THINGVELLIR
1
NEGRA como el carbón se alza hacia el cielo la pared vertical de lava. Las montañas dibujan siluetas puntiagudas sobre las nubes que llegan del Oeste. En las laderas de las montañas soplan las columnas de vapor subterráneo. Bloques de roca conforman accidentados monolitos de lava. La niebla helada arropa la laguna y los humedales con una manta de plata. Justo debajo de la enorme falla hay una pequeña iglesia de madera y un grupo de casas que parecen apiñarse para conservar el calor. Los continentes Norteamericano y europeo tiran de ambos extremos de Islandia y, en Thingvellir, la isla se ha desgarrado.
—Bien —dice Thrainn con una sonrisa condescendiente—, ¿dónde está tu cámara del tesoro?
Escudriño con desánimo la falla de varios kilómetros de ancho. Todo el que visita Thingvellir queda embrujado por el mágico ambiente del lugar. Dos paredes de roca cortan en línea recta el paisaje donde se fundó, bajo cielo abierto, el parlamento más antiguo del mundo, Alltinget, en el año 930. Desde aquí oteaban los lovsigemennene —quienes pronunciaban las leyes en el parlamento— el terreno de desnudas formaciones de lava, arbustos y árboles maltratados por el viento. Sobre los matojos de hierba que crecen entre el río y los riachuelos, alzaban sus tiendas de campaña cuando el parlamento se reunía.
Le echamos un vistazo a mi traducción del texto de Snorre escrita a mano:
El número de la bestia
muestra el camino
a lo largo de la pared de peñascos
desde Lögberg hacia Skjaldbreiður.
Thrainn señala con la cabeza una plataforma de madera de construcción reciente situada junto a un bloque de roca.
—Lögberg. La piedra de la ley. Desde ahí se leían en alto las leyes y todos los hombres libres podían defender sus causas. Ahí se subían los gigantes de los libros de historia. Desde aquí gobernaban los lovseiemenn como Snorre, que eran quienes se sabían las leyes, junto con los hombres del parlamento.
Thrainn se protege del sol con la mano y otea de un lado a otro.
—Si buscamos con el suficiente cuidado —dice—, ¿tal vez encontremos una gran X roja?
Y luego se vuelve y se echa a reír.
Thrainn ha reunido a un grupo de estudiantes de arqueología que, seducidos por todo el secretismo, el compromiso de silencio y las perspectivas de tomar parte en un evento tendencialmente histórico, nos ha acompañado para ayudarnos en la búsqueda. Con las palas y las palancas al hombro, marchamos por el sendero a lo largo de la pared de roca de lava negra. Podríamos recordar a los siete enanos, pero somos más de siete y ninguno es enano. El sol brilla a través de las nubes. Apenas hay turistas a estas horas tempranas de la mañana, pero un grupo de americanos nos dirige miradas de indiferencia: deben de pensar que somos algún tipo de equipo de mantenimiento que el ayuntamiento ha formado reuniendo a carteristas condenados a prestar servicios sociales.
Thrainn aparca a los estudiantes en el lugar donde se cruzan los senderos. Avanzamos juntos hacia Lögberg, la piedra de la ley.
—¡Skjaldbreiður! —dice Thrainn señalando una montaña a lo lejos. Luego murmura pensativo—: Lögberg… Skjaldbreiður… «El número de la bestia» (666) en el Apocalipsis. ¿No es esto un poco… evidente?
—Para nosotros, pero Snorre lo escribió en un tiempo en el que muy pocos sabían leer. Y aún menos descifrar códigos. Y para reconocer un concepto como el número de la bestia, había que ser letrado.
—Aun así, dices que Snorre dejó unas indicaciones codificadas…
—… Destinadas a otros letrados que conocían la clave para descifrarlos. Hombres que compartían el aparato conceptual de Snorre. Sabían cómo había de leerse y entenderse un texto codificado. «El número de la bestia» es una referencia sencilla para nosotros, pero dudo que el Apocalipsis fuera una lectura habitual para la gente del siglo XIII.
Empezamos a contar los 666 pasos desde Lögberg acompañados de los estudiantes de segundo ciclo. Vamos uno tras otro, avanzando en fila como los patitos. Pasamos por encima de rocas de lava y matojos de hierba. En lo alto, sobre nuestras cabezas, una bandada de pájaros vuela en círculo. Las capas de nubes rascan las cumbres volcánicas.
Al cabo de 400 pasos nos detenemos. Estoy desanimado.
—¡Si aquí hubiera habido una gruta, la habrían descubierto hace mucho tiempo!
—Eso depende de lo oculta que esté. Cuando Howard Carter descubrió la tumba de Tut Ankh Amón en el Valle de los Reyes, los arqueólogos llevaban décadas buscándola sin éxito.
Tras otros 200 pasos, un peñasco de lava irregular nos obliga a tomar una decisión: debemos avanzar hacia la izquierda o hacia la derecha. Seguimos la pared de roca.
Al cabo de otros 66 pasos hemos llegado.
Y aquí no hay nada.
2
EL PEÑASCO se eleva unos quince metros sobre nuestras cabezas. Bajo la pared de lava hay rocas y un cúmulo de piedras cubiertas por manchas de musgo y alguna que otra planta testaruda.
Leo una vez más las instrucciones. «El número de la bestia», 666, muestra el camino a lo largo de la pared de peñascos desde Lögberg, la piedra de la ley, hasta Skjaldbreiður. Thrainn y yo nos miramos con desánimo.
—De gruta nada —constato y le pego una patada a una piedra volcánica.
—Quizá Snorre usó una gruta natural de la pared de la montaña y luego la ocultó —dice Thrainn—, al modo como se cubrían las entradas de las tumbas de los faraones después del entierro.
—¿Crees que los que conocen el lugar se sorprenderían si encontraran una gruta natural?
—¿Los que conocen el lugar? Echa un vistazo a tu alrededor. ¿Te puedes imaginar un lugar más deshabitado y apartado? En tiempos de Snorre debía de estar aún más desierto. Una vez al año, los islandeses más poderosos peregrinaban hasta Thingvellir, y si una gruta hubiera quedado cubierta por una avalancha de piedras, apenas se habrían encogido de hombros.
—¿Y no se corre un gran riesgo al esconder algo aquí?
—Al contrario. Thingvellir era un lugar casi mágico, sagrado. Para Snorre tiene que haber sido una elección evidente.
Contemplamos el muro de piedra a los pies de la pared de lava.
—¿Podría la entrada de la gruta haber estado oculta en una grieta de la montaña bajo el nivel del suelo? —pregunta Thrainn.
—¿Y que luego la cubrieran con piedras?
Volvemos a mirar el cúmulo de piedras.
3
CON AYUDA de los estudiantes, empezamos a apartar la lava.
Una de las primeras cosas que aprendemos en los estudios de arqueología es a tener paciencia. La arqueología es una profesión para los pacientes, los meticulosos y los lentos. La disciplina, al fin y al cabo, consiste en unos pocos puntos álgidos y grandes cantidades de piedra, barro y complicados impresos para el registro y la catalogación. Sólo una vez cada siglo alguien descubre su Tut Ankh Amón o su Troya.
Al cabo de algo más de una hora hemos descendido un metro entre las piedras. Nada. Las piedras golpean el suelo a nuestras espaldas y ruedan hasta encontrar su sitio en un majano o un ventisquero. No tardamos en tener que formar una cadena para irnos pasando las piedras.
Cuando hemos apartado varias toneladas de roca volcánica, una de las estudiantes, una chica joven en la que no he reparado, da el grito de alarma. El trabajo se detiene. Acudo corriendo y piedrecillas y grava salen disparadas bajo mis pies.
En la pared descubierta alguien ha tallado un nicho rectangular de diez centímetros de profundidad. Aparto con un cepillo la tierra y el musgo. Un suspiro recorre el grupo de estudiantes.
Tres símbolos están tallados en la montaña.
Ankh, ty y cruz.
4
NOS LLEVAMOS a los estudiantes de vuelta al aparcamiento y les hacemos creer que el trabajo seguirá al día siguiente. Protestan, quieren descubrir la gruta. Ahora. Quieren saber qué hemos encontrado. Ahora, no mañana. Los entiendo, pero no los necesitamos. Su presencia y su curiosidad complicarían y atrasarían el trabajo. Thrainn les dice que tenemos que emplear el resto del día en hacer mediciones y preparar la excavación. Con todo el peso de su cargo de catedrático, resulta convincente y autoritario. Decepcionados y reticentes, los estudiantes se vuelven a Reikiavik. Thrainn y yo nos quedamos esperando hasta que el último de los minibuses desaparece en el horizonte. Luego regresamos correteando y continuamos apartando piedras.
Nos lleva un par de horas despejar la entrada de la gruta y, al cabo de otra hora y media, conseguimos apartar piedras suficientes como para caber por la apertura.
Thrainn asegura una cuerda de nailon a un peñasco y yo suelto la cuerda dentro de la gruta. Con las manos firmemente agarradas a la cuerda me introduzco a través de la grieta y me descuelgo. Poso los pies sobre el irregular suelo de la cueva.
No es especialmente grande y, a través de la grieta, el sol me alcanza como un susurro de luz.
Thrainn se descuelga más rápido que yo y lo recojo con ambas manos.
Nos encontramos en una oquedad natural de la montaña de lava. La gruta tiene cuatro o cinco metros de profundidad y dos o tres metros de anchura. Encendemos las linternas que llevamos en la cabeza. Los haces de luz acarician las paredes. Thrainn me da un empujón. En la pared del Oeste hay una construcción que se asemeja a un altar de bloques de lava meticulosamente labrados. Como el altar está construido con los mismos materiales que el entorno, casi desaparece en la pared de la montaña. Sobre la alargada construcción de lava, descansa una pesada losa pulida.
Nos situamos a ambos lados de la losa y la apartamos. En la cavidad bajo la losa hay un cofre negro como el carbón.
Colocamos el cofre atravesado sobre el canto del altar hueco y restriego la superficie con la yema del dedo.
—¿Polvo? ¿Hollín? ¿Lava? —pregunta Thrainn.
—Nada de eso. —Restriego con más fuerza. Mi suposición es correcta. La superficie está picada—. El cofre —digo—, es de plata.
5
ENVOLVEMOS el cofre de plata en una lona y nos lo llevamos al aparcamiento. Lo amarramos con cuerdas en la parte de atrás del Toyota Landcruiser de Thrainn.
Estamos tan emocionados que no intercambiamos palabra.
Thrainn toma la carretera general hacia Reikiavik. Es completamente recta. No se ve ni un coche y nosotros avanzamos a más de ciento treinta kilómetros por hora por el paisaje lunar. La laguna de Thingvalla relumbra a nuestra izquierda y el horizonte está picoteado por la fila de cumbres volcánicas.
El Blazer-Chevy está cruzado en medio de la carretera, detrás del siguiente montículo.
Dos hombres esperan, cada uno a un lado del coche, tapándose la entrepierna con la mano; es una postura extraña, como si estuvieran posando para el cartel de una película. La intensa luz del sol me impide distinguir si llevan pistolas.
Thrainn reacciona inmediatamente.
—¡Agárrate!
Sin vacilar ni un momento, da un golpe de volante y lleva el Landcruiser fuera de la carretera. Yo pego un grito. Thrainn aprieta los dientes y mantiene la mirada fija en el horizonte. Es como si un héroe de películas de acción hubiera estado dormitando en él y de pronto se hubiera despertado felizmente, como si fuera un soldado de los comandos especiales que durante los últimos quince años ha simulado estudiar manuscritos islandeses como eslabón de una cadena de coartadas.
Entre una nube de polvo y arena, aceleramos para alejarnos del Blazer y la carretera. Las ruedas retumban contra el terreno irregular.
A través de la nube de polvo que dejamos a nuestras espaldas, vislumbro los faros del Blazer.
Thrainn va esquivando las piedras.
—Vamos por un antiguo camino de carretas entre Reikiavik y Thingvellir —grita.
A pesar de la ventaja de ir delante, con el frente despejado, el Blazer nos está alcanzando.
—¡Llama al 112! —grita Thrainn.
Saco a tientas el móvil y tenemos la suerte de que hay cobertura. Cuando el operador por fin entiende que hablo inglés, y no algún oscuro dilecto islandés, y que nos están persiguiendo unos hombres armados, envía un coche de patrulla en nuestra busca. Aunque aquí en el páramo andan mal de direcciones postales.
El Blazer, que está ya a pocos metros de distancia, gira de pronto a la derecha: planean interceptarnos.
Descubro el peñasco antes que el conductor del Blazer. No alcanza a frenar ni a esquivarlo. Con un estruendo metálico, el Blazer se estampa contra la roca.
Y se queda quieto.
Nosotros seguimos por el camino de carros durante algunos kilómetros hasta incorporarnos a un camino asfaltado que nos conduce de vuelta a la carretera.
Cuando estamos acercándonos a la universidad nos llama la policía para preguntarnos dónde estamos.
Que no nos hayan encontrado a nosotros es comprensible.
Que tampoco hayan encontrado el Blazer resulta misterioso.
6
TOMAMOS prestado un laboratorio libre en el Instituto Árni Magnússon. Un conservador del museo, amigo de Thrainn, nos ayuda a abrir el cofre.
Envuelta en algodón y cubierta con lienzo, hay una caja de madera dura. Seis gruesos rollos de pergamino, atados con cordones de cuero, están protegidos por varias capas de suaves telas.
Con infinita delicadeza abrimos el primer rollo de pergamino. Es asombroso lo bien conservado que está. Las pieles están cubiertas por dos columnas de pequeños caracteres simétricos. Intento leerlos, pero los signos son incomprensibles, aunque vagamente reconocibles. Thrainn recorre con la mirada las páginas compactamente escritas. Cada una de las dos columnas está escrita en un idioma diferente. La columna de la izquierda parece escrita en copto, la lengua que se hablaba y escribía en Egipto en el período comprendido entre el año 200 y el siglo XII. La lengua de la columna de la derecha puede recordar al hebreo.
Thrainn palpa uno de los pergaminos con las yemas de los dedos, lo huele y estudia los caracteres.
—Yo diría que la piel tiene mil años de antigüedad, siglo arriba siglo abajo.
Vuelve a enrollar el documento y lo coloca de nuevo en la caja. Bajamos el cofre por las escaleras de caracol que conducen al sótano, donde se almacenan los manuscritos más antiguos y valiosos, en una cámara acorazada a temperatura y humedad constante. Tras una gruesa puerta de acero, se halla reunida la historia escrita de los países nórdicos, colocada en estanterías de varios metros de altura, bellamente envueltos en papel y colocados en cajas de cartón chatas.
En la sólida cámara acorazada del Instituto Árni Magnússon, escondemos el cofre con los pergaminos de Thingvellir.
7
ACABA siendo un día largo. La policía. Los periodistas. Los investigadores. Todos quieren escuchar la historia una y otra vez.
Cuando voy montado en el taxi de regreso al Hotel Leifur Eiríksson, me llama el comisario de Borgarnes.
Acaban de ser informados de que han entrado por la fuerza en el apartamento para investigadores de la Casa de Snorre. Probablemente entraran ayer, justo después de que me mudara a la ciudad. Añade:
—He hablado con la policía de Reikiavik. Teniendo en cuenta todo lo que ha sucedido, esta noche enviaremos un coche patrulla a tu hotel. Para quedarnos tranquilos.
El taxi se detiene ante el hotel. Pago. Pienso que ese: «Para quedarnos tranquilos» tiene una resonancia inquietante.