EL CÓDIGO DE LAS RUNAS
1
ME GUSTAN los hoteles, siempre te sientes bienvenido. Formas parte de una comunidad que nunca te agobia con intimidades no deseadas. Cuando sales, viene alguien a hacerte la cama y a recoger, sin echarte la bronca. Cuando regresas, cansado y con sueño, está todo limpio, bonito y ordenado.
Con una sonrisilla en la boca abro la puerta y entro en la habitación 206.
Son dos.
Árabes.
Uno de ellos es grande y musculoso. Seguro que pesa más de cien kilos. Por ojos tiene dos agujeros negros. Lo reconozco. Es la montaña de la fotografía MMS del clérigo Magnus. Se ha afeitado la cabeza, pero conserva un recio bigote. Tiene las mejillas y la barbilla picoteadas por una barba de varios días.
El otro es bajo, pero compacto y fuerte, como un muelle en tensión, y tiene una expresión acobardada, como si desde la infancia llevara una piedra en el zapato.
Ambos llevan trajes azul marino recién planchados.
Y ambos se encuentran en mi habitación del hotel.
El pequeño aguarda al otro lado de la puerta abierta, apenas a un metro de distancia. El grande está sentado en la silla junto a la ventana.
Me quedo paralizado. Me ha atravesado una flecha de miedo y me tiene clavado a la pared. Un par de cosas me impiden girar de un salto, salir al pasillo y abalanzarme escaleras abajo. Una de ellas son mis rodillas: me tiemblan tanto que me balanceo. La otra es la pistola con la que me apunta el más pequeño.
Gracias a mis gafas de fondo de botella y a la fascinación por las armas de fuego que sentí en la infancia, soy capaz de reconocer una Glock.
—Please! —digo con un hilo de voz.
El pequeñajo cierra la puerta.
Percibo un vago aroma a loción de afeitar y puro.
—Buenas noches, señor Beltø —dice en inglés el menor de los árabes. Su voz es seca como el viento del desierto.
Mi corazón late con tanta fuerza y rapidez que me silban los oídos, y tengo dificultades para respirar.
Me indica por señas que entre en la habitación y yo avanzo obediente unos pocos pasos.
—¿Qué queréis? —Una triste y malograda tentativa de tomar el control de la situación. Mi voz vibra tan fuertemente que da la impresión de que estoy llorando.
El mayor de ellos se pasa la mano por la cara. Tiene la piel áspera; debe de haber pasado demasiadas tormentas de arena bajo cielo abierto. La nariz arroja una gran sombra.
—¿Dónde están?
—What? —pruebo; tengo la boca tan seca que la lengua se me pega al paladar.
El más pequeño agita la pistola y eleva la voz:
—Where are the scrolls?
Scrolls. Rollos de pergamino.
Por un momento considero la posibilidad de hacer como si no supiera de qué están hablando, pero sólo por un momento. La certeza sobre lo que son capaces de hacerme me ha transformado en una lastimosa hoja de álamo, en un miserable bicho asustado.
—¡Yo no los tengo!
Me tiembla la voz, me tiemblan las manos, me tiemblan las rodillas.
El hombre de la silla se levanta. Es más grande de lo que había imaginado, un monolito de músculos. Me indica que me aproxime y, cuando estoy lo suficientemente cerca, me coge por la camisa y tira de mí hacia él. Siento el hedor de su aliento: debe de haber tomado algo crudo y sanguinolento para comer. Veo los poros de su piel y el pozo sin fondo de sus ojos.
Me agarra por la mano izquierda y dobla mi meñique duramente hacia atrás.
—¿Dónde están los rollos?
Jadeo estrepitosamente. La montaña de músculos me mira a los ojos sin expresión alguna y dobla el dedo aún más hacia atrás.
A estas alturas estoy listo para admitir prácticamente cualquier cosa: dónde se encuentran los manuscritos, que lidero un culto satánico que sacrifica a niños, que soy miembro de apoyo de Al-Qaeda o que soy agente doble de la CIA, el FSB, el MI5 o el Mossad. Pero siento tanto dolor que no soy capaz de pensar ni de hablar.
—Where are the scrolls?
Creo que no soy especialmente frágil. Con un estremecimiento oigo cómo se me quiebra el meñique. Se rompe con un ruido seco y chasqueante, como cuando pisas una rama seca en el bosque. Grito. Una lengua de fuego se dispara desde el dedo y asciende hasta la cabeza.
Me suelta y yo me agarro la mano izquierda y gimoteo; tengo todo el brazo en llamas.
—Siento lo que le pasó al clérigo —dice el hombre de la pistola—. Pero no dudaremos en… —Me mira de soslayo como para asegurarse de que lo estoy siguiendo y prosigue—: En mutilarte o matarte. ¡Queremos los rollos escritos!
El hombre de los músculos me rodea el cuello con su garra de oso. Mi nuez sube y baja raspando su dedo índice. A pesar de que no me está apretando, me entran ganas de vomitar y me falta el aire.
Si esto fuera una película, habría cogido impulso y saltado por la ventana, atravesando el cristal. La gente hace lo que sea con tal de evitar el peligro de muerte. Pero yo siempre he sido un gallina, nunca me he llevado bien con las alturas y en cuanto a los cristales rotos… Hay algo en eso de cortarse hasta sangrar y fracturarse brazos y piernas que me cuesta aceptar.
No tengo la intención de sacrificar mi vida por los rollos de Thingvellir, pero, justo en el momento en que estoy a punto de revelar que los rollos se encuentran en la cámara acorazada del Instituto Árni Magnússon, mi mirada recae en la calle.
Un coche de policía se detiene ante el hotel.
Algo en mis ojos debe de haber expresado un rayo de esperanza. El árabe grande se vuelve y mira por la ventana. Sus manos sueltan mi cuello. Trago aire a borbotones. Su compañero se acerca a la ventana. El pequeño dice algo que suena como mokahabarat y el grande responde: «Shorta».
Abajo, en la calle, dos agentes se bajan del coche de patrulla. Parecen tener todo el tiempo del mundo.
Los árabes me miran como dos hienas despojadas de su cadáver.
Yo gimo.
Con raudos movimientos amarran mis muñecas a la cabecera de la cama y me sellan la boca con cinta adhesiva.
Luego desaparecen.
2
CUANDO los agentes por fin perciben mis quejidos medio ahogados y entran corriendo en el hotel, hace ya rato que los árabes han bajado al patio por las escaleras de emergencia y se han escabullido por alguna de las tranquilas calles de detrás del hotel.
Estoy mareado. Los policías me quitan la cinta adhesiva y me ayudan a subirme a la cama. Ni el dolor ni el miedo que siento se corresponden con algo tan ridículamente banal como que te rompan un meñique, pero para mí es más que suficiente.
La policía pide refuerzos y, desde la cama, oigo cómo los coches de policía y las ambulancias se detienen en la calle. Al poco, los agentes y los detectives pululan por el hotel. Un joven médico de turno con un frío estetoscopio escucha mi corazón, que late a toda velocidad. Coloca mi meñique lastimado en una estructura metálica que amarra con celo y me da un cabestrillo y pastillas contra el dolor. Una enfermera me acaricia la mejilla para consolarme y los detectives me interrogan. Señalo al mayor de los árabes de la fotografía MMS y sugiero que el pequeño puede ser una de las personas que aparecen más difuminadas al fondo, y ellos lo anotan en sus cuadernos de espiral con una naturalidad que haría pensar que Islandia recibe regularmente visitas de árabes violentos que se dedican a saquear el país para llevarse sus tesoros culturales y a romperles el meñique a inocentes investigadores.
Al cabo de algunas horas les he contado todo lo que sé y la ambulancia ha regresado al hospital sin mí.
Dos agentes de policía permanecen en el hotel, uno, delante de la puerta y el otro, en la recepción.
Toda la noche duermo intranquilo. El universo ha colapsado en un punto singular de dolor: mi meñique.
3
—¿BJØRN Beltø?
La mujer que espera en la puerta sostiene un sobre contra su pecho mientras su mirada inquieta se posa alternativamente sobre mí y el agente de policía.
Acabo de desayunar abajo, con escolta policial.
—Mi marido y yo somos amigos del clérigo Magnus —continúa la mujer en ese danés que suena a noruego. Luego añade—: Éramos. Formamos parte del consejo de la parroquia de Reikholt y mi marido canta en el coro. ¿Puedo entrar?
No parece especialmente peligrosa, a pesar de lo cual el policía la mira de los pies a la cabeza con su mirada de rayos X.
—Mi marido me está esperando en el coche —dice una vez la han dejado pasar en cuanto cierro la puerta.
No parece acostumbrada a estar en la habitación de hotel de un hombre desconocido, porque se queda de pie en medio de la habitación, con el sobre pegado al pecho.
—El día que murió el clérigo Magnus…
—¿Sí?
—Pasó a vernos esa misma mañana. Dijo que si le pasaba algo, debíamos entregarte esto. —Me tiende un sobre que está sellado con varias capas de celo—. No debíamos acudir a la policía, sino asegurarnos de que lo recibieras tú.
—Gracias.
—Hemos estado intentando contactar contigo.
—Lo siento. He estado ocupado.
—Lo hemos oído en la radio. ¿Habéis encontrado una gruta en Thingvellir?
Ladea la cabeza como si esperara que le diera una explicación.
—Muchas gracias. El clérigo Magnus les estaría muy agradecido.
Como permanezco en silencio, ella se estremece y repite que su marido la está esperando en el coche. Vuelvo a darle las gracias y se va.
4
ABRO el sobre de un tirón y saco la hoja de papel.
«Perdóname, clérigo Magnus, pero no lo puedo evitar»: me echo a reír. Fue él mismo, hasta el momento de su muerte.
El texto tiene tres líneas.
Escritas en runas.
A primera vista el texto parece completamente incomprensible. Ciertamente sé leer runas, pero tras mirarlo por segunda y tercera vez el texto sigue sin tener sentido.
En la parte alta de la hoja pone:
G88C3
Debajo ha escrito el siguiente texto:
Me quedo largo rato mirando el texto, intentando encontrarle algún sentido, pero incluso cuando procedo deletreándolo carácter por carácter, me resulta ilegible.
El mensaje rúnico está cifrado.
Debía de temerse que iba a pasar algo. El miedo a lo que pudieran hacer le empujó a depositar el mensaje en casa de unos amigos en los que podía confiar. La constatación me produce escalofríos. El clérigo Magnus entendió que su vida corría peligro.
¿Qué es lo que sabía y nunca reveló?
Al leer el texto, intuyo un patrón que no acaba de alcanzar la superficie. Tiene que haber corrido los caracteres conforme al método César, pero ¿cuántos puestos? Y ¿en qué dirección?
Desde la habitación del hotel llamo a mi pequeño genio de los códigos y le dicto el texto rúnico.
—G88C3 —murmura Terje Lønn Erichsen—. Tiene que ser la clave del código.
Una ráfaga de reconocimiento me traspasa.
—¡G88! La denominación oficial de la piedra de Kylver —exclamo. Hallaron la piedra de Kylver en una tumba junto a la granja Kylver, en Gotland, en 1903; una losa de piedra calcárea que contenía el futhark antiguo, la serie temprana de las runas. Transcribimos el valor fonético de las runas y sacamos el siguiente texto incomprensible:
iii.ndgëo.hêd
rëtwpgdt: uëp dêb
sgëëiêwu: dëp oëutpëhgs
—Nos estamos acercando —dice Terje—. No se trata de un código especialmente avanzado. C-3. ¿Puede ser tan fácil como un César 3?
Puede… Utilizando la regla César 3, llegamos al siguiente texto:
www.gmail.com
Username: din mor (tu madre)
Password: min lidenskap (mi pasión)
—Voilà! —dice Terje—. Una cuenta de correo electrónico.
Magnus, qué astuto…
Le agradezco a Terje la ayuda, entro en Internet, abro Gmail en mi ordenador portátil y escribo el nombre de mi madre y la pasión de Magnus, que no era Snorre, que sería muy fácil de adivinar, sino el foie gras, que para la ocasión ha de escribirse en una palabra para parecer una clave de acceso.
En el buzón de entrada me espera un único correo. ¡Y en la sección de asunto pone Para Bjørn! El texto es corto:
Shit happens.
¡Suerte, Bjørn! Estoy contigo.
No me juzgues con demasiada dureza.
Tu amigo, Magnus.
Abro el archivo adjunto.
Durante unos segundos el tiempo queda suspendido. El clérigo Magnus me ha enviado una versión escaneada y digitalizada del códice de Snorre.
5
PERMANEZCO algunos días más en Islandia.
Dos agentes de uniforme me acompañan a todas partes y, con su mera presencia, me impiden hacer todo lo que en realidad debería hacer.
Thrainn y yo somos entrevistados por los periódicos y los canales de televisión sobre el hallazgo de la gruta y el cofre de plata con los manuscritos a los que todos se refieren como los rollos de Thingvellir. Los nombres no son casuales. En 1947, un pastor encontró en Qumrán, junto al mar Muerto, unos rollos de papiro en una gruta del desierto. Durante los siguientes diez años, los pastores, los beduinos y los arqueólogos encontraron nada menos que ochocientos cincuenta rollos con textos bíblicos judíos antiguos. Los manuscritos pasaron a la historia como los Rollos del mar Muerto.
He reenviado a Thrainn una copia electrónica del códice de Snorre. Por si acaso, le ruego que no comente que tenemos una copia. Ni siquiera con la policía. Nunca se sabe.
Los rollos de Thingvellir están seguros en la contundente cámara acorazada del sótano del instituto. Ni con dinamita, Semtex o un soplete de corte conseguirían los árabes romper la puerta de acero.
Thrainn recluta a tres especialistas —dos lingüistas y un historiador— para traducir el texto.
Por mi parte decido volver a Noruega. La policía no presenta objeciones: les da igual. Me llevan al aeropuerto a primerísima hora de la mañana y velan porque embarque sin problemas.
No les veo agitando la mano en señal de despedida cuando despega el avión, pero me imagino que lo hacen y que luego suspiran aliviados de haberse librado de mí.