LA BIBLIOTECA SAGRADA
1
—BEATRIZ, ¿te puedo preguntar una cosa?
—Por supuesto.
Me ha invitado a cenar. Estamos sentados ante una ventana de su comedor. Tiene un apartamento propio en el extremo Norte del palacio. Estamos solos. Beatriz y yo. Uno siempre puede hacerse ilusiones.
—¿Qué hay detrás de la puerta cerrada de la biblioteca?
—Más libros.
El cocinero ha preparado un guiso vegetariano de espárragos al vapor con mantequilla, tomates asados y pimientos rellenos de arroz y especias. Beatriz come pechugas de codorniz marinadas en vino blanco. Alza la copa de vino y brindamos.
No está tranquila. Intenta sonreír desenfadadamente, pero algo le preocupa. El dique revienta en el momento en que me como mi último espárrago. Primero agacha la mirada sobre los restos de la pechuga de codorniz, luego me mira.
—¿Has decidido darle el manuscrito?
Mastico lentamente. Los espárragos siempre han sido una de mis verduras favoritas. No hay que cocerlos demasiado y tienen que presentar resistencia cuando los masticas.
—¿A quién? Yo no le he prometido nada a nadie.
—Esteban. Dice que le vas a vender el manuscrito.
—Entonces me ha malinterpretado. Dijo que lo necesitaba y yo dije que me lo pensaría. Punto. El manuscrito ni siquiera es mío. ¿Por qué iba a venderle algo que no poseo?
—Te pondrá millones de dólares ante los ojos.
—A mí no me interesa el dinero.
—Te engañará. Mantén el manuscrito alejado de Esteban.
Beatriz se seca las comisuras de los labios con una servilleta de tela con el monograma de la familia.
—Para serte completamente franco, Beatriz, no entiendo lo que me estás intentando contar.
Ella mira por la ventana. Bajo la luz de los focos, los árboles del parque brillan y relumbran en la oscuridad azul. La lámpara de la terraza ha atraído un montón de mosquitos a los que no quiere soltar.
—No debes confiar en Esteban. Nunca.
—Es tu hermano.
Algo se incendia en las profundidades de su interior provocando un reflejo de enfado en sus ojos.
—¿Tienes idea de cómo se siente uno cuando forma parte de una familia de mentirosos y traidores?
La verdad es que sí. Antes de morir, mi madre me preguntó si la había perdonado por todo lo que pasó cuando mi padre se despeñó de la pared de montaña de Telemark. Le acaricié la mejilla y le dije que por supuesto, pero no era verdad.
No le cuento nada de esto a Beatriz. Ahora no. A pesar de ello, alarga el brazo y posa su mano sobre la mía. Una mano morena y delicada sobre la mía de color blanco lácteo.
—Esteban dice que te lo ha contado todo.
—Sí, bueno, quizá no todo.
—No, no todo.
Permanecemos un rato en silencio.
—Supongo que cuando me miras —dice—, te resulta difícil concebir que provenga de un clan de vikingos. No, no, no hace falta que respondas. Hace mucho que mis genes caribeños han vencido a los nórdicos. —Me aprieta la mano y luego la suelta—. Resulta doloroso avergonzarse de la propia familia, de los padres.
—¿Tienes motivos para avergonzarte?
—No tienes ni idea…
—Yo estaría orgulloso de la inquebrantabilidad de tus antepasados. Piensa en todos los siglos que dedicaron a custodiar la momia.
Se ríe breve y fríamente, tal y como se habría reído una mujer de vida alegre de su cliente más fiel si le preguntara si lo quería.
—Me puedo imaginar lo que te ha contado Esteban.
—¿Me ha mentido?
La puerta se abre. Una procesión de camareros viene a buscar los platos sucios y a servir el postre: bayas templadas con helado de vainilla casero. Nos sirven vino de postre en unas pequeñas copas de cristal de Bohemia y cierran la puerta tan silenciosamente que me tengo que volver para comprobar que realmente se han ido.
—Sí. Te ha mentido. Gran parte sería verdad, la mayoría, pero te mintió en el punto más esencial.
—¿Por qué?
—Esteban está envenenado por el pasado.
—¿Qué quieres decir?
—Todos somos el resultado de las elecciones de nuestros antepasados.
—No sé, supongo que todos disponemos de libre voluntad.
—Algunos se pervierten por su libre voluntad.
—¿Esteban?
—Mi hermano ha sido corrompido por siglos de traiciones, doble moral y falta de principios.
Arrastra las palabras, como si todas ellas estuvieran amarradas con una cadena a una bola de hierro.
La miro interrogativa e inquietamente mientras sorbo una frambuesa templada. La furia reprimida la está sonrojando.
—¿Qué estás intentando decirme, Beatriz?
Con el tenedor de plata empuja un arándano por el helado de vainilla medio derretido. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
—¿Cómo piensas que mis antepasados pudieron construir un palacio como este?
—¿El oro de los incas?
Una risa callada.
—El oro de los incas y los aztecas también debió de contribuir, sin duda. Los custodios se unieron a los conquistadores y, fieles a su sangre vikinga, saquearon las riquezas de las islas caribeñas y de la tierra firme. León, Velázquez, Cortés, Pizarro, De Soto, De Coronado. Nosotros estábamos allí con ellos. La leyenda familiar quiere hacernos creer que mis antepasados encontraron El Dorado, la ciudad de oro sudamericana, y que nuestro dinero proviene de ahí.
—¿El Dorado no es un mito?
—Eso se dice, pero ¿quién sabe? Los cimientos de la inconcebible riqueza de mi familia se pusieron en los siglos XVI y XVII. Gran parte del dinero proviene de los saqueos de los conquistadores, pero… también recibimos cantidades considerables de Europa.
—¿De quién?
—De la institución más poderosa de la Europa del siglo XVI.
—¿Qué era?
—Permíteme plantearte una pregunta: ¿durante cuántos siglos crees que la hermandad a la que tú llamas «los custodios» fue leal a Asim y su proyecto?
Había intentado aferrarme a la idea de que Esteban fuera un custodio, alguien que administraba honrosamente el pacto que habían sellado sus antepasados.
—Mis antepasados fueron traidores, Bjørn. Traicionaron a Asim, traicionaron a todos aquellos que habían sacrificado sus vidas, traicionaron su misión.
—¿Cómo?
—No son pocos quienes piensan que Colón trajo la decadencia europea a América. El descubrimiento europeo de América supuso el hundimiento de los nativos. En fin, desde luego supuso el hundimiento definitivo de los custodios. Se dejaron corromper, todos ellos. Por el dinero, el poder, el estatus. Esteban y yo descendemos de villanos y gentuza.
No sé qué decir.
—Las islas caribeñas nunca fueron la meta de los custodios —continúa—. Querían volver a Europa. Buscaban los vientos que pudieran llevarlos a casa, pero acabaron quedándose aquí. ¿No te preguntas por qué?
—¿Por qué?
—Por ambición.
—No entiendo…
—En cierto sentido continuaron siendo custodios: simplemente reajustaron su lealtad. Custodiaban el viejo secreto, para un nuevo jefe.
—¿Quién?
—Si sumas dos y dos, te resultará evidente.
—Siempre he tenido problemas con las matemáticas.
—Se quedaron en Santo Domingo, en el palacio que se construyó con la ayuda de los más destacados arquitectos e ingenieros de Europa. Tomaron nombres españoles. Algunos de los custodios se quedaron en Santo Domingo, aquí, en el Palacio Miércoles. Mis antepasados. Otros retornaron a Europa con las naves comerciales españolas y a todos ellos se les concedió un título nobiliario, grandes posesiones y más dinero del que pudieran soñar. Los pocos que protestaron, los más honorables, fueron asesinados por la Inquisición por orden directa del Vaticano. Los únicos que sobrevivieron fueron aquellos que traicionaron el juramento que hicieron en su momento. El día de hoy, sus descendientes viven en sus palacios de Italia, Francia y España.
—¿Quién estaba detrás de todo esto?
—En esa época, durante los primeros años después de que los custodios llegaran a Santo Domingo, el Papa era Julio II. La posteridad lo recuerda por muchas cosas distintas. Lo llaman el Papa Guerrero. Era un intrigante y una figura poderosa. En 1506 fundó la Guardia Suiza, que aún sigue custodiando el Vaticano y al Papa. Inició la construcción de la basílica de San Pedro. Contrató a Miguel Ángel para que pintara el techo de la Capilla Sixtina, y fue también Miguel Ángel quien recibió el encargo de hacer el monumento funerario del Papa, la famosa estatua de Moisés.
—Aún no entiendo la conexión.
—La conexión es el Vaticano.
—Pero ¿por qué? Con todos mis respetos, estamos hablando de una momia y unos manuscritos de papiro. Es el botín de unos vikingos.
—Ni Asim ni los custodios podían imaginar la envergadura de lo que ocultaban. Sin saberlo, custodiaban una momia y unos escritos que cambiarían la concepción que tenemos del judaísmo, el cristianismo y el islam.
No sé cómo reaccionar. Las palabras me resultan demasiado pomposas, demasiado irreales.
—Espero no estarte faltando al respeto si digo que esto suena un poco desproporcionado.
Ensarta el arándano con el tenedor y se lo come.
Le pregunto:
—¿Qué tipo de secretos podrían tener tal envergadura? ¿Era la momia de Dios? —Intento reírme, pero emito un sonido seco.
Beatriz pega un sorbo al vino y cierra los ojos. La tenue luz borra sus arrugas y la vuelve tan joven como cuando bailaba a la luz de la luna de Haight-Ashbury.
—Tengo que preguntarte una cosa, Bjørn.
—Adelante.
—Este manuscrito…
Se interrumpe, como si no supiera qué palabras usar.
—¿Sí?
—¿Qué sabes sobre él?
—Es una copia y una traducción del siglo XI de un manuscrito bíblico original, mucho más antiguo.
—¿Has leído algo del texto?
—Aún lo están traduciendo.
—Espero que hayas escondido bien el pergamino.
—Por supuesto. Está en las mejores manos.
—¿Tienes una copia?
Esa es la pregunta que Esteban no me ha hecho nunca.
—Claro.
Su boca no quiere cerrarse.
—¿Quieres verla? —le pregunto y extiendo la mano.
En la biblioteca enciendo un ordenador y me meto en la cuenta de Gmail que abrió el clérigo Magnus. En el buzón de entrada, debajo del códice de Snorre, me espera el correo electrónico de Thrainn con una versión digitalizada de los rollos de Thingvellir.
—¡Madre mía! —exclama Beatriz cuando hago aparecer el documento.
Los pergaminos lucen claros y definidos sobre la pantalla plana.
—El Conservador no va a creer lo que verán sus propios ojos. ¿Podrías…? —vacila—. ¿Podrías imprimirme una copia?
Pulso el comando de imprimir y ella me aprieta agradecida el hombro. La gran impresora láser se reanima. Una vez que se ha impreso el documento, digo:
—En realidad no has llegado a responder a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
Indico con la cabeza la puerta cerrada.
—Ah, eso. Anda, ven.
Me lleva hasta la puerta y se queda mirando el escáner de ojos hasta que luce verde. Introduce un código, el cerrojo emite un zumbido y abre la puerta.
2
ENTRAMOS en una atmósfera de pasado y misterios. Los frescos que cubren el techo y las paredes representan puntos culminantes de la historia de la Biblia. Si no hubiera sabido que no puede ser, habría pensado que Miguel Ángel había estado allí con su paleta y sus pinceles. De la cúpula del techo cuelgan tres grandes lámparas de araña. En diversos estantes y nichos hay iconos y cofres con reliquias. En mi oído interno oigo el eco de unos cantos gregorianos. En la pared corta de enfrente cuelga un Cristo crucificado. Elí, Elí, lemá sabaktáni? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». En una vitrina colocada sobre un alto zócalo descubro una corona de espinos, pero no puede tratarse de «la» corona de espinos, y no me animo a preguntarlo. Bajo el crucifijo, sobre una mesa cubierta con un mantel blanco, hay una menorá, un candelabro de siete brazos, con velas encendidas. A lo largo de las paredes, dispuestas entre los frescos, se distribuyen las estanterías, con puertas de cristal y cajones. Las profundas ventanas están protegidas por rejas de sólido hierro forjado. Del techo pende una cámara de vigilancia.
—Bienvenido a La Biblioteca Sagrada —dice Beatriz—. Aquí guardamos nuestros tesoros más valiosos y poco comunes.
Nos adentramos en la sala de la biblioteca sobre una alfombra tan mullida como el musgo.
Beatriz se detiene ante uno de los armarios de puertas de cristal y saca un códice de tapas de madera. De pie, detrás de ella, miro por encima de su hombro. Lo abre con mucha delicadeza.
—Este es el texto original del De Transitu Virginis, sobre la ascensión de la virgen María al cielo, escrito en torno al año 169 por san Melitón de Sardes. Dado que María era la madre del hijo de Dios, difícilmente podía morir como cualquiera. Cuando sus días tocaron a su fin, fue llevada al cielo en cuerpo y alma.
Contemplo las letras con respeto: cada una de ellas está escrita con fe y amor.
Beatriz me conduce entonces a una sección de armarios donde abre un cajón. Sobre un cojín de seda descansan dos monedas de oro.
—Estas monedas se atribuyen a Nicolás de Myra, san Nicolás. Hoy en día se lo conoce más como Papá Noel. En secreto salvó a un hombre y sus tres hijas de la pobreza y la prostitución, lanzándoles bolsas de monedas de oro a través de la ventana y por la chimenea.
De un escritorio dorado saca un cofre de oro con un documento resquebrajado aprisionado entre dos planchas de cristal.
—Esta es la orden de ajusticiamiento que Poncio Pilato preparó para Jesucristo.
—¿Cómo habéis conseguido todas estas cosas?
—Siempre hemos tenido buenas relaciones con el Vaticano. Diversos papas, cardenales y obispos nos han usado para diferentes fines. Cuando los debates teológicos se avivaban, les resultaba útil deshacerse de documentos que no querían que usaran en su contra sus oponentes. El Palacio Miércoles es más seguro que el propio archivo del Vaticano. Los archivistas y los cardenales desleales siempre han supuesto un riesgo para el Vaticano. En nosotros siempre han podido confiar.
—¡Completamente increíble, Beatriz! ¡Completamente increíble!
—No todo proviene del Vaticano. También hemos comprado manuscritos, cartas, libros, códices y pergaminos en el mercado abierto y en el mercado negro. Hemos financiado excavaciones. Hemos sobornado a arqueólogos, descubridores y aventureros. Al asegurarnos todos estos tesoros, al menos hemos impedido que se pierdan.
—Para los investigadores y el público tanto da que estén amontonados detrás de las puertas cerradas del Palacio Miércoles o con el jeque Ibrahim en los Emiratos.
—El jeque se ha llevado muchos documentos delante de nuestras narices, claro que él dirá lo mismo sobre nosotros. Ven, hay un hombre al que quiero que conozcas.
3
ES TAN FLACO, pálido y desgarbado que a contraluz fácilmente resultaría invisible. Tiene la piel tan blanca como la mía. Tal vez por eso sienta cierta familiaridad hacia él. A través de sus pelos grises, veo el mapa de manchas de hígado de su cuero cabelludo. Tiene la nariz afilada, aguileña y llena de pelo. La mirada está vuelta hacia dentro, hacia un mundo que se ha reservado para sí mismo.
Su dormitorio es también una cámara de estudio. Cuando llamamos a la puerta, nos lo encontramos sentado con su té ante un escritorio cubierto de papeles, libros y documentos.
—Este es el Conservador —dice Beatriz—. Le llamamos simplemente así, el Conservador.
Me tiende una mano huesuda y, al estrecharla, tengo la sensación de apretarle la mano a un esqueleto.
—He leído sobre ti —dice con una voz tan quebradiza y delicada como el papel de tina que tiene sobre la mesa.
Beatriz posa las manos sobre sus escuálidos hombros con sensible ternura.
—Somos viejos amigos: lo conozco de toda la vida. Fue mi primer niñero y se convirtió en mi amigo y mi mentor. Vive y trabaja en el Palacio Miércoles desde 1942, cuando huyó de Varsovia…
—¡Era un chiquillo, que lo sepas, sólo un chiquillo!
—… Y acabó aquí después de pasar por Copenhague, Boston y La Habana. Mi padre se apiadó de él en uno de sus raros ataques de humanidad. Fue el Conservador quien despertó mi interés por la historia y la teología, y por todo lo que se oculta en los viejos escritos.
—Tengo entendido que compartes nuestro afecto por los tesoros del pasado —dice el Conservador.
Su voz es baja, como un susurro, como el juego del viento con las páginas de un libro olvidado en el parque. Cuando nuestras miradas se encuentran, es como si se abrieran unas puertas a su interior; durante un instante alucinatorio tengo la sensación de ver un pasillo infinito repleto de libros cubiertos por el polvo de los siglos. Luego la ilusión se disipa y veo que sus ojos acuosos están aquejados de vasos sanguíneos reventados.
Ladea la cabeza:
—Beatriz es una persona adorable, ¿verdad? Alégrate de disfrutar de su amistad y su cariño.
No sé bien qué contestar. Tras su apariencia solemne, intuyo una juguetona ironía con la que me está poniendo a prueba.
—Mientras viví en el extranjero —dice Beatriz—, fueron las cartas del Conservador las que me mantuvieron al tanto de la vida aquí en el palacio. Cuando pasaba por casa, a quien me ilusionaba ver era al Conservador.
El Conservador mira con los ojos entornados la copia que Beatriz sostiene en las manos. Ella asiente imperceptiblemente y él se muerde el labio inferior. Le tiende la copia y él recibe la pila de papeles con manos temblorosas. Con el aliento entrecortado y los ojos entornados, mira el papel. Su mirada se desliza por las líneas.
—Por fin —susurra varias veces. Mira a Beatriz—: ¡Es este!
—Lo que yo decía.
—No me atrevía a creerlo. ¡Pero es este!
4
EL CONSERVADOR ha servido tres copas de jerez. Beatriz y yo nos hemos sentado en su cama y él sigue en la espigada silla de su escritorio.
—El rey vikingo Olav no sabía lo que estaba robando —dice el Conservador. El jerez ha dejado una sombra húmeda sobre su labio superior—. Seguramente lo que le interesaba era el cofre de oro en el que estaban los escritos.
—El manuscrito original —dice Beatriz—, está aquí en el Palacio Miércoles.
—Esteban dice que no tiene nada de especial.
—Esteban miente.
—¿Sería posible echarle un vistazo?
—No es fácil. Sólo tenemos acceso Esteban y yo. Una medida de seguridad. Cada vez que abrimos la puerta, queda registrado en el diario de seguridad. Esteban sospecharía.
—Desgraciadamente el manuscrito original no está completo —dice el Conservador—. El aire seco del desierto de Egipto es perfecto para la conservación del papiro. El aire frío del mar de Noruega e Islandia es menos ventajoso, por decirlo así. Partes del papiro se han descompuesto y está lleno de lagunas. Gran parte resulta ilegible. Para poder leer y traducir correctamente el texto, necesitamos la copia no dañada de Thingvellir.
—¿Vais a tardar mucho en contarme qué es lo que hace que este manuscrito sea tan único?
—Es el original de un texto bíblico.
—Hasta allí ya me he enterado, pero ¿qué pone en el texto que asuste tanto al Vaticano?
El Conservador se levanta y rellena de jerez las copas medio vacías. Enrosca el tapón de la botella.
—Asusta… Tan fácil no es. Hace mil años, el Vaticano tenía preocupaciones muy distintas a las de hoy en día. No sé cómo habría manejado el Vaticano el asunto si el manuscrito hubiera salido a la luz en nuestros tiempos, pero hace mil años les entró el pánico.
—¿Por qué?
—Porque la Iglesia lleva siglos difundiendo la ilusión de que la Biblia es la palabra de Dios.
Habla con un tono de rebeldía.
—¿No es esa la misión de la Iglesia? —pregunto.
—Precisamente por eso, la autoridad y el peso de la Biblia y la Iglesia se desintegrarían si el Vaticano reconociera que la Biblia es, digamos, una colección de historias buenas y edificantes, escritas por personas, transformadas por personas, reunidas y seleccionadas por personas. Y nada más.
—Todo el mundo sabe que la Biblia no se puede interpretar literalmente. La Biblia representa algo mayor que ella. Muy poca gente sigue creyendo en la Biblia en sentido estricto.
—¿Ah, sí? Pregunta a los homosexuales, pregunta a las mujeres. Durante dos mil años nos han machacado con la interpretación de la Iglesia. Te sorprendería la cantidad de gente que lee la Biblia convencida de que es la palabra que Dios nos dirige a nosotros los hombres, como si el propio Dios hubiera sostenido la pluma. Algunos creyentes leen la Biblia como una fuente para la comprensión, la adoración y la contemplación, inspirada por Dios y trasmitida por las personas. Pero aun así… Las mismas personas que sentaron las bases de las cruzadas, la Inquisición y la esclavitud, siguen floreciendo hoy en día.
—Yo creía que todo esto había cambiado con Lutero.
—Bueno, piensa en las palabras de san Pablo sobre la homosexualidad. Un apóstol que predica el amor, el perdón y la compasión, condena la homosexualidad y aún recibe el aplauso de mucha gente culta. —Las palabras salen entre una nube de saliva—. ¿Qué crees que habría dicho Jesús sobre el odio con que reciben a los homosexuales ciertos cristianos?
—Bueno, bueno —dice Beatriz inclinándose hacia él y acariciándole tranquilizadoramente el muslo.
—Pablo vivía en otros tiempos —digo.
—¡Exacto! Cosa que demuestra que la Biblia pertenece a un tiempo perdido. Hoy, sí, hoy la Iglesia condena la misma esclavitud que durante mucho tiempo apoyaba entusiastamente. Pero a los homosexuales aún los persiguen con endemoniado celo y ardiente odio.
El Conservador inspira profundamente tras este exabrupto y se apoya sobre el escritorio.
—¿Estás bien? —pregunta Beatriz.
—¡Sí, sí, sí!
—El Conservador se involucra mucho en las cosas —dice—. Pero yo estoy de acuerdo con él. La Biblia es una obra maestra literaria y mitológica, que estaba arraigada en su tiempo, su pueblo y su mundo. Hoy en día podemos escoger entre leer la Biblia como un mensaje religioso o como un manifiesto filosófico. Como transmisora de la palabra de Dios, la Biblia descansa única y exclusivamente sobre la fe de los lectores. La autoridad de la Biblia depende de la fuerza e irrefutabilidad del texto.
Beatriz toma aire. El Conservador interviene en la pausa:
—Nuestra Biblia recibió el visto bueno de los padres de la Iglesia hace mil quinientos años. Durante todos estos siglos, los papas, los curas y los predicadores se han refugiado en la inmunidad de la Biblia. Criticar la Biblia equivale a negar a Dios. Se han sostenido guerras para defender y expandir la palabra de la Biblia. Millones de personas han sido asesinadas en nombre de la Biblia.
En el momento en que al Conservador le da un ataque de tos, consigo introducir una pregunta:
—¿Cómo pueden los rollos de Thingvellir alterar esto?
Mientras el Conservador recupera el aliento, Beatriz responde:
—El texto más fundamental de todos, el fundamento teológico del judaísmo, el cristianismo y el islam, es el Pentateuco, los libros atribuidos a Moisés. El relato del Génesis. La historia de los patriarcas. El éxodo. Canaán. Caín y Abel. Las leyes. Las prescripciones. Los diez mandamientos. Todas esas historias conforman el fundamento de nuestra herencia cultural común y nuestra autocomprensión. —Le da al conservador un par de palmadas en la espalda para aliviarle la tos—. Moisés es una de las figuras más influyentes de la historia de la humanidad. La mitad de la población del mundo basa su fe en sus palabras. El Dios todopoderoso que aparece en los libros de Moisés sigue siendo el Dios en que creen los cristianos, los judíos y los musulmanes.
El Conservador, que ha recuperado un poco el aliento, vacía la copa de jerez de un trago.
—¿Qué pasaría si alguien documentara que es todo falso?
—¿Falso? —repito como un eco—. ¿Qué es lo que es falso?
—¿Cómo reaccionarías si te dijera que los libros de Moisés son la suma de numerosos textos y pensamientos de la Antigüedad?
—Me suena a una de las primeras cosas que aprenden los estudiantes de teología en la universidad.
—Pero lo curioso es cómo protegen sus conocimientos. La mayoría de la gente no sabe que los libros de Moisés, es decir, grandes partes del Antiguo Testamento, son una mezcla de mitos babilónicos, leyendas fenicias e hititas y relatos egipcios vinculados con la descripción de un dios absoluto y la creación de una religión monoteísta. Y un nuevo estado. Muchos despacharán todo el asunto como un mito más, como una teoría conspiratoria. Algunos (los especialistas, los teólogos críticos y los investigadores) reconocerán que el Antiguo Testamento de la Biblia, en gran medida, es precisamente una colección única de textos más antiguos con nuevas vestimentas.
—Evidentemente se puede optar por ignorar toda la problemática porque se esté convencido de que la Biblia es la palabra de Dios —dice Beatriz.
—O se puede ver la Biblia como la descripción de una cultura de un pasado mitológico y de la esperanza de un futuro idealizado —dice el Conservador—. Un libro sobre el sueño, inherente al hombre, de alcanzar lo bello y lo supraterrenal. ¿Más jerez?
Le acerco mi copa y la llena hasta el borde. Beatriz aún tiene la copa medio llena y la cubre con la mano.
—Pero imagínate —continúa el Conservador dejando a un lado la botella—, imagínate que alguien pudiera presentar pruebas irrefutables que revelaran cómo surgió el Pentateuco y cómo se creó la nueva religión.
—¿Qué tipo de pruebas?
—¡Los rollos de Thingvellir!
Beatriz y el Conservador se quedan mirándome fijamente, como si preguntaran y me desafiaran.
—En el mundo hay dos mil millones de cristianos. La mitad de ellos son católicos —dice el Conservador—. Hay mil quinientos millones de musulmanes y catorce millones de judíos. Para muchos de ellos, el Pentateuco es el fundamento de su fe. Moisés allanó el camino de la fe para Jesús y Mahoma.
—Por eso es tan importante el manuscrito —dice Beatriz—. Cuenta una historia diferente.
—El Papa nunca podrá decir que los textos en torno a los que se reunieron los padres de la Iglesia son incompletos —dice el Conservador—. Nunca podrá decir que hay que reescribir la Biblia. ¡Es impensable! Nunca podrá desvelar que los libros de Moisés contienen errores que hay que corregir. Con ello apuñalaría por la espalda a los que le han precedido durante dos mil años, al mismo tiempo que admitiría que la Biblia, en toda su magnificencia literaria, no es la palabra de Dios, sino la de los hombres.
—La Biblia —dice Beatriz—, se transformaría en un hermoso libro de cuentos, bellamente escrito y en el que se plasman las visiones de los sabios sobre un Dios y un paraíso con el que podemos soñar todos.
—Pero que no es más que un espejismo —dice el Conservador.