POR LAS noches, en el duro catre de la celda del monasterio, soñaba frecuentemente con los años de juventud, cuando navegaba como vikingo junto al rey Olav. Se acurrucaba adormilado bajo las mantas húmedas y sus recuerdos se tornaban en imágenes, olores y sonidos que colmaban la fría penumbra de la celda. Algunas veces, cuando no conseguía conciliar el sueño, se arrastraba hasta la ventana de la habitación para escuchar la respiración del mar y el romper de las olas contra los escollos. Así pasaba el rato. Con frío y casi ciego se situaba en la corriente y añoraba los viejos tiempos. Tan deteriorada estaba su vista que ni siquiera necesitaba cerrar los ojos para imaginarse la flota de naves vikingas:
EXTRACTO DE LA HISTORIA DE BÅRD
(El manuscrito original se encuentra en la biblioteca del Palacio Miércoles[3], con el número de catálogo 1432-KJ-sjs-31).
SURCABAN las crestas de las olas entre una nube de espuma. Me encontraba junto al rey Olav en la roda de la nave Águila del mar, bramando y vociferando contra el viento. Yo me iba secando el agua salada del rostro con el antebrazo, mientras que el rey gritaba y se reía. A nuestro alrededor, las gotas de agua centelleaban bajo el sol como un chaparrón de plata. El casco de roble hendía las olas y estas rompían contra la madera con violentos golpes y choques, mientras la vela se arqueaba tensamente con el viento a favor del Noroeste.
El Águila de mar, la nave del rey, era una elegante embarcación adornada con cabezas de dragón tanto en la roda como en el codaste. Solíamos llamarla drakkar, nave de dragones. Diestros artesanos de Noruega habían tallado malvados dragones, espantosas serpientes y aterradores monstruos marinos en ambos extremos de la nave. El mástil era alto y esbelto. La vela atrapaba el viento y nos impulsaba sobre la superficie del mar como una flecha recién lanzada. Tras las naves, como cometas en cordel, volaban grandes bandadas de gaviotas, golondrinas de mar y deliciosas aves marinas. Olav y yo le dimos la espalda al viento y contemplamos la nave. Muchos de los hombres estaban adormilados al calor del sol, algunos jugaban a los dados y otros relataban hazañas o sangrientas batallas. Por la gesticulación de sus manos, comprendí que un hombre llamado Gorm estaba describiendo a una bella mujer con la que había compartido lecho. Un gigante llamado Tord estaba orinando por la borda. Junto al mástil, dos mozos discutían a causa de un nudo. Uno de los pilotos señalaba nuestra posición sobre un mapa de pergamino y a continuación hizo una señal en el marcador del rumbo de la brújula de sol, que tenía forma de media luna. Olav le silbó entre dientes al timonel para que corrigiera ligeramente el rumbo hacia el Este. Luego saludó con la cabeza a Rane, el tutor que le envió su madre hacía ya muchos años, cuando nos embarcamos para navegar como vikingos. Olav hundió la mano en mi cabellera, me revolvió el pelo y dijo:
—Veo que te encuentras a gusto en mar abierto, Bård.
Yo escupí sobre la borda y respondí:
—¿Y quién no lo está, mi rey? .
Olav y yo teníamos la misma edad. Le llamábamos rey, aunque no gobernara sobre ningún país. Por las venas del rey guerrero corría salada sangre vikinga. Olav Haraldsson provenía de estirpe de reyes: su tatarabuelo fue Harald Hårfargre —Harald Cabellera Hermosa— y su padre, Harald Grenske, el mujeriego rey menor de Vestfold, al cual prendió fuego la sueca Sigrid Storråde —Sigrid la Altiva— cuando se cansó del sensual asedio del vikingo. Cuando Harald Grenske murió entre las llamas en Suecia, Sta (La madre de Olav) estaba embarazada de Olav. El hombre con el que se desposó más tarde, Sigurd Syr, era diametralmente opuesto a Harald: mientras que Harald era un vikingo hasta la médula, violento y amante de la guerra, Sigurd era un terrateniente apacible, prudente y trabajador, que prefería ocuparse de sus tierras y sus animales y evitar la cruenta lucha. El joven Olav llevaba a su padre en las venas. Ya de niño despreciaba a su padrastro, el hombre de la tierra, y se burlaba de él a espaldas de su madre.
Escudriñé el horizonte con la mano en torno a la henchida talla de madera del casco; primero dirigí la mirada hacia el Oeste y después, hacia el Este, en dirección a la bruma que ocultaba la costa. Recliné el hombro contra el interior del arco de la borda y contemplé las tierras extranjeras que llamaban Al-Andalus y que regían los musulmanes. ¿Presentarían mucha resistencia? «Que lo intenten», pensé enardecido. Yo no temía a nadie. Desde que salimos de Noruega, arribando primero a Dinamarca y luego a Austerveg —las tierras del Este—, la expedición de saqueo de la flota vikinga había contado con el favor de los dioses. Eramos invencibles. En Suecia y en las tierras e islas del mar Báltico guerreamos y saqueamos durante mucho tiempo; después volvimos a dirigir el rumbo hacia Dinamarca y nos unimos a la flota del hermano de Sigvalde jarl, duque de los vikingos de Jomsborg; Torkjell Høye —Torkjell el Alto— estaba listo para la expedición guerrera. Nuestros dos jefes vikingos, Olav y Torkjell, navegaron juntos a la largo de Jutlandia, donde derrotamos a un gran ejército marino. Las victorias en el mar Báltico, Dinamarca y Holanda nos colmaron de amor propio y, en compañía de Torkjell Høye y sus hombres, atravesamos el canal. En Inglaterra nos unimos a una gran flota danesa y, entrado el otoño, nos asentamos a las afueras de Londres. El rey Etelredo estaba atemorizado. Pagó a Olav y Torkjell cuarenta y ocho mil libras para salvaguardar su reino. Cargamos nuestras naves con más de once millones de monedas de plata. ¡Enormes riquezas! Todas aquellas monedas nos proporcionarían vacas o esclavos. Luego Olav y Torkjell se separaron. Torkjell cambió de bando y se puso al servicio del rey Etelredo; Olav y su flota, en cambio, navegamos hasta Francia. En Normandía regía el duque Ricardo II, conocido como le bon —el Bueno—. Las tierras normandas, al Oeste de Francia, podían considerarse territorio noruego. Tras décadas de invasiones, al vikingo noruego Gange-Rolv —Rolv el Caminante— se le concedió el título de duque a cambio de que los vikingos protegieran Normandía de las potencias enemigas y otros saqueos. Gange-Rolv, al que los franceses llamaban Rollo, era hijo de Ragnvald Mørejarl —Ragnvald duque de Møre—, que fue quien le cortó la cabellera a Harald Hårfagre después de que este reuniera Noruega en un solo reino. Gange-Rolv era el bisabuelo de Ricardo, quien a su vez es abuelo de quien ahora se conoce como Guillermo el Conquistador. Fue coronado rey de Inglaterra hace cuatro inviernos. Olav rechazó cortésmente la invitación de Ricardo de pasar un tiempo en Ruán, pero prometió regresar al finalizar su expedición. Así que partimos hacia el sur. En la Bretaña nos unimos a un ejército de vikingos irlandeses junto a los que avanzamos luchando por la costa francesa, robando tesoros y capturando esclavos, hasta llegar a Galicia. En Tui nos dieron cuatro kilos de oro a cambio de que no atacáramos la ciudad. Me avergüenza decir que no mantuvimos nuestra palabra. Nuestra avidez de oro nos impulsaba hacia el sur. Atacábamos despiadadamente las ciudades donde pensábamos que encontraríamos algún botín. Éramos una flota poderosa. Olav partió de Noruega con cinco naves, pero por el camino habíamos reunido casi cuatrocientos barcos: grandes naves drakkar, ágiles naves de guerra más pequeñas, embarcaciones de carga y rápidos barcos de reconocimiento, que también transmitían los mensajes entre las naves. En el Águila del mar éramos más de cien hombres entre los remeros, los pilotos, los oteadores, los reparadores, los fabricantes de velas y los guerreros. En total, el ejército de Olav estaba compuesto por veinte mil audaces vikingos.
—Bård —dijo el rey—, esta noche he tenido un extraño sueño.
Fuera el polvo dorado de la arena revoloteaba al sol. Las personas que recorrían apresuradas los callejones encalados iban envueltas en amplios ropajes con los que se protegían del viento desértico del sur. Miré de soslayo a mi señor. Olav yacía con la cabeza y los hombros apoyados contra la pared y ambas piernas en la cama. Yo, sentado en una crujiente silla de madera, bebía vino agrio en un vaso de cerámica que me ensuciaba las manos. El sol entraba a través de un ventanuco en lo alto de la pared. Olav se incorporó en la cama.
—Tal vez fuera un dios quien me habló en el sueño —dijo.
—¿Qué dios? —quise saber.
Yo adoraba a Odín y a los dioses de los antepasados, pero en el viaje a través de Europa nos habían hablado de muchos otros, sobre todo de uno al que llamaban el Cristo Blanco. Decían que transformaba el agua en vino y que de un pan sacó muchos. Además sanaba a los enfermos y caminaba sobre el agua, sirviera eso para lo que sirviera. Pero yo nunca entendí al Cristo Blanco. ¿Era un dios o un hombre? ¿Cómo había podido su padre, un dios, dejar embarazada a su madre humana sin compartir lecho con ella? ¿Y acaso el hijo de un dios y de un humano no es un semidiós? A mí me parecía que la enseñanza del Cristo Blanco servía a los débiles y a los cobardes. Se decía que les ordenaba a sus adeptos que, en lugar de cortarle la cabeza al enemigo, le ofrecieran la otra mejilla. Cobarde discurso para el hijo de un dios. Al Cristo Blanco lo clavaron a una cruz y sufrió la muerte del martirio allá en la tierra de los judíos. Si realmente hubiera sido un dios, no le habría costado desembarazarse de los soldados romanos. Cuentan que se levantó del sueño de la muerte a los tres días. En fin. En mis tiempos vi muchos cadáveres en el campo de batalla. Me gustaría ver al muerto que se reanima después de pasar tres días al sol.
El rey, que debió de notar que se me había olvidado que en la habitación estábamos dos, carraspeó y continuó:
—En el sueño se me acercó un hombre, uno de esos hombres en los que te fijas porque tienen fuego en la mirada, y me dijo que retornara a casa para convertirme en el rey de Noruega para toda la eternidad.
El rey ladeó la cabeza para ver qué opinaba yo sobre semejantes perspectivas.
—¿Quién era ese hombre? —pregunté.
Aún no tenía ganas de regresar a casa. Quería continuar navegando hacia el Este, a través del estrecho de Norvasund (Gibraltar), que separaba Europa de las tierras desérticas del sur, Store Serkland (África), y seguir camino por el gran mar, hasta llegar a la tierra de los judíos, donde vivió el Cristo Blanco hace más de mil veranos. El rey me sonrió, como si hubiera entendido lo que estaba pensando, y respondió:
—No le conocía, pero le respondí sinceramente: «¡A casa volveré! ¡Y sobre Noruega reinaré! ¡Pero todavía no!».
Aliviado, alcé el vaso de vino.
—Bård —dijo el rey—, ahora quiero contarte adonde nos dirigimos.
—¿A la tierra de los judíos? —le pregunté.
Él negó con la cabeza:
—Nos dirigimos a Store Blåland, el gran país azul que se conoce con el nombre de Egipto.
Respondí:
—Nunca he oído hablar de tal país.
El rey dijo que era un país milenario con las calles cubiertas de oro y alhajas, custodiado por dioses olvidados, dividido por regentes y tribus extranjeras, y al que un río llamado Nilo partía en dos.
—¿Y qué haremos en esa tierra? —pregunté.
—Vamos a buscar un tesoro.
—¿Un tesoro? —pregunté sintiendo el alegre latir del corazón.
—Un tesoro —repitió el rey—, oculto en los peñascos tras un templo, escondido en una cámara mortuoria tras una cámara mortuoria tras una cámara mortuoria.
De eso no entendí nada, pero el rey dijo que bastaba con que lo entendiera él.
—¿Y cómo sabes todo eso? —pregunté.
Y el rey me lo contó.
Uno de sus antepasados, Håkon el Bueno, hijo de Harald Hårfagre, se crio con el rey Athelstan de Inglaterra. El rey Athelstan tenía muchos amigos y a su corte llegaban constantemente reliquias y manuscritos de la antigua Roma. Tenía, por ejemplo, la espada de Constantino el Grande, el primer emperador cristiano, y la lanza de Carlomagno. Entre los envíos llegaron también objetos y manuscritos de Marco Antonio, que tuvo un hijo con la reina Cleopatra. Entre los manuscritos había un mapa y un papiro, cuyas indicaciones conducirían a una cámara mortuoria repleta de valiosos tesoros, textos sagrados y una divinidad en eterno reposo. Nadie en la corte prestó atención a los textos egipcios, pero a Håkon le picaron la curiosidad. Consiguió que algunos de los monjes letrados de la corte del rey Athelstan le dibujaran una copia del mapa y le tradujeran las indicaciones a la lengua de los anglosajones, aunque ellos siguieron sin mostrar interés por el contenido. Como comentó despectivamente uno de los monjes: «En Las mil y una noches hay tesoros para dar y tomar». Håkon, en cambio, se llevó la traducción cuando regresó a casa junto con el obispo Glastonbury para cristianizar Noruega. Se dice que en aquel momento Håkon hablaba anglosajón como un inglés, pero que casi había olvidado su lengua materna. Por razones inciertas, Håkon perdió interés por la información procedente del antiguo Egipto. La copia de los monjes pasó a formar parte de la colección de tesoros familiares de Håkon. El rey Olav tenía ocho años cuando su madre, Asta, le enseñó el pergamino anglosajón con el mapa del río que conducía a la cámara del tesoro. Le pregunté al rey:
—¿Y traes contigo esa copia y el mapa?
Olav asintió y dijo:
—Creo que ha llegado el momento de averiguar si la historia tiene algún fundamento. Y si lo va a hacer alguien de la familia, ¡voy a tener que ser yo!
Esa misma noche, en uno de los angostos callejones del puerto de Karlsrå (Cádiz), nos topamos con un hombre distinto a todos los hombres que había visto hasta entonces. Tenía la piel de un color negro azulado, era de poco tamaño y llevaba un peinado elaborado y unas vestimentas que recordaban a las de una mujer. Un hombre azul. El hombre y su séquito se negaron a apartarse al paso de Olav, al que la siesta había dejado indispuesto y de mal humor. La guardia real de Olav ensartó la espada en varios de los hombres del séquito del hombre azul, antes de que estos se rindieran y pidieran clemencia. Entonces el propio Olav sacó su espada para acabar con el rebelde hombre azul, que cayó de rodillas y, en su incomprensible lengua, suplicó por su vida. Uno de sus criados tradujo sus palabras al latín y uno de los letrados de nuestro propio séquito las tradujo al noruego. Cuando Olav comprendió que el hombre azul era egipcio, su mirada adquirió esa expresión inconfundible. El rey dijo:
—Conoce la tierra de los desiertos y conoce su lengua: nos puede ayudar.
Por eso Olav le perdonó la vida al hombre azul y lo encadenó.
Al día siguiente dirigimos el rumbo hacia la tierra que llamaban Egipto. El hombre azul iba encadenado al mástil principal. Durante varias jornadas navegamos hacia el Este con el viento del Norte a favor, y el calor nos fue absorbiendo.
A causa del sol abrasador y el aire caliente y húmedo, la mayoría nos habíamos despojado de la ropa y teníamos los hombros y las espaldas enrojecidos y doloridos por el sol. Desde las naves, los hombres miraban boquiabiertos hacia tierra. Ante nosotros, sobre un islote frente a una ciudad que el hombre azul llamaba Alejandría, se erguía un faro tan enorme que nos costaba creer en lo que veían nuestros propios ojos. El faro construido con piedras blancas se elevaba hacia el cielo. ¿Qué altura tendría aquel faro? No soy capaz ni de intentar adivinarlo, pero el recuerdo sigue despertando mi respeto. Intenté contar las ventanas a lo alto, pero la mirada se me perdía con el oleaje. Abajo, en el suelo, la torre estaba rodeada por una fortaleza cuadrada y de poca altura. El patio sobre el que se erguía el pie de la torre era más ancho y más largo que cualquiera de las casas que había visto hasta entonces. Encima de la elevada construcción de la base, se alzaba una torre octogonal algo más estrecha y, sobre esta, aún otra, redonda y más fina. Sobre la punta relumbraba un espejo que atrapaba los rayos del sol. Incluso Olav, que rara vez se dejaba impresionar, miraba la construcción boquiabierto.
—Todo un mojón —le oí murmurar para sus adentros.
Cuando alcanzamos la desembocadura occidental del río Nilo, apoca distancia de Alejandría, empezó a levantarse el viento. Las olas se tornaron blancas y las aves menores se refugiaron en tierra, mientras las gaviotas y los pelícanos extendían sus alas y alzaban el vuelo contra el viento. Con el Águila del mar a la cabeza, entramos en el delta del río. Los juncos de las orillas se cimbreaban al viento. Alguna que otra embarcación se nos acercaba a remo o con las velas abiertas para vernos de cerca, pero todas giraban en seco.
La contracorriente era fuerte. Entre los juncos vislumbraba enormes reptiles, de ocho o nueve codos de largo, que a lo que más me recordaban era a los dragones. Un silencio de mal augurio —interrumpido por el chillido de los pájaros, el croar de las ranas y el canto de los grillos—, se extendió sobre el río y las desiertas riberas. Nos observaban, pero nosotros en cambio no veíamos a nadie. Cuando la flota de guerra tomó el siguiente meandro, una tropa insignificante nos atacó con arcos flojos y flechas huidizas. A un remero llamado Arn le enfureció tanto aquel escuálido ataque que se levantó y bramó insultos contra el enemigo mientras les amenazaba con el puño. Una flecha le alcanzó en la mano y otra en la garganta, con lo que acabó cayendo muerto sobre el piso.
—Finalmente aprendiste a callar —espetó el remero que le precedía.
Los egipcios prosiguieron su endeble ofensiva. Enviaban naves que chocaban vacilantes contra las nuestras. Sus puntiagudas embarcaciones estaban construidas de tal manera que no conseguían pegarse a las nuestras. Nosotros estábamos en pie con nuestras espadas, nuestras lanzas y nuestras hachas. Los lanceros golpeaban el suelo al compás y nadie se atrevía a abordar las naves grandes. Olav se rio con desánimo, pero el hombre azul nos advirtió. Estos ataques de medio pelo estaban mal organizados y liderados por comandantes temerarios de puestos de guardia insignificantes, dijo. Los verdaderos guerreros no tardarían en llegar.
Los guerreros de los soberanos fatimíes nos aguardaban en una bahía al Norte de las guarniciones junto a las ciudades gemelas de Fustat y Al Qahira (El Cairo), que flanqueaban la mezquita fortificada de Ibn Tulun. De pronto había combatientes y naves por todas partes. Un centenar de barcos arremetieron contra nosotros. Los guerreros eran numerosos y dispares. Algunos eran negros como el carbón, otros, dorados, y algunos, pálidos. El hombre azul nos había contado que la flota de los soberanos estaba compuesta por naves que se habían construido hacía veinte veranos para la guerra contra Bizancio. En las proximidades de tres pirámides —altas como montañas— y de una enorme estatua —medio humana, medio animal— la resistencia se hizo masiva y el cielo se oscureció de flechas. Hicimos maniobrar los drakkars, Águila del Mar y Cuervo de Odín, para rodear la mayor de las embarcaciones de los egipcios y, berreando, la abordamos desde ambas naves.
Los guerreros egipcios eran más pequeños que nosotros. A pesar de estar entrenados para la guerra, la mayoría carecía de valor y ardor guerrero. Cuando nos abrimos paso en la nave con nuestras hachas, muchos eligieron saltar por la borda, en un acto cobarde e inconsciente, puesto que las lagartijas gigantes llegaron flotando como troncos de madera y se sirvieron a sus anchas. Por nuestra parte, dirigimos las naves hacia la orilla y saltamos a la ribera. En tierra nuestro enemigo parecía más organizado y disciplinado, pero al parecer no nos comportábamos como ellos estaban acostumbrados a que lo hicieran los ejércitos enemigos. Los egipcios estaban divididos en escuadrones; algunos de ellos llevaban armas ligeras y otros las llevaban más pesadas, unos iban a caballo y otros, sobre unos extraños animales de cuello largo y con joroba. Hombres azules luchaban codo con codo con hombres tan pálidos como nosotros y había otros más pequeños, de narices grandes y cabelleras negras como el carbón. Los egipcios formaron en filas, unas detrás de otras. La primera fila se ponía de rodillas, mientras la segunda lanzaba una salva de flechas. Entonces la primera fila se erguía y disparaba. Cada vez que caía uno de los hombres de la primera fila, era reemplazado por algún desgraciado de la segunda. Cuando llegaba la lluvia de flechas, nosotros nos protegíamos formando paredes y techos con nuestros escudos de madera. Sólo cayeron aquellos de nosotros con peor suerte. Aguantamos desconcertados un par de aquellas salvas, esperando que atacaran, pero al final nos impacientamos y, a la orden de Olav, corrimos a su encuentro; bramando como un salvaje ejército einherjer, enloquecidos guerreros retornados del Valhalla. Entonces arrojaron sus arcos y sus flechas y empuñaron sus espadas y sus lanzas de dos puntas. Las espadas estaban hechas para la lucha cuerpo a cuerpo, pero de nuevo daba la impresión de que estaban acostumbrados a luchar de modo distinto a nosotros. Un hombre enclenque arremetió contra mí y lo derribé con el escudo. Volvió a atacar, así que le corté un brazo con el hacha. Y entonces dejó de asediarme. Otro hombre azul vino corriendo hacia mí, pero giró en seco cuando alcé la espada y rugí. En ese momento llegó un gigante negro que tenía las fosas nasales, los labios y las mejillas atravesados por afilados huesos. Me atacó con un hacha en una mano y una espada en la otra. Por fin un contrincante digno. Me protegí con el escudo y conseguí clavarle la espada en el vientre, pero la herida no lo detuvo. Partió mi escudo con el hacha, al mismo tiempo que su espada me rozaba el hombro. Le corté la piel del vientre y le puse las tripas al descubierto. Hasta ese momento el gigante no asumió que la lucha había tocado a su fin y, con un gemido, cayó de rodillas. Yo hice una reverencia y le agradecí haberme brindado tan buen duelo. Luego le corté la cabeza.
El aire vibraba por los gritos, los berridos y la pestilencia de la sangre. Miré a mi alrededor en busca de otro contrincante, pero el ejército egipcio estaba organizando su retirada. En la lucha cuerpo a cuerpo perdían el coraje que da la unidad y nadie ponía fuerza en el combate. Era como si lucharan por obligación. Perdimos unos pocos cientos de hombres en aquella primera batalla.
Cuando las fuerzas egipcias se hubieron retirado entre una humareda de deshonor, nosotros seguimos remontando el río. No tardamos en toparnos con nuevas fuerzas, primero en el agua, luego en tierra. Volvió a suceder lo mismo: tras una breve batalla, los egipcios se rendían. Podíamos continuar nuestra marcha.
Pasamos días navegando por el Nilo, en dirección al sur. El largo caudal de agua proporcionaba vida y alimento a un pueblo que vivía en casas de piedra, barro y junco. El cauce del río avanzaba como una sinuosa serpiente a través de un desierto de arena, piedras y peñascos. Olav estaba impresionado con lo detallado y correcto que era nuestro mapa. Cada meandro del río se reflejaba fielmente en la copia de los monjes del original egipcio. Los remeros, que preferían el mar abierto y el viento fresco, se lamentaban y se quejaban porque tan pronto habían acabado de girar hacia la izquierda, tenían que virar completamente hacia la derecha. Una y otra vez. De vez en cuando los barcos encallaban en bancos de arena. Aquí y allá teníamos que abrirnos paso a través de aguas pantanosas. Miles y miles de personas se congregaban a lo largo de las riberas y los niños correteaban jugando por las orillas. Nos cruzamos con numerosas naves comerciales, pero todas se apartaban obedientemente a nuestro paso.
Navegábamos noche y día. Por la noche nos tumbábamos sobre la cubierta y contemplábamos el relumbrante cielo estrellado mientras comíamos dulces frutas que recogíamos en tierra. El arco de la luna estaba casi horizontal y resultaba muy extraño de contemplar. El aire estaba lleno de insectos y de sonidos, y de los olores del desierto.
La flota alcanzó el palacio al amanecer. Las detalladas descripciones del antiguo pergamino podían haber sido escritas ayer. La entrada del canal lateral estaba custodiada por dos chacales de piedra. El enorme templo estaba construido al abrigo de unos peñascos. Olav dejó que su mirada vagara hacia la orilla, continuara hacia el palacio y subiera por la pared de piedra.
—Muy bien —dijo—. Ya estamos aquí.
Yo estaba junto a él, estudiando el mapa con los elaborados dibujos. Todo era exactamente como estaba representado.
—¿Dónde están las personas? —pregunté.
—Estarán durmiendo —respondió Olav.
Protesté:
—¡Tendrán que tener centinelas!
Olav dijo:
—Los sacerdotes y los guardianes del templo son los centinelas. No hace falta más. Nadie sabe nada sobre este sepulcro. Han transcurrido dos mil quinientos años desde aquel cortejo fúnebre.
—Es mucho tiempo —admití.
Arribamos a la orilla y subimos a pie hasta el templo, rodeados de una nube de polvo y arena. Olav y yo ascendíamos por el empedrado hacia el templo, cuando un egipcio flacucho se interpuso en nuestro camino. Corajudo, sostuvo la mirada del rey. Olav se rio seguro de sí mismo.
—¡Apártate, hombre azul! —ordenó el rey.
Pero el egipcio, con una entereza que nos impresionó a todos, no se movió. Por la expresión de su cara y sus vestimentas, deduje que debía de ser un sacerdote o un hombre sagrado.
—¡Apártate! —repitió Olav.
Le dije al rey que era dudoso que el extranjero entendiera nuestra lengua.
—Entonces seguro que entiende esto —dijo Olav empuñando su espada.
El pequeño hombre azul no se movió. Olav lo rozó con la espada y un reguero de sangre empezó a manar de la herida y cayó sobre la arena. No temblaba, pero su mirada relumbraba un poco. El egipcio dijo algo que no entendimos y cayó de rodillas. Me pareció que las palabras sonaban como un conjuro. Inesperadamente Olav envainó su espada.
—¡Nos lo llevamos! —dijo mirando al egipcio arrodillado—. Puede sernos de utilidad —dijo el rey, sobre todo para sí mismo.
Tras una colina, se había congregado un grupo de hombres armados. Olav llamó a nuestras fuerzas y las lanzó contra la tropa de defensa.
Junto con Olav y el puñado de hombres que había escogido, entré en el templo vacío que olía a incienso. El suelo estaba cubierto de mosaicos y dibujos de dioses decoraban todas las paredes. La entrada a la cámara mortuoria estaba cubierta por un tapiz colgado tras un altar. Arrancamos el tapiz y volcamos el altar. La propia cámara mortuoria estaba sellada y decorada con misteriosas figuras de animales y símbolos que no se parecían ni a las runas ni a las letras. Olav había escogido a seis de los hombres más fuertes de la flota para derribar el muro. Llevó su tiempo. Cuando el agujero fue lo suficientemente grande como para que pudiéramos pasar, tuvimos que bajar por unas escaleras largas y empinadas. El aire era húmedo y caliente y olía a moho y a piedra. En la oscuridad encendimos unas antorchas que habíamos cogido en el templo. Un túnel al final de las escaleras nos condujo hasta la primera cámara mortuoria. Olav fue el primero en entrar. Yo le pisaba los talones.
Gracias a las antorchas vimos una sala de tamaño mediano. En medio de la cámara había un arca, rodeada de figuras de madera y cuatro vasijas de cerámica repletas de joyas y piedras preciosas.
—Algo es algo —dijo el rey.
Las paredes estaban ornamentadas con figuras de dioses y símbolos. Al pensar que la cámara funeraria llevaba intacta varios miles de años, me mareé, aunque quizá fuera por ese aire caliente y pesado. Llamamos a un grupo de porteadores que se llevaron las vasijas a la nave. Olav estaba impaciente. Con una piedra afilada señaló en la pared el lugar contra el que debían arremeter. De nuevo se pusieron a trabajar con sus barras de hierro. El estruendo se clavaba como lanzas en nuestros oídos y rebotaba contra las paredes como un eco encerrado. Conseguimos abrirnos paso. Para llegar a la segunda cámara funeraria tuvimos que descender por unas escaleras. Era exactamente igual que la primera. Igual de grande, igual de calurosa. También aquí había un arca en medio de la habitación. La cámara contenía cuatro vasijas rojas de barro, colmadas de pequeñas alhajas. El rey estudió la copia de las antiguas instrucciones egipcias y señaló el lugar donde pensaba que estaba la entrada a la tercera cámara.
El último muro era aún más sólido que los dos primeros y exactamente igual al resto de las paredes de la cámara. A pesar de ello, Olav entendió lo que ocultaban las piedras. Los hombres alzaron sus barras.
—Arread —dijo el rey.
Y los hombres empezaron a golpear la pared. El hierro iba haciendo mella en las piedras con un eco metálico. Las piedrecillas saltaban. El sudor caía por la frente de los agotados hombres. Por parejas se fueron abriendo paso, hasta que el muro se derrumbó.
—Así se arrea —dijo el rey.
Tras el agujero nos aguardaba una escalera aún más estrecha, profunda y empinada que las anteriores.
—Como siga así —dijo Olav—, vamos a acabar encerrados en el Hel.
Nadie se rio. Bajamos los escalones con las antorchas alzadas. Al pie de las escaleras, un nuevo túnel se adentraba en la montaña. Al cabo de cien pasos, el túnel se amplió. Pasamos por un pasillo de columnas. Por fin habíamos llegado.
La última de las cámaras estaba repleta de tesoros. Zafiros, esmeraldas y diamantes, candelabros y soportes de antorchas de oro puro, grandes gatos de alabastro, aves de piedras relumbrantes y enormes escarabajos, tanto fundidos como esculpidos. Encontramos vasijas de cerámica llenas de rollos de pergaminos.
—Todo esto se lo tienes que agradecer a tu antepasado Håkon el Bueno —dije.
El rey me respondió sonriendo:
—He heredado cosas buenas.
A nuestro alrededor, los hombres comenzaron a reunir todo lo que parecía tener valor. Dejamos las estatuas y las figuras de yeso. Los porteadores fueron a buscar las cajas del pescado de las naves y las llenaron de objetos de valor. El peso y el calor habían dejado de molestarnos ahora que habíamos encontrado el tesoro, y los hombres se reían y gritaban de alegría. Las escaleras eran tan estrechas que tenían que subir por grupos. Era imposible cruzarse en las escaleras. Una vez que se hubieron llevado las joyas y los tesoros, Olav ordenó que se llevaran un cofre decorado que contenía seis rollos de pergamino manuscrito. No entendí para qué quería textos escritos en una lengua que no entendía, pero al rey Olav le gustaban mucho los escritos y los relatos. Además, el cofre era de oro.
En medio de la cámara, entre cuatro columnas labradas, había una enorme arca de piedra. Usando todas nuestras fuerzas, conseguimos apartar la tapa. Dentro había un sarcófago de cuarzo y, dentro del sarcófago, un ataúd cubierto de polvo. En el interior del ataúd había otro hecho de madera de ciprés con piedras de colores y joyas incrustadas. Sacamos el ataúd de madera de ciprés, lo dejamos sobre el suelo y lo abrimos. Dentro encontramos un molde fundido en oro de un hombre muerto, en cuyo interior descansaba el cadáver envuelto en paño de lino.
—La divinidad dormida —dijo Olav.
A mí no me parecía que la enclenque figura recordara mucho a un dios, pero yo siempre me he imaginado a los dioses como seres fuertes, como Odín y Loke. Volvimos a dejar el molde de oro con la momia dentro del ataúd de madera de ciprés.
—Nos lo llevamos —dijo Olav.
Protesté. Al fin y al cabo habíamos reunido más oro y tesoros que en ningún otro saqueo. La idea de perturbar a un dios extraño —por muy enclenque y durmiente que fuera— me inquietaba. Pero Olav se mantuvo firme. Había soñado que iba a encontrar a un dios durmiente, sostenía, y aquella divinidad le apoyaría durante el resto de su vida.
—Está bien, señor —dije. Sabía que el rey no se dejaba convencer cuando estaba de ese humor.
Contemplamos la cámara que se extendía a nuestro alrededor.
—Así me gustaría descansar eternamente a mí cuando mis días lleguen a su fin —dijo Olav.
Le respondí que probablemente un atajo de ladrones de tumbas como nosotros le perturbarían el sueño de la muerte.
Entonces Olav hizo algo extraño. Se quitó su collar, un pesado collar de oro del que colgaba la runa ty, el símbolo de guerra de Tyr, que debía infundir fuerza a Olav en la batalla. Dejó la cadena en el sarcófago vacío. Quise preguntarle por qué, pero algo me retuvo. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. En silencio aspiramos el caluroso aire de la montaña. En el sarcófago, la cadena del rey se enrolló como una serpiente dorada. Luego salimos de la gruta, al ardiente calor de la mañana.
Al amanecer, en cuanto hubo comido una porción de gachas y bebido un vaso de agua, se sentó junto al escritorio. La tinta tenía un olor metálico que le agradaba y repugnaba al mismo tiempo.
Aunque apenas recordaba lo que había hablado con los monjes el día anterior, los recuerdos de sus días con el rey Olav sobrevivían en él con una desbordante riqueza de detalles. Recordaba las nubes de moscas sobre los charcos de sangre, el olor a mar salado y el humo que les enrojecía los ojos cuando prendían fuego a las ciudades. Recordaba los gritos de terror que seguían resonando en sus oídos y la imagen del horizonte que se tragaba las nubes. Pero lo que había comido el día anterior, lo olvidaba.
«Ahora Olav es un einherjer, o tal vez uno de los ángeles del Cristo Blanco —pensó—, y yo en cambio voy a tener que vagar eternamente por la fría oscuridad del Hel, como un fantasma cubierto de musgo».