EL MAUSOLEO

VEN —dice el Conservador.

Un murciélago persigue a un mosquito en la noche. Ha pasado un buen rato desde que Beatriz entró en el Palacio y nos abandonó a la noche y al paralizado silencio.

—¿Adónde vamos?

El Conservador se levanta con los achacosos movimientos de la vejez.

—Quiero mostrarte algo. Ven.

Dejamos la vela, la espiral contra los mosquitos y las copas vacías sobre la mesa y cerramos la puerta de la terraza a nuestras espaldas.

1

ME CONDUCE de vuelta a La Biblioteca Sagrada.

—Un momento —susurra, mientras el escáner de iris se esfuerza por reconocer sus ojos inyectados en sangre. Introduce los códigos y, una vez más, entro cojeando en la sala de la biblioteca con aire de iglesia.

Entre dos estantes marcados como «Custodios nórdicos» y «Textos santos», abre un armario. De un cajón señalado como «Aventuras de caballeros» coge una caja de cartón. Levanta la tapa y desdobla el papel de seda.

—Creo que esto te va a interesar.

Miro dentro con curiosidad. Veo un texto escrito en runas sobre papel vitela, la piel de ternera más fina. Las líneas de signos nórdicos forman bloques de texto simétricos. Me inclino sobre el texto y traduzco las primeras líneas:

Odín, concédeme valor.

Me tiemblan las manos. Mis dedos curvados me recuerdan a las garras del águila. Tengo las uñas afiladas y resquebrajadas, el aliento parece el de una criatura con estertores. Mi mirada, que en tiempos era capaz de descubrir un busardo ratonero entre las nubes o la bandera en el mástil de una nave más allá del horizonte, está encerrada en una niebla eterna.

—Este es el texto que llamamos «La historia de Bård» —dice—. El texto fue escrito en Selja, cuarenta años después de la batalla de Stiklestad, por el escudero y amigo de Olav, Bård.

—¿Bård? —exclamo. ¡Bárðr! La momia deteriorada que estaba en el ataúd de piedra junto a Asim, en la cámara mortuoria de Selja.

—Un escrito atípico. El estilo del texto es diferente de lo que era habitual en su tiempo.

—¿Cómo ha acabado aquí el manuscrito?

—Los custodios debieron de haberlo enviado con Snorre cuando…

La puerta se abre de golpe y, cual furioso mariscal de campo traicionado, entra Esteban con dos guardas de seguridad. El Conservador y yo pegamos un respingo. Con discreción, aunque no con la suficiente, le devuelvo al Conservador la caja con «La historia de Bård».

—¿Ha pasado algo? —pregunto—. ¿Es Hassan?

Esteban me espeta algo en español de lo que no entiendo una palabra. Con las orejas gachas, el Conservador le tiende la caja de cartón con el manuscrito.

Esteban le echa un rápido vistazo a la caja.

—«La historia de Bård» —dice—. ¿Por qué?

—Perdonadme, señor Rodríguez —murmura el Conservador. Esteban se vuelve bruscamente hacia mí.

—¿Interesante? —me pregunta con la voz llena de cristales rotos.

—Apenas he leído unas líneas —respondo dócilmente—. ¿Has sabido algo más de Hassan?

Los guardas de seguridad agarran al Conservador y se lo llevan de la biblioteca como un simple arrestado.

—¿Qué pasa? —digo.

Esteban me contempla con su mirada de rector.

—¡El Conservador se va a arrepentir!

—Nosotros…

—Se ha extralimitado muchos kilómetros.

—Por supuesto. Te pido disculpas. No pretendíamos…

—¡Bueno! —me interrumpe—. ¡Ven conmigo! Esteban me agarra por la manga de la chaqueta y me conduce a través de la biblioteca.

1

SALIMOS del palacio por un ala lateral, bajamos unas empinadas escaleras de piedra y continuamos por un camino empedrado que pasa por delante de fuentes y estatuas de mármol que escudriñan la eternidad. El parque es un bosque profundo que desaparece en la oscuridad. Oigo ruidos entre la hojarasca y los arrullos y silbidos, con aires de jungla, de las criaturas de la noche. Esteban me conduce a un sendero de gravilla que atraviesa el campo de flores. En medio de la colorida manta de flores, iluminado por lámparas ocultas, hay un pilar de piedra de varios metros de altura.

Una piedra rúnica.

Acaricio con las yemas de los dedos los signos que el paso de los siglos prácticamente ha borrado. Signo por signo traduzco para mí mismo.

Tord talló estas runas lejos del reino de los antepasados a través de mares revueltos y montañas desconocidas por bosques y sobre lagunas hemos traído el objeto sagrado que nacimos para custodiar con la misericordia de los dioses tal y como ordenó Asim a la isla del sol.

Española

1503

LENTAMENTE En medio del parque, rodeado de flores y una alta verja de lanzas de hierro de afiladas puntas negras, se encuentra un mausoleo blanco.

Las paredes tienen frisos de piedra roja, pero carecen de ventanas. La cúpula del tejado, de cobre, está cubierta de cardenillo.

Nos detenemos ante la puerta:

—Acompáñame —dice Esteban mientras se saca del bolsillo un mando a distancia.

Un enorme enrejado de rayos infrarrojos ilumina la oscuridad.

—Por si acaso —dice—. Por si alguien, contra todo pronóstico, fuera capaz de forzar las vallas exteriores, los sensores del suelo, las cámaras de vigilancia, los rayos infrarrojos, los detectores y los perros.

Presiona el ojo contra un escáner de iris e introduce un código. La cancela de hierro se abre.

Nos detenemos a los pies de las escaleras de granito que conducen al rellano que hay ante la entrada. En un friso colocado sobre las grandes puertas dobles, reconozco los tres símbolos: ankh, ty y cruz.

Subimos por las escaleras de granito hasta alcanzar el rellano de mármol. Los antiguos y sólidos cerrojos que sellaban la entrada han sido sustituidos por cerraduras de códigos incrustadas en el ancho marco de la puerta. Esteban introduce un código, espera un poco e introduce otro más.

Las pesadas puertas se abren sin producir ningún ruido.

Entramos en una antesala de suelo de mosaico. Las paredes y el techo están cubiertos de frescos rodeados de marcos labrados y ornamentos dorados. A nuestras espaldas se cierran las puertas y el cerrojo se encaja. Es evidente que la puerta exterior y la interior no pueden estar abiertas al mismo tiempo.

Detrás de la siguiente puerta, unas anchas escaleras descienden dos pisos hasta otra antesala. De nuevo Esteban tiene que mirar un escáner de iris e introducir un código de seguridad.

La puerta se abre.

Y entramos.

1

LA MIRADA se me pierde en la maravillosa belleza del mausoleo.

Catorce columnas de mármol sostienen la elevada bóveda estrellada, encalada en blanco. Detrás de las columnas las paredes son blancas y brillantes. La sala circular, las columnas y la bóveda mantienen entre sí una etérea armonía. Mientras que La Biblioteca Sagrada y el resto del Palacio Miércoles están profusamente ornamentados, el mausoleo es sencillo y limpio. Inconcebiblemente bello y deslumbrantemente blanco.

El sepulcro no parece tan grande desde fuera, pero, una vez en el interior, me quedo impresionado ante sus dimensiones y proporciones monumentales.

En medio del suelo de baldosas, hay un ataúd de oro sobre un podio de varios metros de altura con varias escaleras. Sobre cada una de las esquinas descansa una menorá de oro, con siete velas encendidas de gran altura.

Nos aproximamos al podio y el ataúd con profundo respeto. El golpear de las muletas suena a profanación, así que me las coloco bajo el brazo y voy a la pata coja.

Ascendemos los cinco peldaños del podio.

La tapa del ataúd está abierta: reposa sobre cuatro pilares de ébano.

En el ataúd, con sus frágiles brazos cruzados sobre el pecho, descansa la momia.

Está envuelta en lino y la cabeza tiene una forma alargada y puntiaguda.

—Esto —dice Esteban—, es Moisés.

Aunque ya lo había deducido, el aire me abandona y deja en mí un vacío inquietante y carente de pensamientos. Los guardas se colocan a ambos lados de la puerta y Beatriz entra en la habitación.

Aturdido, mi mirada oscila entre Beatriz y la momia. ¿Por qué ha venido ella? Creía que se había acostado hacía ya rato. ¿Por qué se ha traído dos guardas?

—Quiero que me des los rollos de Thingvellir —dice Esteban.

Aunque las palabras me pillan desprevenido, tienen una extraña forma de lógica. A través de la inquietud y el miedo incipiente, comprendo por qué Esteban me ha enseñado la momia.

—Te preguntarás por qué te he traído hasta aquí —dice Esteban—. Quiero que comprendas que los rollos de Thingvellir forman parte de una totalidad. Una totalidad que se encuentra aquí, en el Palacio Miércoles.

Miro a Beatriz inquisitivamente, como si le preguntara: «¿Qué estás haciendo aquí?». Su mirada es fría y desafiante.

—¿Beatriz? —digo.

Ella mira a su hermano.

—Menuda mujer —me dice Esteban dándome un codazo—. ¿Hermosa, eh? ¿Crees que no me he fijado en tus calenturientas miradas?

—¿Dónde están los manuscritos? —pregunta Beatriz. Su voz ha perdido la calidez.

—¿Nos los darás si te dejo acostarte con ella? —Esteban se ríe—. ¿Qué dices tú, Beatriz? ¿Valen los rollos un polvo con el paliducho?

Beatriz me mira fijamente.

Esteban dice:

—He tenido mucha paciencia contigo. ¿No estás de acuerdo? He sido amable y receptivo. Te he dado muchas oportunidades. Pero la verdad es que estoy empezando a impacientarme.

—No sé dónde están —digo, con la voz temblorosa.

—Tal vez te crea, tal vez no. En todo caso no te costará mucho averiguar dónde están.

Les hace una seña a los dos guardas de seguridad, que vienen decididos hasta nosotros. Esteban me escolta para bajar los cinco peldaños y Beatriz me sigue con la mirada. Entre todos me sacan del mausoleo, me bajan por unas escaleras y me conducen a través de unos pasillos subterráneos recién renovados y con gruesas puertas de seguridad. Al final debemos de encontrarnos justo debajo del palacio.

Abren una gruesa puerta de madera tras la que una larga escalera de piedra conduce a las profundidades del sótano.

—¿Adónde vamos? —tartamudeo.

Beatriz se vuelve y camina en dirección contraria, hacia la luz.

Me empujan escaleras abajo, hacia la oscuridad, hacia el hedor a ciénaga y putrefacción. Se oyen unas garras que raspan el suelo. Unos ojos amarillos centellean cuando uno de los guardas enciende la linterna.

—¿Adónde vamos? —pregunto una y otra vez.

Entiendo que no nos dirigimos de vuelta a mi habitación, con su cama ancha y suave y la lámpara de araña.

El pasillo del sótano es bajo y húmedo, con el techo arqueado. Las losas del suelo están resbaladizas. Rodeamos una esquina y nos detenemos ante una sólida puerta de madera con unos cerrojos de hierro. Una lagartija cruza el suelo y sube por la pared.

Uno de los guardas hace girar una llave ridículamente grande y el cerrojo chirría como si no se hubiera usado en un par de siglos (cosa que probablemente no esté tan alejada de la realidad).

—No quisiera que pensaras mal de mi hospitalidad —dice Esteban—. Te trasladaré arriba tan pronto como te muestres dispuesto a colaborar. Entre tanto, estoy seguro de que las condiciones del sótano te ayudarán a pensar.

Me invita a entrar.

De eso nada. Me quedo donde estoy.

—Quiero que lo sepas —digo ahogado por el llanto—, padezco claustrofobia.

Uno de los guardas me pega un empujón y caigo de bruces en el interior de la celda. Las muletas retumban contra el suelo de piedra, que está duro, frío y húmedo.

Cierran dando un portazo.