Capítulo 1

Se aproximaba el invierno. Faolan percibía sus indicios en el terreno por el que viajaba hacia el sur, dejando atrás la provincia de Ulaid rumbo a un lugar llamado la Colina Nubosa. Por las mañanas la hierba estaba escarchada y un velo de niebla flotaba sobre las colinas, envolviendo graneros y caballerizas, casitas y establos. En los campos tan sólo quedaba el rastrojo, por entre el cual los cuervos abrían senderos sin prisas, intercambiando algún que otro agudo comentario. El azul del cielo era uniforme. Llevaba tanto tiempo ausente de su tierra natal que había olvidado la lluvia, que caía cada día sin falta con delicada insistencia, traspasando capas, sombreros y botas, de manera que el caminante nunca estaba seco del todo.

Llegó a la Colina Nubosa bajo una llovizna fina que iba calando. La diminuta aldea se hallaba acurrucada bajo la repentina elevación de la ladera, unas bajas cabañas de piedra agrupadas entre unos cuantos serbales pelados, las ocas reunidas a cubierto de una edificación anexa con tan sólo medio tejado y un edificio más grande, cuadrado, por cuya techumbre de paja y juncos se abría paso el humo y por cuya entrada merodeaba un perro flaco de pelaje gris. La lluvia se convirtió en aguacero y Faolan decidió que era momento de dejar de lado el sigilo y dirigirse a la entrada. Cuando se acercó, el perro profirió un ronquido a modo de advertencia y un hombre apartó la basta arpillera que hacía de puerta y se asomó al lluvioso exterior. El ronquido se convirtió en gruñido; el hombre intentó darle un puntapié a la criatura, que retrocedió, encogida, y volvió a las sombras.

—¿Qué te trae por aquí? —el tono de voz era hosco, desconfiado.

—Tan sólo quiero resguardarme de la lluvia.

—No eres de por estos lares, ¿verdad? —masculló el hombre cuando Faolan entró—. No puede decirse que sea un buen día para viajar.

Dentro había unas cuantas personas agrupadas en torno a un humeante hogar con unas jarras de cerveza en la mano. El tiempo era una excusa, tal vez, para tomarse un breve respiro del trabajo en la herrería o en el campo. Faolan se acercó al fuego con la capa goteando sobre el suelo de tierra y allí fue recibido por un círculo de miradas recelosas. No sabía si aquel lugar era una vivienda o una taberna, y la atmósfera no era precisamente cordial.

—¿Adónde vas? —preguntó el hombre que le había dejado entrar.

—Eso depende. —Faolan se sentó en un banco—. ¿Cómo se llama este lugar?

—¿Qué lugar andas buscando?

Tenía que andarse con cuidado. Podría ser que entre aquella gente de actitud recelosa hubiera parientes de Deord y no iba a revelar su mala noticia en público como si tal cosa.

—Busco a un hombre llamado Deord —dijo—. Un tipo robusto, de espaldas anchas, oriundo del otro lado del mar, de territorio caitt. Me dijeron que tiene familia en una región conocida como la Colina Nubosa.

Hubo murmullos y susurros. Una jarra de cerveza se deslizó por la mesa en dirección a Faolan, que la tomó, agradecido. Había sido una larga jornada de marcha.

—¿Qué tiene que ver Deord con alguien como tú? —preguntó un hombre delgado, de manos encallecidas.

—¿Alguien como yo? —Faolan mantuvo un tono de voz despreocupado—. ¿A qué te refieres?

—Tienes un aire con alguien —repuso el primer hombre—. No sabría decirte concretamente con quién.

—He estado fuera. Años enteros. Deord y yo compartimos un pasado. Ambos fuimos huéspedes de cierto lugar de encarcelamiento. Quizá ya sepáis a qué lugar me refiero. Hay un nombre vinculado a él, un nombre que a la gente de estos pagos les resultará familiar.

Entonces se hizo otro silencio, pero este causó una impresión distinta. A la jarra de cerveza se sumó un pedazo de pan y un cuenco de sopa aguada que una mujer le trajo de otra estancia que había al lado. La mujer se quedó mirando cómo se tomaba la sopa.

—¿Así que Deord y tú, eh? ¡Vaya! —comentó el primes hombre—. Deord no está aquí. Ha pasado lejos de este lugar los últimos siete años o más. Y no es que por estos pagos no haya gente que querría saber de él. ¡Por las pelotas de Dagda! ¡Menudo luchador estaba hecho! Tenía la constitución de un enorme jabalí y unos pies ligeros como los de un bailarín. Así pues, ¿cuándo lo viste por última vez? ¿Cómo dijiste que te llamabas?

Faolan consideró mentir y decidió que eso podría dificultar las cosas más adelante.

—Faolan. ¿Y vosotros?

Se presentaron. El portavoz, Brennan. El hombre alto, Conor. La mujer, Oonagh, esposa de Brennan. Y los demás: Donal, Ultan, Aidan. Alguien echó otro tronco al fuego y la jarra de cerveza corrió de nuevo.

—Vi a Deord el verano pasado —dijo Faolan—. Nos encontramos en territorio priteni. —«Lo destrozaron y murió en mis brazos. Mantuvo una promesa y lo mataron por ello»—. Es un buen hombre. Si tiene parientes en estas tierras, agradecería la oportunidad de hablar con ellos.

Brennan miró a su esposa. Conor intercambió una mirada con Ultan. De repente, en la reunión reinó algo no expresado.

Aidan, un muchacho de unos dieciséis años, carraspeó.

—¿De verdad estuviste en la Sima Pedregosa? —preguntó con un susurro—. ¿Y saliste, igual que él?

—Calla, muchacho —terció Brennan—. Si no es que has perdido la cabeza, sabrás que a la gente no le gusta hablar de estas cosas. —Volvió a dirigirse a Faolan—. ¿Sabes que Deord volvió? Aguantó desde la arada a la siega, no pudo más. La estancia en aquel lugar deja marcadas a las personas. Sólo los más fuertes consiguen salir, y de entre ellos, sólo los más fuertes recogen los pedazos de lo que tenían antes. Volvió a casa y se marchó de nuevo. ¿Adónde fue? ¿Qué está haciendo?

«Durmiendo un sueño sin visiones mientras el bosque lo va cubriendo poco a poco para ocultarlo».

—Será mejor que primero transmita las nuevas a la familia, si es que la tiene —repuso Faolan—. Mencionó a una hermana.

—¿Tienes la marca de la Sima? —preguntó súbitamente alguien—. Enséñanosla.

Faolan supuso que era necesario demostrar que no mentía. Los complació volviendo la cabeza y levantándose el pelo para dejar al descubierto el pequeño tatuaje en forma de estrella que tenía detrás de la oreja derecha.

—Es igual que el de Deord —dijo el hombre llamado Ultan—. Y sin embargo, tienes un aire que sugiere a captores más que a cautivos. Has mencionado que cuando se habla de la Sima hay un nombre vinculado. Tu rostro me trae a la cabeza ese nombre, un nombre influyente.

—Es como un cesto de huevos o una nasa de marisco —dijo Faolan con soltura—. Los hay buenos y malos. Todas las familias tienen de ambos. Fui… Soy un buen amigo de Deord. Los hombres que escapan de la Sima Pedregosa están unidos de por vida. Así pues, ¿y su hermana? Tengo entendido que se casó con un lugareño —apuró la bebida—. Esta cerveza es extraordinariamente buena, Brennan.

El hombre lo honró con una sonrisa cautelosa.

—La hago yo mismo. La hermana de Deord es Anda. Viven en la colina, en su propia choza. No les vemos mucho. Su esposo, Dalach, es herrador y sigue las ferias de caballos. Puede que se halle ausente. Deberías encontrar a alguien en casa. Fuera llueve, ¿por qué no lo dejas hasta mañana? Podemos ponerte un camastro en un rincón.

—Gracias —repuso Faolan, sorprendido por la rapidez con la que el profundo recelo se había transformado en hospitalidad con la sola mención de Deord y la Sima—, pero será mejor que siga adelante.

—La oferta queda en pie —dijo Brennan, que miró a su esposa—. Si ves que necesitas una cama, aquí hay una. Hay un buen trecho hasta allí. Aidan te acompañará hasta la escalera de la verja y te indicará el camino.

El chico torció el gesto, pero fue a buscar un pedazo de arpillera que echarse sobre la cabeza y los hombros.

—¿Llevas cuchillo? —preguntó Donal de pronto, cuando Faolan se dirigía a la puerta.

—¿Por qué lo preguntas? —Faolan se volvió y le dirigió una mirada ecuánime a Donal, quien bajó la vista a las manos.

—Lo que quiere saber es si puedes defenderte —explicó Brennan con tono vacilante.

—Creo que podré arreglármelas —contestó Faolan, que además de traductor y espía para dos reinos de Fortriu, también había sido asesino—. ¿Es un tipo difícil, el herrero? —No era una pregunta hecha al azar. Era experto en interpretar los semblantes y las voces, en escuchar las palabras que no se decían.

—Tendrías que estar alerta —dijo Brennan.

Seguía lloviendo. Llegaron a la verja y el muchacho le señaló el camino, un sendero embarrado, a duras penas visible en la creciente oscuridad y bajo el persistente aguacero. Aidan había cumplido su cometido y se fue corriendo a casa. Faolan franqueó la verja por las escaleras y empezó a caminar con un chapoteo de sus botas. Tenía la extraña sensación de que alguien le estaba siguiendo. En la penumbra se distinguían las figuras dispersas del ganado, pero no se oía nada más que la lluvia y sus propios pasos. No obstante, no dejó de volver la vista atrás. Nada. Se estaba comportando como un idiota, se había tomado demasiado en serio las advertencias de esos hombres. Ningún vagabundo que se preciara elegiría un día como aquel para merodear por el camino en busca de ganancias fáciles. Ningún viajero sensato andaría por ahí con semejante diluvio. Debería haber aceptado la oferta y haberse quedado a pasar la noche en la aldea. De todas formas, era portador de malas noticias y le debía a Deord encargarse de que su familia fuera la primera en enterarse. Tan sólo esperaba que estuvieran en casa; el camino de vuelta sería largo y húmedo.

Era una choza pobre, una construcción de adobe y cañas en la que el agua caía a chorros del techo y se encharcaba junto a la base de las paredes. La estructura de la vivienda se estaba viniendo abajo en algunos sitios. Puede que Dalach fuera herrador, pero estaba claro que no era muy habilidoso para los arreglos de la casa. Alguien intentaba cultivar un huerto; un bajo muro de piedra rodeaba una parcela cavada en la que crecían unas cuantas coles y donde había una hilera de estacas preparada para guisantes o judías. A Faolan le pareció ver lavanda en un rincón, con las espigas de color gris verdoso combadas bajo la lluvia.

Al aproximarse a la puerta, volvió a tener la inquietante sensación de que tras él había una presencia invisible. Como no era muy dado a los miedos supersticiosos, se dio la vuelta con calma y, cuando se llevaba la mano al cuchillo, apareció la forma gris del perro escuálido, agachado, con el rabo entre las patas, las orejas hacia atrás previendo un golpe y el pelaje enmarañado. Lo había estado siguiendo durante todo el camino.

—Si tuviera algo de comer te lo daría —murmuró Faolan, que volvió a meterse el cuchillo en el cinturón—, pero se me han terminado las provisiones. No te ha valido la pena el viaje. —Inspiró profundamente. Una tenue luz iluminaba el interior de la pequeña vivienda; había alguien en casa. Y él era portador de las peores noticias, unas noticias que serían duras de dar y de recibir. Bueno, cuanto antes acabara con eso, mejor.

Levantó la mano y dio unos golpes en el marco de la puerta, pues tan sólo una tira de fieltro sucio cubría la entrada. Al cabo de un instante tenía los dientes de una horca a un palmo de los ojos.

—¡Sal de aquí o te clavaré esto en la cabeza! —gruñó alguien, y aquella cosa dio una sacudida hacia adelante.

Faolan volvía a tener el cuchillo en la mano. Calculó la posición de los brazos y hombros de la persona que hablaba mientras respondía:

—Soy un amigo. No tengo intención de hacerte ningún daño.

—¿Un amigo?, ¡ja! Ya me conozco ese truco. ¡Ahora vete o te echaré los perros!

Faolan no miró atrás. El chucho que lo había seguido de la aldea estaba en silencio. Si, en efecto, había perros en el interior, a él no parecían preocuparlo en absoluto.

—¿Eres Anda? —se aventuró a preguntar—. Busco a una mujer que se llama así. Soy amigo de su hermano. He recorrido un largo camino para hablar con ella.

Hubo un silencio. El perro se acercó a la puerta y se situó junto a Faolan, dispuesto a que lo dejaran entrar. La horca se agitó.

—Es la verdad. No quiero hacer daño a nadie. Me llamo Faolan.

—Nunca he oído hablar de ti. Él nunca te mencionó. —La cortina de fieltro se separó un poco del marco de la puerta y Faolan se encontró mirando un rostro enojado, asustado, y mucho más joven de lo que se esperaba. Unos ojos verdes ardían desafiantes en una tez pálida y mugrienta. Faolan corrigió su suposición. No era más que un crío.

—¿Está tu madre en casa?

—¡Ja!

—Es una pregunta razonable dadas las circunstancias. Aquí afuera llueve mucho. Nos estamos empapando. ¿Crees que podrías apartar esta cosa?

—¿Nos estamos empapando, dices? ¿Tú y quién más? —Faolan volvía a tener la horca en la cara. El niño (¿o acaso era una niña?) que la empuñaba era extraordinariamente fuerte para su edad.

—Yo y el perro. Te lo presentaría, pero no sé cómo se llama.

La cortina se abrió un poco más. Los ojos verdes descendieron hacia el perro y el animal alzó la mirada y meneó el rabo sarnoso. Un pie retiró la cortina en la base de la puerta y el perro entró en la casa. Faolan hizo ademán de seguirle, pero la niña —había visto su cabello largo y despeinado atado atrás con un cordel— habló de nuevo:

—Tú no. Eres un mentiroso. Deord se marchó. Nunca regresó. ¿Por qué iba a enviarte a ti?

«Porque se estaba muriendo y no pudo despedirse».

—Lo que tengo que decir sólo es para que lo oiga su familia más cercana —repuso Faolan con ecuanimidad—. ¿Cuándo volverá a casa Anda?

—Pronto. En cualquier momento.

—En tal caso, ¿podría esperarla dentro?

—No. Si das un solo paso, silbaré y vendrán mis hermanos mayores. Ellos harán que lamentes haber nacido. Vete a casa. Regresa por donde viniste.

—Traigo noticias. Ella querrá oírlas.

—Vete y llévate contigo tus dichosas noticias. Si no tiene intención de volver, no hace falta que piense que lo compensará enviando a sus amigos como mensajeros.

Faolan lo pensó bien pero, por lo que sabía de Deord, no podía situar a esa chica. ¿La hija de la hermana? No hablaba como lo haría una sirvienta. Hubo algo que le hizo morderse la lengua. A pesar de todas las palabras furiosas de la niña, vio añoranza en su mirada.

—No te haré daño —dijo—. Te doy mi palabra.

—Mejor me das tus armas —soltó la niña.

—¿Antes o después de que me eches los perros y a tus hermanos? —preguntó él, y lo lamentó al instante. Los pequeños rasgos de la chica se tensaron. Su rostro poseía una mirada que no le sentaba bien a alguien tan joven, la mirada de una persona que está acostumbrada a que la traicionen. Faolan no pudo calcularle la edad, pero seguro que no tenía más de trece o catorce años. Le sobrevino una imagen de Áine e hizo todo lo posible para alejarla de sí.

—¡No te atrevas a burlarte de mí! —exclamó la niña entre dientes—. Sé utilizar esto y lo haré. Será mejor que me creas. Ahora vete. Le diré que has venido. Cuando vuelva. Tía Anda, quiero decir —y entonces, al ver un cambio en la expresión de Faolan, añadió—: ¿Qué?

«Que no sea así. Que no tenga que contárselo ahora, estando sola, por la noche».

—Perdona, pero ¿significa eso que eres hija de Deord? —dijo Faolan, y antes de que la muchacha pudiera responder, vio que, en efecto, debía ser así; quedaba patente en su postura firme, en la fuerza con la que agarraba aquella arma demasiado larga, en la manera en que sostenía la cabeza, con orgullo a pesar de toda la mugre y el miedo. Deord nunca le había mencionado que tuviera esposa o hijos. Sólo le habló de su hermana. ¡Dioses!, aquella niña debía de ser tan sólo un bebé cuando a su padre lo metieron en la Sima Pedregosa. Debía de tener cinco o seis años, quizá, cuando él volvió a casa y se quedó sólo una estación—. ¿Tu madre vive todavía?

—No es de tu incumbencia, pero sí, ese desgraciado asqueroso es mi padre, y no, mi madre no está viva. Él le rompió el corazón. Se colgó de uno de esos robles que hay fuera. Puedes decírselo cuando vuelvas adondequiera que esté.

—Lo lamento —dijo Faolan, con embarazo—. ¿No hay nadie más en casa aparte de ti?

—Si crees que voy a responder a eso, es que todavía eres más estúpido de lo que pareces. Vuelve a la aldea. No voy a dejarte entrar —y, cuando él se dio la vuelta, añadió—: De todos modos, ¿cuál es esa noticia? Dímelo. —Faolan volvió a oírlo su voz, un ansia temblorosa que la muchacha se esforzaba por disimular. Se le encogió el corazón. Había considerado que aquella sería la más fácil de las tres misiones que tenía encomendadas. En aquel momento hubiera dado muchas cosas para no tener que responder—. Vamos, dímelo —dijo ella—. Dilo y ya está. No va a volver a casa, ¿verdad?

«Regresa a casa de Brennan —se dijo Faolan—. Espera a mañana. Ven a ver a la hermana a solas y cuéntaselo a ella primero, no a este tembloroso manojo de rebeldía y necesidad. No puedes contárselo ni aquí ni ahora».

—¡Dime la verdad! —le ordenó la chica, y en aquel momento Faolan vio el rostro de Deord, moribundo, y la fortaleza en los ojos del guerrero solitario.

—No es una cosa que esté dispuesto a decir aquí afuera —le respondió—. Tienes que estar dentro, sentada. Toma, te entrego mi cuchillo. Si necesitas un arma, cógelo, pero aparta la horca. Por si sirve de algo, quizá hayas notado que el perro parece confiar en mí. Los perros tienen un ojo muy astuto para la gente. ¿Es tuyo?

La chica empalideció mientras Faolan hablaba. No era estúpida. Apoyó la horca contra la pared y retrocedió adentrándose en la casa, empuñando el cuchillo de Faolan delante de ella, apuntando bien al corazón.

—Siéntate ahí y no te muevas. Ahora cuéntamelo.

—Deberías sentarte. ¿Cómo te llamas?

—Eile. Me quedaré de pie. Dio de una vez, ¿quieres? ¿Qué ocurre? ¿No va a venir? Podría habérmelo imaginado. ¿Está herido? No es que pueda hacer mucho al respecto, puesto que nunca se molestó en hacerme saber su paradero… —se le fue apagando la voz, su mirada clavada en el rostro de Faolan—. Dímelo, por favor. —Tomó asiento bruscamente y el perro fue a sentarse a su lado. Se hacía difícil decir cuál de los dos era el espécimen más digno de lástima. Ambos iban despeinados y parecían estar medio muertos de hambre. El fuego del rudimentario hogar ardía a duras penas y el cesto de leña estaba prácticamente vacío. Faolan no vio indicios de comida o bebida en el lugar, sólo unas vasijas de barro vacías en un estante y un cubo de agua.

Se aclaró la garganta.

—Me temo que son malas noticias. Esperaba poder dárselas a tu tía primero.

La muchacha aguardó, completamente inmóvil.

—Deord, tu padre… me temo que ha muerto, Eile. —Ni un parpadeo en sus facciones correctas, ni un temblor en sus finos labios—. Lo mataron a principios de otoño, en el norte, en territorio priteni. Hubo… una batalla. Llegué demasiado tarde para salvarlo y murió a causa de las heridas. Lo enterré en el bosque. Era un buen hombre, Eile. Un hombre valiente. —No había palabras para expresar el valor sin límites de Deord, ni su profunda serenidad.

Eile inclinó levemente la cabeza. Alargó una mano para tocar al perro, y le acarició el cuello. Tenía las uñas en carne viva de mordérselas, y las manos agrietadas y enrojecidas. No dijo nada.

—Al morir me pidió que viniera a comunicar la noticia. Tuvo un final heroico, Eile. Dio su vida para que dos amigos y yo pudiéramos escapar de una muerte certera. No espero que me creas si te digo que lo lamento. Tú no me conoces y no puedes saber cómo ocurrió. Pero lo lamento; lamento el desperdicio de tan magnífico hombre. Él te quería. Estoy seguro de ello —esa última parte era mentira.

—No es cierto —dijo Eile en un susurro—. Si nos hubiera querido, se habría quedado. No se habría limitado a… marcharse.

—No sé qué te habrán contado de su pasado. Quizá tenía motivos para hacer lo que hizo.

De repente los ojos de la muchacha volvieron a llenarse de furia.

—Si tenía intención de marcharse, no debería haber regresado nunca —dijo—. Es cruel dejar que la gente piense que todo vuelve a ir bien para luego arrebatárselo. Después también se fue madre. No importa. Esto no te interesa en lo más mínimo. Has transmitido tus nuevas, ahora ya puedes marcharte.

Fuera se oía el golpeteo de la lluvia. Faolan se fijó en que el techo goteaba en tres lugares distintos.

Al ver lo que miraba, Eile dejó el cuchillo sobre la mesa, se levantó y automáticamente fue a colocar unos recipientes debajo.

—Nunca aprendí a arreglar el tejado —dijo con voz temblorosa.

—¿Esas cosas no las hace tu tío?

La muchacha soltó un resoplido.

—¿Mi tío? ¡Ah! ¿Te refieres a Dalach? —pronunció su nombre con frío desagrado—. Él tiene otros intereses. ¿No me has oído? He dicho que puedes marcharte.

—Si es lo que quieres… Me gustaría hablar con tu tía, explicarle lo que sé. Quizá por la mañana. —Faolan se puso de pie—. No deberías quedarte sola en casa toda la noche.

—¿Y por qué no? —su expresión era sombría, resignada—. Siempre están fuera. Estoy acostumbrada. Lo prefiero. Excepto cuando los desconocidos llaman a la puerta, aunque puedo ocuparme de ellos.

—Sí, estoy seguro de que puedes. —Faolan pensó en la horca—. No creo que Deord estuviera muy contento si supiera en qué condiciones vives. Estoy seguro de que se podría hacer algo al respecto… —No se le había ocurrido pensar que fuera necesario. Él había dado por sentado que la hermana de Deord estaría cómodamente instalada y que sólo tendría que contarle su historia y seguir su camino. Pero aquello era lamentable. Allí había algo que no iba bien, seguro…, algo más aparte de la pobreza. Brennan y los demás aldeanos le habían parecido muy buenas personas. ¿Por qué se había permitido que aquella chica se quedara en la piel y los huesos, una frágil criatura que parecía seguir en pie únicamente gracias a su ira desesperada? Las circunstancias de la muerte de Deord implicaban que los ahorros que este pudiera tener eran inaccesibles. No obstante, Faolan poseía su propia riqueza, acumulada a lo largo de sus años de trabajo en las cortes de los reyes. No había habido muchas cosas en las que gastar su plata. Tampoco tenía esposa ni hijos y sus padres y hermanas no esperaban volver a verlo jamás.

—¿Qué? —Eile lo estaba mirando fijamente—. ¿Qué pasa?

—Nada. Verás, Eile, estoy seguro de que Deord querría que se hiciera alguna provisión a tu bienestar. Puedo discutirlo con tu tía…

—¡Ja! Ya puedes discutir todo lo que quieras, eso no cambiará nada para nosotros.

Era como conversar con un muro de piedra.

—Un poco de plata podría pagar a un techador, o a alguien que reconstruyera toda la choza —dijo Faolan, calculando si había traído suficiente dinero consigo—. Podría proporcionaros ropa de abrigo y leña. Podría garantizaros una alimentación adecuada.

—Nos las apañamos bien. No me estoy muriendo de hambre, ¿verdad? Sé cómo proveerme. No necesitamos a nadie. —Sus ojos tenían la mirada más triste que Faolan había visto nunca. La muchacha bajó la mano para acariciarle las orejas al perro. A pesar de la agresividad con la que alzaba el mentón y de sus palabras desafiantes, Faolan se preguntó si estaba esperando a que se fuera para así poder llorar a solas.

—Lamento haber traído tan malas noticias —dijo simplemente—. Puedo ayudarte si me dejas. Deord y yo fuimos prisioneros en la Sima Pedregosa durante un tiempo. Los hombres que escapan de ese lugar de cautiverio están obligados de por vida a ayudarse unos a otros. No somos muchos. Deord llevó al límite dicha obligación. En vista de ello, me considero obligado a ayudar a su familia.

—Ya nadie puede ayudarnos —afirmó Elle con rotundidad—. Tu plata no arreglará nuestra situación. Será mejor que dejes que me ocupe de esto yo sola. Malgastarías tu dinero. Esa es la verdad.

—¿Cuántos años tienes, Elle?

—¿Cuántos años tienes tú? —repuso ella con brusquedad.

—Muchos. He perdido la cuenta.

—Apuesto a que no. Deja que lo adivine. ¿Treinta y cinco?

¡Dioses! Su estancia en territorio de los caitt debía de haber causado estragos.

—No tantos. Todavía no he cumplido los treinta. ¿Y tú?

—¿Qué me estás preguntando? ¿Si todavía soy una niña? La respuesta es no. Soy mayor desde que tenía doce años. De eso hace ya cuatro. No te lo tomes como una invitación. A menos que quieras tener un cuchillo clavado en el vientre.

Faolan rara vez se asombraba, pero las palabras de la chica lo alarmaron y no supo qué responder.

—Si les hubieras preguntado, allí en casa de Brennan, es lo que te hubieran dicho. «La chica vive sola ahí arriba y tiene lo que se merece, la sucia putilla». Lo han dicho tantas veces que ahora todos lo creen, y no es que hayan venido hasta aquí para intentar nada. Cuando él está en casa, nos evitan, y cuando no está, yo ya sé qué tengo que hacer para ahuyentar a la gente.

—No hay necesidad de que temas este tipo de atenciones por mi parte, créeme —dijo Faolan en tono cansino—. Ni se me pasaría por la cabeza. Tengo que emprender otras dos misiones después de esta y no puedo pensar en otra cosa. Además… —Se imaginó a Ana junto a un lago de montaña, adentrándose en el agua del bajío mientras la luz del sol hacía brillar sus cabellos como el oro. Ana levantó la vista, deslumbrada, no para mirar a Faolan sino a la alta figura de ojos brillantes de Drustan.

—¿Además qué? —preguntó Elle, que se agachó para poner el último tronco en el fuego.

—Podría decirse que no he tenido suerte en el amor. —No quería contar esa historia.

—¿Amor? —la muchacha enarcó las cejas—. No creo que sea eso lo que Brennan y los demás tenían en mente.

Faolan sonrió.

—Lo otro también lo he desechado. Así la vida es mucho menos complicada.

—Sí, claro, tú eres un hombre. —La voz de la chica quedó amortiguada cuando alargó la mano para atizar el fuego que ardía penosamente—. Cuando las cosas se ponen difíciles, puedes echarte el fardo a la espalda y marcharte. Eso es lo que hizo él. Mi padre. Una mujer no puede hacerlo. Ni siquiera teniendo plata. Alguien se la quitaría antes de llegar a la aldea más próxima. Alguien iría a buscarla y la obligaría a volver… —se le fue apagando la voz. Faolan vio que la chica respiraba hondo, de manera entrecortada, y se ponía derecha—. Ahora quiero que te vayas, en serio —dijo—. Sé que llueve, pero quiero estar sola. ¡Oh, maldita sea! —El atizador de hierro que había dejado apoyado contra la pared se había caído con un ruido metálico. Al cabo de un instante se oyó una vocecilla proveniente de otra habitación que había detrás.

—¿Eile?

—¡Maldición ahora la he despertado! —la voz de Elle era un susurro furioso—. Márchate, ¿quieres?

—¿Estás segura? ¿Quién es?

—Vete. ¿Tan difícil es de entender? —y cuando una pequeña figura apareció de la alcoba interior frotándose los ojos, añadió—: Ahora, Faolan. Antes de que se asuste. Cálmate, Saraid, no pasa nada. ¿Estabas soñando?

Faolan se marchó. En aquella ocasión el perro no lo siguió. Durante el largo y decididamente incómodo camino de vuelta a la aldea, no pudo desprenderse de una imagen: la niña, cuya edad no podía precisar puesto que no estaba familiarizado con los críos, vestida con un camisón muy remendado, el largo cabello castaño alborotado de dormir, pero limpio y sano, unos ojos grandes y oscuros tras el súbito despertar. Una criatura pequeña, desde luego, y flaca como la otra, pero sin duda querida. Había notado el cambio en la voz de Eile, como si se convirtiera en otra chica totalmente distinta en presencia de la pequeña. ¿Cuántos años tenía Derelei, el hijo de Bridei? Entre uno y dos. Aquella niña era mayor, quizá tuviera un año más. Que su tía y su tío hubieran dejado sola a Eile en aquella choza solitaria y casi en ruinas no estaba nada bien, pero que hubieran dejado allí también a su propia hija pequeña era inaceptable. Faolan no había visto ni un solo pedazo de comida en la casa.

Suspiró y se arrebujó más en la capa mojada. Le estaba dando demasiada importancia al asunto. Era pobreza. Existía, y la gente hacía lo que podía para sobrevivir. En comparación, él había crecido como un privilegiado: comida en la mesa, una familia que lo quería, una casa donde las sonrisas eran moneda corriente y donde la charla fluía libremente. Hasta el día en que él destruyó su misma estructura. En el Paso del Violinista había gente pobre y también la había en la aldea próxima a la fortaleza de Bridei en la Colina Blanca. No obstante, las personas se ayudaban unas a otras. La comida se compartía; uno le cortaba la leña al vecino a cambio de una parte de la cosecha de frutos secos o de la pesca de marisco. Su madre había llevado medicinas a los enfermos. El propio Faolan había tocado en las fiestas de las aldeas, mucho antes de que sus manos cambiaran dicha ocupación por la de matar. Su música había sido gratuita; ricos y pobres la habían compartido.

Así pues, se trataba de simple pobreza. Pero Eile era la hija de Deord. Faolan estaba obligado a ayudarla. Ella se había burlado de su plata y él no lo entendía, pues era evidente que necesitaba dinero. En cualquier caso, era lo único que podía ofrecerle. Regresaría por la mañana y le daría una suma de dinero a la tía, que probablemente fuera menos hostil. Le exigiría que gastara una parte en el bienestar de la niña: tal vez se le podría enseñar algún oficio mediante el cual pudiera adquirir una posición que la llevara más allá de aquellas paredes ruinosas, costura tal vez. Faolan hizo una mueca al recordar la forma experta en que sus manos agarraban la horca. Eso lo había aprendido en alguna parte. Tal vez, durante el corto espacio de tiempo que Deord pasó en casa, el incomparable guerrero había empezado a enseñarle a su hija a protegerse.

Bueno, mañana sería otro día. Acabaría con ese asunto y seguiría su camino. Faolan había embarcado en las costas de Dalriada con tres misiones que realizar. En la poesía épica de su tierra natal, gran parte de la cual había memorizado hacía mucho tiempo, durante su capacitación como bardo, las cosas tenían tendencia a ir de tres en tres: tres bendiciones, tres maldiciones, tres dichos sabios. La primera misión, para el rey de Fortriu, consistía en localizar a cierto clérigo influyente llamado Colmcille, averiguar qué se traía entre manos y regresar para informar a Bridei. La segunda era la que acababa de intentar: transmitir la noticia de la muerte de Deord a sus familiares. La tercera…

La tercera misión lo llevaría a casa, al Paso del Violinista, para enfrentarse a lo impensable. Habían pasado años desde que abandonó su lugar de nacimiento con el arpa bajo el brazo y un hatillo a la espalda para no regresar jamás. Se había marchado con las manos manchadas con la sangre de su hermano, el querido hermano al que había matado para salvarles la vida a sus padres, a sus abuelos y a sus tres hermanas. Tres… Dáire, una avejentada viuda de veinte años; Líobhan, de catorce años y llena de desafiante orgullo; Áine, la más pequeña. Áine, a quien su acto homicida no había salvado después de todo. Todavía veía sus ojos, oscuros y aterrorizados, cuando los esbirros de Echen Uí Néill se la llevaron a rastras. Ahora sus hermanas serían mayores, por supuesto, Líobhan ya sería una mujer adulta. Nunca había sido capaz de imaginárselas después de esa noche. Ahora todo su ser se acobardaba ante la perspectiva de volver a casa. Era un joven que había actuado para salvar a su familia. No supo hasta que fue demasiado tarde que, aunque ellos habían sobrevivido, los había destruido de todos modos.

Lo mejor habría sido ir en verano, pero Bridei era astuto. Él ya sabía que Faolan no podría realizar una travesía sin riesgos de vuelta a Fortriu antes de la próxima primavera y aun así lo había dejado marchar. Eso significaba que podía pasar en Erin todo un invierno. Un invierno para tres misiones parecía tiempo más que suficiente. Ver a la familia de Deord en la Colina Nubosa, investigar a Colmcille en el norte y enfrentarse a su propio pasado. De momento la primera misión había resultado incómoda, pero unos pocos incentivos le allanarían el camino a Eile. La segunda requeriría un tipo de habilidades que Faolan poseía en abundancia, pues había trabajado como espía y traductor para dos reyes de Fortriu y lo había hecho de forma experta. La tercera misión era un asunto muy distinto. Ni en toda una vida podría reunir el coraje suficiente para averiguar qué le había ocurrido a su familia desde que se marchó. Mirarles a los ojos mientras ellos lo veían y lo reconocían. Dejaría esa misión para el final. Si por casualidad se le acababa el tiempo antes de que la primavera abriera la ruta marítima hacia Fortriu una vez más, que así fuera. ¿Y qué si se lo había prometido a Ana? Ella iba a casarse con otro hombre, el absolutamente demasiado perfecto Drustan. El camino de Ana y el de Faolan se habían dividido para siempre.

Mejor así, pues ella había arrancado las capas protectoras con las que Faolan se había envuelto el corazón, y cuando este quedó expuesto, tierno y primerizo, se lo había roto. La culpa fue únicamente suya; Ana era una mujer de honor y bondad y su intención sólo había sido ayudarle. Cuando Faolan regresara a Fortriu, lo más probable era que ella no estuviese. ¿Quién sabría si se había enfrentado a sus demonios o si no había tenido coraje para hacerlo?

Hasta entonces había sido cauteloso, había dormido en graneros y setos evitando llamar la atención. Cuanto más se acercara a su aldea natal, más probable era que la gente supiera, si no su identidad, al menos sí sus lazos de parentesco. Él no había pedido nacer siendo un Uí Néill. Era una maldición más que una bendición. En Fortriu se había esforzado mucho en ser discreto, en ser de esa clase de hombres en los que la gente no detenía la mirada. Allí en su tierra natal sus rasgos eran característicos. La mala suerte quiso que la misión que le había encomendado Deord lo llevara muy cerca del Paso del Violinista; era más que extraño que Deord, un hombre de sangre priteni, tuviera familia aquí, entre los escotos de Laigin. Él sólo había esperado encontrarse a la hermana, pues era la única a la que el moribundo había mencionado. Deord ni siquiera le había dicho su nombre, sólo la región en la que vivía y el hecho de que se había casado con un escoto. No había mencionado nada de una hija ni de una esposa. Faolan se estremeció al ver de nuevo los ojos desesperados de aquella muchacha. La misión había resultado ser un poco más difícil de lo que había previsto. No importaba, llevaba dinero consigo y lo utilizaría para facilitarle un poco las cosas a Eile. Después seguiría adelante. Hacia el norte. Casi seguro hacia el norte.

(Del relato del hermano Suibne).

Empiezo este relato en la casa de oración de Kerrykeel, donde estamos alojados hasta que el hermano Colm decida seguir viaje. Allí adonde él va, voy yo, pues es un hombre de gran fe y bondad, un hombre firme de espíritu que rebosa de amor a Dios, y no puedo hacer otra cosa sino seguirlo.

Me parece que se preparan grandes sucesos y me invade un fuerte deseo de escribirlos. Corren tiempos de cambio; una época que no influirá solamente en los hombres y mujeres que desempeñen su papel en la historia del viaje del hermano Colm, sino en aquellos que vendrán después, generación tras generación. De ahí mi relato. Es para mí propio archivo; mi intención no es que lo lean los demás. Como copista se me da mejor reproducir los manuscritos con letra hermosa, pues es una ocupación más segura que la composición de obras eruditas o didácticas. Con demasiada frecuencia la conformidad le supone un desafío a mi espíritu.

Son tiempos difíciles para el hermano Colm. Es hijo de los Uí Néill, la familia de guerreros que tanta influencia ejerce en el norte de nuestra tierra. Colm nunca fue un guerrero ni un jefe laico, pero la sangre de los Uí Néill corre por sus venas y no puede librarse de ello. No importa que haya dejado de lado la ambición mundana hace mucho tiempo para servir a la Sagrada Cruz con verdadera humildad. Su porte orgulloso, su aguda vista y su voz autoritaria denotan su linaje. También lo veo en su impaciencia con los necios, a pesar de todos sus esfuerzos por moderarla.

Existe una historia vinculada a este buen sacerdote, un relato sombrío que explica su apremio por abandonar nuestra tierra natal. Algunos dicen que lo único que lo empuja es su ardiente pasión por divulgar la fe en las tierras de los priteni. Dicha historia sugiere otra cosa.

Hubo una gran batalla en el norte de nuestra patria. En un lugar llamado Cúl Drebene. El norte luchaba contra el sur; es decir, los Uí Néill del norte luchaban contra los del sur, pues ¿acaso no descienden de la misma estirpe todos los más belicosos jefes de clan y reyezuelos de esa parte de Erin? El mismísimo alto rey es uno de ellos. El hecho de tener la misma sangre no les impedía guerrear entre ellos y Cúl Drebene fue un sangriento ejemplo de sus luchas territoriales.

La batalla se libró en una llanura a principios de otoño. Entonces yo me encontraba muy lejos, al otro lado del mar en el reino de Circinn. Todavía no me había tropezado con este hombre de Dios que tan profundamente influiría en el curso de mi vida. Yo era un monje misionero, no un exiliado, sino un portaestandarte. Los habitantes de esas tierras acababan de conocer la palabra de Dios y mi tarea consistía en fortalecer dicho conocimiento, en alimentar la pequeña llama de la fe en sus corazones. Conocí a dos reyes en las tierras de los priteni, y uno era al otro lo que una gran águila es al más humilde de los pinzones, pero esa es otra historia. Conocí a un rey con fe en su mirada y fortaleza en su corazón, y no era un rey cristiano. Bridei de Fortriu constituyó un misterio, un enigma. Todavía me lo parece.

Volvamos pues a Colm y al campo de batalla de Cúl Drebene en una bochornosa mañana de llovizna otoñal. Los ejércitos se hallaban alineados, listos para avanzar y entablar combate. Nada menos que el alto rey estaba al mando de las fuerzas del sur. Al frente del ejército del norte iban los parientes cercanos de Colm. En cuanto los jefes ordenaron avanzar a sus guerreros, una densa niebla descendió sobre el campo y nadie podía ver más allá del extremo de su arma.

Los caballos relinchaban, presos de la confusión; los hombres maldecían; los jefes de clan mascullaban acusaciones. Aquello lo habían provocado los del sur, pues era sabido que sus druidas tenían la capacidad de invocar un tiempo imprevisible en los momentos difíciles. No, eran los cristianos del norte los causantes, a través del poder de las plegarias. Los guerreros chocaron en el campo y no sabían si golpeaban al enemigo o a sus propios compañeros. Sus jefes gritaron: «¡Retirada! ¡Replegaos!», pero la cortina de vapor amortiguó sus gritos. La batalla se sumió en un estruendoso y sangriento caos.

Fionn de Tirconnell mandó un mensaje a su primo Colm, que para entonces se alojaba en una casa de oración situada a un tiro de piedra del campo de batalla. En respuesta, los hermanos sacerdotes vieron cómo el monje devoto se arrodillaba para rezar y permanecía así un buen rato. Cuando el mensajero de Fionn regresó a Cúl Drebene sobre una montura jadeante y salpicada de espuma, la niebla se había disipado y su manto cegador cambió de la manera más ventajosa para los del norte. Ellos avanzaron y flanquearon a las fuerzas del sur, obligándolas a apretujarse. Cayeron muchos hombres. El alto rey se hallaba entre los heridos. La guerra no respeta ni cuna ni linaje.

Ahora bien, si fue Colm, ese hombre santo, quien ocasionó la derrota del alto rey de Erin y el descalabro de sus fuerzas, o si todo aquello no fue más que una afortunada coincidencia, no corresponde a un humilde clérigo expresarlo en palabras, y menos aún dejarlo por escrito. Baste decir que hubo quienes creyeron responsable a Colm. Con el tiempo lo convocaron a un sínodo en el cual ofreció una defensa sumamente fluida y convincente. No bastó. Los obispos le dejaron claro que ya no era bienvenido en su tierra natal. No fue una excomunión exactamente, pero era obvio que si se quedaba en Erin, Colm no podría predicar la palabra de Dios ni vivir siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor. La mácula de las disputas de sus parientes y la mancha de la sangre al parecer derramada a través de su propia petición de intervención divina siempre se cerniría sobre él. El campo de Cúl Drebene siempre se interpondría entre él y su anhelo de llevar una vida absolutamente devota.

Fue durante esa época de incertidumbre cuando conocí al hombre y se transformó mi vida. En él vi un poder que superaba lo terrenal, una fe que excedía lo piadoso, una voz y una presencia que al hablar se dirigían a las profundidades del espíritu humano. Yo me había considerado devoto. Él despertó en mí la alegría en el mundo de Dios de un modo que nunca habría soñado. El período en la corte de Circinn se terminó y yo esperaba una prolongada y tranquila estancia en mi tierra natal, ejercitando mis dotes de copista y estudioso y evitando las demás actividades que se habían convertido en parte de mi existencia en un lugar de conspiradores e intrigantes como aquel. Deseé quedarme con Colm, unirme al pequeño grupo de hermanos que compartían su visión del futuro.

Para entonces él tenía un profundo deseo de abandonar las costas de nuestra tierra natal sin mirar atrás. El rey de Dalriada, Gabhran, le había prometido un refugio: una isla conocida como Ioua, situada a cierta distancia de las costas occidentales de la parte escota de Fortriu, donde podría establecerse con sus leales seguidores y fundar un centro monástico. Sería un nuevo territorio: un nuevo comienzo donde se podría llevar una vida de simplicidad y obediencia libre del oscuro velo del pasado. Ante ellos tenían un reino en el que la luz de Nuestro Señor apenas había empezado a brillar: Fortriu, el centro de los priteni.

Resultó que me encontré con que nuevamente se requería mi presencia fuera de casa, en aquella ocasión para servir de traductor y consejero espiritual en la corte del rey Gabhran. Colm aprobó la empresa, diciendo que el hecho de gozar de la confianza del rey y de poder recordarle su promesa sólo podía reportarle beneficios a nuestra causa. De modo que viajé al territorio escoto de Dalriada, en las tierras occidentales de los priteni. Poco después de mi llegada cambiaron las cosas. Fortriu avanzó sobre Dalriada. La táctica de Bridei fue brillante. Ni siquiera a una persona de limitados conocimientos militares como yo le pasaba por alto su talento. El avance tuvo lugar antes de lo que todo el mundo se esperaba. Se realizó a gran escala, con una multitud de fuerzas separadas que convergieron por tierra y por mar sobre nuestros compatriotas y que casi aniquilaron al ejército de Gabhran. Nadie había creído que Bridei de Fortriu podría conseguirlo sin el apoyo de Circinn, el equivalente meridional de su propio reino, pero lo hizo. A mí no me resultó tan sorprendente. Desde el principio vi algo excepcional en Bridei. Resta aún por demostrar si tales dotes podrían aplicarse a la consecución de objetivos distintos a la guerra, pero yo creo que sí. Aún queda por ver sí esa fe apasionada se desviará algún día de los antiguos dioses de los priteni, aquellos de cuyas leyes Bridei se ha nutrido incondicionalmente desde la infancia de la mano de su mentor, Broichan. Esto supone encumbrar una montaña más alta.

Así pues, los escotos han perdido Dalriada, al menos de momento, aunque nuestra presencia persiste. La gente no habita un territorio durante tres generaciones para que luego los expulsen totalmente de él, no cuando el conquistador es un hombre tan sensato como este joven rey de los priteni. Gabhran se halla prisionero en su propia fortaleza de Dunadd y sus territorios han caído en manos de jefes de clan priteni, todos los cuales responden ante el rey Bridei. Sin embargo, en esas comunidades, en esos reductos y aldeas, habita un nuevo pueblo engendrado tanto con sangre escota como priteni, y por mucho que Bridei vetara la práctica de la fe cristiana en Dalriada, esta perdura en una cueva solitaria o en una isla azotada por el viento, en una herrería, en un granero o en la cubierta de una pequeña embarcación que surca las picadas aguas del oeste para pescar el bacalao. Mientras hilan y tejen, las mujeres le cantan a María, madre de Dios. La llama del Señor parpadea; la llegada de este hombre a quien llamamos Colmcille la avivará hasta que arda con fuerza.

Todavía no hemos zarpado. Gabhran prometió un refugio, pero ya no está en sus manos proporcionarlo. En una ocasión Bridei me dijo que estoy en todas partes. Es imposible, por supuesto, pero sí es cierto que las habilidades que Dios me ha concedido me han llevado a viajar mucho. Estaba allí cuando Bridei se convirtió en rey de Fortriu. Estaba presente cuando Gabhran cedió el reino de Dalriada y Bridei pronunció una sentencia de destierro, una sentencia que se conmutó por un período de encarcelamiento en consideración al delicado estado de salud del rey de Dalriada. En aquel campo de batalla, con los escotos muertos yaciendo en su sangre encharcada, hablé de Colm y de su misión. Hablé del lugar llamado Ioua, la Isla del Tejo, y de una promesa que se hizo. Bridei me escuchó y comprendió. Creo que su mensajero vendrá a buscarnos.

Mientras tanto esperamos. Se aproxima el invierno, pero en primavera Dios nos mandará un viento favorable y una marea propicia. Colm no renunciará a la promesa de un refugio en ese reino, aun cuando ya no estuviera en manos de quien la hizo concedernos nuestra isla. A pesar de ello zarparemos rumbo a las costas priteni. Si es necesario, Colm suplicará a Bridei que nos adjudique esas tierras. Nadará contra una poderosa corriente si lo hace, pues la toma de Dalriada ha demostrado que Bridei de Fortriu es un líder de inmenso poder, y sé que es un ferviente adepto a la antigua fe de su pueblo. Creo que el encuentro de estos dos hombres será extraordinario.

Suibne, monje de Derry.

En la Colina Blanca llovía. Los días se habían ido acortando y anochecía pronto en los altos muros y ordenados edificios de piedra de la fortaleza cimera del rey Bridei. Los jardines estaban empapados. El agua gorgoteaba con afán por los sumideros y, por debajo de las murallas, el arroyo descendía rebosante por las laderas cubiertas de pinos de la colina.

Derelei había pasado la tarde con Broichan, construyendo barcos con ramitas y hojas y haciéndolos navegar en el estanque. Al observar los desde la distancia, Tuala se había fijado en la capacidad que tenían ambos, niño y druida, de mantener una zona seca a su alrededor por intenso que fuera el aguacero. También había visto cómo se desplazaban las pequeñas embarcaciones, persiguiéndose unas a otras, trazando un rumbo constante sin necesidad de viento ni de remos, en un juego de maniobras que debía mucho más al arte de la magia que a la suerte o a la habilidad física. Esperaba que Broichan recordara lo pequeño que era su hijo y que, a pesar de todos sus excepcionales talentos, se cansaba fácilmente. En cuanto al propio druida, su salud había mejorado mucho desde su estancia entre las sanadoras de Banmerren, pero Tuala sabía que no era infalible. Él también necesitaba dosificar sus fuerzas.

En aquellos momentos Derelei estaba dentro, cenando en compañía de su niñera. Aquel día su limitado vocabulario había aumentado con una nueva palabra, «barco».

Tuala decidió que había llegado el momento de mencionarle un tema especialmente delicado al druida real. Lo había evitado hasta ahora, pues le faltaba coraje para enfrentarse a aquel hombre al que había temido desde que era niña, cuando había concentrado toda su voluntad en asegurarse de que entre su hijo adoptivo y ella no se estableciera un vínculo demasiado fuerte. Al ser hija de los Seres Buenos, era insólito que Tuala se convirtiera en la esposa de un rey de Fortriu. Si Broichan se hubiese salido con la suya, Bridei habría contraído matrimonio con una chica mucho más adecuada, alguien como Ana de las Islas Luminosas, por ejemplo. Tuala y Bridei, entre los dos, habían ganado esa batalla y con el tiempo Broichan se había convertido casi en amigo de la muchacha. Él le había salvado la vida a Derelei cuando la fiebre estuvo a punto de arrebatársela. Tuala había ayudado a Broichan a luchar contra su larga enfermedad. Había accedido a que fuera el profesor de su talentoso pequeño. Ahora, cuando estaba esperando otro hijo y Bridei se había ido a Abertornie para encargarse de un asunto, era el momento de hacerle frente a Broichan con un acontecimiento de su pasado. Tuala no confiaba en que lo recibiera bien.

Durante mucho tiempo había luchado en silencio con el misterio de su identidad. Quizá nunca hubiera actuado en consecuencia de lo poco que había descubierto de no haber observado cómo el talento de su hijo se desarrollaba en toda su confiada precocidad. Había visto a Broichan observar a Derelei. Había visto el amor vigilante en los ojos del druida. Si lo que Tuala creía era cierto, ellos dos debían saberlo: Broichan ahora y su hijo cuando fuera mayor. Tuala pensaba que había algunas verdades dolorosas cuya importancia era tal que debían sacarse a la luz.

Puso todo su empeño en permanecer calmada mientras se dirigía a la cámara privada del druida. El corazón le latía con fuerza y tenía las palmas sudorosas ante la perspectiva de sacar semejante tema con su antiguo adversario. ¿Y si se equivocaba? A fin y al cabo se trataba de una conjetura basada en su propia interpretación de algo que vio en el cuenco de hidromancia. Una de sus primeras lecciones en Banmerren, la escuela para mujeres sabias, había consistido en lo engañosas que podían llegar a ser esas imágenes y lo fácil que era interpretarlas mal. Los dioses las utilizaban para burlarse o poner a prueba a alguien y la senda que recorría el vidente entre dar buenos o malos consejos era muy estrecha.

Tuala rara vez utilizaba su don. Había quienes aprovecharían cualquier oportunidad para poner de relieve la rareza de sus orígenes con la intención de minar los cimientos del reino de su esposo. Durante una temporada no había hecho uso de su arte en absoluto. Había recurrido a él de nuevo después de que una visión suya ayudara a salvarle la vida a Bridei en la época de la gran batalla por Dalriada. Entonces supo que valía la pena correr el riesgo. Aquel día tenía pensado utilizar otra vez la hidromancia.

Llamó a la puerta. Broichan abrió y no dio muestras de sorpresa al ver quién era.

—Necesito hablar contigo en privado —dijo Tuala—. Si te parece bien.

—Por supuesto. Entra.

Tuala pensó que tal vez había interrumpido sus plegarias, pues dos velas ardían en un estante y frente a ellos había una fina estera tendida en el suelo de piedra, una pequeña concesión a su enfermedad. La habitación estaba ordenada. Los estantes se hallaban prolijamente repletos de los enseres de su profesión. En una mesa de roble había una jarra de agua y una sola copa. De las vigas del techo colgaban ristras de ajos y manojos de hierbas El espejo de Broichan no se veía por ninguna parte.

—Siéntate, por favor. ¿Quieres discutir los progresos de Derelei? ¿Su bienestar?

—Hoy no. Veo que le va bien, aunque se cansa mucho. Tengo que plantearte un asunto delicado, Broichan. Puede que tengas alguna idea de qué se trata, pues he oído a Fola referirse a ello en una o dos ocasiones, indirectamente.

Broichan, una figura alta ataviada con oscuros ropajes, aguardó. Sus cabellos eran ya más grises que negros y le caían sobre los hombros en una multitud de pequeñas trenzas. A la luz de las velas, el disco de la luna, un círculo de pálido hueso que llevaba colgado del cuello mediante un cordón como tributo a la Brillante, relucía tenuemente. Sus ojos hundidos no revelaban nada.

—Me sería más fácil mostrártelo en el agua de una vasija de hidromancia —le dijo Tuala—. Me siento un tanto reacia a expresarlo directamente en palabras. Me temo que te ofendería.

—Si así lo deseas. —Su voz pareció sumamente constreñida. Tuala sospechaba que él ya sabía lo que se avecinaba—. ¿Estás segura de poder invocar lo que necesitas y revelarlo en una sola forma para los dos? Es una tarea enormemente difícil, Tuala.

«Para mí no».

—Si la Brillante desea que veamos esto, lo veremos. ¿Tienes un cuenco que podamos utilizar?

Broichan fue a buscar un recipiente sin añadir ningún otro comentario, lo destapó y le echó agua de un aguamanil.

—Lo prefieres al espejo —dijo. No era una pregunta.

Tuala asintió con la cabeza, sin hablar. El agua ya ejercía en ella su llamada, demasiado poderosa para poder resistirse. Se quedó de pie y Broichan, delante de ella, alargó los brazos para tomarle las manos. Se quedaron frente a frente, uno a cada lado del cuenco. Tuala notó que las manos de Broichan, fuertes y huesudas, se relajaban en las suyas cuando el druida bajó la mirada. Era un experto en el arte de la videncia, así como en todas las ramas de la magia. Sabía, sin necesidad de que se lo dijeran, que para garantizar el control de Tuala sobre la visión, debía someter su formidable voluntad a la de la muchacha. Y, en efecto, a pesar de los largos años de capacitación y disciplina del druida, era ella, la hija de los Seres Buenos, quien poseía la mayor facilidad en esta rama de las artes. Quizá no fuera tan sorprendente que algunas personas desconfiaran de ella.

El agua se rizó, brilló y quedó en calma. Apareció la visión: la misma que Tuala había visto ya en otra ocasión. La primera vez ni Broichan ni Fola, la mujer sabia, ambos presentes, habían discernido su significado. En aquella ocasión notó que Broichan se sobresaltaba. Sus manos la agarraron con más fuerza durante unos instantes y volvieron a relajarse cuando el druida obligó a su cuerpo a obedecer su voluntad.

En el agua, un Broichan más joven, vestido con unos ropajes blancos, recorría un sendero del bosque en primavera. Otra figura lo seguía de cerca, una mujer menuda y encantadora cuyos ojos élficos y piel pálida como la leche la distinguían como a uno de los Seres Buenos, ese variado grupo de seres del Otro Mundo que habitaban los bosques de la Gran Cañada y más allá. Aquella persona era de la misma especie que Tuala, afín a los dos seres que se le habían aparecido en su niñez, interfiriendo en su vida y en la de Bridei, tentándola con promesas de revelarle su verdadera identidad y ocultándola siempre. Tuala sólo sabía que era una expósita, una niña abandonada. Si tenía padres, estos nunca habían acudido a reclamarla en los diecinueve años que habían pasado desde que la dejaron en la puerta de Broichan.

En el agua, el druida vestido de blanco miró en derredor. Había notado que no estaba solo. Una voz pareció hablar, aunque en la estancia iluminada por las velas en la que Broichan y Tuala se encontraban todo estaba en silencio.

«Ven, hijo mío. Ven y hónrame». Y cuando el joven Broichan vaciló y se quedó repentinamente inmóvil en el sendero iluminado por la luz del sol que moteaba los verdes y dorados del bosque primaveral, se oyó:

«Ven, tú que eres fiel. Requiero esto de ti».

Tuala no tenía ninguna duda de que era la diosa la que hablaba. La mujer élfica sólo era la mensajera. Tal vez fuera un avatar para aquel día concreto: la personificación terrenal de la Brillante, cuya presencia siempre quedaba velada por la luz del día. El druida vestido de blanco vio a la mujer. Palideció y tensó la mandíbula. Por obediente que fuera, estaba claro que aquello le resultaba difícil. La mujer sonrió. Era cautivadora, tenía unos labios carnosos y sonrosados y su delgada y esbelta figura resultaba tentadora bajo la finísima tela de su vaporoso vestido suelto. Alargó una mano hacia el druida.

«Ve, hijo mío». De nuevo la voz, no la de aquella encantadora criatura sino una voz más fuerte y profunda que hacía temblar hasta el último árbol de la floresta. «Te llamo a mi servicio. ¿Vacilas?».

El druida le tomó la mano a la mujer. Tuala sintió su renuencia y, con ella, la fuerza del deseo físico que le recorría todo el cuerpo. Era costumbre entre sus congéneres velar durante tres días en solitario para celebrar la fiesta del Equilibrio, cuando el día y la noche eran iguales y la primavera despertaba incluso en el norte. Si en un momento así la Brillante requería que un creyente expresara su devoción con el cuerpo más que con la mente, ¿cómo podía contenerse un fiel seguidor? Aunque un acto como aquel le pareciera licencioso, abominable y carente de autocontrol, debía llevarlo a cabo, pues en el corazón de la práctica espiritual se hallaba el amor al dios y a la diosa, al Guardián de las Llamas y a la Brillante, y la perfecta obediencia a su voluntad. De hecho, el creyente debía ejercitar cuerpo y mente para realizarlo con un espíritu de buena fe, puesto que practicar un rito con renuencia suponía una amarga ofensa a la diosa.

La mujer se le acercó más aún. Su mano libre se deslizó hacia abajo para tocar la delantera de los ropajes blancos, entre las piernas del druida. Si él era tímido, ella desde luego no lo era. Atrapada como estaba en la visión, Tuala poseía suficiente consciencia del presente como para desear con todas sus fuerzas que la diosa corriera un velo sobre lo que iba a suceder a continuación. Había invocado aquellas imágenes para demostrar su teoría a Broichan, no para incomodarlo y avergonzarlo.

El agua se arremolinó y la imagen se dividió en breves atisbos, en fragmentos de visión: aquí una mano blanca a la altura de un muslo, una espalda o un pecho; allí una boca sensual, unos labios entreabiertos, una lengua moviéndose para lamer y besar, para saborear y provocar; aquí unas nalgas musculosas apretándose y aflojándose; allí unos dedos largos acariciando, jugueteando, en absoluto coartados por la falta de experiencia. Estaban en una arboleda. Yacían sobre las vestiduras blancas del druida, extendidas en una hondonada cubierta de hierba. El vestido de la mujer colgaba de la rama de un sauce, su tejido vaporoso era frágil como una telaraña. Sus cuerpos se movieron, lentamente al principio, con un deleite sensual en cada momento de su concurrencia, y más rápido después, cuando los dominó la acucia, hasta que sus corazones compartieron el mismo latido desesperado. Era la danza más antigua de todas, hermosa, poderosa, una danza que terminó enseguida y que dejó al druida y a la mujer del bosque tumbados juntos en la tela manchada de hierba, con el cuerpo reluciente de sudor y el pecho agitado mientras sus corazones aminoraban el ritmo de sus latidos y su respiración jadeante se calmaba. Una nube oscureció el sol; una sombra cruzó por encima de la pequeña arboleda. La visión se disipó y desapareció.

Broichan le soltó las manos a Tuala. En silencio, cada uno de ellos regresó lentamente a la habitación oscura. Los videntes expertos dejaban que una visión como aquella rindiera su dominio poco a poco. La aceleración del proceso provocaba mareos, náuseas y angustia. Tuala parpadeó, movió los dedos, estiró los brazos. Broichan cogió el paño oscuro que había dejado en un estante junto al cuenco y lo colocó encima para ocultar el agua. Cuando habló, su voz sonó constreñida y decididamente gélida.

—No me imagino por qué querrías ver semejantes imágenes en mi compañía —dijo—. Ha sido impropio. De mal gusto. Yo pensaba que éramos casi amigos, Tuala. Había llegado a creer que confiábamos el uno en el otro, a pensar que el primer juicio que me formé de ti, hace mucho tiempo, era erróneo. Te consideraba peligrosa: para mí, para Bridei, para todo lo que tocaras. Esto me hace sospechar que estaba en lo cierto.

Sus palabras fueron como un golpe para Tuala. Por un momento no pudo hablar. Entonces se recordó a sí misma que era la reina de Fortriu y que, como madre de Derelei y esposa de Bridei, tenía poder sobre el druida real tanto si a este le gustaba como si no. No le sirvió de mucho; quedó asombrada por la manera en que se le encogía el corazón ante la repulsa de Broichan.

—Ahora márchate, por favor —dijo el druida, que se acercó a la puerta y la abrió.

—Por supuesto, si es lo que prefieres. Primero te haré una pregunta.

Él esperó con la mirada fría y distante.

—Supongo que unos acontecimientos como estos no ocurren con frecuencia. Lo más probable es que un hombre sólo los experimente una vez en la vida y que, por lo tanto, recuerde perfectamente cuándo sucedieron. Debo decirte que, cuando lo vi con anterioridad, la visión fue mucho más breve. No me esperaba semejante… No invoqué esto para avergonzarte, Broichan. La diosa mostró mucho más de lo que yo había previsto.

—Vete, Tuala, por favor.

—Era primavera, ¿verdad?, en la fiesta del Equilibrio. ¿Fue la primavera del año en que llegué a Pitnochie? ¿Fue en el invierno posterior a estos acontecimientos cuando unas manos desconocidas me dejaron en tu puerta siendo yo una recién nacida?

—No voy a hablar de esto —su voz era férrea—. No responderé a ninguna pregunta.

—No es necesario que lo hagas —dijo Tuala al pasar junto a él para salir al pasillo—. Lo único que te pido es que lo tomes en consideración. Es una idea que debe de habérsete ocurrido. ¿O es que la posibilidad de que pudiera ser tu hija es tan dolorosa de contemplar que has cerrado tu mente a ella y has tirado la llave?

Broichan le cerró la puerta en las narices. Tuala se quedó fuera, intentando controlar su respiración, tratando de contener las lágrimas, aminorando el doloroso palpitar de su corazón. Hacía mucho tiempo que conocía a Broichan. Una parte de ella ya había previsto el rechazo, la negativa a reconocer cualquier error. Aun así, la oleada de pesar que la inundó fue tan profunda que durante unos prolongados momentos la dejó paralizada allí en la puerta. Su padre. Su propio padre. ¡Qué maravilloso hubiera sido si él le hubiese mostrado un poco de cautelosa confianza, un vacilante reconocimiento de aquel vínculo! Tuala se dio cuenta de que, en el fondo, ella había esperado más: un abrazo, unas palabras de afecto, una disculpa comedida tal vez. Había sido una estupidez. Aunque hubiera estado dispuesto a reconocer la posibilidad de que existiera un lazo de sangre, la máxima expresión de sentimiento a que llegaba Broichan era una sonrisa glacial o un ademán de aprobación con la cabeza. Sólo había estado a punto de revelar lo que albergaba su corazón con Bridei, su hijo adoptivo. Y con Derelei, porque, al fin y al cabo, Derelei era hijo de Bridei.

A Tuala le hubiera gustado preguntarle: «¿No significa nada para ti que eso te convierta en consanguíneo de Derelei? ¿Que el niño mago cuyos excepcionales talentos cultivas con toda tu habilidad pudiera ser tu propio nieto? ¿No anhelas reconocerlo?». ¿Cómo podía decir esas cosas cuando ella misma estaba en medio? A Broichan le resultaba aborrecible pensar en ella como en su hija. Lo había visto en su mirada ofendida, en el tenso desagrado de su tono de voz. Él nunca diría la verdad sobre ello. Nunca lo aceptaría. Aparte de la profunda desconfianza que le tenía y que había existido desde el momento en que la vio siendo ella un bebé, el hecho de reconocerla como su hija suponía admitir que había excluido a su propia familia mientras Tuala crecía. Le había proporcionado comida y refugio. Al mismo tiempo, no había ocultado su hostilidad hacia ella Admitir la verdad era reconocer el mayor error de su vida: un insulto imperdonable a la Brillante. ¿Y acaso la existencia de un druida no está doblegada por completo al servicio de la diosa? Tuala se enjugó rápidamente las lágrimas que surcaban sus mejillas y se obligó a alejarse. Aunque su padre no la quisiera, ella seguía siendo reina de Fortriu y tenía cosas que hacer.