LA VOZ DE LA TUMBA

1

—¿A QUE fuiste tú quien encontró al clérigo Magnus?

El comisario de Borgarnes tiene aspecto de haberse criado a base de albóndigas de pescado amargas y considerables dosis de aceite de hígado de bacalao caducado. Todo en él —los ojos, el pelo, la piel, la voz— tiene un aire grisáceo y descolorido. Habla danés con acento islandés, con lo que parece más bien un noruego con un ligero problema de dicción. Ahora está sentado tras su ordenado escritorio, donde tiene la foto enmarcada de la señora comisaria, junior y un caniche que apostaría a que se llama Bonzo. Con impaciencia, hace repiquetear el bolígrafo sobre un impreso que tiene sobre la mesa.

—Sí —respondo.

—¿Nombre completo?

—Bjørn Beltø.

—¿Noruego? —Sí.

—¿Año de nacimiento?

—1968.

—¿Profesión?

—Arqueólogo. Profesor adjunto de la Universidad de Oslo.

—¿Qué estás haciendo en la Casa de Snorre?

—Estaba colaborando con el clérigo Magnus en un proyecto de investigación.

—¿Por qué estás tan seguro de que la defunción tiene su causa en un asesinato?

—Porque flotaba asesinado en la poza…

—Puede haber sufrido algún ataque.

El comisario parece reticente a aceptar que hayan quitado de en medio al comedido servidor del Señor en Reykholt. Reykholt no es gran cosa. Los pocos que viven en el pueblo son gente apacible y temerosa de Dios. Únicamente los turistas y los investigadores acuden a este recóndito lugar con su bella iglesia, el museo y las ruinas de la granja de Snorre.

—Robaron algo —digo.

Me mira inquisitivamente. Estoy pálido como un muerto, mis ojos relucen rojizos tras los cristales de las gafas. Soy miope y tengo problemas de nervios. Para el comisario estoy siendo un verdadero martirio. Me doy cuenta de que se resiste a creer que el clérigo Magnus haya sido asesinado: un asesinato es una carga demasiado grande para él.

—¿Qué robaron? —pregunta.

—Un manuscrito antiquísimo.

—¿Piensas que el clérigo Magnus fue asesinado a causa de un manuscrito?

—No era un manuscrito cualquiera. Era el Codex Snorri. El códice de Snorre.

—¿Eso qué es?

—Es una colección de pergaminos con textos de mediados del siglo XI en adelante.

Silencio.

—¿Escrito por Snorre?

Un músculo de las cejas del comisario se contrae.

—Es una larga historia.

Ante la ventana pasa planeando una gaviota que luego aterriza y se pone a buscar algo que llevarse a la boca.

—Por lo que tengo entendido, los manuscritos de Snorre se guardan en la colección de manuscritos islandeses del Instituto Árni Magnússon, en Reikiavik —dice el comisario.

—No todos. Algunos. Otros textos están en Copenhague, Uppsala, Utrecht.

—¿Y uno de ellos lo tenía el clérigo Magnus de Reykholt?

—Lo encontró hace poco más de una semana.

—¿Se declaró el hallazgo?

—Hoy. Por eso he ido esta mañana a Reikiavik, antes de encontrarlo muerto.

—¿Quién crees que ha robado el manuscrito?

—Los mismos que lo mataron.

—¿Por qué lo robaron?

—Para venderlo, supongo. Entre los coleccionistas, un manuscrito de Snorre alcanzaría un precio muy alto.

—Ya veo.

Me alegro para mis adentros de que la policía nacional esté en camino; vienen de Reikiavik. Un asesinato y un tesoro cultural desaparecido no son asuntos para el comisario de Borgarnes.

—Ese proyecto de investigación con el que estabais trabajando… —comienza tentativamente el comisario.

—El tema es bastante complicado.

—Inténtalo de todos modos.

—Trabajábamos con la teoría de que Snorre dejó huellas ocultas en sus textos.

—¿Huellas ocultas?

—Códigos. Mapas. Geometría sagrada.

—Ajá.

No tiene la menor idea de lo que estoy hablando.

—Creemos —le explico—, que Snorre sabía cómo situaban, nuestros antiguos antepasados nórdicos, los centros más importantes del país (iglesias, monasterios, granjas cruciales, fuertes), siguiendo un orden geométrico sagrado basado en la filosofía y la matemática pitagórica y neoplatónica.

Sonaba como si el filtro de la sensatez hubiera desaparecido en el recorrido entre el cerebro y la lengua.

—Nuestros antepasados usaban sus conocimientos de la ciencia antigua para todo tipo de cosas, desde la elaboración de mapas hasta la construcción de naves vikingas e iglesias.

Un velo de incredulidad ha cubierto los ojos del comisario, que ha dejado de escribir. Quizá sea lo mejor. Muchas cosas no las estoy contando. Muchas cosas no puedo contarlas, porque no las sé, porque no soy capaz de concebirlas. No digo nada sobre el código que conseguimos descifrar el clérigo Magnus y yo a última hora de ayer. Algunas cosas es mejor guardarlas para uno.

—Yo no soy arqueólogo —dice el comisario—. Ni historiador. Pero aunque pueda hacerme cargo de que para vosotros los científicos un descubrimiento así puede resultar emocionante, me cuesta comprender que alguien esté dispuesto a matar por eso.

Esta vez soy yo el que calla, porque pienso exactamente lo mismo que él.

Presto declaración durante media hora, aunque confundo más de lo que aclaro. Las preguntas del comisario son variadas; no entiende gran cosa, pero yo tampoco.

En medio del interrogatorio llega el detective de la Ríkislögreglustjórinn —ese es el tipo de nombres que tiene la policía en Islandia— y arroja una bolsa de plástico transparente sobre el escritorio del comisario. Son las gafas del clérigo Magnus. Los detectives locales del comisario no las habían descubierto en el fondo de la poza y el comisario se ofende. Salen a un despacho contiguo y, a través de la pared, escucho una conversación ofuscada. Después regresan y continúan con el interrogatorio. El detective de la capital está sentado en el alféizar de la ventana. En varias ocasiones me mira como si se preguntara si me falta algún tornillo. Al cabo de un rato me pregunta dónde estaba cuando murió el clérigo Magnus. Le digo que estaba en Reikiavik con el profesor Thrainn Sigurdsson, del Instituto Arni Magnússon.

Justo después me sacan de la habitación y me conducen a un calabozo. ¿Estaré detenido? Tardan tres cuartos de hora en venir a buscarme al calabozo. Hasta este momento el detective de Reikiavik no me ha estrechado la mano ni se ha presentado; cuando los islandeses dicen su nombre, suena como si tuvieran la boca llena de canicas.

—Teníamos que comprobar que eres quien dices ser, y necesitábamos que alguien confirmara tu historia.

—¿Creéis que he sido yo quien ha ahogado al clérigo Magnus?

Ninguno de los dos responde. Finalmente el comisario dice:

—Mi colega de la Ríkislögreglustjórinn piensa que debemos considerar la posibilidad de concederte estatus de sospechoso para que disfrutes de los derechos de los sospechosos…

Sus palabras acaban revueltas en un mar de indignación. El respetado comisario —el guardián de la ley, el pilar de la comunidad local— acaba de ser arrollado por un detective de la capital. Empiezo a sentir cierta simpatía por el comisario. El equilibro de poder ha variado: ahora el comisario está de mi parte. Dos contra uno.

El interrogatorio continúa y yo cuento aún menos de lo poco que sé. El comisario y el detective apuntan alguna que otra palabra clave con tal falta de interés que acabo asumiendo que ni la policía de Borgarnes ni la Ríkislögreglustjórinn conseguirán nunca desenredar la madeja que hemos dejado el clérigo Magnus y yo.

Así que tendré que hacerlo yo.

2

CUANDO vuelvo a Reykholt ya ha oscurecido.

La policía ha extendido sus cintas de plástico amarillo en torno a la vivienda del párroco y, al agitarlas, el viento provoca un sonido desgarrado. Me quedo de pie escuchando y luego continúo hacia la poza.

Los coches de policía se han ido. Sjúkrabíllinn —la ambulancia— se ha llevado al clérigo Magnus al Instituto Forense de Reikiavik, donde los patólogos lo cortarán en trocitos para averiguar qué le quitó la vida.

Pero los periodistas mantienen el puesto, porque intuyen que se les está ocultando algo. Un reportero de Stod 2 habla por el micrófono bajo la intensa luz de los focos de las cámaras. Los periodistas y los fotógrafos de los periódicos Morgunbladid, Frettabladid y GV deambulan por el lugar de los hechos. Por suerte no me descubren. Con impaciencia y sin rumbo, dan círculos en torno a la poza.

No dejo de imaginarme al clérigo Magnus: intento encontrarle un sentido, una explicación a su muerte. Al final regreso dando un paseo hacia la Casa de Snorre.

3

LO NOTO inmediatamente: alguien ha estado allí.

El apartamento sigue tan ordenado como lo dejé, pero tengo la mirada sensible. Sé exactamente dónde y cómo dejo las cosas; el portátil, mis notas, el calcetín derecho con un agujero en el talón.

Alguien ha estado husmeando allí, pero no han robado nada, salvo mi paz de espíritu.

Evidentemente puede haber sido la policía. Puede que en Islandia tengan derecho a registrar el apartamento del principal sospechoso sin mencionárselo a él, pero tampoco quiero descartar que hayan sido los asesinos del clérigo Magnus.

Hago una ronda para asegurarme de que estoy solo. Corro las cortinas, miro debajo de la cama y en los armarios, compruebo el móvil que está sobre la mesilla.

He recibido dos mensajes. Uno hablado y una imagen MMS. Los dos son del clérigo Magnus. El mensaje de voz se grabó a las 13.42, justo antes de su muerte.

«Hola, Bjørn, soy yo», —dice la voz desde la tumba. (Da la sensación de estar alterado y sorprendido).

«¿Los investigadores esos extranjeros? ¿Los del Instituto Schimmer? Ya están viniendo para acá desde el aparcamiento. Toda una pandilla. Te envío un MMS». —(Se ríe forzadamente).

«Tú conoces a alguna de esa gente… ¿reconoces a alguno? Es que…, bueno, no sé. Quería que lo supieras».

«¡Nos vemos!».

La fotografía no es muy clara: ha sido tomada a través de la ventana y enfoca hacia el aparcamiento. Al fondo se ve un cuatro por cuatro negro. Vislumbro cuatro figuras que ascienden en dirección a la casa. Una de ellas es una imponente montaña.

El comisario dice que a esas horas de la noche no se puede hacer nada con la información nueva: se pasará mañana por la mañana. Entre tanto pide que le reenvíe la imagen MMS.

Le pregunto si la policía ha registrado mi vivienda.

—No… ¿Deberíamos? —añade con una risilla.

4

EL SOL matutino ilumina el paisaje con una luz tan intensa que Reykholt da la impresión de estar sobreexpuesta. A lo lejos, bajo la línea de las montañas volcánicas, el vapor de los manantiales geotérmicos se eleva en el aire para luego ser dispersado por la leve brisa.

Cierro la puerta y salgo a la explanada que hay frente a la Casa de Snorre. Todo está en silencio.

En cierta ocasión, cuando visitaba la casa en la que se crio Leonardo da Vinci, me embargó la intensidad al pensar que aquellos montes de olivos y aquellas vides eran los mismos que había contemplado Leonardo. Eso mismo me pasa aquí en Reykholt. Estas mismas cumbres recortaban el horizonte cuando Snorre se mudó aquí a los veinte años. Ya entonces era un poderoso patriarca.

Un coche de policía entra en el aparcamiento haciendo crujir los neumáticos sobre la gravilla. El comisario ha decidido recorrer el largo camino que separa Borgarnes de Reykholt para confiscarme el móvil y echar un vistazo al lugar del crimen, aunque probablemente también desea comprobar que el sospechoso albino Bjørn no haya recogido todas sus pistolas Micro UZI SMG y sus dagas árabes, y haya desaparecido al abrigo de la noche. O tal vez sea yo un paranoico. En todo caso viene hacia mí con el brazo tendido y una mueca en la cara que bien puede interpretarse como una sonrisa. Nos contemplamos mutuamente en la fuerte luz de la mañana. Está recién afeitado, tiene la piel de las mejillas roja e irritada. Me pide permiso para llevarse prestado mi teléfono móvil: quiere analizar el mensaje de voz y la fotografía y ponerlos a buen recaudo.

Pregunta quiénes son los investigadores y le digo que no lo sé.

—¡Los encontraremos!… Al volver ayer de Reikiavik, ¿reparaste en si te cruzaste con algún coche especial?

El viaje en coche de Reikiavik a Reykholt lleva media hora y atraviesa parajes que pueden hacerte pensar que estás en Marte. Además, uno de cada dos islandeses conduce un cuatro por cuatro. ¿Cómo podría recordar ese coche en especial?

—Tenemos el testimonio de un testigo que coincide con la fotografía —me explica—. Un Blazer negro fue observado ayer alejándose de aquí a gran velocidad… —Comprueba su bloc de notas—. A las catorce horas. Una empresa de alquiler de coches les alquiló un Blazer a unos extranjeros. Tenemos allí a dos hombres a la espera de que lo devuelvan.

—¿Extranjeros?

—Árabes. De los Emiratos, según sus pasaportes. —Pausa breve—. ¿Se te ocurre alguna razón por la que el clérigo Magnus pudiera estar vinculado con unos árabes?

Una mentira puede ser cosas muy diversas: retorcer la verdad o retener información. Digo que no se me ocurre ninguna relación entre el clérigo Magnus y alguien de los Emiratos.

Pero un incipiente miedo ha empezado a estremecerme por dentro… Servidores desleales del Instituto Schimmer, coleccionistas, millonarios excéntricos que harían lo que fuera por hacerse con una perlita histórica. No le digo nada de esto al comisario, no lo entendería, apenas lo entiendo yo mismo.

Cuando el comisario se va, llamo a un contacto en el Instituto Schimmer, le explico lo que ha pasado y pregunto a quién han enviado. Afirma que no han mandado a nadie.

—Para investigar un hallazgo tan excepcional —dice—, hubiéramos enviado al profesor Osman, al profesor Rohl, al profesor Dunhill, al profesor Silbermann, al profesor Finkelstein, al profesor Phillips y, sin duda, al profesor Friedman. Pero lo más probable es que hubiéramos intentado convencer al clérigo Magnus para que trajera el códice al instituto.

5

A MEDIODÍA retorno a Reikiavik. El camino pasa serpenteando por delante de granjas abandonadas, cercados para ovejas e instalaciones para la explotación del vapor térmico. Las montañas volcánicas parecen estar a punto de hacer erupción. Aquí y allá, el camino traza curiosas curvas de elfo. Los trabajadores en Islandia profesan un enorme respeto hacia los invisibles elfos subterráneos, (huldufolket), que viven dentro de los cúmulos de piedras en el campo. Cuando un ingeniero islandés traza una carretera recta como una regla y esta resulta atravesar alguna piedra que incontestablemente alberga una familia de elfos, los trabajadores evitan la catástrofe desviando en un arco la carretera que por lo demás es completamente recta.

Constantemente descubro coches misteriosos en el retrovisor. Blazers negros. Pero no puedo descartar que se trate de algún islandés que se esté dando una vuelta o que los malditos elfos me estén jugando una mala pasada.

El Blazer negro del retrovisor me adelanta, y es un Volkswagen Tuareg azul marino.

Todo el mundo tiene sus demonios.

Yo no tengo nombre para los míos, pero los conozco, del mismo modo que tú debes de conocer los tuyos. Dormitan en algún lugar de tu interior, entre las tripas, el hígado, los riñones y todos los intestinos que te mantienen en funcionamiento y, de pronto, una noche, asoman sus feas fachadas.

Nunca he tenido problemas de alcoholismo, pero he tomado antidepresivos como si fueran caramelos. Píldoras de la felicidad, las llaman, pero no te hacen feliz: se limitan a limar las espinas de la angustia. No me entiendas mal. No estoy loco, pero a veces mis nervios se hacen un nudo. Tener problemas de angustia no es distinto a tener diabetes o gota, pero la gente te mira de otro modo. Dan un paso atrás. «¿Ah, sí? ¿Conque nervios?». Sonríen compasivamente y con aprensión, como si tuvieras un hacha escondida en la manga y la cabeza llena de malvadas voces chillonas.

He estado ingresado un par de veces. Fue lo mejor. Yo no lo llamo departamento psiquiátrico, suena demasiado frío. Tampoco lo llamo loquero, ni manicomio. Yo digo clínica para los nervios, mi propio nido del cucú.

Allí maduramos, controlados y bajo observación, dentro de nuestras campanas de angustia encerrada.

Porque esto también soy yo.

A veces soy un amargado demonio, lo sé. Tengo problemas para subordinarme. Supongo que por eso no he llegado a catedrático. Las autoridades y las reglas me provocan. Las demás personas me provocan. La existencia me provoca.

No debe de ser del todo fácil tratar conmigo.

Tengo un hermanastro al que rara vez veo y un padrastro al que me esfuerzo por evitar. Es mi jefe en el instituto en Oslo.

Mamá murió el año pasado. Linfoma.

Mis perseguidores han desaparecido.

Al cabo de unos cuantos kilómetros y un peaje, la carretera se ensancha y el asfalto es nuevo. La autopista hacia Reikiavik no tiene una sola curva de elfo. Los pobres seres invisibles cuyos hogares fueron destruidos por las apisonadoras y la adoración autocomplaciente de los ingenieros por la línea recta deambulan sin casa y con sed de venganza por los páramos, cometiendo diabluras.

Por eso voy saludando por la ventana. Siempre he sentido simpatía por quienes están fuera.

6

EL INSTITUTO Árni Magnússon —que alberga la colección de manuscritos de Islandia— está situado a las afueras del recinto universitario de Reikiavik. La mayoría se estremece ante la gris fachada de un edificio universitario; yo, en cambio, siento una cálida ráfaga de felicidad: he llegado a casa.

El profesor Thrainn Sigurdsson, encorvado tras su abarrotado escritorio, estudia un texto con los ojos entrecerrados mientras mueve los labios como quien pronuncia un mudo conjuro. Su nombre y su título, de unas tres toneladas de peso, están grabados en una placa de bronce que amenaza con caerse de su escritorio. Alza la vista cuando llamo a la puerta medio abierta; se levanta y me estrecha la mano.

—Bueno, bueno… —le dice al aire—. Le acompaño en el sentimiento.

Islandia celebró una fiesta nacional cuando recuperaron los antiguos manuscritos que Árni Magnússon había consagrado su vida a reunir. Justo antes de morir en 1730, Magnússon lo dejó todo en testamento a la Universidad de Copenhague y, hasta la década de 1970, Islandia no recuperó la colección. La televisión retransmitió en directo la llegada. Los trabajadores y los colegiales se tomaron el día libre. Las amas de casa, los obreros, los estudiantes y los holgazanes se congregaron en el muelle cuando la nave con la Colección de Árni Magnússon llegó a Reikiavik. Saben cómo reunirse en torno a lo suyo, estos islandeses.

—¿Hay alguna relación? —pregunta Thrainn.

Los periódicos han escrito ríos de tinta sobre el asesinato, pero la policía ha mantenido silencio sobre el manuscrito desaparecido.

—Han robado el códice —digo.

—¿Tenéis copia?

Niego con la cabeza.

Durante un rato discutimos qué secretos puede haber ocultado Snorre en el texto. Le describo la alternancia entre la letra del propio Snorre —ante lo que Thrainn es escéptico— y los textos rúnicos aún más antiguos. En una hoja le dibujo los símbolos que se repiten a lo largo del manuscrito: Ankh, Ty, Cruz, Pentagrama.

Buscamos juntos una comprensión que se nos escapa.

—Ankh —dice Thrainn—. Es el jeroglífico para la palabra egipcia que significa «vida», es el símbolo de la vida eterna y el renacimiento. Ty. Es la runa de la serie antigua futhark, símbolo del dios nórdico de la guerra, Tyr. La cruz latina. Crux ordinaria. El símbolo del cristianismo y del martirio de Jesús. El pentagrama. Una estrella de cinco puntas, un símbolo sagrado secreto de la Antigüedad.

—La teoría con la que jugábamos el clérigo Magnus y yo era que Snorre ocultaba comentarios y referencias a las sagas.

—Las omisiones y los cambios son habituales en las ediciones facsímiles y en las copias manuscritas del pergamino manuscrito original. Y también en el texto de los márgenes.

—¿Así que parte del texto ha sido omitido?

—O añadido. En Uppsala, en Suecia, tienen ediciones facsímiles de los textos de Snorre. Sin duda existen copias desconocidas en papel que se basan en versiones desviadas de la Edad Media. Si comparamos las versiones más nuevas con los originales, palabra por palabra, puede aparecer información nueva, pero supone una magna labor.

—No sabemos lo que estamos buscando. El clérigo Magnus y yo analizamos la posibilidad de descubrir pruebas del contacto entre la cultura de los antiguos nórdicos y la egipcia. Cosa que demostraría que todo lo que hacían (desde las naves vikingas y las iglesias, hasta los mapas y la mitología) estaba influido por los egipcios.

Thrainn se queda sentado mirando por la ventana. En la pared, junto a él, cuelga una fotografía de una figura que se atusa sus largas barbas, que asemejan un ankh invertido. La estatuilla de bronce, de en torno al siglo XI, fue encontrada en Eyjafjördur, en Islandia, en 1815.

—¿Se te ha pasado por la cabeza que puede ser todo un timo? ¿Qué alguien en la Edad Media hiciera el códice simplemente para engañar a algún otro?

Evidentemente me lo he planteado. Los museos del mundo están repletos de falsificaciones. Abro la cartera y saco una versión facsímil de La saga de la Santa Cruz que coloco sobre la mesa.

—Ya sabes —dice—, que son muchos quienes piensan que Snorre no tuvo nada que ver con ese texto.

—Contiene un código.

Se me queda mirando.

—Y el clérigo Magnus y yo lo hemos descifrado —continúo.

—¿Un código?

—Creo que hay una gruta sagrada a las afueras de Thingvellir.

Thrainn se ríe cordialmente:

—¿Una gruta sagrada? ¿Junto a Thingvellir? Oye, oye…

—Y sé más o menos dónde está.

—¿Sabes qué? —me dice aún riéndose—. No me creo una sola palabra de todo eso.

Ha llegado la hora de asestar el golpe de gracia, así que le enseño las instrucciones:

El número de la bestia

muestra el camino

a lo largo de la pared de peñascos

desde Lögberg hacia Skjaldbreiður.

—A ver —dice el profesor—, ¿me estás tomando el pelo?

7

ESA MISMA tarde me mudo al Hotel Leifur Eiríksson, ante la iglesia de Hallgrím de Reikiavik. A través de la ventana llega el zumbido de una máquina que está limpiando las calles calladas y vacías. La iglesia de Hallgrím está iluminada con una luz blanca y la fachada me recuerda a las cumbres de un iceberg a la deriva en un mar desierto.

Doy un paseo hasta el restaurante Á næstu grösum, donde ceno una sopa y una lasaña de verduras.

Más tarde, el comisario de Borgarnes me llama a la habitación del hotel. Ha recibido el informe del forense.

—El clérigo Magnus murió de un ataque al corazón.

Permanezco tanto tiempo callado que me pregunta si sigo ahí.

—¿Ataque al corazón? ¿En la poza?

—Quizá se cayó. Tenía agua en los pulmones, pero no la suficiente como para haberse ahogado. Ha sido el corazón.

—¿Y qué hacía en la poza? ¿Completamente vestido? ¿Y qué pasa con el pergamino robado? ¿Y el Blazer?

—Proseguiremos la investigación, por supuesto. Pero un ataque al corazón no es un asesinato.

El comisario promete dejar mi móvil en recepción a lo largo de la mañana. No lo dice, pero comprendo que la fotografía MMS y el mensaje del clérigo Magnus han quedado reducidos a pistas de interés puramente académico.

—¿Qué crees que le causó el ataque al corazón? —pregunto punzante.

—Naturalmente puede que recibiera alguna amenaza, pero va a ser difícil demostrar ante un tribunal la relación entre el infarto y el supuesto robo del códice.

Cuando un policía emplea la palabra «supuesto», es porque no está del todo seguro de lo que ocurre. Hasta cierto punto lo entiendo.

En la habitación del hotel intento organizar mis notas y encontrarle la lógica a todo lo que hemos averiguado. Tal vez los árabes pertenezcan a una banda especializada en el rastreo y robo de tesoros histórico-culturales para el mercado negro de coleccionismo… En Oriente Próximo hay muchos jeques del petróleo millonarios que tienen en sus sótanos cámaras acorazadas repletas de obras de arte de valor incalculable que cualquier museo que se precie exhibiría en vitrinas de cristal bien vigiladas. A pesar de eso, hay muchas cosas que me confunden. No consigo ver el conjunto. Los años, la cronología y las diversas líneas históricas son una mezcolanza. Estoy demasiado cansado como para concentrarme.

Así que me duermo en la cama.

Estoy vestido. No me he cepillado los dientes ni lavado los sobacos. En sueños siento la angelical mirada de reprobación de mi madre.