LA CÁMARA MORTUORIA

1

ILUMINADAS por el sol de la tarde, las ruinas del monasterio parecen congeladas en el tiempo.

Los estilizados arcos del claustro, sostenidos por una fila de columnas dobles, arrojan largas sombras de penumbra. Por lo alto de los arcos y los muros de piedra semiderruidos se extiende una gruesa capa de hierba y musgo.

—Hermoso, ¿no? —pregunta Øyvind Skogstad.

—Una perla —le digo complaciente.

Øyvind contempla las ruinas con los brazos cruzados y los andares de quien va a construirse una casa y te muestra los cimientos. Es un becario de investigación que trabaja en las colecciones históricas del Museo de Bergen. Lo conocí en 2003, en un congreso sobre arte e iconografía eclesiástica. Øyvind creció en Os y se pasó todos los veranos de su infancia en los alrededores del monasterio de Lyse. Está convencido de que fueron las ruinas las que despertaron en él el interés por la historia y la arqueología. Cuando le llamé desde una cabina telefónica en la estación de trenes y le conté que estaba en Bergen y que necesitaba su ayuda en el monasterio de Lyse, tuve la misma sensación que el que invita a un niño de diez años al parque de atracciones.

—El monasterio de Lyse oculta múltiples misterios —dice, con su marcado acento de Bergen. Øyvind tiende a entusiasmarse. En el contraluz, expectante y emocionado, me mira con los ojos entornados. Le he prometido contarle por qué he venido, pero todavía no es el momento.

A nuestro alrededor, el bosque de abetos se yergue alto y oscuro.

—Háblame del monasterio —le pido; es una cortés invitación a que pronuncie la conferencia que, se lo pida o no, tarde o temprano me soltará.

—¡Encantado! —Adopta la postura de un guía rodeado de turistas curiosos y me dice, contenido—: El monasterio de Lyse lo fundaron en 1146 los monjes de Fountains Abbey, en Inglaterra, por orden del obispo Sigurd de Selja y lo consagraron a la Virgen María.

Se endereza las gafas redondas y empañadas.

—¿Por qué vinieron aquí, al medio del bosque?

—¡Mira a tu alrededor, hombre! La Orden del Císter cultivaba la paz, la contemplación, el silencio. Buscaban lo ascético, lo metódico y lo práctico. Querían cultivar la tierra y ser autosuficientes con el agua del manantial. La ubicación era perfecta.

—¿Has mencionado algo sobre misterios?

—Bjørn, ¿qué sabes tú de los templarios?

—Un montón —reconozco. Quienes estamos interesados en los templarios y ese tipo de cosas tenemos una tendencia inmanente a las manías freekies y las obsesiones sentidas—. Los templarios eran una orden cristiana militar de la Edad Media que los cruzados fundaron en 1119 (pocos años después de la fundación de la Orden del Císter en 1098) a fin de proteger a los peregrinos europeos que iban a Jerusalén. El rey de Jerusalén concedió permiso a los caballeros para que establecieran su cuartel general en el Monte del Templo, sobre las ruinas del templo de Salomón. Los templarios sentaron las bases de lo que acabó convirtiéndose en una verdadera entidad bancaria. La orden llegó a ser tan rica que fue masacrada por el rey francés.

—En un mismísimo viernes 13.

—En 1307 —digo, para mostrar que domino el tema—. Se especula con que los templarios custodiaban un secreto histórico. Algo como el cuerpo de Jesús o el Santo Grial…

—O simple y llanamente, conocimiento. ¿Sabías que se dan varios vínculos entre la Orden del Temple y la del Císter?

—¿Cómo cuáles?

—Son organizaciones hermanas. Más o menos igual de antiguas. Pero uno de los rasgos comunes es especialmente emocionante: ¡Bernardo de Claraval!

—¿Te refieres al santo? ¿A San Bernardo? ¿El abad francés?

—La Semana Santa de 1146 (el mismo año en que se fundó el monasterio de Lyse), Bernardo de Claraval dio orden de que se comenzara la Segunda Cruzada. San Bernardo era una de las autoridades más poderosas de la Iglesia. La voz de la conciencia, le llamaban. Tal vez fuera el personaje de mayor importancia en el establecimiento de la Orden del Císter. Sin él, difícilmente estaríamos hoy en el monasterio de Lyse.

—¿Y el vínculo?

—Bernardo era sobrino de uno de los fundadores de la Orden del Temple y él mismo se convirtió en el alto protector de los templarios y en su benefactor eclesiástico. Gracias a Bernardo de Claraval, los templarios fueron reconocidos oficialmente por la Iglesia en 1128, en el Concilio Ecuménico de Troyes. Este reconocimiento contribuyó al auge económico de los templarios, gracias al apoyo que les brindaron las familias pudientes de toda Europa. En 1139, la Orden del Temple se puso bajo control directo del Papa, en una orden de la bula del papa Inocencio II Omne Datum Optimum. Los curas que se opusieron a que los cristianos tomaran las armas fueron rebatidos severamente en un escrito, De Laude Novae Militae, donde Bernardo defendía la paradoja de «matar en nombre de Jesús». Bernardo de Claraval redactó las reglas de la Orden de los Templarios.

La historia está llena de conexiones y coincidencias inexplicables. ¿Por qué se fundó el monasterio de Lyse precisamente aquí, en el puesto más lejano de la civilización, y por una orden monacal vinculada a los templarios? ¿Es acaso tan «casual» como que el monasterio de Værne, en Østfold, se transfiriera del rey Sverre a la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén —conocida como Orden de Malta— en 1190?

Contemplo las ruinas del monasterio. La brisa del mar agita el bosque de abetos.

¿Está enterrado aquí Olav el Santo? ¿En algún lugar del monasterio de Lyse? ¿Consiguieron leales seguidores noruegos, con la ayuda de la Orden del Císter y los templarios, salvar los restos del rey cristiano? ¿Fue el Arca original de Olav trasladada desde la catedral de Nidaros antes de que se llevara a cabo su primera gran reforma en el siglo XII? ¿Acaso no era más que una copia del Arca de Olav lo que destrozaron los daneses en el siglo XVI?

Deslizo la mirada sobre las ruinas. En un árbol, un gavilán salta de una rama, silencioso.

2

ESA TARDE, después de haberle comunicado a Øyvind todo lo que sé acerca del Códice de Snorre y de haberle revelado las pistas que apuntan hacia el monasterio de Lyse, le hablo de Hassan y los perseguidores. Lo único que me pregunta es para quién creo que trabajan.

Me ha invitado a alojarme con él en el apartamento del sótano de la casa de su infancia: está vacío y no queda demasiado lejos del monasterio. Nos quedamos allí toda la tarde, estudiando el texto de Snorre y los libros sobre el monasterio que Øyvind se ha traído a casa.

—En el texto se hace referencia al sello de Salomón —digo desplegando un mapa—, es decir, al pentagrama.

—No veo cómo inducir un pentagrama de nada de todo esto, Bjørn.

—La palabra «obelisco», que aparece escrita en relación con el sello de Salomón, puede ser un indicador en el terreno.

Øyvind me mira sorprendido.

—¿Qué estás diciendo? Lo cierto es que hay dos columnas conmemorativas en la zona. Dos pilares de piedra. Los historiadores nunca han entendido su significado.

Señala en el mapa un punto a unos doscientos metros al Suroeste del monasterio de Lyse y un punto al Noreste del monasterio.

—Si estos son dos de los indicadores de un pentagrama —digo dibujando un círculo que pasa por los dos puntos—, deberíamos encontrar otros tres obeliscos más o menos por aquí. —Dibujo un punto en el mapa y añado—: Y aquí y aquí.

A la mañana siguiente, nos levantamos con el sol y vamos en coche al aparcamiento que hay junto al monasterio. Øyvind me ha prestado un par de botas de lluvia verdes y nos ponemos a caminar juntos por el irregular terreno de colinas, prados y bosques.

Al cabo de media hora de búsqueda encontramos el primer pilar: está medio oculto por el boscaje que crece salvajemente a las afueras de un bosque poco tupido. El obelisco está burdamente tallado y tiene medio metro de altura.

—Los historiadores nunca han relacionado estos pilares con el monasterio —dice Øyvind.

Nos abrimos paso a través del boscaje, atravesando montes y un arroyo. Las botas gorgotean en el terreno húmedo. Al acercarnos al punto donde debe encontrarse el siguiente mojón, deceleramos el paso y nos dispersamos, manteniendo un par de metros de distancia el uno del otro. Paso a paso, examinamos detenidamente el suelo del bosque. Cuando no cabe duda de que nos hemos pasado de largo, ampliamos el círculo y volvemos hacia atrás. Después volvemos a girar, nos separamos algunos metros más y continuamos.

Descubro el mojón por pura casualidad. Me veo obligado a quitarme las gafas porque se me están empañando y, mientras me las limpio con una punta de la camisa, mis ojos vislumbran el contorno difuso de un obelisco. Vuelvo a ponerme las gafas y el obelisco desaparece. Miro aturdido a mi alrededor. Veo troncos de árboles, boscaje, una formación rocosa cubierta de musgo y ramas, y hojas en el suelo del bosque. Me quito las gafas y vuelvo a mirar el entorno. Esta vez aferro la mirada al mojón mientras me pongo las gafas. Asombrado comprendo que el obelisco forma parte de la formación rocosa. Lo tallaron sobre una roca natural en el terreno.

A lo largo del día encontramos los cinco obeliscos colocados en forma de pentagrama en torno al monasterio de Lyse.

Se podría decir que casi nos tropezamos con los otros dos, mientras que tardamos más de tres horas en descubrir el último. Øyvind señala con exactitud cada piedra en el mapa local.

Después volvemos en coche a nuestra base local de investigación en el apartamento del sótano de la casa de los padres de Øyvind y freímos el pescado fresco del fiordo que hemos comprado en Os.

Tenemos los pilares, tenemos el pentagrama, pero no tenemos ninguna tumba.

Después de comer, Øyvind y yo nos acomodamos y nos tomamos una cerveza fría cada uno.

Una de las pistas del peculiar crucigrama de Snorre dice: «el Este se encuentra con el Norte». Se me ocurre que puede ser la descripción del punto de cruce del eje del pentagrama que se dirige hacia el Este con el que se dirige hacia el Norte. Pero se trata de una referencia bastante vaga, puesto que hay varios puntos de los que se podría decir que son el lugar donde el Este se encuentra con el Norte. Por eso tenemos que volver a recorrer varias de las líneas del pentagrama y comprobar si el terreno nos ayuda a avanzar.

3

AL DÍA siguiente, cuando apenas hemos empezado a recorrer la primera de las cinco líneas, el eje A-B, encuentro un cobertizo de piedra derruido.

En la linde del bosque, un poco más allá de donde nos encontramos, en el punto donde el eje A-B se encuentra con el D-C, formando una esquina del pentágono interior del pentagrama, se encuentran los restos de una construcción de piedra parcialmente ocultos por los abetos y el boscaje.

—Nada muy emocionante —asevera Øyvind.

—Su ubicación en el terreno resulta llamativa.

—Una pista falsa. Aunque parece una caseta de herramientas derruida, las Autoridades de Patrimonio opinan que había sido el cobertizo de un pozo.

—¿Un pozo?

Agarro a Øyvind y lo arrastro tras de mí.

—¿Y qué, hombre? —exclama Øyvind—. ¡Cálmate! La Orden del Císter estaba obsesionada por el acceso a agua limpia.

Paso por encima de raíces y piedras.

—El pozo principal estaba en el monasterio, así que esto era un pozo de reserva, por si se secaba la corriente subterránea que abastecía al monasterio. Según las fuentes, el pozo de reserva se secó mucho antes que el principal.

—¿Nunca se ha investigado?

—¿Investigado? —Øyvind se encoje de hombros—. ¡Se ha investigado el monasterio! Las primeras excavaciones tuvieron lugar en 1822, pero evidentemente se realizaron en el claustro del monasterio, no aquí. Desde entonces se han hecho varias excavaciones, pero no sé si el cobertizo de piedra sobre el pozo se ha considerado nunca como parte de las ruinas del monasterio. La casa del pozo debió de inspeccionarse, al menos visualmente, cuando se excavó el monasterio en 1888, no cabe duda, pero, como he dicho, este pozo se encuentra demasiado lejos del recinto principal.

Sonrío satisfecho y seguro de mí mismo.

—Bjørn, ¡mira a tu alrededor! ¿Ves alguna tumba?

Miro a mi alrededor. No veo ninguna tumba, pero se me ocurre algo mejor.

—¿Qué? —murmura Øyvind, cuando se le hace demasiado pesado aguantarme la mirada.

—Øyvind, ¿qué estamos buscando?

—Un sepulcro. Un túmulo. Algo lo suficientemente grande como para ocultar el arca de Olav el Santo. Y puesto que era rey de Noruega y encima santo, si lo trajeron aquí y lo enterraron cien años después de su muerte, su cámara mortuoria debe de ser de las grandes. Esto… —Despliega la mano en dirección a los restos del cobertizo y añade—: ¡Es una pila de piedras!

—Un pozo.

—Bien, ¿y qué? Hace cientos de años… —Veo en su cara que está empezando a caer en la cuenta de lo evidente.

—Pozo —repite para sus adentros y me mira de soslayo.

4

TOMO una serie de fotografías con la cámara digital para que la pila de piedras quede registrada para la posteridad.

Cogemos unos guantes de trabajo del coche y luego nos ponemos a mover piedras. Trabajamos con cuidado, pero no hay quien niegue que estoy destruyendo otro monumento histórico.

Bjørn Beltø, el vándalo cultural.

Si hubiéramos seguido el protocolo, tendríamos que haber solicitado permiso para excavar el pozo y tal vez nos lo hubieran concedido, dentro de un año o dos. Ni la ley de patrimonio histórico ni los guardianes de tal ley están especialmente dispuestos a facilitar la labor a cazadores de tesoros con prisas. Mis colegas, (con cierta razón), condenarán mis actos.

Me detengo en medio de la faena y le digo a Øyvind:

—Cuando esto pase, asumiré toda la responsabilidad. Tú no habrás estado aquí. No me habrás ayudado. No sabrás nada de esto.

Øyvind agacha la cabeza. Obviamente quiere compartir el honor conmigo, pero sabe que corre el riesgo de destruir su carrera.

A mí, en cambio, eso me importa una mierda.

Afortunadamente hace algo de frío. Los pocos turistas que aparecen se conforman con apresurarse a atravesar el parque de ruinas. Nos permiten trabajar sin interrupciones durante todo el día. Cuando empieza a anochecer, hemos levantado y trasladado varias toneladas de piedras cubiertas de musgo y hemos descubierto un suelo de piedras que forma una sólida superficie.

5

ESTAMOS de vuelta antes del amanecer. Øyvind y yo llevamos linternas en la cabeza que apagamos en cuanto el alba empieza a relumbrar en las copas de los árboles.

Con ayuda de una palanca, una maza, un martillo y un cincel, vamos soltando una a una las piedras del losado. Atravesamos tres capas de piedras y, en el fondo, descubrimos una cubierta de troncos de madera podrida. Probablemente los troncos formaban el encofrado que colocaron los albañiles para el empedrado.

A mediodía, por fin hemos conseguido abrir un agujero lo suficientemente grande.

Para evitar accidentes —como que ambos acabemos atrapados en el fondo del pozo— Øyvind se queda arriba mientras yo me ato una cuerda bajo los brazos y me descuelgo por el pozo. El foco que llevo en la cabeza va iluminando la pared redondeada del pozo: está hecha de piedra y cubierta de musgo. Las piedras son grandes y están talladas cuidadosamente. Para ser un pozo de reserva, los monjes y los constructores del monasterio se afanaron mucho con él.

El pozo tiene un radio de un metro de largo y unos cinco o seis metros de profundidad. Al tocar fondo, las botas de agua se hunden en una capa de lodo. Doy aviso de que he llegado abajo y dirijo el foco hacia las paredes húmedas y verdes por el musgo.

… Nada.

No es que hubiera esperado encontrar la cámara mortuoria en el fondo del pozo, pero al menos esperaba encontrar algo.

Con los guantes, empiezo a retirar el musgo de las paredes del pozo. Llevo ya un buen rato cuando descubro que una de las piedras es mucho más clara que las demás. ¿Mármol? ¿Esteatita?

La ilumino con la linterna. La piedra está llena de rayas y marcas. Me inclino hacia delante.

Al principio me cuesta identificar lo que representan las rayas. Restriego la piedra para quitar más musgo y la pulo con el guante. Entonces lo veo.

En la parte de arriba hay tres signos tallados en la piedra: Ankh, ty y cruz.

Øyvind me manda una botella de plástico llena de agua para que pueda lavar la piedra y eliminar el musgo, la suciedad y la tierra. La lavo con las manos temblorosas, pero no encuentro más signos escritos. Fotografío los tres signos y le pido a Øyvind que me saque del pozo.

Exaltados retornamos al apartamento del sótano y dedicamos largo rato a decidir qué vamos a hacer. No cabe duda de que el pozo oculta la entrada a un sepulcro. ¿Debemos implicar a nuestros superiores? ¿Avisar a las Autoridades de Patrimonio?

Obviamente la respuesta es sí.

Pero aún no.

Ambos sabemos que perderemos toda forma de control sobre el asunto en el momento en que impliquemos a más gente. Las excavaciones llevarían todo el invierno y la primavera. No tengo tiempo de esperar.

6

AL ANOCHECER ponemos un disco de vinilo de Supertramp y discutimos la posible relación entre los vikingos y Egipto.

—Aunque no esté documentado, al fin y al cabo no es tan inverosímil que los vikingos hubieran remontado el Nilo —dice Øyvind—. Era un pueblo que navegaba por los ríos. Navegaron, remaron y arrastraron sus barcos a lo largo de miles de kilómetros a través de Rusia, hasta llegar al mar Negro y al mar Caspio.

—Pero ¿Egipto?

—Los vikingos hicieron incursiones por todas las costas del Mediterráneo, también en el Norte de África. ¿Por qué iban a evitar Egipto?

Algo de razón tiene. Sigurd Jorsalfare recibió ese sobrenombre porque viajó como cruzado hasta Miklagard, el nombre vikingo de Estambul, y Jorsalaland, como denominaban a Jerusalén. Y luego tenemos la historia de Harald Hardråde, «Harald el Despiadado», el hermanastro de Olav el Santo. Con quince años sobrevivió a la batalla de Stiklestad y huyó hacia el sur, hasta Bizancio. Allí llegó a ser oficial de la guardia varega del emperador bizantino, se lio con la mujer del emperador y luchó en una serie de batallas, también en el Norte de África. Según Snorre, conquistó más de ochenta ciudades africanas. Snorre relata que Harald pasó muchos años en África, donde consiguió mucho oro, bienes, y objetos de valor. Cuando retornó, traía las naves repletas de oro y objetos valiosos.

—Ya en el siglo IX, los vikingos navegaban hasta el Mediterráneo y África —dice Øyvind—. Tanto las sagas como las crónicas árabes hablan de estas incursiones.

—Pero nunca a Egipto.

—¡Qué negativo estás! Los vikingos eran un pueblo guerrero que no temía a nada ni a nadie. ¿Por qué iban a tener miedo de remontar el Nilo? En 844, una expedición con grandes naves y varios miles de hombres navegó hasta el Norte de España, bajó por la costa de lo que ahora es Portugal y atacó Lisboa, Cádiz y varias ciudades a lo largo de los ríos del sur de España. Remontaron incluso el Guadalquivir hasta llegar a Sevilla. ¡Una maniobra peligrosa y osada! Estuvieron una semana entera saqueando la ciudad. Asesinaron y violaron, quemaron y saquearon, destrozaron grandes partes de la muralla y prendieron fuego a las mezquitas. El emir musulmán, Abd al Rahman, tuvo que enviar a sus fuerzas de élite desde Córdoba para que los moros pudieran recuperar el control. Los vikingos huyeron hacia el sur y atacaron los califatos del Norte de África antes de retornar a casa con sus tesoros. Quince años más tarde, volvieron con una flota vikinga aún mayor. La campaña duró tres años y, según las fuentes, estuvo liderada por los reyes Håstein y Bjørn Jernside. Con más de sesenta naves y miles de vikingos, saquearon el valle del Ródano y atacaron Galicia, lo que hoy es Portugal, Andalucía y el Norte de África. Luego se dirigieron hacia el Norte, rodeando la península Ibérica por el Este, pasaron por Mallorca y remontaron el río Ebro hasta lo que hoy es Pamplona, en el País Vasco. ¡Échale un vistazo al mapa! El Ebro recorre sinuosamente varios cientos de kilómetros, desde Pamplona hasta la costa Este de España. Allí secuestraron al rey García Íñiguez y, cuando se marcharon, llevaban 70 000 monedas de oro en dinero suelto. Luego continuaron su navegación hacia el Noreste, por las costas de España y Francia, siguieron hasta la Provenza italiana y atacaron Pisa. Finalmente tomaron la ciudad de Luna, creyendo que era Roma. El botín fue formidable y los patriarcas vikingos se enriquecieron muchísimo. Su riqueza animó a sus descendientes a repetir sus empresas. Cien años más tarde, volvieron a la carga. Una flota de cien barcos con cerca de diez mil hombres saqueó Galicia y León, en la profundidad del Norte cristiano de España, y asedió Santiago de Compostela y Catoira. Bjørn, ¿realmente crees que los vikingos le tenían miedo al Nilo?

7

ANTES de acostarnos, llamo a Thrainn, en Islandia. Me cuenta que ha estado intentando ponerse en contacto conmigo. Tres hombres no identificados han entrado por la fuerza en el laboratorio principal del Instituto Árni Magnússon y han atacado a los cuatro estudiantes de doctorado que trabajaban en la maniobra de camuflaje. Los cuatro fueron amenazados, amordazados y esposados a un radiador. Los bandidos se llevaron la copia del siglo XVIII del Heimskringla.

—Probablemente creían que eran los rollos de Thingvellir.

—Thrainn, los rollos no están seguros en Reikiavik.

—Eso ya lo he entendido yo solito.

—Tarde o temprano alguien entenderá dónde los has escondido.

Le tiembla la respiración.

—Voy a hacer una llamada telefónica —digo.

—¿A quién?

—Conozco a alguien que nos puede ayudar.

8

A LA MAÑANA siguiente regresamos con más equipo: cuerdas más gruesas, un taladro percutor de pilas con tres pilas, cinceles, mazas, linternas y monos de trabajo.

Amarramos dos cuerdas a un árbol de aspecto robusto y nos descolgamos por el pozo. El muro parece sólido como una montaña, pero con la ayuda del taladro y los cinceles conseguimos soltar la piedra blanca con los tres símbolos. Detrás hay otra pared de piedra. Una vez hemos conseguido soltar una piedra, nos resulta más fácil desprender las que están debajo. No tardamos en hacer un agujero de un metro cuadrado en el muro exterior. Entonces arremetemos contra la pared interior. Nos lleva más de una hora y desgastamos dos brocas y tres pilas antes de poder soltar la última piedra. Con la palanqueta y la maza conseguimos empujar las piedras hacia dentro; acaban cayendo en una cámara que está detrás del pozo.

Hemos pasado.

Una ráfaga de aire podrido y pestilente sale del agujero y se eleva hacia la entrada del pozo cual alma que huye de siglos de cautiverio.

—Así que al menos hay aquí algún tipo de ventilación —dice Øyvind.

Ilumino la cámara. Una habitación vacía con paredes de piedra.

—¿Ves algo? —pregunta Øyvind.

—Nada.

—¡Venga, hombre! —exclama. Nadie sabe ponerse tan pesado como la gente de Bergen.

Lo que creía que era una habitación resulta ser el final de un túnel redondo construido con el mismo tipo de piedras que el pozo. El túnel tiene un diámetro de unos dos metros, así que podemos avanzar erguidos. Poco a poco, nos abrimos paso entre el agua y el lodo. El aire es húmedo. El haz de luz de las linternas se agita en la oscuridad. Las paredes están cubiertas de musgo y raíces. Alguna que otra araña se encoge cuando la alcanza la luz.

Al cabo de cinco minutos llegamos a una cámara interior donde las paredes y el techo del túnel se amplían dos o tres metros en anchura y altura. De una plataforma ornamentada de piedra sale una escalera de granito que se eleva hacia la izquierda, mientras que el túnel continúa hacia delante.

—Probablemente sea la subida a otro pozo o a una salida secreta —dice Øyvind.

Antes de comprobar las escaleras, decidimos inspeccionar el túnel hasta el fondo.

El túnel acaba en un sólido muro de piedra.

—Ahora debemos de encontrarnos justo debajo del monasterio de Lyse —dice Øyvind—. ¿Quizás este pasaje haya sido una vía de escape?

Nos hemos dejado todas las herramientas en el pozo, así que retornamos hacia la cámara con las escaleras sin probar suerte con el muro.

La cámara se encuentra más o menos en la mitad del túnel. En tal caso se encuentra en el punto de corte del pentagrama interno, del mismo modo que el pozo estaba en el punto de corte del pentagrama externo.

Subimos por las escaleras y, al llegar al final, nos topamos con el muro, de nuevo. Algo me pasa a mí con los muros.

Las escaleras nos han conducido a una estrecha plataforma, una antesala que desemboca en una sólida construcción de piedras, del tamaño de unos bloques Leca, ensambladas con perfecta precisión. Cinco a lo ancho y diez a lo alto.

A la luz de las linternas vemos una fila de jeroglíficos egipcios y dos filas de runas nórdicas. Y coronándolo todo: ankh, ty y cruz.

Volvemos corriendo al pozo, cogemos las mazas y regresamos a la antesala.

Para no destrozar la ornamentación, empezamos a arremeter contra la parte baja de la derecha de la pared. Usamos primero el cincel. La piedra es porosa. Cuando el cincel por fin atraviesa hasta el hueco que hay detrás, soltamos la primera piedra a mazazos. Una vez hemos quitado dos piedras a lo alto y dos a lo ancho, tenemos una apertura suficientemente grande como para introducirnos por ella.

9

MUDO DE asombro y con solemne respeto, me quedo de pie mirando.

La cámara mortuoria tiene forma de pentágono y la cubre una bóveda sostenida por cinco pilares de piedra. En medio de la habitación hay un pedestal de metro y medio de altura.

Sobre el pedestal descansa un ataúd de piedra.

¡La cámara mortuoria! Apenas soy capaz de concebirlo. ¡Hemos encontrado la cámara mortuoria!

—¡Qué cosa tan maravillosa! —digo con el aliento entrecortado.

Nos quedamos de pie, pegados a la pared con que ha cerrado el portal de entrada. Los haces de luz de las linternas oscilan de acá para allá en la oscuridad de la cámara mortuoria.

La propia cámara tiene forma de pentágono, la figura de cinco lados que surge en el interior de las líneas que se cruzan en el pentagrama. Las columnas están colocadas en los cinco puntos de cruce entre los rincones de la habitación.

En la cámara hace un frío gélido y el olor a humedad de lodazal nos alcanza desde el túnel. Las paredes, el suelo y el techo están sorprendentemente secos. Dos o tres piedras han caído al suelo, pero por lo demás la cámara sigue exactamente como la dejaron hace ocho o nueve siglos.

Lentamente nos aproximamos al ataúd. Escrito en runas, sobre la tapa de piedra, se lee:

HIR:HUILIR:SIRA:RUTOLFR

«Aquí descansa el clérigo Rudolf», traduzco en mi cabeza. En la parte baja de la tapa pone:

RUTOLFR:BISKUB

—Obispo Rudolf —susurro, como por respeto al sepulcro que he profanado—. Uno de los obispos que acompañó al rey Olav desde Inglaterra hasta Noruega antes de la cristianización del país.

—¿Así que no se trata de Olav el Santo?

—No.

El hallazgo y la imagen son demasiado impresionantes como para que pueda sentirme decepcionado. A pesar de eso, habría deseado que fuera el Arca de Olav y no un ataúd de piedra lo que nos aguardaba sobre el pedestal.

Øyvind y yo agarramos la tapadera del féretro por las puntas y la deslizamos cuidadosamente a un lado.

El esqueleto está vestido con una capa de cardenal rojiza con cuello de piel de armiño. Los huesudos dedos agarran una vara de obispo. La calavera lleva puesta una mitra (un sombrero de obispo alto y apuntado).

El obispo Rudolf…

Inesperadamente, los ojos se me ponen vidriosos.

—¿Bjørn? —susurra Øyvind dándome un codazo.

Apunta con la linterna a la pared que tenemos a nuestra izquierda. Primero veo los reflejos de la luz, luego los cuatro cántaros de cerámica.

—Cielos —dice Øyvind.

Cada uno de los cántaros está repleto de joyas y de estatuillas egipcias de oro y alabastro. Gatos, amuletos, escarabajos, el dios chacal Anubis, animales mitológicos, cobras… La luz de las linternas centellea en piedras preciosas de color oscuro. Øyvind coge una figura de Horus con cabeza de pájaro.

—Déjalo donde estaba —digo—. Tenemos que dejarlo lo más intacto posible para cuando vengan nuestros colegas a investigarlo.

—¿Y eso lo dices tú? —me pregunta riéndose.

El polvo de las paredes oculta inscripciones y dibujos de runas y jeroglíficos egipcios. El mausoleo está decorado con una mezcolanza de antiguos signos egipcios y nórdicos. Pasamos largo rato deambulando por la habitación y contemplando las inscripciones de las paredes. Detrás del polvo, las paredes están cubiertas por textos y dibujos.

A los pies del zócalo descubro una plancha de mármol labrada con cientos de signos.

Es un texto escrito en runas.

Con un cuchillo suelto la piedra del abrazo del zócalo y la cepillo hasta dejarla limpia. La coloco delicadamente sobre el suelo. Por la parte de fuera, la placa rúnica está cubierta de piedras preciosas.

En la parte superior veo tres símbolos.

—Ankh, ty y cruz —murmura Øyvind.

Deslizo el haz de luz sobre los signos y traduzco del noruego antiguo:

Alabado seas, san Olav, nuestro buen rey.

Por fin un texto que resulta posible leer.

—¡Me lo llevo!

Por el haz de luz que me pega directamente en la cara comprendo que Øyvind me está mirando.

—Tenemos que comunicar lo que hemos encontrado —dice finalmente.

—Por supuesto. Pero no tenemos por qué decir nada sobre la piedra rúnica.

—Tarde o temprano se darán cuenta de que falta.

—Evidentemente la voy a devolver, cuando haya acabado con ella. Tal vez piensen que han pasado por aquí unos ladrones de tumbas.

—Es que han pasado.