LA CÁMARA ACORAZADA

1

CUANDO Beatriz nos da la orden, nos colamos corriendo en la biblioteca. En realidad son Beatriz y el Conservador quienes corren, yo les sigo como puedo con las muletas, me tropiezo con una alfombra y me golpeo contra el marco de la puerta con el hombro, de modo que las muletas resuenan contra la madera. Jadeo de dolor. Beatriz se da la vuelta, gesticula y arquea las cejas.

—Por ahora nadie sabe que os he sacado del sótano —dice con la voz baja y severa—. En el momento en que nos descubran, estamos acabados. Si nos cogen, no escaparemos nunca.

—¡Entendido!

En el ángulo muerto bajo la cámara del techo, entre dos jarrones de porcelana, nos pegamos a la pared.

En el momento en que se apaga la bombilla de la cámara, continuamos a lo largo de las estanterías hasta el siguiente ángulo muerto. Beatriz tiene que correr hasta el escáner de iris y el panel de los códigos en dos rondas para conseguir abrir la puerta de La Biblioteca Sagrada.

No oigo alarmas ni pasos que corran, pero el corazón me late con tanta fuerza que creo que resuena hasta en Cayo Hueso.

Cerramos la puerta de La Biblioteca Sagrada y nos pegamos a la pared bajo la cámara de vigilancia. Cuando la bombilla se oscurece, Beatriz y el Conservador echan a correr por la biblioteca.

Nos metemos por un pasillo que conduce a la puerta de acero de una cámara acorazada. Afortunadamente aquí no hay cámaras.

Beatriz posa el ojo contra el escáner de iris, aguarda a la luz verde e introduce el código de seis dígitos. Por cada vez que pulsa una tecla, suena un pitido electrónico. El cerrojo de la puerta silba.

Cuando Beatriz abre la pesada puerta de acero, se enciende una luz pálida en el interior.

—Ahora descubriremos si Esteban se ha dado cuenta de lo que he estado haciendo —dice.

Entro cojeando en la cámara.

La habitación es blanca y me recuerda a una sala de cirugía. Todo está esterilizado y fresco. En un rincón hay un aparato de aire acondicionado y, en medio de la habitación, una mesa de acero con gruesas planchas de cristal.

Beatriz se acerca a la mesa y yo la sigo a la pata coja. Los tapones de goma de las muletas golpean contra el suelo de baldosas.

Debajo de las planchas de cristal de varios centímetros de grueso, rodeados de fino instrumental que regula la temperatura y la humedad del aire, hay seis rollos de papiro.

En cuatro lugares, el papiro se ha descompuesto en pedacitos.

—Esto —dice Beatriz—, son los libros de Moisés.

Respetuosamente me inclino sobre la plancha de cristal y contemplo el papiro repleto de signos de escritura incomprensibles.

El Conservador hace tamborilear los dedos sobre el cristal.

—Al Vaticano le resulta más cómodo que se guarden aquí, lejos de los cotillas y los servidores desleales que podrían desvelar el secreto. Durante quinientos años, el Vaticano ha pagado muy bien a la familia Rodríguez para que cuiden estos rollos.

2

MIENTRAS el Conservador y yo nos entretenemos en la celda con Moisés, Beatriz prepara los papiros para su transporte.

Los envuelve en seda con la tensión justa. Debajo de la mesa de gruesas planchas de cristal ha escondido una caja de aluminio con seis compartimentos preparados a la medida. Con delicadeza traslada los seis rollos a los compartimentos revestidos de gomaespuma.

La caja de aluminio no pesa demasiado; el Conservador puede llevarla solo. Salimos de la cámara acorazada, cerramos la puerta y continuamos por el pasaje de los criados, libres de la mirada de las cámaras de vigilancia. Luego bajamos al sótano por una escalera trasera, donde el riesgo de encontrarse con alguien es mínimo. Beatriz camina delante iluminando el camino con la linterna; la sigue el Conservador con la caja de aluminio y, finalmente, voy yo.

De nuevo atravesamos un laberinto de estrechos pasillos del sótano. No tengo ni idea de si fue por aquí por donde caminamos antes. La red de pasillos cruzados del sótano está oscura y es imposible distinguir un pasillo de otro. Pero Beatriz se sabe el camino. Cuando abre una puerta de hierro que chirría como el decorado de una película, nos encontramos en un garaje subterráneo iluminado por potentes luces de neón.

—Esteban hizo que construyeran este garaje en los setenta —explica Beatriz—. Antes aquí había un almacén.

Abre la puerta trasera de una furgoneta roja con el logo de la Coca-Cola en los costados. Dentro hay dos sólidas cajas de madera: una grande y alargada, y otra pequeña y cuadrada. El Conservador coloca la caja de aluminio con los manuscritos en papiro dentro de la más pequeña y la llena de serrín y plástico de burbujas.

En la caja de madera alargada hay el espacio justo para el ataúd de la momia.

Apoyo una de las muletas contra la pared del garaje. Si les voy a ayudar a cargar, voy a necesitar un brazo libre.

3

DEL GARAJE salimos a otro entramado de pasillos subterráneos, esta vez bajo el ala Oeste del palacio. Cuando giramos hacia la derecha, a través de una puerta de metal color rojo, reconozco el pasillo rehabilitado que conduce al mausoleo.

La verdad es que me resulta más fácil andar con una sola muleta. Me pregunto por qué habré estado usando dos muletas hasta ahora. Los médicos de Italia no me dijeron nada sobre cuánto tiempo tenía que seguir usando muletas. El médico noruego que me cambió la escayola por un vendaje nunca mencionó las muletas. ¿Tal vez podría haberme deshecho de ellas hace tiempo? Joder, qué típico de mí.

Nos detenemos ante la puerta de la esclusa de seguridad del piso situado bajo el mausoleo. Ni en el pasillo ni en la esclusa hay cámaras de vigilancia. Beatriz introduce el código. Una vez dentro de la esclusa, esperamos a que la puerta se cierre; Beatriz puede entonces mirar el escáner de iris e introducir sus códigos. La puerta se abre.

Subimos por las escaleras y entramos en la habitación que hay frente al mausoleo.

—Está bien —dice Beatriz, volviéndose e inspirando profundamente—. Este es el momento clave.

—¿Qué quieres decir?

—En el mausoleo hay dos cámaras, de modo que los guardas de seguridad siempre tienen una imagen del ataúd en sus monitores. La única solución es cortar la transmisión.

—¿Te parece buena idea? Si cortamos la transmisión nos van a descubrir inmediatamente. Con un poco de suerte, es posible que no estén muy atentos a los monitores.

—Están atentos, créeme. Al cortar la conexión, ganamos unos minutos en los que pensarán que se trata de un simple fallo técnico. Uno de ellos va a tener que acudir desde la central de los guardas en el segundo piso del palacio para volver a encender las cámaras. Le llevará cuatro minutos y medio llegar hasta aquí, si se da prisa. Luego descubrirá que las cámaras han sido desactivadas manualmente y que el ataúd no está. Después de cuatro minutos y cincuenta segundos, activará la alarma general.

—¿La alarma general?

—El palacio tiene diversos niveles en el sistema de alarmas. Las alarmas locales se disparan sólo en determinadas zonas y en la central de alarmas. La alarma general es peor, porque disparan todas las sirenas de dentro y de fuera. Todas las verjas y las puertas se cierran automáticamente. Se encienden todas las luces exteriores, incluidas unas luces intermitentes rojas y naranjas a lo largo de la valla. La policía es alertada. Y, al cabo de cuatro o cinco minutos, tendrán rodeado el palacio, habrán bloqueado las principales vías de salida de Santo Domingo y habrán detenido la salida de vuelos del aeropuerto.

—En suma, tenemos tres minutos para trasladar el ataúd desde el mausoleo hasta el coche y minuto y medio para salir del parque y entrar en la ciudad —dice el Conservador—. Saldremos por la verja del Oeste, ¿no?

—Sí —dice Beatriz—. Hoy Carlos está de guardia en esa puerta.

Le hace un gesto al Conservador y este abre la tapa del panel de la alarma.

—La sirena va a hacer un ruido terrible —dice—. ¿Estás lista, Beatriz?

—Lista.

Introduce el código.

El Conservador tiene el dedo sobre el interruptor que apaga la retransmisión de las cámaras.

Beatriz cuenta hasta atrás desde el cinco.

—¡Ahora!