CUANDO EL viento del Oeste se soliviantaba, a veces apagaba la vela sobre el endeble pupitre que le habían dado los monjes. Una de las patas de la mesa era un poco más pequeña que las demás, o tal vez las otras cuatro fueran demasiado largas. No conseguía decidirse. Hacía algunas semanas había metido una cuña de madera bajo la pata más corta, pero alguno de los monjes debía de haberla quitado al barrer el suelo. El anciano tenía el codo apoyado en la mesa y la barbilla sobre la palma de la mano. Tenía los ojos entrecerrados. Ahí sentado, oía nítidamente las corales de la catedral de Ruán. Meciéndose lentamente, como el océano…
EXTRACTO DE LA HISTORIA DE BÅRD
O como un campo de trigo noruego en la suave brisa del final de verano, la voz del cura ascendía y descendía. El eco quedaba flotando bajo la bóveda de la catedral. El sol entraba reluciente a través de una ventana, formando brillantes columnas oblicuas. El cura se quedó en silencio. Alguien tosió. Luego el coro empezó a cantar en la parte trasera de la iglesia. En su belleza, las suaves corales parecían sensibles. Ninguno de nosotros comprendía las palabras, pero, a pesar de eso, se dejaban entender. No lo puedo explicar. Inspiraba los extraños aromas del incienso, dulces y amargos al mismo tiempo. La clara voz de un chico colmaba la sala de la iglesia. Los tonos se abrían hueco en mi interior. Vi ante mí a un chiquillo al que le había cortado la cabeza de un solo y poderoso hachazo. La sangre salpicó el cielo. Los hombres que tenía a mi alrededor me vitorearon y se rieron. Pero ahora, en la iglesia de Ruán, me costaba sentirme orgulloso.
El rey Olav estaba sentado en silencio sobre el duro banco de madera. Durante largo rato permaneció con la cabeza agachada, apoyada contra las palmas de las manos. La noche anterior me había confesado que echaba de menos a su madre, Sta; habían pasado ya muchos años desde la última vez que la había visto. ¿Estaría viva? ¿Habría tenido más hijos? Olav no era más que un mozuelo cuando se despidió de su madre con un abrazo para ir a saquear los mares como un vikingo. Ahora era un hombre hecho y derecho. Un rey. Por el camino, al volver de la iglesia, Olav iba cavilando. Parecía distante. Yo intenté comenzar una conversación, pero el rey me respondió con brevedad y sin interés. Sin mediar palabra subió directamente a su cuarto… Para pensar, como dijo. Yo permanecí en la entrada viéndole salir y me dirigí a la biblioteca del duque. Mi padre me enseñó a leer y escribir las runas, y muchos de los pergaminos de la colección del duque Ricardo eran nórdicos. Siempre me han gustado los poemas y los textos escritos.
Como de costumbre, el egipcio Asim estaba sentado en la biblioteca. Lo llamábamos el Sabio. Asim me inquietaba. Aunque en mi vida había librado batallas contra hombres más grandes y fuertes que él, entendía que el pequeño egipcio podía ser diez veces más peligroso. Tenía la sabiduría de muchos patriarcas y los poderes mágicos de un hechicero. Eso había quedado claro cuando lo fui conociendo a bordo del Águila del mar, durante nuestra travesía de Egipto a Ruán.
Asim alzó la vista. Estaba inclinado sobre el escritorio con una pluma en la mano. A su izquierda tenía un rollo de papel de escribir de ese material que llamaban papiro y, ante él, un pergamino nuevo y relucientemente blanco que estaba llenando de escritura.
—¿Tú ir a la iglesia? —me preguntó en su torpe noruego.
El aroma del incienso seguía adherido a mi ropa. Durante el breve período en que había sido nuestro prisionero, ya había aprendido nuestro idioma. En la nave había pasado también mucho tiempo con los pilotos y había aprendido mucho de navegación y de marinería. Conocía hasta el último detalle del cielo estrellado y había señalado la leiðarstjerna, la estrella Polar, que en su idioma se llamaba algo completamente distinto.
—Iglesia es bello templo —dijo Asim.
—¿Qué estás escribiendo? —le pregunté señalando el pergamino con la cabeza.
Asim me hizo un gesto para que me acercara y yo me senté vacilante en el banquillo junto a él. Entonces dijo:
—Con el permiso de tu rey, copio algunos textos que EL DIVINO se llevó a tumba.
—¿Realmente entiendes esos extraños signos antiguos? —pregunté, y Asim se echo a reír.
—Yo hablar muchos idiomas —tartamudeó—. Con cinco años hablaba no sólo lengua de mi madre, sino también hebreo y arameo. Más tarde aprendí griego y latín y muchas otras lenguas. ¡Y ahora aprender tu lengua!
»Joven —dijo Asim posando la mano sobre mi hombro—, sin lengua no eres nada. Con lenguas posees el mundo.
El arca con la momia estaba colocada en una capilla a las afueras de Ruán. Diez hombres de la guardia de Olav custodiaban la capilla día y noche. Muchos de los vikingos habían regresado a casa con las naves cargadas de tesoros; otros se habían asentado en los alrededores de Ruán con el rey. Cada mañana sin excepción, Asim recorría a pie el largo camino que separaba el palacio del duque de la capilla, para comprobar que todo estaba como debía. Los tesoros y riquezas de la cámara mortuoria seguían almacenados en las bodegas de las naves, que, ancladas junto al muelle del río, estaban fuertemente custodiadas. Ni siquiera los más avariciosos y temerarios de los ladrones de Normandía se habrían atrevido a robarnos nada; aunque hubieran sabido los tesoros que se escondían a bordo. El rey lo estaba manteniendo todo en secreto. El objeto sagrado albergaba tal fuerza y poder divino que nadie debía saber nada ni sobre nuestra expedición, ni sobre el botín que traíamos. No debía escribirse ningún poema sobre el asunto. Le recordé que a los hombres se les soltaba la lengua en las tabernas y en compañía de las mujeres, pero eso a Olav no le preocupaba.
—Los hombres siempre fanfarronearán —dijo el rey—, pero nadie cree a los marineros. Los poemas y las leyendas, no obstante, tienen más fuerza, viven más tiempo. Nadie tiene que saber dónde hemos estado ni lo que nos hemos llevado —dijo el rey. Y así fue.
Transcurrieron las semanas. El rey se pasaba horas y horas en compañía del duque Ricardo, que estaba bautizado y adoraba al Cristo Blanco. Olav también estaba empezando a buscar al nuevo dios. Para quienes estábamos cerca de él, fueron unos tiempos tristes. El orgulloso vikingo que había en él se fue encapsulando. El Olav que conocíamos del campo de batalla luchaba en vano por liberarse. El rey mantenía largas conversaciones con el duque, con el arzobispo y con los monjes del monasterio y las escuelas. Hablaban sobre el Dios todopoderoso y sobre su hijo Jesucristo, sobre la justicia cristiana y sobre el libro sagrado que se llamaba Biblia. Fue en aquella época cuando se despertó en mí el interés por la poesía skald. Mientras Olav se dejaba redimir por el duque, a mí me inspiraban Asim y su arte de contar relatos. Olav estaba tan absorto por su nueva fe que el Cristo Blanco hacía sombra a su devoción hacia su escudero y amigo. El rey Olav se dejó bautizar en nombre del Cristo Blanco. El obispo de Ricardo, el hermano Robert, le dio el sacramento al rey. Asim y yo presenciamos la ceremonia desde el primer banco de la iglesia. Olav quería que me bautizara con él, pero yo dudaba y dije que necesitaba más tiempo.
El día que dejamos Ruán, el rey Olav y el duque Ricardo permanecieron largo rato en el muelle, hablando y cogidos de las manos. Al final el rey se arrodilló y le besó la mano al duque. Los normandos se habían congregado a millares a lo largo del Sena para ser testigos de la partida de la flota vikinga hacia el mar. El mar… No pude sino reírme al ver la cara de desamparo y mareo de Asim.
—Pero si esto no es mal tiempo —le dije—, no es más que un poco de brisa fresca para que las velas se desplieguen después de pasar este tiempo de asueto en tierra. —Si esto le parecía malo, tendría que haber probado a navegar por el mar noruego durante las tormentas del otoño.
La nave drakkar se precipitaba contra las olas con tal arrojo que la madera del barco gemía. El agua ascendía varios metros de altura y volvía a caer helada sobre nosotros y se escurría por la cabeza de dragón de proa. Los hombres vitoreaban felices: tuve que volver a sonreír. ¡Estaban encantados de retornar por fin a la mar! Aquel largo tiempo de oscuridad en Ruán había empezado a corroer los nervios de muchos además de los míos, pero aquí fuera, entre las olas y el viento, por fin sentíamos que estábamos vivos.
En Inglaterra nos pusimos al servicio del rey Etelredo y volvimos a unirnos a Torkjell Høye —Torkjell el Alto—. El rey Svein Tjugeskjegg —Svein el de Barba de Horquilla— y su ejército de daneses le había arrebatado el reino al rey Etelredo tras la masacre de los daneses que se habían asentado allí. Luchamos durante dos veranos en Inglaterra; luego Olav vendió una pequeña parte del botín, pagó generosamente a los hombres que se quedaron y les concedió permiso para volver a casa libremente. Algunos se asentaron en Inglaterra como hombres acaudalados, otros regresaron a casa con sus naves. Doscientos o trescientos de los guerreros más leales se quedaron como guardia del rey. Olav vendió el Águila del mar y compró dos naves comerciales. En otoño navegamos hacia el Norte, con las dos naves repletas de oro, plata, piedras preciosas y los valiosos tesoros de Egipto. Después de lidiar durante un día entero con una terrible tormenta, sólo yo permanecía junto al rey en la proa. Esta vez oteábamos hacia el Noreste. Las naves golpeaban contra el oleaje. Eran barcos más cortos y anchos que los drakkar y caían pesados sobre el agua. Noruega no tardaría en aparecer en el horizonte. Resultaba difícil de creer. Llevábamos muchos años haciendo el vikingo.
Olav había convencido a cuatro obispos para que lo acompañaran a Noruega y lo ayudaran con la cristianización: Grimkjel, Sigurd, Rudolf y Bernhard. Vinieron los cuatro para hablar con el rey.
—Señor rey —dijo el obispo Grimkjel haciendo una profunda reverencia y mirándome a mí de soslayo.
Pasaron unos instantes antes de que el rey entendiera la indirecta. Luego dijo:
—Obispo Grimkjel, Bård es mi hombre de confianza: todo lo que escuche yo, puede escucharlo también él.
—Como gustéis, señor —respondió el obispo, y contó que había estado conversando con Asim en la lengua que llamaban latín.
El obispo dijo que, en su tierra natal, Asim era sumo sacerdote. Olav dijo que ya lo sabía. El obispo contó luego que Asim sostenía que la momia era un dios durmiente.
—¿Un dios pagano? —quiso saber el rey, asustado, porque se le había metido en la cabeza seguir los diez mandamientos que le había enseñado el duque Ricardo.
El obispo Grimkjel alzó las manos en señal de disuasión.
—Al contrario, señor rey, Asim nos ha contado que su secta lleva dos mil quinientos años custodiando la momia y creemos que Asim no sabe exactamente quién es la momia.
—Pero ¿vosotros sí? —quiso saber el rey.
—Señor rey, creemos que sí.
Su melena rubia ondeó al viento.
—¿Y bien? ¿Quién es? —preguntó el rey Olav…
Era amigo de las sombras. En las templadas sombras del final del verano, solía envolverse en la capa de lana y hacerse invisible para los monjes que pasaban ajetreados por sus múltiples quehaceres. Podía permanecer largo, largo rato inmóvil —escondido de la luz— mientras sus pensamientos vagaban hacia los años de la juventud; aquellos tiempos sin preocupaciones junto al rey, cuando la muerte era una promesa y no una amenaza. Cuando el movimiento del sol ahuyentaba su santuario de sombras y la luz del sol atormentaba sus ojos como una lluvia de arena, se buscaba otra sombra o volvía a la celda del monasterio, donde se encorvaba sobre el rollo de pergamino y escuchaba las olas que rompían contra la playa de arena y los peñascos a los pies del monasterio.