. A Eile se le hacía la boca agua. Cortó queso para Anda y luego un pedazo para ella. El queso tenía la corteza de un color rojo como el de las manzanas silvestres y era dorado como el sol. Elle repartió el último pedazo de pan entre su tía y ella mirando de reojo a Dalach. Si Faolan no estuviera presente, sabía que él le hubiera negado una porción tan generosa. Entonces se limitó a apretar los labios. Comió un bendito bocado de pan y un pedacito de queso, salado y maravilloso. Luego, cuando nadie miraba, se metió el resto en el bolsillo del delantal. Saraid era pequeña. No comía mucho. Con aquello tenía suficiente para dos comidas de la niña.

—¿No comes? —le preguntó Faolan.

—No tengo mucha hambre. Pero gracias por traerlo.

—Olvídate de los cumplidos —dijo Dalach limpiándose la boca—. ¿Qué me dices de Deord? ¿Qué proveyó para su hija aquí presente? ¿Sabes que la hemos mantenido estos siete u ocho años porque tenemos buen corazón? No podemos sustentarla eternamente. Uno sólo puede cumplir con su deber hasta cierto punto. Corren unos tiempos muy duros. Deberías saberlo. O tal vez no —miró a Faolan de arriba abajo—. ¿A qué te dedicas?

—Dalach… —terció Anda entre dientes, pero fue un esfuerzo poco entusiasta; ella vivía atemorizada por la lengua afilada y la mano castigadora de su esposo y rara vez le reprochaba nada.

—Tengo varios oficios —respondió Faolan, ceñudo—. Me doy cuenta de las circunstancias en las que estáis y me preocupan. ¿Cuesta encontrar trabajo?

—¿Me estás haciendo alguna observación? ¿Qué pasa? ¿Crees que no puedo mantener a mi familia? —Dalach frunció el ceño y apretó los puños. Había un buen motivo por el que la gente no subía a la cabaña con frecuencia.

—No te conozco —dijo Faolan con ecuanimidad—, pero sí conocía a Deord. Sea lo que sea lo que os haya llevado a esta situación, sé que él querría que Eile tuviera la oportunidad de vivir bien, de llevar una vida en la que estuviera bien abastecida y pudiera llegar a ser alguien.

—Si eso es lo que quería, ¿por qué no se quedó a cuidar de ella y de su madre? —A Anda le temblaba la voz—. Aquí se le necesitaba.

—Debes comprender —repuso Faolan— que lo que Deord pasó en la Sima Pedregosa fue un castigo extremo. Ese lugar destruye al más duro de los hombres. Son pocos los que salen de allí. Nadie ha salido de ese lugar siendo el mismo que entró.

—¿Y tú cómo lo sabes? —lo desafió Dalach—. Un hombre como tú, de voz suave como la de un bardo, ataviado con buena ropa… Apuesto a que no has pasado ni un solo día de privaciones en tu vida.

A Eile se le ocurrió que lo mejor que podía hacer Dalach era fingir educación para convencer a Faolan de que nada le gustaría tanto como seguir manteniéndolas a ella y a Saraid para siempre. Si quería que el amigo de Deord se mostrara generoso más allá de proveerlos de un solo desayuno, la manera de hacerlo no era precisamente suscitando el antagonismo de aquel hombre.

—Lo sé porque yo también estuve preso en la Sima —contestó Faolan—, aunque no con Deord, sino antes. Cuando un hombre sale de ese lugar no está en condiciones de disfrutar de la compañía de su esposa o hijos, es incapaz de vivir como los demás. Se desorienta, pierde su fe en los dioses y en el género humano. Si su esposa le habla inesperadamente cuando él está pensando en otra cosa, tan probable es que le dé una respuesta cortés como que la agarre del cuello y se lo apriete con fuerza. Si su hijo se sube de un salto a su cama por la mañana, puede ser que le aseste un golpe mortal antes de regresar al momento presente. No es extraño que Deord no se quedara. La pena es que un hombre así siempre anhela la vida anterior, ser como era antes. Pero no es posible.

—Tú pareces bastante normal —comentó Eile. En realidad, él era absolutamente corriente: la clase de hombre al que no podrías describir más tarde porque no había nada que destacara en él. Altura media, enjuto, constitución atlética, cabello oscuro de longitud mediana, una ligera barba, vestido con ropa buena. Labios finos, semblante bien dominado. Si Eile tuviera que destacar algo de él, serían los ojos. Aunque eran cautelosos, ella los había sorprendido una o dos veces con una expresión complicada: cuando miró a Saraid, y cuando habló con ella la pasada noche sobre lo de intentar ayudarla. Allí había cosas que él no quería que vieran los demás. Quizá fueran esas cosas que había mencionado, de la Sima: esas cosas que hacen que un hombre le dé la espalda a su familia.

—Me las arreglo —repuso Faolan—. Mi estancia en ese lugar fue mucho más breve que la de tu padre. Quizá te interese saber que, después de marcharse de aquí la última vez, Deord pasó siete años vigilando a un prisionero en un lugar llamado el Brezal, en territorio de los caitt. Eso se encuentra al norte del reino de Fortriu, al otro lado del mar. El cautivo era un hombre de cualidades excepcionales que había sido encarcelado injustamente. Como guardián, Deord demostró humanidad, paciencia y bondad, así como una extraordinaria fortaleza tanto física como mental. Al final tuvo un papel decisivo ayudando a su prisionero a escapar. A mí siempre me pareció una persona sumamente fuerte, buena y digna de confianza. Lamento lo de tu madre, Eile. Lamento que tu padre no pudiera volver a casa. Murió bien. Fue un magnífico ejemplo de coraje desinteresado.

—El coraje desinteresado nunca puso pan sobre la mesa —terció Dalach—. ¿No dejó nada?

Faolan no pareció inmutarse ante su grosería.

—Las circunstancias eran tales que no tuve acceso a lo que pudiera tener guardado —dijo—. Como amigo suyo deseo ayudar a Eile. Os dejaré unas cuantas monedas de plata. —Dejó claro que con quien estaba hablando era con Anda—. Debéis utilizarlas como creáis más conveniente, para lo que más falta os haga. Tendríais que dejar que Eile diera su opinión. Hay suficiente para poder realizar unas cuantas mejoras en la cabaña y para que podáis pasar el invierno. Mi consejo sería que reservarais la mitad de esta suma para el futuro de Eile. Hay una comunidad de mujeres cristianas no muy lejos de aquí, al oeste, o al menos la había en el pasado. Quizá ellas la acogieran y le enseñaran algunas habilidades útiles.

«¡Si eso fuera posible!», pensó Eile. Estaba dispuesta a creer en cualquier dios que ellas quisieran sólo para poder escapar de allí. Pero no sin Saraid. No podía abandonar a Saraid. Además, Dalach le quitaría el dinero a Anda antes de que aquel hombre generoso se hubiera dado la vuelta siquiera y se lo gastaría todo bebiendo o apostando antes de que hubiera oportunidad de pensar en otras posibilidades. No tenía sentido contarle nada de esto a Faolan. Se marcharía con el dinero y ella recibiría la paliza de su vida por privar a Dalach de aquella ganancia imprevista. A este le daban lo mismo todos ellos. Lo único que su mente podía abarcar era la próxima copa, la próxima pelea, la próxima vez que se la llevaría a la cama. La ira y el resentimiento habían corroído cualesquiera buenos sentimientos que pudiera haber albergado alguna vez. Eile nunca entendería por qué Anda seguía siéndole fiel.

Su tía tomó aire al notar el peso de la bolsita que Faolan le puso en la mano.

—Es muy generoso de tu parte —dijo Dalach—. Muy generoso —le tembló la mano. Eile se dio cuenta de que se esforzaba para no coger rápidamente el dinero—. Lo utilizaremos con sensatez, puedes estar seguro de ello.

Faolan le dirigió una mirada penetrante.

—Asegúrate de que así sea —le dijo—. Me inquieta la situación en la que estáis. Me quedaría más tranquilo si Eile fuera con las monjas. De hecho, si lo deseáis, yo mismo podría acompañarla hasta allí. Tengo asuntos que atender en el oeste además de en el norte y no importa en qué orden los resuelva.

—¡No! —se apresuró a decir Eile—. Ahora no. No creas que no te estoy agradecida, pero no puedo irme.

—Con la chica tenemos otro par de manos —comentó Dalach con soltura—. La necesitamos aquí. Tiene sus propias obligaciones. Además, no sería apropiado que una joven viajara sola con un hombre, y menos con un desconocido —no pareció darse cuenta de que sus palabras se contradecían con lo que había dicho anteriormente.

—Bueno —dijo Anda al cabo de unos instantes—, entonces querrás emprender tu camino. ¿Al oeste, has dicho? ¿Adónde te diriges?

—No conocerás el lugar.

—Tendrás que tener cuidado si pasas por los Tres Robles —terció Dalach—. Acabamos de venir por ahí y hay un puente que se ha venido abajo. Por toda esta lluvia. El camino es transitable hasta el cruce.

—Ah, bien —dijo Faolan tranquilamente—, supongo que me las arreglaré. El territorio del otro lado del río es de los Uí Néill, ¿verdad?

—Tú tendrías que saberlo.

—He estado fuera un tiempo.

—El otro lado del río es territorio de Ruaridh Uí Néill. —Dalach le brindó la información lanzándole una mirada desconfiada—. Me sorprende que tenga que decírtelo yo, pues por tu aspecto pareces de esa familia. Ruaridh tiene más intereses en Ticornnell. Es la mujer la que cuida del territorio aquí. Está dispuesto a que ella lo conserve para su hijo.

—¿La mujer? ¿Qué mujer? Creía que esas eran las tierras de Echen Uí Neíll. —Eile percibió un cambio extraño en el tono de voz de Faolan que no pudo entender del todo.

—¿Dónde has estado? Echen lleva muerto cuatro años. Su viuda lo controla todo. Es muy dura y gobierna con el mismo rigor que cualquier hombre. De todos modos, mejor ella que ese desgraciado. Ella es imparcial. No es que sea un trabajo para una mujer. Ha aguantado más de lo que cualquiera se esperaba. Su cuñado la dejó hacer.

Faolan soltó aire. Eile vio que relajaba los hombros en un intento consciente por mantener el control.

—De manera que Echen está muerto —fue lo único que dijo.

—¡Y buen viaje! —exclamó Anda entre dientes—. Hay historias sobre ese hombre que te helarían la sangre.

—Voy a seguir adelante —dijo Faolan, y se levantó—. Cuando llegue al cruce elegiré mi camino. Eile, piensa en lo que he sugerido. Sean cuales sean tus creencias, creo que las monjas te tratarían bien, sobre todo si tu tía hiciera una donación a su establecimiento. No llevan una vida lujosa, pero sí ordenada y serena.

Eile asintió con la cabeza. No encontraba las palabras adecuadas. Estar tan cerca, tener el modo de escapar al alcance de la mano y no poder irse… Era demasiado cruel. «Llévame contigo». Las palabras rondaron sus labios. Cerró la boca de golpe.

—¿Lo tienes todo? —Dalach se mostró afable ahora que estaba claro que el invitado se marchaba dejando allí su bolsa de plata.

—Creo que sí. Ah, tenía un cuchillo pequeño… No recuerdo dónde lo dejé… —No miró directamente a Eile, sólo dejó que su mirada se desplazara hacia ella con las cejas enarcadas. La muchacha no dijo nada.

—Bueno —dijo Faolan—, quizá lo tenga en mi morral o me lo haya dejado en casa de Brennan. Tal vez vuelva a pasar por aquí de camino a casa para ver cómo le va a Eile y si ha cambiado de opinión. De momento me despido de vosotros. Lamento no haber traído buenas noticias. Deord era una excelente persona.

—No dejas de decirlo. —Dalach torció la boca—. Yo nunca lo vi con mis propios ojos.

—Algunos sólo ven lo que quieren ver. Adiós, Eile. Él estaría orgulloso de ti.

Brotaron las lágrimas. La muchacha se las enjugó furiosamente con la mano. ¿Deord orgulloso de la puerca de su hija con su cabello sucio, sus andrajos y las cosas asquerosas que tenía que hacer para sobrevivir? Lo dudaba mucho.

—Adiós —farfulló mirando al suelo. «Llévame contigo, adonde sea, lejos de aquí. Llévame lejos para no tener que hacerlo».

Saraid había vuelto a entrar con sigilo. Su manita agarró un pliegue del delantal de Eile. Sus ojos estaban fijos en el hombre que había traído un festín.

—Di adiós, Ardilla —susurró Eile, pero la niña ocultó el rostro en el áspero tejido artesanal y no dijo nada.

Bridei se encontraba en Abertornie para ocuparse del bienestar de la familia de Ged. Este, un extravagante jefe de clan que había sido uno de los seguidores más incondicionales del joven rey, había caído en la última gran batalla del otoño y había muerto en el mismo momento en que los priteni recuperaron Dalriada. Dejó una joven viuda, un hijo de diez años y tres hijas muy pequeñas. Bridei habló con todos ellos, se cercioró de que comprendieran que su padre había muerto siendo un héroe y les transmitió unos últimos mensajes.

Mientras el rey estaba ocupado de ese modo, su consejero principal, Aniel, que lo había acompañado, llevaba a cabo una discreta investigación sobre el estado de los campos y edificios y juntos organizaron algunas disposiciones para que Loura pudiera ocuparse de las tierras mientras el joven Aled se hacía un hombre. Bridei invitó al chico a pasar una temporada en la corte el próximo verano. El muchacho le dio las gracias con seriedad y le dijo que iría si podía, pero que creía que tal vez estuviera bastante ocupado.

Bridei y Aniel cabalgaron entonces hacia la fortaleza costera de Caer Pridne para asistir a un consejo que se había convocado allí, no una reunión abierta de las que se celebraban en la Colina Blanca, sino una menos concurrida, particular y privada.

La estación ya casi estaba demasiado avanzada para viajar tan lejos. Ya había quedado atrás el Umbral y habían caído las primeras nieves. El rey y su consejero cabalgaban con una escolta de cinco hombres, uno de los cuales era el guardaespaldas de Bridei, Garth, y otro el de Aniel, Eldrist. La prolongada ausencia de Faolan había supuesto una pesada carga para Garth, que ahora era el único guardaespaldas con experiencia que le quedaba a Bridei. La capacitación requerida era larga y rigurosa. Garth había apostado a un hombre nuevo en la Colina Blanca, Dovran, que estaba demostrando su valía. Bridei no creía que Faolan regresara antes del próximo verano.

—Necesitas al menos tres hombres —había protestado Garth—, o mejor cuatro. ¿Qué me dices de Cinioch?

—Faolan volverá. No puede resistirse a la escasa paga y a las noches sin dormir —le había dicho Bridei—. Cinioch pertenece a Pitnochie. Quiero que Uven y él se marchen a casa y se olviden de las batallas durante un tiempo. —Había sido una estación de sangre y muerte, con la pérdida de muchos buenos compañeros, el leal Breth entre ellos. Había sido una victoria, un gran triunfo. Los escotos habían sido expulsados y se habían recuperado los territorios del oeste para los priteni. Ahora en el corazón de Bridei reinaba un intenso deseo de paz. Su pueblo la necesitaba. Necesitaban tiempo para labrar sus tierras y sembrar sus cosechas, para criar a sus hijos y celebrar su amor por los dioses. No más guerra; sencillamente se tendrían que mantener las fronteras e integrar la estructura de la comunidad dentro de sus límites. La lanza debía convertirse en guadaña, el garrote en remo, la daga en azuela o punzón. Los hombres que lo habían arriesgado todo por su rey, sus tierras, su fe, debían tener tiempo para volver a tejer los hilos de sus vidas.

La sólida fortaleza de Caer Pridne, situada en lo alto de un promontorio en la costa nordeste, había sido la sede de los reyes de Fortriu. Dicho bastión constituía entonces el cuartel general de las fuerzas de combate de Bridei, al mando de las cuales estaba Carnach del Recodo del Espino. Aquella noche Caer Pridne se hallaba en calma. Era invierno. El gran ejército que se había reunido para realizar el ataque por múltiples flancos contra Dalriada se había disuelto y sus miembros habían partido hacia sus territorios natales antes de que los caminos se volvieran intransitables. Quedaba una fuerza formada por los guerreros más experimentados, aquellos que no tenían ningún otro oficio. Ellos permanecían acuartelados todo el año, listos para lo que pudiera acaecer. Las familias vivían dentro de los altos muros y la plaza fuerte albergaba a toda una comunidad. De Caer Pridne salían los guardias para la Colina Blanca, y una fuerza se turnaba cada estación para mantener alerta a los soldados.

Los jefes de clan guerreros de más confianza de Bridei, Carnach y Talorgen, acababan de regresar de Dalriada. Ambos se habían quedado allí al término de la guerra para supervisar la marcha de los jefes escotos por mar hacia su tierra de origen. El rey de Dalriada, Gabhran, había caído gravemente enfermo poco después de la última gran batalla y se le había permitido quedarse en su fortaleza de Dunadd junto a los miembros más allegados de su casa. Una fuerza de guerreros priteni se hallaba acuartelada allí para vigilar el lugar y a sus ocupantes.

Bridei ya había recibido noticias de sus jefes de clan, pues estos habían visitado la Colina Blanca a su regreso y habían sido muy aclamados. Pero no todas las nuevas podían compartirse abiertamente. Aquella noche, en la pequeña cámara privada que Bridei había elegido para celebrar el consejo, el pelirrojo Carnach y Talorgen, de más edad, se sentaron a la larga mesa de roble con Bridei y Aniel en compañía de una mujer menuda y canosa ataviada con unos ropajes de color gris: Fola, la sacerdotisa superior de Fortriu cuyo establecimiento de Banmerren se hallaba a cierta distancia siguiendo la bahía. A excepción de Garth, los guardaespaldas permanecían fuera, al otro lado de la puerta que tenía echado el cerrojo. En los nichos abiertos en la piedra había lámparas de aceite. Todo estaba tranquilo y en orden.

—Gracias por venir, amigos míos —dijo Bridei—. Lamento que sea necesario tanto secreto. Tengo noticias sobre las que necesito vuestro consejo. En cuanto me lo hayáis dado, decidiremos juntos hasta qué punto hay que divulgarlas y cuándo.

—Bridei —interrumpió Fola con sus perspicaces ojos oscuros clavados en el rey—, ¿por qué no se halla presente Broichan? ¿No se sentía bien para viajar? Creía que su salud había mejorado mucho la última vez que lo vi. —La mujer era una vieja amiga y no se atenía a ceremonias.

—Este año no pude estar en Caer Pridne para el Umbral —dijo Bridei eligiendo las palabras con cuidado; aquello sería difícil de explicar—. No llevé a cabo mi acostumbrado ritual en el pozo. Esta noche, cuando terminemos aquí, velaré hasta el amanecer. Si Broichan me hubiese acompañado, habría insistido en practicar el ritual conmigo. Podría haber resistido la cabalgata desde la Colina Blanca, pero la vigilia hubiese puesto a prueba su salud más allá de lo que hubiera podido soportar.

Se hizo un breve silencio.

—Broichan todavía no es partícipe de esta noticia —dijo Bridei, que vio la expresión de sorpresa que cruzó por el sereno semblante de la mujer sabia—. Se enterará a mi regreso a la Colina Blanca. Primero quiero que me deis vuestra opinión. Vuestro buen consejo, todos vosotros.

—El motivo de este consejo es secreto hasta que el rey decida divulgarlo más —dijo Aniel, que juntó las manos sobre la mesa, con los dedos hacia arriba.

—Eso ya ha quedado entendido —terció Talorgen del Pozo del Cuervo, un hombre de mediana edad, apuesto y de expresión franca—. ¿De qué se trata?

—El rey de Circinn ha muerto —anunció Bridei en voz baja, y un grito ahogado de sorpresa recorrió la mesa. Aquel suceso tenía una importancia trascendental. Circinn, el reino del sur de los priteni, se había vuelto cristiano con el reinado de Drust el Verraco, en tanto que Fortriu había permanecido incondicionalmente fiel a los antiguos dioses. Ahora debía celebrarse una elección para determinar quién sería el próximo hombre de linaje real que se convertiría en monarca—. No nos hemos enterado por mediación de ningún mensajero; uno de nuestros espías nos comunicó la noticia antes de que Aniel y yo partiéramos de la Colina Blanca. Como el invierno ha empezado con dureza, creemos que Circinn no convocará elecciones hasta el término de la estación, pues habrán recordado lo difícil que resultó la última vez. Por otro lado, tal vez intenten hacerlo furtivamente, nombrar a su rey y presentárnoslo como decisión inapelable en primavera.

—Exactamente —dijo Aniel—. Quizá pasen por alto, para su conveniencia, el hecho de que los jefes de clan de Fortriu tienen derecho a voto. Ya conocéis a Bargoit y a sus compañeros consejeros. Son perfectamente capaces de evitar el procedimiento correcto si resulta que les conviene.

Carnach soltó un silbido entre dientes.

—Drust el Verraco muerto, ¿eh? Me pregunto cuál de esas ratas que tiene por consejeros le habrá echado algo en el estofado.

—Deberíamos decir unas oraciones por su deceso —sugirió Fola al tiempo que dirigía una mirada de reprobación al jefe de clan de cabellos rojos—. Quizá no nos mereciera muy buena opinión, pero eso no debería impedirnos hacer lo que es debido.

—Son plegarias cristianas lo que él querría —terció Aniel crispando el labio—. ¿Serás capaz de hacerlo, Fola?

—Puede que Drust hubiera sido bautizado en la fe cristiana —replicó la mujer sabia—, pero no tengo ninguna duda de que la deidad a la que apeló en última instancia fue a la Diosa Madre. No hay nada malo en desearle un buen viaje a alguien. No creo que Drust fuera mala persona, sólo era débil. Demasiado débil para ser rey —como epitafio era un tanto lamentable.

—Es un dilema —dijo Aniel—. ¿A quién verán los jefes de clan de Circinn como al contendiente más fuerte? ¿Qué candidatos tendrán para ofrecer?

—Seguramente ninguno que le llegue a la suela del zapato a Bridei, que acaba de infligir una aplastante derrota a los escotos —afirmó Carnach sin rodeos—. Tenemos que cercioramos de que llevan a cabo las elecciones con justicia, al igual que hicimos nosotros cuando murió Drust el Toro. Si Bridei pudo ser elegido rey de Fortriu con el voto de los representantes de todos los reinos de los priteni, ahora que está en juego el reinado de Circinn debería aplicarse el mismo proceso. Es la oportunidad que hemos estado esperando: el sueño de Broichan. En menos de una estación podríamos ver a Fortriu y Circinn unidos bajo un mismo soberano. Debes presentarte como candidato, Bridei. Puedes hacerlo. —El fervor enrojecía las facciones de Carnach, a quien le brillaban los ojos. Era un hombre generoso. Él mismo había tenido derecho a presentarse como candidato a monarca de Fortriu hacía casi seis años, pero había renunciado a ello para dar su apoyo a la candidatura de Bridei.

—Broichan opinará lo mismo, lo sé —dijo Bridei—, pero no es tan sencillo. Está la cuestión de la fe, la voluntad de las gentes de Circinn y de los jefes de clan que las representan. Puede que esté al otro lado de nuestra frontera pero, tanto si nos gusta como si no, ahora Circinn es un reino cristiano.

—Además —intervino Talorgen con el ceño fruncido—, hay que tomar en consideración el oeste. Tal vez hayamos ganado Dalriada, pero un territorio recién conquistado hay que manejarlo con cautela. No tengo ninguna duda de que los escotos regresarán en tres, cinco o diez años, el tiempo que tarden en reagruparse. Tendremos continuos desacuerdos en la región, pues habrá quienes quieran reinstaurar el antiguo gobierno. Hemos hecho todo lo posible para eliminar a los alborotadores, pero sigue habiendo una fuerte presencia escota. No se puede ocupar un lugar y esperar que los habitantes conquistados sigan adelante con sus vidas como si no hubiera ocurrido nada. Odio decirlo, pero puede que este no sea el mejor momento para que Bridei asuma el liderazgo de Circinn además del de Fortriu. Se vería empujado en direcciones opuestas. A todos nos ocurriría lo mismo.

—¿Con qué frecuencia acaece una elección? —preguntó Carnach—. ¿Y si sube al trono un hombre joven, alguien más joven aún que Bridei? Esta podría ser la única oportunidad que tuviéramos en toda una vida, Talorgen. ¡Sería una locura dejarla pasar!

—Fola —dijo Bridei en voz baja—, ¿tú qué opinas?

—¿Me consultas a mí cuando todavía no le has comunicado la noticia a Broichan, tu mentor de toda la vida?

Bridei ya se había esperado aquella reacción por parte de la mujer sabia. Excluir a Broichan de una decisión tan importante era inaudito; en aquel mismo momento Bridei se preguntó si había actuado correctamente.

—Tú lo conoces. Ya sabes por qué. Su pasión es ver a Fortriu y Circinn reunidos en la antigua fe. No dudéis, ninguno de vosotros, que comparto ese sueño. Si en la primera época de mi reinado me hubierais preguntado si tenía intención de anexionar Circinn a mi reino a la primera oportunidad, supongo que os habría dicho que sí sin la menor duda. Si me lo preguntáis hoy, os diré que lo que ahora quiero para Fortriu es una temporada de paz. Un tiempo para la reconstrucción. Un tiempo para la reflexión.

—Aquí hay mucho en juego —dijo Fola—. Soy consciente de que has mandado a Faolan al territorio de los jefes Uí Néill. Sé que parte de su misión es obtener información sobre estos clérigos cristianos que pretenden afianzarse en nuestras islas occidentales. Debo interpretarlo como una indicación de que no estás decidido a negarles rotundamente sus demandas. Al menos todavía no…, no hasta que regrese tu espía, y eso no ocurrirá antes de primavera. Sé que tu atención se centra aún en el oeste. Una victoria contundente en el campo de batalla no significa necesariamente una paz continuada. Los Uí Néill siempre serán una amenaza, y haces bien en ser consciente de ella. Circinn también sabe cuáles son tus prioridades. Tengo la sensación de que para cuando llegue la primavera el reino del sur habrá elegido su propio rey sin molestarse en incluir a Fortriu en el proceso. Todos recordamos a Bargoit. Oficialmente ese hombre no es más que un consejero, pero lleva años dirigiendo los asuntos de Circinn. Estará buscando otro aspirante a quien pueda manipular como a un pelele. Drust tenía hermanos, ¿verdad?

—Dos —respondió Aniel con expresión un tanto ceñuda—. Garnet y Keltran. Ambos cortados por un patrón muy similar al de Drust, aunque unos cuantos años más jóvenes que él. A Bargoit no le resultará muy difícil modelarlos a su antojo. No puedo decirte si alguno de los dos ha recibido el bautismo cristiano. Sé que todavía hay clérigos cristianos presentes en la corte de Circinn, aunque Bridei me ha dicho que nuestro viejo amigo el hermano Suibne se encuentra ahora en el oeste.

—Zarpó rumbo a su tierra natal antes del cambio de estación en compañía de los jefes de clan de Gabhran —dijo Talorgen—. Yo mismo los vi partir. Para tratarse de un hombre de aspecto tan inofensivo, ese sacerdote tenía muchas cosas que decir.

Bridei sonrió al recordar con cierto cariño al clérigo cristiano que, tiempo atrás, tanto había disfrutado discutiendo asuntos de fe con él. Suibne era un hombre que parecía estar en todas partes.

—Fueron sus palabras las que mandaron a Faolan en busca de este tal Colm, el sacerdote que necesita un nuevo alojamiento más allá de las costas de su tierra natal —dijo—. Puede que no comparta las convicciones religiosas de Suibne, pero reconozco que es astuto e inteligente. Interpreté sus palabras como una especie de advertencia. Mi actuación al respecto dependerá de la información que traiga Faolan. No has respondido a mi pregunta, Fola.

—No puedo responderla. —La mujer sabia tenía una expresión adusta—. Sólo puedo aconsejarte que recurras a la sabiduría de los dioses. Yo tengo intención de hacerlo en cuanto terminemos con esto. Si percibo cualquier cosa, serás el primero en saberlo. He visto las ruinosas consecuencias de la guerra, Bridei. Comprendo tu renuencia a asumir esta responsabilidad añadida con las heridas aún tan recientes en nuestro reino. Sin embargo, habrá quien no entienda tu razonamiento —miró a Carnach—, pues parece que es detrás de esta gran victoria cuando tienes tu mejor oportunidad de conseguir un voto ganador. De todas formas, lo que dice Talorgen es sensato. Dalriada necesitará de tu atención. No entiendo esta misión de Faolan y nunca la he entendido. La mera consideración de dejar que los clérigos cristianos se afirmen en las islas es arriesgarse a que, con el tiempo, Fortriu sea aplastada entre dos fuertes baluartes de la nueva fe. Broichan se horrorizaría.

—Tal como lo planteó Suibne —explicó Bridei—, Colm es un fugitivo de su tierra natal que había tenido problemas con unos jefes poderosos por haberse inmiscuido en un conflicto armado. Lo que quiere es un santuario donde él y sus hermanos puedan vivir tranquilos. Recuerdo la manera en que Drust el Verraco echó a los druidas y mujeres sabias de sus casas de oración de todo Circinn. Si demuestro la misma falta de respeto hacia aquellos que sólo quieren amar a sus dioses en paz, sean los dioses que sean, entonces no soy mejor de lo que era él.

—¡Mmm! —dijo Fola, cuyos ojos oscuros lo contemplaban con escepticismo.

—Además, el propio Suibne señaló que en las Islas Luminosas hay ermitaños cristianos que no sólo son tolerados sino bien recibidos por mi rey vasallo de allí, a pesar de la adhesión de los lugareños a los antiguos dioses. Suibne se percató de la contradicción. Si le niego a Colm su refugio, lo que correspondería entonces sería exigir también la eliminación de la presencia cristiana en las islas del norte.

—No subestimo los argumentos espirituales. —El pelirrojo Carnach tenía los puños apretados sobre la mesa. No era habitual en él demostrar agitación de ningún tipo, puesto que se trataba de un frío y avezado jefe de combatientes—. Sin embargo, no puede ser, no es posible que dejes escapar una oportunidad semejante, mi señor rey. La Corona de Circinn… ¡Por la hombría del Guardián de las Llamas que casi preferiría presentarme yo mismo como candidato antes que ver cómo un pelele pariente de Drust asume el poder en el sur mientras Bargoit le susurra al oído! No entiendo cómo puedes apoyar esto, Talorgen. No puedo entender cómo ninguno de vosotros puede considerarlo siquiera. ¿Qué clase de consejo es este? ¡Por todos los dioses! Si tuviéramos aquí a Ged y a todos esos magníficos hombres que cayeron al ser vicio de Fortriu en otoño, sé lo que dirían. Eres nuestro rey, Bridei, nuestro líder y nuestra inspiración. Este es tu momento. Es el momento de volver a reunir los dos reinos en uno. Tienes a jefes de clan fuertes, a sabios consejeros, a gente que daría la vida gustosamente por ti. Puedes conservar Dalriada y gobernar Circinn además de Fortriu. Puedes hacerlo, Bridei. Ten fe. ¡Aprovecha esta oportunidad! El hecho de que se haya presentado ahora, al cabo de tan poco tiempo después de que se ganara nuestra guerra sin duda debe significar que el Guardián de las Llamas quiere que la aproveches.

Bridei miró con detenimiento a su pariente, cuya mezcla de fervor y frustración había enrojecido su blanca tez. Carnach había sido uno de sus jefes de clan más leales y dignos de confianza, una fuente de inmensa fortaleza en la guerra y astuto asesoramiento en tiempos de paz. Era un hombre influyente; muchas cosas dependían de su lealtad, por no hablar de su amistad. No era la primera vez que el monarca sentía una punzada de pesar por la ausencia de Faolan. ¿Quién sino él le brindaría un consejo verdaderamente honesto sobre un asunto tan difícil?

—Tu fe en mí y en el futuro me reconforta, Carnach —le dijo—. Créeme, no subestimo la habilidad de los jefes de Fortriu, ni de sus gentes, para afrontar un desafío. Todavía no he tomado una decisión sobre este asunto. Seguiré el consejo de Fola y recurriré a la sabiduría de los dioses. Sé lo que dirían mis jefes de clan guerreros. En su mayor parte estarían de acuerdo contigo. Aprovecha la ventaja, me dirían. Sé lo que querría Broichan.

—No puedo creer que hayas optado por no comunicarle la noticia —dijo Fola. No era exactamente un reproche; ni siquiera ella, que lo conocía desde que era niño, se olvidaba de que era el rey.

—Si lo piensas bien —le explicó Bridei—, comprenderás por qué no lo hice. Si decido no presentarme a estas elecciones, él lo vería como una traición, tanto estratégica como personal. Convoqué este consejo para determinar si, en caso de que en esta ocasión decidiera no luchar por el trono de Circinn, contaría con vuestro apoyo. Quiero estar seguro de contar con vuestro apoyo antes de transmitirle la noticia de la muerte de Drust a nadie, incluido Broichan.

Se hizo el silencio. La trascendencia de la ausencia de Broichan era profunda. Como padre adoptivo de Bridei y como druida del viejo rey y del nuevo, había desempeñado un papel decisivo en el modelado de su hijo adoptivo para convertirlo en el rey perfecto para Fortriu: un rey que poseía una profunda lealtad de toda la vida hacia los antiguos dioses del norte, un rey dedicado a la reunificación de los territorios de los priteni bajo las tradiciones de sus deidades, el Guardián de las Llamas, la Brillante, la Diosa Madre y la bella Diosa de las Flores. Y otro dios, a quien Bridei honraría aquella noche en su vigilia. Broichan dominaba los pensamientos de todos ellos, era una figura de poder que a lo largo de los años había convocado su propio consejo secreto al que tres de los allí presentes habían pertenecido en la época de juventud de Bridei. En el recuerdo de todos, el druida real sólo había cometido un error de juicio en una ocasión.

—Decidas lo que decidas, puedes contar con mi apoyo, Bridei —dijo Talorgen—. No me entusiasma la idea de entrar en conflicto con Broichan, pero confío en que tomarás la decisión correcta. Ambas alternativas tienen sus ventajas e inconvenientes. Los argumentos de Carnach son convincentes y no hay duda de que los oiremos planteados y replanteados en cuanto trascienda la noticia de la muerte de Drust. Lo más probable es que tus jefes de clan guerreros apoyen a Carnach.

—Yo ya he prometido apoyarte —manifestó Aniel—. Si eso me enfrenta a mis compañeros consejeros y al druida real, que así sea. No será la primera vez. En el período subsiguiente a la guerra quizá la sangre corre más caliente en algunos hombres, incitándolos a tomar decisiones impulsivas y a actuar de manera poco meditada. En mi opinión, un asunto de tan vital importancia debe ser cuidadosamente sopesado. Yo ya lo he hecho. La decisión es tuya.

Bridei miró a Fola.

—A mí no me mires —le dijo la mujer sabia—. Deberías saber que no tomo decisiones precipitadas. Consultaré con los dioses y tú harás lo mismo. Reunámonos de nuevo por la mañana y veamos si hay un camino claro. No debemos convertirnos en enemigos, ninguno de nosotros. Carnach, comprendo tus motivaciones. Yo también lo siento en lo más profundo de mi ser. Sé que a Broichan le ocurrirá lo mismo. Espero que no le rompamos el corazón.

—¿Broichan tiene corazón? —Aniel enarcó las cejas—. Intelecto, ambición y fe no le faltan. Sin embargo, os recuerdo la única vez que casi nos falló. ¿No fue en el asunto de Tuala cuando su actitud despiadada casi supuso su perdición y la ruina de todos los planes que llevábamos tanto tiempo urdiendo?

—No discutamos eso ahora —dijo Bridei—. Carnach, ¿pensarás en ello esta noche y estarás dispuesto a hablarlo más detenidamente mañana?

—No voy a cambiar de opinión. Perdóname, pero seguir el curso que estás considerando sería un desacierto monumental. Estoy deseando despertarme y encontrarme con que todo ha sido una pesadilla, Bridei. No puedo creer que esté ocurriendo.

—Eres mi pariente y mi adalid —repuso el rey con calma—. Puede que no siga todos tus consejos pero, créeme, siempre los tomo en consideración. No quiero que este asunto se interponga entre nosotros, Carnach. Soy perfectamente consciente de que, en gran medida, es a ti a quien debo el trono de Fortriu. Nuestro reino no puede permitirse el lujo de tener divisiones entre sus propios jefes.

Carnach no respondió, sino que se puso en pie y se dispuso a marcharse. Su expresión era adusta.

—Muy bien —dijo Bridei—. Ahora iré a comenzar mi vigilia. Os veré a todos por la mañana. Hay que tomar una decisión sin demora. Circinn actuará durante el invierno, de un modo u otro. Para presentarme como candidato tendría que despachar a un mensajero hacia la corte del sur casi inmediatamente. Confiemos en que los dioses nos proporcionen respuestas.

Cuando los demás se hubieron marchado, el rey permaneció un momento en la cámara de consejo con Fola en tanto que Garth mantenía su posición junto a la puerta.

—Tengo una pregunta —le dijo la mujer sabia. Su mirada era sagazmente escudriñadora—. ¿Hasta qué punto tu renuencia a involucrar a Broichan tiene que ver con su precario estado de salud? ¿Intentas evitarle disgustos que lo suman en una decadencia terminal?

Bridei suspiró.

—Por supuesto que lo pienso. Regresó de su estancia con vosotras muy mejorado, pero sigue estando delicado y sufre accesos de dolor. Claro que, siendo como es, no admitirá debilidad alguna.

—La noticia de esta muerte debe hacerse pública pronto. Entonces Broichan te preguntará cuáles son tus intenciones y debes decírselo.

—Anunciaremos la muerte de Drust el Verraco en cuanto regresemos a la Colina Blanca. Hablaré con Broichan, Fola. Si no estamos de acuerdo, pues no estamos de acuerdo. Claro que se enojará si decido dejar pasar el trono del sur.

—Me parece que decir que se enojará es quedarse corto.

—Créeme, hasta el rey de Fortriu teme semejante confrontación. Tengo intención de apelar a su sentido de la lógica. Siempre acepta mejor las noticias poco gratas si se le presentan con coherencia y respaldadas con argumentos sólidos. Voy a sobrevivir a cualquiera que elijan como rey de Circinn. Me lo dice el corazón.

—Ese es un argumento de fe, no de lógica.

—Tengo intención de emplear ambas cosas.

—También dispones de otra herramienta, si ella accede —dijo Fola—. Ya conoces la facilidad que tiene tu esposa con la hidromancia. Pídele a Tuala que mire en tu futuro. Pídele que investigue el futuro de tu reino. Averigua si lo que ve en diez, veinte o cincuenta años es un Fortriu cristiano. Esa es la visión que más horroriza a Broichan. Dejando que en Circinn se las arreglen solos y al mismo tiempo brindándoles a esos clérigos escotos una invitación para que se asienten en nuestras islas occidentales podrías estar abriendo la puerta a nuestros peores miedos, Bridei. ¿Estás dispuesto a asumir esa responsabilidad?

—Soy el rey. Ocurra lo que ocurra, la responsabilidad es mía. Mi corazón me dice que necesitamos la paz por encima de todo lo demás.

Fola asintió con la cabeza y se levantó. Era una mujer diminuta que a Bridei le llegaba a la altura del pecho. Su larga cabellera plateada Relucía a la luz de las velas.

—Muy bien, Bridei. Me recogeré para orar y tú haz lo mismo. Veo que se aproxima una época oscura, unos tiempos difíciles. Es lamentable que Faolan no pueda estar de vuelta con noticias para nosotros antes de la primavera.

—Quizá llegue aún más tarde. Tiene asuntos propios que atender aparte de mi misión.

—¿Ah, sí?

—Asuntos familiares. No quiso hablar de ello.

—¿Ese hombre tiene familia? Me dejas asombrada, Bridei. Siempre pensé que había venido a la vida en un rincón oscuro en alguna parte, completamente adulto y armado.

Bridei sonrió.

—Se esfuerza mucho por dar esa impresión. En el fondo es humano. Cada vez soy más y más consciente de ello. Buenas noches, Fola. Agradezco tu equilibrado criterio.

—Agradécemelo mañana, cuando sepamos a qué atenernos. Buenas noches, Bridei.

Unos fríos soplos de aire susurraban en los alrededores del Pozo de las Sombras. Sendero arriba ardía una antorcha, en lo alto de las empinadas escaleras que descendían hacia aquel lugar subterráneo, bajo la colina de Caer Pridne. Garth, a su vez, velaba arriba, pues su trabajo consistía en asegurarse de que no molestaran a Bridei. Agazapado en mitad de las escaleras estaba el perro blanco, Ban, el leal compañero del rey desde un invierno en Pitnochie, tiempo atrás, cuando la pequeña criatura había surgido de una visión y se había hecho realidad. Ban no bajó hasta el pozo. Era un lugar oscuro, habitado por recuerdos turbulentos y espíritus heridos. Era un santuario del dios Innominado, una deidad muy exigente con los hombres, y a lo largo de los años había sido escenario de una cruel prueba de su lealtad. El antiguo ritual en el que anualmente moría una joven sacerdotisa hacía seis años que no se celebraba, desde que Bridei subió al trono de Fortriu. Él había prohibido su práctica y, como sabían que su devoción a los antiguos dioses era profundamente inquebrantable, su corte y su pueblo habían apoyado su decisión, aunque no sin ciertas expresiones de inquietud. En lugar del sacrificio, el rey y su druida llevaban a cabo una prolongada vigilia de obediencia la noche del Umbral.

Aquella estación Bridei no había podido celebrar el ritual y en su lugar llevó a cabo la práctica de esta noche. Se arrodilló a solas junto al cuadrado de agua oscura, con los brazos extendidos en pose de meditación. Tenía mucha experiencia en las prácticas druídicas. Con cuatro años de edad lo habían mandado con Broichan para que recibiera educación y estaba tan capacitado en las enseñanzas y el ritual como podía estarlo cualquiera que no fuera druida. Calmó su respiración, aminoró el ritmo de su corazón e hizo que su cuerpo hiciera caso omiso del frío penetrante que hacía en la cueva subterránea. Lo más difícil era apartar los recuerdos de su mente. No podía visitar aquel lugar sin tener presente su primer sacrificio del Umbral. Bridei había sido el único pariente del viejo rey que se acercó para ayudarle cuando la enfermedad había debilitado tanto a Drust el Toro que este no pudo llevar a cabo su parte del ritual. Aquella noche Bridei lo había ayudado a ahogar a una chica.

Había recurrido a todos los argumentos posibles para intentar justificarse, a los últimos retazos de las enseñanzas y la historia. Sabía que el dios oscuro lo había exigido. Comprendía que al actuar de ese modo se había ganado el respeto de todos los presentes y, como resultado, su apoyo cuando más tarde se presentó como candidato al trono. Pero ningún razonamiento lo había convencido nunca de que lo que había hecho estaba bien. Era un dilema: estos pensamientos lo hacían desleal a los dioses y desde niño lo habían educado para creer que dicha lealtad era la base de la existencia de una persona. Temía al dios Innominado por encima de todo. Tenía miedo de recibir el castigo cuando menos se lo esperara y creía saber cómo ocurriría. Para castigarlo, el dios no obraría contra el propio Bridei, sino contra Tuala, contra Derelei, contra el hijo todavía nonato, robándole quizá la vida antes de que viera su primer amanecer. Cada día que lograba mantenerlos a salvo, Bridei dirigía una plegaria de gratitud a los dioses que sabía le eran más propicios: el Guardián de las Llamas, defensor de los valientes y honorables, y la Brillante, que hacía mucho tiempo les había otorgado su bendición a Tuala y a él.

Esperaba que aquella noche estuvieran todos escuchando. Esperaba que ellos guiaran su decisión. Bridei sabía qué era lo correcto. Sabía también que a mucha de su gente les parecería que su elección era fruto de la debilidad y que estaba en desacuerdo con su reputación de líder intrépido que tan milagrosamente había recuperado los territorios perdidos de Dalriada, cuando no hacía ni seis años que reinaba. Sin el apoyo de su druida, sin el respaldo de jefes de clan influyentes como Carnach, sería difícil convencer a su pueblo de que debía dejar pasar esta oportunidad. Tal vez diera la impresión de desobedecer de manera imprudente la voluntad de los dioses.

Esta noche no iba a pensar en ello. El Pozo de las Sombras era un lugar de abyecta obediencia, un lugar donde los hombres poderosos se inclinaban ante el dios que representaba la parte más oscura de cada uno de ellos, un rincón del espíritu cerrado a cal y canto que albergaba unas innobles ansias de poder destructivo. Los más nobles y justos de entre los hombres sentían cómo las tinieblas despertaban en su interior cuando se arrodillaban junto al pozo. Era una prueba capaz de derrotar al más intrépido:

Bridei cerró los ojos y empezó a pronunciar las palabras rituales: «Respiro en la oscuridad…».

En el bosque que dominaba la casa del druida en Pitnochie, Ana, princesa de las Islas Luminosas, estaba sentada tranquilamente en un árbol caído, esperando a que volviera su prometido. No estaba sola: en una rama cercana había una corneja cenicienta, vigilante, y un piquituerto de color escarlata investigaba el lecho de hojas a los pies de la muchacha. En el otro extremo del claro montaba guardia un gran perro gris cuyo formidable tamaño y mirada penetrante bastarían para disuadir al más audaz de los atacantes. Preocupado por la seguridad de Ana, Drustan había adquirido a Nube de un granjero que vivía más abajo en la Cañada y el perro no había tardado en caer víctima del seductor encanto de su nuevo propietario, por lo que ahora era tan esclavo de él como lo eran los pájaros. No, pensó Ana, esclavo no era la palabra adecuada. Las criaturas de Drustan estaban tan unidas a él que parecían ser extensiones de su propio ser; sabían por instinto lo que Drustan quería de ellas y lo que podía ofrecerles. Con Ana ocurría algo parecido. Su amor por él tenía una especie de inevitabilidad; todo su ser había quedado ligado al de él desde el momento en que se vieron por primera vez.

Drustan seguía sin querer manifestar sus insólitas habilidades en presencia de los demás, incluso ahora que Ana y él llevaban un tiempo viviendo en casa de Broichan y sabían que los fieles criados del druida eran totalmente dignos de confianza. De ahí que adquiriera un perro en vez de un hombre de armas. Para Drustan la libertad era algo nuevo. Había pasado los últimos siete años encerrado y en ese tiempo, si había salido de vez en cuando, había sido gracias a Deord, su desinteresado guardián. Ahora podía salir a su antojo y ejercitar sus habilidades especiales sin miedo a ser castigado, pero todavía era renuente a compartir lo que podía hacer con nadie que no fuera Ana. En otoño le había llevado un mensaje al rey Bridei en lo más reñido de la batalla. Ello significaba que los habitantes de la casa de Pitnochie ya sabían la verdad sobre él, pues dos de los hombres que servían como guardias aquí estaban presentes en el campo de batalla cuando Drustan había intervenido para salvarle la vida al rey. Por fortuna, la gente de Broichan sabía lo que era la discreción y sencillamente siguieron adelante con sus cosas. Los largos años en casa del druida los había hecho adaptables.

Ana suspiró y aquel leve sonido hizo que el piquituerto se le posara en la mano con su peso casi imperceptible. El pájaro empezó a arreglarse el plumaje con el pico afanosamente. La corneja avanzó por la rama dando saltitos con la cabeza vuelta hacia un lado. Nube aulló.

—Volverá pronto —murmuró Ana—. Supongo que os resulta un poco aburrido esperar aquí conmigo. A él no le gusta que me quede sola en el bosque. —Sonrió para sí; probablemente ninguno de ellos entendía ni una palabra de lo que les estaba diciendo. Lo que sí sabían era lo que pensaba Drustan, quien podía ver a través de sus ojos y darles instrucciones que ellos llevaban a cabo de manera impecable. Todo esto lo había observado Ana durante el difícil viaje que había realizado el pasado verano, cuando los pájaros habían velado por ella y la habían ayudado a encontrar el camino.

Pensó en Faolan, compañero y amigo en ese viaje. Faolan, que entonces se había marchado en una nueva misión. Ella le había roto el corazón al enamorarse de Drustan. Y ni siquiera se había dado cuenta, hasta que lo obligó a darle una explicación durante aquella lucha desesperada por los agrestes territorios de los caitt. ¡Oh, Faolan! Lo echaba mucho de menos, y sabía que Drustan también. Ocupaba un lugar único en sus vidas. No había palabras para describirlo.

Rehuyó pensar en «si hubiera…». Amaba a Drustan y eran felices. Tenía una noticia para él que aún lo haría más feliz. Sin embargo, Faolan suponía un constante pesar. Cuando salió de la Colina Blanca, parecía desdichado, desesperado, como si pudiera hacer cualquier cosa. Ana rezaba para que el regreso a su lugar de nacimiento lo ayudara a encontrar un camino por el que seguir adelante, pero en su fuero interno estaba llena de dudas. Ella conocía la oscura historia de su pasado y sabía lo que podría estar aguardándole allí.

—El caso es —les murmuró a los pájaros— que fui yo la que hizo que fuera. Si la cosa sale mal, en parte será responsabilidad mía. Espero que esté bien. No soporto que sea tan infeliz.

Si el piquituerto o la corneja tenían alguna opinión al respecto, no le prestaron atención durante mucho tiempo, pues en aquel mismo instante, con un susurro de plumas y un movimiento del aire, apareció en el claro un ave de mayor tamaño que descendió para posarse en el tocón de un árbol, abatiendo sus alas leonadas. Ana contuvo el aliento. Nunca, en toda su vida, se acostumbraría a aquella maravilla. Permaneció sentada en silencio, esperando el momento del cambio y, en un abrir y cerrar de ojos, el halcón se convirtió en un hombre alto de ojos brillantes y cabello rizado del mismo tono que el lustroso plumaje del pájaro. Se acercó con paso tambaleante y se sentó junto a Ana con sus largas piernas estiradas frente a él. Nube se aproximó a él con la cabeza gacha y meneando el rabo con cautela, pues el peso de su devoción no superaba el de su incertidumbre. Ana alargó el brazo y tomó a Drustan de la mano. Notó que temblaba violentamente, pero no dijo nada, sólo esperó y al cabo de un rato el temblor se fue calmando y al fin cesó. Él se inclinó para besarla en la mejilla, luego se levantó y empezó a estirar los miembros, intentando vencer el cansancio y la confusión que normalmente acarreaba su retorno a la forma humana. Su rostro fue recuperando el color poco a poco.

—¿Estás bien? —le preguntó Ana en voz baja.

—Pronto lo estaré. Lamento haber pasado tanto tiempo fuera.

—He estado perfectamente. Me hace bien disponer de algunos momentos para pensar, y Nube me mantiene a salvo aquí afuera; ahuyentaría a cualquiera, estoy segura.

—¿En qué estabas pensando? Vamos, ya puedo andar, deberíamos regresar a la casa.

—En Faolan —respondió Ana con seriedad—. Me preguntaba hasta dónde habrá llegado y qué estará haciendo ahora. Me siento muy culpable por haberlo mandado a su casa, aun cuando sigo creyendo que necesita ir y arreglar las cosas.

Drustan alzó los dedos y suavemente volvió a colocarle un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.

—No deberías atormentarte con eso, Ana. Se ha ido. Yo también lo echo de menos pero, al fin y al cabo, la decisión fue suya. Fue él quien decidió marcharse porque le dolía demasiado vernos juntos. Estaba afligido, sí, y confuso. Pero es un hombre adulto y sumamente capaz, más que la mayoría. No desperdiciará este viaje.

—Supongo que tienes razón. —Ana tomó la mano que Drustan le ofrecía y subió por la escalera de la cerca que separaba el bosque de los pastos—. Resulta que no sólo estaba pensando en él.

—¿Ah, no? —Drustan subió a la escalera con dos zancadas y bajó de un salto sin perder la elegancia. Convenció a un precavido Nube para que lo siguiera.

—No. Tengo algo interesante que decirte, querido. —Ana se detuvo y le tomó ambas manos entre las suyas—. Mi menstruación se ha retrasado diez días. Eso es muy poco habitual. Creo que podría ser que fuéramos a tener un hijo.

La mirada de Drustan se volvió cálida de esperanza y asombro y sus ojos reflejaron perfectamente lo que sentía su corazón. La sonrisa que resplandeció en su rostro al cabo de un instante le recordó a Ana todas las razones por las cuales lo amaba. Apartó a Faolan de su pensamiento. No podía hacer nada por su amigo, salvo desearle la fortaleza suficiente para seguir adelante.