SE ESTREMECIÓ en la húmeda celda del monasterio y se ajustó la capa a su alrededor. Mojó la pluma recién afilada en el tintero. Por la noche, cuando bajaba el sol, escribía a la pálida luz de dos velas de sebo que los monjes le cambiaban cada mañana. El olor del sebo derretido se mezclaba con el fuerte olor a tinta y los aromas a pescado, col cocida o carne de oveja que subían desde la cocina. De vez en cuando oía la risa de los monjes, que siempre le provocaban una sonrisa, y más tarde cerraba los ojos para escuchar sus bellas voces cuando se reunían para sus cantos nocturnos. La niebla del mar había borrado el contorno de las islas, las montañas y el gran mar al otro lado del ventanuco. Con frecuencia, al atardecer, recordaba los sentimientos que lo embargaron en la nave cuando, tras todos aquellos años, por fin viajando como vikingo:

EXTRACTO DE LA HISTORIA DE BÅRD

Avistamos tierra y divisamos las hogareñas costas a través de los bancos de niebla. ¡Habíamos llegado a casa! Incluso al rey Olav se le entrecortó la respiración de alegría. El único de nosotros que no pareció encontrarle el gusto a la visión de los fiordos y las montañas fue Asim. De pie junto a la borda, miraba apesadumbrado y silencioso hacia tierra.

Tras divisar tierra, el rey Olav dirigió el curso a lo largo de la costa de Viken junto con cien de sus hombres más leales, primero hacia el sur y después hacia el Este. Desde allí, el rey marítimo volvió a pie hasta la granja donde se crio para reunirse con su madre Sta y su padrastro.

Se han dicho muchas cosas sobre la labor de cristianización del rey. Yo, que pasé todos aquellos años junto al rey, reconozco poco de lo que se afirma en nuestros días sobre él. Lo cierto es que lo que se encontró nuestro rey unificador fue un reino dividido; una sociedad de clanes más que un país; una manta de retales de regiones independientes lideradas por patriarcas y reyezuelos autosuficientes. Para conseguir cristianizar el país, tenía que hacerse con el poder. No recibió ayuda de los ángeles, como se decía por el Sureste. Las puertas del cielo nunca se abrieron, como creen en el Oeste. El Cristo Blanco nunca estuvo junto al rey. Ay, no. La cristianización se consiguió por medio de arduo trabajo, ¡y vapuleo! Olav defendió bien su causa entre los reyezuelos, patriarcas y terratenientes de las regiones de Oppland, y estos lo reconocieron como su rey. Paso a paso fue tomando también el poder en Viken, Agder, Trøndelag e Inntrøndelag. Una vez que tuvo bajo su control el sur y el centro de Noruega, hizo la paz con el rey sueco y se casó con una de sus hijas. ¡Fue una boda magnífica! Mi señor Olav se convirtió en el gran rey de Noruega, pero en el país que quería cristianizar, la fe de Sta convivía hombro con hombro con el cristianismo. Lo cierto es que mis compatriotas suelen adorar a los dioses que en cada momento les resultan más útiles. Las diversas asambleas regionales del país decidieron que los noruegos se consagraran a la fe en el Cristo Blanco y el Dios todopoderoso y la mayoría de los grandes patriarcas se pasaron más o menos a la nueva fe. Al menos eso decían. El cristianismo floreció sobre todo a lo largo de la costa, pero en los pueblos del interior, los campesinos eran más conservadores. Preferían a sus dioses vikingos.

El rey Olav era un misionero impaciente; por eso sus súbditos se volvieron contra él. Cuando sus compatriotas se resistían a aceptar el mensaje del Señor, se despertaba el viejo vikingo que Olav llevaba dentro. Prendía fuego a los santuarios y las granjas, mutilaba a sus contrincantes y liquidaba a sus enemigos. Todo ello en nombre de Cristo. Cristianizar Noruega suponía expulsar a los viejos dioses por la fuerza y a base de amenazas. Las palabras de Jesús sobre la clemencia y el amor al prójimo no despertaban ningún entusiasmo. Puedo entenderlo. Yo mismo adoraba a los dioses que Olav quería expulsar. Mis compatriotas sólo se dejaban convertir si Dios y el Cristo Blanco demostraban ser más poderosos que Odín y sus æsir y vanir. El poder era una lengua que Olav dominaba bien y fue por la fuerza como Olav introdujo la justicia cristiana en Noruega. Olav viajó por el país para obligar a los campesinos a vivir conforme a las nuevas leyes y fueron muchos los que protestaron. Los mandamientos del Cristo Blanco entraban en conflicto con las costumbres más arraigadas, y la oposición y la enemistad hacia el rey Olav crecía.

Asim mandó construir un monasterio en Selja, donde reunió en torno a él a un grupo de custodios que velaban por la momia y los tesoros que habíamos traído del país del desierto. Yo le visitaba una vez cada tres años.

Todo el mundo profesaba a Asim un profundo respeto. Era algo más que un cura o un monje. Asim era un mago, un brujo, un astrólogo y un profeta que sabía escuchar a los dioses. En el monasterio, Asim instruía a los hombres del rey en astronomía y astrología, geografía e historia. Con frecuencia enviaba a grupos de expedición por Noruega y, con el apoyo de sus observaciones astronómicas y sus mediciones, reunió mucha información sobre la tierra y el mar, los ríos y las montañas. Así fue como Asim consiguió dibujar un mapa de Noruega, que permitía a los hombres del rey Olav viajar por el reino de modo más rápido y seguro.

Asim era un hombre de costumbres. Cada mañana, cuando salía el sol, subía a la plataforma ante la gruta y avizoraba el horizonte. Los monjes decían que aguardaba a alguien que llegaría por mar.

Muchos de los enemigos de Olav se reunieron en torno a Canuto el Grande, rey de Dinamarca e Inglaterra, que llegó a Noruega con su flota de guerra; una amedrentadora visión de tensas velas y amenazadoras cabezas de dragón. Nadie tomó las armas en contra del rey danés. Al contrario. El pueblo estaba cansado de las amenazas y los abusos de Olav, quien además había ofendido a muchos hombres orgullosos. Canuto, por su parte, prometió poder, libertad y riqueza a los grandes hombres del país y pagó bien a sus aliados más importantes. Incluso los hombres de la guardia de Olav lo traicionaron.

El rey se hundió en la pesadumbre. La obra de su vida había sido destruida. La cristianización de Noruega no había sido el camino triunfal y divino que él había esperado. El rey Olav se sintió como un perro cuando fue obligado a huir hacia el sur. ¡Él! ¡El rey de Noruega! ¡El vikingo! El guerrero que nunca había rehuido la mirada del miedo. ¡El hombre del Señor se vio forzado a huir, del rey Canuto y los campesinos furiosos!

Yo formé parte de su séquito cuando el rey cabalgó hacia el sur, atravesando los grandes bosques. Dejó a su mujer Astrid y a su hija con el rey Amund de Suecia. Luego siguió camino primero en barco y a continuación a caballo hasta el gran príncipe Jaroslav de Nóvgorod, en Garderike.

Los grandes hombres del país aceptaron a Canuto como nuevo rey de Noruega en la asamblea de Øra y Håkon Erikssen fue nombrado su jarl, duque de Noruega. Olav estaba desolado. El gran príncipe Jaroslav le ofreció a Olav el título de rey de Bulgaria, pero el rey no aceptó. Lo único que quería era recuperar su propio reino, la herencia de su clan, Noruega.

En el verano de 1030, Olav recibió la buena nueva de que Håkon jarl se había ahogado en un naufragio. ¡Noruega se había quedado sin patriarca! Olav, enardecido, emprendió el regreso. Por el camino reunió a un tibio ejército de hombres armados que le había prestado el rey sueco, hombres de su propia guardia y a otros más o menos voluntarios. Más tarde se nos unió el hermanastro de Olav, Harald, con sus hombres. Atravesamos vastos bosques, páramos y grandes lagos. En algunos tramos nos dividíamos en grupos; otros trechos los recorríamos todos juntos. Por el camino nos informaron de que algunos exploradores habían dado aviso de que el antiguo rey se dirigía a casa. Los terratenientes leales al rey Canuto reunieron un ejército formidable, en su mayoría gente de Inntrøndelag, pero también patriarcas y grandes hombres del Este y el Norte de Noruega. Algunos de ellos querían tomar venganza por el brutal comportamiento de Olav: la lealtad de otros había sido comprada por el rey Canuto.

Orgulloso y seguro de su victoria, Olav cabalgó adentrándose por el valle de Verdalen, en Nortrøndelag. El sol de julio brillaba en el cielo cuando nos acercamos a Stiklestad. Éramos mil quinientos hombres. Nubes dispersas pendían sobre el paisaje. El aire estaba lleno de pájaros y pelusas. Los campesinos, en los campos, se apoyaban sobre sus palas y sus horcas y nos seguían con la mirada apesadumbrada. Los niños acudían corriendo al camino, donde se quedaban mirándonos asustados. Las vacas tornaban sus ojos vacíos hacia nosotros y mugían, los cerdos gruñían, las gallinas revoloteaban y cacareaban intranquilas, y los perros ladraban.

Nuestras tropas se encontraron en las llanuras de Stiklestad. Olav había dirigido su ejército a un alto con forma de herradura que nos proporcionaba una buena visión de las fuerzas enemigas, que llegaban en grupos separados. Hacia el Norte había un humedal, por el sur corría el río y, a nuestra derecha, una vaguada impedía que el enemigo atacara por ahí. Si nos querían coger, iban a tener que subir la cuesta de quince metros de alto sobre la que Olav había reunido a su tropa.

Cabalgué hasta la vera del rey y le dije abatido:

—¡El ejército enemigo parece ser tres veces mayor que el nuestro!

El amigo del rey Dag Ringssårt aún no había acudido con sus mil hombres, que tanto necesitábamos. Olav me sonrió sin miedo.

—Tenemos a Dios de nuestra parte —dijo.

Abajo, en la llanura, miles de hombres se reunían en formación. Los exploradores de Olav informaron de que al menos cinco mil hombres se habían vuelto contra Olav: eran campesinos, patriarcas y líderes. Cerré la mano en torno a la empuñadura de la espada. Al carecer de la enardecida fe y confianza en uno mismo del rey, no veía más que la superioridad del enemigo.

—Has sido un buen escudero y un leal amigo, Bård —dijo el rey.

Aún lo veo ante mí: llevaba puesto un casco y una cota de malla, e iba armado con una espada, un hacha y el escudo blanco con la cruz dorada del Cristo Blanco. Le dije:

—Gracias, señor rey.

El rey dijo:

—¿Recuerdas que en Karlsrå te hablé de un sueño en el que un hombre con fuego en la mirada me había dicho que retornaría a casa para convertirme en rey de Noruega?

Le dije al rey que lo recordaba. Entonces el rey frunció el ceño y dijo:

—Cuando hace un rato dormía en el regazo de Finn Arnesson, soñé con una escalera que conducía directamente al cielo. Y, ante las puertas del paraíso, me esperaba el mismo hombre con fuego en la mirada.

El rey me miró esperando una respuesta. Le dije al rey que un sueño así podía interpretarse como un mal augurio. Entonces el rey se echó a reír.

—¡Al contrario, Bård! —dijo—. ¡Es una promesa!

Olav había reunido a sus hombres más fuertes y valerosos detrás de un parapeto de escudos, junto a algunos poetas skald, algo más aprensivos. En primera fila colocó a los bandidos y los maníacos, que no estaban entrenados para la guerra, pero eran locos y salvajes y sanguinarios. En torno a sí, Olav colocó a los soldados suecos que le había prestado el rey Amund Jakob, a los guerreros que vinieron con nosotros desde las tierras del gran príncipe Jaroslav y al ejército que acompañó desde Oppland a su hermanastro Harald, que contaba quince años de edad.

Desde el alto, nos precipitamos en dirección a la tropa de campesinos que nos aguardaba. Nuestros gritos de guerra retumbaron en los montes. Para mí fue como cabalgar hacia el Ragnarok, la batalla del fin del mundo. No tenía miedo de luchar junto a Olav, pero, dada nuestra inferioridad numérica, comprendí que lo único que podíamos hacer era posponer lo inevitable: la muerte del rey.

La batalla fue cruenta y sangrienta. Cogimos tanta velocidad al bajar la cuesta que penetramos en el ejército de campesinos. Ante nuestro ataque, algunos huyeron y otros comenzaron la batalla. Algunos luchaban con lanzas, otros arremetían con el hacha y la espada. Salvas de afiladas flechas cruzaban el aire, mientras otros arrojaban lanzas o piedras. Los hombres bramaban y chillaban; algunos por furia y otros por dolor o angustia ante la muerte. El suelo estaba empapado de sangre. El agrio olor de las entrañas flotaba sobre el campo de muerte como una bruma invisible. La guardia en torno al rey era cada vez menos numerosa. Luché con un salvajismo que no había sentido desde la juventud, cuando Olav y yo navegábamos como vikingos; como si yo fuera el único que pudiera salvar a Olav de la muerte. Tor avanzaba valientemente por el campo de batalla con el estandarte del rey y, cuando fue herido de muerte, lo clavó con tanta fuerza en el suelo que se mantuvo en pie. A su alrededor la sangre salpicaba desde las heridas abiertas. Se luchaba hombre contra hombre con las hachas y las espadas rojas de sangre. Un tipo de Kviestad —Torgeir se llamaba— arremetió contra el rey y Olav le cercenó la cabeza justo por debajo de los ojos. Un grupo de hombres se congregó en torno al rey: Kalv Arnesson, otro Kalv, un Olav y Tore Hund —Tore el Perro—. Olav atacó a Tore Hund, pero su espada rebotó. Varias veces intentó el rey herir a Tore, pero la espada no hacía mella en él. El rey se volvió furioso hacia Bjørn Stallare y le pidió que usara su hacha. Bjørn hizo virar su hacha y alcanzó a Tore en el hombro. Tore se tambaleó, pero justo después atravesó a Bjørn con su lanza. Entretanto, Kalv arremetió contra Olav al volverse contra él. Esta vez la espada alcanzó la carne. El rey jadeó. Yo grité como si el hacha me hubiera alcanzado a mí. En el mismo momento, Torstein Knarresmed acudió con el hacha e hirió a Olav en el muslo, justo por encima de la rodilla izquierda. El rey se reclinó contra una piedra y dirigió una mirada anhelante hacia el cielo azul. Los dedos del rey se cerraron en torno a la empuñadura de oro de su afilada espada. Pronunció un silencioso rezo interior: sus labios se movían de modo casi imperceptible. El casco dorado y la cota de malla centellearon a la luz del sol. La sangre salía a raudales de la herida del muslo. Presionó la mano con fuerza contra la herida, pero la sangre manó entre sus dedos.

—¡Rey! ¡Lucha! —bramé mientras luchaba contra un mozo al que le sangraba el hombro.

Tore Hund, el viejo enemigo del rey, dio un paso hacia él.

—¡Olav! —dijo con voz de trueno alzando su lanza.

Sin piedad, Tore Hund insertó la lanza bajo la cota de malla y la clavó profundamente en el vientre del rey. Yo y el mozo bajamos nuestras espadas.

—Mi rey —susurré, pero apenas se me oyó entre la algarabía de cientos, no, de miles de hombres.

Olav empezó a tener estertores. Tosía sangre y jadeaba de dolor. Aún hoy me siguen pesando estos recuerdos. Respiraba tan trabajosamente… La sangre gorgoteaba cada vez que tomaba aliento. El rey me miró. Me pareció verle esbozar una valiente sonrisa. Un hombre llamado Kalv estaba junto al rey. Alzó la espada. Vi como caía. El filo alcanzó al rey en el cuello, en el lado izquierdo. La blanca carne se abrió en una herida mortal. La sangre salía a violentos borbotones. Caí de rodillas, desesperado. Bandadas de cornejas y cuervos se habían reunido en lo alto de los árboles. Fue como si el fragor de la batalla se acallara, y el graznido ronco y hambriento de los pájaros llenó el aire. El rey me miró a los ojos. De sus labios sanguinolentos salió el sonido de una gárgara y el último estertor.

Y así murió en Stiklestad, mi señor y maestro, el rey vikingo Olav Haraldsson, el hombre que ahora se conoce como Olav el Santo.

Levantó la pluma del pergamino. En su celda del monasterio de piedra enroscó la tapa del tintero y enrolló los pergaminos. Se reclinó pesadamente contra la silla.

Habían pasado cuarenta años desde aquel soleado día en Stiklestad en que murió el rey. A pesar de ello, recordaba cada, instante con una claridad que por lo demás echaba en falta en su vejez; el sol de julio que relumbraba en el cielo, el olor de la sangre y las entrañas que se mezclaba con el aroma de los campos, las flores y los bosques, los chillidos de los hombres agonizantes y los amenazadores bramidos de quienes luchaban salvaje y valientemente.

Al otro lado del ventanuco, las gaviotas oscilaban contra el viento, y las olas rompían pesadamente contra los peñascos.

«La respiración eterna del mar», —pensó. El salado aliento del mar.

Los monjes lo encontraron justo después de las vísperas. Yacía en el catre con las manos cruzadas sobre el vientre. Entendieron enseguida que el viejo vikingo había fallecido.

El abad, que le había jurado lealtad al egipcio Asim, envió inmediatamente el recado sobre la defunción al gran maestre de la hermandad en Nidaros.