LA PIEDRA RÚNICA

1

CON UN golpe seco que reverbera entre las paredes del portal, poso en el suelo la maleta con la piedra rúnica, busco el llavero, lo saco y las llaves entrechocan entre sí.

Pasar por casa supone un riesgo, pero he estado más de una semana en Bergen y necesito cambiarme de ropa y coger un par de libros que tengo empezados y el tubo de pomada para el eccema en la entrepierna.

La cerradura principal, una anticuada cerradura de resbalón que no funciona, se abre haciendo clic.

Introduzco la larga llave en la cerradura de seguridad —que me encasquetó un vendedor ambulante a base de darme la lata, adularme y amenazarme veladamente con peligros innombrables que me acecharían a mí y a mi piso si no lo protegía con una cerradura extra—, y hago girar la llave, que chirría y resuena. Por vieja costumbre, dejo el llavero colgando al empujar la puerta. La luz del recibidor está apagada; esta vez han procurado cerrar todas las puertas al irse, incluida la del estudio, pero algo de luz se cuela por la cerradura de la puerta del salón.

Están aquí.

El miedo se despierta como un tenue fuego en el vientre. Contengo la respiración. Mis sentidos intuyen la presencia de Hassan, o el olor a su loción de afeitar y su cigarro, mezclado con un fuerte olor a sudor. Dejo mi mano temblorosa sobre el pomo y meto la cabeza en el recibidor. No hay nadie, pero sé que están aquí.

El corazón me late como si su mayor deseo fuera desembarazarse de mi cuerpo y coger el ascensor hasta el primer piso.

Pienso: o bien tienen una copia de mis llaves o bien tienen un instrumental tan avanzado como para ser capaces de abrir incluso un cerrojo de seguridad que, según el vendedor, era inexpugnable.

«¡Bjørn, eres un paranoico!».

Me parece escuchar un ruido en el salón: suelas de zapato contra el linóleo, pero también podrían ser imaginaciones mías.

La piedra rúnica, envuelta en toallas húmedas, camisas y calzoncillos sucios, está dentro de la gran maleta que compré en Bergen, una Samsonite con cierre de código de seguridad. Nadie sabe que la tengo, ni siquiera las Autoridades de Patrimonio. Sólo lo sabemos Øyvind y yo.

«Sobreponte, Bjørn —me digo a mí mismo—. Aquí no hay nadie. No han estado esperándote en tu apartamento durante todo el tiempo que has pasado en Bergen. No saben que has llegado en el tren de esta mañana. Eres irracional. Te entra el pánico sin razón alguna. Bjørn —me digo con mi voz más severa—, ¡déjate de tonterías!».

La luz de la cerradura se oscurece.

Albert Einstein afirmó en 1905 que todo es relativo. Tiene razón. En el dentista o ante un pelotón de fusilamiento, los segundos y los minutos transcurren a otra velocidad que en la playa.

La puerta del salón se abre.

Dejo de respirar.

Los ojos de Hassan me resultan aún más fríos y más muertos ahora que sé quién es. Lleva puesto un traje oscuro muy bien planchado. Camisa blanca. Corbata. En la mano lleva una pistola. Una Glock.

Nos separan tres o cuatro metros. Él ocupa todo el espacio de la puerta del salón, mientras que yo sigo con los pies sobre la alfombrilla de la entrada.

Por detrás de Hassan asoma otra cabeza. No sé cómo se llama, pero lo recuerdo de la habitación del hotel de Islandia.

Puesto que aún tengo la mano sobre el pomo, reacciono a toda velocidad.

Cierro la puerta de entrada de un portazo, echo el cerrojo de seguridad, cojo la maleta con la piedra rúnica y echo a correr hacia el ascensor.

Si vas a escapar de un animal depredador, tienes que ser más listo que él. Por eso envío el ascensor al primer piso, pero sin mí, echo a correr hacia las escaleras y subo un piso.

Pulso la alarma antiviolencia para que acuda la policía.

Los latidos del corazón casi no me dejan respirar.

Al cabo de medio minuto, Hassan consigue abrir la puerta. Corren por el pasillo de la planta de abajo, pero no esperan el ascensor. Salen corriendo hacia las escaleras y, cuando las bajan, parece como si hubiera un derrumbamiento de piedras.

Me quedo esperando con la respiración entrecortada.

La primera patrulla de policía llega al cabo de unos cinco o seis minutos. La segunda, con la que viene Ragnhild, llega un par de minutos más tarde.

Hassan ha desaparecido. Se ha disuelto en la nada en alguna de las calles entre los chalets de Grefsen.

2

UN PAR de horas más tarde, mi amigo Terje me viene a buscar a la comisaría.

No les vemos el pelo a los bandidos, pero de todos modos damos varios rodeos a tal velocidad que a Terje podría haberle costado ocho puntos del carné de conducir, además de su humilde sueldo mensual.

Le cuento lo que ha pasado en Bergen, pero ya se ha enterado de casi todo a través de los periódicos. El hallazgo de la cámara mortuoria del monasterio de Lyse ha supuesto una perla para las Autoridades de Patrimonio Histórico. Al principio se entusiasmaron: «¿Una cámara mortuoria intacta? ¿Del siglo XII? ¿En un pozo bajo el monasterio de Lyse?». Luego cayeron en la cuenta de que había excavado la cámara por mi cuenta, sin seguir los procedimientos normales: no había solicitado permiso, ni había informado a nadie. Al contrario, me había comportado como un simple ladrón de tumbas. ¡Cómo un vándalo! Las Autoridades de Patrimonio y los furiosos catedráticos quisieron denunciarme a la policía, pero afortunadamente intervino el ministro de Cultura, que ante todo quería evitar el escándalo. Al fin y al cabo la cámara había despertado el interés internacional. A duras penas he conseguido mantener mi puesto de trabajo, aunque estoy suspendido hasta que una comisión de investigación revise el caso. Pues muy bien. He roto todas las reglas posibles y ni siquiera les he hablado de la piedra rúnica que me llevé de la cámara mortuoria.

Paso la noche en el sofá de Terje. He ido a la universidad para recoger mi móvil y ha sonado varias veces. Número secreto. No he respondido. No creo que puedan rastrearlo aquí en el centro.

Terje, siempre tan solícito —aunque quizá también llevado por el deseo de no tener al objetivo de un potencial ataque con bazucas merodeando por su piso—, me presta la casa de verano de su familia, que está en Spro, Nesodden, a media hora en barco del puerto de Oslo. Es un lugar prácticamente imposible de encontrar, incluso para quien esté dispuesto a llegar muy lejos para conseguir la piedra rúnica. Tan lejos como para matarme, por ejemplo.

3

LLUEVE. Las gotas caen espasmódicamente por el cristal de la ventana y el fiordo de Oslo está frío y oscuro. He encendido la negra estufa de leña.

La piedra rúnica está fuera, en el bosque. La he dejado envuelta en un jersey de lana y una lona, dentro de una bolsa de hockey que he metido en una cavidad natural entre dos grandes piedras; después he cubierto la entrada con pedruscos.

Ante mí, sobre el escritorio con vistas al fiordo y Langåra, tengo una fotografía que muestra la piedra a tamaño real. Un compañero del Instituto de Geología les ha echado un vistazo a las alhajas incrustadas en la piedra: valen varios millones de coronas.

Aparte de Øyvind, Terje y el geólogo, nadie sabe de la existencia de la piedra rúnica, aunque, tarde o temprano, las diligentes hormigas que trabajan en la cámara mortuoria empezarán a preguntarse por el nicho vacío del zócalo de mármol.

La piedra rúnica no resulta difícil de descifrar.

El texto en noruego antiguo está escrito en runas, pero no está cifrado. He traducido los cinco versos palabra por palabra. Se trata de una alabanza religiosa en honor de san Olav, con referencias a la mitología egipcia, cristiana y nórdica antigua. Según el tallista de las runas, en tiempos inmemorables, Odín, Osiris y el Dios cristiano hicieron un pacto para que sus pueblos vivieran en paz y armonía. En fin…

Una vez traducidas las runas y adecuadas al noruego moderno, la introducción del texto reza así:

Hellig er du sankt Olav vår konge god

Kristus sverd du svingte nådeløs og tro

Fryktløs konge hellig helgen ære være

Hvil deg i evigheten i Guds syn Hvite

Krist Osiris Odin du kongenes konge[4]

El texto es exactamente tan enigmático como la mayoría de los textos rúnicos. Como soy algo torpe, me lleva tres días encontrar la pista oculta. La clave está labrada en la esquina derecha de la piedra rúnica: una U invertida seguida de dos rayas verticales: ||. Durante mucho tiempo pienso que es un conjuro mágico, pero se trata simple y llanamente de la cifra egipcia 12.

Juego con el número en diferentes direcciones y combinaciones, hasta que soluciono el enigma. Si cuentas doce signos desde el margen izquierdo y vas leyendo hacia abajo, aparece el nombre de un lugar:

Hellig er dU sankt Olav vår konge god

Kristus sveRd du svingte nådeløs og tro

Fryktløs koNge hellig helgen ære være

Hvil deg i Evigheten i Guds syn Hvit

Krist OsiriS Odin du kongenes konge

URNES.

La iglesia de madera de Urnes, en Sogn og Fjordane, se construyó en torno al año 1130 y es una de las iglesias medievales más antiguas que se conservan en Noruega. El monasterio de Lyse empezó a construirse en el año 1146, dieciséis años después.

Evidentemente, puede ser una casualidad, pero también es posible que haya alguna relación.

En el siglo XI se erigieron una gran cantidad de monasterios e iglesias por toda Noruega, que había sido cristianizada recientemente y estaba lista para adorar a su nuevo dios.

Las gotas de lluvia se deslizan por el cristal. Detrás, algo desenfocado a causa del vaho, un velero lucha contra el viento. Tengo la costumbre de reconocerme en cualquier cosa: en el envoltorio arrugado de un helado que alguien se ha dejado, en la última patata de la fuente, en un avispado alce de una meseta islandesa o en un velero que pugna por avanzar, avanzar, avanzar, contra el viento y las olas que le oponen resistencia.

4

AQUELLA misma noche, mientras contemplo un buque de carga que avanza por el fiordo en dirección al sur, escucho una divina fanfarria de arpas y trombones: en otras palabras, el teléfono móvil que me ha prestado Terje. Sólo le he dado el número a los más íntimos.

En la pantalla reconozco el número del móvil de Øyvind, que me cuenta que han excavado el extremo Norte del túnel, donde nos dimos la vuelta al topar con un muro, y, desde allí, los arqueólogos se abrieron paso a una zona desconocida de los sótanos del monasterio de Lyse. Al principio pensaban que debía de tratarse de un granero inundado, pero hoy han descubierto que la gran cámara debió de haber sido un depósito de agua.

—¿Un depósito de agua?

—Más que eso. Con el agua del depósito se puede anegar todo el túnel.

—¡Una trampa de agua!

Øyvind me explica que los monjes del monasterio de Lyse, por medio de un mecanismo, podían hacer subir y bajar una compuerta subacuática para regular el nivel de agua del túnel que conecta el depósito con el pozo. De ese modo podían sellar con agua la cámara mortuoria y, en caso de que fuera necesario, ahogar a los intrusos.

—Por eso la cámara mortuoria estaba en un nivel más alto que el túnel —digo.

—Una protección perfecta. En tiempos de los monjes, el túnel estaba lleno de agua, mientras que la propia cámara, en cambio, estaba seca y segura, varios metros por encima del agua.

—¿Crees que los monjes sabían qué protegían?

—Muy pocos de ellos. En los escritos del monasterio de los siglos XIV y XV aparecen insinuaciones veladas sobre que custodiaban un secreto divino, pero los historiadores, y probablemente los propios monjes, deben de haber pensado que se trataba de una metáfora religiosa. Con el paso de los años, el conocimiento de la cámara mortuoria debe de haber pasado al olvido. Los tres últimos abades no parecen haber estado informados. Cuando los monjes abandonaron el monasterio en 1536, no debían de saber que dejaban atrás la cámara mortuoria que fue el motivo por el que se construyó el monasterio cuatro siglos antes.

—Así que abandonaron a su suerte la piedra rúnica y el cadáver del obispo.

—¡Es increíble!

—Esto, Øyvind, no es más que el comienzo.

Se queda callado:

—¿El comienzo?

—La cámara mortuoria del monasterio de Lyse es el primero de cinco lugares sagrados.

—¿Cinco?

—Cada una de las cinco puntas del pentagrama señala una cámara mortuoria.

—¿Así que hay cuatro más?

—La del monasterio de Lyse no es ni siquiera la más importante. De haberlo sido, habríamos encontrado a Olav el Santo en lugar de al obispo Rudolf. Nadie mataría al clérigo Magnus ni me atacaría a mí por una piedra rúnica y la tumba de un obispo. Hay algo más, algo distinto ahí fuera…

—¿Más? ¿Qué más? ¿Dónde está «ahí fuera»? ¿De qué estás hablando?

—Sé dónde está, pero no sé exactamente qué.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Creo que me he topado con otro enigma más.

—¿Otro más? Bjørn, ¿no tenemos ya suficientes enigmas a los que enfrentarnos?

—La piedra rúnica apunta hacia un lugar que ni siquiera tiene nada que ver con el pentagrama.

—¡Ay Dios…!

—Øyvind, ¿te apuntarías a otra expedición?

5

OBEDIENTEMENTE llamo a Ragnhild y le digo que estaré fuera unos días.

—Pero Bjørn…

—¡Me llevo la alarma antiviolencia!

—Ya viste cómo te fue la última vez.

—¡Encontré la cámara del tesoro!

—¡Te han suspendido!

El tono de su voz me recuerda al de mamá.