LAS PROMESAS

1

OÍMOS pesados pasos por el pasillo.

Ambos cogemos aire y contenemos la respiración.

Escuchamos girar la llave en el reticente cerrojo.

La puerta se abre en una explosión de luz y, tanto el Conservador como yo, quedamos cegados y tenemos que proteger nuestros ojos de los punzantes rayos de la linterna.

Cuando por fin me acostumbro a la luz, veo por primera vez la celda. No es grande. Cuatro por cinco metros o así. El Conservador está sentado en un rincón. Las paredes son de enormes bloques de granito. El suelo está hecho de losas burdamente talladas, alisadas por los pasos de los presos. El techo es abovedado.

—¡Tú!

Uno de los guardas me señala.

Cojo las muletas. El Conservador se levanta para acompañarme, pero lo empujan hacia dentro y cierran la puerta de un portazo. Escucho que aporrea la puerta con ambos nudillos, como un martilleo lejano e irreal.

Los guardas me permiten ducharme y usar el servicio. No descarto que la peste de la celda se haya adherido a mi ropa sucia y húmeda.

2

ME ESPERAN tras una mesa rococó de caoba recién pulida. Esteban lleva un traje de lujo. Beatriz, un lindo vestido de verano ajustado.

—Buenos días —dice Esteban—. ¿Has dormido bien?

No respondo.

Beatriz me mira fijamente con la mirada vacía:

—Todo va a ser mucho más fácil si nos cuentas dónde has escondido los rollos de Thingvellir. —Su voz es gélida.

Se me da bien callar.

—¿A que es deliciosa? —La punta de la lengua de Esteban asoma por su boca, sonríe de soslayo y le acaricia a Beatriz el brazo desnudo—. Una preciosidad, ¿verdad? ¡La prueba de que Dios creó a la mujer! ¡Tendrías que haberla visto de joven! Oh la, la.

Beatriz no hace el menor gesto.

—Tenemos una pregunta —dice Esteban.

—¿Y si respondo?

—Dejaremos de martirizarte.

—¿Me dejaréis ir?

—Por supuesto.

—¿Y si no respondo?

—¡Responderás! No eres idiota. Tendrás tiempo de entrar en razón —dice Beatriz.

—¿Tiempo?

—Tiempo para pensar. En el sótano. Con el Conservador.

—¿Qué piensas que debo hacer, Beatriz?

—Pienso que debes hacer lo que te dice Esteban.

—Me lo pensaré.