LAS IGLESIAS DE MADERA
1
LA IGLESIA de madera de Urnes corona un alto con vistas sobre el fiordo de Luster, al fondo del fiordo de Sogn. Majestuosas montañas se alzan a ambos lados del largo fiordo. Las torres y los tejados arrojan largas sombras sobre el cementerio que rodea la iglesia. A sus pies, se extiende el fiordo brillante y frío. Un perro ladra en algún lugar.
Como la mayoría de las iglesias de madera medievales de Noruega, la de Urnes tiene muchos tejados que van ascendiendo hacia una torre que señala el reino de los cielos. Los troncos de madera con los que está construida son bastos y están cubiertos de brea. Los adornos, que provienen de dos iglesias más antiguas que se alzaban en el mismo lugar, son el último estertor de los vikingos. Las tallas de madera se extienden dibujando lazadas, arcos y círculos.
—¡Bjørn!
En la penumbra, los olores de la madera vieja se mezclan con los de la brea. En la voz susurrante de Øyvind reverbera la expectación contenida. Acudo corriendo. Está estudiando las tallas de uno de los pilares de madera de la iglesia y señala un dibujo familiar en la madera. Entre las estilizadas líneas de la madera, reconozco tres símbolos: ankh, ty y cruz.
Con un gesto llamamos a Vibeke Wiik, de la Asociación de Patrimonio Histórico. No le hemos revelado nada sobre lo que estamos buscando —lo cierto es que ni siquiera nosotros lo tenemos claro—, pero, ante la posibilidad de que la iglesia de Urnes pueda tener alguna relación con el hallazgo de la cámara mortuoria del monasterio de Lyse, Vibeke y la Asociación de Patrimonio se muestran encantadoramente dispuestos a ayudarnos. Nos ha abierto las puertas de la iglesia, nos lo ha enseñado todo y luego nos ha dejado a nuestro aire para que nos consagremos a nuestras investigaciones mientras ella sigue con lo suyo junto al altar. Øyvind y yo llevamos horas estudiando las inscripciones, las tallas y los ornamentos.
—Ah, eso —dice, casi un poco avergonzada, cuando le preguntamos por los símbolos—. Nuestros conservadores piensan que el tallista incluyó esos símbolos en la decoración para recibir la fuerza de las religiones a las que representan. No todo el mundo profesaba la fe cristiana con la misma firmeza. Lo cierto es que esta curiosa combinación de símbolos aparece en varios ornamentos de madera del período que va desde el siglo XII hasta el siglo XVI.
Entusiasmados, Øyvind y yo nos ponemos a revisar las tallas que rodean los símbolos. Las iglesias de madera noruegas tienen gran riqueza de inscripciones rúnicas. Los símbolos que hemos encontrado indican que el tallista ha dejado alguna pista, con la intención de que fuera encontrada. No por cualquiera, sino por aquellos que hubieran sido introducidos en el saber secreto.
Ocultas entre las miles de figuras de animales, los símbolos mitológicos y las runas, encontramos palabras como «san Olav» y «el arca del rey», además de una inscripción que, una vez traducida, reza: «Nosotros que custodiamos a El Divino». En varios lugares encontramos el número 50 escrito con cifras modernas y en romano, (L). Leemos la formulación «Salve al sabio hombre azul», que hace referencia a un egipcio o a un norafricano, y una referencia a la «guardia del Papa» y a los «dignos CUSTODIOS del culto sagrado de Amón Ra». No sé qué pensar. Nunca he oído hablar aquí en Noruega de guardias del Papa ni de cultos sagrados egipcios. Aunque las referencias a Egipto al menos concuerdan con las menciones a Egipto en el códice de Snorre.
—¿Chicos? —La voz de Vibeke nos alcanza desde uno de los rincones lejanos de la iglesia—. Acabo de caer en la cuenta… ¿No estaréis buscando una cripta?
Ha abierto una trampilla en el suelo y la ha enganchado a la pared. Del subsuelo emergen los aromas del moho, la tierra y las aguas subterráneas. Enciendo una linterna e ilumino una oscura habitación de paredes de piedra que se oculta bajo el suelo de la iglesia.
La miro sorprendido:
—¿Una cripta? ¿Este tipo de sepulcros no se colocaban en el coro, ante el altar o al Este de la nave?
—La verdad es que este sepulcro no apareció hasta que hicieron la gran reforma en el siglo XVII —nos explica—. Tuvieron que levantar gran parte del suelo porque las vigas que lo sostenían se estaban pudriendo. La cripta estaba oculta de un modo tan intrincado que tuvieron que levantar todo el suelo para tener acceso. Originalmente, el suelo no estaba colocado al modo usual. Cuando se construyó la iglesia, alguien montó una elaborada construcción de vigas de madera y ruedas dentadas capaces de abrir un cerrojo gigante que cambiaba de posición uno de los troncos junto al altar. Desgraciadamente todo acabó en la hoguera. Lo poco que sabemos del mecanismo de cierre se basa en dos manuscritos que se conservan aquí en el pueblo.
—Los muros de piedra también son un anacronismo, ¿no?
—Normalmente se excavaba el agujero y se colocaba el cadáver sobre corteza de abedul. Una cámara mortuoria como esta es muy poco usual.
—¿Qué contenía la cripta?
—Eso es lo extraño. Estaba vacía. Completamente vacía.
Øyvind, Vibeke y yo bajamos a la estrecha cámara de techo bajo, pero allí no hay nada que ver. Se lo han llevado todo. Las piedras de las paredes y el techo no tienen una sola inscripción.
2
AL DÍA siguiente continuamos con la inspección. Es una mañana fría. Øyvind y yo nos hemos ataviado con sendos jerseys de lana del año de la polca. Vibeke revolotea a nuestro alrededor como un solícito djinn al que alguien hubiera liberado de la lámpara. A eso de las doce nos comemos los bocadillos que nos hemos preparado en el hotel, al otro lado del fiordo. Compartimos la comida con Vibeke, que ha traído un gran termo con café, algo en lo que ni Øyvind ni yo habíamos pensado.
Pasan aún un par de horas más antes de que encuentre la trampilla.
Está perfectamente camuflada. La encuentro —no por casualidad, pero sí gracias a un golpe de suerte— en la parte de atrás del capitel de uno de los sólidos pilares que se extiende desde el suelo hasta el techo de la iglesia. El capitel está a cuatro metros de altura, pero el púlpito de 1690 está justo debajo del escondite.
A primera vista, la trampilla parece una juntura natural de un marco ornamental tallado, incrustado en la madera. Golpeo el pilar para comprobar si está hueco. No sabría decir. Luego mi mirada vuelve a recaer sobre la juntura y, centímetro a centímetro, sigo el camino rectangular de la grieta en torno al marco. Llamo a Øyvind y a Vibeke, que suben corriendo al púlpito, pero no descubren siquiera el contorno de la trampilla hasta que se lo señalo con el dedo.
—Dios santo —dice Vibeke—. Y yo que creía que conocíamos cada metro cuadrado de esta iglesia.
Intento abrir la trampilla valiéndome de la punta del dedo y el Leatherman de Øyvind, pero está incrustada en la columna con total precisión y no se mueve ni un milímetro. Øyvind y Vibeke intentan ayudarme, pero ni siquiera las pulcras uñas largas de Vibeke llegan a caber en la grieta.
—¿Y si la trampilla está encolada? —pregunta Vibeke.
—Entonces vamos a tener que usar una sierra, o tal vez un taladro —bromeo.
La mirada de Vibeke me da a entender que hay ciertas cosas con las que no se bromea.
—¿No podríamos serrar todo el pilar? —apostilla Øyvind, que no es tan sensible como yo al mudo lenguaje de las miradas.
Dedicamos cerca de una hora a buscar la manera de abrir la portezuela y, cuando estamos a punto de rendirnos, Øyvind descubre el ingenioso mecanismo de apertura.
En una sección enmarcada del otro lado de la columna, hay tres flores decorativas talladas cuyas coronas resultan ser tres tapones de madera. Girando y tirando de los tapones —y también hurgando con cuidado con la menor de las cuchillas del Leatherman de Øyvind— conseguimos sacarlos.
—Menuda bronca me van a echar —suspira Vibeke con entusiasmo en los ojos.
Durante un rato nos preguntamos qué podríamos hacer con tres agujeros por los que no nos caben los dedos. Introduzco un bolígrafo y noto que estoy empujando algo que hay en el interior de la columna, pero no pasa nada. Sin embargo, cuando introducimos simultáneamente tres bolígrafos en los tres agujeros, se dispara un mecanismo interno. Algo chirría y el mecanismo abre un cerrojo interno. De pronto, la trampilla incrustada se abre sin resistencia.
Ilumino el interior del pilar con la linterna y vislumbro… ¿un pedazo de madera?
Vacilante introduzco la mano. Tengo miedo de que quienes construyeron el cerrojo hubieran equipado la construcción con una trampa capaz de, por ejemplo, cortarles la mano a los ladrones.
Cojo la tabla de madera, cuento hacia atrás en mi interior y la saco apresuradamente.
Conservo la mano, que tiene agarrada una tabla rúnica.
Vibeke está eufórica. En nombre de la Asociación de Patrimonio, del gobierno de la región de Sogn og Fjordane, de las Autoridades de Patrimonio y Dios Nuestro Señor, pretende confiscar inmediatamente el hallazgo, muchísimas gracias. Con grandes esfuerzos y enormes cantidades de encanto, Øyvind y yo conseguimos convencerla de que nos preste la tabla para que la estudiemos. Prometemos devolvérsela ilesa e inmaculada, de modo que pueda exhibirse en una vitrina de cristal, para la alegría del jefe de Turismo, el alcalde y los demás pasajeros del crucero.
La tabla, como era de esperar, es completamente ilegible. Pero cuando probamos con diferentes combinaciones César, descubrimos que todas las runas están sustituidas con el signo que se encuentra cinco puestos por delante. Descifrado y traducido a lengua moderna, el texto reza así:
Urnes ocultó las indicaciones sagradas durante 50 años.
La guardia del Papa se nos acercó demasiado.
Los dignos CUSTODIOS
del culto sagrado de Amón Ra
conocen el sonoro secreto
de las runas.
De nuevo una referencia a la guardia del Papa y al dios del sol egipcio, Amón Ra. En Egipto, Amón y Ra eran dos dioses que a la larga se fundieron en uno.
El hombre que talló las runas hace más de ocho siglos podía estar tranquilo: el código y el mensaje sin duda resultarían incomprensibles para cualquiera que, contra todo pronóstico, se encontrara con la tabla rúnica. Los acertijos y los textos cifrados eran ajenos a la mayoría de la gente de aquel tiempo. Sólo los letrados eran capaces de entender el significado de las runas secretas. Quienes supieran lo que estaban buscando, y comprendieran dónde y cómo buscar la información, serían capaces de encontrarle un sentido al revoltijo de signos.
Nos lleva unos quince segundos descifrar la cruz rúnica. Los signos del crucero horizontal —SELF— están escritos hacia atrás y forman la sílaba FLES, mientras que la palabra vertical es BERG.
FLESBERG.
3
LA IGLESIA medieval de madera de Flesberg se construyó a finales del siglo XII y se alza en una pradera en Numedal, Buskerud, con una valla de piedra y rodeada de suaves montes boscosos y viejas granjas. En 1732 el cura se quejó de que la ruinosa iglesia «llevaba en pie desde los tiempos de los católicos» y luego se encargó de que fuera reformada y transformada en una iglesia de uso. Nadie sabe qué fue de los restos del edificio. En aquellos tiempos solía reutilizarse la madera, cuando no acababa como leña para el fuego.
Øyvind y yo comprendemos abatidos que las posibilidades de descubrir huellas del siglo XII son mínimas.
El párroco nos enseña la iglesia. Como la mayoría de los párrocos, le tiene cariño a su iglesia, pero no queda gran cosa de la Edad Media. Se han conservado la pila bautismal, un par de cruces de piedra, la viga con bajorrelieve de uno de los bancos y tres de las paredes de la nave central, además de la ornamentación del pórtico del Oeste, que es muy elaborada y tiene leones, dragones, serpientes y motivos vegetales tallados.
Pero, al cabo de varias horas de búsqueda, no hemos encontrado ni trampillas ocultas, ni runas en la viga tallada, ni códigos en las decoraciones pintadas.
—No sé si tendrá alguna importancia —nos dice el párroco cuando hacemos una pausa para tomar un café—, pero una de las campanas de la iglesia se remonta a los orígenes de la iglesia.
Pego un respingo. Murmuro:
—«El sonoro secreto…».
Øyvind y el párroco me miran sorprendidos.
—¿El qué?
—¡La inscripción de la tabla rúnica! Decía que los «dignos CUSTODIOS del culto sagrado de Amón Ra conocen el sonoro secreto de las runas».
—¿Tabla rúnica? —pregunta el párroco—. ¿Amón Ra?
—¡Por supuesto! —exclama Øyvind.
Agitados, subimos corriendo las escaleras del campanario y llegamos arriba con la respiración entrecortada. El párroco abre dos de las ventanas para que entre algo de luz.
Vemos inmediatamente cuál de las campanas es la más antigua. No hay que ser un lince. La inscripción rúnica rodea la parte baja de la campana: está desgastada, pero es legible. Al menos aparentemente. Muchas campanas antiguas tienen inscripciones rúnicas escritas hacia atrás, como si se tratara de un conjuro, pero en este caso no nos sirve de nada leer hacia atrás. Cuando intentamos descifrar el texto, el párroco sonríe y nos explica que los signos no tienen sentido.
—Han sido muchos los que lo han intentado antes que vosotros, siglo tras siglo, pero nadie ha conseguido descifrar las runas. Los símbolos son un puro ornamento.
Mientras Øyvind fotografía la serie de signos, yo anoto las runas en un cuaderno.
4
ØYVIND vuelve conmigo a Nesodden en el coche alquilado. Dedicamos los días siguientes a intentar descifrar la serie de signos, pero tampoco nosotros tenemos suerte. Las runas secretas no sólo están cifradas, sino que hacen uso de un conjunto propio de signos: las runas kvist, o runas rama.
El secreto de las denominadas runas kvist es que la serie original de runas se divide en tres grupos denominados ætt, que significa «clan». Los maestros en runas organizaron un esquema que podía tener el siguiente aspecto:
Cada runa kvist pertenecía entonces a uno de los tres ætt, que, para despistar, se numeraban de abajo a arriba. Por otra parte, a cada runa le correspondía también una cifra horizontal dentro de su ætt.
En este sistema, al signo rúnico A le correspondía el valor 24 (el cuarto signo del segundo ætt o grupo), mientras que a B le correspondía el valor 12 (la segunda runa del primer ætt).
Luego, el valor numérico de las runas se representaba en una runa kvist. Por ejemplo, en la A (es decir, 24) se marcaban, a la izquierda del palo, 2 kvists o ramas (el valor del ætt) y, a la derecha, 4:
Una F tendría 3 ramas a la izquierda y 1 a la derecha, mientras que la Y tendría 1 rama a la izquierda y 5 a la derecha.
A mí me pasa con la lógica lo mismo que me pasa con las mujeres: no me entiendo ni con la una ni con las otras. A pesar de que entiendo el principio que rige las runas secretas, en el fondo no me entero de nada, con lo cual volvemos a necesitar la ayuda de Terje Lønn Erichsen.
No se hace de rogar. Provisto de mis bocetos y de las fotografías de la campana de la iglesia, arremete contra los signos cual un Champollion ante la piedra Rosetta.
Para empezar divide el texto en sus unidades simples, de un modo que no se nos había ocurrido ni a Øyvind ni a mí. Después analiza la estructura de las palabras y así descubre que el texto está compuesto por dos eslabones que se repiten tres veces, además de cinco palabras simples que se emplean una sola vez.
El maestro rúnico combinó las runas normales con las runas kvist en un texto escrito hacia atrás.
—Voy a probar si la rueda rúnica nos sirve de algo —dice Terje, que ha hecho una copia de la rueda rúnica que se guarda en el Museo de Bergen. La rueda rúnica es un mecanismo que ha asombrado y fascinado a los investigadores desde el mismo momento en que fue encontrada en 1882, cuando se desmontó la iglesia de madera medieval de Gol y fue trasladada pieza a pieza al Museo Popular de Noruega. El ingenio es una primitiva máquina de códigos, un predecesor de la clave de cifras Wheatstone, y consiste en una tabla de madera con dos planchas concéntricas incrustadas de diferente tamaño que contienen tanto el futhark antiguo como el joven. Al hacer girar las planchas, los diversos signos se combinan de diferentes maneras.
Pero por muchas vueltas que le da Terje, la rancia rueda no nos ayuda a descifrar el texto.
Después de emplear un César-8 en las runas normales y de eliminar una de cada dos runas, Terje consigue extraer sentido de la siguiente parte del texto, de modo que reza:
ANEUS ANAPMAC AL
Y, leído al revés, se convierte en:
LA CAMPANA SUENA
Las runas kvist le llevan más tiempo. Los signos se le resisten, se ponen difíciles, pero Terje es tan testarudo y complicado como yo y, finalmente, descifra el código. El maestro rúnico manipuló sistemáticamente el número de runas del lado derecho e izquierdo de la tabla, siguiendo un patrón muy elaborado. Al menos en tres ocasiones aparecen las palabras:
SOÑA ATNEUCNIC
Que en el orden correcto se transforman en:
CINCUENTA AÑOS
Entonces nos restan tres palabras o nombres —de cinco, ocho y tres signos—, cada uno de los cuales ha sido sometido a aún otro camuflaje. Pero Terje ya ha desenmascarado al maestro rúnico: probando diferentes códigos César en el texto hacia atrás, consigue sacar a la luz tres nombres:
URNES FLESBERG LOM
Con lo cual, una vez descifrada, la inscripción rúnica reza:
LA CAMPANA SUENA
URNES CINCUENTA AÑOS
FLESBERG CINCUENTA AÑOS
LOM CINCUENTA AÑOS
5
ANTES de que Øyvind y yo salgamos hacia Lom, llamo a Ragnhild a la comisaría de policía.
Da la impresión de estar un poco irascible. No tiene gran cosa que contar y yo, a cambio, no le digo adonde me dirijo. Me pregunta dónde he estado, pero tampoco se lo quiero contar. Yo también me puedo poner de mal humor. Se me ha metido en la cabeza que, en teoría, es posible espiar nuestra conversación por medio de rayos, implantes o satélites geoestacionarios, pero eso me lo guardo para mí, así evito que me vuelvan a ingresar en la clínica.
—Cuanto menos sepas —le digo—, tanto mejor, para ti y para mí.
—No comprendo ese razonamiento.
—Cuanto menos entiendas, tanto más fácil te resultará entender cómo estoy yo.
—Esta conversación, Bjørn, no tiene ningún sentido.
De nuevo suena igual que mi madre.
—¿Sigues ahí? —pregunta al cabo de un rato.
—Sí…
—No te olvides de que la policía está ahí para ayudarte. Yo estoy aquí para ayudarte.
Hay tantas cosas que me gustaría decirle… Me gustaría hablarle de mi escepticismo hacia las autoridades, los médicos y psiquiatras, y hacia todo aquel que se sienta elevado por encima de los demás; pero no digo nada. Las palabras se me atascan en algún lugar a medio camino entre el cerebro y la lengua. Tanto mejor, ella no lo entendería. Ragnhild es una de las piezas obedientes y leales de la sociedad.
Cuando le pregunto si la investigación se ha postergado, me asegura que el caso sigue investigándose, pero no me parece del todo sincera. Dice que no tienen ninguna pista que seguir, que no saben dónde buscar. Al igual que yo, la policía no le ha visto el pelo a Hassan ni a su tropa en varios días. La mayoría de la gente sentiría un ligero alivio. Yo me inquieto. El depredador más peligroso es aquel al que no ves.
Sé que están ahí fuera. En algún sitio.
Y me están buscando.
6
LA SILUETA de la iglesia de Lom aparece sombría contra la pared de la montaña. Cabezas de dragón talladas amenazan el cielo, mientras una fina capa de nubes pasa por encima de la cordillera de Jotunheimen. La gran iglesia medieval, que es la principal iglesia del municipio, se construyó a finales del siglo XII sobre las ruinas de una iglesia aún más antigua.
Øyvind y yo pasamos cuatro días inspeccionando la iglesia, por dentro y por fuera, con ayuda del párroco, del diácono y de representantes de la Asociación de Patrimonio Histórico.
—Si se filtra una sola palabra sobre lo que estamos haciendo —les digo a nuestros excelentes asistentes—, el municipio de Lom perderá su inocencia. El pueblo será invadido por los periódicos de Oslo y cosas aún peores, los canales de televisión retransmitirán en directo mientras iluminan la iglesia con una luz fría.
Ante esta amenaza, prometen callar leal y obedientemente.
Cada mañana salimos del hotel con la vibrante esperanza de que hoy, precisamente hoy, encontraremos una pista. Y cada noche regresamos cansados y decepcionados.
La iglesia ha pasado por numerosas reformas y restauraciones. El original revestimiento de madera de las paredes fue sustituido y los hombres de la Reforma se deshicieron de todo vestigio de la herejía católica: los cuadros de los santos, el retablo, los armarios, los tejidos y los objetos sagrados fueron eliminados, quemados o arrojados al río.
Aunque hay gran cantidad de inscripciones rúnicas, no ocultan ningún código. Hay inscripciones labradas por los trabajadores que la construyeron y declaraciones de amor colmadas de ansia y romanticismo. La iglesia ha conservado incluso una carta escrita en runas, sobre un drama a tres bandas, con la que Harvard esperaba seducir a Gudny para que dejara a Kolbein. Pero nada indica que los antiguos custodios nórdicos hayan dejado ningún rastro.
A última hora del cuarto día, el párroco nos informa de que nuestros colegas están en camino.
¿Nuestros colegas?
Miro a Øyvind de soslayo. Ninguno de los dos hemos avisado a ningún colega.
El párroco se da cuenta de que algo va mal:
—Dijeron que traían consigo el equipo que habíais solicitado y querían asegurarse de que no os habíais marchado.
Hassan…
¿Cómo pueden saber dónde estamos? El Bola sigue en el aparcamiento y he dejado el teléfono móvil en casa.
Le recuerdo al párroco el destino de su colega en Reikiavik y le aconsejo que llame a la policía local. Inmediatamente. Le agradecemos apresuradamente su ayuda, nos despedimos y abandonamos la iglesia. Desde una gasolinera llamo a Ragnhild en Oslo y le pido que avise a la policía local de Lom, por si el párroco no se ha tomado en serio mis palabras. Llamo al párroco desde Skjolden para saber cómo va la cosa. Le tiembla la voz. La policía local ya ha llegado y hay refuerzos en camino.
—¿Qué has hecho? —pregunta. Pero a eso no tengo respuesta.
Regresamos en el coche alquilado pasando por Sogndal y Voss y luego nos separamos.
7
ALGUNAS veces la solución a un problema es tan evidente que resulta invisible.
Si quieres esconder un libro, mételo en la librería. Si quieres sacar de contrabando un sello poco común, pégalo en un sobre y mándalo por correo.
—¿Bjørn? ¡Soy yo!
Øyvind grita tanto que da la impresión de que intenta compensar la distancia entre Bergen y Oslo.
En el exterior, el frío ha extendido su gasa gris azulada sobre el fiordo de Oslo y sus islas. Regresé ayer de Lom y estoy de mal humor. Detesto fracasar, me siento inútil. Cuando fallo, me hincho de nubarrones tormentosos.
Con el hombro presiono el auricular del teléfono contra la oreja. En la otra punta tengo a un bergensiano agitado y corto de aliento.
—¿Estás ahí? ¿Bjørn? ¿Hola?
—He estado pensando…
—¿Pensando? ¡Escucha, Bjørn! ¡Nos hemos equivocado de iglesia!
Abajo, en el fiordo, a través de la bruma, pasa navegando un guirigay flotante que podría recordar a Las Vegas.
—¡Había otra iglesia medieval en Lom! —Øyvind no suelta prenda, a la espera de mi reacción.
El aire fresco vibra. El rítmico bajo de los pistones de los motores, en un momento de perfecto compás, hace vibrar los cristales de la casa, pero luego el estruendo se difumina y el rechoncho casco del buque que va a Dinamarca sale de mi foco de atención.
—¿Otra iglesia medieval? Øyvind…
La estela del ferry deja espuma blanca. Acabo de caer en la cuenta de lo evidente.
Otra iglesia medieval…
Cuenta la leyenda que en 1021, durante su campaña de cristianización a través de Gudbrandsdalen, Olav el Santo convenció a Torgeir Gamle —Torgeir el viejo— en Garmo, Lom, para que se dejara bautizar y construyera una iglesia en honor a Dios. Torgeir hizo lo que le había ordenado el rey cristiano. Erigió una iglesia que permaneció en pie durante ciento ochenta años. La iglesia de Torgeir Gamle fue la predecesora de la iglesia medieval de Garmo, y fue derribada en 1880. Derribada… Por eso ni Øyvind ni yo pensamos en ella.
—¡Las Colecciones de Sandvig! —exclamo.
—¡Exacto!
Cuarenta años después de que se derribara, la iglesia de Garmo, construida sobre las ruinas de la vieja iglesia de Torgeir Gamle, fue reconstruida en el museo al aire libre de Maihaugen, en Lillehammer.
8
UN CÁLIDO viento sopla alegremente sobre el paisaje en el momento en que, ante la iglesia medieval de Garmo, empiezo a admirar las cabezas de dragón y la elegante cumbre del edificio.
Las Colecciones Sandvig, usualmente conocido como Maihaugen, se abrieron al público en 1904, después de que Anders Sandvig se hubiera pasado casi veinte años reuniendo objetos, edificios y granjas antiguas que después volvía a construir en el terreno del museo. Cuando se derribó la iglesia medieval de Garmo, las piezas del edificio se vendieron en subasta. Sandvig, junto con Trond Eklestuen, reunieron todas las piezas que les fue posible rastrear y volvieron a montar el edificio, en parte con las piezas originales y en parte con piezas de otros edificios e iglesias.
Los artesanos y los conservadores de museo que reconstruyeron el edificio en la década de 1920 marcaron diligentemente todas las piezas originales. Por eso no me lleva más de cuatro horas revisar toda la nave de la iglesia.
En un rincón oscuro y miserable de la iglesia, tropiezo con una tabla de la pared sobre la que hay un empalidecido retrato de Olav el Santo. El rey cristiano está envuelto en terciopelo rojo y, arrodillado, eleva una cruz hacia el cielo.
En el ancho marco tallado que rodea la tabla, encuentro ankh, ty y cruz, pero también largas series de letras latinas y runas nórdicas.
Un nuevo acertijo.
9
EL TEXTO cifrado de la iglesia medieval de Garmo es largo y prolijo. Me paso dos días enteros en mi escondite de Nesodden, jugueteando con diferentes combinaciones de signos, pero no llego a nada.
Intuyo, como un reflejo de radar del alma, la proximidad de mis perseguidores en alguna parte, ahí fuera: en los barcos que se pasean lentamente por el fiordo, en el helicóptero que no deja de sobrevolar la casa, en los coches que pasan por delante del desvío, en los hombres que pescan en el muelle en el que arribaba antiguamente el ferry de Nesodden.
Pero no entienden dónde me he escondido.
Creía que le había cogido el truco al desciframiento de códigos, pero no es así. Al tercer día llamo a Terje, que se toma unos días libres que no se merece en absoluto y acude en mi ayuda. Probamos con diversas combinaciones César, pero no hay ningún sistema en los signos rúnicos. Terje está confuso. Aunque no podamos leer el texto, afirma que algo está mal. La estructura de los signos no encaja.
—Esto es un refrito de diversas runas —dice Terje.
Al cuarto día intuimos la solución, esto es, Terje la intuye. Yo me doy por satisfecho con intentar entender de lo que habla.
Un puñado de runas se repite en el texto con una frecuencia que supera holgadamente la frecuencia de los signos en las lenguas europeas. En la escritura moderna, la letra E (o el signo que la sustituya en el código), por ejemplo, se repetirá con mucha más frecuencia que la letra M, que es mucho menos común. Todas las lenguas siguen semejantes reglas matemáticas.
El problema del texto de Garmo es que algunos signos se repiten con una frecuencia tan absurda que Terje plantea la siguiente cuestión: ¿y si se introdujeran algunos signos en el texto con el único fin de confundir? Un truco de ese tipo no sólo haría que el texto fuera difícil de descifrar, sino que explicaría además la frecuencia y la regularidad con la que aparecen algunas runas.
Propongo que eliminemos uno de cada dos o de cada tres signos.
Para mi sorpresa, a Terje le parece una buena idea.
Luego nos ponemos manos a la obra con nuevos bríos.
En cuanto identificamos los signos falsos, que son seis runas que se repiten en un loop, obtenemos un texto que sigue siendo ilegible, pero que al menos se deja atacar con la clave del código.
La clave sigue el patrón de algunos de los otros códigos, pero es aún más complicada.
El maestro de códigos usó primero el método César —sustituir un signo con otro que quede unos puestos por delante— y luego escribió las palabras hacia atrás. Para dar sabor al código, utilizó un código César distinto para cada palabra.
Laboriosamente conseguimos identificar algunas palabras de noruego antiguo: dylja, páfi, líkami, texti, hir y heilagr. Pero seguimos sin encontrarle sentido. El bromista que hizo el código ha descolocado las palabras, pero también este cambio sigue un patrón lógico: la palabra número 1 está intercambiada con la número 10, la palabra número 2 está intercambiada con la número 9, y así sucesivamente en una repetición en forma de espiral.
Por fin hemos comprendido la lógica, ahora todo es cuestión de tiempo y paciencia. Finalmente conseguimos traducir el texto a lengua moderna:
El CUSTODIO Inge talló estas runas 200 veranos después de la muerte de Olav el Santo.
La guardia del Papa de Roma,
los sanjuanistas de Varna
y los templarios de Jerusalén
se han confabulado.
Oculta está
la sagrada cámara mortuoria
tal y como indicó Asim
Sellados están nuestros labios.
Los textos sagrados
y la divinidad dormida
están seguros
con el amigo del pacto,
en la tierra donde se pone el sol.
El CUSTODIO Njål talló estas runas 250 veranos después de la muerte de Olav el Santo.
La runa secreta ty,
la magia de ankh
y la fuerza de la cruz
protegen la gruta de Olav
y el camino hasta ella.
Hojea la Biblia de Lars
donde sale el sol.
A no ser que el tallista de runas Inge se lo haya inventado, hacia el año 1230 debió de tener lugar una masiva operación militar —con soldados del Vaticano, de la Orden de Malta y de la del Temple—; cien años después de la construcción de la iglesia de Urnes y cincuenta después de la construcción de la de Flesberg. Si un ejército de ese calibre realmente estuvo en Noruega, tal y como insinúa el texto, debieron acudir en busca de algo mucho más valioso que el Arca de Olav.
¿Algo de Egipto? ¿Cuál es la relación? ¿El año 1230?
En 1230, el Papa era Gregorio IX, un jurista muy apegado al poder que excomulgó al emperador Federico II y que luchó encarecidamente por el poder del Papa en contextos mundanos. Gregorio IX mandó a muchos herejes a la hoguera. Una de sus bulas de excomunión reza: «Vierto la furia de Dios contra los bárbaros de Noruega, que profanan lo más sagrado de lo sagrado».
Hasta 1230 el gran maestre de la Orden del Temple fue Pedro de Montaigu. Fue nombrado gran maestre de los templarios en pleno fracaso de la quinta cruzada, en una ceremonia en el Nilo. Los cruzados querían reconquistar Jerusalén y la Tierra Santa haciéndose del control sobre Egipto, y uno de los que se destacaron en la guerra por Egipto fue el gran maestre de los templarios Pedro Guérin de Montaigu, que murió en 1230.
Pero ¿cuál era la relación?
—«Los textos sagrados y la divinidad dormida están seguros con el amigo del pacto, en la tierra donde se pone el sol…».
El amigo del pacto tiene que ser Snorre en Islandia. Pero «los textos sagrados»… ¿Se estaría refiriendo al códice de Snorre? Difícilmente. Es más probable que se tratase de los rollos de Thingvellir. ¿Y qué tenía de sagrado ese texto? ¿Y quién rayos es la divinidad dormida?
El mensaje provoca más preguntas de las que responde.
Cincuenta años más tarde, en 1280, un tallista llamado Njål añadió otro texto. Las runas dicen que la Gruta de Olav y la descripción de su ubicación están protegidas por la magia de ankh, la runa sagrada ty y la fuerza de la cruz. ¿Cómo se puede interpretar semejante mensaje? ¿Y cómo podemos buscar «donde sale el sol», que obviamente es en el Este? ¿Y quién es Lars? ¿Y cómo puedo encontrar su Biblia?
Me confunde la ambigüedad del texto. Da la impresión de que el texto está compuesto por dos indicaciones diferentes, cada una de las cuales conduce a metas distintas. Los textos sagrados y el dios están en manos de Snorre, mientras que el Arca de Olav —y probablemente más cosas— se encuentran aquí en Noruega… «Donde sale el sol…».
Terje y yo intercambiamos miradas inyectadas en sangre.
—¿Dónde está el hilo conductor que muestra el camino hacia la siguiente iglesia? —pregunto.
—Probablemente los custodios a los que iba dirigido el texto no sabían mucho más que nosotros. Por eso el texto tiene que contener toda la información que necesitamos.
Seguimos buscando. Por mucho que estiremos y retorzamos las formulaciones, no encontramos palabras ocultas en el texto. Hacia media noche, Terje se queda dormido en el sofá. Yo sigo trabajando, mordisqueando el lápiz y haciendo inútiles anotaciones en un cuaderno de espiral. ¿Qué fuerza puede tener una cruz? Una fuerza simbólica, por supuesto, una fuerza religiosa. ¿Hay alguna relación entre los símbolos ankh, ty y cruz y el lugar por donde sale el sol?
1030… 1130… 1180… 1230… 1280…
¿Qué relación hay entre esos años?
De este modo derivan mis pensamientos.
Un par de horas más tarde me despierto de pronto.
En el exterior sopla un poderoso viento del Norte que hace vibrar los cristales de las ventanas. En sueños, o tal vez en un duermevela, quién sabe, se me ha ocurrido una idea.
Me acerco vacilante a la librería calzado sólo con los calcetines de lana y saco un atlas de 1952. Regreso a la ventana y busco un mapa del sur de Noruega. Estoy barruntando una idea. En el sofá, Terje ronca ligeramente.
Busca «donde sale el sol».
… En el este.
«La fuerza de la cruz».
… Urnes, Flesberg, Lom.
Señalo cada lugar en el mapa con un bolígrafo.
El cuarto punto tiene que estar al Este, donde sale el sol. Miro el mapa y se me escapa un jadeo.
«La fuerza de la cruz». Busca «donde sale el sol».
… ¡Ringebu!
Se me entrecorta la respiración. A lo largo de un período de un siglo, los custodios construyeron cuatro iglesias.
Urnes, Flesberg, Lom (Garmo), Ringebu.
Si unes los cuatro puntos con líneas, aparece una cruz.
La cruz cristiana. Crux ordinaria.
«La fuerza de la cruz».
10
A LA MAÑANA siguiente cojo el barco para Oslo.
Ya he llamado, y despertado, al párroco de la iglesia medieval de Ringebu. Una vez que ha conseguido desembarazarse del sueño, librarse de la irritación que refleja su voz y comprender que ando buscando todo un tesoro arqueológico que puede encontrarse en su iglesia, se ha transformado en mi leal servidor.
En el puerto, tomo un taxi hasta la universidad para recoger el equipo necesario. Con la meticulosidad del paranoico, le pido al taxista que me lleve desde la universidad hasta el aparcamiento dando todos los rodeos que se me ocurren y pasando por todos los callejones que conozco. A la larga este coche alquilado me va a salir muy caro.
Una por una voy comprobando las entradas al aparcamiento. Han abandonado la vigilancia, cosa que en sí misma resulta sospechosa.
Cojo el ascensor hasta la planta P2. Antes de atreverme a entrar en el aparcamiento, atasco la puerta del ascensor con la bolsa con el equipo: así me aseguro una retirada rápida. Echo un vistazo. No veo a nadie. No hay nadie esperando escondido tras una columna, ni nadie en el interior de alguno de los coches aparcados, camuflado detrás de un periódico.
La planta está vacía.
Muy sospechoso.
Cojo la bolsa y camino sigilosamente sin despegarme de la pared. Me siento como el personaje de unos dibujos animados. Me voy acercando al Bola.
No veo a nadie.
Me he traído una linterna y unos guantes de trabajo. Sistemática y meticulosamente miro detrás de los parachoques, debajo de los guardabarros y bajo la carrocería.
Encuentro el emisor GPS debajo del guardabarros delantero izquierdo. Tiene el tamaño de una caja de cerillas y está tan bien agarrado que tengo que usar todas mis fuerzas para desprenderlo. Han colocado cinta aislante negra sobre la bombilla intermitente roja.
Listillos.
Pero no me conformo con eso.
El otro emisor GPS está enganchado a una bomba en el motor.
Satisfecho conmigo mismo, pego los dos emisores GPS a un Mercedes gris metalizado y a un Peugeot azul que están aparcados junto al Bola.
Luego pago una fortuna para que se abra el vado y me dirijo a Ringebu, en Oppland.
11
LA GRAN iglesia de madera medieval, con su torre roja, se yergue majestuosa en lo alto de la colina que resguarda Ringebu, cerca de un lugar de culto pagano y de un antiguo lugar donde se celebraban asambleas.
En el momento en que aparco el Bola, el párroco, que debía de estarme esperando, viene a mi encuentro. Nos estrechamos las manos. Me disculpo por haberle despertado tan pronto y él me confiesa que hace décadas que no le despiertan con noticias tan emocionantes.
El párroco Sigmund Skarnes es un hombre sano y entrañable de unos sesenta años. Me conduce entusiasmado hacia el interior de la iglesia y luego me la muestra. La iglesia medieval de Ringebu fue construida hacia 1220 y constituye un testimonio de lo vacilantemente que abandonaron los noruegos la fe de asa, su antigua religión vikinga, y lo que tardaron en acoger la salvación de Cristo. Bajo el techo, aún encontramos los restos de los antiguos dioses nórdicos, pintados en lo alto, por encima de las columnas.
Uno de los objetos más antiguos que tienen proviene de una iglesia aún más antigua que sobrevivió milagrosamente a la caza de imágenes de santos de la Reforma: se trata de una figura de san Lorenzo. La estilizada talla en madera, que está colocada a la izquierda de la entrada del coro y sostiene una Biblia roja, resulta tan femenina que al principio la tomo por la representación de una mujer.
También la pila bautismal de esteatita gris ha sobrevivido desde tiempos antiguos. Un círculo de piedra más oscura cubre la parte superior de la pila.
Cuando Sigmund Skarnes da por concluida su visita guiada, le pido permiso para seguir visitando la iglesia por mi cuenta y disfrutar de la majestuosidad del templo. Le cuento vagamente que estoy buscando un mensaje oculto que debieron de dejar los constructores de la iglesia. Skarnes se retira para preparar su sermón del domingo.
Recojo la bolsa con el equipo del coche. La cámara digital, el ordenador portátil, una lupa y una potente linterna. Lenta y metódicamente reviso la iglesia. Inspecciono la figura de san Lorenzo con especial detenimiento: resultaría natural emplear un objeto como ese para ocultar pistas y signos. Pero no descubro nada. Busco en la propia figura y en la columna a la que está agarrada. Estudio la Biblia roja. De hecho, en el último mensaje mencionaba la Biblia.
Sigmund Skarnes se asoma para comprobar que toda va bien.
—Veo que te interesa san Lars, ¿no?
—Es una bella estatua. —Al mismo tiempo que lo digo, asimilo sus palabras—. ¿Cómo le has llamado?
—Bueno, en realidad se llama san Lorenzo. Fue maestro de tributos y diácono en Roma en el siglo III. Según la leyenda, lo quemaron vivo cuando repartió los impuestos de la iglesia entre los pobres. ¡Esas cosas pasan! Se dice que su cráneo aún está en el Vaticano.
—¿Has dicho Lars?
—Por esta zona lo llamamos así, san Lars.
«Hojea la Biblia de Lars donde sale el sol».
¡El texto de Garmo hace referencia a san Lorenzo!
Cuando el párroco se retira a la sacristía para seguir preparando su sermón dominical, me pongo a dar vueltas en torno a san Lars. Fotografío la figura con la cámara digital, con flash y sin él, con diferentes iluminaciones. Hago primeros planos de la cara, la túnica, la tela roja que cuelga de su mano izquierda y la Biblia.
«Hojea la Biblia de Lars…».
En un rincón oscuro de la iglesia, cargo las fotografías en el ordenador portátil. Traslado las fotografías al Photo Manipulator Pro y empiezo a tratar los motivos. El programa informático me permite transformar el negativo en positivo, cambiar el tamaño, el número de píxeles y los colores, y retorcer la perspectiva y la iluminación. Los arqueólogos y los conservadores de arte emplean el programa para eliminar filtros de color y poder ver las pinceladas originales bajo las capas de pintura de las restauraciones.
Las fotografías de la Biblia son una cámara del tesoro digital.
Bajo ocho capas de diferentes tipos de pintura, vislumbro el contorno de unos signos que están tan desdibujados que debían de resultar invisibles a simple vista. No sé qué tipo de tinta hayan utilizado —puede haber sido cualquier cosa desde miel destilada o zumo de cebolla, hasta vinagre u orín tratado—, pero el resultado es un texto invisible sobre el que se ha pintado más tarde. Para que las letras volvieran a ser visibles tenían o bien que calentar el texto o bien darle una capa de algún líquido que lo sacara a la luz (por ejemplo, extracto de lombarda con algún producto químico añadido para tornar visibles las letras de vinagre). Pero, en nuestros tiempos, también se puede manipular con la ayuda de un programa informático avanzado.
—¿Qué tal vas? —me grita el párroco desde la puerta de la sacristía.
—Creo que esto va a llevar su tiempo.
No quisiera mentirle a un sacerdote en la casa del Señor, pero tampoco es que sea una gran mentira. No veo ninguna razón para contarle que acabo de encontrar una ankh, una ty y una cruz, seguidas de un breve texto.
12
VUELVO a la pensión en la que me alojo en el pueblo. La habitación es sencilla, pero yo tampoco soy muy exigente. Alguien ha movido un poco algunas de mis cosas. No mucho, pero lo suficiente como para que lo note. Me pregunto si Hassan sabe que estoy aquí, pero reprimo ese pensamiento.
Empleo el resto de la noche en descifrar el texto codificado que estaba oculto bajo las capas de pintura. Una vez que has descubierto la técnica del maestro de códigos —trasladar los signos un número determinado de puestos y luego introducir signos arbitrarios para dejar pistas falsas—, el descifrado es más una cuestión de tiempo y paciencia que de ingenio.
A las 23:27 termino de descifrar el texto:
Del mismo modo que María
llevó a Jesús en su seno,
el vientre alberga el cofre.
¡Loado sea Tomás!
Permanezco largo rato callado.
No consigo retener una pequeña risa.
Los antiguos custodios han escondido su mensaje dentro de la figura que indica el camino.
13
EL SOL incipiente brilla en el pálido cielo de la mañana. El párroco Sigmund Skarnes sonríe amablemente cuando sale a mi encuentro por el sendero. Dirige una mirada de preocupación mal disimulada a la caja de herramientas y todo el equipo que tengo a mis pies:
—¿Tienes pensado desmontarme la iglesia?
—¡He averiguado dónde está el mensaje!
Me mira expectante y emocionado.
—Está dentro del san Lorenzo —le explico.
—¿Estás seguro? ¿Dentro de la talla? Por lo que yo sé, no está hueca.
Abrimos la puerta de la iglesia y encendemos la luz. La sala está fría y húmeda. La luz entra oblicuamente a través de las ventanas en forma de cruz, en lo alto de las paredes. Skarnes se estremece un poco. Mientras va encendiendo la luz del altar y las velas de los altos candelabros de hierro, cojo mi caja de herramientas y el equipo y los dejo en el suelo, a los pies de san Lorenzo. Cinceles, destornilladores, martillo, una lata de aguarrás, linterna, cuchillo y una fina sierra.
Compruebo con la linterna cómo está enganchada la figura a la columna de madera. Las cosas antiguas son frágiles. No quisiera estropear nada.
Dedico cerca de una hora a mis investigaciones. Con el aguarrás voy eliminando delicadamente la pintura y el pegamento entre la figura y la columna.
A mis espaldas, en voz baja, como si no quisiera molestar, el párroco habla con una sacristana sobre una boda que se va a celebrar próximamente.
De pronto, una ráfaga de aire recorre el suelo. Alguien ha abierto la puerta de la iglesia y entra en el templo.
—Bienvenidos —dice Sigmund Skarnes al tiempo que sale a su encuentro—. Desgraciadamente la iglesia no está hoy abierta al público.
Yo ilumino con la linterna la grieta que hay entre la estatua de madera y la columna.
Uno de los recién llegados dice algo.
Skarnes empieza a hablar en inglés y les pregunta:
—Where are you from?
Una voz grave responde:
—Far, far away!
14
HASSAN.
Los pulmones se me vacían de aire, el corazón de sangre y los músculos de fuerza. Jadeo y me agarro a la columna de madera.
Entre las filas de bancos de la iglesia, veo a Hassan con cuatro hombres a los que no había visto antes.
—¿Bjørn? —El párroco frunce el ceño—. ¿Pasa algo? —Su mirada vaga entre Hassan y yo—. ¿Quiénes son?
Doy un vacilante paso hacia el altar.
—¡Bjørn! —me increpa Sigmund Skarnes con su voz de párroco; exigiendo una inmediata explicación, aquí y ahora, una explicación que le resulte convincente.
Uno de los hombres de Hassan arrastra a la sacristana hacia el banco.
Ella se resiste.
—¡Eh, un momento! —protesta indignada, y recibe un golpe en la cara.
No ha sido muy fuerte, pero se calla. Una gota de sangre emana de su nariz y se aferra unos instantes a su labio superior antes de caer sobre la blusa blanca en la que lleva sujeta la tarjeta negra con su nombre. La obligan a sentarse en el banco.
El párroco mira confundido y desesperado a Hassan.
—Pero ¿qué están haciendo? —pregunta al aire.
Uno de los hombres de Hassan se enciende un cigarrillo. Sigmund Skarnes está a punto de protestar —con su voz de prédica pretende decir que está terminantemente prohibido fumar en la iglesia, que hay riesgo de incendio, por Dios, está claro—, pero enseguida se da cuenta de que nada de lo que diga un párroco rural conseguirá convencer a ese hombre de que apague su cigarrillo.
Los pasos de Hassan resuenan en la iglesia cuando se acerca hacia mí. Va empujando al párroco por delante de sí. Sigo cada paso con la mirada. Se para a un par de metros de distancia.
—¿Dónde están los rollos de Thingvellir?
Tiene la voz llena de arenilla, pero el tono no es amenazador. Está planteando una pregunta y espera una respuesta. Está acostumbrado a que la gente lo obedezca.
—Yo no los tengo.
—¡Pero me puedes decir dónde están!
—En Islandia, pero ya no sé dónde están.
—¿Ah, no? ¿Y cómo tienes el meñique?
El tono de su voz me hace pensar en el gruñido que creo que deben de emitir los inmortales en las catacumbas.
Intento ocultar que me estremezco. No consigo tragar saliva. Uno de los secuaces se ríe, aunque no sé si de la pregunta de Hassan o de mi reacción.
Hassan me coge la mano izquierda, delicada y fraternalmente. Hace un par de semanas que me he quitado el cabestrillo del meñique. Inesperadamente vuelve a soltarme.
Dos de sus hombres me amarran las muñecas a la columna que hay junto al coro.
Se me ablandan las rodillas.
—Bjørn, ¿qué te van a hacer? —pregunta muy asustado el párroco.
No soy capaz de responderle.
Hassan mira con curiosidad la figura de san Lorenzo.
—¿Contiene otra copia?
¿Otra copia? Entonces caigo en la cuenta de que piensa que la talla en madera contiene otra copia de los rollos de Thingvellir.
La idea ni siquiera se me había ocurrido.
—No lo creo.
—¿Dónde están los rollos de Thingvellir?
Respiro pesadamente. El olor del aftershave de Hassan se mezcla con el aroma de la madera y la brea. En el exterior, en un universo distinto, suena el pitido de un tren que pasa por el fondo del valle.
—Tú tienes diez dedos —constata Hassan.
Involuntariamente le echo una mirada a mis pálidas manos. Tengo las uñas hechas una porquería, llevo mordiéndomelas desde que era un chiquillo. Cierro los puños en un movimiento reflejo de protección.
—Y yo tengo todo el tiempo del mundo —añade—. Así que, ¿dónde están?
—Los rollos están a buen recaudo. I’m sorry. No se pueden robar.
Intento que suene como la comunicación objetiva de un dato, una llana constatación de un hecho desafortunado, pero mi voz es la de un cobarde atemorizado y suplicante.
—Eso no es lo que te he preguntado.
Hace un gesto con la cabeza a dos de sus hombres. «Ahora va a pasar», pienso. Los pulmones me han dejado de funcionar. Como un agotado corredor de maratón, pugno por recuperar el aliento. Estoy a punto de desmayarme.
«Sería lo mejor. Desconectarme —pienso—. Apagar el interruptor y sacar el enchufe».
Me imagino cómo van a romperme uno a uno todos los dedos. Primero el meñique, luego el anular, después el corazón, el índice y el pulgar.
Luego seguirán con la mano derecha.
El miedo me está provocando náuseas.
«Que me desmaye, por favor —pienso—. Me importa un bledo la humillación. Que pierda la consciencia y me despierte cuando haya pasado el peligro y Hassan se haya metido la iglesia medieval de Ringebu en el bolsillo y se haya largado».
Los hombres se colocan ante la estatua de san Lorenzo y la estudian. Yo niego con la cabeza en forma de advertencia.
Hassan sacude la figura. Otro de ellos coge un cincel de la caja de herramientas.
—¡Espera un momento! —exclama el párroco.
Al igual que yo, acaba de entender lo que tienen pensado hacer.
Uno de los árabes introduce el cincel entre san Lorenzo y la columna y empieza a hacer palanca.
Sigmund Skarnes da dos o tres pasos hacia el hombre que está a punto de destrozar una pieza única de ochocientos años de antigüedad.
Hassan le golpea, rápidamente y por sorpresa. Su puño alcanza al párroco en la sien. El golpe es tan fuerte que le hace girar sobre sí mismo antes de caer y golpearse la cabeza contra una de las filas de bancos. Su cráneo choca con el borde de madera, algo cruje. Cae al suelo y queda tendido… sin vida.
Sin que les afecte lo más mínimo, los demás consiguen desprender el san Lorenzo. La madera se astilla. Oigo un mudo chillido de la figura con mi oído interno. El más pequeño de los secuaces le tiende la talla a Hassan, que la sostiene ante sí, en el aire, como un trofeo.
«Ahora me toca a mí —pienso—, me van a partir los dedos, uno a uno».
Pero son más retorcidos.
Uno de ellos lleva la lata de aguarrás a la pila bautismal de novecientos años de antigüedad y la llena. Otro de ellos arrastra hasta allí a la vociferante sacristana.
—Nos vas a obligar a bautizarla —dice Hassan.
¿Bautizarla?
Uno de los verdugos introduce los dedos en la cabellera de la sacristana y le mete la cara en el aguarrás. Chillando y gorgoreando, se resiste.
—¿Dónde están los rollos de Thingvellir? —pregunta Hassan de nuevo.
Horrorizado, caigo en la cuenta de que la están sometiendo a la misma tortura que le quitó la vida al clérigo Magnus en la poza de Snorre. Sólo que es aún peor. En la poza había agua del manantial. Si a la sacristana le entra aguarrás en los pulmones, puede contraer un pulmonía química mortal. A no ser que la ahoguen antes.
—¡Esperad! —les grito—. Os voy a decir dónde…
Con el pelo goteando, la sacristana, aterrorizada, agarra la pila y la vuelca.
Un chaparrón de aguarrás cae sobre las velas encendidas y alcanza al hombre que está fumando, que se prende como una antorcha.
Mi corazón pega un respingo.
El hombre en llamas echa a correr por el pasillo central emitiendo un espantoso chillido, luego se desploma y se hace un ovillo.
Hassan y los otros tres arrojan sobre él sus chaquetas en un desesperado intento de apagar el fuego, mientras él aúlla de pánico y dolor.
Yo grito pidiendo ayuda. A nuestro alrededor, las llamas se extienden por el suelo, por la alfombra y por las columnas. El fuego está empezando a hacer mella en la madera seca.
Mis manos siguen amarradas al pilar.
En ese momento se dispara la alarma contra incendios y el sistema automático de extinción.
Hassan se endereza. Me mira, como si la desgracia fuera culpa mía. Lleva a san Lorenzo bajo el brazo.
Desesperado, empiezo a tirar de la cinta aislante con la que me han atado.
El agua de los extintores cae sobre Hassan.
Da la impresión que está considerando la posibilidad de sacar la pistola y tomar venganza en este mismo instante, o tal vez piense que es mejor dejarme en manos de las llamas y la dolorosa muerte del incendio.
La alarma es ensordecedora. Uno de los bandidos le grita algo a Hassan. Él responde y echan a correr hacia la puerta. Los hombres se llevan a su compañero herido por las llamas.
—¡Socorro! —grito estridentemente.
A mi alrededor las llamas y el agua libran una batalla por el poder. Las llamas se han apoderado de la fila de bancos donde cayó la mayoría del aguarrás. El fuego chilla bajo la nube de agua de los extintores. Cada vez que tomo aire, el humo me hace toser.
Aún llorando, hipando y tosiendo, la sacristana corta la cinta aislante que me sujeta las muñecas.
—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? —solloza.
Agarramos al párroco inconsciente y arrastramos su pesado cuerpo por el pasillo central, lo sacamos de la iglesia y lo bajamos por las escaleras de piedra. A una distancia prudencial de la iglesia en llamas, lo depositamos sobre la hierba seca entre las tumbas. El humo sale a raudales por la puerta principal.
Un Mercedes GL negro, de tracción en las cuatro ruedas, sale disparado. En la ventanilla trasera, entre el hombre herido en el incendio y Hassan, veo la figura de san Lorenzo.
El párroco ya ha dejado de respirar.
Tiene los ojos medio abiertos y mira fijamente la eternidad a cuya comprensión ha consagrado su vida. Finos regueros de sangre le salen de la nariz y los oídos.
La sacristana y yo intentamos desesperadamente reanimarlo, forzar sus pulmones a volver a respirar, y le golpeamos el pecho para que el corazón vuelva a latir.
Pero no lo conseguimos.
La cara de la sacristana se descompone.
Con las yemas de los dedos cierro los ojos del párroco.
Por debajo de la atronadora alarma distinguimos las sirenas de los coches de bomberos que se dirigen hacia aquí desde el pueblo.
—Lo siento —susurro inaudiblemente, y rompo a llorar calladamente.