EL DISPARO
1
LA ALARMA aúlla dolorosamente.
—¡Rápido! —grita Beatriz. Abre la puerta y nos empuja al Conservador y a mí hacia el interior del mausoleo.
La resonancia de la sirena reverbera entre las paredes, el suelo y la elevada bóveda del techo. La resonancia choca consigo misma en oleadas disonantes totalmente carentes de ritmo.
Las llamas vacilantes de las velas generan una penumbra de luces, sombras y colores difusos contra las blancas columnas de mármol.
—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Rápido!
Corriendo —cojeando—, cruzamos las relumbrantes baldosas del suelo del mausoleo y subimos los cinco peldaños del podio.
Como si los tres estuviéramos pensando lo mismo, nos detenemos respetuosamente ante la momia.
Moisés… El príncipe heredero Thutmosis… El príncipe rebelde…
El cuerpo envuelto en lino parece tan frágil… Los brazos en cruz descansan sobre el pecho hundido. La idea de moverlo me parece una profanación, como si fuéramos a perturbar su profundo sueño milenario…
Beatriz cierra la tapa del ataúd. Entre ella y el Conservador aseguran los cerrojos deslizantes.
—¡Daos prisa! —grita a través del bramido de la sirena de la alarma.
Agarramos las asas de oro —Beatriz y el Conservador delante, y yo detrás—, y sacamos el ataúd del sarcófago.
Tenía miedo de que fuera muy pesado, pero casi no pesa.
2
PROCURANDO mantener el ataúd lo más horizontal posible, bajamos del podio y atravesamos la habitación. El eco de nuestros pasos desaparece en el escándalo de la sirena. El Conservador me mantiene abierta la puerta que da a la sala trasera y cuando la suelta se cierra de un portazo a nuestras espaldas.
Me pitan los oídos. La sirena aúlla con una frecuencia ajustada para atacar al oído y a la cordura.
Nos afanamos por conseguir mantener el ataúd lo más horizontal posible cuando bajamos las empinadas escaleras. Beatriz y el Conservador sostienen el ataúd por encima de sus cabezas mientras yo avanzo agachado manteniendo el fondo a pocos centímetros de los escalones, con la muleta a rastras, repiqueteando por cada peldaño.
En todo momento estoy preparado para que nos topemos con un guarda, o aún peor: con Hassan y Esteban.
Dentro de la esclusa de seguridad, la sirena no supone más que una distante irritación del oído. Beatriz pasa el iris por el escáner y aguarda a la luz verde.
Nada.
—¿Nos pueden encerrar aquí en la esclusa? —pregunto.
—Por supuesto —dice Beatriz—. Todo el sistema se controla desde la central de los guardas.
—Siempre tarda un poco —dice el Conservador.
Un poco…
En ese momento, por fin se enciende la bombilla. Beatriz introduce el código, escuchamos el zumbido de los motores eléctricos que abren los pernos del cerrojo y salimos al pasillo del sótano.
Con el ataúd a cuestas nos apresuramos a bajar por el pasillo. Uno de los tubos de neón ha empezado a parpadear y nuestros zapatos retumban contra el suelo. Noto el pulso en el oído.
En el momento en que el Conservador posa la mano sobre el pomo y abre la puerta del garaje, me imagino un escuadrón listo para disparar, pero el garaje está vacío y huele levemente a diésel y aceite de motores. Bajo el techo, resuena una anticuada campana de alarma, como la que anunciaba el recreo en el colegio cuando yo era pequeño.
Llevamos el ataúd a la furgoneta con el logo de Coca-Cola y Beatriz abre la puerta trasera.
3
HASSAN nos aguarda en uno de los asientos abatibles de la parte trasera de la furgoneta.
Su rostro carece de expresión: recuerda al director de una filial de un banco en alguna ciudad de provincias extranjera, alejada de toda gran vía de comunicación. Uno de esos directores que, con formalidad y remitiéndose a una normativa sobre la necesidad de formularios sellados y firmados por las autoridades financieras de ambos países, se niega a darte permiso para hacer la transferencia de ese dinero que necesitas tan desesperadamente.
Incluso en la penumbra del coche su brillante calva relumbra. El bigote es tupido y está recién cortado. Lleva puesta una camisa blanca, una corbata azul y un traje gris azulado recién planchado.
El Conservador, Beatriz y yo nos quedamos paralizados sin decir ni una palabra. Miramos fijamente a Hassan y esperamos todo aquello que sabemos que va a llegar. Aprieto la mano en torno al asa de oro del ataúd.
No está armado. Es tan gigantesco que no necesita pensar en bagatelas como las armas de fuego. Está acostumbrado a que las cosas salgan como él quiere. Hay algo en su tamaño que le hace parecer completamente invencible e invulnerable.
Pero no lo es.
4
AL PRINCIPIO no entiendo de dónde sale el disparo. El estallido es agudo y fuerte y provoca un vasto eco entre las paredes de hormigón. Beatriz y yo pegamos un respingo.
El rostro de Hassan adquiere una expresión boquiabierta y retorcida y, sobre su camisa blanca y la chaqueta gris azulada, va apareciendo una rosa roja cada vez más grande.
Gorgotea; una espuma rojiza asoma por la comisura de sus labios.
Cae al suelo de la furgoneta con un pesado golpe, y el asiento abatible golpea la pared.
El Conservador saca la mano del bolsillo y sostiene la pistola que le había dado Beatriz. Sale humo de un agujero chamuscado de su chaqueta.
—He tenido que hacerlo —dice.
Dejamos el ataúd sobre el suelo del garaje e intentamos sacar a Hassan de la furgoneta, pero pesa demasiado. A pesar de que los tres intentamos empujarlo y tirar de él, no se mueve un ápice.
—¡No tenemos tiempo para esto! —dice Beatriz.
Así que lo dejamos ahí tirado.
—No tenía elección —dice el Conservador. Luego añade con más insistencia—: ¿Verdad? No tenía elección.
—No tenías elección —le aseguramos Beatriz y yo a coro.
Metemos el ataúd en el coche y lo colocamos dentro de la caja de madera, antes de rodearlo de serrín y plástico de burbujas.
Miro a todas partes, menos en dirección a Hassan, pero es tan grande que resulta difícil evitarlo.
—No tenía elección —murmura el Conservador.